Marjorie pensaba: Al final siempre se acaba en algo parecido a esto, ¿verdad? No importa lo que digan nuestras conciencias, no importa la cantidad de doctrina que nos hayan enseñado, no importa el número de consideraciones éticas que hayamos masticado, tragado e intentado digerir, al final siempre acabamos recurriendo a las armas más letales que podemos encontrar y partimos hacia el combate…
Tendría que estar asustada, pero la verdad es que siento casi lo mismo que en una competición hípica. Una pared muy alta. La posibilidad de caerse siempre está allí, y la caída puede ser grave, hasta puedes matarte. No es el deporte más seguro del mundo. Con todo, lo único que necesitas es tiempo, energía, mantenerte encima del caballo y confiar en él. Tienes que pensar con el caballo, no en su lugar…
La verdad es que no he de pensar en nada que no sea matar el máximo numero de hippae que pueda. Matarlos y no preocuparme de los aspectos éticos hasta después… Olvidar que cada hippae que haya al final de esta pendiente posee el potencial necesario para convertirse en un zorren, un ser más inteligente que yo. Cada hippae que mate o deje herido significa un Él menos. No pienses en Él. Bórralo de tu mente. Fue un delirio, nada más. Imaginaciones tuyas.
¿Dónde está la justicia en todo esto? Si el hombre no hubiera venido a Hierba nada de todo esto habría ocurrido. Si el hombre y los arbai no hubieran venido aquí, si nadie fuera nunca a ningún sitio, este tipo de cosas no ocurrirían…
Aunque acabarían ocurriendo. Un virus malévolo y salvaje habría encontrado la forma de llegar hasta los que no nos movíamos de casa. Algo como los hippae se abriría paso por nuestras ventanas, derribando nuestras puertas, gritando, matándonos, violándonos y mutilándonos.
¡Oh, Señor, he sido buena! He asistido a misa, me he confesado, he cumplido la penitencia que se me imponía. He hecho obras de caridad. He amado a mis hijos y he cuidado de ellos, aunque a veces llegaran a ponérmelo muy difícil. He tratado de amar a mi esposo. He pensado en suicidarme, pero me arrepiento de ello. He llevado una existencia de lo más decoroso y aceptable y…
A la mierda con eso.
Prefiero estar aquí. Incluso si he de morir. Prefiero que sea aquí. Si hay algo importante que un ser minúsculo pueda hacer es luchar contra la plaga. Eso es lo primero. Tenemos que conseguir tiempo para encontrar la respuesta. Ahora la plaga es lo único que importa. Tenemos que descubrir cuál es la cura y asegurarnos de que Santidad no la encuentre antes que los demás. Y, si lo conseguimos, entonces…, sí, también hay otra cosa. Oh, Dios, deja que Él me hable. Quiero que Él hable conmigo.
Rigo pensaba: Esta maldita lanza no está bien equilibrada. Tendría que llevar un contrapeso más grande para que al girar no se moviera con tanta brusquedad. Quizá sean cosas mías. Me encuentro mal. Débil, enfermo. Tendría que haberme quedado allí, sentado en un sillón, dejando que alguien me tapara las piernas con una manta. Pero estoy aquí. ¿Y dónde es aquí? ¿Cómo diablos he llegado aquí? Bueno, nadie me ha obligado. Soy el único de todos nosotros que ha luchado con los hippae. Soy el único que sabe dónde hay que darles. Primero en las patas, luego en las mandíbulas. Córtales las patas, secciónales las mandíbulas, y deja que esas criaturas asquerosas se retuerzan hasta morir.
Aún no estoy curado. Noto las piernas un poco raras. Tengo los muslos fláccidos, como esponjas empapadas de agua. Como si se hubieran quedado sin músculos. Puede que hoy muera alguien. Quizá yo. Mejor yo que Marjorie o Tony. No han hecho el imbécil como yo.
Pero, si muero, ella quedará libre. Libre para hacer lo que le dé la gana, para entregarse a quien quiera. Sylvan… Mírale. Nunca había montado un caballo, pero da la impresión de haber nacido en su grupa. Bueno, es bastante parecido a lo que hacía. El truco siempre está en las piernas y en la espalda.
Si me matan, ¿se irá con él?
Y, si lo hace, ¿será peor que lo mío con Eugenie? Pobre Eugenie. Maldita sea… Ojalá hubieran podido salvarla. Pobre Eugenie. Tenía la cabeza vacía: sólo pensaba en hacer que todo fuera bonito, que oliera bien, supiera bien, fuera agradable al tacto… Nada de grandes aspiraciones o inocencia altiva que ofender. Ninguna modestia o pudor que invadir. Ninguna gran expectativa que pudiera verse decepcionada, ni una sola idea elevada. Aun así, se merecía una muerte mejor.
Si es que murió. Dios. Quizá no haya muerto. Puede que se la llevaran los sabuesos, puede que esté con los hippae y que le hagan lo mismo que a Stella…
¡No pienses en eso! Ahora lo único que importa es la plaga. Tenemos que salvar a la Comunidad aunque sólo sea durante un tiempo, hasta que alguien dé con la respuesta. Sí, conseguiremos encontrar la respuesta. ¡La humanidad sabrá encontrar una respuesta! Siempre hay algo que nos salva en el último instante. Dios intervendrá. Tendremos tiempo suficiente para conseguirlo. Marjorie volverá conmigo. Siempre lo ha hecho. Siempre, pasara lo que pasase…
Sylvan pensaba: Hay que reconocer que tiene mucho valor. Acaba de salir de la cama después de que las monturas le dejaran medio muerto, y aquí está. No para de mirarme, deja que sus ojos se posen sobre mí. Sé lo que está pensando. Si le matan, conseguiré a Marjorie. Idiota. Si le matan, Marjorie hará lo que le dé la gana, y ese lo que le dé la gana no me incluye a mí. No sé por qué. Nunca he tenido problemas para conseguir a las mujeres que deseaba, pero a ella no he sabido cómo tratarla. Aquí sólo hay un idiota, y ése soy yo. Pensé que era como nosotros. ¿Cuál es la palabra terrestre? Hedonistas, buscadores de placeres. Bueno, ¿en qué otra cosa podíamos pensar, si no en el placer? Esos malditos hippae no nos han dejado pensar en nada más. Se han metido en nuestras mentes, nos han esclavizado y nos han obligado a hacer lo que querían que hiciéramos…
¡Fíjate en ella! ¡Parece una reina! Alta y orgullosa, y monta en esa criatura como si formase parte de ella. ¡Esa criatura! Ja, ja. Caballo. Caballo. Hacen ruiditos cuando les acaricias, y cuando montas en ellos te miran con expresión bondadosa. Esta yegua, «Su Majestad», hace todo lo que le pido. Es casi como amar a una mujer. Caballo, no hippae.
Tony también me está observando. No le caigo bien. Al principio pensé que era por lo de Marjorie, pero no es eso. Hay algo en mí que le repele. Mis modales. Mis modales de bon… Quizá fue porque no me tomaba en serio su plaga. No lo sé. La verdad es que ni tan siquiera sé si me importaba el que hubiera más seres humanos en otros sitios… Eso es lo que pensaban los hippae. No les importaba. Y, si ellos pensaban eso, nosotros pensábamos lo mismo. ¿Cuánto tiempo llevan encargándose de pensar por nosotros? No quieren que haya más razas inteligentes en el planeta. Y no quieren creer que ellos mismos se convierten en otra raza inteligente. Los zorren… ¿Qué dijo el hermano Mainoa? Nunca creemos que podamos llegar a viejos. Los hippae no saben qué potencial llevan dentro. Han logrado pararse, se han quedado a medio crecer. Se han detenido en la adolescencia. Una época brutal, odiosa… Ya no eres un niño, y aún no eres un adulto. Estás lleno de fuerza y de furia y no tienes ninguna salida donde descargarlas…
Bueno, hicieron lo mismo con nosotros. Me trata igual que a Tony. Como si fuera un chico… ¿Y cuándo he tenido la ocasión de ser otra cosa?
Madre, madre… No deberías estar aquí. Oh, madre, ¿realmente crees que esto puede compensar lo de Dimity…?
Tony pensaba: Acabemos con todo esto y volvamos a casa. Si muero, habré muerto, pero si no muero dejadme volver a casa. Dejad que olvidemos a toda esta gente, estos bons enloquecidos, ¡marchémonos de aquí! Dejad que pase esta hora o dos, lo que dure esto, y luego nos iremos, me iré, no sé cómo… Acabemos con esto. Si muero…
Rowena pensaba: Dimity. Por Dimity. Por Emmy. Por Stavenger. Por mis otros hijos, los que murieron hace tanto tiempo que ya casi he olvidado sus nombres. Por todos vosotros. Por todos nosotros.
Sylvan. Oh, Sylvan… Pase lo que pase, recuerda que te amo. Os amo a todos…
«Don Quijote» pensaba: Ella te monta. Confía en ella. Confía en lo que hace. Y escuchad, escuchad todos. Escuchad las voces.
Cuando llegaron a la base de la colina, sólo unas lagunas y una cortina de follaje les separaban de los hippae que se encontraban junto a la entrada del túnel. Rigo fue el único que recorrió todo el trayecto, midiendo la distancia con un galope mental. Después volvió grupas y les hizo formar una hilera a lo que le pareció una distancia adecuada del final de la cuesta. Querían que la pendiente les ayudara, pero necesitaban el espacio suficiente para dar la vuelta sin verse obligados a entrar en los charcos y lagunas que les harían ir más despacio. Rigo comprobó su lanza sin decir palabra, mientras los demás le imitaban, y luego empezó a golpear su coraza con el contrapeso del arma, gritando feroces insultos. «Estúpidos hippae. Imitaciones de caballos. Bestias idiotas». No comprenderían nada de cuanto decía, pero sí podrían comprender el significado captando las emisiones de su mente.
—¡Genocidas! —chilló Marjorie a pleno pulmón—. ¡Desagradecidos! ¡Bestias malévolas! ¡Perros asquerosos!
—Oh, uah, uah, uah, uah —gritó Tony, haciendo el máximo ruido posible, aunque su mente no parecía capaz de ofrecerle ninguna palabra que gritar.
—Por Dimity —gritó Rowena—. Por Dimity, Dimity, Dimity.
—Cobardes —tronó Sylvan—. Cobardes. Animales. Mirones. Migerers, migerers cubiertos de barro, con menos honor que un topo…
Los hippae emergieron de su refugio y se quedaron inmóviles: el grupo de la colina guardó silencio. Los humanos habían esperado vérselas con unos cuantos hippae. No habían esperado que tuvieran jinetes. Al frente de los hippae iba una colosal bestia grisácea en cuyo lomo había alguien a quien todos conocían.
