14

Rigo le pidió a Sebastian Mecánico que le acompañara a la hacienda de los bon Laupmon, y también habló con Persun Pollut y Asmir para que fueran con ellos: durante unos segundos sintió el fútil deseo de que fueran más corpulentos y tuvieran armas, de que no fuesen rústicos sino bons para que les tomaran en serio. Bueno, ¿de qué servían esos deseos? Eran rústicos, y en Hierba no había armas. Las únicas armas que había visto eran los arpones de los cazadores, y aquellos instrumentos eran tan largos que usarlos contra un hombre resultaría extremadamente incómodo. Rigo se sentía solo y eso le hacía sentirse ridículamente avergonzado de sí mismo.

Se vistió con meticuloso cuidado, odiando la amplitud de los pantalones bombachos que le hacían parecer una rana y el aspecto afeminado que le daban las largas punteras de sus botas. Finalmente, aceptó el sombrero y los guantes que le ofrecía el aldeano convertido en su ayuda de cámara y se examinó en el espejo. Al menos, de cintura para arriba, tenía el aspecto que convenía a un auténtico caballero… Como sí eso cambiara algo las cosas. ¡Cómo sí hubiera algo capaz de cambiar las cosas!

No pensaba disculparse por ir acompañado de Persun, Sebastian y Asmir. Ir a la Cacería con sirvientes estaba admitido: otros lo hacían. Cuando un bon Haunser volvía de una Cacería patrocinada por los bon Damfels y se dirigía hacia el aposento para los invitados que le estaba reservado, sus sirvientes se encargaban de tenerle preparada la habitación, mantener caliente el agua del baño y ofrecerle ropa limpia. Cuando Rigo montó por primera vez no lo sabía. Nadie se lo había dicho. Él y Stella tuvieron que hacer todo el trayecto de vuelta hasta Colina del Ópalo antes de poder bañarse.

Cuando montó por segunda vez llevó consigo un sirviente, pero la idea de tomar un baño jamás llegó a pasar por su mente. Stella había desaparecido, y Rigo no era capaz de pensar en otra cosa. Ahora, por primera vez, se preguntó qué habría pasado si Stella no hubiese desaparecido. Rigo se había llevado un sirviente, pero no había pensado en traer a nadie que pudiese atender las necesidades de Stella. Pensar en aquello le hacía sentirse incómodo, y necesitó un considerable esfuerzo de voluntad para apartar esas ideas de su mente.

—¿Rigo? —le llamó una voz desde la puerta.

Se volvió, dispuesto a descargar el odio y el asco que sentía hacia sí mismo en su visitante.

—¡Eugenie! ¿Qué haces aquí? —Resultaba ridículo, pero por un momento había creído que era Marjorie.

—Pensé que quizá necesitaras mi ayuda. Dado que Marjorie no está…

—Tengo un ayuda de cámara, Eugenie. —Y éste, prudentemente, salió de la habitación, dejándoles a solas—. Marjorie no se encarga de vestirme.

Eugenie agitó las manos y cambió de tema.

—¿Has tenido alguna noticia de Stella?

—No he tenido noticias de ninguno de ellos. Y no deberías estar en mi dormitorio, ya lo sabes.

—Lo sé. —Una lágrima se deslizó por su mejilla—. Tengo la sensación de que no hay ningún sitio en el que pueda estar.

—Ve a la Comunidad —le dijo Rigo—. Puedes alquilar una habitación en el Hotel del Puerto. Diviértete. Por el amor de Dios, Eugenie, ahora no tengo tiempo para ocuparme de ti.

Eugenie contuvo el aliento. Se puso pálida y se dio la vuelta. Algo en aquel gesto, en la curva de ese cuello… Como Marjorie. ¡Ahora había logrado insultar a las dos! Dios, ¿qué clase de hombre era?

Rigo fue al patio de gravilla donde le esperaba el aerocoche, lleno de una feroz repugnancia hacia sí mismo, y esperó impacientemente a que Sebastian hiciera los arreglos necesarios para que el otro vehículo llevara a Eugenie hasta la Comunidad si se daba el caso de que quisiera marcharse. Mujeres, malditas mujeres… No tenían ningún otro chófer disponible, por lo que Asmir debería quedarse para llevar a Eugenie hasta la ciudad.

—Hierba puede resultarle muy aburrida a las mujeres —observó Persun Pollut—. Mi madre suele quejarse de eso. —Persun tenía las manos entrelazadas a la espalda, y su flaco y lúgubre rostro estaba vuelto hacia el jardín.

—Por lo que me ha dicho, su madre siempre consigue estar muy ocupada —comentó Rigo, con una voz que aún seguía cargada de hostilidad.

—Oh, no estoy hablando de la vida en la Comunidad, Su Excelencia. Me refiero a las haciendas… Vivir en una hacienda puede acabar con cualquier mujer. El aburrimiento, la Cacería…, tantas cosas.

Rigo no quería pensar en mujeres. Estaba claro que no entendía a las mujeres. No sabía cómo tratarlas. Marjorie… Nunca había sabido cómo tratarla. ¿Quién habría esperado que tomase la iniciativa tal y como lo había hecho, quién la habría creído capaz de involucrar a los Hermanos Verdes en su búsqueda, arrastrando consigo a Tony y al padre Sandoval? Nunca había sido así. Cuando estaban en la Tierra, se contentaba con ser madre o con montar a caballo. Ah, sí, también estaban esas pequeñas obras de caridad que consumían una parte tan grande de su tiempo, Lady Generosa llevándoles ropas viejas a los ilegales… Pero, pensándolo bien, ¿en qué otra cosa podía ocupar su tiempo? No era como Eugenie, capaz de pasarse medio día en las tiendas. O como la esposa de Espinoza, que consiguió ser detenida por la policía de población porque se había metido en un asunto de abortos ilícitos para salvar de la ejecución a unas cuantas putillas ignorantes. Después de aquello, el pobre Spino había sido incapaz de mirar a la cara a sus amistades… No, cuando estaba en la Tierra, Marjorie siempre había procurado que sus actividades fueran discretas, y jamás le había dado motivos de preocupación.

El curso de sus pensamientos estaba llevándole a una especie de trampa mental. Huyó de ella volviendo a pensar en las armas. ¿Por qué no había armas en Hierba? Los agentes encargados de mantener la ley y el orden en la Comunidad debían de tener alguna especie de bastones congeladores o enredapiés… Esos instrumentos siempre estaban presentes allí donde hubiera puertos y tabernas, así como la necesidad de dejar inconscientes a hombres violentos. ¿Qué razón había para que los hombres de las haciendas no dispusieran de ellos? Rigo, siempre fiel a su idiosincrasia, prefirió quedarse sin respuestas a revelar su ignorancia, por lo que no se lo preguntó a Persun, que habría podido informarle.

Sebastian le dijo que ya podían despegar y Rigo subió al aerocoche. Volaron en silencio. La hacienda de los bon Laupmon quedaba a una hora de distancia, bastante más al este que la de los bon Damfels. Rigo se dedicó a pensar en cuál sería la mejor forma de abordar al Obermun Lancel bon Laupmon, y qué podía decirle a Eric bon Haunser o al Obermun Jerril bon Haunser. Los dos se habían mostrado corteses y dispuestos a ayudar cuando los Yrarier llegaron a Hierba. Aun así, eran cazadores, y los cazadores no parecían actuar de una forma muy lógica.

