12

Shoethai, ayudante del Departamento de Doctrina Aceptable, estaba sentado en el comedor del puerto, esperando a que una nave desembarcara su mercancía. El reverendo hermano Noazee Fuasoi le había dicho que esa nave llevaba dentro algo muy importante, y había enviado a Shoethai para que se encargara de recogerlo.

La respuesta automática de Shoethai no había llegado a surgir de sus labios. «¿Por qué yo?». Incluso ahora evitaba cuidadosamente que sus ojos se volvieran hacia la ventana donde su reflejo quedaba superpuesto a la imagen de la nave como si fuera un fantasma deforme flotando en el aire. El rostro era lo bastante grotesco como para que varios funcionarios y trabajadores del puerto fingieran no haberle visto, incluyendo a dos camareros de este mismo comedor. Shoethai estaba acostumbrado a su aspecto y a la forma en que la gente reaccionaba a él, por lo que ya no les dejaba percibir el dolor y la ira que sentía ante esas reacciones, aunque las emociones seguían hirviendo bajo la superficie, más malévolamente violentas a cada día que pasaba. El reverendo Fuasoi podía haber enviado a otro: Yavi o Fumo, cualquiera de los dos habría servido. No eran demasiado apuestos, pero tampoco eran unos monstruos. Sí, la eterna pregunta. «¿Por qué yo?».

Cuando estaba en Santidad, siempre había algún idiota bienintencionado que intentaba consolar a Shoethai diciéndole cosas como: «Aun así debes alegrarte de estar vivo, ¿no? Supongo que prefieres estar vivo a estar muerto, ¿verdad?». Que le soltaran esa clase de lugares comunes a la cara no hacía sino demostrar hasta dónde llegaba su estupidez y su insensibilidad. No, hubiese preferido estar muerto, aunque el proceso de morir le daba miedo. Ojalá no hubiese existido nunca. Si hubieran dejado que su padre acabara con él cuando lo intentó… Al menos su padre se preocupaba por él y deseaba lo mejor para Shoethai, y en su caso lo mejor era no haber nacido o, ya que eso no era posible, no vivir más que unas pocas semanas, ya que entonces era demasiado pequeño para enterarse de nada. Sí, lo mejor habría sido no verse obligado a contemplar nunca ese rostro sabiendo que era el suyo.

Aun así, el reverendo hermano no había enviado a Fumo o a Yavi. El reverendo hermano había enviado a Shoethai, y eso quería decir algo. Quería decir que Fumo o Yavi no debían saber nada de ese cargamento, y si Fumo y Yavi no debían enterarse de su existencia eso quería decir que el reverendo hermano Jhamlees Zoe tampoco sabía nada del asunto, igual que Santidad. Y, por lo tanto, sólo había dos personas enteradas de su existencia: Fuasoi y Shoethai.

—¿Sabes qué son los Mohosos? —le había preguntado de repente un día el reverendo hermano, mientras Shoethai limpiaba su despacho.

—Son mártires de algo —dijo Shoethai.

—Los Mártires de los Últimos Días —respondió el reverendo hermano—. Son un grupo de hombres consagrados a apresurar la llegada del fin. ¿Has leído el Libro de los Finales?

Shoethai se limitó a quedarse inmóvil, con la boca abierta, negando con la cabeza. No, claro que no había leído ningún libro de los Mohosos. Leer libros de los Mohosos podía hacer que Santidad te eliminara de la existencia y de las listas.

El reverendo hermano pareció leer su mente.

—Ya lo sé. Está entre los volúmenes prohibidos. Aun así, creo que te interesaría leerlo, Shoethai. Te daré una dispensa. Llévate el libro contigo cuando te vayas, pero no dejes que nadie lo vea. Y, sobre todo, no dejes que Jhamlees Zoe lo vea…

Lo que le entregó ni tan siquiera podía pasarse por un lector: era un libro al estilo antiguo, con páginas. El reverendo hermano Fuasoi lo puso sobre el escritorio y se limitó a dejarlo allí: un viejo rectángulo marrón con las letras Libro de los Finales escritas en oro sobre la tapa. Shoethai lo escondió en el bolsillo de su túnica y lo leyó sólo cuando estaba a solas…, es decir, casi siempre. Ya casi se lo sabía de memoria y solía citarse párrafos enteros a sí mismo.

—Envueltos en luz, moraremos en la casa de la luz —recitó para sí mismo mientras sorbía su té por entre los huecos de su dentadura. Después del fin de la humanidad llegaría la Nueva Creación. En la Nueva Creación ya no tendría esta cara y este cuerpo. En la Nueva Creación ya no sería una criatura deforme. Tendría el cuerpo esbelto y firme como una lanza, estaría envuelto en luz, sería hermoso como un ángel… El reverendo Fuasoi le había prestado una atención especial a esa parte, leyéndole el pasaje en voz alta y señalando las ilustraciones con el dedo, pero Shoethai lo creyó nada más leerlo. Era como si todo aquello hubiera sido escrito para él. Era justo, ¿no? Quienes hubieran sido tratados injustamente en esta vida serían tratados con justicia en la próxima.

—Dejad llegar los cambios —murmuró, tomando otro sorbo de té—. Dejad que la Nueva Creación se manifieste a sí misma. —El encargado del comedor le trajo el té después de una furiosa discusión en voz baja con sus dos camareros. Shoethai rezó en silencio para que los camareros estuvieran entre los primeros que desaparecerían con la gran limpieza final, y esperó que su desaparición fuera de las más dolorosas. Aunque, naturalmente, la limpieza final sería terrible y dolorosa: el reverendo Fuasoi ya se lo había explicado. El reverendo Fuasoi había visto casos de la plaga. De hecho, el reverendo Fuasoi se había pasado todo un año en un campamento para víctimas de la plaga. El reverendo Fuasoi era un Mohoso. Decía que nadie podía ver los efectos de la plaga sin convertirse a la nueva fe.

