Cuando Marjorie y sus acompañantes llegaron a Klive, Marjorie fue directamente hacia la Puerta de las Perreras. Que ella supiese, era el sitio más cercano a la primera superficie, una de las dos entradas más utilizadas para acceder a la mansión. La terraza quedaba encima de la primera superficie, y delante de ésta se hallaban las salas de recepción. Llevaba cruzada media terraza cuando alguien la vio y fue rápidamente hacia ella para interceptarla: era Sylvan.
—¡Marjorie! —Tuvo que hacer un esfuerzo para que su voz no se convirtiera en un grito de preocupación—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido para averiguar cuanto pueda sobre lo que le ha ocurrido a Stella. —Se encaró con él y cruzó los brazos, en un gesto mitad ira, mitad súplica.
Sylvan la cogió del brazo y la hizo apartarse de las ventanas.
—Ya veo que a los Yrarier os gusta el peligro. Por lo que más quieras, Marjorie, apártate de las puertas. Vamos al jardín. —Se dio la vuelta sin soltarle el brazo y Marjorie le siguió, aunque a regañadientes; pero ya era demasiado tarde. Un grito estentóreo hizo que los dos se sobresaltaran. Stavenger acababa de cruzar el umbral y les contemplaba desde lo alto de la escalera, con el rostro púrpura a causa de la ira.
—¿Qué está haciendo aquí? ¡Fragras! ¡Respóndame!
Tenía los puños apretados como si fuera a golpearla, y verle hizo que toda la furia y la frustración de Marjorie se encresparan para plantarle cara. Irguió el cuerpo y extendió el brazo hacia él, apuntándole con el índice.
—¡Monstruo! ¡Monstruo repugnante! —gritó, y su voz resonó en la atmósfera de la sala, saturándola y quedando suspendida en ella como si fuese un olor físico.
Stavenger se estremeció y retrocedió un par de pasos, pues su ataque le había sorprendido más que cualquier otra táctica que hubiera podido utilizar. No estaba acostumbrado al desafío o a que le hicieran reproches, y llevaba tanto tiempo sin pensar de una forma racional que necesitó unos segundos para comprender cuál era el motivo de que le atacaran así.
—¡Bárbaro! ¡Corruptor de menores! —gritó Marjorie—. ¿Cuándo vio a mi hija por última vez? —Fue hacia él, agitando el dedo como si éste poseyera el filo cortante de una espada.
—No la vi —gruñó Stavenger—. No vi nada.
—¿Cómo es posible que un Jefe de la Cacería no observe lo que pasa a su alrededor? —exclamó ella—. ¿Acaso sus monturas les tienen tan esclavizados que ya no sirven para nada?
El rostro de Stavenger se puso aún más rojo, su cuello se hinchó y los ojos se le salieron de las órbitas, mientras de sus labios brotaba un aullido inarticulado. El Obermun bon Damfels avanzó hacia ella como un muñeco mecánico. Sylvan la cogió del brazo y la obligó a retroceder.
—¡Muévete! —le dijo con voz sibilante, dejando escapar el aliento en una prolongada exhalación de temor—. ¡Si puede, te matará!
La hizo bajar por la escalera, alejándola del Camino de los Sabuesos y haciéndole cruzar la Puerta de la Perrera. Después cerró la gruesa puerta a su espalda. A través de ella Marjorie pudo seguir oyendo los alaridos de furia de Stavenger.
Sylvan se apoyó en la puerta, con el rostro muy pálido.
—Sabía que querrías averiguar lo ocurrido. Te estuve buscando. Hablé con Shevlok y con unos cuantos más. La verdad es que durante las Cacerías apenas si se dan cuenta de nada, pero ocurrió en el Bosquecillo de Darenfeld, igual que con Dimity y con Janetta… Allí es donde la vieron por última vez.
—¡Llévame a ese sitio! —exigió ella, subiendo de un salto a la grupa de «Don Quijote»—. ¡Ahora!
—Marjorie…
—¡Ahora! Puedes montar en «Irlandesa». Es más pequeña que esas monstruosidades que estás acostumbrado a montar. —Y, cuando vio que Sylvan contemplaba con expresión dubitativa a la gran yegua, añadió—: Pon el pie izquierdo en el estribo…, esa cosa metálica de ahí. Agárrate a la silla de montar y haz fuerza; «Irlandesa» no va a ofrecerte la pata para que subas. Ahora coge las riendas, igual que hago yo. No hace falta que las uses para nada. «Irlandesa» nos seguirá. ¡Y, ahora, enséñame dónde está ese bosquecillo!
Sylvan señaló hacia la izquierda y partieron al galope en esa dirección, pero sólo habían recorrido una corta distancia cuando oyeron el estrépito de la puerta al abrirse y miraron hacia atrás para ver a Stavenger, que no paraba de gritar. Los jinetes siguieron avanzando sin detenerse, y no tardaron en llegar a la hierba alta que pronto les ocultó por completo.
Sylvan apenas si movía un músculo: de vez en cuando estiraba las piernas como si sus pies quisieran encontrar las hendiduras a las que estaba acostumbrado en las monturas hippae.
—Pon el cuerpo más recto —le dijo secamente Marjorie—. «Irlandesa» no tiene espinas que puedan empalarte. Inclínate un poco hacia delante. Acaríciala. Le gusta.
Sylvan obedeció sus instrucciones, despacio y casi con miedo, relajándose poco a poco.
—Una bestia muy distinta a las que usted conoce, ¿eh? —dijo el hermano Mainoa—. Aunque esta posición a la que no estoy acostumbrado resulta un tanto dolorosa, no tengo miedo.
—No —dijo Sylvan con expresión absorta—. No, claro… Pero la verdad es que durante la Cacería tampoco tienes miedo. —Miró a su alrededor, como si estuviera intentando orientarse—. Ahí. —Señaló hacia delante y un poco a la derecha—. Eso es el Jardín del Océano. Normalmente pasamos por el otro lado, pero podemos llegar al bosquecillo desde aquí. —Alzó el brazo, indicándole el camino a Marjorie, y ésta se adelantó un poco, dejando que Sylvan le fuera gritando instrucciones mientras avanzaban.
—Vi a tu padre… ¿Por qué estaba tan enfadado? —preguntó Tony.
—Por culpa de tu padre. Cuando volvieron de la Cacería, Roderigo pidió que le ayudaran a buscar a tu hermana, y eso es algo que no debe hacerse. Cuando alguien se desvanece, todo el mundo finge no haberse dado cuenta. Nadie intenta encontrarles, nadie pide ayuda a los demás. Mi padre perdió la cabeza y, desde entonces, ha estado como loco. Que tu madre le acusara fue la gota que desbordó el vaso, y cuando os vio… —Sylvan le miró, sorprendido, y se acarició el cuello—. Pero ¿cómo es posible…?
—Porque no hay hippae por los alrededores —murmuró el hermano Mainoa—. Al menos, por ahora… Creo que nuestros…, bueno, nuestros guías les han asustado. O quizás hayan ido a buscar refuerzos.
—¿Guías?
—No hable de eso. Quizá luego podamos hablar de ello, pero ahora no es el momento adecuado. No querrá que empecemos a pensar en el queso cuando estamos rodeados de ratones hambrientos, ¿verdad?
Sylvan volvió a darse masaje en el cuello y contempló con incredulidad lo que le rodeaba. No recuperó la calma hasta que no hubieron recorrido unos cuantos kilómetros, aunque seguía logrando desconcertar a Marjorie incorporándose de vez en cuando sobre la grupa de «Irlandesa».
—Tengo que hacerlo para ver adonde vamos —le explicó, señalando hacia un punto lejano que los demás no podían percibir—. Allí está el risco que lleva hasta el bosquecillo.
Fueron en la dirección indicada y siguieron avanzando, llegando a la parte más baja del risco y siguiéndola en su serpenteante curso hacia la cima. Una vez allí pudieron contemplar un valle puntuado por bosquecillos. Sylvan señaló hacia el más grande de todos.
—Darenfeld —dijo.
—¿Por qué lleva ese nombre? —preguntó Rillibee/Lourai—. No hay ninguna familia llamada así.
—La hubo —replicó Sylvan—. En un principio había once familias. La hacienda de los Darenfeld se quemó en un incendio hace ya varias generaciones, y toda la familia pereció. Ya hubo otros incendios antes.
—¿Un incendio? —preguntó Marjorie—. No hemos visto ninguno desde que estamos aquí.
—Aún no habéis vivido un verano. —Sylvan contempló el horizonte—. En verano casi no llueve, pero hay tormentas y bastantes rayos. Los incendios son como grandes olas que devoran la hierba y crean humaredas que suben hasta el cielo. A veces también hay incendios en primavera, pero nunca llegan a ser demasiado importantes porque la hierba es joven y sigue estando bastante húmeda…
—¿Y la hacienda de los Darenfeld ardió en un incendio de verano?
—Ocurrió antes de que tuvieran jardines de hierba —observó el hermano Mainoa—. La Abadía creó los jardines para detener las llamas. Hay zonas y avenidas de hierba baja que humean y se consumen pero no llegan a arder. Sirven para interrumpir el avance del fuego, con lo que éste tiene que rodear los jardines en vez de atravesarlos. En la Abadía también tenemos jardines de protección, así como en Colina del Ópalo y en las demás haciendas. Los grandes jardines de Klive no fueron plantados sólo para disfrutar de su belleza.
—Es cierto —dijo Sylvan, asintiendo—. Ningún bon se habría tomado tantas molestias sólo por un poco de belleza.
Marjorie hizo que «Don Quijote» fuera hacia el bosquecillo que se extendía bajo ellos. Su masa oscura y misteriosa dominaba la hierba de colores apastelados e iba haciéndose más imponente a medida que se acercaban a ella. El suelo estaba cubierto de charcos que gorgoteaban cuando los caballos metían las patas en ellos. Grandes troncos nudosos se alzaban en la penumbra, con las raíces retorcidas para sostener su monstruosa masa: las ramas inferiores eran tan gruesas como árboles corrientes.