Hablar con Gerold bon Laupmon, el hermano de Lancel, no serviría de nada. Según Persun, Gerold no se mostraría nada comprensivo. Lancel era viudo. También había un hijo, Taronce, emparentado con los bon Damfels, pero Rigo no le conocía. Quizás hubo otros hijos, tal vez desaparecieron y bon Laupmon había ignorado esas desapariciones, como Stavenger, que seguía viviendo como si nada hubiera ocurrido.

Rigo tensó la mandíbula hasta hacer rechinar los dientes. La Tierra también había conocido los sacrificios humanos. Niños sacrificados a Moloc, a Poseidon…, incluso a Dios. Sí, la Tierra también había tenido sus ritos peligrosos, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Las ménades enloquecidas habían corrido por las montañas, despedazando jóvenes con los dientes. Las sociedades secretas habían exigido la sangre y el silencio. Pero, aun así, Rigo no lograba recordar ningún período de la historia terrestre en el que los hombres hubieran perdido a sus hijos fingiendo no darse cuenta de tales pérdidas. Nunca. Eso era algo que jamás había ocurrido en ninguna parte. Sólo aquí, en Hierba.

Se estremeció y tragó una honda bocanada de aire, confuso. ¿Por qué iba a esta Cacería? ¿Estaba realmente decidido a montar? Sabiendo todo lo que sabía ahora…

¿Por qué iba a la Cacería?

Para pedir que le ayudaran a encontrar a Stella, naturalmente.

¿Y a quién podía pedirle ayuda? Repasó mentalmente la lista de todos los bons que había conocido, yendo de una familia a otra, y cuando hubo terminado volvió a repasarla para convencerse de que no había olvidado a nadie.

—Pollut —dijo por fin, con voz avergonzada—, ¿cree que alguno de ellos puede ayudarme a encontrar a mi hija?

Persun Pollut le contempló en silencio durante unos segundos. La piel que rodeaba los ojos de Su Excelencia recordaba una vieja talla de madera: estaba seca y áspera, llena de erosiones y arrugas. Por un instante Persun pensó en la posibilidad de darle una respuesta falsa, pero en seguida descartó esa idea. No, lady Westriding merecía que le dijese la verdad: se lo debía.

—No —dijo por fin—. Ninguno de ellos le ayudará.

—Marjorie me advirtió —murmuró Rigo.

Persun le oyó pese a que había hablado en voz muy baja.

—Muchos de nosotros intentamos advertirle, señor. Lady Westriding es inteligente. Los hippae no lograron engañarla.

—Entonces, cree que es cierto que le hacen algo a la mente de las personas…

—¿Tiene el embajador alguna otra explicación? —replicó Persun, con un esfuerzo para que su voz no sonara despectiva.

—¡Vamos a aterrizar! —dijo Sebastian—. El patio está lleno de gente, señor. Da la impresión de que nos estaban esperando…

Rigo miró hacia abajo con algo parecido a un lúgubre presentimiento. Una multitud de rostros pálidos se alzó hacia él. ¡Y los hippae ya estaban allí! Sí, igual que si les hubieran estado esperando. Pensó en decirle a Sebastian que diera la vuelta y les llevara de regreso a casa. ¡Pero eso parecería un acto de pura y simple cobardía! La muerte antes que el deshonor, se dijo burlonamente. Claro.

—Bajemos —dijo.

Cuando abrió la portezuela del coche, el Obermun Jerril bon Haunser estaba esperándole, con el rostro vacío de toda emoción.

—Su Excelencia —dijo—, tengo el honor de transmitirle el desafío del Obermun Stavenger bon Damfels. Desea que le diga que la ramera, su esposa, se ha llevado consigo a su hijo Sylvan, y que usted responderá de ese acto o será pisoteado hasta que muera. —Señaló hacia atrás, hacia el muro de la hacienda, donde una docena de hippae permanecían inmóviles, agitando de vez en cuando una pata y arqueando el cuello para hacer entrechocar sus espinas, pese a los hombres y mujeres de rostros inexpresivos montados sobre su grupa.

Rigo sintió como si una oleada de hierro fundido cayera sobre su rostro, endureciéndolo. Que Jerril bon Haunser hubiera dicho en voz alta todo aquello que Rigo había pensado de Marjorie sólo sirvió para redoblar su furia.

—¿Cómo se atreve? —gruñó—. ¿Cómo se atreven a…? —Alzó su voz hasta convertirla en un grito—. Una madre parte en busca de su hija, ¿y ustedes la llaman ramera? Son sus esposas las que han logrado convertirse en rameras. ¡Sus esposas y sus hijas! ¡Sí, son rameras, y ahí están sus clientes! —Señaló con el dedo la hilera de hippae pegada al muro—. ¡Sus esposas y sus hijas se han abierto de piernas para amantes que ni tan siquiera son humanos!

Los jinetes siguieron totalmente inmóviles. El rostro del Obermun bon Haunser siguió tan inexpresivo como antes, igual que si hubiera estado sordo y ciego. Parecía no haber oído el despectivo insulto de Rigo. Le hizo una reverencia, con los labios curvados en una sonrisa desprovista de toda emoción, y señaló con la mano el hippae que ya venía hacia ellos.

—Su montura —dijo.

Rigo sintió cómo Persun sujetaba su brazo.

—Marchémonos, Su Excelencia. ¡Aún podemos hacerlo!

Rigo le apartó la mano con una sacudida.

—No pienso salir huyendo —rugió a través de una roja cortina de rabia—. Ninguno de ellos conseguirá hacerme huir.

—Entonces tome esto, por el amor de Dios —y Persun le metió algo en el bolsillo de la chaqueta—. Es un cuchillo láser, Su Excelencia. Una de las herramientas que uso para hacer las tallas… Lady Marjorie jamás me perdonaría que le dejase morir.

Una parte de su mente le oyó, aunque la ira no le permitió responder a sus palabras. Bajó del aerocoche y se quedó quieto, esperando al hippae. La bestia le sonrió, enseñando los dientes. Sus ojos relucían con un brillo salvaje, y la malévola e impúdica arrogancia que ardía en ellos resultaba inconfundible. De pronto, con una oleada de pánico, Rigo comprendió que no era Stavenger bon Damfels quien le había desafiado. ¡El desafío venía directamente de los hippae! Eran ellos quienes habían preparado y dirigido esta confrontación, quienes habían coreografiado todo este movimiento de hombres y bestias. Jerril bon Haunser no actuaba impulsado por su voluntad, sino por la de ellos.

Rigo alzó los ojos hacia el edificio de la hacienda. Las terrazas estaban llenas de siluetas que le contemplaban con la boca abierta a causa del asombro, el miedo o la sorpresa. Así que esto no era un espectáculo demasiado familiar… ¿Cómo se las habrían arreglado los hippae para manipular a sus jinetes y para reunir a todos estos cazadores?