Cuando el reverendo Fuasoi le confesó que era un Mohoso, Shoethai se convirtió a su credo, abrazándolo con todas sus fuerzas y su voluntad: eran los únicos Mohosos de toda Hierba, y Jhamlees Zoe les habría matado a los dos de haberlo descubierto. Llevar a cabo la sagrada misión de su credo podía hacerse con sólo dos personas. Dos… El reverendo Fuasoi le había dicho que serían más que suficientes.

—Bendíceme, oh, Creador —musitó Shoethai en silencio mientras contemplaba las siluetas que iban y venían alrededor de la nave, deformadas por el reflejo de su rostro en el cristal—, pues yo limpiaré tu casa de fealdad. —La fealdad era un pecado contra la Creación. El reverendo hermano había llegado a sugerir que el Creador le había dado este rostro para dejarle bien clara una cierta verdad, para que Shoethai comprendiera hasta dónde llegaba la depravación y la indignidad del hombre, y que había grabado ese mensaje en la carne de Shoethai para que todo el mundo pudiese verlo. El reverendo Fuasoi decía que en realidad el interior de todos los seres humanos eran tan horrible y repugnante como el exterior de Shoethai. El aspecto de Shoethai reflejaba la verdad más profunda del ser humano. La deformidad, la suma de imperfecciones… El hombre era un capricho de la Creación, un fenómeno. La inteligencia no podía albergarse en una carne tan pestilente y tan propensa al error y al fracaso. La carne estaba bien para los animales, pero no para los seres inteligentes, y la humanidad era un experimento que no había salido bien. Los pocos elegidos que ayudaras a eliminar aquel error recibirían recompensas divinas, y para los demás habría un final que dejaría el universo limpio y purificado, permitiendo empezar de nuevo.

Miró hacía abajo y vio cómo los vehículos se alejaban de la nave para ir hacia el edificio del puerto. El cargamento estaría en uno de ellos. El hermano Shoethai decidió quedarse un rato más en el comedor. Sí, sería mejor esperar a que todos se hubieran marchado antes de ir a la oficina de mercancías… No había prisa. Cuando el reverendo Fuasoi tuviera el cargamento y lo hubiera distribuido, todos los habitantes del planeta morirían, pero eso requeriría cierto tiempo. A veces el virus permanecía inactivo durante períodos bastante largos. No había prisa. Una hora más o menos no tenía ninguna importancia. Shoethai se rió y tomó otro sorbo de té. Después, al ver el efecto de esa risita en su reflejo, se quedó muy quieto y ladeó ligeramente la cabeza para no verse obligado a seguir contemplando su imagen.

El reverendo hermano Noazee Fuasoi se inclinó sobre su escritorio, luchando contra el dolor que le agarrotaba el vientre. El segundo trasplante de estómago e intestinos había tenido tan pocos efectos como el primero, aunque el departamento había examinado a todos los penitentes buscando unos tejidos que tuvieran la máxima compatibilidad con los suyos. Los médicos de Hierba no podían hacer nada más e incluso habían llegado a ponerle ciertas objeciones, diciendo que el donante no había suscrito el documento de entrega de su cuerpo antes de recibir una herida fatal en la cabeza como resultado de una infortunada caída de las torres (según les había informado el reverendo Fuasoi). Hierba no poseía las instalaciones necesarias para la clonación de cuerpos y, aunque el reverendo hermano Noazee Fuasoi de Santidad ocupaba una posición lo bastante elevada como para poder permitirse el lujo de volver a Santidad y esperar a que clonaran un nuevo intestino, Jorny Shales el Mohoso no quería perder tanto tiempo.

—Como si el Creador pudiera permitirse el lujo de concederles vacaciones a los que llevamos a cabo Su obra —murmuró, entonando la misma letanía que utilizaba cada vez que sus tripas le atormentaban.

—Disculpe, Su Eminencia, ¿decía algo? —preguntó Yavi Foosh desde su escritorio junto a la ventana.

—No, nada —gruñó el reverendo—. Me duele el estómago. Probablemente será por algo que he comido.

Pero el dolor no estaba motivado por algo que hubiese comido. Sencillamente, era la carne. La carne frágil y falible, la carne pestilente que podía sentir dolor y pudrirse, la carne llena de apetitos horribles, sucias excreciones, debilidades y tontos caprichos. En la próxima creación, quienes hubieran ayudado a limpiar ésta no tendrían que cargar con el peso de la carne. El reverendo Fuasoi se agarró al borde del escritorio, con la frente cubierta de sudor, y pensó en otros tiempos y lugares mientras esperaba a que el espasmo se fuera calmando.

No conoció el dolor hasta que no estuvo en el campamento. Entonces se llamaba Jorny: tenía quince años y fue llevado al campamento con su tío Shales, sin saber muy bien cómo. Un día estaba viviendo con tío Shales en el pueblecito de pescadores, yendo a la escuela, pescando en el muelle, saliendo en el bote cuando hacía buen tiempo y escribiéndole mensajes de amor a Gerandra Andraws, la linda Gerry con su hermoso traserito, preguntándose si ya era lo bastante mayor para hacer algo con ella; y al día siguiente estaba en el campamento, viviendo en un barracón con quince hombres y chicos más, sin escuela, sin pesca y sin el tío Shales.

La gente del campamento estaba enferma o era familia de alguna víctima de la plaga. Le dijeron que su tío Shales se estaba muriendo. Jorny tendría que vivir en el campamento hasta que averiguaran si él también se iba a morir.

Quería ver a su tío Shales, pero no se lo permitieron. Recorrió el campamento hasta averiguar en qué edificio estaba y dónde quedaba su cama, y dio la vuelta al edificio pegándose a la pared. Lo encontró. Cuando anochecía, el tío Shales abría un poquito su ventana y podían hablar. El tío Shales le dijo que no debía tener miedo. Al final todo se arregla, solía decir. Jorny se acuclillaba bajo la ventana con las lágrimas corriendo por su rostro, intentando que tío Shales no le oyera llorar. Una noche el tío Shales no respondió a su llamada y la ventana siguió cerrada, por lo que Jorny esperó a que todos se hubieran quedado dormidos y entró en el edificio. No logró encontrar a su tío Shales. Su cama estaba ocupada por una cosa, una especie de monstruo medio cubierto de vendas de entre las que asomaba un ojo, con un agujero en carne viva allí donde tendría que haber estado su boca: su cuerpo rezumaba un líquido pestilente.

