La doctora le dijo que todo el mundo lo sabía, y daba la impresión de estar diciendo la verdad. Todo el mundo conocía la existencia de la plaga. Todo el mundo sabía que quizá ya hubiese Mohosos en Hierba. Todo el mundo sabía que un rastro de casi un kilómetro de anchura atravesaba la hierba y terminaba junto al bosque pantanoso, que de repente había empezado a parecer una cortina frágil y muy penetrable en vez de la barrera inexpugnable en la que siempre habían confiado. La histeria iba extendiéndose a medida que los comentarios y rumores de toda clase se esparcían por la ciudad.
Entre otros temas, se discutía si la aparente inmunidad de Hierba a la plaga era real. La doctora Bergrem era una de las más firmes partidarias de que la inmunidad existía. Había visto cómo dos o tres personas bajaban de su nave con unas feas llagas grisáceas en la piel. Después de haber pasado un par de semanas en Hierba, esas mismas personas se habían marchado, curadas. Incluso hubo un hombre en un módulo de cuarentena que…
Roald Few le pidió que se explicara con más claridad.
—Doctora, usted quiere decirnos algo. No es sólo que aquí no haya casos de enfermedad, ¿eh? Lo que quiere decir es que en Hierba no puede haber casos de plaga. Existe algo que lo impide, ¿no?
La doctora asintió y dijo que eso era lo que pensaba, basándose en su experiencia y en lo que había visto. Se volvió hacia Tony y Rillibee para pedirles su opinión.
—No, no se trata de eso —dijo Tony con voz cansada—. No es que la plaga no pueda llegar aquí: lo que ocurre es que ningún habitante de Hierba puede contraerla. La enfermedad se originó aquí, aunque no sepamos cómo. Eso piensan los zorren.
Sus palabras necesitaron una considerable cantidad de explicaciones posteriores. ¿Desde cuándo hablaban los zorren con la gente? ¿Y dónde estaban? Tony y Rillibee le contaron cuanto sabían a Roald y al alcalde Alverd Bee, mientras docenas de personas entraban y salían del despacho. Intentaron describirles a los zorren, no lo consiguieron, y sus explicaciones fueron acogidas con un cierto escepticismo, cuando no con una franca incredulidad.
Ducky Johns y Santa Teresa también estaban allí y habían traído consigo su propio enigma: habían encontrado a Diamante bon Damfels vagando desnuda por el puerto. Diamante bon Damfels ocupaba una habitación junto a las ya ocupadas por su hermana Emeraude, que había recibido una paliza, y Amy y Rowena, que se negaban a volver a Klive.
En cuanto lo supo, Sylvan fue a ver a su madre y sus hermanas. Los habitantes de la Comunidad le vieron partir y se compadecieron de él. Un bon aquí, en la Comunidad…, su presencia resultaba tan inútil como una tercera pata en un ganso.
—¿Cómo llegó aquí? —le preguntó Tony al grupo que le escuchaba—. Nosotros cruzamos el bosque pantanoso y, si todo es igual a las partes que vimos, la verdad es que, literalmente, no hay forma de atravesarlo. Hay algunas islas en el otro extremo y unas cuantas en éste, pero toda la parte central está llena de agua y, mires por donde mires, verás ramas y enredaderas que han crecido hasta formar un auténtico laberinto. Si no sabía trepar, como Rillibee, o si no fue traída por los zorren, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
—Eso mismo hemos estado preguntándonos todos, querido muchacho —dijo Ducky Johns—. Sí, no hemos parado de hacernos esa pregunta, ¿verdad, Teresa? Y la única respuesta es que debe de haber otro camino, un camino de cuya existencia no sabíamos nada hasta ahora. —El flirteo juvenil que empleaba habitualmente había desaparecido, pues se encontraba terriblemente preocupada.
—Un camino del que seguimos sin saber nada —corrigió Teresa.
—Oh, sí que sabemos algo, querido —replicó Ducky—. Sabemos que está ahí, aunque no sepamos exactamente dónde. A menos que esas extrañas criaturas llamadas zorren se encargaran de traerla, ¡cosa que, por lo que sabemos, bien pueden haber hecho!
Rillibee oía toda aquella discusión a través de una neblina de agotamiento.
—No creo que la trajeran los zorren —dijo—. El hermano Mainoa lo habría sabido.
—¿Conozco a ese hermano Mainoa del que hablas? —le preguntó Alverd Bee.
Rillibee le recordó quién era el hermano Mainoa.
Sylvan entró en el despacho, pálido y con cara de preocupación. Dimity estaba despierta, pero no le había reconocido. Emmy estaba inconsciente, aunque iba mejorando. Rowena dormía. Amy había hablado con él. Le dijo que su padre había muerto, y Sylvan se preguntaba por qué no sentía nada al respecto.
Rillibee estaba hablando con el alcalde, explicándole que Mainoa había intentado traducir los documentos arbai.
—¿Y dices que ya han logrado traducir algunos? —exclamó Roald. No parecía asombrado, sino dominado por una especie de temblorosa excitación. Su cabello gris le envolvía las orejas igual que una aureola puntiaguda; se volvió hacia el dígame y empezó a teclear ferozmente en él, cliqueti-clac, deteniéndose de vez en cuando para hacer crujir sus nudillos. El ruido que producía recordaba el de alguien caminando sobre cáscaras de nuez—. Quiero ver esas traducciones lo más pronto posible. Esperad un momento, voy a hablar con Semling.
—¿Es usted lingüista? —le preguntó Sylvan con curiosidad, preguntándose qué podía hacer un lingüista en Hierba.
—Oh, no, muchacho —dijo Roald—. Me gano la vida con el negocio familiar. En cuanto a los idiomas, no soy más que un aficionado. —Dijo todo eso sin tan siquiera mirar a Sylvan, y luego se volvió hacia Rillibee—. ¿Quién era el contacto de Mainoa en Semling?
Viendo que no pensaba prestarle más atención, Sylvan fue hacia una mesa cercana, apoyó la cabeza en los brazos y se dedicó a observar la febril actividad que se desarrollaba a su alrededor. La Comunidad parecía mucho más animada de lo que esperaba. La gente era más lista y vivía de una forma mucho más opulenta de lo que creía. Tenían cosas que ni tan siquiera las haciendas poseían: comida, máquinas, casas más cómodas… Todo aquello le hacía sentirse inseguro y algo tonto. Pese a toda su furia contra Stavenger y los demás miembros de la clase de los Obermun, Sylvan estaba convencido de que los bons eran superiores al resto de la gente. Ahora estaba empezando a preguntarse si eso era cierto…, o, incluso, si no serían inferiores. ¿Por qué había pensado que Marjorie le acogería con los brazos abiertos? ¿Qué podía ofrecerle?
Pensar en aquello hizo que se fuera sintiendo cada vez más incómodo y preocupado. Buscó en su mente palabras que había leído pero que rara vez había utilizado, si es que había llegado a hacerlo. «Provinciano». «Patán». «Estrecho de miras». Muy cierto, sí. ¿Qué era un bon, comparado con toda la gente que le rodeaba? Nadie le hacía caso, nadie le preguntaba cuál era su opinión. En cuanto Rillibee y Tony les explicaron que Sylvan no podía oír a los zorren, la Comunidad pareció decidir que, en lo que a ellos respectaba, también era sordo… y mudo. Su desdén habría sido más fácil de aceptar si fueran profesionales, como la doctora, pero no eran más que aficionados, como este viejo que hablaba de las traducciones con Rillibee. Para ellos todo eso eran aficiones, cosas que no guardaban ni la más mínima relación con sus vidas cotidianas… ¡Y todos sabían mucho más que él! Anhelaba desesperadamente formar parte de esa sociedad, formar parte de algo…
Se puso en pie y fue en busca de algo de beber.
Rillibee también se levantó.
—Ya le he contado todo lo que sé, anciano Few. Tengo que volver con los demás. No puedo quedarme aquí. —Ahogó un bostezo y, por un instante, pensó en hablar con Tony y pedirle que le acompañara. No. Tony querría quedarse hasta que supieran algo más sobre Stella. En cuanto a Sylvan…, sería mejor que se quedara aquí. Marjorie no querría verle volver.
Salió del edificio, sin parar de bostezar, y empezó a moverse en una especie de trote tambaleante que le llevó por la pendiente hasta el sitio donde esperaban los zorren. Algo tiraba de él, apremiándole a volver. Quizá fueran los árboles. Quizá fuera otra cosa: alguna necesidad o un propósito estaban esperándole allí, entre los árboles. Al menos podía darles la noticia de que Rigo estaba herido y de que la joven bon Damfels había aparecido, así como todo lo que eso implicaba.
En la habitación de la que acababa de salir, la doctora y dos encargados de casas de placer intentaban comprender qué había impulsado a una joven desnuda y con el cerebro prácticamente vacío a querer meterse en un carguero.
—¿Y por qué llevaba consigo el cadáver de un murciélago? ¿Qué significa eso? —preguntó la doctora Bergrem, dirigiéndose a todos los presentes.
—Debe de ser cosa de los hippae —dijo Sylvan, que acababa de volver a la habitación—. Los hippae usan las patas para arrojarse murciélagos muertos los unos a los otros. Las cavernas de los hippae siempre están llenas de murciélagos.
Se dio cuenta de que todos estaban mirándole. Ya no era un mudo al que nadie hacía caso.
—Es un gesto de desprecio. Es su forma de expresar el desprecio que sienten hacia su adversario, una parte del desafío. A veces, cuando el combate ha terminado, le arrojan murciélagos muertos al vencido para dejarle aún más humillado. Es una forma de decirle: «Eres una carroña».
Lees Bergrem asintió.
—Sí, ya lo había oído comentar. Parece que los hippae tienen muchos comportamientos simbólicos…
Sylvan les contó lo poco que había descubierto sobre los hippae cuando era niño, deseoso de que el hermano Mainoa estuviera allí para ampliar sus explicaciones y sintiéndose ridículamente agradecido ante la atención que le prestaban.
El mediodía halló al hermano Mainoa, a Marjorie y al padre James sobre la gran plataforma de la Ciudad Arbórea. El hermano Mainoa había estado examinando el material recogido por su conexión del dígame, mientras Marjorie exploraba un poco la ciudad y el padre James intentaba hablar con los zorren, agradeciéndole a Dios que el padre Sandoval no estuviera presente. El padre Sandoval estaba convencido de que el hombre era la única raza inteligente. El padre James se preguntaba qué pensaría de eso el Papa en el Exilio.
Marjorie no había intentado hablar con los zorren. De vez en cuando Él entraba en contacto con su mente y le decía algo. Marjorie había aceptado aquellas briznas de información e intentaba controlar sus rasgos para que no revelasen lo que le ocurría cada vez que Él le hablaba: ese fuego que corría por sus nervios, aquella marea de éxtasis donde se mezclaban el olor, el sabor, las sensaciones…, algo indefinible. Los tres humanos habían acabado sentándose en la plataforma, intentando unir los distintos fragmentos de información que poseían para formar una hipótesis más o menos coherente.
—Los arbai tenían máquinas capaces de transportarles de un sitio a otro —dijo Marjorie. Por fin había logrado comprenderlo—. Esa cosa que había sobre el estrado en el centro de la ciudad era una máquina de transporte. Máquinas como ésa llevaban a los arbai de un lugar a otro.