No había tiempo para pensar en comos o porqués. El hippae que tenía delante le ofreció una pata cubierta de manchas azules, tan musculosa como la de un monumento. Rigo buscó a tientas su anillo para las riendas, lo encontró en su bolsillo, lo pasó torpemente sobre la última espina del cuello y sintió la tensión del metal al saltar hacia arriba. Las puntas de sus botas encontraron los agujeros que servían como estribos. Logró sujetarse con el tiempo justo: el animal ya estaba irguiéndose. Se encontró contemplando el cielo, sostenido por las riendas y las puntas de los pies, con los músculos de la espalda y las piernas esforzándose para mantenerle en su sitio. El hippae empezó a moverse sobre sus patas traseras, emitiendo una carcajada muy parecida a la de un ser humano, dando la impresión de que aquella forma de desplazarse le resultaba casi tan cómoda como el moverse a cuatro patas. Después de lo que parecía una eternidad, volvió a poner las patas delanteras en el suelo.

Otra bestia apareció junto a él: un inmenso hippae verde, que se pegó al hippae azul como para un desfile. Stavenger iba sentado sobre el hippae verde, con el rostro tan vacío como un huevo después de haber dejado salir a su ocupante. Del Stavenger que había conocido sólo quedaba el cascarón. El hippae verde movió el cuello, haciendo sonar sus espinas, y Stavenger gritó, pero en su grito no había palabras, sólo una rabia ininteligible. Abrió la boca, su rostro se puso rojo y dejó escapar un aullido. Sus labios volvieron a cerrarse, y Stavenger se quedó inmóvil sobre su montura.

La bestia azul hizo sonar sus espinas, y Rigo se dio cuenta de que él también iba a gritar. Logró ahogar el grito, tragárselo. Una marea de furia llenó todo su ser, expulsando al hippae de su mente. Las bestias empezaron a danzar la una junto a la otra, como la pareja de una quadrille. Galoparon, trotaron, cambiaron de pata y volvieron a repetir todos los movimientos. La parte de jinete de Rigo sintió crecer aún más su ira. Habían aprendido todo eso de «Don Quijote» y «Octavo día». Estaban burlándose, humillándole. Tensó su mano izquierda sobre las riendas para dejar libre la mano derecha y metió ésta en el bolsillo, buscando el cuchillo láser. Una herramienta de lo más corriente usada por Persun para tallar la madera y cortar la hierba, una herramienta que probablemente habría servido para los paneles del estudio de Marjorie… Sí, una herramienta sencilla y corriente.

Pero también podía ser un arma. Contempló las espinas que se agitaban ante él. Parecían cuernos o dientes y, si lo eran, cortarlas quizá no le hiciera ningún daño al hippae. El cuchillo tenía una hoja de longitud y potencia variables. Usar la máxima potencia le permitiría seccionar las espinas a ras de la carne. Los hippae siguieron bailando, y Rigo movió la mano, activó el cuchillo con el pulgar, lo puso en contacto con la punta de la segunda espina. El cuchillo hizo una muesca, abriéndose paso por la espina como el acero caliente por la cera. El hippae no reaccionó. Rigo miró rápidamente a su alrededor. Nadie le había visto. Nadie le miraba. Esta danza no se representaba en beneficio de los zombis que estaban junto al muro, Jerril, Eric…, ni tan siquiera Stavenger. La danza estaba destinada a los hippae. Eran los únicos que disfrutaban de ella, y estaban tan arrogantemente concentrados en esa exhibición de su poder que ni tan siquiera se habían tomado la molestia de vigilar a sus jinetes. Rigo cortó los extremos afilados de la primera espina, embotándola hasta crear un asidero al que poder cogerse, se guardó el cuchillo en el bolsillo y esperó.

Entonces llegó el desafío. Los hippae se gritaron el uno al otro, dándose la espalda, y empezaron a usar las cuatro patas para arrojarse unos objetos. ¿Terrones, pellas de barro? No, eran unas bolas negras que no parecían demasiado fáciles de encontrar. Una llovizna de polvo negro cayó sobre Rigo. Los hippae volvieron a enfrentarse, y se encabritaron sobre sus patas traseras. Se separaron, haciendo entrechocar sus espinas y emitiendo siseos ahogados, retrocediendo hasta interponer una considerable distancia entre ellos. Cien metros, doscientos… Rigo corrió el riesgo de lanzar una mirada a los muros y los jinetes. Nada: ni un grito, ni una señal de emoción; sólo aquel silencio de muerte. Apretó los dientes y se quedó quieto. Finalmente, el hippae verde inclinó la cabeza y se lanzó a la carga. La montura de Rigo hizo lo mismo.

Su oponente venía por la derecha, con el cuello arqueado hacia abajo de tal forma que las terribles espinas asomaban de lado. La montura de Rigo había adoptado la misma posición. Eran como dos caballos entrenados para la guerra que se lanzaran atronando el uno contra el otro. Ninguno de los dos hippae podía ver hacia dónde iba, y cada uno representaba una terrible amenaza para su adversario. Stavenger estaba tan inmóvil como un maniquí, sin enterarse de nada. En el último segundo, Rigo sacó la bota derecha del agujero que servía como estribo y se sostuvo con la bota izquierda, levantó la pierna derecha y la dobló hacia atrás, procurando mantenerse lo más arriba posible gracias al asidero que la espina embotada le ofrecía a su mano izquierda.

Las espinas del animal de Stavenger se enredaron con las de la montura de Rigo, abriéndose paso por entre ellas y dirigiéndose hacia el sitio donde había estado la pierna derecha de Rigo, pasando a un dedo de la piel azulada del hippae. Rigo pudo ver cómo la bota derecha de Stavenger quedaba destrozada. La sangre empezó a brotar de su pierna y cayó sobre el polvo. Los animales no tenían intención de hacerse daño entre ellos. Las espinas iban dirigidas a las piernas de sus jinetes.

Rigo se apoyó en los hombros de la criatura y, cuando volvieron a separarse, sacó el cuchillo e hizo cortes en las cuatro espinas que tenía delante, golpeándolas para inclinarlas hacia un lado. Aunque el cuello seguía contando con espinas más largas, aquella amputación le permitiría no ser empalado. Los hippae ya habían vuelto grupas y se preparaban para otra carga. Tenían que tomar puntería como si fuesen cohetes; en cuanto bajaran la cabeza no podrían ver hacia dónde se dirigían, pero el instinto o una larga práctica les permitían saber dónde estaba su oponente. Se encontraron por el flanco izquierdo, y las espinas se enredaron unas con otras como si fueran engranajes, chocando con un seco chirrido, y Rigo volvió a repetir su maniobra de antes, alzando la pierna y manteniéndose precariamente suspendido sobre el otro flanco de su montura, ayudado a partes iguales por su rabia y por su miedo.

La bota izquierda de Stavenger quedó destrozada, y su pierna izquierda empezó a sangrar. Su rostro continuaba totalmente inexpresivo. Los hippae seguirían aunque Stavenger cayera, aunque muriese… Los hippae seguirían y seguirían hasta que Rigo hubiese muerto también. Matar a Stavenger no serviría de nada. Sería como matar una pulga agarrada al cuello del perro que te atacaba. No. Si quería ponerle punto final a la batalla, tenía que detener a los hippae.