Preguntó por él, y le dijeron que su tío había muerto. Pensó que le dejarían marchar, pero no fue así. Siguieron examinando su cuerpo en busca de llagas, llagas como las que tenían casi todos los habitantes del campamento.

Y un día vio predicar a un Mohoso. Les dijo que el fin de los tiempos se aproximaba, que el hombre no tardaría en desaparecer. Les dijo que ya había llegado el momento de que se extinguiera, pues el hombre no era más que carne podrida y huesos que se convertirían en polvo. Había llegado el momento de limpiar el universo y prepararlo para la próxima generación. Los que murieran ahora volverían a levantarse en la Nueva Creación, envueltos en luz, tan hermosos como el amanecer.

Entonces Jorny supo lo que le había ocurrido a su tío Shales. Se había librado de su carne para poder volver envuelto en luz, igual que un ángel. Jorny lloró, permitiéndose por primera vez el lujo de no ahogar sus sollozos, medio escondido tras uno de los árboles resecos que había en la polvorienta calle central del campamento. Esperó a que el Mohoso hubiera terminado de predicar, fue hacia él y le dijo quién era, que su tío había muerto y que quería salir del campamento. El predicador le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que podía sacarle de allí, que Jorny podía convertirse en un Mohoso ahora mismo, y que ni tan siquiera necesitaría un cepillo de dientes. Jorny fue con él hasta un camión, donde le examinaron de pies a cabeza para ver si tenía alguna llaga, y cuando vieron que no tenía ninguna le escondieron debajo de unos cuantos trastos y le llevaron a un sitio donde había mucha gente, y nadie tenía llagas en ninguna parte. Después, el Mohoso le dijo que en realidad no tenían por qué haberle escondido, pues el comandante del campo había sido sobornado para que le dejara predicar y pudiera darle consuelo a los agonizantes.

Aquella noche, Jorny logró dormir. Cada vez que pensaba en su tío, hacía un esfuerzo de voluntad y procuraba olvidarle. Al principio pensó que quizá debería de haber vuelto a su casa para despedirse de la gente que conocía, pero pasado un tiempo pensó que casi todos habrían muerto y que ya no importaba. Estaban muertos, listos para renacer. Los Mohosos decían que algunos ya se habían transformado. Aveces podías verles justo antes del ocaso, cayendo del cielo bajo la forma de rayos dorados que se abrían paso por entre las nubes. Pasado el tiempo, Jorny comprendió que eso no eran más que cuentos y que sólo eran rayos de sol, pero no importaba. Con el tiempo comprendió quién era el monstruo que había en la cama del rincón, pero a esas alturas ya lo había comprendido todo y nada importaba.

Cuando cumplió los diecisiete años, los Mohosos le enviaron a Santidad como acólito con instrucciones para que estudiara, trabajase duro y fuera subiendo en la jerarquía. Acabó convirtiéndose en un miembro del Departamento de Doctrina Aceptable. Los Mohosos repartieron unos cuantos sobornos y consiguieron que Santidad le enviara a Hierba. Decían que había llegado el momento de que Hierba se uniera a los demás hogares del hombre. Sí, había llegado el momento de limpiar Hierba.

Y aquí estaba ahora, dispuesto a difundir la plaga que había acabado con todo aquello que le importaba. Si tío Shales había merecido la plaga, entonces no había nadie que no la mereciese. Si tío Shales había muerto, todo el mundo debía morir.

Abrió los ojos y le sorprendió descubrir que estaban húmedos: el calambre de su vientre se fue calmando y el dolor disminuyó hasta volver a convertirse en la molestia sorda de siempre. De pie ante su escritorio estaba su superior en Santidad, el reverendo hermano Jhamlees Zoe.

—No tienes buen aspecto, Fuasoi.

—No, reverendo hermano. Me duele un poco el estómago, nada más.

—¿Llevas mucho tiempo sin visitar a los médicos de la ciudad?

—Hace varias semanas que no les he visto, reverendo hermano.

—¿Y cuál es el problema, según ellos?

—Los trasplantes no están evolucionando tan bien como querrían.

—Quizá vaya siendo hora de que vuelvas a Santidad.

—Oh, no, reverendo hermano. Hay mucho trabajo que hacer aquí.

El reverendo hermano Jhamlees Zoe se agitó y alzó la mano para rascarse esa nariz infinitesimal suya: se empinó sobre la punta de los pies y volvió a dejarse caer.

—Fuasoi…

—¿Sí, reverendo hermano?

—Supongo que no habrás oído hablar de ninguna…, ninguna enfermedad nueva, ¿verdad?

Fuasoi le lanzó una mirada de incredulidad. ¿Una enfermedad? ¿Se había vuelto loco? Pues claro que había ninguna enfermedad nueva.

—¿A qué se refiere el reverendo hermano?

—Oh, cualquier enfermedad grave. Cualquier, ah…, bien. Hum. Cualquier, en…, ¿plaga?

—Santidad nos enseña que no hay ninguna plaga —dijo con firmeza el hermano Fuasoi—. Supongo que el reverendo hermano no estará poniendo en tela de juicio las enseñanzas de Santidad, ¿verdad?

—En absoluto, en absoluto. Pensaba más bien en algo…, bueno, cualquier enfermedad contagiosa que pueda amenazar a la Abadía, ¿comprendes? Aun así, me alegra saber que no pasa nada. No, no pasa nada. Cuídate, Fuasoi. Y hazme saber si quieres volver a Santidad… —Cruzó el umbral y se alejó a toda prisa por el pasillo.

