En la Abadía, el aerocoche ya estaba listo y se estaban haciendo los últimos preparativos (asesinos, preparativos para su uso, pensó el reverendo hermano Fuasoi, sonriendo ante su propio chiste privado), mientras Fuasoi iba y venía por su despacho, pensando en mil posibilidades distintas, mil maneras de que los planes hechos por los Mohosos ya pudieran haber sido obstaculizados. O, si no ahora, dentro de poco. Santidad podía haberle descubierto y quizá ya hubiera enviado agentes para capturarle. La Autoridad Sanitaria de Semling podía haberse enterado de su conspiración. Mainoa podía haber hablado con otras personas; el embajador podía estar enterado de todo…
Abrió el cajón de su escritorio por enésima vez, buscando el libro que no estaba allí. El libro de Mainoa… ¿Quién se lo había llevado? Jhamlees, quizá, aquel idiota consagrado a Santidad de los pies a la cabeza… ¿Sería él quien se lo había llevado? En tal caso, Jhamlees ya le habría mandado un mensaje a Santidad. Sí, habría mandado un mensaje y habría recibido una respuesta. ¿Qué clase de respuesta? ¿Un mensaje del Jerarca en persona, diciéndole que abriera la armería secreta y que conquistara el planeta en nombre de Santidad? Sí, seguramente sería un mensaje de ese tipo…
Que él supiera, la Abadía no contaba con ninguna armería secreta, claro está. Todo el mundo lo decía pero, naturalmente, todo el mundo podía equivocarse. Supongamos que los Hermanos Verdes conquistaran el planeta y acabaran con los bons, las monturas y los sabuesos… Bien, ¿qué harían luego con el planeta?
Encontrar una cura, eso es lo que harían. Mainoa parecía pensar que el secreto de la cura estaba aquí. Lo encontrarían. Bastaba con darles un poco de tiempo y…
Fuasoi había dado por sentado que tendría tiempo más que suficiente para esparcir el virus. No se había apresurado. Pero ahora Jhamlees podía caer sobre él de un momento a otro, y se sintió invadido por una terrible sensación de apremio. Sí, los hermanos Flumzee, Niayop, Sushlee, Thissayim y Lillamool tendrían que encontrar a ese maldito Mainoa y matarle…, tendrían que matar a Mainoa, a Lourai y a quien estuviera con ellos. Sí, había que hacerlo. Y en seguida. Pero había otra cosa que también debía hacerse inmediatamente: la distribución del virus. Había que empezar por la Comunidad, ya que allí era donde se difundiría más deprisa. La Comunidad poseía la mayor densidad de población de toda Hierba. Fuasoi había estado perdiendo el tiempo tontamente. Había obrado como un estúpido. El tío Shales no habría estado nada orgulloso de él.
Sacó una pequeña bolsa de viaje de su armario personal, colocó el paquete del virus sobre una muda de ropa limpia y lo tapó con una túnica: Shoethai no necesitaría más equipaje. Salió de su despacho y fue por los pasillos que olían a hierba hasta llegar al patio de gravilla, donde se encontró con el mismísimo Shoethai, que estaba bajando la tapa de un motor.
—¿Está listo? —preguntó el reverendo hermano. Retrocedió un par de pasos y contempló el aerocoche, no muy satisfecho. Era uno de los más grandes: tenía dos cabinas, una delante y otra más pequeña detrás, y cada una poseía su propia portezuela. Uno de los aerocoches más pequeños habría sido igual de adecuado y se habría desplazado con más rapidez. De todas formas, si ya estaba preparado para partir…—. ¿Está listo? —repitió.
Shoethai hizo una mueca, soltó una risita y dijo que lo estaba. Parecía casi alegre, y el reverendo hermano supuso que pensar en la destrucción de Mainoa le complacía. Bueno, era lógico, ¿no? Pensar en la destrucción de alguien, fuera quien fuese, era algo que siempre le resultaba agradable a un Mohoso. Cuantos más muriesen menos quedarían, o eso decían los Mohosos.
—¿Dónde está Flumzee?
Shoethai señaló hacia el callejón del que estaba saliendo Huesos Largos, seguido por cuatro de sus esbirros. Cuando vieron al reverendo hermano se detuvieron, confundidos, y tardaron unos instantes en recordar que debían hacerle una reverencia.
—Voy a ir con vosotros —anunció el reverendo hermano.
Shoethai lanzó un aullido… El aullido apenas si duró una fracción de segundo, pero bastó para hacer que seis pares de ojos se volvieran hacia él. Shoethai se encorvó, inclinando sus deformes hombros hacia el suelo de tal forma que la voz le brotaba de entre las rodillas igual que las burbujas que se forman en el barro caliente.
—Reverendo hermano, no debería correr semejantes riesgos. Tiene que ocuparse de cosas muy importantes…
—Y eso es lo que voy a hacer —replicó Fuasoi con voz firme—. En cuanto Flumzee y los demás hayan logrado encontrar a sus presas, tú y yo nos ocuparemos de esas cosas tan urgentes.
—¡Yo! —chilló Shoethai—. ¡Yo!
—Sí, tú. No hace falta que cojas nada. Te he traído una túnica limpia. Dentro. —Se volvió hacia el hermano Flumzee—. Espero que serás capaz de conducir esta cosa.
Huesos Largos logró disimular el placer que sentía y se puso muy serio.
—Desde luego, reverendo hermano. Soy un excelente conductor.
—¿Sabes adónde hay que ir?
—Shoethai dijo que debíamos ir a un sitio llamado el Bosquecillo de Darenfeld, al nordeste de Klive. Tengo un mapa. Una vez lleguemos allí tenemos que buscar un rastro.
Fuasoi lanzó un gruñido de asentimiento.
—Shoethai y yo ocuparemos la cabina de atrás. —Shoethai parecía estar sufriendo uno de sus espasmos, por lo que Fuasoi le agarró por el hombro y le hizo subir al vehículo, siguiéndole y cerrando la portezuela a su espalda.
Los demás hermanos intercambiaron una rápida serie de ansiosas miradas y se instalaron en la cabina delantera: Huesos Largos tomó asiento ante los controles con la seguridad que da una larga carrera de fantaseos, pues su experiencia práctica como conductor era bastante reducida. Desde su llegada a Hierba apenas si había tomado los mandos de un aerocoche, aunque de joven había conducido mucho. Unos instantes después, el vehículo ya había dejado atrás las torres de la Abadía y se dirigía hacia el sur.
—¿Pueden oírnos desde atrás? —preguntó en voz baja el hermano Niayop, llamado Trepacimas.
Huesos Largos se rió.
—Los motores hacen demasiado ruido, hermano.
—¿No hay ningún altavoz?
Huesos Largos agitó la mano sin decir palabra, señalando hacia la consola. El dial estaba en la posición de APAGADO. Huesos Largos intentaba contener su excitación. Sus esbirros empezaban a perder el control y a emitir ruidos de entusiasmo y placer, pero Huesos Largos pensaba que un líder debía comportarse con más dignidad, al menos hasta que llegara el momento de matar. Entonces podría permitirse los gritos, los vítores y toda la gama de maldiciones y burlas a las que estaba acostumbrado. Nunca habían podido matar a ningún viejo. Y jamás habían matado a nadie directamente, usando las manos. Hacer que alguien cayera de una torre dándole un empujón o una patada…, bueno, eso no era un auténtico asesinato. De hecho, casi parecía un juego. No estaba muy seguro de cómo se las arreglarían para matar a una mujer, aunque sí sabía que tanto él como los demás se lo tomarían con calma y tardarían cierto tiempo en matarla. Según el reverendo hermano Fuasoi, quizás hubiera mujeres. Shoethai le había transmitido esa información a Huesos Largos, y Huesos Largos y sus amigos se habían pasado casi toda la noche hablando de eso.
Huesos Largos empezó a pensar en mujeres y se quedó muy quieto, pues no quería extinguir el cálido palpitar que estaba naciendo en sus ingles y se iba extendiendo por sus piernas y la piel de su vientre. Antes de que le mandaran a Santidad había estado con una mujer. Eso ocurrió cuando tenía quince años, antes de convertirse en acólito… Desde entonces no había vuelto a estar con ninguna, pero se acordaba de todo.