La carga siguiente volvería a ser por la derecha. Rigo se enrolló las riendas en el brazo izquierdo, agarrándose a la espina embotada con esa mano, levantó la pierna derecha y se tumbó sobre su montura mientras la otra bestia pasaba junto a él, y le lanzó una cuchillada a sus patas traseras con la hoja extendida hasta el máximo de su longitud. La hoja zumbó y cortó, abriéndose paso por la carne como lo había hecho por la madera.

La bestia verde gritó, intentó seguir sosteniéndose sobre una pata medio amputada, y cayó al suelo. La montura de Rigo se encabritó, lanzó un aullido y trató de herirle con unas espinas que ya no estaban allí. Rigo volvió a tumbarse sobre ella y le lanzó una feroz cuchillada a las patas traseras, apartándose de ella para que no le atrapara al caer.

Ruido. Dos animales gritando. Se puso en pie, tambaleante, sin apartar los ojos de los hippae. Estaban intentando reptar hacia él, querían incorporarse sobre las tres patas que les quedaban. Rigo puso la hoja del cuchillo a su máxima longitud y fue hacia ellos: un golpe, dos. Los cráneos quedaron hendidos hasta la mandíbula, y los cuellos cauterizados se separaron de las cabezas para sacudirse espasmódicamente hasta quedar inmóviles.

Oyó un gran estrépito que venía de otro punto. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo los hippae que habían permanecido pegados al muro cargaban contra él, con los cascos en el aire y las mandíbulas preparadas. No había forma de evitar su embestida. Dio un salto, se refugió tras los cuerpos de los hippae agonizantes y lanzó cuchilladas a las patas y dientes que intentaban alcanzarle desde arriba. Un diluvio de sangre cayó sobre él, cegándole.

Algo le golpeó en la cabeza. Se derrumbó, aturdido. Sonido: rugidos, gritos, voces que aullaban, hippae chillando y apartándose de él. La oscuridad le rodeó, engulléndole.

—Arriba, señor, arriba —dijo la voz de Persun Pollut—. Adentro. Oh, adentro, por favor, no podremos seguir conteniéndoles mucho rato.

Después, una vibración, un sonido que se fue haciendo más débil y distante y, por fin, la negrura devorándole del todo.

Figor bon Damfels fue el primero en llegar hasta Stavenger, tras haber tenido que esperar un tiempo considerable a que los hippae terminaran con su carnicería y se marcharan. Los sirvientes de Roderigo Yrarier los habían contenido usando el aerocoche y saltando de él justo a tiempo para rescatarle. Figor estaba asombrado. Ningún sirviente de los bon Damfels o los bon Laupmon había movido un dedo para proteger a sus amos. Los doce jinetes habían tenido que soportar todo el peso de la furia de los hippae. Los doce habían muerto: casi todos eran bon Laupmon, y el total de muertos llegaba a los catorce, contando a Stavenger y el Obermun bon Haunser. Stavenger no tenía ninguna herida en el cuerpo, aunque estaba pálido y frío. Sus botas estaban hechas pedazos. Figor desabrochó la correa que sujetaba cada bota y se las sacó. Los pies de Stavenger salieron con ellas. Sólo una delgada tira de cuero del interior había impedido que se cayeran. Estaban llenas de sangre, que fluyó por el suelo al quitárselas. Stavenger se había desangrado hasta morir, sin moverse.

Cuatro hippae habían muerto también: los dos que habían tomado parte en el combate y otros dos, con las patas cercenadas como por una gran hoja metálica. Ésta era la muerte que los demás hippae habían querido vengar.

La muerte de los hippae les había enfurecido, desde luego, aunque el que Yrarier hubiese logrado escapar quizá les enfureciese todavía más. Habían bailado, aullado y saltado, tratando de clavar sus dientes en el aerocoche que ascendía hacia el cielo. Mientras todo eso ocurría, Figor no había tenido tiempo de pensar en nada, y tampoco hubiera podido hacerlo. Los cerebros de todos los presentes sólo contenían rabia y un furioso asombro. Pero, después de que los hippae se hubieran marchado, algunos de ellos empezaron a ser capaces de pensar con una cierta coherencia, y pudieron reflexionar sobre lo que sus ojos habían visto mientras sus mentes eran incapaces de comprender nada.

—Figor —dijo Taronce bon Laupmon, su sobrino—, encontré esto allí donde cayó el fragras.

Figor tomó lo que le ofrecía. Una especie de herramienta… Tenía un control, y Figor apoyó el pulgar sobre él, activándolo. La hoja se estremeció, zumbando con una fuerza letal, y Figor volvió a desactivarla.

—¡Por nuestros antepasados! —murmuró, asombrado—. ¡Taronce!

—Debe de ser lo que utilizó contra las monturas —murmuró su primo Taronce, frotándose el punto del hombro donde la prótesis se unía a su cuerpo—. Les cortó las patas por debajo. Partió sus cabezas por la mitad. Igual que hacen los hippae con nosotros, igual que me hicieron a mí… —Miró a su alrededor, sintiéndose culpable—. Escóndelo antes de que alguien lo vea.

—¿Qué dice el Obermun bon Laupmon? Lancel, ¿está…?

—Está muerto. Gerold vive. No había montado.

—¿Cómo…? —Agitó la mano, señalando cuanto les rodeaba—. Cuando llegué, ya había empezado.

—Los hippae aparecieron esta mañana en el patio. Escogieron jinetes. Escogieron a Stavenger nada más verle llegar, igual que a bon Haunser.

—Ninguno de ellos se fijó en mí.

—Sólo querían doce jinetes, aparte de Stavenger y Jerril bon Haunser. Y ahora todos están muertos…

—Más cuatro monturas —murmuró Figor—. No te preocupes, buscaré un sitio seguro para esconder esa herramienta. No sabrán que la tenemos.

—Estarías dispuesto a usarla, ¿verdad?

—¿Y tú?

—Creo que sí. Creo que la usaría. Es tan pequeña, tan precisa y limpia… Puedes guardártela en el bolsillo. No sabrán que la llevas encima. Y entonces, cuando alguno de ellos intente…

—Si Yrarier llevaba eso consigo, quizá sean fáciles de obtener. Puede que en la Comunidad…

—¿Por qué no sabíamos que existían?

—Porque ellos no querían que lo supiéramos. O quizá porque nosotros mismos preferíamos ignorar su existencia.

Cuando llegaron a Colina del Ópalo, Persun y Sebastian Mecánico dejaron a Rigo en el aerocoche y llamaron al padre de Persun por el dígame para decirle que había que evacuar la hacienda. Rigo estaba inconsciente. No podían hacer nada por él; tenían que llevarle inmediatamente al hospital de la Comunidad, pero había otro asunto muy importante en que pensar.

—¿Evacuar la aldea? —preguntó Hime Pollut—. Pers, debes de estar bromeando.

—Padre, escucha: Rigo Yrarier ha matado a dos hippae, por lo menos. No sé cuántos hombres murieron en la confusión que dejamos atrás al marchamos, pero supongo que habrá habido muertes. Recuerdo las historias de lo que ocurrió en la hacienda de los Darenfeld: toda la gente de la aldea murió. La gente que vive en la aldea de Colina del Ópalo, los sirvientes de la gran casa…, son nuestra gente, padre. Son de la Comunidad.