Bien, bien, pensó Fuasoi. Me pregunto por qué se habrá puesto así…

—Shoethai está aquí —anunció Yavi, interrumpiendo el curso de sus pensamientos—. Le oigo venir por el pasillo. —Se puso en pie y fue hacia la puerta, dejándola entreabierta y volviéndose para lanzarle una mirada interrogativa a su superior.

—Déjale entrar —dijo Fuasoi, asintiendo. El dolor de su vientre se había desvanecido. El otro dolor, ése que le hacía despertarse por las noches, sudando y llorando, se desvanecería en cuanto todo hubiese terminado. Se limpió la frente con un pañuelo desechable y alzó los ojos hacia la puerta—. Quiero hablar con él en privado.

Yavi se encogió de hombros y salió del despacho, cruzándose con Shoethai en el umbral.

—Su Eminencia… —Shoethai se arrodilló.

—Levanta —le ordenó Fuasoi con impaciencia—. ¿Lo tienes?

Shoethai asintió con expresión cansada, se puso en pie y dejó un paquetito sobre su escritorio.

—Sí, aunque me costó un poco encontrar a alguien que lo buscara. Casi todo el mundo fingía que no estaba allí.

El reverendo le hizo una seña para que le entregara el paquete. Cuando lo tuvo en sus manos lo abrió con mucho cuidado para revelar otro paquete del tamaño de un puño.

—¿Es eso? —preguntó Shoethai con expresión suplicante, queriendo que se lo confirmaran una vez más.

—Sí. —Su superior sonrió con satisfacción: la obra podría seguir adelante y su dolor se desvanecería—. El virus de la plaga… Un envío especial para Hierba.

Los hermanos Mainoa y Lourai llegaron a Colina del Ópalo justo a tiempo para interrumpir un altercado. Cuando Persun Pollut anunció la llegada del aerocoche que transportaba a los Hermanos Verdes, Marjorie se quedó tan sorprendida que no supo qué hacer. Había olvidado que iban a venir. Pero se recuperó en seguida y salió a recibirles, con la esperanza de que su llegada pondría fin, aunque sólo fuese temporalmente, a la feroz disputa entre Rigo y Stella.

Rigo siguió gritándole a Stella sin prestarle ninguna atención a la llegada de los dos hermanos. Estaba furioso porque ella no le había dicho que tenía intención de montar y porque se había atrevido a participar en la Cacería sin su permiso. Aunque Tony y Marjorie también estaban irritados con los dos jinetes por haber puesto en peligro sus vidas, tenían la sensación de que el conflicto ya estaba durando demasiado. Marjorie le puso punto final a la batalla presentando los hermanos a su esposo y su hija.

Rigo se dio la vuelta y le ofreció la mano al hermano Mainoa, con el rostro aún enrojecido por la ira, y recordó lo que le había dicho a Marjorie sobre aquel hombre. El hermano parecía algo miope, estaba bastante gordo y medio calvo. Rigo comprendió inmediatamente que sus acusaciones de entonces no habían hecho sino ponerle en ridículo, y que su conducta de ahora tampoco le haría quedar demasiado bien. Hizo un considerable esfuerzo de voluntad para calmarse, se disculpó y salió de la habitación, seguido por una Stella tan llena de rabia que hacía pensar en un animalito enloquecido dispuesto a morder al primero que se presentase, y dejó que Marjorie y Tony se encargaran de arreglar las cosas.

Mainoa interrumpió sus disculpas con un gesto de la mano.

—Todas las familias tienen sus pequeñas preocupaciones y peleas, lady Westriding. Tengo entendido que ayer su esposo y su hija montaron con los sabuesos.

—¿Cómo lo sabe?

—Oh, la información se difundió por toda Hierba unos instantes después de que ustedes abandonaran Klive —replicó el fraile—. Una sirvienta llamó a una amiga por el dígame, la amiga llamó a otra amiga, y ésta a su vez llamó a tres amigas más… Uno de los hermanos vino a visitarnos y trajo la noticia hasta la calle de los arbai que el hermano Lourai y yo estábamos excavando. Oh, sí, lady Westriding, todo el mundo lo sabe.

—Han estado discutiendo por eso —confesó Marjorie, aunque casi no hacía demasiada falta que se lo explicara—. Tony y yo estamos bastante preocupados.

—Tienen buenas razones para estarlo —dijo el hermano.

Rillibee había visto cómo Stella salía de la habitación, y sus ojos no se habían apartado de la puerta por donde desapareció. Parecía muy sorprendido.

—¿Piensa seguir montando? —preguntó, dejándose caer en un sillón.

—Rigo está decidido a seguir y Stella parece igualmente decidida, aunque no por las mismas razones que Rigo. Mi esposo cree que no debería hacerlo. Las razones que da para impedir que Stella monte son las mismas que uso yo para pedirle a él que no monte. Pero Rigo dice que en su caso es distinto. —Suspiró, y alzó las manos en un gesto de impotencia.

—La verdad es que todos estamos un tanto hartos de gritar y discutir —dijo Tony, intentando quitarle importancia a lo que había sido una pelea terriblemente encarnizada—. Todo el mundo dice lo mismo y nadie hace caso…

—Me han contado que Rowena, la Obermum bon Damfels, está en la Comunidad —observó el hermano Mainoa—. He oído decir que el Obermun bon Damfels no parece saber que se ha marchado.

—Veo que se entera de todo —dijo Marjorie, abatida—. ¿Y sabe también cuál es el significado de todo eso?

—Sé lo mismo que usted, lady Westriding.

—Llámeme Marjorie, hermano, por favor. El padre James quiere verle antes de que se vaya. Me dijo que tenía mucho interés en hablar con usted.

El hermano Mainoa asintió con una sonrisa. Él también tenía muchas ganas de hablar con alguno de los dos padres.

Acabó hablando con el más joven de los dos sacerdotes, el padre James, que realmente parecía muy joven —Marjorie les había informado de que era sobrino de Rigo—, y también con el padre Sandoval, así como con Tony y Marjorie. El almuerzo se sirvió en la terraza, lo que les permitió gozar de las suaves brisas primaverales. Ni Rigo ni Stella hicieron acto de presencia: habían desaparecido y nadie sabía dónde estaban.