Rillibee se inclinó hacia delante, anhelando llegar al bosque como si éste fuera una amante a la que llevaba mucho tiempo sin ver.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tony.
—La cacería llegó hasta aquí y siguió adelante. Deberíamos encontrar un sendero de hierba pisoteada por los cascos de los hippae, y después deberíamos encontrar otro sendero más pequeño creado por un solo hippae al marcharse.
—Si es que se marchó de aquí —dijo el hermano Mainoa—. Aunque le llamen bosquecillo, esto es bastante grande. ¿Qué opina, Sylvan? Debe tener más de un kilómetro de anchura…
Sylvan agitó la cabeza.
—Me temo que no tenemos mucha idea de las distancias… Cuando estás de Cacería nadie piensa en las distancias a recorrer. Medimos las Cacerías por horas, no por millas, kilómetros o estadios, como hacen en Arrepentimiento.
—Sí, desde el risco parecía tener como un kilómetro —dijo el padre James—. Es un territorio lo bastante grande como para esconder una buena cantidad de hippae…
—Si no encontramos ninguna huella que se aleje del bosque, buscaremos por entre los árboles —dijo Marjorie, y sus ojos examinaron los rostros de quienes la acompañaban, pidiéndoles una señal de asentimiento. El hermano Mainoa estaba erguido en su silla de montar, con el cuerpo rígido y una expresión absorta en el rostro, como si hubiera oído algo que Marjorie no podía oír—. Hermano Mainoa —le dijo—. ¿Hermano?
Mainoa enarcó las cejas y le sonrió.
—Claro. Claro. Bien, empecemos buscando huellas.
El camino seguido por la Cacería fue bastante fácil de encontrar, y el camino por donde se había marchado resultaba igualmente visible. Los tallos destrozados indicaban que en los últimos tiempos la zona había sido visitada por más de una Cacería. Algunos tallos se habían secado, mientras que otros llevaban poco tiempo rotos y de ellos aún rezumaba un poco de líquido. Mainoa siguió las huellas y acabó tirando de las riendas para detener a «Estrella Azul» mientras señalaba hacia la izquierda. Todos pudieron ver el angosto sendero que serpenteaba por entre la hierba. El padre James cogió un tallo a medio partir y se lo entregó a Marjorie. Aún estaba húmedo.
—Bien —dijo ella—. Bien…
—Si está prisionera de un hippae —dijo Tony, controlando cuidadosamente su voz—, ¿cómo vamos a rescatarla?
—Tendremos que escondernos —dijo Marjorie—. Esperaremos hasta que la deje sola y nos la llevaremos con nosotros.
—Ojalá tuviéramos armas —dijo el padre James.
—Sí, ojalá —admitió Marjorie—. Pero no las tenemos.
El padre James agitó la cabeza en un gesto casi imperceptible.
—Esperemos que sólo debamos enfrentarnos a una de esas bestias.
Rigo pasó la mañana intentando contener su ira y esperando a que Sebastian volviera a montar el aerocoche: el proceso resultó más lento de lo previsto. Los nuevos repuestos estaban numerados, pero no encajaban demasiado bien en el vehículo. Sebastian tuvo que llevárselos a su taller de la aldea para, según dijo, «pulirlos un poco».
Mediada la tarde, el primer aerocoche ya estaba listo y había sido probado. Rigo partió hacia Klive, con Sebastian conduciendo y Persun Pollut en la parte trasera dispuesto a ayudarle en lo que pudiese. Estuvieron viajando durante algo más de una hora y cruzaron el extremo sur del bosque pantanoso, dejando atrás el grupo de edificios de la Comunidad que se alzaba a su izquierda. Aterrizaron en el patio de gravilla situado más allá de la primera superficie, y la atravesaron para llegar hasta la terraza de Klive.
—Su Excelencia —gritó una vocecita desde detrás de la balaustrada—. ¡Su Excelencia!
Rigo giró sobre sí mismo, y se sorprendió al ver a una hija de los bon Damfels haciéndole señas. Fue hacia ella, impaciente, queriendo llegar a Klive para ver si Marjorie estaba allí.
—Se han ido —dijo la chica—. Roderigo Yrarier: su esposa, su hijo y los Hermanos Verdes se han ido.
—¿Adonde han ido? —farfulló él—. ¿Adonde?
La joven agitó la cabeza, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
—No debe ir ahí. Nuestro padre…, el Obermun está furioso. Le matará. Ya ha estado a punto de matar a Emmy. Su esposa vino a preguntar dónde había desaparecido su hija. Sylvan se lo dijo. Lo supo por Shevlok, y se lo dijo… Sylvan se fue con ellos. Desde entonces nuestro padre no ha parado de gritar. Emmy intentó calmarle, y él le dio una paliza…
El alarido que surgió de la casa hizo que la joven saliera corriendo. Rigo se detuvo, puso un pie en el peldaño que tenía delante, y sintió que algo tiraba de él, haciéndole retroceder. Sebastian le tenía cogido de un brazo y Persun del otro, y parecían decididos a llevárselo de Klive aunque para ello fuese necesario utilizar la fuerza.
—No vaya allí, señor. Está loco, no atenderá a razones. Escúchele… ¡Parece un toro rabioso!
—Haga caso de Pollut, señor. Hablar con él no le servirá de nada, al menos no mientras siga en su estado actual… Debe esperar. Espere hasta que se haya calmado. Espere hasta que pueda hablar con alguna otra persona.
—En la Cacería —sugirió Sebastian—. Mañana, en la Cacería de los bon Laupmon… —Se llevaron a Rigo, y éste opuso cierta resistencia, pero no protestó demasiado, como si una parte de su ser comprendiera la lógica de cuanto le estaban diciendo, aunque su cuerpo no quisiera aceptarla.
Los caballos siguieron el sendero en fila india: al principio sus jinetes se mantuvieron alertas, intentando captar cualquier clase de sonido, pero a medida que iban sucediéndose los kilómetros acabaron relajándose y dejaron de fijarse tanto en lo que les rodeaba. Mainoa y Lourai estaban demasiado concentrados en el dolor de sus articulaciones y el palpitar de sus nalgas. Marjorie pensaba en Rigo y Sylvan en Marjorie. El padre James rezaba pidiéndole a Dios no haber cometido un error, y Tony pensaba en una chica que no había visto desde hacía mucho tiempo. El golpeteo de los tallos de hierba contra sus cuerpos había acabado convirtiéndose casi en algo hipnótico. Incluso Marjorie, que solía percibir hasta el más pequeño gesto de los caballos, había llegado a tales extremos de distracción que no se dio cuenta de que éstos actuaban de una forma muy parecida a la de «Don Quijote» cuando se la llevó de la caverna de los hippae. Tenían las orejas inclinadas hacia delante y avanzaban como si volvieran al establo, como si alguien estuviera hablando con ellos… Los jinetes no hicieron ningún comentario al respecto. Siguieron cabalgando en silencio con el sol a su espalda, sin oír ningún ruido que no fuese el golpeteo de los cascos de sus monturas.
El mundo giró hasta llevar el sol al centro del cielo, y siguió girando hasta hacerlo bajar de allí. Ahora tenían el sol de cara. Se pararon un par de veces para beber y hacer sus necesidades, pero el sendero que serpenteaba enigmáticamente ante ellos les fascinaba de tal forma que las paradas fueron bastante breves. El primer aullido sonó a su espalda, bastante lejos y hacia la derecha.
Marjorie se envaró. Había oído aquel sonido en otra ocasión, y quien lo oyese sólo podía sentir una emoción: terror.
—Hippae —dijo Sylvan con voz abatida—. ¿Saben que estamos aquí?
—Todavía no —dijo el hermano Mainoa.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Marjorie.
—Vino a mí pidiendo que la ayudara, lady Westriding, y eso hago. El cómo o el porqué es algo de lo que todavía no podemos hablar. Le aseguro que los hippae aún no saben que estamos aquí. Pronto lo sabrán, pero de momento lo ignoran. Sugiero que vayamos más deprisa.
Tony irguió el cuerpo y usó las rodillas para hacer que «Octavo día» se pusiera al trote. Sus cascos repiquetearon en el sendero y los demás caballos se apresuraron a seguirle. Los hermanos Mainoa y Lourai se aferraban a sus sillas, gruñendo a causa del esfuerzo.
—Hagan fuerza con los pies —les gritó Marjorie—. Siéntense con el cuerpo bien recto. Es tan fácil como estar en una mecedora…
El hermano Mainoa hizo lo que le decía y siguió adelante. Pasado un rato, el movimiento de balanceo se fue haciendo más predecible y su cuerpo se adaptó a él. Rillibee/Lourai demostró ser mejor jinete que él. Aquel movimiento era casi estimulante… Los tallos de hierba le golpeaban el rostro y sus labios se curvaban en una gran sonrisa: tenía los dientes llenos de semillas.
Más aullidos a su espalda, tanto por la derecha como por la izquierda.
—¿Sabe adónde vamos? —preguntó Marjorie por encima del hombro.
—Al bosque pantanoso —dijo Mainoa con un gruñido—. Lo tenemos delante.
Apenas hubo pronunciado esas palabras, los caballos atravesaron los últimos tallos de hierba y pudieron ver el bosque: lo tenían debajo, a una distancia considerable, y la masa de árboles se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista. El sendero que habían estado siguiendo iba hacia el bosque en un curso tan recto como el vuelo de una flecha, y esa flecha parecía apuntar a un promontorio rocoso que se alzaba por encima de los árboles. Ante ellos se extendía una hondonada de hierba no demasiado alta, y los tallos apenas si llegaban a rozar el vientre de los caballos.
—¿No pueden ir más deprisa? —preguntó el hermano Mainoa con voz quejumbrosa—. Si pueden, deberíamos apretar el paso.