El hermano Mainoa suspiró y se frotó la cabeza.
—Creo que tiene razón, Marjorie. Veamos, ¿qué he conseguido averiguar en las últimas horas? He recibido otro mensaje de Semling. —Cogió el dígame y lo puso en el centro de la plataforma, conectándolo con una mano—. Basándose en la teoría de que lo escrito inmediatamente antes de la tragedia podía resultarnos de mayor utilidad, Semling le concedió la prioridad máxima a la traducción de un libro escrito a mano que encontré hace cierto tiempo en una de las casas. Han logrado traducir casi el ochenta por cien del libro. Parece ser un diario, y cuenta cómo su autor intentó enseñarle a escribir a un hippae. El hippae acabó enfadándose al ver que le costaba mucho aprender, y mató a dos arbai que pasaban por allí. Cuando recobró la calma, el autor del diario habló con él y le riñó. Le explicó que matar seres inteligentes no estaba bien, que los arbai muertos serían llorados por sus amistades y que el hippae no debía volver a hacer nunca algo semejante.
Marjorie dejó escapar un suspiro.
—Pobre idiota ingenuo…
—¿Quiere decir que ese arbai que escribió el diario se limitó a decirle al hippae que no volviera a hacerlo? —El padre James no podía creerlo—. ¿Pensaba que el hippae se dejaría convencer tan fácilmente?
Mainoa asintió con tristeza, frotándose el hombro y el brazo como si le dolieran.
—Cuando Él…, cuando los zorren piensan en los arbai, siempre les rodean con un halo de luz, como hacemos nosotros con los ángeles —dijo Marjorie.
El hermano Mainoa se preguntó qué impresión producirían los ángeles dorados que coronaban las torres de Santidad si tuvieran escamas y colmillos como los arbai.
—Pero ese halo luminoso no es para transmitir una impresión de santidad, ¿verdad, Marjorie? Es más bien como si les considerasen inalcanzables, como si no se les pudiera tocar…
Marjorie asintió. Sí. La visión transmitía esa idea: los arbai inalcanzables, colocados sobre sus pedestales, sin que nadie pudiera tocarles.
—Entonces los arbai creían que los hippae eran incapaces de cometer ningún acto maligno, que obraban así sin saber que hacían mal… —El padre James no lograba creer lo que estaba oyendo.
Mainoa asintió.
—No sólo eso. Los arbai no conocían el concepto del mal y no podían imaginarse su existencia. En todo el material que he recibido de Semling no hay ninguna palabra que haga referencia a la idea del mal. Hay palabras para errores o para cosas que uno hace sin pensar o sin imaginar las consecuencias, hay palabras para los accidentes, el dolor y la muerte, pero no hay ninguna palabra para referirse al mal. La palabra que usaban los arbai para referirse a las criaturas inteligentes tiene una raíz curva que, según los ordenadores, significa «evitar el error». Dado que los arbai pensaban que los hippae eran inteligentes…, después de todo, les habían enseñado a escribir, pensaban que lo único que debían hacer era explicarles dónde estaba el error, y que los hippae no volverían a cometerlo.
—Y, naturalmente, no era ningún error —dijo Marjorie—. A los hippae les gustaba matar.
—Siempre me ha costado creer en la existencia de esa clase de mente —protestó el padre James.
El hermano Mainoa suspiró.
—Marjorie tiene razón, padre. Han traducido la palabra que los hippae escribieron con las patas en el suelo de la caverna. Es una palabra arbai o, mejor dicho, una combinación de tres o más palabras arbai. Una de ellas significa muerte, otra forasteros o desconocidos, y otra alegría. Semling dice que hay muchas probabilidades de que su traducción sea la-alegría-de-matar-extranjeros.
—¿Creen que tienen derecho a matar a todos los que no sean como ellos? —El padre James meneó la cabeza.
Marjorie se rió con amargura.
—Oh, padre, ¿tan extraño le parece eso? Piense en nuestro pobre planeta natal. El hombre siempre creyó que tenía derecho a matar todo lo que no fuera como él, y se lo pasaba en grande matando. ¿Dónde están las grandes ballenas? ¿Dónde están los elefantes? ¿Dónde están los pájaros multicolores que vivían en nuestros propios bosques pantanosos?
—Bueno, por lo menos no pudieron matar a los que vivían en la ciudad arbórea —dijo el hermano Mainoa—. Los hippae no saben nadar y no pueden trepar, por lo que no pudieron matar a los arbai que vivían aquí.
—De todas formas, para los que vivían aquí, ya debía de ser demasiado tarde —dijo Marjorie, contemplando las sombras de los enamorados que acababan de volver al puente y se habían apoyado en la barandilla, hablándose en susurros el uno al otro: sombras de dos enamorados, peligrosamente absortas en su mutua contemplación, sin darse cuenta de lo que iba a ocurrir—. Quizá murieron cuando llegó el invierno. Para todos los que vivían en los otros planetas ya era demasiado tarde.
—Los de esta ciudad debían de ser inmunes a la enfermedad —dijo el padre James—. Podrían haberse refugiado bajo tierra. ¿Por qué no lo hicieron? Nosotros también debemos de ser inmunes. Todos los habitantes de Hierba deben de serlo.
—Oh, sí —dijo Marjorie—. Estoy segura de que somos inmunes, al menos mientras vivamos en Hierba. Y es lógico suponer que los arbai de Hierba también lo eran. Por eso acabaron con ellos. ¡Pero saberlo no nos sirve de nada! ¡Nada de cuanto hemos descubierto sirve de nada! Nada nos explica cómo empezó todo, y nada nos dice cómo podemos acabar con la plaga una vez ha empezado a difundirse. No paro de pensar en la Tierra… Tengo una hermana allí. Rigo tiene una madre, un hermano, tenemos sobrinas y sobrinos… ¡Tengo amigos!
—Shhh —dijo él—. Conocemos una forma de curar la plaga, Marjorie. Todo el que venga aquí…
—Ni tan siquiera podemos estar seguros de eso —dijo ella—. Aunque pudiéramos hacer que todos los seres humanos de todos los mundos habitados vinieran a Hierba, seguimos sin saber si volverán a contraer la enfermedad después de marcharse. No sabemos si nosotros mismos no acabaremos enfermando cuando nos marchemos. No sabemos cómo se difunde. Los zorren saben algo que podría ayudarnos, ¡pero se niegan a hablar de ello! Es como si estuvieran esperando algo… Pero ¿el qué? —Alzó los ojos y vio una masa sombría al otro lado de la barandilla. La fugaz impresión de unos ojos, y algo rozó su mente. Marjorie agitó la cabeza, enojada—. Tengo la impresión de que no hay esperanzas, y me parece horrible. Como si ya fuera demasiado tarde, como si las cosas hubieran llegado a un punto en el que ya nada tiene solución. —Algo había cambiado irrevocablemente. Habían dejado atrás el punto de no retorno. Estaba segura.
Un zorren tocó su mente con manos incorpóreas. «Calla, querida, calla», le dijo una voz, intentando consolarla. Apoyó su frente en un hombro inmenso que no estaba allí. Los zorren bailaron en su mente, y Marjorie bailó con ellos.
El hombro desapareció de repente. Marjorie alzó los ojos. El zorren se había ido.
Y, un instante después, comprendió por qué. Oyó voces humanas dominando el susurro de las voces que hablaban el idioma de los arbai. Era demasiado pronto, Tony no podía haber vuelto aún. Y las voces le resultaban desconocidas.
—Escuchen —dijo, dándose la vuelta para localizar el punto de donde venía el sonido.
Alguien escondido entre los árboles cercanos la vio, y voces juveniles entonaron un himno de jubilosa expectativa.
Aquel grito tenía algo de amenazador. Marjorie y los dos hombres retrocedieron por la plaza, contemplando con temor las tres siluetas que se dejaron caer de los árboles, aterrizando sobre la plataforma como si fuesen monos.
—Hermano Flumzee —dijo el hermano Mainoa, con voz cansada pero tranquila—. No había esperado verte aquí.
El hermano Flumzee se apoyó en la barandilla, doblando una rodilla y rodeándosela con los brazos.
—Llámame Huesos Largos —dijo con voz melosa—. Permite que te presente a mis amigos: Trepacimas y Puente Largo. Antes había dos más, pero Puente Pequeño y Nudos fueron devorados por los hippae que hay ahí fuera. —Agitó la mano, indicando un punto impreciso situado en el exterior del bosque—. Ah, y el reverendo hermano Fuasoi y su amiguito Shoethai también acabaron igual, aunque no podemos estar totalmente seguros. Oímos muchos aullidos, pero quizá lograran escapar.
—¿Y qué hacíais allí? —preguntó el hermano Mainoa.
—Me enviaron en tu busca, hermano. —Huesos Largos sonrió—. Me han dicho que ya no eres de los nuestros. Tengo que eliminarte.
—¡Pero dijiste que Fuasoi y Shoethai habían venido contigo!
—Oh, no esperábamos que vinieran. Fueron una especie de…, ¿cómo podría decirlo? Sí, adiciones de última hora. Pensaban dejarnos aquí y seguir viaje hacia otro sitio.
Una figura hecha de sombras se deslizó por entre los tres trepadores. Huesos Largos agitó la mano como si la figura fuese un enjambre de mosquitos.
—¿Qué diablos son estas cosas?
—No son más que imágenes —dijo Marjorie—. Imágenes de la raza que vivió aquí…
Huesos Largos movió lentamente la cabeza, examinando la ciudad.
—Muy bonito —dijo—. El sitio ideal para un trepador… ¿Hay comida suficiente para vivir aquí?
—En verano probablemente haya mucha fruta —dijo el hermano Mainoa—. Y nueces. Puede que también haya animales comestibles.
—Pero no en invierno, ¿eh? Bueno, en invierno siempre podríamos ir a la Comunidad, ¿no? De hecho, lo más probable es que acabemos yendo allí. Podemos buscar a unas cuantas mujeres y traérnoslas aquí.
—¿Estás hablando de quedarnos aquí? —preguntó Puente Largo—. Después de que hayamos hecho lo que debemos hacer, claro… ¿Lo dices en serio?
—¿Por qué no? —preguntó Huesos Largos—. ¿Se te ocurre algún sitio mejor para un trepador?
—No me gustan esas cosas. —Puente Largo empezó a darles manotazos a las siluetas hechas de sombras que pasaban ante él—. Odio estar rodeado de monstruos.
Los dos hombres habían estado observándoles y escuchándoles, fijándose en los tensos músculos de sus brazos y sus piernas y en las rígidas líneas de sus cuellos y mandíbulas. El hermano Mainoa pensaba que toda aquella charla no tenía ningún significado. La charla sólo serviría para crear un pequeño interludio, un espacio de tiempo que les permitiera medir la oposición a la que deberían enfrentarse. ¿Y en qué consistía esa oposición? Un viejo, un hombre que jamás se había peleado con nadie y una mujer.
El hermano Mainoa trató de entrar en contacto con los zorren. Nada. Ninguna imagen, ninguna palabra.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Marjorie—. Tenemos un poco de comida, y podemos compartirla con vosotros.
—Oh, sí, estamos hambrientos —se burló Huesos Largos—. Pero nuestra hambre no se satisface con comida. Hemos traído comida más que suficiente. —Se pasó la lengua por los labios, mirándola fijamente, dejando que sus ojos repasaran lascivamente todo su cuerpo. Marjorie se estremeció—. Pareces joven y sana —siguió diciendo Huesos Largos—. En la Abadía oí ciertos rumores sobre una plaga. No tendrás la plaga, ¿verdad, cosita linda?