—Shevlok —boqueó Rowena—. Oh, por el amor de Dios, es mi hijo.
—No es Shevlok —dijo secamente Sylvan—. Fíjate en su cara.
El rostro era una máscara, tan vacío de expresión como una botella rota. Ahí dentro ya no quedaba nada.
—Tenéis que luchar contra las bestias, no contra los jinetes —dijo Rigo—. Acordaos de eso. ¡Las monturas, no los jinetes! —Tensó las rodillas e hizo que «Octavo día» empezara a trotar. El resto del grupo le imitó, formando una diagonal que permitiría que cada uno tuviera el espacio suficiente para cargar y dar la vuelta sin poner en peligro a los que le seguían.
Rigo fue contando mientras avanzaba. Había diez hippae. El que transportaba el cuerpo de Shevlok estaba bastante separado de los otros y quedaba a la derecha de Rigo, con tres hippae más. Estupendo. El primer hippae tendría que enfrentarse a todo el ímpetu de la carga de Rigo, y prefería atacarle personalmente antes que confiar en algún bon Damfels. Los demás jinetes de los hippae…, ¿quiénes eran? Corrió el riesgo de torcer la cabeza para echarles una rápida mirada. Lancel bon Laupmon y tres bon Maukerden: Dimoth, Vince, y uno cuyo nombre había olvidado. No conocía a ninguno de los otros, o no se acordaba de ellos. Los rostros no parecían rostros humanos. Se habían transfigurado hasta convertirse en meros símbolos, criaturas poseídas por una fuerza extraña.
Estaba a un par de metros de ellos cuando sintió la presión de sus mentes, tratando de hacerle olvidar lo que pretendía. Dejó escapar un aullido, y el aullido los obligó a huir. Apretó el gatillo que ponía en marcha el cuchillo y le indicó a «Octavo día» que cambiara el paso para ir más despacio. El hippae de color gris se encabritó y «Octavo día» se lanzó sobre él, desviándose hacia la derecha sin la más mínima vacilación para que Rigo pudiera amputarle las patas delanteras con su lanza de fuego. ¡El hippae no contaba con eso!
Uno. ¡Uno, gritando pero caído en el suelo!
«Octavo día» empezó a dar la vuelta a la colina, galopando con todas sus fuerzas al ver que tres hippae emergían del pantano e intentaban interceptarle desde la izquierda. Rigo dejó escapar una maldición y alzó su lanza por debajo del brazo izquierdo, apoyándola en su axila derecha y tensando el otro brazo para conseguir que el arma quedara en una línea perpendicular a la dirección del galope. La llama zumbante golpeó al primer hippae que pretendía interceptarles, atravesando sus hombros y seccionándole los músculos de las patas; el hippae cayó mientras los otros dos lanzaban un grito y daban la vuelta.
Dos.
Sylvan estaba detrás de él, y «Su Majestad» cayó sobre el hippae con la velocidad de un pájaro. Vio cómo usaba Rigo su lanza, y movió la suya casi al mismo tiempo que él. Querían conseguir que las criaturas les persiguiesen, se recordó. No debían esforzarse tanto por matarlas…, al menos, todavía no. Después, si era posible, tendrían que acabar con ellas, pero ahora su objetivo era otro. Alzó su lanza hacia un hippae cubierto de manchas verdosas, y oyó su grito de dolor e ira. Un instante después ya le había dejado atrás. Volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro y vio que el monstruo verde le perseguía. Bien. Estupendo. Inclinó su lanza hasta dejarla señalando la dirección que seguían, se agachó para pegar sus labios a la oreja de «Su Majestad» y le habló, usando las mismas palabras que le había susurrado a sus viejas amantes. Utilizarlas para que «Su Majestad» corriera aún más deprisa le pareció lo más lógico del mundo.
Rowena iba detrás de Sylvan, y copió su táctica un poco demasiado tarde para llevar a cabo su amplio giro. Sólo cuando su lanza hubo atravesado la garganta de una aullante criatura color barro recordó que debían huir. «Millefiori» había decidido que ya era hora de largarse. Giró sobre sus patas traseras y se lanzó en pos de los otros dos jinetes, mientras el monstruo color barro aullaba y se tambaleaba intentando perseguirles: otros dos hippae que aún no habían recibido ninguna herida no tardaron en dejarle atrás.
Tres, pensó Marjorie. Hemos acabado con tres. Cuatro persiguiendo a los tres caballos, y de esos cuatro por lo menos dos están heridos. Tres esperándola a ella y a Tony. El pequeño Tony… Qué pálido estaba. Cada vez que montaba a caballo se ponía pálido. Tenía miedo, pero intentaba olvidarlo.
—¡Anthony! —le gritó—. ¡Sígueme!
Encendió su lanza, y decidió tomar un rumbo que la llevaría hasta dos de los hippae que les aguardaban. El tercero se había quedado algo rezagado, como si preparase una emboscada.
—Vigila a ése —le dijo, señalando hacia la bestia con los flancos cubiertos de manchas color vino medio oculta entre los árboles.
Tony le gritó algo que Marjorie no logró comprender, y un instante después «Don Quijote» ya estaba delante de los dos hippae que cargaban sobre ella, con los cuellos ladeados para utilizar las espinas. Marjorie se puso la lanza a la izquierda, igual que habían hecho los demás, y les dejó probar su filo. Gritos, alaridos. Hizo que «Don Quijote» se desviara hacia la colina y empezara a rodearla.
Tony. Estaba enfrentándose al tercer hippae, agitando el arma mientras la bestia se mantenía lejos de su alcance. Tony estaba demasiado cerca. ¡Si intentaba huir, el hippae acabaría con él!
Miró hacia atrás. Los dos hippae que la habían atacado no parecían muy malheridos. La sorpresa había conseguido que se quedaran quietos, pero aún estaban en condiciones de luchar. Les había dado en el cuello, no en las patas. Tiró de las riendas e hizo que «Don Quijote» se encabritara y girase sobre sus patas traseras.
—Vamos —le gritó, llevándole hacia el monstruo que se enfrentaba a Tony. Detrás de la bestia había una pequeña pradera de hierba.
El corazón le latía con tal fuerza que sólo podía oír su martilleo: sus oídos retumbaban con el eco de aquel palpitar que ahogaba el estruendo de los cascos. Cogió la lanza con la mano izquierda, procurando relajar los dedos. Se estaban acercando.
—Vamos a saltar —le dijo a «Don Quijote»—. Vamos a saltar por encima de él, chico. Justo por encima… —Y un instante después ya no había tiempo para decir nada más. Sintió cómo los cuartos traseros de «Don Quijote» se tensaban, y pasaron volando sobre la grupa del monstruo, y su lanza apuntó hacia abajo, hacia abajo y hacia atrás, y antes de que se diera cuenta ya estaban al otro lado.
Se encontraban en una islita minúscula, tan pequeña que «Don Quijote» apenas si tuvo el espacio suficiente para detenerse, girar y volver a saltar, cruzando de nuevo el agua hasta llegar a la solidez de la ladera. Y Tony estaba allí, como atontado, contemplando al hippae que babeaba con la columna vertebral seccionada, mientras los otros dos hippae heridos venían hacia él.
Cuatro.
—¡Anthony! —gritó al pasar junto a él—. ¡Ven, «Estrella azul»!
Nunca supo si el jinete la había oído, pero la yegua sí la oyó. «Don Quijote» subió por la pendiente más deprisa que los hippae heridos, con «Estrella azul» siguiéndole muy de cerca. En cuanto hubieron logrado dejarles un poco atrás, Marjorie se desvió hacia el sur. «Estrella azul» galopaba junto a ella. Corrió el riesgo de volverse hacia Tony. Su rostro recordaba mucho al de Shevlok, pálido e inexpresivo. Marjorie hizo que «Don Quijote» se acercara un poco más a «Estrella azul», y los dos caballos galoparon al unísono, separados apenas por unos centímetros de distancia: Marjorie se inclinó y su guante golpeó el rostro de Tony. Una, dos veces.
Tony volvió en sí, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No podía pensar —exclamó—. Se metió dentro de mí, y no me dejaba pensar.
—¡No se lo permitas! —le ordenó ella—. Chilla, grita. Insúltale, ¡pero no se lo permitas!
«Octavo día» y las dos yeguas debían llevarles un kilómetro de ventaja: cuatro hippae les perseguían.
—Y ahora —dijo Marjorie, señalando hacia la derecha—, vamos a interceptarles.
Se inclinó hacia delante. Rigo, Sylvan y Rowena cabalgaban siguiendo los contornos de la colina, rodeándola pero sin intentar escalarla. Recorrer todo el trayecto que les separaba de la puerta requeriría dos o tres horas, suponiendo que los caballos galoparan esforzándose al máximo. Si ella y Tony lograban subir un poco por la cuesta yendo hacia el oeste, conseguirían interceptarles un poco más allá del punto en que su arco llegaba más al sur. «Don Quijote» y «Estrella azul» galopaban con los flancos pegados, como si fueran mellizos unidos por el corazón. Los dos hippae heridos les seguían lanzando alaridos, con sus inexpresivos jinetes aún sobre la grupa. No eran lo bastante rápidos para representar una amenaza inmediata, pero el cuchillo láser cauterizaba, además de cortar, por lo que la pérdida de sangre tampoco les debilitaría demasiado.
—Siguen intentando meterse en mi cabeza —gritó Tony—, así que estoy pensando en volver a casa.
Marjorie le sonrió, agitando la cabeza para darle ánimos. Sí, que pensara en lo que quisiese, siempre que funcionara… Marjorie no sentía su presencia. Sentía algo pero no eran los hippae. Era algo distinto.
—No mataste a tus individuos malos —comentó Alguien con una tranquila curiosidad—. ¿Por qué matas a los nuestros?
—Porque a los míos podía atarlos y eso bastaba para impedir que le hicieran daño a nadie —replicó ella—. A estas criaturas no puedo atarlas.
—Siempre podrías pensar en algún otro método —sugirió la voz.
—¡No! —replicó ella, irritada—. Eso es lo que se dice siempre. Si se te ocurre algún otro método lo empleas, y si no lo empleas es porque no puedes. No puedes porque careces de tiempo, o de dinero, o del material necesario… No puedes porque no existe método alguno, o porque no hay tiempo, o porque no eres lo bastante listo.