«Don Quijote» y «Octavo día» tomaron la misma decisión o fueron informados de ella en el mismo instante. No aguardaron ninguna señal de sus jinetes, y se lanzaron al galope por la pendiente, con las orejas pegadas al cráneo, abriéndose paso velozmente por entre los tallos de hierba. Las yeguas les siguieron, con «Irlandesa» en última posición: el ruido de sus cascos hacía temblar el suelo. Mainoa tuvo la impresión de estar sufriendo una pesadilla. Sabía que se caería, pero no se cayó. Sabía que sería incapaz de seguir en la silla, pero aguantó. La yegua parecía decidida a mantenerle sobre su grupa y, pese al pánico que le invadía, Mainoa se dio cuenta de ello: en ese mismo instante los aullidos empezaron a resonar en la colina que acababan de abandonar. No podía correr el riesgo de mirar hacia atrás para ver si los hippae estaban muy cerca.
Sylvan sí podía hacerlo. Oyó los gritos salvajes que llegaban del risco, imponiéndose al repiqueteo de los cascos. Dio media vuelta sobre la ancha grupa de su yegua, agarrándose a uno de los grandes recipientes sujetos a los flancos de «Irlandesa». Una docena de enormes animales iban y venían por la loma, y una gran jauría de sabuesos saltaba y ladraba a su alrededor. Y, de repente, los hippae y los sabuesos salieron disparados por la pendiente en pos de los caballos, como si respondieran a una señal que Sylvan no había percibido, y no les perseguían en silencio como cuando cazaban a los zorren, sino que gritaban con todas sus fuerzas, igual que si la jauría tuviese una sola voz capaz de perforarles los tímpanos.
Se dio la vuelta. Los otros caballos le llevaban una considerable ventaja. Aquella gran yegua no era tan rápida como los demás animales.
—Haz lo que puedas, dama mía —murmuró, inclinándose sobre su cuello—. Creo que, de lo contrario, tanto tú como yo acabaremos convirtiéndonos en carne para ellos. —Se volvió para contemplar a sus perseguidores. Un inmenso hippae, con la piel llena de manchas violeta, dirigía al grupo: tenía la boca abierta, y sus fosas nasales estaban muy dilatadas. El hippae tropezó, se tambaleó y volvió a tropezar, cayendo al suelo con los ojos en blanco. La hierba se agitó, como si algo se moviera por entre los tallos.
El resto de la jauría alcanzó al monstruo caído, se detuvo y empezó a ir y venir junto a él, como si no supiera qué hacer.
—Adelante —le dijo Sylvan a su montura—. Adelante, dama mía. Haz cuanto puedas.
«Irlandesa» le oyó e hizo lo que le pedía. La distancia que la separaba de los otros caballos había aumentado un poco. Se esforzó por alcanzarles, pero la distancia siguió creciendo lentamente.
Los hippae volvieron a lanzar su aullido de persecución y, una vez más, el que encabezaba al grupo tropezó y cayó. Y, como antes, la hierba se movió y algo se deslizó velozmente por entre los tallos, alejándose de la jauría.
«Octavo día» ya había llegado al bosque y «Don Quijote» casi le rozaba. «Millefiori» venía detrás, seguida por «Estrella Azul» y «Su Majestad». Cuando llegaron al bosque, los jinetes desmontaron y esperaron a Sylvan.
Un sabueso se puso a la altura de «Irlandesa» y su cabeza se abrió paso por entre los tallos de hierba: tenía las fauces abiertas y sus dientes se disponían a clavarse en las patas de la yegua. La hierba se agitó violentamente detrás del sabueso, y algo cubierto de espinas relucientes cayó sobre él. Sylvan no pudo ver qué era, pero oyó los gritos del sabueso. Aparentemente, el resto de la jauría también los oyó. El sonido de sus aullidos fue haciéndose cada vez más lejano. La gran yegua gruñía a causa del esfuerzo. Sus flancos estaban cubiertos de sudor y la espuma chorreaba de su boca.
—Buena chica —murmuró Sylvan—, buena chica…
Y, por fin, logró reunirse con los demás. Se dio la vuelta y vio cómo la hierba ondulaba de un lado para otro. Algo se movía por entre los tallos, y la jauría de sabuesos e hippae sabía que estaba allí, pues se había quedado inmóvil, formando un círculo y lanzando gritos desafiantes, pero no se atrevía a acercarse más.
«Irlandesa» se había quedado muy quieta, con la cabeza gacha.
—Ah, «Irlandesa», «Irlandesa» —estaba diciendo Marjorie—. Pobrecita… No estás hecha para este tipo de cosas, ¿verdad, «Irlandesa»? ¡Pero eres muy valiente! Eres una gran chica… —Siguió hablándole, cogiéndola de las riendas y haciendo que se moviera lentamente en círculos. Poco a poco, la yegua fue irguiendo la cabeza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tony—. No creo que debamos meternos por ahí. —Señaló hacia los árboles: reflejos líquidos bailaban por entre el oscuro follaje.
—Pues eso es lo que debemos hacer —dijo el hermano Mainoa—. Síganme.
—¿Ha estado aquí antes?
—No.
—Bueno, entonces…
—Tampoco había galopado por la hierba montado en una yegua. Pero hemos conseguido llegar. Ahora ya no corremos peligro, al menos de momento. Fuimos guiados y protegidos.
—¿Por quién?
—No se lo diré hasta que el saberlo no deje de resultar peligroso. Esas cosas —movió la mano, señalando a los hippae— pueden leer sus pensamientos. Tenemos que adentrarnos en el bosque. La barrera que hay entre ellos y nosotros es más imaginaria que real. Si nos quedamos aquí demasiado tiempo, puede que los hippae acaben dándose cuenta de ello.
Tony miró a su madre, como pidiéndole permiso. El padre James ya se disponía a montar. El hermano Mainoa fue hacia su yegua con un suspiro y se esforzó por pasar la pierna sobre la grupa. El hermano Lourai le ayudó. Sylvan no había bajado de «Irlandesa».
—Vamos —dijo Marjorie.
«Estrella Azul» empezó a abrirse paso por el laberinto de charcos y riachuelos que había entre los troncos y los espesos matorrales. Los demás caballos la siguieron. La yegua seguía un camino tortuoso, desviándose de vez en cuando para tomar por una nueva dirección.
—Manténganse pegados a ella —gritó el hermano Mainoa con voz ronca—. Está evitando los sitios más peligrosos. —Y eso hicieron, yendo muy despacio, como si participasen en un lento y chapoteante juego de seguid-al-líder, con «Estrella Azul» siguiendo nadie sabía el qué.
Pasado un tiempo se habían internado tanto en el pantano que ya no podían ver las praderas. «Estrella Azul» dejó de dar vueltas y les guió por un angosto canal flanqueado por dos impenetrables murallas de árboles. Aquel curso de agua parecía tener kilómetros de longitud. Finalmente, vieron abrirse un hueco en la interminable hilera de troncos, y la yegua trepó por la orilla hasta llegar a tierra firme.
—¿Una isla? —preguntó Marjorie.
—Un lugar seguro —dijo el hermano Mainoa, suspirando y medio bajando, medio cayéndose de su montura. Se tumbó en el suelo, como si fuera incapaz de hacer ni un solo movimiento más.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ni los hippae ni los sabuesos se atreverán a seguirnos hasta aquí. —El hermano Mainoa alzó los ojos hacia los árboles y vio los suaves reflejos del sol que se abrían paso por entre las hojas: parecían lentejuelas, o joyas. Sus ojos se negaban a seguir abiertos.
—Uno de ellos sí se atrevió —dijo Marjorie—. Vimos sus huellas.
—No —dijo él—. Sólo se atrevió a llegar hasta el pantano, y creo que después fue contorneándolo… —Sus labios se aflojaron y un ruidito ahogado brotó de ellos. Un ronquido.
—Es viejo —les dijo Rillibee con voz desafiante, como si acabaran de acusar al viejo de haber cometido alguna descortesía—. Suele quedarse dormido de repente.
Sylvan ya había desmontado.
—¿Qué puedo hacer por ella? —le preguntó a Marjorie, mientras acariciaba a la yegua.
—Frótale los flancos con algo —dijo Marjorie—. Un poco de hierba, unas cuantas hojas…, cualquier cosa. Si nos quedamos aquí mucho rato, quítale la silla de montar.
—No podemos seguir hasta que despierte —dijo Tony, señalando al hermano Mainoa, que dormía pacíficamente tumbado en el suelo.
—Tanto da. Los caballos también necesitan descansar un poco. —Marjorie suspiró—. Esto ha sido una auténtica prueba para ellos. Un día y media noche de marcha sin parar, y después una galopada salvaje… No dejes que beba mucha agua —le advirtió a Sylvan—. No le permitas beber nada hasta que no haya parado de sudar.
—¿Qué ocurriría si bebiese estando sudada? —preguntó Sylvan—. ¿Se moriría?
—Podría ponerse enferma —dijo Tony, alzando los ojos igual que había hecho Mainoa antes de quedarse dormido. Vio el centelleo del sol entre las hojas, muy por encima de su cabeza…, y algo más, algo que se interponía entre sus ojos y el sol. Tony señaló hacia arriba—. ¿Qué es eso?
Sylvan se volvió para mirar hacia el punto que estaba señalando.
—¿Dónde?
—En la copa de ese árbol. No, ahora ya está en el árbol de al lado…
—Esta isla parece bastante grande —dijo el padre James, que había estado dando un paseo por entre los árboles—. He encontrado un claro con la hierba suficiente para que los caballos puedan pastar todo lo que quieran.
Rillibee/Lourai cogió las alforjas de «Estrella Azul» y «Su Majestad» y las dejó apoyadas en las nudosas raíces de un árbol.
—El sol está muy bajo. Pronto oscurecerá. No podremos seguir.
—¿Cuánto tiempo va a estar durmiendo?
Lourai se encogió de hombros.
—El que le haga falta. No ha dormido desde la madrugada pasada, y ha pasado casi todo ese tiempo subido en una silla de montar… Ya les he dicho que es un anciano.
Marjorie asintió.
—De acuerdo. Aprovecharemos el que descanse para descansar todos un poco. ¿Tony?