—Supongo que podría tenerla —dijo ella, intentando mantener la calma—. Cuando nos marchamos de la Tierra ya había muchos casos.
Sus dos seguidores se volvieron hacia Huesos Largos, con las preguntas a punto de brotar de sus labios, pero Huesos Largos les silenció con un gesto.
—No debes decir mentiras. Es pecado. Si hubieras contraído la plaga antes de salir de la Tierra ahora ya estarías muerta. Eso es lo que dice todo el mundo.
—A veces necesita años para manifestarse —dijo el padre James—, pero la persona la lleva dentro durante todo ese tiempo.
—¿Y tú quién eres? —dijo Huesos Largos con una carcajada—. ¿Cómo es que vas vestido así? ¿Eres su sirviente o qué? Cuidado con tus modales, sirviente. Nadie te ha dirigido la palabra.
—Si Fuasoi os envió detrás mío sólo podía ser por una razón —dijo Mainoa con voz pensativa—. No deseaba que la gente supiese cuál es la causa de la plaga…, y eso quiere decir que era un Mohoso.
Marjorie contuvo el aliento. ¿Un Mohoso aquí? ¿Ya? ¡Era demasiado tarde! ¡Todo estaba perdido!
Huesos Largos no hizo caso de sus palabras. Puso los dos pies sobre la cubierta y se estiró, desperezándose.
—Bien, chicos, ¿estáis listos? —preguntó—. Que cada uno se ocupe de un vejestorio. Yo me encargaré de la mujer…
—Huesos Largos. —La voz llegaba desde lo alto, de la mancha de claridad solar que ardía entre las ramas—. Huesos Largos el cobarde, Huesos Largos el mentiroso… ¿Trepará?
Marjorie notó cómo el aire escapaba de sus pulmones. Rillibee. Pero estaba solo, no había más voces.
Huesos Largos se había dado la vuelta y estiró el cuello, buscando algo entre las manchas de luz y sombra.
—¡Lourai! —gritó—. ¿Dónde estás, mirón?
—Aquí —dijo la voz—. En un sitio que Huesos Largos no puede alcanzar, en un sitio al que Huesos Largos no es capaz de trepar.
—Vigiladles hasta que vuelva —gruñó Huesos Largos, señalando a Marjorie y a los dos hombres. Subió de un salto a la barandilla y se lanzó hacia los árboles—. Espera, mirón. Voy a por ti.
La mochila de Marjorie estaba justo al otro lado del umbral, y dentro había un cuchillo. Se dio la vuelta e intentó cogerlo. Trepacimas saltó sobre ella y la hizo apartarse de un empujón. Marjorie se tambaleó y alargó la mano para conservar el equilibrio. La barandilla chocó contra la parte posterior de sus rodillas y Marjorie pasó limpiamente por encima de ella y cayó, viendo cómo el follaje tachonado de sol giraba a su alrededor, oyendo el sonido de su propia voz hasta que, de repente, ya no pudo oír nada más.
—Un ser minúsculo quiere verte, oh Dios —anunció el ángel que hacía de sirviente. El sirviente se parecía mucho al padre Sandoval, dejando aparte el que tenía alas. Marjorie se detuvo unos instantes ante la bóveda de aquel umbral nebuloso para inspeccionarlas. No eran alas de cisne, como había esperado, sino alas de insecto, traslúcidas, y recordaban a las que podría tener una libélula gigante. Anatómicamente hablando, resultaban más lógicas que unas alas de pájaro, dado que eran más bien una adición y no una sustitución de los apéndices superiores. El ángel le lanzó una mirada de irritación.
—Sí, sí —dijo la voz de Dios, infinitamente paciente—. Que entre.
Dios estaba ante un ventanal envuelto en nubes. Fuera se veían los jardines de Colina del Ópalo, extendiéndose en una inacabable sucesión de panoramas. Unos segundos después, Marjorie se dio cuenta de que el jardín estaba hecho de estrellas.
—Mucho gusto —le oyó decir a su voz. Dios se parecía a alguien conocido. No era tan alto como Le había imaginado. Un rostro muy huesudo con unos ojos inmensos, aunque la persona que se Le parecía, fuera quien fuese, nunca había llevado el cabello tan largo como Dios, una masa de rizos oscuros en los hombros y una melena blanca en las sienes.
—Bienvenida, ser minúsculo —dijo Dios, sonriendo. El universo se llenó de luz—. ¿Qué te ocurre? ¿Tienes algún problema?
—Puedo acabar aceptando el que no sepas cuál es mi nombre —dijo Marjorie—. Aunque la verdad es que fue toda una sorpresa, pero…
—Espera —dijo Dios—. Conozco los auténticos nombres de todo cuanto existe. ¿Qué quieres decir con eso de que no sé cuál es tu nombre?
—Quiero decir que no sabes que soy Marjorie.
—Marjorie —dijo Dios, como si aquel sonido no le resultara familiar—. Cierto, no sabía que te llamabas Marjorie.
—Ser un virus… Bueno, me parece muy cruel. Me parece horrible.
—Yo no habría usado la palabra virus, pero ¿crees que es cruel ser algo que se reproduce y se extiende? —le preguntó Dios—. ¿Incluso si su existencia es necesaria?
Marjorie asintió, avergonzada.
—Debes estar pasándolo muy mal. Los seres minúsculos suelen pasarlo mal. Para eso los creé. Si no hubiera conceptos difíciles que sacar de la nada e incorporar a la creación, Uno nunca necesitaría a los seres minúsculos. Las partes de gran tamaño casi se fabrican a sí mismas. —Señaló el universo que giraba bajo ellos—. Química elemental, un poquito de matemáticas excepcionales y ahí lo tienes, funcionando con la regularidad de un homo automático… Pero los detalles necesitan tiempo para crecer y evolucionar, para alcanzar la existencia… El aceite de los engranajes, por así decirlo. Bien, ¿en qué estás trabajando ahora?
—No estoy segura —dijo Marjorie.
—El ser minúsculo se ocupa de la clemencia, Señor —dijo el ángel del umbral con cierta impaciencia—, y de la justicia y la culpa.
—¿Clemencia y Justicia? Qué conceptos tan interesantes… Casi me parecen dignos de ser creados directamente, en vez de permitir que evolucionen por sí solos. En cuanto a la culpa, jamás perdería el tiempo con ella. Aun así, confío en que sabrás abrirte paso por toda la serie de permutaciones hasta llegar a conseguir los resultados correctos…
—Pues yo no confiaría mucho en ello —dijo Marjorie—. Gran parte de lo que me han enseñado no tiene sentido.
—Eso es algo inherente a la naturaleza del acto de enseñar. Algo ocurre, una inteligencia lo percibe por primera vez y crea una regla: luego intenta transmitir la regla. Los seres minúsculos siempre operan de esa forma, pero cuando la información se transmite ya están ocurriendo cosas nuevas que no encajan en la vieja regla. Con el tiempo, la inteligencia aprende que lo mejor es olvidarse de las reglas y dedicarse a comprender el flujo.
—Me dijeron que las verdades eternas…
—¿Cómo cuáles? —Dios se rió—. ¡Si hubiera alguna verdad eterna, Yo lo sabría! ¡He creado todo un cosmos basado en el cambio, y un ser minúsculo viene aquí para hablarme de verdades eternas!
—No quería ofenderte. Es sólo que… Bueno, sí no hay verdades eternas, ¿cómo podemos saber dónde está la verdad?
—No me has ofendido. Nunca creo cosas capaces de ofenderme. En cuanto a la verdad, la verdad es lo que está escrito. Todas las cosas de la creación llevan mis intenciones escritas en sí mismas. Las rocas, las estrellas, los seres minúsculos… Para cada cosa sólo hay un camino natural, el camino que Yo he concebido para ella. El problema es que los seres minúsculos escriben libros que contradicen a las rocas, y luego dicen que Yo escribí los libros y que las rocas son mentiras. —Se rió. El universo tembló—. Inventan reglas de conducta que ni los ángeles pueden obedecer, y dicen que Yo las he ideado. El orgullo de la autoría… —Dejó escapar una risita—. Dicen: «Oh, estas palabras son eternas, así que deben de haber sido escritas por Dios».
—Su Imponencia —dijo el ángel del umbral—. Su reunión para revisar ese pequeño problema con los arbai…
—Ah, bah —dijo Dios—. Mira, ahí tienes un ejemplo. Un fracaso total y absoluto. Probé con algo nuevo, pero eran tan buenos que no servían de nada, ¿comprendes?
—Me han dicho que eso es lo que deseas —dijo ella—. ¡Quieres que seamos buenos!
Dios le dio unas palmaditas en el hombro.
—Ser demasiado bueno es no servir para nada. Un cincel debe tener punta, querida mía. De lo contrario sólo sirve para remover las cosas y nunca consigue abrirse paso hasta llegar a las causas y las realidades…
—Su Imponencia —volvió a insistir el ángel—. Ser minúsculo, estás impidiendo que Dios pueda ocuparse de sus asuntos.
—Recuerda —dijo Dios—. Cierto, no sé que tú crees que tu nombre es Marjorie, pero sí sé quién eres realmente…
—Marjorie —dijo el ángel.
—¡Dios mío, Marjorie! —La mano posada sobre su hombro la sacudió con una impaciencia cada vez mayor.
—Padre James —gimió ella, sin sorprenderse de verle. Yacía sobre su espalda, y podía ver el follaje tachonado de sol que había sobre su cabeza.
—Pensé que te había matado.
—Habló conmigo. Me dijo que…
—¡Pensé que ese maldito trepador te había matado!
Logró erguirse. Le dolía la cabeza. Tuvo la sensación de estar en el sitio equivocado, como si hubiese perdido algo.
—Debes de haberte dado un golpe en la cabeza.
Recordó la confrontación en la plataforma, la barandilla.
—¿Qué ha pasado? ¿Me golpeó?
—Te hizo chocar contra la barandilla. Te caíste.
—¿Dónde está? ¿Dónde están?
—Un zorren les obligó a esconderse en una casa arbai. Surgió de entre los árboles justo cuando caíste, rugiendo igual que toda una tempestad de truenos. Sigue por ahí, pero no consigo verle. Había dos más. Me llevaron hasta donde habías caído.
Marjorie trató de ponerse en pie, agarrándose a una gruesa raíz, y contempló con incredulidad la plataforma, casi perdida en lo alto.
—Caer toda esa distancia tendría que haberme matado.
—Tropezaste con una rama, rebotaste en ella y caíste sobre otra rama más baja, y finalmente acabaste aterrizando sobre ese montón de hierba y hojas —dijo el padre James, señalándolo con el dedo—. Fue como caer sobre un gran colchón. Tu ángel de la guarda ha tenido mucho trabajo.
—¿Cómo volveremos a subir? —preguntó Marjorie, que no tenía ni la más mínima fe en los ángeles de la guarda.
El padre James volvió a levantar la mano. Dos zorren les aguardaban junto al árbol, dos siluetas borrosas que parecían carecer de límites: una corporación de nódulos e intenciones, pautas en su mente.
—¿También se encargaron de ahuyentar a esos dos? —preguntó Marjorie.