Un pensamiento muy parecido a un suspiro. Un contacto, como una caricia.
—¡Maldita sea! —gritó Marjorie—. ¿No te das cuenta de que las respuestas teóricas no son auténticas respuestas? ¡Tiene que ser algo que puedas hacer!
Un silencio perplejo. Tony estaba mirándola fijamente.
—¿Qué era eso? —gritó.
—Nada —murmuró ella, concentrándose en lo que estaban haciendo—. Nada, no era nada… —El suelo parecía volar ante ellos. El cuero de sus sillas de montar crujía. Cruzaban macizos de hierba y sentían el impacto de los tallos en sus cuerpos. Los arbustos se materializaban bajo las patas de los caballos. Rocas, agujeros, hondonadas…, llegaban y los caballos saltaban sobre ellos, haciéndolos desaparecer. Y el par de hippae heridos les perseguía con sus aullidos. El tiempo pasaba, veloz pero interminable. El pasado no era nada, por muy largo que fuese. El futuro lo era todo, sin importar lo breve que fuera. Tony intentaba resistir las órdenes de los hippae, y el esfuerzo vidriaba sus pupilas. Marjorie callaba, ayudando a «Don Quijote» con su silencio. «Don Quijote» haría cuanto pudiese por ella: no tenía que estorbarle ni ponerle nervioso. Llevaban toda una eternidad cabalgando, pero el arco de la colina que se recortaba contra el cielo no parecía estar más cerca.
Y, por fin, llegaron a él. Coronaron la cima para ver a Rigo y los demás avanzando hacia el sur, por debajo de ellos, acercándose cada vez más para completar el arco que les llevaría nuevamente hacia el lado oeste de la colina sobre la que estaba construida la Comunidad. Los cuatro hippae seguían persiguiendo a Rigo y a los otros dos jinetes, y estaban más cerca que antes.
—Vamos, «Don Quijote» —gritó Marjorie, haciéndole bajar por la pendiente: quería que Rigo supiera que estaba allí, pero le parecía que la distancia era demasiado grande para que pudiese oírla.
Miró hacia el punto en que se cruzarían las dos trayectorias y pegó su cuerpo al cuello de «Don Quijote», pidiéndole que fuera lo más deprisa posible. En cuanto hubieron cubierto la mitad de la distancia que les separaba empezó a gritar, y vio cómo tres cabezas se volvían hacia ella.
Rigo miró por encima de su hombro y comprendió lo que pretendía. Marjorie atacaría por detrás a los cuatro hippae que les perseguían. Rigo, Rowena y Sylvan podrían volver grupas y atacarles por delante mientras Marjorie y Tony les hostigaban por la retaguardia…, lo cual habría sido una táctica muy aceptable de no ser por los otros dos hippae que acababan de aparecer detrás de Marjorie y Tony. Su presencia haría que Marjorie quedara atrapada entre dos grupos de enemigos.
Marjorie se dio la vuelta, vio lo que se les venía encima y lanzó una maldición. Había pensado que los caballos podrían dejar atrás a ese par de bestias malheridas, pero los hippae habían logrado seguirles. Seis hippae contra cinco seres humanos… Cuatro de esos hippae habían sufrido heridas leves, cierto, pero eso no bastaba. No, no bastaba…
Del este llegó una especie de trueno inmenso. El suelo tembló. Los dos hippae de la colina lanzaron un aullido de rabia, comprendiendo lo que había ocurrido unos segundos antes que Marjorie. Los hombres de Alverd Bee habían volado el túnel. El túnel. Y, por primera vez, Marjorie se dio cuenta de que el túnel era demasiado estrecho y tenía un techo demasiado bajo para permitir una invasión relámpago a gran escala. Si los hippae llevaban mucho tiempo planeando su ataque, lo más probable era que hubiese otros túneles. Aquel gran rastro que se abría paso por entre la hierba… Tenía que haber otros túneles.
—Estamos buscando —dijo Alguien—. Todavía no hemos encontrado ningún otro túnel.
Lo cual no quería decir que no existieran.
—¿Vais a ayudarnos? —le preguntó—. ¿Vais a permitir que nos maten haciéndolo todo nosotros solos sin ninguna clase de ayuda?
No obtuvo respuesta.
Rigo había oído la explosión. Se inclinó sobre el cuello de «Octavo día», apremiándole a ir más deprisa. «Su Majestad» y «Millefiori» volaban junto a él, veloces como el viento, aumentando la distancia que les separaba de los hippae.
Marjorie se desvió hacia el norte. Aparecer detrás de los otros jinetes no serviría de nada. Ahora su único objetivo era distanciarse de sus perseguidores. Tenían que llegar a los riscos rocosos de Gom, a la puerta…
—Si fuerais vosotros quienes corrierais peligro, yo intentaría ayudaros —dijo Marjorie.
—Los humanos han colaborado con los hippae, les han ayudado a matar zorren. —Una respuesta clara y seca, sin metáforas ni alusiones, expresada en palabras perfectamente inteligibles. No era la voz familiar, sino otra que no conocía—. Siempre.
—Sabes condenadamente bien que eso no es verdad —gritó ella—. Los humanos han sido utilizados por los hippae para matar a los zorren, y eso es algo muy distinto. —Lo que acababa de decir no era del todo cierto, desde luego. Los humanos habían estado más que dispuestos a dejarse utilizar en la Cacería.
Ninguna respuesta.
Siguieron galopando. «Don Quijote» estaba cubierto de espuma y le costaba respirar. La cuesta era larga, y la armadura pesaba mucho. Marjorie cogió las riendas con los dientes, sacó su cuchillo del bolsillo y cortó las tiras que sujetaban la armadura, una alrededor del pecho de «Don Quijote» y dos a cada lado. Las placas metálicas cayeron al suelo, y el caballo emitió un sonido que casi parecía una oración. Tony vio lo que hacía y la imitó.
Rigo había estado observándoles. Asintió con la cabeza y le gritó algo a los otros dos jinetes. Sylvan y Rigo hicieron lo mismo que ella pero Rowena, desesperada, les gritó que no llevaba encima ningún cuchillo. Había llegado la última y nadie había pensado en darle uno.
«Millefiori» tropezó, como si aquel grito la hubiera distraído, y cayó al suelo. Rowena logró apartarse de un salto y se incorporó, mirando a su alrededor. Corrió hacia la yegua y montó de nuevo en ella, saltando y girando sobre sí misma en un solo gesto mientras «Millefiori» luchaba por levantarse y lo conseguía, aunque cojeaba un poco. La yegua se lanzó nuevamente al galope, aunque más despacio que antes, y Rowena no tardó en distanciarse de los demás.
Sylvan se dio cuenta. Hizo volver grupas a «Su Majestad» y trazó un círculo que acabó llevándole junto a su madre. Alargó la mano y la depositó en su silla de montar. Ahora «Su Majestad» tenía que llevar el doble de peso y no podía correr tanto. «Millefiori» iba cada vez más despacio. Sylvan retrocedió un poco para que su madre tuviera más espacio. Un hippae saltó hacia delante con una rapidez asombrosa y sus mandíbulas se cerraron sobre Sylvan, haciéndole salir despedido de la grupa de «Su Majestad». Otro hippae estaba logrando alcanzar a «Millefiori», preparándose para saltar. Rowena, con el rostro pálido como una muerta y la boca abierta lanzando un aullido que nadie podía oír, siguió cabalgando.
Sylvan había desaparecido. El lugar donde había caído estaba vacío y no había ni rastro de movimiento. Marjorie gritó, dominada por la ira y la pena, y las lágrimas corrieron por su rostro.
—Empezaré quemando el bosque. No arderá con facilidad pero lo conseguiremos, aunque no sepa cómo. Después quemaré toda la hierba, hasta el último tallo. Eso acabará con la plaga y con los hippae. Ya no habrá más hippae.
—¿Y nosotros? —gritó una multitud de voces.
—Vosotros… ¿Y qué? —rugió ella—. No servís de nada, no sois capaces de ayudamos… No os importamos. ¿Por qué deberíais importarnos a nosotros?
Un gemido. Un rugido. Un chasquido ahogado, como el golpe que un ser le da a otro. Y, de repente, algo apareció detrás de «Millefiori», algo que brotó del aire para enfrentarse al hippae que la perseguía. Un remolino de colores, malva, cereza y púrpura, el agitarse de una cola y la ondulación de unos hombros, un espejismo de aire tembloroso en movimiento.
—Si Él tiene que hacerlo solo —gritó Marjorie—, os juro que quemaré el bosque aunque tenga que hacerlo con mis propias manos.
—Los que nos siguen se acercan cada vez más —gritó Tony—. «Estrella azul» está agotada.
—Todos estamos agotados —exclamó ella, y las lágrimas corrieron por su cara. El punto donde había caído Sylvan estaba cubierto por una confusa masa de criaturas—. Ve hacia el camino. —Se volvió a mirar y alzó los ojos hacia el sol. Llevaban más de una hora galopando. Quizá dos… Cincuenta kilómetros, más o menos, siempre sobre terreno desigual y un buen rato cuesta arriba, con casi treinta kilómetros más que cubrir antes de que volvieran a estar cerca de la puerta—. Si muero aquí, mi familia quemará el bosque —les amenazó—. Juro por Dios que lo harán…
—¿Qué está pasando ahí abajo? —gritó Tony—. Los hippae se han detenido.
Se habían detenido. Se habían detenido, daban la vuelta, estaban huyendo… No por el camino que habían seguido al venir, desgraciadamente. Iban cuesta arriba. Hacia Marjorie.
—Son los zorren —gritó Marjorie—. No están donde yo habría querido que estuvieran, pero supongo que eso es mejor que nada.
Intentó pensar con filosofía en el momento de la muerte, pero no lo consiguió. Trató de no tener miedo, pero tampoco lo consiguió.
—Tony, tenemos que acabar con los dos que nos siguen antes de que nos alcancen los otros.
Tony se volvió hacia ella. Estaba muy pálido.
—¡Tenemos que hacerlo! Si los otros cuatro nos alcanzan, estaremos rodeados por todas partes.
Tony asintió, mordiéndose el labio. Marjorie vio brotar las gotas de sangre, la única mancha de color que había en su rostro.
—Conecta tu lanza.
Tony se había olvidado de ella. Apretó el gatillo y contempló la zumbante hoja, casi hipnotizado.
—¡Tony! Presta atención. —Le indicó cómo quería que se moviera: debían trazar un gran círculo yendo en direcciones opuestas, atacando a los hippae heridos por ambos lados.