Se llamaba Lisian. Lisian Fentrees… Tenía la piel muy blanca, y su cabellera rizada enmarcaba su rostro como un racimo de hojas doradas. Sus pechos eran muy suaves y estaban coronados por unos pequeños círculos rosados, con unas rajitas en aquellos promontorios que se habían convertido en pezones cuando los chupó.
Pasaban juntos todo el tiempo posible, todo el tiempo que podían robarles a los padres, la escuela o la religión.
Lisian le había dicho que le amaba. Huesos Largos no podía recordar lo que le respondió, pero a veces pensaba que él también debía haberle dicho que la amaba. De lo contrario, ¿por qué repetírselo una y otra vez?
Una mañana despertó al sentir una mano en su hombro: alzó la cabeza, y sus párpados a medio abrir le permitieron ver una silueta aureolada de sol que, por un instante, creyó que debía de ser Lisian. Tenía su misma blancura, sus mismos cabellos dorados, el mismo óvalo del rostro… Pero su olor era distinto. No era Lisian, era su madre.
—Levanta, chico —le dijo—. Vas a hacer un viaje. —En su voz no había ni la más mínima emoción. No derramó ni una sola lágrima, como si nada de todo aquello tuviese ninguna importancia.
Diez años, le dijeron. Pasaría los próximos diez años de su vida sirviendo a Santidad, y nadie le había hablado nunca de ello. No hasta ese día. No querían que nos preocupáramos. No querían que pensáramos en eso. No querían que papá se pusiera nervioso.
Y ni tan siquiera había podido despedirse de Lisian. Lisian, la del suave y cálido ahhhh…
El recuerdo era tan fuerte como la realidad. El palpitar se convirtió en un espasmo incontrolable, y el aerocoche osciló y cayó unos metros mientras los demás aullaban y le gritaban.
—Eeeeeoh, Huesos Largos se ha estado haciendo una paja, fijaos en eso. Ay, Huesos Largos, ay que te mojas, ay… Anda, vuelve a hacerlo, queremos mirar.
Huesos Largos se volvió hacia ellos, enfurecido, esforzándose por no contener las lágrimas, y le dio tal puñetazo a Puente Pequeño que le hizo caer del asiento.
—Callaos. No me estaba haciendo una paja. Estaba…, estaba pensando en eso que dijo el viejo Fuasoi, lo de las mujeres.
Silencio. Huesos Largos decía haber estado con una chica, aunque nunca hablaba de ello. Trepacimas había estado con varias mujeres, o eso decía él. Ninguno de los demás había estado nunca con mujeres. Cuando llegaron a Santidad los dos Puentes todavía eran demasiado jóvenes: les faltaba poco para cumplir los. Once años. Y a Nudos le gustaban los chicos. Bueno, qué infiernos, a todos les gustaban los chicos… Cuando no tienes a mano otra cosa, acabas conformándote con lo que tienes.
—Háblanos de las mujeres —dijo Puente Largo—. Venga, Huesos… Háblanos de tu novia.
—Que Trepa os hable de las suyas —gruñó Huesos Largos, pasándose disimuladamente una mano por la cara para limpiarse las lágrimas—. Estoy muy ocupado. —El Bosquecillo de Darenfeld ya estaba bajo ellos y había encontrado el rastro, aunque no era fácil de seguir. Estaba cruzado por largas sombras que lo volvían invisible, incluso desde arriba. Cuando podía verlo, el rastro serpenteaba por entre montículos de hierba y atravesaba bosquecillos, en dirección oeste. Ante ellos se extendía la oscura línea del bosque pantanoso, alejándose hacia el norte y el sur hasta confundirse con el horizonte. El rastro llevaba hacia allí.
Trepacimas, muy nervioso, estaba describiendo cómo eran las mujeres, dando toda clase de detalles sobre sus orificios, la lubricación y lo que sentías al tocarlas. Huesos Largos intentaba no escucharle. No, no era así. Lo que Trepa estaba diciendo…, no era así. Las mujeres eran distintas, algo que había perdido pero que anhelaba recordar.
El bosque pantanoso ya no quedaba lejos. Huesos Largos apenas si lo veía, pues estaba tratando de recordar lo que había perdido, y su mente luchaba con un torbellino de viejas imágenes y nombres medio olvidados. Algo… ¡Sí, ya casi lo tenía!
El motor emitió un petardeo ahogado. Huesos Largos frunció el ceño, y el pánico le hizo recordar dónde estaba. Sus ojos recorrieron velozmente los diales que tenía delante. El aerocoche había sido revisado justo antes de que partieran. Shoethai, el monstruo, se había ocupado personalmente de ello… Fuasoi le había dicho que lo hiciera.
El motor volvió a petardear y empezó a gemir.
—Agarraos —gritó Huesos Largos—. Tenemos un problema.
Empezó a bajar, sabiendo que iba demasiado deprisa, pero si aquel cacharro dejaba de funcionar quería estar en el suelo, cerca del rastro. El motor tosió, zumbó, siseó y volvió a toser. Bajaron casi treinta metros, y Largo lanzó un aullido de dolor.
—Me he mordido la lengua…
—Como no te agarres bien, pronto te habrás mordido más cosas.
Siguieron cayendo, y el motor volvió a funcionar el tiempo suficiente para que Huesos llevara el vehículo en un largo planeo por entre los tallos de hierba que chocaban contra su fuselaje, un planeo que terminó con todos amontonados contra la puerta, que se abrió de golpe, dejándoles caer sobre los maltrechos tallos.
—Oh, Dios —gimoteó Trepa—. Oh, Dios…
—Cállate —ordenó Huesos Largos—. Puede que los hippae no sepan que estamos aquí: no hace falta que les avises. —Se puso en pie, y se pasó las manos por el cuerpo para asegurarse de que todo estaba en su sitio, sin fracturas y sin heridas que sangraran. Estaba entero, dejando aparte un arañazo en la mandíbula—. Nudos, ¿estás bien? ¿Pequeño? ¿Largo?
—Supongo que estoy bien.
—Me he dado en toda la jodida nariz…
—Creo que me he roto algo.
Huesos Largos empezó a repartir bofetadas.
—No te has roto nada —gritó—. Túmbate y verás como tu nariz deja de sangrar. —Cuando estuvo seguro de que todos seguían más o menos enteros, fue hacia la parte trasera del vehículo y trató de abrir la portezuela de la otra cabina. Estaba atascada, o cerrada desde dentro. Empezó a golpearla con los puños, intentando hacer el ruido suficiente para obtener una respuesta desde el interior, pero no tanto como para atraer a ninguna criatura de la hierba—. ¡Reverendo hermano!
Nada. Ninguna respuesta.
Fue hacia la cabina delantera y cogió las mochilas que habían traído consigo.
—Escucha —dijo Puente Pequeño con cara de temor, mientras contemplaba el sol que ya empezaba a descender por el oeste—. Si vamos a estar aquí después de que oscurezca, deberíamos quedarnos dentro del aerocoche. Si algún hippae nos encuentra, puede que el fuselaje nos proteja.
—Tenemos el bosque pantanoso justo delante —dijo Huesos Largos—. Vamos a ir hacia allí.
—¡El bosque! ¿Estás loco?
—He dicho que vamos a ir hacia allí. Quien quiera quedarse aquí es libre de hacerlo, y si alguien tiene ganas de arreglar el aerocoche puede intentarlo. Yo me voy al bosque. Los hippae nunca entran en el bosque.
—Y la gente tampoco —murmuró Trepacimas—. Y, si lo hacen, acaban muertos. —Pero procuró no decirlo en voz alta.
Huesos Largos no respondió nada. Ya había recorrido la mitad de la distancia que les separaba del rastro que estaban siguiendo cuando el aerocoche dejó de funcionar. Llegó al rastro, giró hacia la derecha y empezó a seguirlo. Quienes lo habían creado rompieron una buena cantidad de tallos, los suficientes para que el caminar no resultara demasiado difícil. No miró hacia atrás, pero unos instantes más tarde oyó ruido de pasos a su espalda y supo que le seguían. Tenía la esperanza de que hubieran cogido sus mochilas; no pensaba volver a por ellas.