El padre James negó con la cabeza.
—El primer zorren no necesitó ninguna ayuda.
Marjorie contempló a los dos zorren durante unos segundos, intentando pensar. Notó que se mareaba y se apoyó en el árbol.
—Rocas. Estrellas. Seres minúsculos —farfulló.
—Pareces algo aturdida —dijo el padre James.
—No lo estoy —replicó ella, logrando sonreír mientras su mente repasaba la visión que acababa de tener—. Padre, ¿ha visto a Dios?
Su pregunta pareció preocuparle. Marjorie le miraba fijamente y sus ojos estaban algo vidriosos.
—Creo que tienes algo de conmoción cerebral. Puede que incluso tengas una fractura, Marjorie…
—Quizá he tenido una experiencia religiosa. Una visión. Hay gente que ha tenido visiones, ¿no?
El padre James no podía negarlo, aunque sabía que el padre Sandoval sí lo habría hecho. En su opinión, las experiencias religiosas eran algo de lo que los Viejos Católicos debían apartarse, consagrándose al equilibrio y la moderación. En cuanto los asuntos de fe quedaban firmemente establecidos, las experiencias religiosas sólo servían para confundir a la gente. El padre James no estaba tan seguro. Dejó que Marjorie se apoyara en él y, tambaleándose, dieron los pocos pasos que les separaban de los zorren. Uno de ellos la recogió y la llevó por ramas curvadas y enredaderas casi invisibles hasta depositarla en la plaza. Marjorie sintió que estaba rodeada de zorren, y notó el peso de su presencia sobre su mente: un trueno de pensamientos, el susurro de una gran marea, como si un dragón gigantesco respirara lentamente en la oscuridad.
—Santo Dios —murmuró—. ¿De dónde han salido?
—Ya estaban aquí —dijo Mainoa—. Nos observaban desde los árboles. Se han acercado un poco más, eso es todo. Marjorie, ¿estás bien?
—No lo está —dijo el padre James, muy preocupado—. Tiene los ojos vidriosos y no para de decir cosas raras…
—Estoy perfectamente —dijo ella sin hacerle caso, mientras intentaba ver con claridad la congregación de zorren, sabiendo que era una multitud pero no logrando distinguir a sus miembros—. ¿Por qué están aquí?
El hermano Mainoa alzó los ojos hacia ella, con el ceño fruncido por la concentración.
—Están intentando averiguar algo. No sé qué es.
La inmensa masa de un zorren obstruía el umbral. Marjorie recibió una clara imagen de dos seres humanos que eran arrojados desde una rama muy alta. Trazó una línea mental, tachando la imagen. La multitud que había a su espalda emitió ondas de aprobación y desaprobación. La imagen se alteró y se convirtió en la de dos hombres siendo liberados. Marjorie también tachó esa imagen. Más aprobación y desaprobación. Estaba claro que los zorren no habían llegado a ningún acuerdo sobre lo que se debía hacer con ellos.
Sintió que le flaqueaban las piernas y se tambaleó.
—Y Rillibee, ¿no ha vuelto?
El hermano Mainoa negó con la cabeza.
—No. Su voz se alejó por ahí. —Señaló hacia los árboles.
Marjorie fue hacia la puerta de la casa. Los dos trepadores la miraron: estaban atados de pies y manos.
—¿Quién os dijo que matarais al hermano Mainoa? —preguntó.
Los trepadores se miraron el uno al otro. Uno agitó la cabeza y el otro, Trepacimas, decidió responder.
—Shoethai, pero las órdenes venían del reverendo hermano Fuasoi. Dijo que Mainoa era un traidor.
Marjorie se dio masaje en la frente, intentando calmar el dolor que sentía.
—¿Y por qué pensaba que era un traidor?
—Shoethai nos dijo que por lo que ponía en un libro suyo, un libro que encontraron en la ciudad de los arbai.
—Mi diario —dijo el hermano Mainoa—. Me temo que cometí un descuido. Debí dejar el volumen que acababa de empezar en un sitio donde pudieron encontrarlo. Nos marchamos tan deprisa que…
—¿Y qué había escrito en ese diario, hermano? —preguntó Marjorie.
—Oh, cosas sobre la plaga, los arbai y todo este enigma.
—Ah —dijo ella; se volvió hacia los prisioneros—. Tú, esto… Puente Largo. Teníais intención de violarme, ¿no?
Puente Largo se miró los pies, y una de sus fosas nasales se dilató perceptiblemente.
—Pues claro. ¿Por qué no? No vimos a esos lo-que-sean que rondaban por aquí, así que… ¿Por qué no?
—¿Creíais que eso era…? —se esforzó por encontrar una palabra que él pudiera comprender—. ¿Os parecía que era la conducta más adecuada? ¿Creíais estar obrando bien? ¿Qué pensabais de eso?
—¿Quién te crees que eres? —gruñó él—. ¿Trabajas para la Doctrina o qué? Teníamos ganas de hacerlo, eso es todo.
—¿Y no os importaba lo que yo pudiera pensar?
—A todas las mujeres les gusta, no importa lo que digan. Todo el mundo lo sabe.
Marjorie se estremeció.
—Y después pensabais matarme, ¿no?
—Si teníamos ganas…, claro.
—¿Y crees que a las mujeres también les gusta que las maten?
Puente Largo puso cara de confusión y se humedeció los labios.
—¿No habríais tenido remordimientos? ¿Os daba igual?
Puente Largo guardó silencio.
—Supongo que luego lo habríamos lamentado —dijo Trepacimas—. Quizás hubiéramos tenido ganas de volver a hacerlo, pero ya no estarías disponible —balbuceó.
—Comprendo —dijo ella—. Pero no habríais sentido pena por mí, ¿verdad?
—¿Por qué? —preguntó Puente Largo, muy irritado—. ¿Por qué deberías darnos pena? ¿Dónde estabas cuando nos metieron en un cohete y nos mandaron aquí? ¿Dónde estabas cuando nos separaron de nuestros padres?
Marjorie recibió una nueva imagen de los dos prisioneros siendo arrojados desde lo alto de un árbol. Su mente trazó una línea sobre ella, aunque más despacio que antes.
—¿Qué quieren esos zorren, hermano Mainoa? ¿Para qué han venido?
—Creo que quieren saber qué decisión va a tomar —respondió él.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó el padre James.
—Estoy intentando resolver un problema —dijo ella—. Estoy intentando decidir si podemos permitirnos el lujo de ser compasivos. Los arbai siempre fueron compasivos, pero cuando te enfrentas al mal la propia compasión se convierte en un mal. Su compasión acabó con ellos, y podría acabar también con nosotros, porque este par podrían volver y matarnos. La pregunta a responder es: ¿son realmente malvados? Si lo son, el cómo llegaron a serlo no importa. El mal es fácil de crear, pero una vez que algo se ha vuelto malo no hay forma de conseguir que vuelva a ser bueno.
—El perdón es una virtud —dijo el padre James, y apenas hubo pronunciado esas palabras se dio cuenta de que había hablado impulsado por la fuerza de la costumbre.
—No. Es una respuesta demasiado fácil, demasiado cómoda. Si les perdonamos, quizá seamos la causa de otras muertes. —Se llevó las manos a la cabeza, tratando de pensar—. Si queremos, ¿tenemos derecho a portarnos como unos imbéciles? No… No si otros pagan el precio de nuestro comportamiento.
El padre James la estaba mirando con un gran interés.
—Nunca habías hablado así, Marjorie. La compasión es un dogma básico de nuestra fe.
—Sólo porque usted piensa que esta vida carece de importancia, padre. Dios dice que sí tiene importancia.
—¡Marjorie! —exclamó él—. Eso no es cierto.
—De acuerdo —exclamó ella a su vez. El sordo latir de su cabeza estaba convirtiéndose en una tensa ola de violencia que intentaba salir de su cráneo—. No me refiero a usted, padre James, me refiero a ustedes, a lo que suelen decir los sacerdotes… Pues yo digo que esta vida sí importa, y eso significa que la compasión es tratarles lo mejor que pueda sin permitir que ningún otro ser tenga que sufrir por culpa de mis actos, ¡yo incluida! No pienso cometer el mismo error que los arbai.
—Marjorie —repitió él, aterrado. Siempre había tenido sus propias dudas y problemas, pero oírle decir esas cosas… Marjorie parecía estar llena de violencia, llena de palabras que brotaban de su boca como los granos de trigo por el desgarrón de un saco, y ella nunca había sido así.
Marjorie se volvió hacia los dos prisioneros.
—Lo siento. Creo que la única forma de conseguir que estemos a salvo de vosotros será dejar que los zorren os maten.
—Oh, señora, por el amor de Dios —gritó Trepacimas, muy asustado—. Llévenos a la Comunidad y entréguenos a los agentes del orden. Nos han atado, no podremos hacerles nada.
Marjorie se llevó las manos a la cabeza, sabiendo que no era una buena idea, pero no estando segura de por qué. No, era una pésima idea. En su mente había un inmenso interrogante que aguardaba el momento de ser respondido.
El padre James estaba meneando la cabeza con cara de preocupación.
—Mainoa se ha encargado de atarles y ha hecho un trabajo muy concienzudo —dijo, con voz suplicante—. Y, de todas formas, tenemos que acabar volviendo a la Comunidad, ¿no? Podemos entregarlos a los agentes del orden. Probablemente no son peores que esos alborotadores del puerto a los que se encargan de mantener a raya.
Marjorie asintió, aunque no estaba convencida. No, no era una buena idea. Un ser minúsculo no debía obrar de esa forma. Un ser minúsculo tenía que gritar: «peligro, peligro», y dejarles caer desde el árbol más alto…
El zorren más próximo se removió, y aquella masa de sombra pensativa empezó a engendrar visiones. Luces y sombras giraron velozmente dentro de sus cerebros, manchas y líneas de colores evanescentes que no paraban de moverse…
—No está satisfecho —dijo el hermano Mainoa.
—Ni yo —dijo Marjorie, con los ojos desorbitados por el dolor—. Escúcheles. Ahí los tenemos, ahí están todos, y sólo unos cuantos vinieron a ayudarnos. Quizá sigan siendo como han sido siempre. Llenos de culpa y dudas intelectuales, dejando que las cosas sigan su curso sin prestarle ni la más mínima atención a lo que siento…
El dolor se estaba convirtiendo en una auténtica agonía. Recibió la imagen de un zorren que corría por entre los árboles, alejándose. Su mente trazó un círculo resplandeciente a su alrededor. Sí, ¿por qué no? Tanto daba. Podían irse.
—Se van. Tenemos que esperar a Rillibee —anunció.
Un cañón retumbó en su cerebro. Se arrastró hasta su lecho y se tumbó, dejándose envolver por el silencio. El dolor fue calmándose poco a poco. Los zorren se esfumaron entre los árboles. Las imágenes pasaban velozmente por su cabeza: sus pensamientos, su conversación. Dejó que los símbolos y los sonidos cayeran sobre ella igual que olas, adormeciéndola hasta caer en un sopor semiconsciente.
El sol siguió moviéndose por el cielo, y ya era media tarde cuando oyeron un «Hoooola» perdido entre las sombras, en las ramas bajas de un árbol.
El aliento de un zorren entre los árboles, no muy lejos, su presencia amenazadora…
—Hoooola. —Era la misma voz, más cerca ahora que antes. La amenaza oculta en los árboles se hizo menos perceptible.