Empezaron a separarse, volvieron grupas y se lanzaron hacia los monstruos que les perseguían antes de que los hippae comprendieran lo que ocurría. Cuando lo comprendieron también se separaron, y cada uno escogió un caballo al que atacar. Marjorie intentó olvidarse de su hijo y se concentró en lo que estaba haciendo. Con el cilindro de su lanza extendido ante ella, la llama de su hoja claramente visible incluso a la luz del día…
Un rugido sobre su cabeza. Alzó los ojos y vio a Roald Few y Asmir Tanlig haciéndole señas desde un aerocoche, gritándole. Logró leer el movimiento de sus labios.
—La recogeremos, la recogeremos…
¡Abandonar a «Don Quijote» y a «Estrella azul» para que se enfrentaran a esas bestias sin ayuda! Negó con la cabeza y les hizo señas de que se fueran. No se dio cuenta de lo que había hecho hasta que no vio ascender al vehículo. Oh, Dios, qué idiota he sido. Qué idiota. Y, sin embargo…
El hippae estaba ante ella, dando vueltas justo allí donde no podía alcanzarle, haciendo fintas, atacándola y retrocediendo. Podía maniobrar más deprisa que «Don Quijote». El caballo mantenía su cabeza vuelta hacia la bestia, danzando como si llevara zapatillas de ballet, como si estuviera de puntillas. Oyó el grito de Tony, detrás de ella. No se atrevió a mirar. Otro paso de baile, y otro. Y «Don Quijote» se lanzó a la carga. Marjorie no se lo había ordenado, pero «Don Quijote» decidió atacar. Una posibilidad, una abertura que su lanza supo aprovechar, y ya estaban volviendo a bailar mientras el hippae se derrumbaba ante ellos, gritándole al cielo, con el cuello medio cercenado.
Cinco, gritó su mente mientras intentaba encontrar a Tony. Cinco.
El sexto hippae se inclinaba sobre su hijo mientras «Estrella azul» huía hacia esa puerta tan lejana como si supiera dónde estaba, como si le hubieran dicho que esa puerta representaba la salvación. El hippae agazapado abrió sus inmensas fauces para aullar, contemplando al chico, dispuesto a arrancarle el rostro de un solo mordisco. «Don Quijote» corrió hacia él, relinchando…
Un torbellino peludo sobre la espalda del hippae. Otro entre las fauces y el chico. Otro en sus cuartos traseros, lanzándole zarpazos. Tres zorren. El confuso montón de cuerpos que no paraban de gritar empezó a rodar cuesta abajo, luchando y debatiéndose.
Tony no se movía.
Marjorie desmontó y trató de subirle a la grupa de «Don Quijote». El caballo se arrodilló para recibirle y, como antes, Marjorie no tuvo que hacerle ninguna señal. Marjorie volvió a montar, sosteniendo el cuerpo de su hijo ante ella, y empezaron a galopar siguiendo el mismo rumbo que había tomado «Estrella azul». Bueno, quizá no galoparan, pero al menos estaban moviéndose…
Al final de la pendiente, más zorren estaban atacando al otro hippae. Rowena iba detrás de Rigo. «Millefiori» la seguía, cojeando.
Ahora, pensó Marjorie. Traed aquí vuestro maldito aerocoche, vuestro aerocamión o lo que sea. Venid ya…
Y ahí estaba, muy cerca de ellos, con Persun Pollut conduciendo y Sebastian Mecánico dejando caer una rampa para los caballos.
—Sabía que no abandonaría a los caballos —dijo Persun en cuanto subieron a bordo—. Le dije a Asmir que no querría, pero Roald dijo que no podía ser tan idiota.
Idiota, se dijo Marjorie. Idiota… Como si aquella palabra fuera la respuesta a un problema que llevaba mucho tiempo preocupándola, y sintió cómo su mente resonaba con los ecos de una enorme aprobación sin reservas.
Habían instalado su cuartel general en el puesto de orden bajo la atenta mirada de James Jellico. Una docena de voluntarios se ofrecieron para encargarse de cepillar a los caballos. Dejando aparte la cojera de «Millefiori», los demás parecían estar bien. La doctora Bergrem estaba en una esquina y miraba a Rowena con cara de preocupación. Rowena se había roto algo al caer. El hombro, quizá. Y en su interior también había algo roto. Estaba muy quieta y pálida, sin abrir la boca y sin hacer caso de lo que la rodeaba. Marjorie fue hacia ella y oyó que murmuraba el nombre de Sylvan, una y otra vez.
—Le encontramos —dijo Marjorie—. Estuvimos buscándole y le encontramos, Rowena.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Cómo está?
—Está muerto, Rowena. Se rompió el cuello al caer. No llegaron a tocarle.
—No está… Oh, no está…
—No, Rowena —dijo Marjorie—. No le tocaron. Hemos traído su cuerpo aquí para enterrarlo.
Volvió a reunirse con Tony, que estaba sentado en un rincón, muy pálido, recobrándose lentamente del cansancio y las emociones sufridas. El hermano Mainoa estaba un poco más allá, sentado ante el dígame. Marjorie hurgó torpemente en su bolsillo con dedos que parecían haberse quedado entumecidos después de haber pasado tanto tiempo sujetando las riendas y la lanza. Tenía la impresión de que se le habían vuelto de madera… Finalmente, logró desabrochar la solapilla y sacó la carta.
La puso ante el hermano Mainoa.
—Creo que deberían enviar este texto a Semling —dijo.
El hermano Mainoa leyó la carta, y su rostro se fue volviendo de color gris ceniza a medida que comprendía su significado.
—Ah…, ah… —murmuró—. Ah, sí…, pero…
—¿Pero?
Se frotó la frente, abrió los labios para responder, pero no llegó a decir nada.
—Si hace público este mensaje ahora habrá rebeliones, disturbios y un pánico generalizado —dijo, tras pensar durante unos segundos—. Si logramos encontrar una cura, las autoridades estarán tan ocupadas intentando mantener el orden que no podrán difundirla con la rapidez suficiente. Esta carta no debería hacerse pública hasta que tengamos una cura, Marjorie.
—De acuerdo —dijo ella—. Pero temo que, si esperamos, quizá nadie llegue a enterarse de esto. Quién sabe lo que esos…
—Diablos —dijo él—. Sí, eso es lo que son: el Jerarca y los suyos no son más que unos diablos que se hacen pasar por santos.
—Es su fe. No quería…
—Sí —admitió él—. Nací para pertenecer a esa fe, y me pusieron a su servicio, pero esto… No, esto es distinto. Esto fue escrito por alguien que no merece pertenecer a ninguna fe, Marjorie.
Marjorie alzó las manos.
—Ya sabe a qué me refiero, hermano. Ese tipo, como se llame… Ese tal Zoe puede echar de menos su carta en cualquier momento y puede venir a buscarla. Puede tomar medidas para impedir que la hagamos pública.
—Haremos copias —dijo el hermano Mainoa—. Enviar el texto a otro planeta no serviría de nada. El Jerarca podría afirmar que nunca escribió esas palabras. Copias exactas de esa carta con su caligrafía, eso es lo que necesitamos… Y, dado que según esta carta el Jerarca viene hacia aquí, deberíamos hacer que alguien sacara las copias del planeta. En el puerto hay una nave, un carguero de Semling, la Lirio Estelar, lista para despegar.
—¿Cuánto se tarda en llegar al planeta más cercano…? ¿Cuánto se tarda en llegar a Semling?
—Dos semanas, tiempo de Hierba.
—Treinta días —murmuró Marjorie—. Si para entonces ya tuviéramos una cura…, sería maravilloso.
—¿Tuviéramos? ¿Quiénes?
—La doctora. Es una mujer muy inteligente, hermano Mainoa. Estudió en Semling y también estuvo en Arrepentimiento. Tiene algunos jóvenes ayudantes recién salidos de la universidad. Está interesada en la inmunología debido a algo que descubrió en Hierba, cuando era joven.
—¿El qué?
—Un… No lo sé, no soy científica. Escribió un libro al respecto. Tiene un nombre muy largo que se me ha olvidado. Una sustancia que nuestras células necesitan para crecer y reproducirse, una sustancia que en Hierba existe bajo dos formas distintas, la normal y otra forma invertida. Eso es algo que no ocurre en ninguna otra parte, sólo en Hierba.
—¿Cuándo le habló de todo eso?
—Cuando visité a Stella. Me habló de esas cosas para distraerme, ya lo sé, pero parecía tan competente que me hizo sentir alguna esperanza. —Cogió la carta y la leyó. Apenas si podía creer en lo que decía—. Supongo que tiene razón. Si no encontramos una cura, ¿qué importa el que la gente llegue a saberlo o no? Pero ¿y si la encontramos? Entonces la gente necesitará conocer el contenido de esta carta. ¡La gente tiene derecho a saber lo que Santidad pretende hacer!
—Está bien, Marjorie. Enviaremos copias de la carta a otros sitios, por si acaso. La Lirio Estelar tiene planeado partir mañana. Ya hemos conseguido volar el túnel: hablaré con Alverd Bee para que se encargue de buscar a los tripulantes y los encargados de los almacenes y les diga que vuelvan al puerto para preparar el despegue.
—Tony —dijo ella—. Enviaremos a Tony… —Sí, era una buena idea. Tony era demasiado vulnerable a los hippae. Tenía que sacarle de aquí antes de que los hippae lograran infiltrarse en su mente y contaminarla, como le había ocurrido a Stella. Claro que…, en Semling podía haber plaga. ¿Cuál de los dos riesgos era más grande? Todos los riesgos eran iguales, todos eran cuestiones de vida o muerte—. Dígale a la tripulación que tenga mucho cuidado. Debe de haber otro túnel. De lo contrario, ¿por qué dejaron ese gran rastro que llevaba hacia aquí?
Mainoa asintió, dándole unas palmaditas en la mano.
—Si hacen turnos de vigilancia y tienen uno o dos aerocoches a mano, supongo que no correrán ningún riesgo. Y, por si el Jerarca empieza a buscarme, cosa que puede hacer si Zoe le habla de mí, creo que lo mejor será que me esconda. Volveré al bosque. Sí, eso haré… Rillibee vendrá conmigo para cuidarme. Si vienen a buscarme dígales que me he ido al bosque, y si vienen buscando la carta dígales que jamás la ha visto. Rigo nunca la vio. Cuando encuentren una cura, Tony se ocupará de hacer circular la carta y de que llegue a todas partes, igual que la cura.
Rillibee acababa de aparecer.