—¿Cuánta gente hay en Colina del Ópalo?

—Unos cien y algo. Si puedes conseguir que Roald Few nos mande unos cuantos camiones…

—¿Estarán preparados para marcharse en cuanto lleguen?

—Sebastian ya va de camino a la aldea. Si puedes conseguir los camiones que usamos para ir a las residencias de invierno, podrán llevarse consigo su ganado y sus animales. Los necesitarán…

Un largo silencio.

—¿Podrás traer contigo a los forasteros que viven en la hacienda?

—Sí, traeré conmigo a Su Excelencia, su secretaria y su hermana, el viejo sacerdote… No hay nadie más.

—¿Dónde está la mujer? ¿Y los chicos? El otro sacerdote y la otra mujer, esa especie de capricho de Yrarier…

—Asmir Tanlig llevó a Eugenie a la Comunidad esta mañana. En cuanto a los demás, no están aquí, pero ahora no tengo tiempo para explicártelo. —Apagó el dígame y recorrió la casa a toda velocidad, hablando con los sirvientes que iba encontrando. Todos eran de la aldea. Hizo que algunos buscaran al padre Sandoval, Andrea Chapelside y su hermana, diciéndoles que sólo tenían una hora para hacer el equipaje. Incluso esa breve espera podía hacer que la vida de Rigo corriese peligro, pero no podía recoger a las mujeres y salir huyendo, dejando atrás todas sus pertenencias. Necesitarían sus cosas. Las mujeres siempre necesitan sus cosas…

Marjorie… Sí, ella también necesitaría sus cosas. Reunió a tres doncellas y les dijo que preparasen el equipaje de Marjorie.

—Sus ropas y objetos personales —les dijo.

¿Y las cosas de Stella? ¿Lograrían encontrarla alguna vez? ¿Cuáles serían los objetos que más valoraba?

—¿Cuánto tiempo estaremos fuera, Persun? ¿Qué cogemos?

—No lo sé —dijo él, irritado—. Coged un poco de ropa para Marjorie y Stella, buscad sus joyas y objetos de valor, y olvidaos de todo lo demás.

Y también era posible que estuviera actuando movido por lo que no eran más que suposiciones, un mero ataque de paranoia. Quizá los hippae no le hicieran ningún daño a Colina del Ópalo, quizá la aldea no corriese peligro alguno…

O quizá sí. Presa del pánico, volvió corriendo al dígame.

—Roald Few ha tomado prestados cuatro camiones de carga del puerto —le dijo su padre—. Ya van de camino. Está de acuerdo en que es muy importante salvar al ganado.

Bueno, entonces alguien más compartía sus temores… O quizás hubiera conseguido contagiárselos, no podía saberlo. Fue al estudio de Marjorie, deseoso de salvar los objetos personales que pudiera tener allí, y se encontró con los paneles que había tallado para ella: una dama caminando por entre los árboles de un bosquecillo, a veces claramente visible y a veces escondida por los troncos, con su hermoso rostro siempre vuelto hacia un lado. Como un sueño imposible de alcanzar… Los árboles estaban llenos de pájaros. Alargó la mano para tocar un panel y lo acarició, preguntándose si tendría el tiempo suficiente para arrancar los paneles y llevárselos. Lanzó una exclamación al darse cuenta de que eso era una estupidez. No había tiempo.

Cuando hubo recogido todo lo que pudo fue en busca de Sebastian y de los que ya estaban preparados y llevó el aerocoche directamente al hospital, junto al Hotel del Puerto. Los médicos empezaron a ocuparse de Rigo. Andrea, su hermana y el padre Sandoval fueron al hotel del puerto.

Asmir ya estaba allí.

—¿Dónde está Eugenie? —le preguntó Persun.

—No lo sé. ¿No estaba contigo? —le preguntó Asmir.

—Esta mañana dijo que quería venir a la Comunidad.

—Me dijo que había cambiado de parecer. Vine a recoger unos cuantos suministros.

Persun contó a sus pasajeros con los dedos y fue corriendo a preguntarles dónde estaba Eugenie. Nadie lo sabía. Volvió a Colina del Ópalo, deseoso de utilizar todas las horas de luz diurna. Los camiones estaban en la aldea recogiendo gente, ganado y todo el equipo imprescindible. Cuando llegó, otro camión estaba a punto de posarse. Iba conducido por Sebastian.

—No consigo encontrar a Eugenie —le gritó Persun.

—¿La mujer de Su Excelencia? ¿No está en la Comunidad? ¿No fue allí con Asmir?

—No, Sebastian. Cambió de parecer.

—Pregúntale a Linea, era su sirvienta.

Persun logró encontrar a la mujer y se lo preguntó. Linea no sabía nada. No había visto a Eugenie desde esa mañana. Pensaba que quizás estuviera en su casa, o en el jardín.

Persun corrió por el sendero que llevaba a la hacienda y fue hasta la casa de Eugenie, lanzando ahogadas maldiciones. No estaba allí. Las cortinas rosa flotaban impulsadas por el viento primaveral. La casa olía a flores que Persun Pollut jamás había visto. No estaba allí… Fue al jardín de hierba y empezó a buscarla, yendo por todos los senderos, sintiendo la caricia de las suaves brisas primaverales: el perfume de la hierba saturaba sus fosas nasales como si fuera una droga.

—¿Eugenie? —gritó. Correr por los jardines llamándola a gritos por su nombre no le parecía una conducta demasiado digna, pero no conocía su apellido. Todo el mundo usaba su nombre de pila—. ¡Eugenie!

Los camiones despegaron de la aldea con un rugir de motores. Persun volvió a la aldea arrastrando los pies, agotado. El lugar ya casi estaba vacío: sólo quedaban unas cuantas personas, algunos cerdos y gallinas, y una vaca solitaria que mugía alzando su cabeza hacia el cielo. El sol se hundía por el oeste, clavando su mirada llameante en los ojos de Persun.

—Van a volver, ¿no? —preguntó—. Me refiero a los camiones…

—No creerás que pensamos quedarnos aquí cuando todos los demás se han marchado, ¿verdad? —le dijo secamente una anciana—. ¿Qué ha pasado? Nadie parece saber nada, excepto que los hippae vendrán para matarnos a todos en nuestras camas.

Persun no respondió. Había echado a correr hacia la gran casa, dispuesto a hacer un último intento. Recorrió todas las habitaciones una por una. No estaba allí. Volvió a la casita donde vivía. No estaba allí.

No se le ocurrió ir a la capilla. ¿Por qué debía ocurrírsele? La gente de la Comunidad no tenía capillas. Algunos de ellos pertenecían a un credo religioso u otro, sí, pero sus religiones no eran de las que construyen edificios para el culto.

Fue al aerocoche, le ofreció una plaza a la anciana, metió su jaula de gallinas en el vehículo y volvió a despegar, volando bajo sobre los jardines, buscando a Eugenie. Cuando llegó a la Comunidad volvió a buscarla, pensando que quizás hubiera estado en uno de los camiones.

Anochecía.

—Tengo que volver —le gritó a Sebastian, que acababa de llegar de su último viaje—. Tiene que estar ahí.