Dentro de la cabina de atrás, Shoethai estaba empezando a recobrar el conocimiento. Tanto él como el reverendo hermano habían sido proyectados contra la portezuela o, mejor dicho, contra la barra que la aseguraba. Levantó la cabeza y miró por la ventanilla. El cielo. Y estaba volviéndose oscuro.
—¡Reverendo hermano!
Fuasoi apoyó las manos bajo su cuerpo y logró incorporarse.
—¿Qué ha pasado?
—Nosotros…, nos hemos estrellado.
—¡Pero tú repasaste el aerocoche!
—Nosotros… Yo… ¡No sabía que nosotros iríamos en él!
—¿Esto es cosa tuya?
Shoethai no respondió: se había enroscado sobre sí mismo hasta convertirse en una bola sin rostro. La ironía de la situación no le pasó desapercibida a Fuasoi. Se rió, una seca carcajada que más parecía un ladrido.
—Les odiabas, ¿verdad? —preguntó, sin esperar ninguna respuesta—. Pensaste que podrías matar dos pájaros de un tiro…, ¿o más de dos? —Como réplica sólo obtuvo un lloriqueo—. Salgamos de aquí. ¿Sabes una cosa, Shoethai? Puede que hayas perdido tu oportunidad de estar presente en el nuevo mundo. Creo que el Creador va a enfadarse mucho contigo.
Shoethai dejó escapar un alarido de rabia y se lanzó sobre él. La barra de la puerta se soltó de su engarce y los dos cayeron al suelo. Shoethai seguía gritando.
Fuasoi logró librarse de su atacante y se puso en pie. Shoethai se acurrucó entre la hierba, alternando los sollozos con los chillidos. La bolsa de viaje había caído al suelo con ellos. Fuasoi la abrió y cogió el paquete que contenía. El virus… Bien. Había tenido intención de esparcirlo por la Comunidad, pero quizá debiera acabar confiándolo a los vientos. Tomó su cuchillo y abrió el paquete.
Y se quedó quieto. Un sabueso venía hacia ellos por entre la hierba. Un sabueso inmenso, que parecía sonreírle…
Actuó impulsado por los reflejos. Arrojó el paquete con todas sus fuerzas y trató de meterse en el aerocoche. El paquete reventó, esparciendo el oscuro polvo que contenía sobre la bestia que se lanzaba contra ellos. Shoethai tuvo tiempo de proferir un último aullido.
Huesos Largos y los demás habían llegado a lo alto de un risco cuando oyeron los aullidos a su espalda: sus ojos ya podían contemplar la barricada de árboles que se extendía ante ellos. El sonido que les llegó desde atrás era casi alegre. Los gritos parecían provenir del mismo sitio, como si la fuente de aquel sonido no se moviera. Huesos Largos y los demás no se quedaron quietos, pero apenas empezaron a correr el sonido se fue acercando. Huesos Largos corrió más deprisa de lo que nunca se hubiera creído capaz, sin dejar de oír el jadeo y el eco de las pisadas de Trepacimas y Puente Largo a su espalda. Los otros dos se habían quedado rezagados: tenían las piernas más cortas. Puente Pequeño todavía era un chaval.
—Esperad —chilló Nudos—. Esperadnos…
—¿Esperaros? ¡Y un cuerno! —jadeó Trepacimas, intentando correr más deprisa.
Sus pies martilleaban el suelo, y el aullido sonaba cada vez más cerca. Los que iban delante oyeron un grito, luego otro. El ser que les perseguía, fuera lo que fuese, se había detenido un instante. Huesos Largos y los otros dos no se quedaron a ver de qué se trataba.
Los aullidos no tardaron en reanudarse. El ser se movía muy deprisa, pero lograron cruzar el laguito que circundaba el bosque antes de que les atrapara. Siguieron corriendo hasta llegar a los lagos y estanques más profundos que brillaban con reflejos aceitosos bajo la luz del ocaso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Puente Largo—. ¿Quieres meterte por ese cenagal?
—No —dijo Huesos Largos. Estaba contemplando los troncos recubiertos de lianas que brotaban de las aguas—. No, nada de eso. —Apoyó la mano sobre la liana más próxima y dijo—: ¿Trepará? —Empezó a izarse por ella, usando los pies para impulsarse a lo largo de una enredadera en espiral que rodeaba el tronco, y llegó a la primera rama—. ¿Trepará?
Se tomaron un descanso a medio tronco para mirar hacia el sitio por el que habían venido. La hierba se agitaba ominosamente, pero no había nada que ver. En cuanto a Nudos y Puente Pequeño…, ni rastro de ellos. Esperaron un rato, y Trepacimas dijo:
—Pesos muertos, Huesos… Igual que en las torres. Esto es igual.
Se miraron los unos a los otros y siguieron trepando con la agilidad que da una larga experiencia, avanzando velozmente hacia las alturas.
El Administrador Jhamlees Zoe estaba en sus aposentos privados de la Abadía, hurgando entre sus papeles: buscaba el paquete que su viejo amigo Cory Strange le había mandado desde Santidad. Lo había escondido para mantenerlo a salvo de los fisgones. Después de haber visto el libro de Mainoa, necesitaba releer su carta.
El paquete tenía un sello de seguridad, y Jhamlees tuvo que parar varias veces y tomarse el tiempo necesario para recordar las secuencias adecuadas: un error habría hecho que el paquete le estallara en las manos, llevándose su cara con él. Cuántas estupideces… Bueno, ¿en qué podía entretenerse el Departamento de Seguridad y Doctrina Aceptable de la Tierra, si no era con estos pequeños ejercicios ridículos? Cartas en código, paquetes explosivos…
En cuanto hubo logrado abrirlo, Jhamlees pasó velozmente las páginas, recordándose que se esperaba que informara a su viejo amigo de cualquier descubrimiento hecho en Hierba. Consultó el itinerario adjunto e hizo una mueca de irritación. Por mucho que le gustara la idea de reforzar su antigua amistad con el Jerarca, mandarle un mensaje para informarle sobre el asunto de Mainoa ya no serviría de nada. El Jerarca había emprendido la última etapa de su viaje a Hierba.
Jhamlees dobló la carta y se la metió en el bolsillo. Ya no tenía por qué seguir guardándola. Podía destruirla en cuanto quisiera. El resto del paquete —doce páginas de estupideces santurronas y el falso itinerario público del Jerarca— podía quedarse allí para ser leído por quien tuviera ganas de perder el tiempo con él.
Con aviso o sin él, cuando llegara el Jerarca esperaría que su amigo Nods estuviera enterado de todo lo que pasaba en Hierba. Lo escrito por Mainoa daba a entender que los habitantes de Colina del Ópalo sabían algo, o que el mismo Mainoa sabía algo… Pregunta: ¿había alguna cura? ¡Eso era lo que el Jerarca querría saber! El hermano Mainoa había desaparecido, por lo que no se le podía interrogar hasta que se le encontrara, si es que se le encontraba. Eso sólo dejaba a otra persona que quizá conociera la respuesta a tal pregunta: Roderigo Yrarier. ¡Alguien que ni tan siquiera pertenecía a los Santificados! Un hereje, un Viejo Católico, ¡un ser tan despreciable como los paganos!
El reverendo hermano Jhamlees llamó a Yavi Foosh.
—Descubre dónde está el Embajador Roderigo Yrarier. Haz los arreglos necesarios para que pueda visitarle.
Yavi se agitó nerviosamente, con los ojos clavados en el suelo.
—¿Y bien?
—Bueno, reverendo hermano, me temo que quizás esté muerto.
—¡Muerto!
—Parece que hubo jaleo en la hacienda de los bon Laupmon. Hippae, jinetes…, de todo. Hubo muchos muertos, incluidos unos cuantos hippae, y el embajador estuvo metido en plena refriega. He oído decir que sus sirvientes le llevaron al hospital, pero quizás esté muerto.
—Muerto. —El reverendo hermano Jhamlees se dejó caer en su asiento y contempló el escritorio con el ceño fruncido, presa de algo parecido al pánico. Cory iba a disgustarse mucho—. Bueno, pues sí no ha muerto necesito verle. Averígualo.