—Iré —dijo—. Esconderé al hermano Mainoa en lo alto de algún árbol y esperaremos allí hasta que un zorren venga a buscarnos.
Marjorie empezó a devanarse los sesos intentando dar con alguna excusa que le permitiera acompañarles. Quería ir con ellos. Quería estar allí, rodeada de árboles, y no en compañía de toda esta gente. Miró a su alrededor, buscando alguna razón, y cuando se volvió nuevamente hacia ellos descubrió que Rillibee ya se había marchado.
Maldición. Sintió una tristeza imposible de expresar, pero decidió que no iba a permitirse el lujo de llorar.
—Entonces, ¿todo el mundo acepta que probablemente hay otro túnel? —le preguntó a Roald Few, intentando distraerse.
—Oh, sí —dijo Roald—. Probablemente haya más de uno, y lo más probable es que aún no esté terminado, o de lo contrario ya los tendríamos encima.
—La salida de un túnel puede quedar a este lado de la pared —murmuró, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie más oía sus palabras—. Podrían hacer que terminara en pleno centro de la ciudad… ¿Ha pensado en eso?
Roald asintió con gesto cansino.
—Lady Westriding, hemos pensado en eso y en otras tres o cuatro cosas más que serían igualmente terribles. La gente está empezando a hablar de las residencias de invierno y a preguntarse cuánto tiempo podremos defenderlas contra un ataque de los hippae.
—Bien, si el túnel aún no está terminado, ¿cuál cree que será la próxima acción de los hippae?
—Quemar las haciendas —replicó Roald Few—, igual que hicieron con Colina del Ópalo. Es una de las teorías que se expusieron cuando ustedes estaban fuera engañando a los hippae, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que era muy probable que lo hicieran. Dada su naturaleza, si no pueden llegar hasta aquí empezarán a quemarlo todo.
—¿Han avisado a las haciendas?
Roald enterró el rostro entre las manos.
—¡Nadie ha tenido tiempo! Además, ¿quién podría conseguir que nos hicieran caso? Quizá la Obermum bon Damfels… Puede que la crean. Estoy seguro de que a mí no me creerían.
Marjorie fue a hacer copias de la carta. Tenía que decirle a Tony que se preparara para subir a la Lirio Estelar, y quería hablar con Rowena.
Usaron el dígame para llamar a Klive, pero no obtuvieron respuesta. La hacienda de los bon Laupmon sí respondió, pero la persona que habló con ellos no hizo caso alguno de sus palabras, ni cuando le dijeron que Taronce había sobrevivido ni cuando le sugirieron que debían evacuar la hacienda. Pero en Stane, tras enterarse de que tanto Dimoth como Vince estaban muertos, Geraldria bon Maukerden le suplicó a Rowena que les enviara toda la ayuda posible para evacuar la casa y la aldea. El alcalde Bee ya se había ocupado de reunir todos los aerocoches y camiones disponibles para que fueran a las aldeas, incluyendo la de los bon Damfels.
—Esos malditos bons pueden asarse en sus propias cenizas si quieren —gruñó—, pero evacuaremos a nuestra gente de las aldeas.
Ya era demasiado tarde para evacuar a los habitantes de Klive. Los hippae atacaron Klive antes de la voladura del túnel. Todo el mundo había muerto, tanto en la hacienda como en la aldea: sólo quedaba un superviviente, Figor, al que encontraron vagabundeando por entre las casas calcinadas con un cuchillo láser en la mano.
Rowena lloró cuando se enteró de las noticias, pero no tardó en limpiarse las lágrimas con la mano izquierda. Su brazo derecho y su hombro estaban metidos en un Curalotodo.
—Emmy está aquí —dijo—. Amy está aquí. Shevlok está aquí, vivo… o medio vivo. Figor estará bien. Pero Sylvan…, oh, Sylvan. Y mis primos, y mi vieja tía Jem…
Nadie tenía tiempo para llorar con ella. Habían encontrado un rastro que iba de Klive al bosque pantanoso. Todos los hippae de Hierba parecían estar congregándose allí.
La flota de evacuación hizo varios viajes por encima de las praderas, yendo y viniendo incluso después de que se detectaran incendios en Stane y Jorum, la hacienda de los bon Bindersen. El Obermun Karl y la Obermum Lisian se negaron a abandonar la hacienda de los bon Bindersen, pero sus hijos Traven y Maude se marcharon con la gente de la aldea, como hicieron muchos de los que vivían en la casa de los bons.
Eric bon Haunser y Jason, el hijo del Obermun, decidieron unirse al grupo de gente que fue evacuada de la hacienda bon Haunser. Felitia había muerto ante los muros de los bon Laupmon, durante lo que Rigo acabaría recordando como «El Torneo».
La hacienda de los bon Laupmon fue destruida antes de que llegaran los vehículos, pero los aldeanos cavaron un cortafuegos alrededor de la aldea y, armados con cuchillos, se dispusieron a proteger su ganado. Cuando llegaron a la hacienda de los bon Smaerlok, los conductores se enteraron de que los bons habían ido a cazar con los bon Tanlig. Todos, incluso los ancianos… Una gran multitud de sabuesos y monturas apareció a primera hora la mañana de la Cacería, y todos los ocupantes de las haciendas se habían ido a cazar. En los edificios sólo quedaban niños. Los niños y los aldeanos fueron evacuados; un gran rastro dejado por los hippae salía de la hacienda con rumbo hacia la Comunidad.
El puesto de orden se convirtió en el centro nervioso de la Comunidad. Desde allí se podía ver lo que sucedía en el puerto y recibir mensajes de las naves que iban a posarse en él. Y si los hippae aparecían por algún otro túnel, el puesto de orden sería el lugar desde donde se dirigirían las operaciones de la defensa.
Improvisaron un hospital en las residencias invernales, debajo del puesto de orden: el hospital alojaría a Rowena, Stella, Emmy, Shevlok, Figor y una docena de personas más que habían sufrido heridas graves antes de la evacuación o durante ella. Los que sólo tenían heridas superficiales fueron atendidos y enviados a otros lugares. Cuando hubo terminado de curar al último paciente, Lees Bergrem insistió en que quería cruzar la puerta para ir al hospital con varios ayudantes suyos.
—Tanto me da que haya otro túnel o no: el equipo que necesito está en el hospital —le dijo a Marjorie—. Creo que estoy en condiciones de encontrar la cura y tengo más posibilidades de conseguirlo que ninguna otra persona, pero necesito mi equipo. No puedo dejar que esos hippae me mantengan alejada de él.
—¿Tiene alguna idea, alguna línea de ataque para enfocar el problema? —le preguntó Marjorie.
—Nada. Todavía no. Tengo unas cuantas ideas, pero de momento aún no he enfocado mis investigaciones en ninguna dirección determinada. —Hizo caso omiso de las advertencias de Gelatina y se marchó con sus ayudantes: todos iban cargados de comida, agua y unos cuantos suministros enigmáticos que llevaron consigo cuando se evacuó el Distrito Comercial.
Marjorie no tenía nada más que hacer. Tony estaba acostado en el dormitorio del puesto de control, dispuesto a partir con la Lirio Estelar, que se marcharía dentro de unas horas. Mainoa y Rillibee estaban en el bosque. Persun y Sebastian estaban ayudando al alcalde Bee, instalando a los evacuados y fortificando las residencias invernales.
—Roald nos ha ofrecido una habitación en su casa —le dijo a Rigo—. Kinny, su mujer, está preparándonos la cena. Podemos ir caminando…
Rigo se puso en pie, algo vacilante, y le sonrió, como queriendo disculparse.
—No sé si podré caminar.
Persun le oyó y fue hacia ellos.
—Tengo un vehículo fuera, señor. Es pequeño, pero hay sitio suficiente para usted y lady Westriding, si no les importa ir algo apretados. De todas formas, tengo que ir allí…
Rigo le dio las gracias con una sonrisa, y partieron en un exhausto silencio hacia la residencia veraniega de los Few.
Kinny, que tenía los ojos llenos de lágrimas, les llevó a una suite compuesta de varias habitaciones, todas ellas muy cómodas.
—Sólo hemos perdido una aldea —les dijo, llorando—. Sólo una de siete… Pero toda la gente de la ciudad está emparentada entre sí. Todo el mundo está llorando por Klive.
Marjorie pensó que ella también podía llorar por Klive y por toda aquella destrucción inútil.
—Esos bons ya están queriendo hacerse cargo de todo, ¿saben? —siguió diciendo Kinny, y agitó la cabeza con una mezcla de irritación, sorpresa y pena.
—No lo sabíamos —dijo Rigo—. ¿Qué quiere decir con eso de que intentan hacerse cargo de todo?
—Oh, Embajador, ya sé que parece increíble, pero… Bueno, veamos. Es cosa de Eric, el hermano del difunto Obermun Jerril bon Haunser, y de Jason, el hijo de Jerril. Y también están Taronce bon Laupmon, sobrino del Obermun Lancel que murió, y Traven, el hermano del difunto Obermun bon Bindersen… Es cosa de esos cuatro. Han decidido tomar el mando de la Comunidad, al menos mientras dure la crisis. —Se rió, tan irritada como divertida—. Le dijeron a Roald que han formado un consejo para encargarse de todo. Roald y Alverd han intentado explicarles cuál es la situación, pero no es fácil…, con ellos nunca es fácil.
—¿Pensaban que ustedes aceptarían sus órdenes? —preguntó Rigo, asombrado.
—Sí, eso es lo que pensaban. Bueno, la verdad es que cuando íbamos a las haciendas siempre fingíamos obedecerles, ¿comprenden? Eso complacía a los bons y no nos causaba ningún daño. Pero ahora la Comunidad se está jugando demasiadas cosas para permitir que empiecen a enredarlo todo. Son tan ignorantes… —Torció el gesto y les preguntó si tenían ganas de comer algo.
—Sí, creo que sí —dijo Marjorie, con un suspiro—. Ya no recuerdo cuándo comí por última vez. Creo que fue en la Ciudad Arbórea.
—¡Oh, tengo muchas ganas de saber cómo es! Bueno, lávense y descansen un poco, y la cena estará preparada en cuanto hayan terminado.
Kinny les sirvió la cena en la cocina, hablando sin parar de la Ciudad Arbórea y de una docena de cosas más, interrumpiéndose de vez en cuando para llorar un poco y dejando de llorar para echarse a reír por algo que acababa de recordar. Sólo cuando hubieron cenado y estaban tomando el té se acordó de algo realmente importante.