Marjorie logró ponerse en pie y fue a la plataforma.
—Rillibee —gritó.
Rillibee apareció bajo ellos, avanzando cansadamente por las enredaderas.
—¡Estás agotado! —Su rostro huesudo estaba muy pálido. Alrededor de sus ojos había círculos de sombra que los hacían parecer enormes, como los de una criatura nocturna.
—He trepado mucho —balbuceó él—. He trepado mucho, mucho… —Siguió subiendo lentamente hacia ella, hasta que logró deslizarse sobre la barandilla y se dejó caer al suelo, derrengado—. Oh, cómo agradezco todas las horas de trepar en la Abadía. Todas esas escaleras, todos esos puentes…
—¿Qué ha pasado? —preguntó el hermano Mainoa.
—Huesos Largos intentó alcanzarme. No pudo. Fui haciendo que se internara más y más en el bosque. Después me escondí, dejé que pasara a mi lado y regresé. Tendría que haberle matado. Si se me hubiera ocurrido alguna forma fácil de hacerlo… El muy bastardo.
Marjorie le acarició la mejilla.
—Ahora podemos volver a la Comunidad.
Rillibee negó con la cabeza.
—No. Todavía no. Necesitamos a los zorren. Siento haber malgastado tanto tiempo con lo de Huesos Largos, pero no se me ocurrió otra idea mejor que intentar alejarlos de aquí. Normalmente a Huesos Largos le gusta superar en número a sus oponentes… Pero veo que conseguisteis dominar a los otros.
—Uno de los zorren se encargó de ellos.
—Ah. —Encorvó los hombros en un gesto de cansancio—. Tengo algunas cosas que contar, Marjorie. Los hippae han incendiado Colina del Ópalo. Hay un rastro de hippae y sabuesos que tendrá como un kilómetro de ancho y va hacia el bosque pantanoso. El embajador está en el hospital. Stavenger bon Damfels ha muerto, así como una docena de bons. Han encontrado a la chica de los bon Damfels en el puerto. Dimity, la que desapareció esta primavera… Está igual que Janetta…
—Los hippae se las llevaron a las dos —dijo Marjorie, asombrada—. ¡Y las dos han acabado apareciendo en el puerto!
Rillibee asintió.
—Desnudas y con la mente destrozada. Toda la Comunidad parece haberse vuelto loca. Janetta y Dimity lograron llegar allí, pero nadie sabe cómo. No pudieron atravesar la arboleda a menos que los zorren se encargaran de llevarlas, y si no fueron los zorren entonces es que debe de haber otro camino para cruzar el bosque. Tiene que haberlo… Y si unas chicas han podido pasar, quizá los hippae también puedan hacerlo. Debemos descubrir cómo llegaron hasta allí.
Un agitar inquieto entre los árboles.
—Están preocupados —dijo el hermano Mainoa, frotándose la cabeza—. Y enojados… Los zorren nunca han transportado a nadie a ninguna parte hasta que os llevaron a ti y a tus compañeros, Rillibee. Los zorren creían que la ciudad no corría peligro. Animaron a los hombres a que la construyeran allí porque los hippae nunca podrían llegar hasta ella.
—¿Que les animaron? —preguntó Marjorie.
—Ya sabe… —suspiró el hermano Mainoa—. Les animaron, les influyeron… como suelen hacer.
Marjorie sintió que los zorren se marchaban.
—¿Adónde van?
—Han ido a buscar ese camino del que ha hablado Rillibee. Cuando se fueron estaban pensando en los migerers.
—¿Esos animales capaces de cavar? Entonces sospechan que quizá sea un túnel, ¿no?
—Sí, algo así. —Mainoa se estremeció y apoyó la cabeza en las manos—. Marjorie, en estos momentos no soy más que un viejo cansado. No me siento capaz de participar en la búsqueda de un túnel.
Rillibee abrazó al anciano.
—Pues yo soy un joven muy cansado, hermano. Si los zorren quieren buscar ese túnel, dejemos que lo hagan. Tengo que descansar un poco. A menos que usted crea que necesitan nuestra ayuda…
—Ya lo encontrarán —dijo el hermano Mainoa. No podía hacer nada, tanto si lo conseguían como si no. Marjorie volvió a su lecho, notando cómo el dolor volvía a calmarse, y se sumió de nuevo en el sopor, un sopor en el que ahora no había ningún sueño de los zorren. Rillibee se dejó caer en el suyo y se quedó dormido igual que un niño. Mainoa se enroscó sobre sí mismo y empezó a roncar suavemente. El padre James se quedó sentado junto a la barandilla, preguntándose qué le habría ocurrido realmente a Marjorie, qué habría visto o soñado. Puente Largo y Trepacimas se dedicaron a hablar en voz baja el uno con el otro, intentando aflojar sus ataduras.
Supieron que los zorren habían descubierto el camino que llevaba a la Comunidad incluso antes de que Primero volviese a última hora de la tarde. Cuando aún estaba a cierta distancia de ellos, imágenes de jinetes y caballos inundaron sus mentes, y supieron qué tenía intención de hacer. Montaron a caballo, y fueron conducidos por una ruta tortuosa que les hizo cruzar charcos y lagunas, vadear oscuros arroyos y chapotear por cañadas repletas de agua. Sin Él para guiarles habría sido imposible encontrar el camino. Algunos charcos eran delgadas láminas de agua que cubrían arenas movedizas. Otros estaban repletos de raíces terriblemente afiladas. Lo sabían porque los zorren se encargaron de mostrárselas.
Acabaron emergiendo en la zona de hierba situada junto al estanque donde habían encontrado a Stella. Cerca de donde había yacido se veían montones de tallos arrancados que habían dejado al descubierto la entrada de un túnel bastante espacioso y profundo, con las paredes recubiertas del mismo cemento usado en las cavernas de los hippae. La hierba lo había ocultado. Cuando encontraron a Stella todos habían estado a pocos metros del túnel, sin verlo.
—Esto es cosa de los migerers —dijo el hermano Mainoa.
Un zorren gritó en la lejanía: un terrible alarido capaz de paralizar el mundo.
—No, es cosa del diablo —rectificó Mainoa—. Eso dicen nuestros guías… Este túnel pasa por debajo de todo el pantano. Uno de los zorren ha ido por él hasta llegar al puerto.
No hacía falta preguntar quién lo había usado antes. Las huellas trilobuladas de los hippae cubrían todo el suelo del túnel, y estaban por todas partes salvo allí donde el gotear del agua las había borrado.
—Adentro —oyeron sus mentes—. ¡Al túnel! ¡Deprisa!
Marjorie fue hacia la abertura montada en «Don Quijote», y no tardó en quedar empapada por el agua fangosa que iba filtrándose a través de los poros de la piedra que servía de techo al túnel. Los demás la siguieron, maldiciendo en voz baja al inhalar aquel aire húmedo y rancio saturado por la pestilencia de los excrementos: la tierra blanda se hundía bajo las patas de los caballos. Los prisioneros maldecían y tiraban de las cuerdas que los ataban. El túnel no era lo bastante alto y tenían que montar medio encorvados. De hecho, apenas si era lo bastante alto para «Irlandesa», que se veía obligada a ir con la cabeza gacha: sus orejas rozaban las raíces fangosas que asomaban de la piedra y el barro. Las luces que llevaban iluminaban su camino, aunque no demasiado bien. Las patas de los caballos y los pies de los seres humanos avanzaban chapoteando y hundiéndose en la masa de barro y roca que había bajo ellos.
—Creo que los zorren nos siguen —gritó Rillibee desde su posición al final del grupo—. Siento su presencia. Este túnel es tan bajo que ni un hippae podría pasar por él…
—Podrían, si se agacharan lo suficiente —dijo el hermano Mainoa—. Como si fueran unos inmensos leones… Tendrían que ir de uno en uno, y muy despacio. Pero no fue hecho para ellos.
A unos metros de la entrada el suelo del túnel empezaba a bajar lentamente, haciendo pendiente. El hilillo de agua que había estado corriendo hacia la entrada del túnel invirtió su curso y empezó a fluir en la dirección que seguían. Los caballos se dejaron caer sobre sus patas traseras al notar que la inclinación del suelo iba aumentando, y lanzaron leves relinchos de protesta. Una llamada cantarina les dijo que debían seguir adelante. El suelo dejó de bajar, y cada vez había más agua. Se adentraron en la oscuridad, con el agua cayendo sobre ellos, chapoteando ruidosamente, y las tinieblas del techo parecieron envolverles.
Marjorie paseó el haz de su linterna por las paredes del túnel y descubrió una gran cantidad de agujeritos allí donde las paredes se encontraban con el agua.
—¿Qué son? —preguntó.
—Supongo que deben de ser orificios para el drenaje —replicó el padre James—. Toda esta agua tiene que ir a alguna parte.
—¿Adónde? ¡No puede correr colina arriba!
—Bueno, la verdad es que estamos dentro de una colina —dijo el hermano Mainoa, tosiendo—. Toda la Comunidad, incluyendo el bosque pantanoso, se encuentra en una meseta de rocas situada un poco más arriba que las praderas circundantes. Es como un cuenco puesto encima de una mesa… Si abres agujeros en el cuenco, el agua se irá por ellos.
—¿Cree que los migerers hicieron todo esto? —preguntó Marjorie.
El hermano Mainoa sufrió otro ataque de tos, todavía más violento.
—Sí, creo que sí. Creo que los hippae les ordenaron que lo hicieran.
—¿A través de la roca?
—En parte. Esto parece un estrato bastante blando. Los migerers pueden cavar a través de la roca blanda. He visto cómo lo hacían.
—¿Cuánto falta? —preguntó Marjorie.
—Hay algo delante —respondió el hermano Mainoa, pasados unos instantes.
Lo que tenían delante era una especie de cámara adyacente al túnel, un recinto de paredes estancas cuyo suelo estaba cubierto de hierba seca. Marjorie usó su luz para examinar el recinto. En el suelo había jirones de tela, dos botas izquierdas y una maltrecha chaqueta de las que se usaban durante la Cacería.
—Janetta estuvo aquí —dijo Marjorie.
—Y alguien más también —suspiró el hermano Mainoa, señalando las botas—. Dos pies izquierdos… Janetta y Dimity bon Damfels, quizá.
El túnel se llenó de sonidos: trinos, gruñidos y preguntas.
—Quiere que sigamos adelante —dijo el hermano Mainoa—. Hay peligro detrás nuestro.
Reanudaron su chapoteante avance, y el miedo hizo que todos se movieran más deprisa. Marjorie contempló el cuello de «Don Quijote», pensando que el caballo quizás entendiera a los zorren mucho mejor que ella. «Don Quijote» se movía con rapidez y tenía las orejas erguidas, como si alguien estuviera llamándole. Todos los caballos hacían igual.
Algo aulló en la lejanía. Los ecos pasaron junto a ellos —ee-yah, ee-yah, ee-yah—, rebotando en las paredes y desvaneciéndose finalmente en el silencio.
—Deprisa —dijo algo en el interior de sus mentes. La palabra terrestre palpitaba con letras mayúsculas negras sobre un fondo naranja, subrayada y con signos de admiración—. ¡DEPRISA!
—¿Qué…? —jadeó Marjorie—. ¿Qué ha sido eso?