Yavi salió a toda prisa de la habitación mientras Jhamlees, cada vez más preocupado, pensaba en cuál sería la reacción del nuevo Jerarca si recibía un mensaje que dijera: «Querido hermano en Santidad: es muy probable que las únicas dos personas que podían saber algo sobre todo esto hayan muerto». Pensar en aquello hizo que el Jerarca pasara revista a toda la gama de emociones humanas —salvo la alegría—, y le absorbió de tal manera que olvidó su intención de quemar la carta del Jerarca.
Rigo recobró el conocimiento rodeado por el murmullo de las máquinas. Intentó moverse, y descubrió que le era imposible. Tenía los brazos metidos en dos grandes artefactos que flanqueaban el lecho, angosto y casi desprovisto de colchón, sobre el que yacía. Curalotodos, se dijo, intentando dominar el pánico que sentía. Otro Curalotodo se había tragado sus piernas. Intentó hablar y no pudo. Una máscara le tapaba la boca y la nariz.
Pero alguien entró en su habitación, le miró a los ojos y puso cara de satisfacción. Un instante después, ese mismo alguien le quitó la máscara.
—¿Sabe dónde se encuentra? —le preguntó.
—No estoy seguro —dijo Rigo, con voz lenta y algo pastosa—. Supongo que en un hospital. En el puerto. Creo que me pisotearon.
—Bien, bien. —La figura se dio la vuelta y contempló los diales y las parpadeantes luces de las máquinas. Era una mujer. No demasiado guapa, desde luego, pero no cabía duda de que era una mujer—. Bien —repitió.
—¿Quién…? ¿Quién me trajo aquí? —preguntó Rigo.
—Su sirviente o sirvientes —respondió la mujer—. Uno o varios de ellos, no lo sé.
—¿Está aquí?
—No. Dios santo, no… Tuvo que volver para evacuar su casa. Tenía que llevarse a la gente. Dijo que los hippae tomarían represalias.
—¡Marjorie! —Rigo intentó erguirse en la cama.
—Vamos, vamos… —La mujer le empujó y le obligó a tumbarse de nuevo—. No debe preocuparse. Tuvieron tiempo suficiente para evacuar a todo el mundo.
No habían podido evacuar a Marjorie. No estaba allí. Ni Marjorie, ni Tony, ni el padre Sandoval… Ni los dos hermanos que vivían en la ciudad de los arbai, según decía la nota de Tony; tampoco estaban allí. Se habían ido. Con Sylvan. Se habían ido con Sylvan, suponiendo que pudiera fiarse del desafío que los hippae le habían transmitido a bon Haunser…
Rigo gimió, intentando recordar lo ocurrido. Lo último que recordaba con claridad era a ese maldito bon Haunser diciendo algo sobre Marjorie y Sylvan. Sylvan, que se había marchado con ella…
Y con Tony, se recordó, y con un sacerdote y dos hermanos… No, eso no era ningún tête-à-tête. Marjorie nunca había hecho esas cosas. Marjorie nunca le había sido infiel. Marjorie nunca había sido culpable de ninguna de las cosas de las que la acusó. Nunca le había rechazado. Siempre le había dejado entrar en su habitación y en su cama, siempre, cada vez que él había querido… Y ahora Marjorie estaba… Bueno, ¿dónde estaba?
—¿Hay noticias de mi mujer? —preguntó, y el momento de lucidez empezó a esfumarse bajo la amenaza de un cenagal de dolor, un dolor terrible y distante contenido por un dique muy delgado, una pared casi impalpable, una pantalla muy frágil que empezaba a sufrir filtraciones.
—Calle —dijo la mujer—. Ya podrá hablar después. —Manipuló un dial, sin apartar los ojos de su rostro, y Rigo sintió que una fuerza irresistible volvía a enviarle a las profundidades del sueño para soñar con Marjorie, a solas con Sylvan.
Marjorie estaba a solas con Sylvan.
El hermano Mainoa y Rillibee Chime dormían. Rillibee había trepado a la copa de un gran árbol y había vuelto a bajar para decirles que en el bosque pantanoso no había ningún camino que llevara a la Comunidad. Al menos, no por el suelo. Ir por los árboles sería algo lento, pero Rillibee les dijo que podría llegar hasta allí, siempre que hubiera alguna razón para ir. Después se acostó junto al hermano Mainoa, se durmió y empezó a soñar. De vez en cuando Marjorie le oía hablar, lanzando exclamaciones inarticuladas de asombro o de queja, o quizá de las dos cosas a la vez.
No había ningún zorren cerca. Los humanos habían pasado un rato acurrucados en una casa, con los brazos protegiéndoles la cabeza mientras los zorren discutían algo entre ellos. Los ecos de la discusión caían sobre sus mentes como olas de fuego. Los zorren acabaron dándose cuenta de lo que les pasaba y no tardaron en experimentar una sensación de alejamiento, como si uno de ellos le hubiera dicho a otro: «Oh, estamos matando a esas pobres criaturitas humanas. Será mejor que nos alejemos un poco». Después de que se marcharan, el hermano Mainoa pareció más cansado que nunca, como si le agobiara una inmensa carga de preocupaciones.
—No quieren decírmelo —exclamó—. Lo saben, pero no quieren decírmelo.
Marjorie podía adivinar qué era eso que no querían decirle. Los zorren sabían todo cuanto había que saber sobre la plaga, de eso estaba segura, pero no querían revelar lo que sabían. Y el pobre y viejo Mainoa estaba tan cansado y preocupado que no podía sugerirle que intentase volver a hablar con ellos.
Tony y el padre James se habían marchado a explorar la Ciudad Arbórea. Marjorie pensó que Sylvan les había acompañado, y descubrió que no era así cuando ya llevaban bastante rato fuera y estaban demasiado lejos para reunirse con ellos.
Sylvan había planeado quedarse a solas con ella. Marjorie estaba lejos de su familia, lejos de ese esposo del que hablaba como si fuese una barrera.… ahora estaba lejos de todo eso, y quería hablarle nuevamente de amor. Probablemente le diría que se fuese. Sylvan le diría que no tenía ningún sitio adonde ir, y procuraría utilizar todo su encanto con ella. Eso era lo que había planeado, y lo que llevaba pensando desde hacía cierto tiempo.
Pero, sorprendentemente, Marjorie no le dijo que se fuera, sino que le miró con una distante falta de interés que Sylvan encontró casi aterradora.
—Te encuentro muy atractivo, Sylvan. Antes de que nos casáramos, Rigo también me parecía muy atractivo. Sólo después descubrí que no estábamos hechos el uno para el otro. Me pregunto si no me ocurriría lo mismo contigo…
¿Qué podía responder él a eso?
—No lo sé —dijo con voz vacilante—. La verdad es que no lo sé.
—Nunca me ha dejado ver lo que hay bajo su piel masculina —dijo ella, sonriendo melancólicamente—. No sabe darse cuenta de lo que soy: sólo sabe ver lo que no soy, y ese lo que no soy es lo que él desea en un momento determinado, sea lo que sea. Eugenie tiene mucha más suerte que yo. Rigo no espera gran cosa de ella, y eso ayuda. Además, Eugenie es como de barro, fácil de moldear. Rigo deja huellas y Eugenie las acepta, igual que una imagen invertida, alterándose para adaptarse a él. —Frunció el ceño, pensativa—. Al principio yo también lo intenté. Era imposible. No puedo hacerlo. Podría haber sido otra cosa, quizás una amiga, pero eso no encajaba con sus ideas de lo que debe ser una esposa, por lo que Rigo y yo no somos muy buenos amigos. —Se volvió hacia Sylvan y le miró fijamente—. Nunca amaré a nadie que no sea capaz de ser amigo mío, Sylvan. Me pregunto si tú podrías ser mi amigo.
—¡Lo sería!
—¡Bueno, pues pongamos manos a la obra! —Le sonrió, pero su sonrisa no era más que un rígido arquear de sus labios—. Lo primero que he de hacer es encontrar a mi hija. No tengo otra elección: debo encontrarla o morir intentándolo. Tú puedes ayudarme. Si lo conseguimos, hay otra cosa que debemos hacer. La gente está muriendo por todas partes… Debemos hallar un remedio para la plaga. Por lo tanto, si me amas, hablemos de lo que debemos hacer, pero no de nosotros mismos. Seremos muy cuidadosos y no nos tocaremos. Poco a poco, si tenemos éxito y si no morimos, nuestras naturalezas irán quedando reveladas y quizás acabemos comprendiéndonos el uno al otro. Quizás acabemos convirtiéndonos en amigos.