—Quería hablar con ustedes, padres —les confió el hermano Mainoa con su afabilidad de costumbre—, porque tengo un problema filosófico y deseo que me aconsejen al respecto.

—Ah, ¿sí? —dijo el padre Sandoval, con cierto tonillo de condescendencia—. ¿Desea una respuesta desde un punto de vista religioso?

—Así es —dijo el hermano—. Es un problema relacionado con las criaturas no humanas. Puede considerarlo como un mero problema hipotético pero, aun así, tiene bastante importancia.

El padre Sandoval ladeó la cabeza.

—¿En un sentido doctrinal, quiere decir?

—Exactamente. Es un asunto que carece de toda importancia práctica, pero sí la tiene en un sentido doctrinal. Bien, en cuanto a mi pregunta…, antes debo pedirle que haga un esfuerzo de imaginación: piense que los zorren de Hierba son seres inteligentes y que tienen problemas de conciencia.

Tony se rió. Marjorie sonrió. El padre Sandoval se permitió una leve mueca humorística.

—Puedo aceptar eso como una base para la discusión ética.

El hermano Mainoa asintió con gratitud.

—Se trata del pecado original.

—¿El pecado original? —El padre James parecía realmente muy divertido—. ¿Entre los zorren? —Se volvió hacia Marjorie y le sonrió, como si aquello le hiciera recordar su reciente conversación sobre el mismo tema. Marjorie clavó los ojos en su plato. Las palabras del padre James seguían preocupándola, y no estaba segura de que aquello pudiera tomarse a risa.

El hermano Mainoa percibió aquel intercambio de miradas pero fingió no darse cuenta de él.

—Recuerde que ha accedido a suponer que son seres inteligentes, padre. Acepte ese punto de partida y considérelos como tales. Piense que son tan inteligentes como pueda serlo usted. Y ahora, una vez haya hecho esto…, no se ría, señor —aquellas palabras iban dirigidas a Tony—, supongamos que los zorren están atormentados por la idea del pecado original. Son carnívoros. Sus cuerpos necesitan carne. Por lo tanto, comen carne. Se comen a los mirones, las larvas de los hippae.

—¡Lo sabe! —exclamó Marjorie—. Sabe qué son realmente los mirones…

—Sí, señora, lo sé. No hay muchos que lo sepan, pero yo lo sé. Y supongamos que los zorren también lo saben. Y se los comen.

—¿Y los zorren piensan que eso es pecado? —preguntó Tony.

—Bien, joven señor, ése es un punto muy interesante… Si fueran hombres, usted mismo consideraría que es un acto pecaminoso. Si un hombre o una mujer mata a un niño que aún no ha nacido, tanto su fe como Santidad consideran que ha cometido un crimen, ¿no es así? Las larvas de los hippae no son seres inteligentes. De hecho, son francamente estúpidas. Pero cuando crecen, engordan y acaban siendo incapaces de moverse, llevan a cabo su primera metamorfosis y se convierten en sabuesos.

—Ah. —El padre Sandoval ya sabía todo aquello por Marjorie, y comprendió adonde quería ir a parar Mainoa.

—Algunos dicen que los sabuesos son seres inteligentes. Está claro que son capaces de mantener cierta actividad mental, y pienso que poseen una conciencia propia. Tanto si eso es cierto como si no, sufren una metamorfosis posterior y se convierten en criaturas distintas…

—Las monturas —dijo Marjorie, agitando la cabeza—. Sí, lo he visto.

—Naturalmente. Y, como bien sabe lady Westriding, y como bien sabemos todos aunque no lo digamos, los hippae son seres inteligentes. Usted y yo hemos hablado antes de todo esto, ¿no es cierto? Por lo tanto, cuando los zorren se comen a los mirones matan a las crías de una raza inteligente.

—Pero, si lo saben, ¿por qué…?

—¿Qué otra cosa pueden comer? ¿Las monturas? ¿Los hippae? Hay unas cuantas criaturas más, pero todas ellas son demasiado pequeñas o demasiado veloces para que puedan servirles de alimento. Los herbívoros son demasiado grandes. No, los zorren se comen a los mirones porque hay muchos y porque resultan fáciles de atrapar. Hay muchos más mirones de los que Hierba podría mantener si todos acabaran pasando por la metamorfosis, y la historia de la Tierra nos dice qué horrores siguieron a los mandatos religiosos de reproducirse sin límite. Pero no estamos hablando de eso. El problema es que los zorren comen mirones y les encanta comérselos, pero supongamos que durante los últimos años, después de haber estado expuestos a los pensamientos humanos, los zorren han adquirido una nueva emoción: han aprendido a sentirse culpables.

—¿No conocían la culpa hasta la llegada del hombre?

—Supongamos que no. Supongamos que eran inteligentes y sabían razonar, pero que no tenían ni el más mínimo sentido de la vergüenza. Eso es algo que han adquirido de los hombres.

—Entonces, supongo que han debido adquirirlo de los rústicos —dijo Tony—. Por lo que he visto de los bons, apenas si la conocen.

El hermano Mainoa se rió.

—De los rústicos… Sí, seguramente. Digamos que lo han aprendido de los rústicos.

—Nuestra fe parece opinar que el pecado original de la humanidad fue más bien de naturaleza…, bueno, de naturaleza amatoria —dijo Marjorie, frunciendo el ceño.

—Y los zorren, que han aprendido esta doctrina de alguien, sólo el cielo sabrá de quién, se preguntan si un pecado original de naturaleza gustatoria no sería igual de válido. Supongamos que han acudido a mí para que les ayude a resolver su dilema. «Hermano Mainoa», me han dicho, «deseamos saber si somos culpables del pecado original».

Les miró brevemente antes de proseguir.

—Bueno, yo les he respondido que no comprendo la doctrina del pecado original, que no es una doctrina de la que Santidad se haya preocupado jamás…, pero que sé de alguien que sí la conoce. Eso les he dicho. El padre Sandoval es un Viejo Católico y debe de saber todo lo que hay que saber al respecto, por lo que quieren hablar de eso con usted.