—Iré contigo —dijo Sebastian—. Todo el mundo ha sido evacuado. Están instalándose en las residencias de invierno.

—¿Tienes noticias de Su Excelencia?

Sebastian negó con la cabeza.

—Nadie ha tenido tiempo de preguntar por él. ¿Estaba grave?

—Tenía el brazo pisoteado y recibió un golpe en la cabeza. Respiraba bien, pero no podía mover las piernas. Creo que quizá sufra de parálisis.

—El hospital está preparado para atender esa clase de heridas.

—Sí, hay heridas que pueden curar… —Volvieron a despegar, y se alejaron de la Comunidad en dirección a Colina del Ópalo. Llevaban muy poco tiempo volando cuando vieron el incendio, alas y telones de fuego que corrían velozmente por la hierba, empequeñeciendo la hacienda con la masa de sus llamas.

—Ah, bueno —murmuró Persun—. Así que, después de todo, no me he portado como un histérico… Mi padre no estaba seguro. Pensaba que quizá todo fueran imaginaciones mías.

—¿Y te alegra? —le preguntó Sebastian con curiosidad, mientras hacía que el aerocoche trazara una curva para contemplar el incendio—. ¿O preferirías que te hubiesen llamado histérico y que Colina del Ópalo siguiera intacta? Vi los paneles que tallaste para el estudio de la señora. Hacía tiempo que no veía nada tan hermoso… No, la verdad es que nunca había visto nada tan hermoso.

—Aún conservo mis manos —dijo Persun, mirándoselas y pensando en lo que podría haberles ocurrido si no hubiera actuado igual que una vieja asustadiza—. Siempre puedo tallar otros paneles. —Si volvía a ver a Marjorie, podría hacer más paneles. Siempre que fuesen para ella…

—Pensaba que los jardines habían sido diseñados para impedir esta clase de incendios.

—Así es, a menos que alguien los cruce para prenderle fuego a los edificios. Eso es lo que ha ocurrido aquí, Sebastian… Sí, eso ha sido. —Contempló las ruinas, y tuvo que contenerse para no lanzar un grito—. Mira, Sebastian. Mira esas huellas…

Alejándose de Colina del Ópalo con rumbo hacia el bosque pantanoso, recto como una flecha, se veía un rastro de hierba aplastada, como si diez mil hippae hubieran pasado por allí en filas. Sebastian y Persun se miraron el uno al otro, horrorizados.

—¿Crees que ella está ahí abajo? —murmuró Sebastian.

Persun asintió.

—Sí. Está allí… O estaba. En alguna parte.

—Quizá deberíamos…

—No. Mira, entre las llamas: hippae. Debe de haber centenares. Algunos están bailando junto al fuego, otros se alejan hacia esas huellas… ¿Cuántos hippae han hecho falta para dejar semejante rastro? Y también debe de haber sabuesos. Todos los sabuesos de Hierba deben de estar ahí abajo, yendo hacia la Comunidad. No. No, no podemos bajar. Volveremos mañana. Echaremos un vistazo en cuanto el fuego se haya apagado. Quizá lograra refugiarse en los aposentos de invierno. Espero que no haya muerto entre las llamas.

Eugenie no había muerto entre las llamas. La oleada de sabuesos que cayó sobre la hacienda antes del incendio se había ocupado de que no fuera así.

La Comunidad andaba muy alterada, llena de rumores y especulaciones. Alojar a poco más de cien personas no era demasiado complicado. Las residencias invernales eran lo bastante grandes como para acoger a toda la población de la Comunidad más la de las aldeas, y sólo los más jóvenes pensaban que aquellas habitaciones y pasillos subterráneos fueran nuevos o inquietantes. Las cavernas ya estaban allí cuando los hombres llegaron a Hierba, pero habían sido agrandadas y acondicionadas para servir de morada a los seres humanos, y todos los que tuvieran más de un año de edad según el calendario de Hierba las conocían bien. Los animales evacuados fueron a los graneros invernales. Aunque la recogida de heno de este año aún no había empezado, quedaba suficiente trigo y heno del año pasado como para alimentarlos. Alimentar a la gente tampoco sería problema. La Comunidad empezó a usar las cocinas de invierno con la facilidad que da una larga práctica.

Pese a que todos obraban con la calma que proporciona la familiaridad, también había inquietud y preocupación, tanto entre los que acababan de llegar como entre los que les habían dado la bienvenida. Que una hacienda ardiera no era algo demasiado corriente. Había ocurrido antes, sí, pero de eso hacía ya mucho tiempo, en la época de sus bisabuelos. No era algo fácil de comprender o aceptar. Cuando Persun Pollut les trajo la noticia de aquel gran rastro que iba hacia el bosque pantanoso, la preocupación se hizo aún más honda. Todo el mundo sabía que los hippae tendrían grandes problemas para atravesar el bosque, pero aun así…, bueno, la gente tenía sus dudas. Estaban nerviosos, y se preguntaban si aquello no sería el presagio que anunciaba la llegada de un peligro misterioso e indefinible.

La inquietud llegó incluso a Camino del Puerto, y los que se ganaban la vida sirviendo y alojando a los forasteros empezaron a ponerse nerviosos. Santa Teresa y Ducky Johns no eran inmunes al nerviosismo general. Se encontraron al final de la calle del Placer y fueron por la Avenida del Puerto, Ducky bailoteando y temblando dentro de su gran traje dorado que parecía una tienda y Santa Teresa caminando junto a ella igual que una garza, con unas piernas y una nariz tan largas que casi rozaban lo caricaturesco. Llevaba su atuendo habitual: pantalones púrpura ceñidos en la rodilla pero con todo lo demás muy holgado y una levita hecha con piel de jermot, una especie de cuero escamoso importado de algún planeta desértico situado en el centro de la nada y que llegaba a Hierba a través de Semling. Su calvo cráneo brillaba igual que si fuese de acero bajo las luces azuladas del puerto, y sus grandes manos se movían mientras hablaba, sin quedarse quietas ni un segundo.

—Bueno, entonces, ¿qué significa todo esto? —preguntó—. Quemar Colina del Ópalo de esa forma… Pero si el lugar estaba vacío… —Sus manos se movieron en círculos, describiendo una búsqueda desde el aire, y cayeron bruscamente hacia sus flancos, transmitiendo la frustración que sentía.

—No, había una persona —le corrigió Ducky Johns—. La mujer, ese juguete del embajador… Ha desaparecido.

—Bueno, pues había una persona. Pero los hippae llevaron el fuego a través de los jardines y lo quemaron todo. Aún sigue ardiendo. —Sus dedos se agitaron igual que llamas, dibujando la escena en el aire.

Ducky Johns asintió, y el gesto de su cabeza creó una serie de ondulaciones que viajaron por sus oídos hasta llegar a la carne de abajo, una marea temblorosa que sólo se detuvo cuando alcanzó sus tobillos, allí donde sus piececitos servían como válvula de seguridad.

—Por eso quería hablar contigo, Teresa. Está claro que la situación empeora a cada momento que pasa: todo está fuera de control. Ya sabes que el embajador mató a unos cuantos hippae, ¿no?