—Pero…, pero…
Marjorie le miró, y agitó la cabeza en señal de advertencia.
—Si no estás dispuesto a hacer lo que te pido, podrías mostrar ese amor que afirmas profesarme dejándome en paz. Te pido disculpas por haberte llevado hasta aquí, pero te necesitaba para que nos guiaras. Lo siento, no puedo ofrecerte nada más que eso: una disculpa. Hasta que encontremos a Stella no puedo malgastar el tiempo en nada más, ni tan siquiera en una discusión.
Se apoyó en la barandilla, y su cabellera cayó sobre su rostro como si fuera un velo dorado, ocultándole su expresión. A veces lograba olvidarse de Stella durante unos segundos, pero volvía a recordarla en seguida con un espasmo de dolor tan íntimo como imposible de compartir con nadie. Igual que un nacimiento al revés… Como si estuviera intentando conseguir que Stella volviera a sus entrañas. Quería mantenerla a salvo, absorberla nuevamente en su útero, algo tan obsceno como imposible pese a todo el dolor que sentía… Aun así, gritar, llorar o debatirse no serviría de nada, igual que tampoco habría servido de nada cuando dio a luz a la niña. No, rendirse al dolor no serviría de nada. Y tratar de distraerse con Sylvan también sería inútil, aunque la idea había llegado a pasar por su mente. Se había preguntado si con él todo sería igual que con Rigo. De hecho, había llegado a preguntarse si todos los hombres serían como Rigo. ¡Qué horrible, llegar al final de tu existencia y no saberlo! Pero no podía pensar en ello. Tenía que seguir viviendo igual que antes. ¡Al menos, eso le evitaría el tener que hacerse reproches!
—Stella —dijo en voz alta, recordándose su misión.
Sylvan sintió una terrible oleada de cólera hacia sí mismo. Si Stella hubiera muerto, no habría esperado que Marjorie tuviera ganas de hacer el amor, ¿verdad? Entonces, ¿por qué había pensado que quizá tuviera ganas de hacerlo con Stella desaparecida?
Tanto él como ella estaban perdidos en sus mundos separados, y no tuvieron ocasión de intentar ninguna reconciliación entre esos mundos. La voz de Tony resonó por entre las pasarelas y calles relucientes. Al acercarse, notaron que él y el padre James venían acompañados por Primero…, por Él. El nombre se anunció a sí mismo en la mente de Marjorie.
—Es el amigo del hermano Mainoa —dijo, queriendo advertir a Sylvan.
—Comprendo —dijo él, irritado. Apenas si podía detectar la presencia de las criaturas. No podía oírlas. No podía pasar una hora a solas con Marjorie. Al parecer, no podía conseguir nada de lo que deseaba.
—Creo que está intentando decirme que ha encontrado a Stella —gritó Tony—, pero no le entiendo muy bien. ¿Dónde está el hermano Mainoa?
—Aquí. —El anciano asomó la cabeza por el umbral de una casa cercana—. Aquí, Tony. Ah… —Se quedó callado y extendió una mano hacia el zorren, como si fuera una antena, queriendo captar el significado de lo que decía—. Sí —dijo—. Su hija… La han encontrado.
—Oh, Dios —exclamó Marjorie. Era una oración—. ¿Está…?
—Sí, está viva —le confirmó él—. Viva, pero dormida o inconsciente. No se han acercado a ella.
—¿Vamos a por los caballos?
—Si no tiene objeción, ellos sugieren que lo mejor será que la lleven hasta allí.
Incluso ahora y en esta situación tan apurada, Marjorie no podía dejar de sentir cierta preocupación por los caballos.
—¿Volveremos aquí?
Silencio; el hermano Mainoa acabó agitando la mano.
—Sí. —Se agarró el costado, como si sufriera una punzada de dolor, y meneó la cabeza—. De hecho, creo que yo me quedaré aquí, si no les importa. No me necesitan.
El padre James miró a Mainoa con cierta preocupación y decidió quedarse con él. Los demás treparon no sin aprensión a lomos de unos zorren y fueron transportados a través de los árboles, por pasarelas y ramas, alejándose de la ciudad y adentrándose en la oscuridad, pasando por encima de las aguas en movimiento y con las estrellas sobre sus cabezas hasta que, finalmente, llegaron al comienzo del bosque. Los lomos de los zorren eran más anchos que la grupa de un caballo, y su musculatura también era distinta. Aquellos lomos parecían carecer de límites, como si no terminaran nunca. No era tanto una cuestión de montar como de ser transportado, igual que si fueran niños sentados en una mecedora que se movía lentamente. El mensaje estaba muy claro. «No os dejaremos caer». Pasado un rato, se relajaron y se dejaron transportar.
Captaron la presencia de otros zorren, que les recibieron allí donde terminaba el bosque y les escoltaron por el perímetro del pantano: no fueron demasiado lejos, pero tuvieron que ir despacio, pues había que rodear pequeñas extensiones de bosque y charcas de agua cenagosa. Finalmente llegaron a una pendiente con un curso de agua, el primer arroyo que habían visto en Hierba. El arroyo no era muy largo, y terminaba en un gran estanque del que emergía en una serie de filtraciones invisibles. Stella yacía junto al estanque, tumbada en un nido de hierba, el cuerpo hecho un ovillo y los pies descalzos, medio desnuda, con el pulgar metido en la boca.
Marjorie se arrodilló a su lado y la tocó. La joven despertó gritando, debatiéndose y repitiendo su nombre una y otra vez. Stella, soy Stella, Stella…, retorciéndose con tal violencia que Marjorie acabó teniendo que soltarla. Rillibee rodeó a la chica con sus brazos y consiguió inmovilizarla. Pasado un tiempo, los gritos fueron cesando. Rillibee le hablaba en voz baja y suave. Tony la tocó. Stella se retorció y abrió la boca, dispuesta a lanzar un nuevo grito. Tony retrocedió un par de pasos y Stella se estremeció, pero no llegó a gritar. Ni tan siquiera Sylvan pudo tocarla, y cada vez que Marjorie se acercaba a ella la joven era dominada por feroces ataques de llanto y se ponía a gritar, con el rostro convulsionado por una serie de emociones incontenibles: dolor, culpabilidad, vergüenza…
Aunque Rillibee podía abrazarla, pese a ser un desconocido, estaba claro que Stella no podía soportar el hallarse cerca de nadie que conociese. Marjorie se dio la vuelta, dolorida al verse rechazada de aquella forma, pero sintiendo una alegría casi cercana al éxtasis por haberla recuperado. Al menos Stella era capaz de reaccionar, y recordaba su nombre… Al menos podía distinguir entre aquellos a los que conocía y los extraños. Al menos no estaba igual que Janetta.
Sylvan apoyó una mano sobre su hombro.
—Marjorie…
Marjorie se irguió e hizo un esfuerzo de voluntad, obligándose a mover la cabeza en un gesto de asentimiento, a hablar y a pensar. No había tiempo para el llanto o para permitirse el lujo de una inútil agitación emocional.
—Si los zorren están dispuestos a hacerlo, quiero que la lleves hasta la Comunidad. Necesita cuidados médicos, y la forma más rápida de conseguirlos sería que los zorren la llevaran a través del bosque. Tendrás que ir con ella, Rillibee, dado que parece confiar en ti. Tony, tú también irás: encárgate de que la atiendan bien. Yo volveré con el hermano Mainoa y el padre James.
—Iré contigo —dijo Sylvan.
—No —dijo ella, mirándole fijamente a los ojos, decidida a hacerse obedecer—. Quiero que vayas con ellos, Sylvan. Ya te lo he dicho antes. Vine a Hierba por una razón, una razón muy importante… Cuanto más cosas descubro, más importante se vuelve esa razón, pero siempre hay nuevos problemas que resolver: tú, Rigo, Stella, desapariciones, alarmas…, nunca hay forma de aclarar la situación. Lo único que estáis consiguiendo es distraerme y ponerme obstáculos.