—¿Quieren hablar conmigo?

—Bueno, es una forma de expresarlo… Supongamos que han encontrado alguna forma de comunicarse.

La frente del padre Sandoval se cubrió de arrugas y se reclinó hacia atrás en su asiento, con las puntas de los dedos unidas para formar una especie de jaula, con los ojos clavados en ella durante unos segundos, como si pensara que sus pensamientos estaban cautivos en su interior.

—Yo les diría que su sentimiento de culpa no nace de ningún pecado original —replicó por fin, después de un silencio bastante largo—. No son sus primeros padres quienes cometieron el pecado, si es que se trata de un pecado, sino ellos mismos.

—¿Y cree que eso cambia mucho las cosas?

—Oh, sí. Un pecado que ellos mismos hayan cometido, si es un pecado, puede ser perdonado por Dios o redimido mediante la penitencia. Si creen en Dios. Si están dispuestos a hacer penitencia…

Si es que Dios cree en ellos, le corrigió Marjorie en silencio. Si Dios no conoce los nombres de los virus humanos, ¿le importarán algo los zorren?

El hermano Mainoa acarició los cubiertos que tenía delante, con el ceño fruncido en una mueca de concentración.

—Pero suponga que hubiera sido un pecado de sus antepasados.

—No se trata solamente de quién haya cometido el pecado, de si fueron las criaturas mismas, sus antepasados o alguna otra criatura con la que tengan relación, ya fuera con o sin su ayuda o permiso. Tendríamos que preguntarnos qué opina Dios de todo esto. Para que su pecado fuera un equivalente del pecado original humano, sería necesario determinar si los zorren conocieron alguna vez la existencia en el estado de gracia divina. ¿Hubo un tiempo en el que no conocían el pecado? ¿Perdieron la gracia tal y como le ocurrió a nuestros primeros padres, según enseña nuestra religión?

El hermano Mainoa asintió.

—Supongamos que no fue así. Supongamos que la situación siempre ha sido igual que ahora, y que nada ha cambiado desde tiempos inmemoriales.

—No hay leyendas de una época anterior… ¿No tienen ningún tipo de texto sagrado?

—No.

El padre Sandoval torció el gesto, tensando el labio superior y golpeándose los dientes con la uña del pulgar.

—Entonces es posible que no haya ningún pecado.

—¿Ni tan siquiera ahora, cuando la conciencia de estos seres inteligentes les tortura por algo que siempre han hecho?

El padre Sandoval se encogió de hombros, sonrió y alzó las manos como si le pidiera ayuda al cielo.

—Hermano, supongamos que quizá sean culpables del pecado original. Primero debemos establecer si pueden salvarse…, es decir, si existe algún mecanismo divino que permita acabar con su sentimiento de culpa perdonándoles. No pueden sentir un auténtico arrepentimiento por un pecado que no cometieron, y por lo tanto la penitencia no les sirve de nada. Deben confiar en una fuerza sobrenatural que les redima de un pecado cometido hace mucho tiempo o que ellos no cometieron. Entre los Viejos Católicos esa redención fue ofrecida por nuestro Salvador, y a través de Él se nos concedió la inmortalidad. Entre ustedes, los Santificados, la redención corre a cargo de su propia estructura religiosa. Es ella quien les concede la inmortalidad.

—Los Santificados creen en el mismo Salvador —observó el hermano Mainoa—. Hubo un tiempo en el que se llamaron Sus santos.

—Bueno, quizás. Aun así, eso ya no tiene ninguna importancia dentro del credo de Santidad, pero no voy a discutir ese punto con usted. No creo que sea el momento adecuado para discutir sobre los tipos de inmortalidad y las esperanzas que podamos tener o dejar de tener. Mi iglesia enseña que quienes llevaron existencias piadosas antes del sacrificio del Salvador fueron redimidos por ese sacrificio pese al hecho de que vivieron y murieron mucho antes de que ese sacrificio tuviera lugar. Por lo tanto, supongo que esos zorren podrían haber sido salvados por ese mismo sacrificio pese a que vivieron y murieron en otro mundo. No puedo afirmar aquí y ahora que eso sea imposible. Sin embargo, es una cuestión que sólo puede ser decidida por la autoridad eclesiástica en pleno. Ningún sacerdote debería intentar responder por sí solo a esa pregunta.

—Ah. —El hermano Mainoa sonrió, meneando la cabeza para indicar que sentía una mezcla de asombro y diversión—. Un punto muy interesante, ¿no? Mientras excavo y compilo mis catálogos, suelo entretenerme con ese mismo tipo de conjeturas.

Marjorie se dio cuenta de que el padre Sandoval ponía una cierta cara de irritación al oírle decir eso, y se volvió hacia el más joven de los dos hermanos, con la intención de cambiar el curso de la conversación.

—Y usted, hermano Lourai, ¿también se dedica a pensar en ese tipo de problemas éticos y filosóficos?

Rillibee Chime apartó los ojos de su ensalada, contempló durante un par de segundos al padre Sandoval y dio la impresión de ver en su rostro algo que hizo sentirse un tanto incómodo al viejo sacerdote.

—No —dijo por fin—. Mi familia no cometió pecado alguno y yo no he tenido ninguna ocasión de cometerlos. Pienso en otras cosas. Pienso en los árboles. Me acuerdo de mis padres y de cómo murieron. Pienso en el nombre que me dieron. Y me pregunto por qué estoy aquí.

—¿Y eso es todo? —Marjorie sonrió.

—No —replicó él, logrando sorprenderse tanto a sí mismo como a ella—. Me pregunto qué significa el nombre de su hija, y si volveré a verla.

—Bueno —dijo Mainoa, enarcando las cejas y dando una palmadita en el brazo de su joven colega—. Aún es joven… Yo también pensaba en esas cosas, hace mucho tiempo.

Un manto de silencio cayó sobre los comensales. Marjorie siguió intentando alejar la conversación de aquellos temas tan peligrosos.