—Sí, eso he oído decir. Y, por lo que me han contado, es la primera vez que pasa.

—Sí, que yo sepa. Darenfeld hirió a uno, hace ya muchos años, antes de que su hacienda ardiera.

—Creí que fue un incendio de verano. Los rayos…

—Eso dicen los bons, pero nadie más lo cree. Los bons fingieron que fue un incendio causado por algún rayo y empezaron a construir jardines de hierba alrededor de sus haciendas, pero Roald Few dice que el Crónica de la Comunidad dejó bien claro lo que había sido: una venganza de los hippae.

Santa Teresa apretó los labios hasta dejarlos convertidos en una tensa línea, más nervioso y preocupado de lo que deseaba admitir.

—¡Bueno! Los bons no son asunto nuestro. Mira, Ducky, aunque mañana les asaran a la parrilla, todas las aduanas seguirían funcionando igual que siempre. Ellos pueden creer que son la cima de la creación, pero nosotros sabemos que no es así.

—Oh, no se trata sólo de los bons. También está esa plaga. Cada vez oímos hablar más y más de ella.

—No hemos tenido ningún caso.

—No, desde luego, y es bastante extraño. He oído ciertos comentarios… Asmir Tanlig ha andado haciendo preguntas por todas partes. Sebastian Mecánico ha estado husmeando por aquí y por allá. Preguntas: quién ha estado enfermo, quién se ha muerto… Los dos trabajan para el embajador, y eso quiere decir que el embajador anda tramando algo. He hablado con Roald y él habló con unos cuantos más, incluyendo gente de Camino del Puerto que ha tenido contacto con los forasteros. Al parecer, la plaga está por todas partes salvo aquí. Pero Santidad intenta ocultar su existencia, aunque los rumores son cada vez más insistentes.

—¿Y qué? ¿Qué intentas decirme, Ducky?

—Te estoy diciendo que, si la gente de los demás planetas se muere, la aduana dejará de ser negocio, vieja garza. Eso es lo que te estoy diciendo, vieja cigüeña. ¿Y de qué crees que viviremos tú y yo? Dejando aparte el que, en cuanto toda la humanidad haya desaparecido, nos sentiremos condenadamente solos, con esos hippae haciendo sus salvajadas por entre la hierba…

—No pueden atravesar el bosque.

—Eso nos han dicho, eso nos han dicho… Y, aun suponiendo que sea cierto, piensa en toda la humanidad encerrada en un espacio tan reducido como la Comunidad. Hace que sienta claustrofobia, Teresa, te lo juro.

Habían llegado al final de la Avenida del Puerto, allí donde se convertía en una serie de roderas que se alejaban hacia el sur, cruzando los pastizales, y dieron la vuelta como de mutuo acuerdo para regresar por donde habían venido, aunque ahora más despacio, pues Ducky rara vez caminaba distancias tan grandes.

Lámparas azules proyectaban hilillos de luminiscencia sobre la superficie cristal ceniza del puerto. Hoy sólo había dos naves, un esbelto yate medio escondido por la sombra de un gran almacén y La Lirio Estelar, un rechoncho carguero de Semling agazapado en un charco de claridad color zafiro, con su bodega de carga abierta de par en par como la boca de alguien que estuviera roncando. Algo se movió en el charco de luz, y Ducky puso una mano sobre el brazo de su compañero.

—Ahí —dijo—. Teresa, ¿has visto eso?

Sí, lo había visto.

—A estas horas de la noche no puede haber nadie trabajando.

—Ve a echar un vistazo, Teresa. Anda. Yo no puedo moverme lo bastante deprisa.

No hacía falta que se lo dijera, pues las flacas piernas de garza de Santa Teresa ya habían empezado a moverse en una veloz serie de zancadas que devoraron la superficie del puerto: Teresa avanzó hacia aquel fugaz destello de movimiento como si fuese una desgarbada ave de presa. Ducky intentó seguirle lo más aprisa posible, jadeando mientras su carne ondulaba y bailoteaba como si mil pequeños circuitos ocultos en su interior estuvieran heterodinizándose los unos a los otros. Su compañero de paseo ya se había perdido entre las sombras. No le veía, pero un instante después percibió el gesto de su cabeza, veloz como un pico muy agudo, y el movimiento de una mano que emergió de la sombra sujetando algo pálido y escurridizo que no paraba de retorcerse. Teresa se dio la vuelta y fue hacia ella, sin soltar lo que había encontrado.

Cuando estuvo lo bastante cerca para que pudiese ver de qué se trataba, Ducky dejó escapar un grito de sorpresa. Ahí estaba, igual que la última vez… Otra chica desnuda de rostro inexpresivo que se retorcía igual que un pez atravesado por un arpón, sin despegar los labios.

—Bueno —dijo Teresa—, ¿qué te parece?

—¿Qué lleva en la mano? —preguntó Ducky—. ¿Qué lleva ahí, y que está haciendo en este sitio?

—Intentaba subir a bordo —dijo Santa Teresa, sujetando a la chica con un brazo y quitándole el objeto que sostenía entre sus tensos dedos. Consiguió apoderarse de él, y Ducky se inclinó hacia delante para echarle un vistazo.

—Un murciélago muerto —dijo—. Seco y acartonado… ¿Para qué llevaría eso consigo?

Contemplaron a la chica y se miraron el uno a la otra, llenos de preguntas y conjeturas.

—Sabes quién es, ¿no? —dijo Ducky—. Es Diamante bon Damfels, la que llamaban Dimity. La que desapareció nada más empezar la primavera. Tiene que ser ella.

Santa Teresa no parecía tener ganas de discutir tal afirmación.

—¿Y ahora qué? —preguntó por fin.

—Ahora la llevaremos a casa de Roald Few —dijo Ducky—, igual que debí hacer con la otra chica. La llevaremos allí, y hablaré con Gelatina y con Jandra y con cualquiera que tenga algo de sentido común dentro de la cabeza. No sé qué está pasando aquí, vieja cigüeña, pero, sea lo que sea, no me gusta.

La noche había llegado a la Ciudad Arbórea de los arbai como si fuera un visitante muy cortés, anunciándose con suave delicadeza y moviéndose lentamente por entre los puentes y enrejados de hierba, deslizándose a través de los espectros que moraban en las casas y entrando silenciosamente en cada habitación para cubrir el suelo con una alfombra de sombras. La noche había llegado con delicadeza, pero la oscuridad no había hecho acto de presencia. Esferas luminosas colgaban de cada techo y flanqueaban cada pasarela. Arrojaban una claridad opalescente que no habría bastado para trabajar, pero que sí bastaba para ver los suelos, las paredes y las rampas, para saber adonde ibas, ver los rostros de tus amigos y los fantasmas que deambulaban de un lado para otro.

Entre las casas situadas delante de la gran plataforma había algunas menos frecuentadas por los fantasmas. Tony y Marjorie se habían hecho la cama en una de esas casas, mientras que los dos hermanos, el sacerdote y Sylvan habían escogido otra. En cuanto terminaron de preparar su alojamiento volvieron a la plataforma para cenar juntos, compartiendo sus raciones y los extraños frutos que Rillibee había cogido de los árboles cercanos. Unos cuantos zorren se acercaron a ellos durante unos minutos. Los humanos captaron su presencia, oyeron voces que les recordaron el gran alarido y sintieron preguntas susurradas en lo más recóndito de su mente, preguntas a las que intentaron responder. Las presencias acabaron desapareciendo. Ahora estaban solos, y lo sabían.