El chico señaló hacia arriba.
—Estábamos intentando averiguar…
—Averigua dónde puede haber madera para hacer un fuego ahora que aún hay luz. Sylvan, ¿quieres ayudarle? Necesitamos madera suficiente para que nos dure toda la noche. Padre, si pudiera encontrar un agua lo más limpia posible y llenar este cubo…
—¿Y yo? —preguntó el hermano Lourai.
—Usted y yo nos encargaremos de la cocina —dijo Marjorie, empezando a hurgar en los grandes recipientes que llevaba «Irlandesa»—. Cuando hayamos comido algo podremos hablar sobre cuál será nuestro próximo paso.
Tony y Sylvan fueron hacia el grupo de árboles más próximo, y Tony se sacó el cuchillo láser del bolsillo.
—¿Qué es eso? —exclamó Sylvan cuando vio cómo lo utilizaba para cortar unos cuantos matorrales espinosos.
Tony se lo pasó y le explicó su funcionamiento.
—¿Es algo nuevo? —preguntó Sylvan.
—Claro que no. Hace siglos que existen.
—Nunca había visto uno —se maravilló Sylvan—. Me pregunto por qué…
—Probablemente porque no querían que lo vieses —dijo Tony—. Puede utilizarse como arma.
—Sí, desde luego —dijo Sylvan, examinando atentamente el aparato. Dejó escapar un suspiro, se lo devolvió y se concentró en la tarea de recoger madera, pero su mente no lograba dejar de pensar en el cuchillo. ¿Cómo había podido vivir sin conocer la existencia de tales artefactos?
El hermano Mainoa despertó cuando terminaban de preparar la comida, y se mostró más que dispuesto a interrumpir su descanso para cenar con ellos. Cuando hubieron terminado limpiaron los utensilios, los guardaron en las cestas y tomaron asiento alrededor del fuego, esperando a que hablara.
—Bien, hermano Mainoa, aquí estamos —dijo Marjorie.
Mainoa asintió.
—¿Estamos más cerca de encontrar a Stella que cuando partimos?
—Las huellas iban hacia el bosque pantanoso —dijo Mainoa—. Por desgracia, no se adentraban en él. No podíamos quedarnos ahí fuera.
—¿Y mañana?
—Quizá. Si los hippae se han marchado… Esta noche no podríamos ver nada.
Marjorie suspiró.
—Madre, no importa —dijo Tony—. Los caballos no podrían haber seguido mucho rato más.
Marjorie seguía mirando al hermano Mainoa.
—Usted sabe algo —dijo—. Está claro que sabe mucho más de lo que nos ha contado.
Mainoa se encogió de hombros.
—Lo que sé o lo que creo saber es algo que todavía no puedo compartir con ustedes. Quizá mañana.
—¿Y quién decidirá si puede contárnoslo o no? ¿Usted? —preguntó Marjorie, mirándole fijamente.
—No —admitió Mainoa—. No, no seré yo quien tome esa decisión.
—¿Qué es lo que quieren? ¿Examinarnos?
Mainoa asintió.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Tony.
—Sí, Marjorie. ¿De qué…? —preguntó Sylvan.
—Olvídalo, Sylvan. Y tú también, Tony —dijo el padre James mirando a Marjorie—. Al menos por ahora. El hermano Mainoa ya ha dejado bien claro que está bastante familiarizado con…, bueno, con los poderes ocultos de este mundo.
Mainoa sonrió.
—Es una buena forma de expresarlo, padre. Bien, lady Westriding, si puede soportarlo, creo que lo mejor sería descansar un poco. Dormir, si es posible… Aquí estamos a salvo.
Marjorie no deseaba estar a salvo. Si su vida hubiese corrido peligro, al menos tendría la sensación de estar haciendo algo. Dormir en un lugar seguro quería decir que estaba perdiendo el tiempo mientras Stella se hallaba en peligro, pero no podía hacer nada al respecto. Ya estaba demasiado oscuro para seguir unas huellas. Se puso en pie y avanzó por entre los árboles hasta llegar al claro donde pastaban los caballos y, una vez allí, buscó aquel consuelo que no podía obtener de quienes la acompañaban. Sólo cuando se apoyó en el naneo de «Don Quijote» comprendió lo terriblemente agotada que estaba.
El resto del grupo empezó a prepararse para dormir. Tony colocó el lecho de su madre a un lado, separado de los demás por unos arbustos: eso le permitiría gozar de cierta intimidad. Cuando la vio volver le indicó dónde estaba y Marjorie se acostó, agradeciéndole su ayuda. Y se hizo el silencio, roto de vez en cuando por los suaves ronquidos de Mainoa, los gritos de los mirones que poblaban la distante pradera y los ruidos de otras criaturas menos familiares que iban y venían por el pantano que les rodeaba.
Marjorie pensaba que sería incapaz de dormir, pero el sueño cayó sobre ella igual que una negra marea inexorable, y nada más acostarse se sumió en la inconsciencia. El tiempo fue pasando sin que Marjorie se diera cuenta de ello. La mano que se posó sobre su brazo tuvo que acabar sacudiéndola suavemente para conseguir despertarla.
—Señora —dijo Rillibee Chime—. Oigo algo.
Marjorie se irguió.
—¿Qué hora es?
—Medianoche, más o menos. Escuche, señora… He oído unos ruidos que me han despertado. ¿Cree que puede ser gente?
Marjorie contuvo el aliento, y un segundo después lo oyó: el sonido de voces que llegaban a ellos transportadas por la suave brisa que había empezado a soplar mientras dormía. Una conversación. No logró entender ninguna palabra, pero no cabía duda de que eran voces hablando entre sí.
—¿Dónde? —murmuró.
Rillibee le puso la mano en la mejilla y le hizo volver la cabeza hasta orientarla en una dirección determinada. Ahora podía oír las voces con más claridad.
—Luz —murmuró.
Rillibee ya tenía una linterna en la mano y la encendió, proyectando un tenue círculo de claridad ante sus pies. Le entregó otra linterna, y fueron por entre los árboles hacia la pradera donde pastaban los caballos, dejando atrás el lento y rítmico sonido de su masticar hasta quedar nuevamente rodeados por los árboles. Rillibee señaló hacia arriba. Sí, las voces sonaban por encima de sus cabezas.
Marjorie ya no estaba tan segura de que fuesen voces humanas. Aquellos sonidos eran demasiado sibilantes para brotar de gargantas como la suya. Y, sin embargo…
—Son como los sonidos que oí en la ciudad de los arbai —dijo.
Rillibee asintió, mirando hacia arriba.
—Voy a subir —dijo.
Marjorie le cogió de la manga.
—¡No podrá ver nada!
Rillibee agitó la cabeza.
—Pues entonces buscaré a tientas. No me espere. Vuelva con los demás.
—¡Se caerá!
Rillibee se rió.
—¿Yo? ¿Caerme? Oh, señora, en la Abadía me llaman Willy el Trepa. Tengo los dedos de una rana arbórea y los pies de una lagartija. Tengo las rodillas cubiertas de callos y las uñas de los pies más duras que los cascos de una cabra montes. Puede estar segura de que tengo tantas probabilidades de caerme como un mono saltando de liana en liana. Vuelva con los demás, señora —y desapareció, con la antorcha colgada del cuello. El círculo de luz proyectado sobre el gran tronco del árbol fue empequeñeciéndose a medida que Rillibee trepaba con la agilidad de un mono.
Cuando el círculo se hubo encogido hasta desaparecer, Marjorie regresó por donde había venido: ahora sí estaba segura de que no podría volver a dormir, pero cuando se acostó descubrió que el sueño había estado esperándola. Apenas si tuvo tiempo de preguntarse qué encontraría el hermano Lourai entre las ramas, y ya volvía a estar profundamente dormida.
En la Abadía, el reverendo hermano Fuasoi estaba sentado ante su escritorio, pasando irritadamente las páginas de un libro. Yavi Foosh estaba sentado junto a él, bostezando y tratando de no quedarse dormido.
—Bien, ¿sigue sin haber rastros de Mainoa o Lourai? —preguntó Fuasoi, quizá por décima vez.
—No, reverendo hermano.
—¿Y no le dijeron a nadie adonde pensaban ir?
—No había nadie a quien pudieran decírselo, reverendo hermano. Mainoa y Lourai estaban solos en las ruinas. El último turno de copistas se marchó hace tres días, y el nuevo aún no había llegado. Shoethai y yo les llevamos allí esta mañana. Cuando llegamos, Shoethai y yo fuimos a hablar con Mainoa, pero no estaba. Y Lourai tampoco estaba allí. Buscamos por todas las ruinas, reverendo hermano. —Suspiró. Estaba harto de repetir esa historia: ya la había contado cuatro veces.
—¿Y dónde encontraron este libro?
—Fue Shoethai quien lo encontró, reverendo hermano. Estaba sobre la mesa del hermano Mainoa. Como habían desaparecido, Shoethai pensó que quizás hubiera algún tipo de registro escrito que explicara lo que les había pasado. Sólo pudo encontrar este libro, por lo que lo cogió y se lo entregó a usted nada más volver.
Fuasoi contempló el libro: estaba claro que debía de haber más, pues había sido empezado hacía poco y sólo tenía unas cuantas páginas escritas. Y lo que la mano de Mainoa había escrito en ellas resultaba realmente interesante, desde luego… Conjeturas sobre la plaga, asombro y sorpresa ante el hecho de que Hierba no se hubiera visto afectada, conjeturas sobre los Mohosos y sobre si podía haber algún Mohoso en Hierba y, de haberlo, qué podía estar tramando. El hermano parecía muy interesado por los habitantes de Colina del Ópalo y por lo que estaban haciendo, y lo que hacían era esforzarse por ponerle obstáculos a la obra de los Mohosos. Trabajaban para Santidad y querían acabar con la plaga. Querían descubrir cuál era la razón de que hasta el momento Hierba no se hubiera visto afectada.