—Hermano Mainoa, ¿conoce a un animal de Hierba que se parece un poco a un murciélago? —Le describió la criatura que había visto en la caverna, deteniéndose especialmente en su rasgo más notable: los dientes.

—No sólo la conozco, sino que ha llegado a morderme —respondió el fraile—. Casi todo el mundo ha sido mordido por ese animal, al menos en una ocasión. Se alimenta de sangre. Sale de la oscuridad y se lanza sobre ti, así… —puso una de sus manos encallecidas por el trabajo sobre su nuca, en la base del cráneo—, e intenta clavarte esos dientes tan feos que tiene. La estructura ósea de nuestras cabezas le estorba bastante y no pueden hacernos demasiado daño. Evidentemente, todos los animales de Hierba tienen una especie de muesca en ese punto del cráneo… Son unos bichos horribles, ¿verdad?

Marjorie asintió.

—¿Dónde les vio?

Marjorie se lo explicó, narrando una vez más la historia de la caverna. Rillibee y el padre James parecieron bastante interesados por ella, aunque al hermano Mainoa no dio la impresión de sorprenderle mucho.

—Entonces no me cabe duda de que también debió de ver unos cuantos cadáveres suyos. Sus cuerpos yacen alrededor de las cavernas de los hippae como las hojas en un bosque terrestre durante el otoño. Sé bastante sobre ellos. Soy uno de los pocos que han logrado meterse en una caverna y salir con vida. —La mirada que le lanzó indicaba que comprendía bastante bien cuáles eran las razones que la habían hecho internarse entre la hierba. De hecho, quizá las comprendiera mejor de lo que Marjorie hubiera querido.

—¿Salir con vida? —repitió ella con un hilo de voz.

—Bueno, lady Westriding, la verdad es que resulta bastante difícil. Si hubieran llegado a verla o la hubieran olido, habrían acabado con usted. —Había vuelto a adoptar su afable tono habitual de abuelo.

—Iba a caballo.

—Aun así, me parece sorprendente. Bueno, si su caballo logró sacarla de allí con la ventaja suficiente, supongo que no debió de costarle demasiado dejarles atrás. O quizás el viento soplara en la dirección adecuada y usted no se dio cuenta, o puede que el olor del caballo les confundiera el tiempo suficiente para que pudiese escapar… Puede estar segura de que le faltó poco para perder la vida, lady Westriding. —La miró con fijeza durante unos instantes—. Le sugiero que no vuelva a hacerlo. Y, desde luego, no durante el lapso…

—Ya…, ya había decidido que no volveré a hacerlo. —Bajó los ojos, algo incómoda ante la expresión irritada de Tony, que parecía estar totalmente de acuerdo con el hermano Mainoa. ¿Estaría leyéndole la mente?

—¿No les gusta ser espiados? —preguntó Tony.

—No lo consienten. Por eso se sabe tan poco sobre ellos, y ésa es la razón de que quienes se internan en la hierba casi nunca logren salir de ella. Pero puedo contarles un par de cosas al respecto: los hippae ponen huevos en algún momento del invierno o a principios de la primavera. He visto sus huevos en el fondo de las cavernas a finales de la primavera, y sé que no estaban allí en el otoño. Cuando el sol empieza a calentar lo suficiente, los migerers sacan los huevos de las cavernas y les van dando la vuelta para que se incuben con el calor. Más o menos por esa misma época, algunos mirones y sabuesos que ya han crecido lo suficiente vuelven a las cavernas y se convierten en algo nuevo. Los hippae les protegen durante el proceso, y por eso existe el lapso.

—Los bons no lo saben —dijo Marjorie, haciendo una afirmación más que una pregunta.

—Oh, cierto, no lo saben. No lo saben, no quieren que se les explique, y no quieren oír nada al respecto. Para ellos, todo eso es tabú.

—Tengo algo que quizá no conozca —dijo ella, poniéndose en pie para coger la grabadora y teclear el código del dibujo que había recorrido cuando estaba en la caverna—. Me han dicho que ese atronar que oímos a veces es producido por los hippae cuando bailan. Bien, pues, al parecer, éste es el resultado de su danza.

El hermano Mainoa contempló el gráfico, primero con una expresión aturdida y luego con incredulidad.

Marjorie sonrió. Bien. Así que sabía muchas cosas, pero no era omnisciente…

—Recuerda un poco a las palabras de los libros arbai, ¿no, hermano? —dijo Rillibee, casi sin darle importancia.

—¡Los mirones esféricos! —exclamó Marjorie, recordando de repente dónde había visto esos mirones de cuerpos tan rotundos y los sabuesos heráldicos: las tallas que había en las fachadas de la ciudad arbai. El dibujo del suelo de la caverna recordaba a las palabras de los libros arbai…, o a las lianas talladas en las fachadas. Cuando reveló tal similitud en voz alta consiguió que todo el mundo se quedara callado durante bastante rato.

Aunque la conversación acabó girando hacia otros temas, incluido el de si en Hierba había muertes inexplicadas o no (pues tanto Marjorie como Tony seguían acordándose de su deber), el dibujo registrado por la grabadora de Marjorie seguía estando presente en la mente de todos. El hermano Mainoa tenía grandes deseos de enseñárselo a un amigo —eso dijo al marcharse—, y Marjorie le dejó tomar prestada la grabadora, creyendo que se refería a algún otro Hermano Verde.

Sólo después de que se hubiera marchado empezó a preguntarse cómo era posible que el hermano Mainoa hubiera estado en las cavernas de los hippae y hubiera logrado salir vivo para contarlo.

Cuando Rigo se marchó para la Cacería del día siguiente, la última que iba a celebrarse en Klive, Stella, que había estado pensando mucho en Sylvan, pidió permiso para acompañarle.

—Dijiste que no pondrías en peligro a los chicos —le recordó Marjorie—. Rigo, lo prometiste. —No pensaba llorar. No gritaría. Se limitaría a recordárselo. Pero, aun así, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y haría falta muy poco para que se le escaparan.