—Oh, Roald llamó mientras estaban arreglándose. Me contó que mañana llegará una gran nave, y me pidió que se lo dijera. Viene de Santidad. Roald dice que el gran pez gordo en persona viaja en ella. El…, ¿cómo le llaman? El Jerarca.
—¿Va a dejar que se pongan en órbita? —preguntó Rigo, sintiendo que se le hacía un nudo en el estómago al pensar en cuál podía ser el significado de esa visita.
Kinny negó con la cabeza.
—Roald dijo que ni él ni el alcalde Bee quieren tenerla en órbita, pero… Bueno, el problema es: ¿cómo impedir que se quede ahí arriba, si es que quiere hacerlo?
La imaginación de Marjorie ya les llevaba mucha delantera.
—Rigo, tenemos que sacar a la doctora Bergrem del hospital. El hospital se encuentra justo al lado del puerto. Si esa nave aterriza, si Santidad descubre en qué está trabajando…
Rigo se puso en pie con un gemido.
—Vayamos a hablar otra vez con Alverd Bee.
—¿Qué es eso de «Clase Galaxia»? —quería saber el alcalde Bee.
—Es una nave de Santidad —dijo uno de los controladores del puerto—. La Israfel. Nunca había visto una nave semejante.
Estaban en los aposentos invernales del puesto de orden. Desde las habitaciones adyacentes les llegaban los gemidos de algún herido y el lloriqueo de los bebés asustados. Alguien pasó corriendo por el pasillo, y los gemidos cesaron unos segundos después. Los bebés siguieron llorando.
El hombre sentado ante el dígame no había hecho ningún caso de los ruidos.
—Una nave de guerra —dijo, contemplando el diagrama de la pantalla—. Una nave de Santidad, una auténtica hija de sabueso…, y muy grande.
—Es un transporte de tropas —dijo Rigo, con los ojos entrecerrados para ver mejor el diagrama por encima del hombro del operador—. Y también es una nave de combate. Vieja… Todas sus naves lo son.
—No importa lo vieja que sea, lleva dentro un millar de hombres —dijo el controlador del puerto—. Con auténticas armas de combate…
—La doctora Bergrem debe marcharse —dijo Marjorie—. Tiene que irse en la Lirio Estelar. No puede quedarse aquí.
—La doctora Bergrem no tiene intención de ir a ninguna parte —dijo la voz de la doctora a sus espaldas—. ¿Qué está pasando?
La doctora se quitó la capa y se sentó, como si pensara quedarse algún tiempo allí.
—Iba a la ciudad para recoger un libro que necesito, y he oído cómo alguien tomaba mi nombre en vano.
—El nuevo Jerarca de Santidad está a punto de llegar —dijo Marjorie—. Cory Strange… No debe estar aquí cuando llegue.
—¿Y por qué diablos no he de estar aquí? —La mujer se arrellanó un poco más en su asiento, como dispuesta a no permitir que nadie la arrancara de él.
—¿Ha descubierto alguna cura para la plaga?
—No, todavía no. Pero creo que he dado con una línea de investigación bastante prometedora. Si supiese…
—Pues entonces debe irse —dijo Rigo con voz seca.
La doctora enrojeció de irritación.
—Shh —dijo Marjorie—. Doctora Bergrem, le aseguro que es por su bien. Lea esto. —Sacó de su bolsillo una copia de la carta enviada a Jhamlees Zoe y se la pasó.
Lees Bergrem la leyó y, cuando hubo terminado, volvió a leerla.
—¡No puedo creerlo!
Rigo abrió la boca para a replicar, pero Marjorie le tapó los labios con los dedos.
—¿Qué es lo que no cree?
—Que alguien fuera capaz de… Esto debe de ser una falsificación… —Contempló sus rostros, y no vio en ellos nada salvo temor y preocupación—. Pero ¿por qué iba a…? ¡Maldición! —Le pasó la nota a Alverd Bee.
—Tiene que marcharse —repitió Marjorie—. Puede que le falte poco para encontrar la cura o algo que acabe llevando a una cura. Usted misma lo ha dicho. Si encuentra la respuesta aquí, esa nave ya se habrá posado en el puerto y se asegurará de que nunca tenga ocasión de revelársela a nadie. Mil soldados pueden ponernos a todos bajo arresto domiciliario. Nuestro hijo irá a Semling con copias de esta carta, pero usted quizá pudiera difundirlas mejor que él. Usted es conocida en su Universidad.
—Si me sacan de Hierba no podré hacer nada —dijo Lees Bergrem—. Necesito muestras de tejido y de tierra. Necesito cosas que no existen en Semling. Olvídenlo.
Alverd Bee alzó los ojos: acababa de leer la carta, y estaba rojo de ira.
—Bueno, Lees, ya que se niega a salir de aquí, al menos deje que la escondamos en algún sitio. Eso quiere decir que deberemos mover su equipo… Venga, díganos qué necesita. Tenemos unas seis horas para esconderla y hacer despegar a la Lirio Estelar. Después ya será demasiado tarde.
—El nuevo Jerarca aún no debe de saber nada de todo esto —dijo Rigo—. Jhamlees Zoe no puede informarle hasta que no se haya posado en Hierba.
—Jhamlees Zoe no podrá informarle y punto —dijo Persun Pollut, entrando en la habitación—. Sebastian y yo fuimos a la Abadía para ver si habían cambiado de opinión en cuanto a eso de ser evacuados. Los hippae han estado allí. Las llamas llegaban hasta Klive. La mitad de los alrededores están ardiendo.
—Bueno, así que nadie va a informar al Jerarca —anunció la doctora, volviéndose hacia ellos como si quisiera reanudar la discusión—. Ya he tenido que marcharme una vez del hospital. Acabamos de instalarnos. Puedo quedarme allí. El Jerarca nunca sabrá qué estamos haciendo.
—No le importará lo que esté haciendo —dijo Marjorie en tono suplicante—. Doctora Bergrem, cuando el Jerarca haya llegado a Hierba, usted tendrá que hacer lo que él diga, o de lo contrario deberá vérselas con Santidad. Rigo y yo sabemos lo que es eso. ¡Créame! Ni los suyos tienen muchos derechos contra Santidad; los incrédulos no tienen ningún derecho salvo el que sean capaces de ganarse por la fuerza. ¡Si el Jerarca decide utilizar a sus mil soldados, no tendremos ningún derecho, ni el de hacer que llegue el verano!
—Oh, está bien, está bien. ¡Me esconderé! Muestras de tejido, Alverd. Necesito muestras de todos los bons que hayan sobrevivido. Mandaré a uno de mis ayudantes para que las consiga. Y también necesito muestras de los niños. Necesito muestras de tierra de varios sitios. Persun, venga conmigo y le explicaré qué necesito. Haré mi equipaje. Pesa bastante. Mándenme algunos hombres para que se encarguen de transportarlo.
Y se marchó.
—Bien, ¿qué piensan hacer? —les preguntó Alverd.
Rigo se puso en pie.
—Ahora no podemos hacer nada. Tony está durmiendo, y no creo que debamos despertarle hasta que haya llegado el momento de que suba a la Lirio Estelar. Creo que intentaremos dormir un poco. Cuando la nave de Santidad llegue aquí, necesitaremos estar frescos y descansados. Puede que debamos darles unas cuantas pistas falsas…
La Israfel brillaba como una estrella y, al igual que una estrella, no se movió del cielo. Una lanzadera se posó en el puerto para desembarcar un pequeño destacamento de hombres al mando de un serafín con ángeles de seis alas en los hombros. El alcalde Bee se encargó de recibirle.
—El Jerarca desea hablar con el Administrador Jhamlees Zoe en la Abadía de los Hermanos Verdes. No hemos logrado ponernos en contacto con el Administrador a través de su sistema de comunicaciones.
El alcalde Bee asintió con tristeza.
—La Abadía ha sido destruida por un incendio —dijo—. Estamos buscando a los supervivientes.
Un silencio pensativo.
—El Jerarca quizá desee bajar para verificarlo personalmente.
—Hemos evacuado el Hotel del Puerto para que el Jerarca pueda utilizarlo —dijo el alcalde—. Los incendios han consumido grandes extensiones de hierba y siete aldeas. La ciudad está llena de refugiados.
—Aun así, es posible que el Jerarca prefiera estar en la ciudad —replicó el serafín.
—Bueno, naturalmente, si es su deseo… —dijo el alcalde Bee, asintiendo con la cabeza—. Claro que en la ciudad se han dado ciertos casos de enfermedad, y suponemos que el Jerarca preferirá no correr riesgos al respecto.
La expresión del serafín se mantuvo inalterable, aunque, cuando volvió a hablar, en su voz había una nueva cautela.
—Los asesores del Jerarca les ayudarán en cuanto puedan. ¿Qué clase de enfermedad es?
—No estamos muy seguros —dijo el alcalde Bee—. La gente empieza a cubrirse de llagas… —Rillibee le había dicho cuál era el aspecto de un enfermo de la plaga. Rillibee se lo había descrito mucho más detalladamente de lo que cualquier habitante de la Comunidad hubiese querido.
El destacamento se instaló en el hotel vacío, pero el Jerarca no bajó a la superficie de Hierba, sino que pidió ver a Rigo. Marjorie insistió en acompañarle.
—No debemos despertar sospechas —le dijo—. Vinimos aquí juntos. Ayudémonos un poco el uno al otro.
—Te necesito, Marjorie.
Marjorie le miró con expresión pensativa.
—Es la primera vez que me lo dices, Rigo. ¿Solías decírselo a Eugenie?
Rigo se ruborizó.
—Quizá se lo haya dicho alguna vez.
—Que te necesiten y que te deseen, como solías decirme aunque de eso ya hace mucho tiempo, son dos cosas distintas —dijo Marjorie—. Creo que el serafín nos está esperando.
—El serafín —bufó Rigo—. ¿Por qué no pueden llamarle coronel o general? ¡Serafín!
—¡Tenemos que ser cautelosos! Procura ocultar lo que piensas. Este Jerarca no es tu tío, y quizá ya sospeche de nosotros sólo porque no pertenecemos a su fe.
El Jerarca no parecía sentir ninguna suspicacia especial hacia ellos, aunque les habría resultado difícil detectarlo: les saludó desde el otro lado de un panel transparente, llamando su atención hacia aquel hecho como si ellos no pudieran verlo por sí mismos.
—Es cosa de mis consejeros —les dijo, en un tono de voz falsamente humilde que no lograba ocultar la satisfacción que sentía—. No permiten que me exponga a ninguna clase de riesgos.
—Muy prudente por su parte —dijo Rigo.