Lanzó una maldición y cerró el libro de un manotazo. ¡Que Hierba no se hubiera visto afectada por la plaga era una pura y simple cuestión de suerte! Sí, era una cuestión de suerte y de nada más. El virus no había llegado a Hierba hasta ahora porque…, bueno, porque Hierba estaba muy lejos de todo. Porque no había llegado aún, y punto. En Hierba no podía haber nada que hubiera impedido la difusión de la plaga.
Pero…, si ese algo existía, no podía permitir que fuera descubierto. Si lo descubrían, quizá pudieran acabar con la plaga. Sí, había que detener a Mainoa y a los de Colina del Ópalo.
—Reverendo hermano… —murmuró Yavi.
—¿Sí? —gruñó Fuasoi.
—¿Puedo marcharme? Llevo mucho rato aquí.
—Vete —dijo Fuasoi—. Sí, vete, por el amor de Dios, y avisa a Shoethai. Dile que venga aquí.
—¿A Shoethai, reverendo hermano? —Shoethai había recibido permiso para marcharse del despacho una hora antes.
—¿Estás sordo? Sí, eso he dicho, a Shoethai. —Shoethai no le sería de mucha ayuda, claro está, pero al menos podría desahogarse con él.
Shoethai logró sorprender a su compañero de fe teniendo una idea.
—Debería mandar a Huesos Largos para que les persiguiera —sugirió el deforme hermano—. A Huesos Largos, Nudos, Trepacimas y los dos Puentes…
—¿De qué diablos estás hablando? —le preguntó Fuasoi, irritado.
Shoethai se ruborizó.
—Los trepadores. Son los nombres que utilizan entre ellos. Huesos Largos es el hermano Flumzee.
—¿Y por qué debería enviar trepadores para que les persigan?
—Odian al hermano Lourai porque trepa mejor que cualquiera de ellos, y porque algunos de los hermanos más jóvenes le llaman Willy el Trepa.
—¿Willy el Trepa?
—Ése es el nombre que le dieron. Es un apodo mucho más honroso que el de Huesos Largos. Consiguió ganárselo cuando le hicieron subir a las torres y trepó más deprisa que nadie. Subió y volvió a bajar sin que le cogieran. Pero Huesos Largos había apostado a que moriría en las torres, y ésa es la razón de que le odie.
—Podría funcionar, sí, pero eso depende de otro factor.
—¿De qué factor, reverendo hermano?
—De dónde esté Mainoa.
Shoethai se encogió de hombros, y su rostro de gárgola se retorció en una horrible sonrisa.
—No importa, mientras esté con el hermano Lourai. Si está en la Comunidad, Huesos Largos le matará allí. Si está en alguna hacienda, Huesos Largos le matará. Si anda por entre la hierba…
Huesos Largos había sido uno de los que se habían mostrado más diligentes a la hora de atormentar a Shoethai, y le encantaba pensar en Huesos Largos perdido entre la hierba, allí donde estaban los hippae y los sabuesos…
El reverendo hermano Fuasoi guardó el libro en el cajón de su escritorio.
—Si Mainoa está en la hierba, no tenemos que preocuparnos por él —murmuró para sí mismo—. No, no… Lo primero que debemos hacer es averiguar adónde ha ido. Y el sitio más probable es Colina del Ópalo. Empezaré por ahí.
El reverendo hermano Fuasoi llamó a Persun Pollut. Persun Pollut, con su cautela natural, le dijo que creía que los hermanos Mainoa y Lourai podían estar con lady Westriding y unas cuantas personas más, pero que no sabía adónde habían ido.
—La hija de esa familia desapareció durante la Cacería de ayer —murmuró Shoethai—. Todo el mundo habla de ello. Se desvaneció cerca de la hacienda de los bon Damfels. Quizás hayan ido allí.
El reverendo hermano Fuasoi contempló a su ayudante con desacostumbrado interés y volvió a usar el teclado del dígame. ¿Quién habría pensado que Shoethai se interesaba por los cotilleos sociales de Hierba? Llamó a Klive y logró hablar con un segundón de la familia, que le dijo que «gente de Colina del Ópalo» había visitado Klive y había vuelto a marcharse. «Se fueron hacia la hierba», dijo la voz con lo que parecía una risa ahogada, como si la histeria estuviera esperando entre bastidores a que le hicieran una seña para entrar en el escenario. «Se fueron hacia la hierba, al Bosquecillo de Darenfeld».
—Si se han internado por la hierba, habrán dejado un rastro —dijo Shoethai, y lanzó un suspiro de placer—. Haga que Huesos Largos y los demás se encarguen de perseguirles.
—¿A pie?
—No, no —dijo Shoethai con voz pensativa—. En un aerocoche. Desde un aerocoche será fácil encontrar su rastro. —Estaba pensando en los aerocoches. No resultaría difícil manipular los mandos para que un aerocoche volara durante una buena distancia y acabara cayéndose—. Me encargaré de hacer los preparativos.
—¿Cómo se llaman?
—El hermano Flumzee, el hermano Niayop, el hermano Sushlee, los hermanos Thissayim y Lillamool: Huesos Largos, Trepacimas, Nudos, Puente Largo y Puente Pequeño.
Huesos, Nudos, Trepa, Largo, Pequeño…, habían torturado muchas veces a Shoethai, demasiadas para que pudiera perdonárselo. No hacía falta esperar a que la plaga acabara con ellos porque, de todas formas, no merecían estar presentes en la Nueva Creación.
—¿Le han tratado mal? —preguntó de repente el reverendo hermano, dándose cuenta de la llamita salvaje que ardía en el único ojo de Shoethai.
Shoethai frunció el ceño y se arrancó una costra de la mejilla, lamiéndose la sangre del dedo y dando la impresión de que le encantaba su sabor.
—Oh, no, reverendo hermano. Pero siempre andan fanfarroneando y diciendo quién será el siguiente al que liquidarán… —No dijo nada más sobre el aerocoche. Quizá fuera mejor que el reverendo hermano no supiera lo que iba a hacer en sus mecanismos. Así, cuando Huesos y los demás no volvieran, nadie sabría que había sido cosa de Shoethai.
Yavi Foosh abandonó el despacho del reverendo hermano Fuasoi y fue directamente al despacho del reverendo hermano Jhamlees Zoe, donde tuvo que esperar media hora hasta poder ver a su superior.
—¿Qué trama ahora Fuasoi? —le preguntó Jhamlees.
—Shoethai encontró un libro con anotaciones hechas por el hermano Mainoa y se lo entregó a Fuasoi, y Fuasoi parece haberse vuelto loco.
—¿Qué hay escrito en ese libro?
—No lo sé, reverendo hermano. Shoethai lo encontró y no dejó que yo lo viera.
—¡Tendría que habérmelo entregado a mí!
—Desde luego, reverendo hermano, pero no lo hizo. Yo le dije que debía entregárselo a usted, pero es muy amigo del reverendo Fuasoi, y por eso se lo entregó a él.
—Creo que iré a hacerle una visita y me enteraré de qué está pasando. —El reverendo hermano Jhamlees se levantó, salió del despacho y fue por el pasillo. Yavi Foosh le siguió a una distancia prudencial. No quería que le consideraran como el hombre de Jhamlees, de la misma forma que Shoethai era considerado el hombre de Fuasoi. En cuanto te encasillaban, ya no volvías a tener ni un momento de tranquilidad.
La puerta del despacho estaba abierta y no había nadie. Jhamlees contempló aquella habitación vacía durante unos instantes, entró y abrió el cajón del escritorio.
—¿Es éste? —preguntó, agitando el libro y haciéndole una seña a Yavi para que se acercara.
Yavi asintió.
—Sí, parece el mismo.
—No hable con nadie de esto, ¿comprendido?
Yavi meneó la cabeza. Naturalmente que no hablaría con nadie. Jhamlees Zoe podía quedarse con todos los libros del mundo, y Yavi no diría ni una palabra al respecto.
Rillibee trepó por el gigantesco tronco del árbol: sus pies hallaron el camino formado por una gran enredadera y acabaron llevándole al nacimiento de una gruesa rama. Fue pasándose la linterna de una mano a otra mientras subía, y en un par de ocasiones tuvo que metérsela en la boca, pues necesitaba las dos manos para agarrarse; pero, cuando llegó a los primeros niveles del follaje, descubrió que podía ver el bosque que le rodeaba. Había una débil claridad: quizá fueran las hojas, o criaturas que vivían sobre ellas. La base de las ramas estaba cubierta por una tenue fluorescencia verdosa, líneas amarillas delimitaban los contornos de los tallos, y puntos azules brillaban en el centro de masas color índigo. La oscura silueta de las ramas se recortaba contra esas nebulosas y galaxias relucientes, y Rillibee siguió trepando por estructuras de sombra sólida enmarcadas por manchones de luminosidad.
Una leve brisa soplaba por entre los árboles, trayendo consigo una nube de flores rosadas que tenían alas. La brisa se calmó y las flores se posaron al unísono, haciendo que un arbolillo se cubriera de llamas. Unas alas más grandes que tenían el color y el olor de los melones se movían lentamente, llevando a sus propietarias de un tronco a otro, y cuando se quedaban quietas las criaturas se convertían en tazones de los que brotaba una luz dorada cuyo objetivo era atraer a otras criaturas volantes, dardos de color violeta y azul tan pálido que casi parecía blanco.
—Joshua —murmuró Rillibee—. Esto te habría encantado. Y a ti también, Miriam…, te habría encantado.
—El cielo —dijo el loro desde la copa de un árbol—. He muerto y estoy en el cielo.
Las hojas rozaban su rostro, exudando una dulzura resinosa. La masa dura de un fruto chocó contra su brazo. Lo cogió, lo olió y le dio un mordisco. El zumo resbaló por sus labios: tenía un sabor agridulce al que siguió un cosquilleo, como si el fruto estuviera lleno de un líquido efervescente.