—Madre —dijo Tony—. Dejarte aquí…
—Vete, Tony. Stella vive y me alegro, pero no debemos olvidar a los demás. La plaga se ha extendido por todos los planetas, y la gente muere por su culpa. Los zorren saben muchas cosas. Alguien debe averiguar qué es lo que saben. El hermano Mainoa es viejo y está cansado, y el padre James quizá necesite mi ayuda. Me quedaré aquí y trataré de averiguar cuanto pueda.
—Volveré después de que hayan atendido a Stella —dijo Tony.
—Sí, hazlo. Tú o Rillibee… Y explícale a tu padre todo lo que ha ocurrido, si es que puedes.
Se dio la vuelta y fue hacia donde estaban los zorren, pensando en la Comunidad y en cruzar el bosque. Creó una imagen de Tony yendo hasta allí, acompañado por Stella, Sylvan y Rillibee. La imagen se fue solidificando en su mente y se volvió real, tan real como si la estuviera viendo, y de pronto sintió un terrible dolor de cabeza. Un ronroneo brotó de entre la hierba. Los zorren estaban cerca. Volvieron a instalarse sobre sus amplios lomos, como restos de un naufragio rescatado de las profundidades y llevado a un sitio seguro: Rillibee tuvo que izar el fláccido cuerpo de Stella hasta el lomo de un zorren, mientras la chica gemía igual que si fuese un animalito herido.
Un número impreciso de zorren se adentró en el bosque y desapareció. Marjorie sintió que la llamaban, y volvió a trepar al lomo de Él, sintiendo una extraña mezcla de emociones: alivio, pena e ira, que se confundían unas con otras hasta crear un gulash de sentimientos. Su mente percibió la imagen y el contacto de unas manos que la acariciaban. Se inclinó hacia delante, se apoyó en aquella interminable extensión de piel y lloró mientras las manos seguían acariciándola. Pasado un tiempo, las caricias se convirtieron en una sucesión de palmaditas dadas con bastante firmeza, como si alguien estuviera diciéndole que ya estaba bien, que había llegado el momento de portarse como era debido.
—Sí, mamá —dijo la mente de Marjorie.
Una carcajada. O, por lo menos, un sentimiento de regocijo.
—Sí, papá —se corrigió, y no pudo evitar el sentir ganas de reír.
Los hombros del zorren se movían suavemente bajo ella. Sí, no cabía duda de que era un macho… Sus gestos, su forma de moverse sinuosamente, su porte masculino, el ladear de su cabeza, hacia un lado y hacia otro… Un macho. Garras escondiéndose en sus fundas, dedos tocando, tan delicados como agujas. Un macho. Vio una gran cantidad de siluetas confusas, y la mayor parte eran machos. Los machos eran de color violeta, cereza, malva y rojo oscuro. Las hembras eran más pequeñas y solían ser de un azul claro, aunque tampoco podía verlas con claridad. Macho, le dijo el zorren. Yo. «Primero». Macho.
Sí, respondió ella. Era un macho. Ese «Primero» enviado por su mente iba entre comillas, por lo que no debía de ser su auténtico nombre, sino simplemente el nombre que le daba Mainoa. Para la mente del zorren, su nombre tenía color y movimiento: una extensión de salvaje tierra purpúrea azotada por relámpagos escarlata y cubierta por un velo de nubes grises y azules. Ése era él.
Las imágenes siguieron formándose en su mente. Vio a Mainoa, rechoncho y vestido de verde, caminando tranquilamente por entre las siluetas de los zorren. A su alrededor brillaba un aura, y las sombras se iban haciendo más espesas: una luz clara flotando sobre el suelo oscuro y la luz perdía intensidad a cada momento que pasaba, pero Mainoa seguía caminando, sin dejarse amilanar, y sus pies creaban un contrapunto rítmico al movimiento que había bajo ella.
Mainoa, pensó. Sí, yo también le aprecio.
Una nueva visión. Marjorie rodeada de zorren. No era la Marjorie real, sino una Marjorie idealizada que danzaba sobre la hierba entre una congregación de zorren, criaturas que carecían de forma o limitaciones pero que, aun así, eran ellos mismos. Bailaban con sus sombras cuando el sol salía o se ocultaba, y esas sombras inmensas parecían extenderse hasta casi llegar al horizonte. Sombras sinuosas y sensuales… Ella, Marjorie, perdida entre sombras sinuosas y sensuales, bailando con los zorren.
Bailaban en parejas compuestas por un macho y una hembra, haciendo que sus sombras se mezclaran las unas con las otras, rozándose. Sombras y mentes tocándose… Los zorren bailaban en parejas pero Marjorie bailaba con Primero, y las mangas de su camisa se iban haciendo más y más grandes hasta parecer alas, y los faldones flotaban a su espalda como si fueran una cola: llevaba la cabellera suelta, igual que una melena sedosa. Una hembra, bailando. Seguía sin poder captar Su visión de Él mismo, pero podía ver Su visión de ella.
Tú. Marjorie. Hembra. Movimiento. Porte. Color. Olor.
Peligroso, murmuró Marjorie en lo más hondo de su mente. Peligroso…
Los músculos de sus hombros se movieron igual que dedos, acariciándola. Peligroso. Sí, peligroso. Sí. Misterioso. Maravilloso. Horrible. Poderoso. Su piel le hablaba igual que la piel de los caballos le había hablado siempre, transmitiéndole emociones e intenciones. Se reclinó sobre su lomo igual que se había reclinado sobre la grupa de «Don Quijote», confiando… Por un instante cegador vio con toda claridad, y la soberbia gloria de aquel espectáculo la aturdió de tal forma que la hizo retroceder. Sintió que se echaba hacia atrás, temblando, negándose. Negándose…
El zorren percibió su negativa. Se alzó sobre sus patas traseras, sin dejar de bailar, y empezó a transformarse, a volverse cada vez más parecido a un hombre, con melena y cola, sin ser un hombre sino una especie de hombre, con la melena y la cola flotando en el aire, mezclándose con su cabellera y atrayéndola hacia una danza aún más íntima. Los demás zorren se movían en parejas, una parte del todo, acompañándoles discretamente, sin entrometerse.
Alegría. La alegría del movimiento… Una pareja tocando a otra pareja. Como los abalorios de un móvil impulsado por el viento acariciándose el uno al otro, moviéndose sin parar, emitiendo su propio sonido con una gran suavidad, sin tocarse apenas, con las mentes resonando al ser tocadas, golpes muy suaves como los que podrían dar unas zarpas gigantescas, tan delicadas como hojas, sonidos que parecían campanas, el suave soplo de un cuerno.
Sin palabras. Ronroneos, rugidos, gruñidos que brotaban de fauces inmensas donde colmillos marfileños colgaban como estalactitas de sentimiento, penetrándola hasta lo más hondo. Mandíbulas colosales cerrándose y aprisionándola con la suavidad de una caricia. Jamás participaría en la danza por voluntad propia. No, sería Su voluntad la que le hiciera entrar en ella. No Le vería. Él la vería a ella.
Sin pensamientos, sólo sensaciones. Flotando sobre su cuerpo igual que si estuviera acostada encima de una inmensa vela hinchada por el viento. Sin compromisos, sólo sensaciones. Ahora. Sólo ahora.
Peligroso, le recordó Su mente con una carcajada. Peligroso.
Una presencia cercana, lista para saltar, perfectamente capaz de hacerlo. Y ella era la presa. Flotando como suspendida en la sangre caliente, líquida, permeándolo todo, convirtiéndose en aire que respirar. Era consciente de esa presencia. El asomarse sensual de las garras. La ondulación del músculo en una pata. La masa del hombro, la curva de las entrañas, el trueno del corazón. El relámpago deslizándose a lo largo de los nervios como un alambre dorado.
Las garras la tocaron con mucha delicadeza, moviéndose sobre su carne desnuda igual que si fueran las uñas de un hombre, dejando tras ellas un reguero de sensaciones, haciéndola temblar.
Peligroso. Peligroso.
Su lengua tocando la desnudez de su muslo, resbalando igual que una serpiente de llamas hacia sus ingles.
Un símbolo llameante formado por dos partes que se movían al unísono con una agónica lentitud hasta acabar convirtiéndose en una sola cosa. Sí, casi podía verlas.
Mi nombre, dijo. Tu nombre. Nosotros.