—Lo hace a veces —replicó Mainoa—. Las palabras escritas no le interesan demasiado, pero a veces coge una de mi mente y la emite.
Otra imagen: el grupo, galopando. Apenas se había esfumado, y ya habían pegado el cuerpo a las grupas de sus caballos mientras éstos trotaban rápidamente a través del agua, avanzando ciegamente por la oscuridad como si se movieran impulsados por un sistema de guía que sólo sus monturas conocían. Los prisioneros, que habían sido apresuradamente colocados sobre la grupa de «Irlandesa», gruñían y se quejaban.
—Si no cerráis la boca, os dejaremos aquí como alimento para los hippae —dijo Rillibee. Los dos trepadores se callaron.
Vieron una suave claridad rosada delante de ellos, a cierta altura. El suelo iba subiendo de nivel. Los caballos tenían que usar sus patas traseras para impulsarse. La silueta de un zorren se recortó contra la luz y desapareció. Un instante después, el grupo emergió nuevamente al mundo. El túnel terminaba en una islita rodeada de charcos y lagunas. Ante ellos ya no había más árboles, y el suelo subía hacia un crepúsculo rojizo. Siluetas que parecían ilusiones les aguardaban ante la boca del túnel, pero en seguida desaparecieron entre los árboles.
—Adelante. —Una palabra en rojo sobre blanco, inconfundiblemente imperativa—. ¡Adelante!
Siguieron avanzando. Los caballos medio caminaron y medio nadaron hasta llegar al final del bosque y empezaron a subir por la larga cuesta. Los jinetes miraron hacia atrás, esperando ver cómo el horror hacía erupción a sus espaldas. Nada, ni un sonido. Quizá los zorren hubieran conseguido hacerles ganar algo de tiempo.
—Me llevaré a estos dos al puesto de guardia —dijo Rillibee, tirando de la cuerda que ataba a los cautivos. Señaló hacia la cumbre de la colina—. Eso que hay junto al Hotel del Puerto es el hospital. Su esposo y Stella están allí.
Marjorie hizo que «Don Quijote» se lanzara a trepar por la cuesta, y ya se hallaba a medio camino de la cumbre cuando comprendió que iba hacia el sitio donde estaba Rigo. Rigo… Repitió ese nombre en su mente. Nada, ninguna vibración, ningún eco. Era alguien a quien conocía, y nada más. Normalmente, el pensar en él traía consigo un torrente de emociones: culpa, ansiedad y frustración. Ahora sólo experimentaba curiosidad, y quizás un poco de pena, preguntándose qué sentiría al verle después de cuanto había sucedido.
El Hotel del Puerto estaba atestado: grupos anónimos iban de acá para allá, y rostros anónimos se volvieron con curiosidad hacia Marjorie y los demás. Alguien gritó. Alguien alzó el brazo para señalarles. Un instante después, Sebastian Mecánico emergió de la masa y vino corriendo hacia ellos.
—Lady Marjorie —gritó—. Su hijo está aquí, y su hija, y su esposo…
Marjorie desmontó lentamente, intentando quitarse el barro de la cara.
—Rillibee me lo ha contado —dijo—. Necesito verles. Necesito un sitio para lavarme. —Persun Pollut se materializó junto a ella y empezó a llevársela, mientras Sebastian y Asmir se alejaban en dirección opuesta con los caballos.
—Lady Westriding, me alegra mucho que esté aquí. —Sus ojos revelaban claramente lo que sentía su corazón, pero Marjorie no se dio cuenta—. Llevarán los caballos al establo. ¿En qué puedo ayudarla?
—¿Sabe dónde está Rigo?
—Ahí. —Señaló hacia una puerta por la que se veía a un numeroso grupo de personas que daban la impresión de estar hablando todas a la vez—. La doctora le dio permiso para levantarse hace unas horas. Están hablando de la plaga y de si los hippae conseguirán llegar hasta aquí y devorarnos a todos.
—¡La plaga! —Distinguió la esbelta silueta de Rigo en el centro del grupo. Estaba sentado en una silla, pálido y con cara de cansancio, pero parecía cuerdo. ¡Aun así, estar hablando de la plaga…!
—Todo el mundo lo sabe, señora. Su esposo está intentando poner algo de orden en…
—¿Y Stella? —preguntó Marjorie.
—Por ahí. —Persun señaló un pasillo.
—Iré con usted —dijo Rillibee, mientras el hermano Mainoa iba a reunirse con el grupo de gente que discutía, apoyándose en el brazo del padre James.
Persun guió a Marjorie y Rillibee por las entrañas del edificio, haciéndoles cruzar una puertecita lateral y llevándoles por un pasillo hasta una habitación que estaba casi totalmente ocupada por una gran caja que no paraba de zumbar: un Curalotodo.
—Ahí la tiene —dijo Persun.
Marjorie se inclinó sobre la tapa transparente y vio a Stella: una serie de cables y tubos la unían a la caja.
—¿Es usted su madre? —La doctora estaba a su espalda.
Marjorie se dio la vuelta.
—Sí. ¿Está…? Quiero decir… ¿Qué…?
La doctora le indicó una silla.
—Soy la doctora Lees Bergrem. Aún no estoy totalmente segura de cuál es el diagnóstico. Sólo estuvo allí poco más de un día. No hay…, bueno, no hay ningún daño físico permanente.
—¿Hicieron algo en…, en su cuerpo?
—Sí, hicieron algo en los centros de placer del cerebro y en el sistema nervioso, especialmente en las conexiones sexuales. Aún no estoy demasiado segura de qué es, pero parece un tipo de manipulación especialmente perverso. Da la impresión de que obtiene placer sexual obedeciendo órdenes. Creo que podré arreglar eso.
Marjorie no dijo nada. Esperó en silencio.
—Puede que no recuerde nada. Quizá no vuelva a ser tal y como era antes. Puede que sea más parecida a como era de niña… —La doctora agitó la cabeza—. Ha oído hablar de Janetta bon Maukerden, ¿no? ¿Y de la otra chica que encontraron? Diamante bon Damfels… Es como si les hubieran dejado la mente en blanco, con la excepción de ese único circuito. —Volvió a agitar la cabeza—. Su hija ha sido más afortunada. Aún no la habían desconectado. Aunque pierda algo, tendrá tiempo para recuperarse y volver a aprender.
Marjorie no despegó los labios. ¿Qué podía decir? Notó la mano de Rillibee sobre su hombro.
—Se pondrá bien —le dijo—. Lo presiento.
Marjorie se preguntó si debería llorar. Pero sólo sentía ira. Ira hacia Rigo, e incluso hacia la misma Stella. La estupidez de Rigo y Stella había sido la causante de todo esto. Y la de los bons… Los hippae no tenían nada que ver, por muy malévolos que fuesen. La estupidez de los seres humanos había hecho que Stella acabara dentro de esa caja.
Compasión, dijo una voz suave dentro de su mente. Justicia. Yo no perdería el tiempo con la culpa.
La doctora interrumpió el curso de sus pensamientos.
—Usted también tiene mala cara. Ese hematoma de su cabeza es tan grande como un huevo. Mire hacia aquí. —Y empezó a encender y apagar luces ante sus ojos, conectándola a toda una serie de máquinas—. Una contusión —dijo por fin—. Aprovecharemos que está aquí para remendarla un poco antes de que intente hacer algo para poner orden en todo este jaleo. Mandaré a alguien para que la ayude a limpiarse. ¿Tiene ropa limpia?
Los asistentes empezaron a ir y venir con palanganas de agua y toallas. Alguien le prestó una camisa. Marjorie acabó quedando instalada junto a la caja donde estaba Stella: otra serie de tubos y cables la unían a su propia caja. La visión que había tenido en el bosque pantanoso empezaba a desvanecerse. La recordaba, pero su recuerdo ya no poseía la claridad de aquello que uno acaba de ver. Las palabras se iban desvaneciendo. Lo que Dios le había dicho se estaba esfumando. La doctora entró en la habitación, se sentó a su lado y empezó a hablarle, contándole que había estudiado medicina en Semling y que luego amplió sus estudios en Arrepentimiento, explicándole cosas de los jóvenes de la Comunidad que habían recibido entrenamiento científico y estaban trabajando en un rompecabezas que también interesaba a la misma Lees Bergrem.
—Lo sé —dijo Marjorie—. Pedí copias de sus libros.
La doctora se ruborizó.
—Bueno, la verdad es que no los escribí pensando en el público no especializado.
—Ya me di cuenta. Pero, aun así, logré entender algunas partes.
La doctora le hizo preguntas sobre el bosque pantanoso y los zorren, y Marjorie las respondió, callándose su visión pero hablándole de los atacantes, revelándole cosas de las que ni ella misma era consciente…
—Oh, antes les habría perdonado —admitió—. Oh, sí. Les habría dejado marchar. No me habría atrevido a hacer otra cosa. Habría tenido miedo de que Dios o la sociedad me juzgaran con demasiado rigor. Habría dicho que el dolor en esta vida es algo que carece de importancia. Unos cuantos asesinatos y violaciones más. Cuando estemos en el cielo, todo eso quedará olvidado. Eso es lo que siempre hemos dicho, ¿verdad, doctora? Pero Dios no dijo nada de eso. Lo único que dijo fue que debíamos seguir adelante con nuestro trabajo…
La doctora la miró, sorprendida, observando atentamente sus pupilas.
Marjorie asintió.
—Siempre están repitiéndonos lo que Dios ha dicho en los libros. Toda mi vida he llevado la palabra de Dios en mi bolsillo, y lo que Él escribió allí no se parece en nada a…
—Shhh —dijo la doctora Bergrem, dándole unas palmaditas en el brazo. Marjorie acabó relajándose y se calló. La doctora se marchó pasado un tiempo y no hubo nada que escuchar, nada salvo su propia respiración y el zumbido de las máquinas. Empezó a pensar en el libro de la doctora Bergrem. Pensó en la inteligencia. Pensó en Stella. Recordaba vagamente el rostro de Dios y, como si fuera algo leído hacía mucho tiempo en un cuento de hadas, también recordaba el aspecto que tenía el padre Sandoval con sus alas de libélula.
El hermano Mainoa seguía firme, pese a su cansancio, y apelaba a sus últimas reservas de energía para insistir en que debían actuar de inmediato. Estaba en la misma habitación que Rigo, rodeado de gente.
—Hay que bloquear el túnel —dijo—, y en seguida… Los hippae pueden utilizarlo para invadir la Comunidad. Les oímos detrás nuestro cuando venían: no eran muchos, porque el túnel es demasiado pequeño para que puedan pasar más de uno a la vez, pero, aun así, unos pocos bastarían para causar grandes daños.
—Algunos de ellos ya han pasado —dijo Alverd Bee, el alcalde—. En cuanto llegó y nos dijo que había un camino para atravesar el bosque, mandé dos hombres para que vigilaran la salida del túnel, y nos han informado de que hay un puñado de bestias junto a ella.
—Una docena ahora puede ser un centenar en cuanto anochezca —dijo Rigo—. El hermano Mainoa tiene razón. Ese túnel debe ser destruido.
—Ojalá tuviera alguna idea de cómo conseguirlo —dijo el alcalde; se volvió hacia su suegro—. Roald, ¿tienes alguna idea al respecto?
Roald se agitó, inquieto.