Los sonidos que había oído desde el suelo le rodeaban ahora por todas partes. Voces. Una que se reía y otra que hablaba como si estuviera contándole una larga historia a un público que anhelaba oírla, interrumpiéndose de vez en cuando con sonidos que parecían breves digresiones. «No os lo vais a creer, pero…». «Bueno, ¿y qué creéis que ocurrió entonces?». Si cerraba los ojos, casi podía ver al orador que contaba alegremente su historia, con los codos apoyados sobre la mesa de una taberna.
Se deslizó lentamente por las ramas. El sonido fue quedando a su espalda. Se dio la vuelta y avanzó de nuevo hacia él, acariciando las ramas con los dedos, amándolas con los pies. Las voces estaban allí, ocultas entre los árboles relucientes. Tarde o temprano lograría encontrarlas.
Y también había otra cosa que encontrar. La chica, Stella… Había incluido su nombre en la lista de nombres que formaban su letanía. Tenía que ser suya, tenía que ser de Rillibee Chime, aunque su familia fuera rica e importante… Sería suya. Aunque le despreciara, aun así…
—El cielo —murmuró el loro sobre su cabeza.
Se pasó toda la noche trepando. Al amanecer, el sol se abrió paso por entre las hojas de oro triste, iluminando su ciudad, y Rillibee encontró el origen de las voces.
Marjorie despertó oyendo la música del agua y el canto de los pájaros. Necesitó unos segundos para recordar dónde estaba, y un poco más para recordar que su sueño se había visto interrumpido. Miró a su alrededor, en busca del hermano Lourai, no le vio, y sus ojos acabaron encontrándose con los de Mainoa.
—No ha vuelto —dijo el anciano.
—Usted sabía que se había marchado…
—Sabía que la despertó y que los dos se marcharon juntos. Pero usted sí ha vuelto.
—Está ahí arriba. —Señaló la mancha de sol que brillaba entre las ramas—. Me dijo que le llamaban Willy el Trepa, y que no le pasaría nada.
Mainoa asintió.
—Sí. No le pasará nada. Es como usted… Cuando las cosas se ponen muy difíciles piensa en la muerte, pero es demasiado curioso y siempre quiere saber qué pasará después.
Marjorie se ruborizó y se preguntó cómo podía conocerla tan bien. Sí, era cierto. Siempre quería saberlo que ocurriría después… Como si hubiera algo reservado para ella, un destino personal que la esperase. Alguna oportunidad…
El padre James había ido al estanque más cercano para llenar un cubo de agua. Cuando volvió, parecía fresco y muy relajado.
—Hacía semanas que no dormía tan bien —dijo—. He tenido unos sueños muy raros.
—Sí —dijo el hermano Mainoa—, creo que a todos nos ha pasado igual. Algo ha invadido nuestros sueños.
Marjorie se puso en pie y miró a su alrededor, preocupada.
—No, no. —El anciano se incorporó lentamente, agarrándose a las excrecencias nudosas del tronco más próximo—. Son amistosos, Marjorie. Ellos también sienten curiosidad.
—¿Ellos?
—Sí. Creo que hoy mismo podremos conocerles. Luego, cuando el hermano Lourai haya regresado.
—¿No tiene ningún otro nombre? —preguntó Tony.
—¿El hermano Lourai? Oh, sí. De niño se llamaba Rillibee, Rillibee Chime. ¿Qué pasa, piensa que su aspecto no es el que corresponde a un auténtico hermano?
—Tony piensa que no se parece en nada a los Santificados que conocemos —dijo Marjorie a modo de explicación—. Está muy flaco, tiene los ojos demasiado grandes y una expresión inteligente. Además, su boca es demasiado sensible. Siempre he pensado que todos los Santificados eran personas corpulentas y llenas de entusiasmo, gente de ideas sencillas y con una gran necesidad de encontrar respuestas. Se supone que los Viejos Católicos son delgados y tienen cara de ascetas, con grandes ojos de filósofo. Todo eso no es más que un montón de estereotipos, claro, y a veces yo misma me avergüenzo de pensar así, pero siempre están ahí, incluso cuando me miro al espejo. Usted tampoco parece un Santificado, hermano. Pero supongo que ya lleva mucho tiempo llamándose Mainoa y no quiere renunciar a su nombre. —Se dio la vuelta para escapar a los ojos del padre James, que la estaba contemplando con una expresión entre divertida y pensativa.
—Sí, llevo demasiado tiempo usando ese nombre —dijo Mainoa, riéndose—. Pero creo que haría bien llamándole Rillibee. Ese nombre significa mucho para él. Le gustará.
—Hoy saldremos del bosque y trataremos de encontrar el rastro —dijo Marjorie.
—Quizá tengamos que esperar uno o dos días —indicó Mainoa.
Marjorie se encaró con él, exasperada y llena de frustración, sintiendo deseos de gritar ante aquel nuevo retraso. El padre James apoyó una mano en su brazo.
—Paciencia, Marjorie. No te lo tomes así. Tienes que tratar de calmarte un poco.
—Lo sé, padre, pero no paro de pensar en lo que puede estarle ocurriendo a Stella.
El padre James también había estado pensando en eso. Su mente volvía con demasiada frecuencia a ciertas monstruosidades que había oído en el confesionario, a ciertas perversiones y horrores sobre los que había leído pero que nunca podría haber sido capaz de imaginar por sí solo. No sabía la razón de que su mente asociara esos recuerdos a los hippae, pero así era. Trató de olvidar todas aquellas ideas malignas.
—La encontraremos, Marjorie. Confía en el hermano Mainoa.
Marjorie se calló e hizo un esfuerzo por confiar en el hermano Mainoa, dado que no había nadie más en quien confiar.
Comieron unas raciones frías. Se lavaron en un estanque tranquilo, uno de los que rodeaban la isla. Marjorie y Tony examinaron los caballos, fijándose especialmente en sus cascos y patas. Pese a la loca carrera de ayer, los animales parecían estar bien. Aunque hacía cuanto podía por conservar la calma, Marjorie tenía la sensación de que acabaría estallando de impaciencia. Por fin oyeron una voz que les llamaba desde lo alto.
Rillibee bajó por el tronco de un gran árbol cubierto de enredaderas, moviéndose con la agilidad de un mono.
—Me había despistado —dijo—. De día los árboles parecen distintos, y me costó un poco encontrar el camino de vuelta.
—¿Logró hallar el sitio de donde venían las voces? —le preguntó Marjorie.
—Encontré su ciudad —respondió Rillibee—. Tienen que venir a verla.
—Tenemos que ir hacia allí para encontrar el rastro… —dijo ella, señalando en dirección opuesta.
—No, hay que subir —insistió Rillibee—. Creo que deberíamos ir hacia arriba.
—De acuerdo —dijo el hermano Mainoa—, subiremos. Siempre que podamos, claro…
—Una de las razones por las que he tardado tanto es que anduve buscando un camino por el que pudieran ir los caballos —dijo Rillibee—. Es por ahí. —Señaló hacia el interior del pantano—. Después empezaremos a subir.
—¿Por qué? —exclamó Marjorie—. Stella no está en…
—Las huellas van por la hierba, Marjorie —dijo el hermano Mainoa—, pero no tenemos por qué seguir ese camino. Mientras dormía, Tony y yo fuimos hasta el final del bosque. Los hippae siguen ahí. No podemos salir, al menos de momento.
—Pero ¿por qué? —preguntó Marjorie, señalando hacia arriba y esforzándose por contener el llanto—. No quiero dedicarme a hacer turismo, por el amor de Dios…
—Quizás ésa sea justamente la razón por la que debemos ir: por el amor de Dios —dijo el padre James—. ¿Sabe qué hay ahí arriba, hermano Mainoa?
—Lo sospecho —replicó él—. Sí, tengo ciertas sospechas sobre lo que puede haber. Las he tenido desde que recibimos el informe de Semling.
—¿De qué se trata?
—Creo que es la última ciudad de los arbai —dijo—. La última…
Se negó a decirles nada más, afirmando que todo eran conjeturas y sospechas. Cuando se volvieron hacia Rillibee, éste les dijo que debían verlo con sus propios ojos. Les guió a través de los charcos y lagunas y por grandes avenidas de árboles. A veces se paraba y se dedicaba a contemplar los árboles mientras ellos esperaban. En una ocasión, desmontó y puso las manos sobre el tronco de un árbol, apoyándose en él igual que si fuese un amigo. Sylvan fue a decir algo durante una de aquellas pausas, pero el hermano Mainoa le puso la mano en el hombro indicándole que guardase silencio. Atravesaron pequeñas islas, y acabaron llegando a una isla bastante grande en cuyo centro había una colina.
Sobre la colina había un pedestal de piedra en el que se alzaba un monumento muy parecido al que vieron en la plaza de la ciudad arbai.
—Los arbai… —murmuró Marjorie, mirándolo fijamente y sin creer en lo que veía. El hermano Mainoa no había logrado convencerla, pero ahora…
Rillibee señaló hacia el flanco de una colina: un sendero serpenteaba hacia un gran risco.
—Bajé por ahí —dijo—. Tenemos que dejar los caballos. Aquí estarán bien.
Desmontaron, tratando de hacer el mínimo de ruido posible para no interrumpir la conversación de las voces que oían sobre ellos. Estaban hablando, cantando, narrándose historias acompañadas por risas suaves. Rillibee les guió por el sendero. En el risco había un puente sostenido por postes cubiertos de tallas fantásticas que atravesaba un golfo de aire hasta llegar a los árboles: el puente estaba hecho de hierba, lianas y tablones de madera, y el conjunto resultaba tan complejo y delicado como una cesta tejida. Las barandillas estaban cubiertas de dibujos que representaban hojas y frutos. El suelo había sido decorado con espirales de color que le daban la sólida apariencia de un pavimento. Siguieron a Rillibee, suspendidos a sesenta metros de altura, y entraron en la zona de sombra proyectada por los árboles.