—Hay muchas cosas que no entiendo —dijo Tony, expresando lo mismo que sentían todos. Habían hablado con los zorren, sí, pero el intercambio había resultado mucho más enigmático y sorprendente que informativo.

—Hay muchas cosas que nunca he entendido —dijo el hermano Mainoa. Esta noche parecía muy cansado y muy viejo.

—¿Los zorren son hijos de los hippae? —preguntó el padre James—. Lo dijeron en más de una ocasión.

—No son sus hijos —dijo el hermano Mainoa—. No, no lo son, igual que la mariposa no es hija de la oruga.

—Otra metamorfosis —dijo Marjorie—. Los hippae se convierten en zorren.

—Algunos, no todos —dijo el hermano Mainoa.

—Pero hubo un tiempo en que todos se convertían en zorren —insistió ella, muy segura de lo que decía. Estaba muy claro, aunque le habría resultado bastante difícil decir cómo había llegado a entrar en posesión de tales conocimientos. Lo sabía, y eso era todo—. Hubo un tiempo muy lejano en el que todos los hippae acababan convirtiéndose en zorren.

—Sí —dijo el hermano Mainoa—. Y en aquella época eran los zorren quienes ponían los huevos.

Marjorie se frotó la cabeza, intentando recordar cosas que había aprendido hacía mucho tiempo en la escuela.

—Debió de ser una mutación —dijo—. Algunos hippae debieron de sufrir una mutación, y empezaron a reproducirse cuando aún se hallaban en la etapa de hippae. Hay animales capaces de hacerlo, incluso en la Tierra… Quiero decir que pueden reproducirse estando en su etapa de larvas. Pero que esa mutación sobreviviese significa que permitía una reproducción más eficiente.

—Usan las cavernas durante su etapa de hippae. Quizá los hippae sabían vigilar mejor sus huevos —dijo el padre James—. Quizá los huevos puestos por los hippae presentaban un índice de supervivencia mayor que el de los zorren.

—Y, con el tiempo, los hippae acabaron encargándose de casi todas las tareas reproductivas, y no todos ellos se metamorfosearon en estas criaturas que llamamos zorren. ¿Cuántos zorren hay en el planeta?

—¿En todo el planeta? —El hermano Mainoa agitó la cabeza—. ¿Quién sabe? Cada vez que se oye el gran grito los zorren saben que se ha producido un nuevo cambio y que su número ha aumentado en otro individuo. Se reúnen por docenas e intentan encontrarle. Quieren darle la bienvenida y llevarle al bosque, donde estará a salvo. Pero, si los hippae lo encuentran antes que ellos, lo matan aprovechando que aún es débil y no sabe defenderse, y si encuentra refugio en un bosquecillo hacen que los hombres se suban a su grupa y le obligan a bajar del árbol.

—Pero ¿los hippae no saben que ellos mismos…? —El padre James agitó la cabeza.

El hermano Mainoa se rió con amargura.

—No lo creen. No creen que se conviertan en zorren. Se niegan a creerlo. Creen que seguirán siendo como son hasta que se mueran. Y muchos de ellos mueren. ¿Recuerda lo que pensaba de pequeño, padre? ¿Pensó alguna vez que llegaría a envejecer?

Sylvan iba y venía por la barandilla, con los ojos clavados en la noche del bosque.

—Deben odiamos —dijo—. Mientras hablaban con ustedes no paraba de pensar en cómo deben odiar a los bons…

—¿Porque los cazáis? —le preguntó Tony.

—Sí. Porque los bons los perseguimos y los cazamos. Porque ayudamos a los hippae.

—No creo que les culpen por ello —dijo el hermano Mainoa—. No, se culpan a sí mismos. —Pensó en lo que acababa de decir y se corrigió—. Al menos, eso es lo que piensa el zorren con el que he estado hablando. Puede que los demás no piensen lo mismo.

—¿Qué nombre le da? —preguntó Marjorie—. No consigo imaginar ningún nombre que pueda resultarle adecuado.

Primero —replicó el hermano Mainoa—. Le llamo Primero. O Él, con mayúscula, como si fuera Dios. —Dejó escapar una risita ahogada.

—Cuando almorzamos juntos en Colina del Ópalo nos habló de ellos —dijo el padre James—. ¡Los zorren! Ellos eran los que estaban tan preocupados por el pecado original.

El hermano Mainoa suspiró.

—Sí. Aunque la razón que les di para justificar su preocupación no era auténtica. Comer a los mirones no les crea ningún problema de conciencia. Siempre lo han hecho. Hay muchos más mirones de los que el planeta podría alimentar si todos llegaran a la madurez, y los zorren lo saben. Se los comen igual que el pez grande se come al chico, sin preocuparse del posible parentesco que comparten. No, lo que les torturaba era el genocidio de los arbai. Algunos zorren han adquirido las ideas del pecado y la culpa gracias al contacto con nuestras mentes, y no saben qué hacer con esos conceptos. Les preocupan… Al menos, preocupan a los que piensan en ellos. No todos lo hacen. Son muy distintos los unos de los otros, igual que ocurre con los humanos. Y, como nosotros, algunas veces discuten violentamente entre ellos.

El padre James se volvió hacia él con cierta curiosidad.

—¿Se sienten culpables por la matanza que tuvo lugar en la ciudad de los arbai?

—No. No es sólo esa matanza. Hablo de un auténtico genocidio —repitió Mainoa—. Todos los arbai, estuvieran donde estuviesen… No sé cómo lo consiguieron, pero los hippae les mataron a todos.

—¿Estuvieran donde estuviesen? —Marjorie no podía creerlo—. ¿En otros planetas? ¿Por todas partes?

—Igual que hace ahora la plaga con nosotros —dijo el padre James, comprendiéndolo todo de pronto—. Creo que por eso nos ha traído aquí, ¿verdad, hermano Mainoa?

—Sí. —El hermano Mainoa volvió a suspirar—. Les he traído aquí porque los zorren, o al menos algunos de ellos, no quieren que vuelva a suceder. Creían haber tomado precauciones para impedir que volviera a ocurrir. No me pregunten en qué consistían, porque no lo sé. Pero, al parecer, esas precauciones no han sido suficientes, y aunque hay cosas que aún no me han explicado o que no quieren explicarme, me han dicho que quizá ya sea demasiado tarde.

—No —dijo Marjorie—. No. No puede ser demasiado tarde. No pienso aceptar eso.

El hermano Mainoa se encogió de hombros, y su cansado rostro pareció estar más lleno de arrugas que nunca. El padre James alargó la mano hacia él.

—No —repitió Marjorie, totalmente segura de lo que decía. Pensó en Stella, estuviera donde estuviese, y en Tony, y en todos aquellos a los que había conocido a lo largo de su vida, toda la gente que le había importado. Pequeños o grandes, con nombres o sin ellos…, no pensaba consentirlo—. Creamos lo que creamos, no podemos aceptar que es demasiado tarde.