—Alverd, ¿qué opciones tienes? Volarlo con algo. Inundarlo, aunque no sé cómo. Cerrar la salida con alguna especie de puerta. —Se frotó la cabeza—. Hime Pollut entiende de estas cosas. Habla con él.
Alverd fue a buscar a Hime Pollut, y volvió unos minutos más tarde.
—Hime cree que deberíamos volarlo, pero no está seguro de si tenemos algo capaz de producir tal detonación.
—¿No tienen explosivos para la construcción, algo como lo que utilizan para hacer pedazos la roca cuando necesitan ampliar sus residencias de invierno? —preguntó Rigo—. O lo que usen en las minas… Ustedes tienen minas. ¡Usen esos explosivos!
—Ya hemos pensado en eso, Embajador, pero la salida del túnel está protegida por unos cuantos hippae. No podremos acercarnos lo bastante para hacerlo volar sin conseguir que nos ataquen antes. —Alverd se mordió los labios, pensando a toda velocidad.
—El otro extremo del túnel…
—El problema es el mismo, Embajador. Tan pronto como me enteré de que algunos hippae ya habían pasado, mandé un aerocoche para ver qué estaba pasando en el otro extremo. El conductor contó a unas cien bestias escondidas entre la hierba, con más o menos una docena vigilando la entrada. Debemos suponer que seguirán allí, lo que nos impide volar la entrada.
—¿Y si dejan caer algo desde el aire?
—¿El qué? Tenemos unos cuantos explosivos, pero no disponemos de bombas. No tenemos…, ¿cómo les llaman ustedes? No tenemos detonadores. Aquí hay gente que podría construir bombas si tuviéramos los materiales para ello, y supongo que también podrían obtener esos materiales si tuviéramos el tiempo necesario; pero usted y su amigo nos dicen que quizá no dispongamos del tiempo suficiente. Si pudiéramos adentrarnos en el bosque, si pudiéramos localizar el túnel desde arriba y si tuviéramos días o semanas para trabajar, podríamos hacer unos cuantos agujeros e inundarlo. No tenemos días o semanas. Tenemos horas…, quizá. Los hippae ya han hecho sus planes. Su esposa descubrió su declaración de guerra dibujada en el suelo de esa caverna. La hemos visto. El hermano Mainoa nos ha explicado lo que significa. Esa palabra dice que han planeado venir hasta aquí y matarnos a todos, igual que mataron a los arbai. Para los hippae, todo eso es una especie de juego muy divertido…
—¿Dónde desemboca el túnel a la superficie? —preguntó Rigo.
—En una islita rodeada de árboles al final de esta pendiente, en el lado este del puerto —dijo el hermano Mainoa—. Allí el bosque es menos frondoso: debe de tener sólo unos cuatro o cinco kilómetros terrestres de anchura. En todos los otros puntos es bastante más ancho, pero aquí el terreno hace pendiente a cada lado del pantano y lo va estrechando hasta convertirlo en un pequeño curso de agua fangosa. Allí es donde los malditos migerers hicieron su túnel. Supongo que se habrán pasado años enteros excavando… El túnel tiene que ser lo bastante profundo como para que haya una buena capa de roca por encima, o de lo contrario se llenaría de agua. ¡Quién sabe cuánto tiempo han necesitado para terminarlo!
—¿Y no pueden llegar hasta la entrada del túnel? ¿No hay forma humana de llegar hasta allí? —preguntó Rigo, volviéndose hacia Alverd Bee.
—Sí, podríamos hacerlo…, si los hippae no estuvieran allí. Pero con ellos allí dispuestos a caer sobre nosotros…, es imposible. —Alverd se pasó los dedos por el cabello, tensó los labios hasta revelar sus dientes y frunció el ceño—. No tenemos ningún tipo de vehículo de combate, no disponemos de corazas lo bastante gruesas. Los pequeños vehículos que usamos para la ciudad son como vainas de guisantes. Podríamos utilizar los aerocoches para obligarles a meterse en el túnel, pero volverían a salir en cuanto alguien intentara colocar explosivos.
—Si lográramos alejarles de allí, podrían acercarse lo suficiente para volar la entrada y bloquear el túnel.
—Alejarles…, ¿cómo? —Alverd se volvió hacia Rigo y le lanzó una mirada donde se mezclaban la esperanza y la suspicacia.
—Aún no lo sé. En ese caso, ¿podrían volar el túnel?
—Quizá. Probablemente.
—Pues entonces vayan preparándose para la voladura.
—Dios… Parece un plan desesperado. —Alverd meneó la cabeza.
Rigo le miró fijamente.
—Alcalde Bee, los habitantes de Hierba pueden acabar convirtiéndose en los últimos seres humanos vivos de todo el universo. Bien, suponga que ya lo somos… ¿Cómo prefiere morir? ¿Esperando o luchando?
Alverd volvió a enseñar los dientes y se fue. Rigo se volvió hacia Roald Few.
—Si logramos alejar a los hippae, quizá haya algunos que acaben dando un rodeo. ¿Puede hacer que todo el mundo vaya a las residencias de invierno y que protejan las entradas con barricadas? ¿Puede armar a la gente? Si no tiene nada mejor, deles cuchillos láser como el que me entregó Persun.
—Sí, podemos armarles. Pero creo que tenemos una línea defensiva que utilizar antes de que nos veamos obligados a refugiarnos en las residencias de invierno, Embajador. Tenemos la barrera de Gom. Creo que antes deberíamos armarla y protegerla con gente valiente.
—Sí, eso podría funcionar. Haga que todo el mundo se refugie detrás de ese perímetro. Evacué el Distrito Comercial y Camino del Puerto. Que todo el mundo vaya a las residencias de invierno, salvo los que puedan luchar. Asegúrese de que las naves del puerto tengan bien cerradas las compuertas. Si salimos con vida de esto, puede que acabemos necesitándolas… ¿Dónde está su central de energía?
—Debajo de la ciudad, en las residencias de invierno. Si quieren llegar hasta ella, antes tendrán que acabar con nosotros.
Y es muy probable que lo consigan, pensó Rigo. Sí, es muy probable que lo consigan. Después de unos segundos de silencio, Roald se marchó, dejándole a solas con sus pensamientos, que sólo sabían girar en torno a la muerte y la destrucción. Hablar de planes para alejar a los hippae del túnel era fácil, pero pensar en una forma de conseguirlo resultaba bastante más complicado. Rigo fue hacia la ventana y se apoyó en ella, sin ver el confuso ir y venir del exterior, sin ver nada salvo sus malditas imágenes internas.
—¿Embajador?
—Sí, Sebastian…
—Un Hermano Verde quiere verle. Es el gran pez gordo en persona, el jefe de toda esa pandilla.
—¿Cómo se llama?
—Jhamlees Zoe. Dice que tiene que hablar con usted.
—Bueno, puedo concederle un total de tres minutos.
—Le dije que estaba muy ocupado. Y también le expliqué el porqué. Arriba hay una habitación vacía. Le llevaré allí.
El reverendo hermano no perdió el tiempo en rodeos.
—Embajador, necesito que me diga todo lo que sabe sobre la plaga. —Aunque la habitación estaba muy fría, el sudor brotaba continuamente de las raíces de su cabello y le caía por detrás de las orejas.
—Ah, ¿sí? —dijo Rigo—. ¿Basándose en qué autoridad? —Contempló el extraño rostro que tenía delante.
—La de Santidad. Ellos le enviaron. Me dijeron que me mantuviera en contacto con usted.
—Ésa no es la información que me dieron. Se me dijo que ningún habitante de Hierba debía saber nada sobre la misión que me ha traído aquí. —Rigo vio cómo una gota de sudor resbalaba por la minúscula nariz de aquel hombre y quedaba suspendida de la punta.
—He recibido un mensaje del nuevo Jerarca, Cory Strange. Llegó en la misma nave que le trajo a usted.
Rigo le dirigió una sonrisa carente de la más mínima alegría.
—Así que tenemos un nuevo Jerarca… Ojalá hubiera ocupado el cargo algo más pronto, hermano Zoe. De haberlo hecho, yo no estaría metido en este lío. ¡Bueno, su autoridad me importa un comino! Tanto me da si la tiene como si no, eso carece de importancia. Podría negarme a decírselo, pero para averiguarlo le bastarían diez minutos de charla con cualquier persona de este hotel. En Hierba no hay casos de plaga. Lo cual quiere decir, al menos por implicación, que hay una forma de curar la plaga pero no sabemos cuál es ni dónde encontrarla. No sabemos si los enfermos que vienen aquí se curan y, de ser así, tampoco sabemos si la curación es permanente o sólo temporal. Es probable que la respuesta esté aquí, en Hierba. Eso es cuanto sabemos.
El reverendo hermano sacó un pañuelo del bolsillo de su túnica y se secó el rostro con él.
—Yo…, yo… Bueno, aprecio el que me haya dado esta información, Embajador. —Se dio la vuelta y salió de la habitación casi corriendo.
Rigo hizo gesto de seguirle, pero se detuvo al ver una hoja de papel doblada en el suelo. Se había caído del bolsillo del hermano cuando sacó el pañuelo. Rigo la cogió y la desdobló para ver si su contenido era lo bastante importante como para avisar al hermano.
«Mi querido y viejo amigo Nods», empezaba el papel, con una caligrafía menuda y precisa tan clara y legible como la letra impresa.
Rigo leyó toda la carta con una creciente incredulidad, y en cuanto hubo terminado volvió a leerla. «Hay casos de plaga aquí, como los hay por todas partes… No deseamos que la información sobre la cura se extienda demasiado… Barrer a los paganos para dejar vacíos mundos que sólo Santidad pueda habitar…».
—Rigo…
Se dio la vuelta y vio a su esposa.
—¡Marjorie! Dijeron que estabas con Stella. —Tenía el rostro muy pálido y parecía exhausta.
—Pasé por su habitación. En realidad, no he podido verla… Está metida dentro de un inmenso Curalotodo. Rillibee se ha quedado con ella.
—¿Qué tal está?
—La doctora dice tener esperanzas de que se recupere, aunque nunca llegó a decirme que esperase una recuperación total. Supongo que algunas partes de su ser han quedado destruidas. —Marjorie se frotó los ojos.
Rigo mantuvo la distancia que le separaba de ella, dándose cuenta de que aún no le había hecho ningún reproche y, aun así, teniendo la sensación de que acababa de hacérselo. No quería hablar de su hija…, todavía no. La hoja de papel crujió entre sus dedos, recordándole lo que había leído unos segundos antes.
—Tienes que echarle una mirada a esto. El jefe de la Abadía vino a verme para hacerme algunas preguntas sobre la plaga. Se le cayó del bolsillo. —Le ofreció la carta.
Marjorie la leyó, volvió a leerla, y acabó alzando su pálido rostro hacia Rigo.
—Entonces, ¿Santidad no piensa revelar la existencia de una cura ni aun suponiendo que la encontremos?
—Ya has leído lo que pone ahí, ¿no? El hombre que firma esta carta es el nuevo Jerarca. ¡Puede que el tío Carlos fuera un apóstata, pero jamás habría sido capaz de hacer algo semejante!
—¿Qué vamos a hacer?
—De momento, lo único que he hecho es arrepentirme de haber hablado con él. ¡No sé qué hacer!
Marjorie le acarició el hombro.
—Cada cosa a su tiempo, Rigo… No podemos obrar de otra forma.