Vieron un sinfín de moradas: pabellones y cúpulas, pequeños recintos techados y torres cónicas, paredes hechas de hierba y ventanas con rejillas de madera, una infinidad de siluetas que hacían pensar en frutos suspendidos de las ramas de los árboles, atravesadas por avenidas de hierba y lianas y con calles entretejidas que parecían flotar a través de todo aquel laberinto. Más arriba había pérgolas moteadas por el sol, quioscos umbríos y jaulas de diseño muy complicado que se unían a las moradas de abajo mediante escaleras que parecían haber sido hechas por arañas. Casas de encaje colgaban de las ramas más altas como si fueran nidos de pájaros.
Y los habitantes de aquellos recintos se asomaban a las ventanas y hablaban desde las habitaciones de arriba y abajo, conversando mientras avanzaban por las calles y avenidas: sus voces se hacían más fuertes a medida que se acercaban y se debilitaban al irse alejando. Siluetas confusas se encontraban a lo largo de las barandillas. Un grupo de sombras emergió de un umbral y se dejó bañar por el juego de luces creado por las hojas. Eran ágiles y se movían con una tranquila gracia: en su aspecto general había algo que recordaba ligeramente a los reptiles. Sus ojos se iluminaron con un brillo jovial y sus manos se extendieron como si estuvieran dándose la bienvenida los unos a los otros.
Pero allí no había nadie. Nadie…
Una pareja de enamorados estaba apoyada en la barandilla de un puente, abrazados el uno al otro. Rillibee pasó a través de ellos, y su rostro se confundió con los rostros de los enamorados; su cuerpo se perdió en los suyos, y cuando les dejó atrás las siluetas volvieron a formarse, sin haber dejado de mirarse a los ojos ni un segundo.
—Fantasmas —jadeó Tony—. Madre…
—No —dijo ella. Ver a la pareja de enamorados había hecho que las lágrimas corrieran por sus mejillas—. Hologramas, Tony. Los dejaron aquí. Los proyectores deben estar escondidos entre los árboles.
—Se los entregaron los unos a los otros —dijo Mainoa—. Debió de ocurrir hacia el final, cuando cada vez iban quedando menos… Para hacerles compañía a los últimos supervivientes.
—¿Cómo lo sabe?
—Acaban de decírmelo —replicó él—. Y encaja con todo lo que he averiguado desde que almorzamos juntos ese día en Colina del Ópalo.
—El lenguaje… —Marjorie se volvió hacia él, mirándole fijamente.
—Sí, el lenguaje.
—Tenía tantas ganas de salir de aquí y encontrar a Stella que no se me ocurrió preguntarle…
—Las grandes máquinas de Semling han masticado el problema, se lo han tragado y han escupido la solución. Las máquinas pueden traducir los libros de los arbai. Algunos… Oh, digamos que la mitad. Pueden leer la mitad de esos libros y pueden hacer algunas conjeturas sobre la otra mitad. La clave estaba oculta en las enredaderas de las puertas, allí donde jamás se nos ocurrió buscarla.
—Y las puertas talladas…
—También pueden leer lo que hay en ellas.
—¿Qué dicen?
El hermano Mainoa agitó la cabeza e intentó reír, pero la risa se convirtió en un ataque de tos que le hizo doblarse sobre sí mismo.
—Dicen que los arbai murieron igual que habían vivido, siendo fieles a su filosofía particular.
—¿Aquí?
—Los de la llanura murieron muy aprisa. Los de los árboles murieron despacio. Su filosofía les prohibía matar a cualquier ser inteligente. Los hippae acabaron con los habitantes de su ciudad de la llanura. Los que vivían en esta ciudad arbórea de veraneo no podían volver allí. No deseaban morir, por lo que pasaron un último verano en esta ciudad y, cuando llegó el invierno, fueron muriendo poco a poco, sabiendo que eran los últimos representantes de su raza en todo el universo.
—¿Cuánto hace de eso?
—Siglos. Siglos de Hierba…
Marjorie contempló los edificios de lianas y hierba que la rodeaban y sacudió la cabeza.
—Es imposible. Este tipo de estructuras no puede durar tanto tiempo. Los árboles tuvieron que seguir creciendo. Cuando muriesen, los edificios se derrumbarían. Y esas pasarelas y caminos de hierba ya tendrían que estar podridos.
—No si se los renovara hora a hora y día a día. No si fueran reparados y atendidos.
—¿Por quién?
—Sí, Marjorie, ¿por quién? Todos nos hacemos esa misma pregunta, ¿verdad? Creo que no tardaremos en conocerles.
Rillibee les guió por el laberinto de calles. La avenida se fue haciendo más ancha y se expandió hasta convertirse en una gran plataforma con barandillas barrocas y columnas en espiral que sostenían un tejado cónico muy parecido al sombrero puntiagudo de una bruja.
La plaza de la ciudad, pensó Marjorie. El jardín de la aldea, la sala de reuniones abierta al aire libre, al viento y al canto de los pájaros. A su alrededor, un sinfín de figuras caminaban, bailaban y se saludaban las unas a las otras, proyectando tal confusión de sombras que, cuando vieron venir hacia ellos una silueta muy corpulenta, todos creyeron por un instante que era otra sombra. Cuando vieron que no lo era se pegaron los unos a los otros, y la mano de Tony buscó su cuchillo láser.
—No —dijo el hermano Mainoa, apoyando una mano sobre su brazo—. No. —Fue al encuentro de la figura para ver aquello que llevaba tanto tiempo queriendo ver con sus ojos, y no sólo con su mente—. No. No nos hará daño.
Vieron una piel temblorosa sobre ojos que les resultaba imposible distinguir con claridad. Colmillos, o algo que parecían colmillos, rodeados por una nube de marfil azulado. Grandes cantidades de vello extendiéndose en forma de alas, una doble aurora violeta, como chorros de relámpagos congelados…
—Nos sentimos muy honrados —murmuró el hermano Mainoa, inclinando la cabeza como si se dirigiera a un Jerarca.
La criatura se agazapó y dio la impresión de asentir. Sus zarpas se curvaron sobre…, no, sus manos se curvaron sobre la barandilla, y durante un instante pareció que tenían tres dedos y un velludo pulgar oponible. Detrás de aquellos hombros cubiertos por su melena había toda una serie de placas callosas y dura piel moteada, vista sólo durante un segundo o quizá ni tan siquiera eso. La criatura era como una impresión fugaz que desaparecía demasiado aprisa para ser definida. No habrían podido describirla, salvo para decir que no se parecía a ningún otro ser, ni de la Tierra ni de Hierba: era única, y sólo se parecía a sí misma. Todas sus proporciones resultaban extrañas, como equivocadas. Sus patas no recordaban a nada de lo que uno se imaginaba cuando pensaba en unas patas.
El hermano Mainoa se encaró con este espejismo dando muestras de sumo interés, parpadeando rápidamente, igual que hacían todos, para ver con más claridad lo que tenían delante.
—Verte por primera vez ha hecho que me pregunte cuál ha sido el embrollo evolutivo que ha acabado dándote este aspecto tan feroz —murmuró, con la mirada baja.
Los inmensos globos oculares del ser quizá se hicieron todavía un poco más grandes, y dio la impresión de que una larga garra curvada asomaba de un dedo medio peludo y medio escamoso, apuntando hacia la garganta del hermano Mainoa.
El hermano sonrió como si acabaran de gastarle una broma.
—No puedo creer que hables en serio. Soy yo: no necesitas nada de todo eso. De hecho, no creo que necesites protegerte de la humanidad, a menos que ésta decidiera usar armas pesadas, y en tal caso ni tan siquiera tu coraza te serviría de mucho. Puede que los hombres no sean gran cosa, pero no cabe duda de que son unos expertos asesinos.
Las pupilas del ser se contrajeron un poco, y el hermano Mainoa se llevó las manos a la cabeza. Los demás cayeron de rodillas sosteniéndose la cabeza, excepto Sylvan, que dio un paso hacia delante, con la ira y el miedo combinándose en su mente para hacerle actuar de forma tan temeraria.
—Ay, ay. —Mainoa logró erguirse, jadeando—. Me gustaría que no hicieran eso… —Ahora sabía qué embrollo evolutivo había acabado produciendo esta coraza. Hubo un tiempo en el que existía un enemigo, una criatura inmensa e inexorable. El hermano Mainoa había recibido una excelente imagen de esa criatura haciendo de las suyas, devorando hippae y sabuesos. El impacto mental le había producido un fuerte dolor de cabeza—. ¿Se ha extinguido? —preguntó, y recibió una respuesta afirmativa—. ¿Acabasteis con ellos?
Recibieron una impresión de perplejidad seguida por una oleada de comprensión. No. Los arbai se encargaron de eliminarlos. Los monstruos acorazados no eran seres inteligentes. No eran más que apetitos ambulantes. Los arbai habían acabado con ellos para proteger a los hippae, y a partir de entonces el número de hippae creció y creció.
El hermano Mainoa se sentó en el suelo de la avenida, presa de un repentino cansancio.
—Este ser es mi amigo —les dijo a los demás miembros del grupo—. Él y yo llevamos cierto tiempo conversando. —Ahora que casi le había visto, sentía cierta preocupación al pensar en todas las veces que había hablado con él sin verle. ¿Qué habría hecho si le hubiera visto, qué habría dicho…? No. Si le hubiera visto no habría podido decir nada. Sólo puedes hablar con los dioses y los ángeles si no parecen dioses y ángeles, pensó. Para aproximarse a ellos debes pensar que son como tú, y nadie podía pensar en un zorren como en algo que se le pareciera.
—Un zorren… —jadeó Tony. Seguía de rodillas, igual que los demás.
—Sí, un zorren —dijo Mainoa—. Él o ellos lograron retrasar a los hippae el tiempo suficiente para permitirnos llegar hasta aquí. Él y unos cuantos amigos suyos querían que viniéramos para poder echarnos un buen vistazo.
—¿Sabe dónde está Stella? —pregunto Marjorie con voz suplicante.
Tuvo la impresión de que una cabeza inmensa se volvía hacia ella.
—Comprendo. Claro. Sí —dijo, con un escalofrío.
—¿Marjorie? —dijo Sylvan.