La serpiente se la llevó muy lejos. Llegó ante una puerta hecha de llamas y Él la invitó a entrar, pero Marjorie tenía miedo y no quería seguir adelante…
Cuando volvió yacía sobre la hierba, pegada a su pecho, acostada entre sus patas delanteras, protegida por la suavidad del vello que cubría su vientre. Su aliento le acariciaba la oreja, creando el sonido del viento. Tenía el rostro mojado pero no lograba recordar haber llorado, y su cabellera estaba suelta, desparramándose sobre su cuerpo como un torrente de seda.
Él se levantó y la dejó allí. Marjorie se incorporó, alegrándose de que todo estuviera oscuro para que Él no pudiera verle la cara, y un instante después sintió el fuego de su rubor al comprender que Él no necesitaba verle la cara. Luchó con su ropa, pensando que necesitaba vestirse, y sólo entonces se dio cuenta de que ya estaba vestida, que la desnudez se hallaba en su interior. Su mente… Alterada. La capa que la cubría había sido arrancada…
Él volvió unos instantes después y le ofreció nuevamente Sus hombros. Marjorie montó y Él la llevó con delicadeza, con mucho cuidado, igual que un huevo en una cesta, mientras el recuerdo de la danza se iba borrando de su mente. Algo maravilloso y horrible, algo que no había llegado a completarse del todo.
Ménades, pensó. Bailando con el dios…
Él estaba habiéndole, dándole explicaciones. Dijo nombres, pero ella sólo vio unas cuantas hembras, y estaba claro que había muchos más machos que hembras. Y sólo unas pocas eran capaces de reproducirse. Muchas habían decidido que no valía la pena perder el tiempo en eso. El dolor causado por esa decisión, el dolor que ahora ya sólo era melancolía… Un abatimiento marrón grisáceo. La falta de esperanzas. El futuro abriéndose como una flor estéril, con su centro vacío, carente de semillas.
¿Cómo era posible que los zorren supiesen lo que era una flor? En Hierba no había flores.
Tú, dijo Él. Tu mente. Todo allí. Yo lo tomo todo…
Un instante de asombro. Entonces, sabía cómo era. Sí, lo sabía.
Somos culpables, dijo Él. Quizá sería mejor que muriésemos. Se lo sugirió. Expiación. Pecado. Quizá no fuese el pecado original pero, aun así, era un pecado. El sonido de la palabra en sus oídos. El sonido de la palabra maldad. Culpa colectiva. (Su mente percibió la imagen del padre Sandoval hablando. Estaba claro que el padre Sandoval había pensado en ese diagnóstico). Los zorren habían permitido que ocurriera. No ellos, sino otros como ellos, hacía mucho tiempo. Vio las imágenes, los zorren presentes mientras los hippae mataban a los arbai. Gritos, sangre, y luego, por todas partes, la incredulidad. Muy clara. Como si hubiese sido ayer. Todos los zorren eran culpables.
¿Depresión postcoital? Una parte de su mente se echó a reír histéricamente y fue severamente reñida por la otra parte. No. Una auténtica tristeza.
No fue culpa vuestra, dijo ella. No fue culpa vuestra. Aquellas imágenes le habían hecho sentir escalofríos. Tanta muerte, tanto dolor…
¿Por qué había dicho eso?
Porque es cierto, pensó. Maldita sea, es cierto. No fue culpa vuestra.
Más imágenes. El pasado. Entonces los hippae eran mucho más educados y corteses. Recuerdos del pasado. Antes de la mutación. Entonces no mataban. No cuando los zorren ponían los huevos. La imagen de un zorren abrumado por la pena, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, la espalda arqueada por el dolor. Penitencia.
Los dedos de Marjorie iban y venían por entre su cabellera, intentando hacerse una trenza.
Entonces debéis volver al pasado, pensó. Debéis conseguir que todo vuelva a ser igual que antes. Algunos aún podéis reproduciros.
Tan pocos. Tan, tan pocos.
Eso no importa. No malgastéis el tiempo con penitencias o sintiéndoos culpables. ¡Haríais mucho mejor intentando resolver el problema! Era cierto. Lo sabía. Tendría que haber sabido que era cierto muchos años atrás, en Ciudad Criadero.
Su ardor militante pareció caer por un pozo insondable, un espacio vacío. Ya era demasiado tarde. Habían tomado la decisión de no preocuparse más por las cosas del mundo. Se sentían responsables, sí, pero no querían actuar.
Marjorie gritó, sin saber si Él no la había oído o si se había limitado a ignorarla, como si sus opiniones careciesen de toda importancia. Había cambiado y sabía que debería hacer que Él le prestase atención, pero había otros alrededor, y Sus pensamientos le llegaban de una forma confusa y desordenada.
La noche había pasado sin que se dieran cuenta. Ante ellos flotaban los relucientes globos luminosos arbai hacia los que iban subiendo. Marjorie oyó el tranquilo piafar de los caballos que pastaban en su isla. Estaba muy cansada, tan cansada que apenas si podía mantenerse sobre su lomo. Él se arrodilló, la hizo bajar y se marchó.
—¿Marjorie? —El rostro del padre James, lleno de preocupación—. ¿Y Stella…?
—Está viva —dijo ella, humedeciéndose los labios. Hablar le resultaba extraño, como si estuviera usando ciertos órganos para unas funciones que no les correspondían—. Recuerda su nombre. Creo que nos reconoció. Hice que la llevaran a la Comunidad.
—¿Los zorren les llevaron?
Marjorie asintió.
—Algunos de ellos. Después, los demás se marcharon. Se fueron todos menos…, menos Él.
—¿«Primero»?
No podía llamarle así. Bendígame, padre, porque he pecado. He cometido adulterio. ¿Bestialidad? No. No era un hombre y no era una bestia. ¿Qué era? Estoy enamorada de… ¿Estoy enamorada de…?
—Has estado fuera mucho tiempo —dijo el padre James—. Ya falta poco para que amanezca.
—Creía que todo eso del pecado era una invención del hermano Mainoa —dijo ella, intentando no hablar de aquello que más la preocupaba—. No lo es. Los zorren están obsesionados por el pecado. Han estado pensando en cometer un suicidio racial como acto de penitencia, quizá ya lo hayan decidido… —Aunque el quedarse quietos sin hacer nada no era un suicidio, ¿verdad? ¿O sí lo era?
El padre James asintió, ayudándola a levantarse y guiándola hacia la casa que Marjorie había escogido. Cuando llegaron, Marjorie se medio sentó, medio cayó sobre su cama.
—Lo has captado, ¿verdad? Mainoa dice lo mismo que tú. No cabe duda de que los hippae mataron a los arbai, y podemos estar casi seguros de que los hippae están intentando acabar con la humanidad. No sé cómo, y los zorren no quieren decírnoslo. Es algo que se guardan para ellos, como si no estuvieran seguros de si somos dignos de…
»Es como jugar a las charadas. O descifrar un jeroglífico. Nos muestran imágenes. Sienten emociones. De vez en cuando llegan a enseñarnos una palabra, y aunque les resulta difícil parece que pueden comunicarse mejor con nosotros que con los hippae. Ellos y los hippae transmiten o reciben en diferentes longitudes de onda o algo por el estilo.
Para Marjorie ya no se trataba de charadas o jeroglíficos. Casi era un lenguaje. Podría haber sido un lenguaje, habría bastado con seguir adelante, con entrar, con no echarse atrás en el último instante… ¿Cómo podía decirle eso al padre James? Quizá pudiera contárselo a Mainoa. No había nadie más a quien pudiera explicárselo. Mañana, quizá.
—Creo que tiene razón, padre. Después de la mutación no han podido comunicarse con los hippae, aunque tengo la sensación de que antes, cuando los zorren ponían los huevos, ejercían un gran influjo sobre sus crías.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó él.
—Mucho tiempo. Antes de que los arbai… ¿Cuánto hace de eso? Siglos. Milenios.
—Demasiado para que aún puedan recordarlo, y sin embargo lo recuerdan.
—¿Cómo lo llamaría usted, padre? ¿Memoria empática? ¿Memoria racial? ¿Memoria telepática? —Se pasó los dedos por la cabellera, deshaciéndose la trenza—. Dios, qué cansada estoy.