—Muy bien. Cada cosa a su tiempo. Los hippae del túnel son la amenaza más inmediata. Probablemente acabaremos teniendo que matar a todos esos malditos hippae…
—¡No! —Ella dobló la carta y la guardó cuidadosamente en un bolsillo de su chaqueta, cerrando la solapilla que lo protegía—. ¡No, no podemos matarlos a todos! Ni tan siquiera a la mayoría… Se convierten en otras criaturas, unas criaturas muy importantes. Los zorren. Rigo…, son una raza inteligente. Hasta los mismos hippae son inteligentes, a su manera.
—Pues tendremos que matar a unos cuantos —protestó él, pensando que Marjorie parecía haber cambiado mucho—. No sé en qué se convierten, pero no importa: si no les matamos, ellos acabarán con nosotros. Tenemos que impedir que lleguen a la Comunidad, o todos sus habitantes morirán igual que los arbai.
—Matar a unos cuantos… Sí —dijo ella—. Será necesario. Pero tenéis que matar al menor número posible. Precisamente he venido a hablarte de eso. Me contaron lo que dijiste sobre alejarles de la entrada del túnel. Tenemos que usar los caballos.
Al principio, Rigo sintió deseos de echarse a reír. Cuando hubo oído lo que Marjorie quería decirle, le entraron ganas de llorar. Empezó a protestar, pero Marjorie le miró en silencio, dando muestras de una firmeza y una decisión nada propias de ella. Rigo no tenía ninguna idea mejor y, tras haber pasado de la burla a la desesperación, salió tambaleándose del Hotel del Puerto para hacer los preparativos: Marjorie le había hecho ver que no tenían otra solución. Los aerocoches no podían llegar hasta el extremo del túnel. En cuanto percibieran cualquier amenaza desde lo alto, los hippae se limitarían a esconderse en el pantano, el túnel o en los dos sitios a la vez, igual que habían huido del aerocoche cuando Rigo fue herido. Si querían destruir el túnel, habría que engañar a los hippae para que se alejaran de él. Los hippae odiaban a los caballos. Utilizarían los caballos.
—Al menos… —se dijo, intentando reír—. ¡Al menos jamás tendré que volver a ponerme esas malditas botas de bon ni esos horribles pantalones bombachos!
Se reunieron poco después del amanecer en el enorme granero donde estaban los caballos. Apenas si se dijeron nada. Todo lo que debía decirse ya había sido dicho, y estaban hartos de palabras. Estaban hartos de palabras y temían el momento de la acción, pero aun así estaban decididos a actuar.
Rigo, pálido pero decidido, ensilló a «Octavo día». Marjorie había escogido a «Don Quijote». Tony optó por «Estrella azul», y Sylvan por «Su Majestad». Aunque les disgustaba dejarla atrás, habían decidido que «Irlandesa» no era lo bastante rápida. Eso sólo dejaba libre a «Millefiori».
—Ojalá tuviéramos a alguien que pudiera montar en ella —dijo Sylvan, contemplando a la yegua.
—Tenemos a ese alguien —dijo Marjorie. Estaba muy tranquila. El padre Sandoval le había sugerido que debía confesarse para obtener su absolución. Marjorie le dijo que no había tiempo. No estaba muy segura de si quería confesarse, y tampoco sabía si alguno de los actos que había cometido necesitaba ser perdonado mediante el sacramento de la confesión. Aun suponiendo que así fuera, tenía la impresión de que no quería —o no podía—, compartir sus secretos con nadie, porque todavía no había logrado comprenderlos—. Tony, tenemos a ese alguien…
—¿Quién es? —preguntó él, sorprendido.
—Yo —dijo una voz desde la puerta. Era Rowena, con su silueta oscurecida por la luz que llegaba del exterior: estaba muy pálida, llevaba su chaqueta de la Cacería y unos pantalones arreglados a toda prisa.
—¡Madre! —jadeó Sylvan.
—Me alegra ver que uno de mis hijos aún es capaz de llamarme madre —dijo ella con frialdad—. Sylvan, ¿has visto a Dimity?
Sylvan inclinó la cabeza y, durante un par de segundos, fue incapaz de contestar.
—Sí, la he visto. Sé en qué estado se encuentra. Pero que tú hagas esto no va a ayudarla en nada —murmuró—. No te encuentras bien, aún no te has recuperado…
—Le prometí a Marjorie mi ayuda si alguna vez llegaba a necesitarla. Ahora la necesita. ¿Y qué otra persona puede hacerlo? Marjorie estuvo conmigo hace unas horas y me enseñó a montar. Es muy sencillo. Comparado con lo que hice durante toda mi juventud y casi toda mi vida de Obermum, incluso después de que tú nacieras, Sylvan…, oh, montar a caballo no es nada. Creo tener experiencia más que suficiente para salir bien librada de esto. Sylvan, ¿has visto a Emmy? Se encuentra casi tan mal como Dimity, aunque los doctores dicen que con el tiempo acabará curándose.
—Fue obra de papá —dijo él, con el rostro vacío de toda expresión.
—No culpo a Stavenger —dijo ella—. ¿Por qué culpar a un muerto? Culpo a los hippae. Culpo a quien es responsable y a quien siempre lo ha sido. Los hippae…
—Tanto los bons como los zorren también tienen su parte de culpa —se apresuró a decir Marjorie—. Los zorren no movieron ni un dedo para impedir todo esto. Prefirieron la comodidad y el apartarse del mundo. Dejaron que los acontecimientos siguieran su curso y, cuando todo empezó a ir mal, decidieron que lo mejor sería dedicarse a las discusiones filosóficas. Cuando los hombres llegaron a Hierba, descubrieron ideas nuevas como el concepto de culpa y el de redención, y empezaron a hablar de ellas. Se enzarzaron en grandes discusiones teológicas. Nos enviaron al hermano Mainoa para averiguar si podían ser perdonados. Hablaron del pecado original y de la culpa colectiva, y aún siguen hablando de todo eso. No han aprendido que a veces el hacer penitencia no sirve de nada. —Tiró de una cincha con tal furia que «Don Quijote» dejó escapar un bufido de queja.
—Madre —dijo Tony—. No…
—Maldita sea, Tony, habrían podido ayudarnos. Son unas bestias inmensas y muy poderosas: la evolución les dio esa forma para que pudieran protegerse de algo todavía más terrible que ellos, algo que se extinguió hace mucho tiempo. Pero ahora ya no hacen nada. Piensan, discuten, y nunca toman decisiones.
—Creía que el ayudaros fue una decisión —dijo Rigo. Marjorie le había contado lo sucedido con los trepadores.
—Ahhh —gruñó ella—. Uno de ellos me ayudó. Uno solo. Creo que ni tan siquiera él podría servirnos de mucho contra una docena de hippae, al menos no sin la ayuda de los demás, y los demás están sentaditos en la copa de los árboles, meditando, preguntándose que podrían hacer si es que alguna vez toman la decisión de hacer algo… Cuando decidí no matar a esos dos trepadores cometí un error. Les di un buen ejemplo, y ellos siempre están dispuestos a seguir un buen ejemplo, si eso significa que no deberán hacer nada y que les bastará con aceptar las responsabilidades posteriores.
Volvió a comprobar su lanza: estaba hecha con un delgado cilindro de una aleación metálica muy ligera y resistente en el que habían instalado un gatillo que activaría un gran cuchillo láser como los que había entregado a sus mozos de establo para que cortaran los tallos de hierba. El cuchillo estaba sujeto a un extremo de la lanza, y al otro extremo había un contrapeso que servía para equilibrar el arma. Los obreros de Roald se habían encargado de construir las lanzas, así como los protectores que llevarían, una especie de peto muy ligero con un gancho bajo el brazo izquierdo para permitirles mantener el extremo de la lanza hacia abajo. Los pechos y flancos de los caballos iban protegidos con una coraza similar hecha de placas metálicas cosidas a una tela muy resistente que ayudaba a reducir el peso total. Rigo tuvo la idea de aquellas corazas al pensar en las armaduras que había visto en grabados e imágenes, armaduras que databan de épocas en que las lanzas eran monstruosamente pesadas y tenían que ser sostenidas a pura fuerza de brazos, intentando que no oscilaran ni se doblasen.
Sus lanzas podían ser colocadas en cualquier posición. De hecho, el que oscilaran y se movieran las volvería todavía más letales, y si se movían mucho causarían el máximo daño a la mayor distancia posible. Aun así, el gancho les ayudaría a controlarlas y a impedir que las puntas quedaran atascadas en el suelo…, al menos durante una carga. Marjorie no había tenido intención de realizar una auténtica carga de caballería. Les sugirió que lo mejor sería una incursión rápida para conseguir que los hippae les persiguieran, alejándolos de la boca del túnel, y una larga huida al galope que mantendría a los hippae distraídos durante el tiempo suficiente para que los hombres de Alverd volaran el túnel. Rigo ya había visto lo que los cuchillos láser podían hacerle a la carne de los hippae, y sugirió que podían mejorar sus posibilidades yendo armados. Ésa era la razón de que cada uno llevara una lanza y un cuchillo en el bolsillo. Armados o no, después de haber llevado a cabo una carga, lo más probable era que tanto caballos como jinetes tuvieran que huir para salvar sus vidas. Si es que lograban sobrevivir hasta entonces…
No habían tenido mucho tiempo para practicar con las lanzas.
—Recordad que los caballos siempre son más veloces en terreno liso —les dijo Rigo—. Los hippae serán más rápidos yendo cuesta arriba. Su constitución es más parecida a la de unos grandes felinos que a la de los caballos. Sus patas pueden darles más impulso yendo hacia arriba que no en línea recta. Iremos por terreno llano, siguiendo la colina y subiendo lo menos posible. Si podemos llegar hasta la puerta de la estación de control, la abrirán para dejarnos pasar.
Llegar a la puerta parecía un objetivo imposible cuando salieron del granero y cruzaron la zona pavimentada que lo separaba del Hotel del Puerto, contorneando el hotel vacío y el hospital hasta llegar a la pendiente que llevaba al pantano. Todos la estudiaron, examinando la ruta que seguirían cuando los hippae empezaran a perseguirles. Si iban hacia el norte, no tardarían en verse atrapados contra el impenetrable risco de Gom. Además, allí era donde estaban los hombres de Alverd, aguardando el momento de ir hacia el túnel tan pronto como los hippae fueran atraídos por el cebo. Irían hacia el sur, donde podrían correr kilómetros y kilómetros en un gran arco hasta llegar a los pastizales que había al sur de Camino del Puerto y seguir por allí hasta llegar a la Montaña y la puerta. El terreno por el que correrían siempre era igual: una suave pendiente sin cultivar cubierta de hierba y rastrojos, punteada por las rocas y los peligrosos agujeros dejados por las pequeñas criaturas emparentadas con los migerers, agujeros en los que un caballo podía romperse una pata. El sol les daba en los ojos. El pantano se extendía al final de la pendiente, cubierto de sombras, más allá de la primera hilera de árboles. Los hippae estaban escondidos. De vez en cuando el estrépito de sus aullidos llegaba hasta lo alto de la colina. Nadie sabía qué estaban esperando.
—¿Listos? —preguntó Rigo.
Silencio. Miró primero a un lado y luego al otro, y vio cómo todos asentían con la cabeza: no querían romper el silencio con palabras. Rigo tensó las rodillas, y «Octavo día» empezó a bajar lentamente por la cuesta.