—Puedo oírle —exclamó ella—. Sylvan, puedo oírle. Y tú, ¿no puedes?
—Lleva demasiado tiempo siendo un cazador —dijo Mainoa—. Los hippae le han dejado sordo.
—¿Está hablándoles? —preguntó Sylvan.
Rillibee asintió.
—Sí, se parece un poco al lenguaje verbal. Imágenes, y unas cuantas palabras. —Se puso en pie, como si se hubiera vuelto totalmente inmune a las maravillas y éstas ya no fueran capaces de sorprenderle. Para él, los árboles ya eran un prodigio. No necesitaba nada más. No quería hablar con el zorren. Él, como Marjorie, sólo quería encontrar a Stella.
—¿Y qué te ha dicho de tu hija? —preguntó Sylvan.
—Que otros de su especie la están buscando —replicó Marjorie—, y que nos avisarán cuando la encuentren.
—Hay muchas cosas que quieren explicarnos y tienen muchas preguntas que hacer —dijo el hermano Mainoa con voz cansada, anhelando esa conversación y, al mismo tiempo, temiéndola—. Muchas cosas…
—Bajaré por el camino y desensillaré los caballos —dijo Rillibee. Si no iban a seguir el rastro de Stella, prefería estar solo para abrazarse al tronco de un gran árbol y dejar que su contacto y su olor penetraran hasta lo más hondo de su ser. En la oscuridad, le habían parecido espíritus de árboles. Ahora, con la luz del día, parecían lo que eran: árboles. Joshua habría dado su alma por ver árboles como éstos. En toda la Tierra no había árboles como éstos. Árboles rodeándole por todas partes, como una auténtica bendición… Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse por el camino que habían seguido al venir.
Sylvan le siguió.
—Le ayudaré —dijo—. Si me quedo aquí, no serviré de nada.
Rillibee asintió de mala gana. Los demás ni tan siquiera les vieron marchar.
Shevlok bon Damfels estaba reclinado en un sillón ante la ventana de su aposento, en lo más alto de la hacienda de los bon Damfels, bebiendo vino: su copa estaba medio vacía. El amanecer se acercaba a los confines del mundo. Por la ventana abierta podía ver las casas de la aldea, atadas al cielo por el humo que brotaba de sus chimeneas. Todo estaba en silencio. La calma del amanecer aún no había sido rota por ningún sonido. A esta hora incluso los mirones guardaban silencio.
Junto a él había una caja de botellas, la mitad vacías. La Chica Ganso dormía sobre el revuelto lecho. Llevaba días sin levantarse de la cama. A veces dormía y a veces yacía inmóvil bajo él mientras él la acariciaba, hablándole en susurros, haciéndole el amor. Su cuerpo había reaccionado a sus manipulaciones. Su piel se había sonrojado, sus pezones se habían endurecido, sus ingles se habían humedecido para darle la bienvenida. Pero, aparte de eso, no había dado señales de que sintiera nada. Sus ojos habían seguido abiertos, sin mirar ni lo que estaba cerca ni lo que estaba lejos, clavados en una distancia intermedia, contemplando algo que Shevlok no podía ver.
Cuando estaba haciéndole el amor creyó ver una chispa en su pupila, una chispa imperceptible, como si algún pensamiento hubiera pasado por su mente tan deprisa que no había tenido tiempo de captarlo. Ahora dormía, y Shevlok bebía. No había parado de beber desde que la trajo aquí.
Tenía que haber sido su Obermum. Tenía que haber gobernado la familia con él cuando Stavenger muriese. Era perfecta, sabría hacerlo. Y, además, Shevlok la amaba apasionadamente. Janetta lo era todo para él.
Pero la criatura del lecho ya no era Janetta.
Estaba intentando decidir si debía quedarse con ella o no.
Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar una invitación.
—¡Lo has hecho! —Era Amethyste: sus ojos recorrieron la penumbra de la habitación y acabaron posándose en la muchacha—. Shevlok, ¿en qué estabas pensando?
—Pensaba que me reconocería —farfulló Shevlok, y sus labios entumecidos por el vino hicieron que las palabras sonaran pastosas y casi ininteligibles—. Pero no me ha reconocido…
—¿Cuánto tiempo lleva…?
Shevlok meneó la cabeza.
—Bastante.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—No sé.
—Todo el mundo dice que alguien se la llevó. Iba con la sirvienta de su madre y la atacaron. ¿Fuiste tú?
Shevlok alzó la mano y la agitó vagamente, queriendo decir que sí, que probablemente había sido él.
—Pues entonces será mejor que se la devuelvas. Llévala a la aldea de los bon Maukerden. Manda un aviso para que la encuentren.
—No, estará mejor muerta —dijo Shevlok, con voz sorprendentemente clara—. Estará mejor muerta…
—No —exclamó Amy—. ¡No, Shevlok! Supón que fuera Dimity. Haz como si fuera Dimity.
—Estará mejor muerta —insistió Shevlok—. Si fuera Dimity, estaría mejor muerta.
—¿Cómo puedes decir eso?
Shevlok se puso en pie, rodeó a su hermana con los brazos y la arrastró hacia la cama.
—¡Mírala, Amy! Mírala… —Apartó la sábana de un manotazo para mostrarle a la chica que yacía desnuda sobre el lecho, boca arriba. Puso el pulgar sobre uno de sus ojos y le abrió los párpados—. Los ojos de Janetta eran como el agua que corre sobre los guijarros. Centelleaban, estaban llenos de sol. ¡Fíjate en este ojo! Los ojos de esta criatura son como esos charcos que se forman en los sótanos cuando la primavera derrite la nieve… No hay sol, no hay nada normal. Ahí dentro ya no queda nada que merezca vivir.
Amy logró soltarse de un tirón.
—No entiendo ni una palabra de lo que estás diciendo.
—Cuando miro esos ojos no veo más que oscuridad, una oscuridad que se prolonga hasta terminar en un barrizal sin fondo dentro del que se agita algo lisiado, algo horrible y vil… Es como si hubiera sufrido un cortocircuito. Le han hecho algo por dentro. Ya no es capaz de sentir nada. Ya no puede reconocer a nadie.
—Devuélvela, Shevlok. Ya sé que ahí dentro no hay nada, pero…
—Oh, no, aún queda algo. Algo horrible y perverso. Algo que pudieron utilizar… —Jadeó, sintiendo una punzada de dolor—. Malditos sean.
Su hermana dejó escapar una carcajada llena de amargura y se frotó el brazo, que empezaba a ponerse morado.
—¿Malditos sean, Shevlok? ¿Quiénes? Tú eres uno de ellos. Estuviste de acuerdo. Todos habéis participado en esto. Tú, nuestro padre, el tío Figor…, todos sabíais lo que los hippae les hacían a las chicas, pero aun así me obligasteis a montar, igual que hicisteis con Emmy y con Dimity.
Shevlok agitó la cabeza igual que un toro aturdido.
—No sabía lo que les hacían.
—Dios mío, Shevlok, ¿que creías que le ocurría a las chicas que desaparecían? ¿Qué pensabas cada vez que una de ellas se esfumaba?
—Nunca pensé que les hicieran eso —insistió él—. Nunca pensé que les hicieran eso…
—¡Nunca lo pensaste! —chilló ella—. ¡Oh, claro! Nunca lo pensaste. A ti no te afectaba, así que no pensabas en ello. Oh, Shevlok, maldito seas… No son los hippae quienes tienen la culpa de que esté así. No, tú eres el culpable. Tú, y nuestro padre, y Figor, y todos vuestros malditos jinetes…
—No…, no es culpa mía.
—Si esto no hubiera ocurrido, te habrías casado con Janetta, y habrías tenido hijos, y también les habrías hecho participar en la Cacería —le acusó su hermana—. Habrías visto desaparecer a tus hijas, habrías visto cómo les arrancaban los brazos a mordiscos a tus hijos, ¡pero no habrías hecho nada por impedirlo!
—No lo sé. Quizás hubiera hecho algo. No lo sé.
—¿Irás a la hacienda de los bon Laupmon para participar en la Cacería de hoy?
Shevlok se encogió de hombros.
—Probablemente.
—¿Ves? Sabes lo que ocurre, pero piensas seguir asistiendo a las Cacerías. Y alguna chica de los bon Laupmon o de los bon Haunser desaparecerá, pero eso no te importa porque no estás enamorado de ellas. —Se limpió el rostro con los dedos y señaló hacia la chica dormida—. ¿Qué será de ella?
—Hago venir a una mujer de la aldea para que le dé de comer y la lave. Juega con ella…, es como un gatito.
—Si vas a la Cacería y nuestro padre también va…
Shevlok se estremeció, la miró por primera vez a la cara y trató de sonreírle. La quería mucho, y también quería a Emeraude. Intentaba que no se le olvidara. La quería, igual que quería a Emeraude, a Sylvan y a su madre.
—Ya sé lo de Emmy. Quieres un aerocoche, ¿no? Para llevar a Emmy hasta la Comunidad… ¿Cómo se encuentra?
—Todo lo mal que puede esperarse teniendo en cuenta el tiempo que tardamos en dominar a nuestro padre. No morirá, si es a eso a lo que te refieres…, no si puedo sacarla de aquí. Y yo me iré con ella.
—Entonces llévatela.
—Nuestro padre les ha dicho a los sirvientes que no deben obedecer ninguna orden mía. Y a ti tampoco te obedecerán.
—Hablaré con el viejo Murfon. Murfon se encargará de llevarte en cuanto nuestro padre se haya ido a la hacienda de los bon Laupmon. Le diré que te recoja en la aldea. No dejes que nadie te vea.
—Y ella, ¿quieres que me la lleve también? —Amy señaló a la chica que yacía sobre el revuelto lecho.
Shevlok se puso en pie, tambaleante, y fue hacia ella. La contempló y de su garganta brotó un solo sollozo, un sonido en el que había más ira que pena.
—Sí, quizá será mejor que te la lleves. Si la dejas aquí, acabaré matándola.