—Y bien, Embajador, ¿existen esos riesgos? —El Jerarca llevaba una túnica blanca adornada con bordados de ángeles dorados en el dobladillo y en la pechera. Sus alas metálicas proyectaban una especie de aureola parpadeante que le envolvía igual que un halo. El rostro del Jerarca era de lo más normal, y no tenía ningún rasgo que le distinguiera de los demás hombres. Pero la túnica…, era imposible no fijarse en ella. El Jerarca repitió su pregunta—: ¿Ha habido muertes inexplicadas? ¿O muertes causadas por la plaga?
—No lo sabemos —dijo Rigo, recordando que era probable que el Jerarca les tuviera enfocados con un analizador. Alegar ignorancia resultaría menos arriesgado, ya que eso era algo que casi siempre podía hacerse sin necesidad de mentir.
—Ha habido desapariciones —dijo Marjorie, lo cual no era ninguna mentira—. Hemos estado intentando averiguar el cómo y el porqué de esas desapariciones. Si supiéramos lo que atrajo la atención de Santidad hacia Hierba… Eso podría ayudarnos. La información que se nos dio no era muy detallada.
Los ojos del Jerarca la midieron de pies a cabeza, como si estuviera intentando averiguar la cantidad de carne que cubría sus huesos y cuál sería su calidad. Hasta ahora nadie la había mirado así, y Marjorie sintió un escalofrío de terror. Estaba claro que el Jerarca no sentía ni el más mínimo interés hacia ella como mujer o como persona.
—Bien, se lo diré. Un funcionario de Santidad fue a visitar a su familia. Uno de sus parientes trabajaba en Shafne: era controlador del puerto. A veces ese pariente hacía una breve parada en una taberna del puerto después de trabajar. Durante una de esas ocasiones, se tomó una cerveza con el tripulante de un carguero cuyo nombre no conocemos. Ese tripulante dijo que un amigo suyo, cuyo nombre también nos es desconocido, tenía unas cuantas llagas en los brazos y en las piernas. Eso ocurrió antes de que la nave se posara en Hierba. El enfermo estaba confinado en un módulo de cuarentena. La nave estuvo en Hierba durante un período de tiempo no especificado. Cuando llegaron a su siguiente destino, el hombre se había curado.
—¿Y eso es todo?
—Nuestro funcionario nos contó esa historia cuando volvió de visitar a su familia. Nuestros ordenadores dicen que hay muchas probabilidades de que ese tripulante cuyo nombre ignoramos tuviera la plaga, pero no hemos podido verificar si la historia es cierta. El hombre que se la contó a nuestro funcionario murió a causa de la plaga poco después de abandonar la Tierra. No sabemos cuál fue el siguiente destino de esa nave, y no hemos logrado identificar ni la nave ni al tripulante.
Rigo alzó las manos en un gesto de frustración.
—Suponiendo que la historia sea cierta, la cura puede estar aquí o en cualquier otro sitio. Y también es posible que ese hombre no tuviera la plaga. ¡La plaga no es la única enfermedad que causa llagas! —Dejó que tanto su voz como sus modales expresaran frustración y miedo. Eso era normal, y podía servir para disimular el nerviosismo que sentía.
El Jerarca les contempló en silencio, con el rostro vacío de toda expresión.
—¿Han logrado encontrar algún superviviente de la Abadía?
Rigo asintió.
—Sí, han encontrado a unos cuantos. Algunos están empezando a volver a las ruinas de la Abadía: han comprendido que las operaciones de búsqueda se concentran en esa zona.
—¿Y mi viejo amigo Nod…, es decir, Jhamlees Zoe?
Rigo negó con la cabeza, pues no se atrevía a confiar en su voz. No, Jhamlees Zoe no había sido encontrado. Si Rigo decía eso en voz alta, no haría falta ninguna máquina para que el Jerarca detectara cuánto le alegraba el que no le hubiesen encontrado.
El Jerarca asintió, como si alguien acabara de hacerle una pregunta.
—Creo que me quedaré aquí durante algún tiempo. Es posible que Zoe acabe siendo encontrado, o quizá logren dar con alguna información más precisa.
Cuando hubieron regresado a su lanzadera, Marjorie se volvió hacia Rigo.
—Rigo, ese tripulante del módulo de cuarentena, suponiendo que existiera…, supongo que debieron de darle comida y agua de Hierba y que debió de respirar la atmósfera de aquí, ¿no? —le preguntó.
—Por supuesto. —Rigo movió la cabeza señalando hacia los hombres sentados delante de ellos—. Los módulos de cuarentena no dejan salir nada, pero los suministros les llegan desde el exterior.
Marjorie intentó precisar la idea que estaba tomando forma en su mente, pero no le hizo más preguntas.
Un puñado de soldados les escoltó hasta el puesto de orden.
—Bien, no cabe duda de que esa nave lleva a bordo un número de hombres armados suficiente para controlar el planeta —le dijo Marjorie a Roald Few.
—Si es que deciden hacerlo —dijo Rigo.
—¿Qué creen que harán? —preguntó Roald, mirando de soslayo a su yerno, el alcalde.
—Creo que el Jerarca está indeciso —replicó Rigo—. Si estuviera en su lugar, mi siguiente paso sería hacer bajar a los científicos.
—¿Y no cree que en tal caso se lo habría dicho? —quiso saber el alcalde.
Marjorie se rió, aunque en su risa no había ni pizca de alegría.
—No somos Santificados, alcalde Bee. No le caemos bien y no confía en nosotros. Lo más probable es que no haya nadie que le caiga bien y que no confíe mucho en nadie. Nos utilizará en todo lo que pueda, pero no nos dará nada a cambio.
—Un tipo listo —observó Alverd—. Hace bien no confiando en nosotros. Santidad tampoco nos cae demasiado bien. Él sí que debería morir de la plaga.
—Cuando esa carta suya se haga pública, deseará haber muerto víctima de la plaga —dijo Marjorie—. Hasta entonces, tenemos que aguantar y estorbarle todo lo posible.
No tuvieron más ocasión de estorbar las actividades del Jerarca. Los científicos de Santidad desembarcaron y ocuparon el hospital, instalándose en él con sus misteriosos equipos.
—Que descubran algo o no carece de importancia —le recordó Marjorie a Rigo—. Siempre que la doctora Bergrem también lo descubra…
—Sería mejor que ella lo descubriese primero —murmuró Rigo, cogiendo a Marjorie del brazo y llevándola hacia un rincón donde pudieran hablar sin interrupciones—. Debemos ponernos de acuerdo sobre qué diremos si el Jerarca nos hace más preguntas. Toda la Comunidad debe de ponerse de acuerdo para responder lo mismo…
Discutieron cuál iba a ser su estrategia, al principio solos y luego con Roald y Alverd. En cuanto hubieron examinado el problema desde todos los ángulos posibles, volvieron a sus habitaciones en las residencias invernales para dormir y disfrutar nuevamente de la cocina de Kinny.
Rillibee emergió del bosque pantanoso a última hora de la tarde y les despertó. Marjorie salió de su habitación bostezando, envuelta en una bata, y se encontró a Rigo sentado en su cama con Rillibee al pie de ésta.
—He venido a buscar al padre James —dijo Rillibee—. Y al otro padre, si es que quiere venir.
—¿Qué ocurre, Rillibee?
—Ojalá lo supiera. Los zorren están intentando tomar una decisión. Es por algo que usted hizo, Marjorie. Habló con los zorren, ¿verdad?
—Sí, hablé con ellos durante el…, el episodio de la colina.
—No me lo habías contado —dijo Rigo, un poco irritado.
—Bueno, la verdad es que en ese momento no me pareció algo demasiado real —dijo ella, sin perder la calma—. No habría sabido resumir en voz alta esa conversación… Me pasé casi todo el rato pensando palabras, pero los zorren parecieron comprender la amenaza que intentaba transmitirles.
—No creo que lo que les ocurre esté relacionado con ninguna amenaza. Es otra cosa… El hermano Mainoa se está arrancando los pocos cabellos que le quedan intentando averiguar qué puede ser. Bueno, no sé qué hizo usted, pero parece haber logrado que cambien de actitud. ¿Sabía que ahora hay cientos y cientos de zorren en el bosque? No paran de hablar los unos con los otros, gruñen, aullan, piensan, se sientan y se miran fijamente golpeando el suelo con las garras, tap, tap, tap… Es como si alguien estuviera proyectando imágenes de bestias sobre ti. No puedes verles. Das un rodeo para evitarles, y no sabes por qué. Les oyes, y tu mente intenta creer que son los ruidos del viento. Al final acabas tumbándote en tu cama, te tapas la cabeza con las manos, y lo único que deseas es que se marchen…
»Bien, el caso es que no paran de discutir. Va a pasar algo, y pronto. Un zorren quiere hablar con usted, Marjorie, pero le dije que no sabía si podría venir, por lo que está dispuesto a conformarse con el padre James.
Marjorie agitó la cabeza, apenada.
—He de quedarme aquí. Si desapareciera, el Jerarca sospecharía que algo anda mal. Tiene mil hombres armados y no vacilaría en dar la orden de que destruyeran el bosque, la ciudad o lo que más le apeteciera en ese momento. Supongo que el padre James querrá ir, si se siente con fuerzas para soportar el viaje.
—Me gustaría que Stella viniera con nosotros —dijo Rillibee, mirándose los pies.
Marjorie suspiró y se dio la vuelta. Stella seguía en el hospital, aunque ahora ya no estaba metida en un Curalotodo.
—¿La has visto, Rillibee?
—No, vine aquí nada más salir del bosque.
—No es…, no es como era antes.
—Es como una niña —dijo Rillibee—. Una niña maravillosa.
—¿Y para qué quiere una niña maravillosa? —preguntó Rigo. Sus labios se fruncieron en una tensa línea recta.
Rillibee se puso en pie, una silueta nervuda y flaca a la que su misma falta de estatura y corpulencia hacían parecer mucho más digna.
—No pienso abusar de ella, si es eso lo que está pensando. Corre peligro. Todos los que estén aquí corren peligro. Pero ustedes pueden decidir lo que quieren hacer, y ella no. También me gustaría llevarme a Dimity y a Janetta. Por la misma razón… Ya que los hippae las dejaron en tal estado, quizá los zorren puedan hacer algo para curarlas.
—¿Por qué no? —dijo Marjorie—. Si Rowena y Geraldria están dispuestas a dejar que te las lleves, ¿por qué no? Tendrás que pedirles permiso, pero en cuanto a mí concierne…, sí, llévate a Stella.