—Duerme. Y los otros, ¿volverán?
—Sí, volverán en cuanto puedan. Mañana, quizá. Las respuestas están aquí. Si pudiéramos encontrarlas… Mañana…, mañana tendremos que encontrarle un sentido a todo esto.
El padre James asintió, tan cansado como ella.
—Sí, Marjorie, eso haremos. Mañana.
El padre James no tenía ni idea de qué podía ser aquello a lo que Marjorie necesitaba encontrarle sentido. No sabía qué había estado a punto de hacer, o lo que había hecho. Y, en realidad, ¿qué había hecho? ¿Seguía siendo casta? ¿O se había convertido en otra cosa, algo para lo cual no tenía nombre?
Tony y sus compañeros de viaje fueron depositados ante el puerto a primera hora de la mañana, cuando el sol apenas acababa de asomar por el horizonte. Los zorren se desvanecieron entre los árboles, dejando que sus jinetes intentaran recordar cuál había sido su aspecto.
—¿Nos esperaréis? —les gritó Tony, intentando crear una imagen de los zorren esperando, dormitando subidos a la copa de un árbol.
Se dobló sobre sí mismo, con una repentina punzada de dolor. Acababa de recibir una imagen: los zorren esperándoles donde estaban ahora, mientras el sol pasaba lentamente sobre sus cabezas. Rillibee se agarraba la cabeza con una mano, con los ojos cerrados, y sostenía a Stella con la otra.
—Nos esperaréis aquí —jadeó Tony, volviéndose hacia el bosque, y recibió una seña mental de conformidad.
—Tony, ¿qué pasa? —preguntó Sylvan.
—Si pudieras oírles no lo preguntarías —dijo Rillibee—. Creen que somos sordos. Gritan.
—Ojalá pudieran gritar lo bastante fuerte para que yo les oyera —dijo Sylvan.
—Entonces los demás acabaríamos con el cerebro asado —murmuró Tony, irritado. Rillibee le había caído bien en seguida, pero no estaba nada seguro de que Sylvan pudiera gustarle, pues tenía la costumbre de pasarse la vida dando órdenes e indicaciones. «Iremos por allí». «Vamos a parar un rato».
—Alguien del puerto nos llevará al Camino de la Montaña de Hierba —dijo Sylvan—. Hablaremos con el agente de allí. —Empezó a caminar hacia el puerto.
Tony sintió deseos de llevarle la contraria, pero no valía la pena: quería que Stella fuese atendida por un médico lo más pronto posible.
—¿Dónde están los médicos? ¿Al otro extremo de la ciudad? —preguntó.
Sylvan se detuvo y se ruborizó.
—No. No, de hecho, el hospital se encuentra justo detrás de esta pendiente, junto al Hotel del Puerto.
—Entonces iremos allí —dijo Rillibee, en un tono que no admitía réplica. Cogió a Stella en brazos y empezó a subir por la pendiente que llevaba al hospital.
—¿Puedo ayudarte a llevarla? —le preguntó Tony.
Stella estaba sumida en un profundo sueño, y Rillibee pensó que quizá no llegara a enterarse de quién la transportaba, pero acabó negando con la cabeza. No quería que nadie más la llevara, aunque su peso había acabado agotándole. Stella le parecía una niña, sí, pero no lo era. Se había pasado horas sosteniéndola sobre el lomo del zorren. Rillibee estaba convencido de que la amaba, y no intentaba comprender por qué.
—Ya me las arreglaré —dijo—. No falta mucho.
La pendiente era bastante larga y la escalada resultaba considerable para un hombre que ya estaba cansado. Acabaron llegando a la parte trasera del hospital y vieron una gran pared lisa en cuyo centro había una puerta. Un hombre vestido de blanco asomó la cabeza por el umbral, les vio y desapareció. Un instante después aparecieron otros hombres con una camilla motorizada. Rillibee les entregó su carga, agotando sus últimas reservas de energía, y se apoyó en uno de los camilleros para entrar en el hospital.
—¿Quién es? —preguntó alguien.
—Stella Yrarier —dijo Tony—. Mi hermana.
—¡Ah! —En un tono de voz sorprendido—. Su padre también está aquí.
—¡Mi padre! ¿Qué le ha ocurrido?
—Hable con la doctora Bergrem. Ahora está en ese despacho de allí.
Unos minutos después, Tony contemplaba el rostro dormido de su padre.
—¿Qué tiene? —le preguntó a la doctora.
—Por suerte, nada demasiado serio. Aquí no podemos clonar órganos y sustituirlos como hacen en otros planetas. No tenemos el equipo adecuado.
¡Clonación de órganos! ¡Trasplantes! El índice de mortalidad en ese tipo de tratamientos era bastante alto. Además, los Viejos Católicos tenían prohibido utilizar la clonación de órganos, aunque siempre había quienes se hacían clonar un órgano y confesaban su pecado después.
La doctora le miró con el ceño fruncido.
—No te lo tomes así, muchacho. He dicho que no era nada demasiado serio. Unas cuantas heridas y algún hematoma cerebral, pero ya nos hemos ocupado de todo eso, y algunos daños en los nervios de sus piernas, que ya se están curando. Ahora lo único que debe hacer es quedarse uno o dos días más aquí sin moverse. —La doctora, delgada y de nariz más bien chata, fue hacia los controles para hacer algunos ajustes. Su abundante cabellera oscura estaba recogida en un apretado moño, y la holgada bata blanca hacía que su cuerpo pareciera casi asexuado.
—Le mantienen bajo sedación —observó Tony.
—Una máquina de sueño. Es un tipo demasiado nervioso y no podemos dejarle consciente durante mucho rato. Se agita.
Sí, era una buena forma de expresarlo, pensó Tony, frunciendo los labios en una mueca irónica. Roderigo Yrarier se agita. O echa humo. O ruge.
—Tu hermana, en cambio…, bueno, eso es distinto —siguió diciendo la doctora—. Un caso de reconstrucción mental, estoy segura. Los hippae han estado trabajándola.
—¿Cómo lo sabe?
—He visto reacciones parecidas, aunque no tan intensas, en los bons que llegan con huesos rotos o miembros arrancados a mordiscos. No reaccionan de una forma normal, por lo que les digo que estoy comprobando sus reflejos cuando lo que hago es echar una mirada a lo que pasa dentro de sus cabezas. Y normalmente encuentro cosas bastante extrañas, aunque no puedo hacer nada al respecto: no me dejan. No, los bons siempre prefieren conservar sus pequeñas rarezas, por mucho que les afecten.
—¡No queremos que Stella se quede así!
—Ya me lo imaginaba, aunque quizá no pueda conseguir que vuelva a ser totalmente normal. Hay límites a lo que podemos hacer.
—¿Cree que deberíamos mandarla a otro planeta?
—Bueno, jovencito, yo diría que por ahora estará más segura aquí de lo que podría estar en otro sitio, con la mente alterada o no… Ya sabes a qué me refiero, ¿no?
—¿Qué quiere decir? —La miró fijamente. Su mente se negaba a comprender el significado de sus palabras.
—La plaga —dijo ella—. Estamos bastante enterados de lo que ocurre por ahí fuera.
—¿Saben algo sobre ella? ¿Cuál es su causa? ¿Saben si hay algún caso en Hierba?
—Ninguno. De eso puedo estar casi segura. ¿Por qué no hablasteis con nosotros, los médicos? ¿Pensabais que no seríamos capaces de hacer nada al respecto? Yo, por ejemplo… Estoy graduada en biología molecular y virología por la Universidad de Semling Uno. He estudiado inmunología en Arrepentimiento. Podría haber estado trabajando en esto. —Le lanzó una mirada llena de franca curiosidad—. Según dicen, habéis estado haciendo averiguaciones en secreto, ¿no?
—Había que hacerlo —murmuró Tony—. Para impedir que los Mohosos se enteraran. Si lo supiesen…
La doctora pensó en ello y fue palideciendo a medida que comprendía lo que Tony intentaba decirle.
—¿Crees que traerían la plaga aquí? ¿A propósito?
—Si se enteraran…, sí. Si llegaran a saberlo.
—Dios mío, muchacho. —Dejó escapar una carcajada llena de amargura—. Pero si todo el mundo lo sabe.