—¡Marjorie! —exclamó Rigo, muy irritado.
—Oh, vamos, Rigo, deja de rugirme —dijo ella secamente, en un tono de voz que Rigo nunca le había oído emplear—. ¡Piensa! Ya estás volviendo a emplear todas tus viejas respuestas automáticas del orgullo y la masculinidad.
—¡Es mi hija!
—También lo es mía, y tiene la cabeza totalmente vacía. No me conoce. Juega con una pelota: la hace rebotar en una pared y la recoge. ¿Qué piensas hacer con ella? ¿Llevártela a la Tierra y contratar una niñera para que la cuide?
—Este…, este… —señaló a Rillibee—. ¿Qué?
—Este joven ha sido muy maltratado por Santidad, igual que todos nosotros —dijo ella—. Este joven, que posee ciertos talentos y habilidades… Bien, ¿qué pasa con él?
—No puedes confiar en él, no…
—Confío en que no le hará nada ni una milésima parte de malo que cuanto le han hecho ya los hippae porque tú se lo permitiste —gritó ella—. ¡Confío en que sabrá cuidarla mejor que nosotros, Rigo! Sí, sabrá cuidarla mejor que su padre y su madre… Confío en que cuidará de ella.
Rillibee, que se había pasado la mayor parte de aquella discusión intentando pasar desapercibido, decidió llegado el momento de recordarles su presencia.
—Haré lo que sea mejor para ella. Eso es lo que siempre he querido, desde el primer momento en que la vi: lo que sea mejor para ella. En estos momentos, en Hierba, sólo hay un sitio seguro, y es la Ciudad Arbórea. De momento, ninguno de los problemas de Hierba ha afectado a los árboles.
Rigo no dijo nada. Marjorie no podía verle la cara. No estaba segura de querer vérsela, y no tenía ganas de seguir discutiendo con él. Fue hasta el dígame y habló con Geraldria y Rowena, explicándoles la oferta de Rillibee y aconsejándoles que la aceptaran. Cuando se dio la vuelta vio que Rigo estaba esperándola.
—¿Sí? —le preguntó, con cierta impaciencia.
—Sí —respondió él, como haciéndole un favor—. Está bien, lo aceptaré, al menos por ahora. Quizá sea mejor que se quede un tiempo allí.
Marjorie intentó sonreír, y no lo consiguió del todo.
—Espero estar en lo cierto, Rigo. Me gustaría acertar de vez en cuando.
Rigo no le contestó. Se dio la vuelta y volvió a su habitación. Marjorie intentó dormir pero no lo consiguió. Unas horas después, cuando ya faltaba poco para el amanecer, el serafín y su escolta armada vinieron a buscarles, y sólo entonces descubrió que Rigo tampoco había podido dormir.
Les dieron poco tiempo para vestirse. Quizá no fueran más que imaginaciones suyas, pero tuvieron la impresión de que eran tratados con menos cortesía que antes. Cuando se les llevó a presencia del Jerarca, vieron que otras dos personas les habían precedido. La mano de Rigo apretó el brazo de Marjorie cuando vio quién era la primera de aquellas dos personas, y el rostro de Marjorie se tensó durante unos segundos cuando vio quién era la segunda.
—¡Admit! —exclamó ella, con lo que esperaba fuera un tono de voz alegre—. Rigo, es Admit Maukerden. Oh, cómo me alegra ver que logró escapar al incendio de Colina del Ópalo. Sebastian y Persun volvieron pasado un tiempo, pero usted no estaba entre la gente que lograron rescatar.
—Mi nombre es Admit bon Maukerden —dijo él.
—¿Un bon? Jerril bon Haunser dijo que me proporcionaría un lateral —dijo ella.
—Me encargaron la misión de averiguar qué les había traído a Hierba —dijo él—. Los bons querían saber qué andaban tramando. Igual que él ahora. —Señaló al Jerarca, que les observaba desde el otro lado del panel—. Quiere saber qué están tramando.
—Bueno, por el amor del cielo, pues dígaselo, Admit —exclamó Marjorie—. Hable con el Jerarca y dígale todo lo que quiera saber.
—Me interesa más lo que este otro pueda contarme —dijo la voz sedosa del Jerarca protegido por su panel transparente.
El otro invitado estaba reclinado en su asiento como un lagarto sobre una roca, en una postura de relajada satisfacción de la que sólo desentonaban los arañazos y morados visibles en su cara y sus brazos. Era Huesos Largos.
—¿El hermano Flumzee? —le preguntó Marjorie al Jerarca, manteniendo la calma—. Él y sus amigos intentaron matarme en el bosque pantanoso. ¿Qué otras cosas le ha contado? —Se volvió hacia Huesos Largos, clavando los ojos en su rostro.
Huesos Largos sintió el peso de aquella mirada, y recordó lo que había olvidado sobre las mujeres. A veces te compadecían. Y, cuando no, ni tan siquiera sabías por qué.
—Me ha contado que usted conocía muy bien a otro hermano, el hermano Mainoa —dijo el Jerarca—. Asegura que la fe del hermano Mainoa no era demasiado firme, y que sabía algo sobre la plaga.
—¿De veras? ¿Y qué sabía, hermano Flumzee? ¿O sigue prefiriendo que le llamen Huesos Largos?
—Sabía algo —gritó Huesos Largos, odiando lo que veía en su rostro—. Fuasoi quería verle muerto.
—¿Qué sabía? —preguntó el Jerarca—. Lady Westriding, señor Embajador…, creo que, por su propio bien, sería mejor que me contaran todo cuanto sabía o creía saber ese hermano.
—Será un placer —dijo Rigo—, aunque él podría contarle mucho más de lo que sabemos nosotros…
—¿Está vivo? —preguntó secamente el Jerarca.
—Oh, pues claro —replicó Marjorie con voz tranquila—. Huesos Largos se marchó dejando con nosotros a sus dos amigos para que mataran a Mainoa y al hermano Lourai, pero no lo consiguieron. Creo que Huesos Largos odiaba al hermano Lourai, y ésa fue la razón de que obrara así.
—¡Fuasoi nos ordenó matar a Mainoa! —gritó Huesos Largos.
—Bueno, supongo que es posible —siguió diciendo Marjorie, esforzándose por hablar con calma, aunque su mente estaba funcionando a toda velocidad—, ya que el hermano Mainoa pensaba que Fuasoi era un Mohoso. —Se volvió hacia Rigo y le hizo una leve seña con la cabeza. Nunca le había hablado de ello, y rezó para que Rigo comprendiera lo que intentaba hacer.
El Jerarca, que había empezado su interrogatorio con una furiosa intensidad, pareció muy impresionado por sus palabras.
—¿Un Mohoso?
—Eso pensaba el hermano Mainoa —dijo Rigo, que había comprendido la señal de Marjorie—. Porque…
—Porque de lo contrario Fuasoi no habría mandado matar a Mainoa —dijo Marjorie, terminando la frase por él—. Si pensaba que Mainoa sabía algo sobre la plaga, la única razón que podría justificar su muerte sería que Fuasoi fuese un Mohoso. Cualquier persona que no fuera un Mohoso querría al hermano Mainoa vivo y contando cuanto sabía. —Miró al Jerarca, notando cómo la histeria intentaba hacerse con el control de su lengua.
—¿Mohosos aquí, en Hierba? —murmuró el Jerarca, muy pálido y con los labios contorsionados en una mueca de horror—. ¿Aquí?
Rigo captó su terror y le dio gracias a Dios.
—Bueno, Su Eminencia —dijo como si intentara calmarle—, después de todo, el que llegaran aquí sólo era cuestión de tiempo. Todo el mundo lo sabía. ¡Pero si hasta Sender O’Neil me lo dijo!
La audiencia terminó bruscamente y se encontraron fuera de la estancia. Volvieron a escoltarles hasta su lanzadera. Ni Huesos Largos ni Admit bon Maukerden fueron con ellos: se los llevaron en otra dirección.
—¿Adónde van? —preguntó Marjorie.
—Al puerto —respondió el jefe de la escolta—. Les retendremos allí por si el Jerarca desea volver a hablar con ellos.
Marjorie sintió una leve esperanza. Si el Jerarca les había creído, tal vez acabara marchándose. ¡Quizá lo hubiesen conseguido! Pero cuando llegaron al puerto no se les permitió volver a la ciudad: les llevaron al hotel y les dieron una suite, ante cuya puerta quedó apostado un centinela.
—¿Vamos a tener que quedarnos aquí sin comer nada? —le preguntó Marjorie.
—Alguien les traerá comida de la cantina de oficiales —dijo el centinela—. El Jerarca quiere tenerles en un sitio donde pueda encontrarles fácilmente si les necesita.
En cuanto la puerta se hubo cerrado, separándoles del centinela, Marjorie pegó los labios a la oreja de Rigo.
—Probablemente podrán oír todo lo que digamos.
Rigo asintió.
—Creo que Mainoa tenía razón —dijo en voz alta—. Creo que ese hermano como-se-llame era un Mohoso. Probablemente debieron mandarle el virus en una nave hace semanas, y supongo que los casos de la ciudad deben de haber sido provocados por ese virus. Marjorie, creo que deberíamos marcharnos de este planeta lo más pronto posible. —La miró, y agitó la cabeza en un gesto lleno de cansancio. ¿Qué más podían hacer, qué podían decir aparte de esta mezcla hecha de medias verdades y mentiras parciales? Si el Jerarca se asustaba lo suficiente, quizá su propio miedo bastara para hacerle huir.
Rigo se sentó, apoyó la espalda en el asiento y cerró los ojos. Marjorie tomó asiento junto a él. La atmósfera de la habitación estaba llena de cosas por decir y del molesto recuerdo de las cosas que sí habían llegado a decirse. Marjorie contempló el rostro agotado de su esposo y sintió una pena casi impersonal, como los sentimientos que solían inspirarle los habitantes de Ciudad Criadero. Y no podía ayudarle, igual que tampoco había podido ayudarles a ellos…
La mente de Rigo seguía despierta tras las rendijas de sus párpados, preguntándose si sería demasiado tarde, si ya habrían pasado demasiadas cosas… Eugenie, Stella, sus acusaciones a Marjorie. Qué estúpido había sido. La conocía tan bien… Si había algo de lo que podía estar seguro era de que Marjorie no sentía esa clase de apetitos. ¿Por qué la había acusado?
Porque necesitaba acusarla de algo.
¿Y ahora? ¿Era demasiado tarde para perdonarle algo que nunca había llegado a hacer?