Rigo había olvidado que deseaba verla llorar y, de todas formas, que llorara por los chicos jamás habría podido satisfacerle.

—Así es —le explicó, usando su tono de voz más razonable—. Jamás os habría ordenado que montarais. Pero ella quiere ir, y eso es algo muy distinto.

—Rigo, puede morir.

—Cualquiera de nosotros puede morir —dijo él con calma, moviendo la mano como para indicar que estaban rodeados por un cosmos hostil que planeaba acabar con todos—. Pero a Stella no le pasará nada. Stavenger bon Damfels dice que monta de maravilla. —Y, por su tono de voz, parecía que lo consideraba un gran elogio personal—. Stavenger me pidió que volviera a traerla.

—Stavenger —dijo Marjorie en voz baja, sintiendo que el nombre le quemaba la lengua—, el hombre que casi mata a Rowena de una paliza y que intentó dejarla morir de hambre. El hombre que aún no se ha dado cuenta de que se ha marchado… ¿Por qué quieres poner en peligro la vida de Stella basándote en lo que diga Stavenger?

—Oh, madre… —dijo Stella, con un tono de voz muy parecido al de su padre y usando su misma terca racionalidad—. ¡Basta ya! Voy a ir, y eso es todo.

Marjorie les vio marchar desde los peldaños de la terraza, con los ojos clavados en el cielo hasta que el aerocoche se convirtió en un puntito y acabó desvaneciéndose. Se disponía a entrar en la casa cuando Persun Pollut apareció a su espalda.

—Señora…

—¿Sí, Persun?

—Tiene un mensaje en el dígame. Sylvan bon Damfels pregunta si asistirá a la Cacería. Le dije que no iría. Dice que desea visitarla esta tarde.

—Quizá sepa algo de Rowena —dijo Marjorie con tristeza, sin apartar los ojos del cielo vacío por donde había desaparecido el aerocoche—. Cuando llegue, acompáñalo a mi estudio.

Y, cuando llegó Sylvan, traía noticias de Rowena. Le dijo que las heridas de su carne ya se estaban curando, y Marjorie acogió esa información con exclamaciones conmiserativas. Pero las heridas de su mente estaban resultando más difíciles de remediar. Encontrar a Dimity se había convertido en una obsesión. No podía admitir que la chica había desaparecido para siempre, o que encontrarla podía ser aún peor que el verse obligada a considerarla muerta.

Pero el auténtico motivo de la visita de Sylvan no era hacerla partícipe de tales noticias. No tardó en abandonar el tema de Rowena y Dimity, que le resultaba doloroso, y empezó a hablar de otras cosas. Marjorie llevaba tanto tiempo sin ser objeto de las atenciones románticas de nadie que Sylvan logró soltar la mayor parte de cuanto planeaba decirle, de una forma tan elusiva como poética, antes de que Marjorie comprendiera de qué estaba hablando.

—Sylvan, no —le dijo, presa un repentino terror.

—Tengo que decírtelo —murmuró él—. Te amo. Te he amado desde el momento en que te vi, desde ese primer instante cuando mis brazos te rodearon en la pista de baile… Tienes que haberte dado cuenta. Tienes que haber sentido…

Marjorie agitó la cabeza, prohibiéndole que siguiera hablando.

—Sylvan, si dices una palabra más tendré que negarte la entrada en esta casa. No soy libre de escucharte. Tengo una familia.

—¿Y qué? Eso no cambia nada.

—Puede que para ti no. Para mí lo cambia todo.

—¿Es por tu religión? ¿Esos sacerdotes que viven con vosotros? ¿Se encargan de vigilarte en nombre de Rigo?

—¿El padre Sandoval y el padre James? Claro que no, Sylvan. ¡No, me ayudan a vigilarme a mí misma! —Le dio la espalda, exasperada—. ¿Cómo puedo explicártelo? No tenemos ninguna idea en común. Y eres tan joven… ¡Sería un pecado!

—¿Porque soy joven?

—No, no por esa razón… Lo sería porque estoy casada con otro hombre. Sería un pecado.

Sylvan parecía perplejo.

—En Hierba no.

—¿Es que no conocéis el sacramento del matrimonio?

Sylvan se encogió de hombros.

—Los bons no necesitan matrimonios, sino niños. Niños de buena cuna, claro está, aunque muchas veces basta con fingir que lo son… Hay muchos bons con sangre de rústico en las venas, pese a que los Obermun lo nieguen. ¡Piensa en ello por un momento! Rowena, por ejemplo…, ¿por qué debe conformarse con un lecho vacío durante toda la primavera y el otoño, mientras Stavenger caza, o se recupera de la caza, o suda de pavor pensando en que deberá volver a cazar? Estoy seguro de que Shevlok es hijo de Stavenger, pero en cuanto a mí…, bueno, tengo ciertas dudas al respecto.

—¿No conocéis el pecado? ¿No hay nada que os parezca malo, cosas que no debáis hacer?

Sylvan la miró fijamente, como si intentara atravesar la capa superficial que ocultaba ese misterio con el que le desafiaba.

—Supongo que matar a otro bon no estaría bien. O tomar por la fuerza a una mujer si ella no quiere, o hacerle daño a un niño. O robar algo de otra hacienda… Pero, si nos convirtiéramos en amantes, nadie creería que estuviéramos haciendo nada malo.

Marjorie le miró con algo parecido al miedo. Los ojos de Sylvan ardían con una llama apasionada: le ofreció las manos, anhelando tocarla, y durante un instante Marjorie sintió el deseo de rendirse, y ese deseo la llenó de pánico. Hubo un tiempo en el que las manos de Rigo le inspiraban el mismo deseo. ¿Cómo podía convencerse de que tenían tan poco en común, cuando hasta sus mismas emociones conspiraban contra ella?

—Sylvan, dices que me amas.

—Así es.

—Y supongo que con eso te refieres a algo más que la simple lujuria, ¿verdad? No estás diciéndome que sólo deseas mi cuerpo… —Jamás le había dicho algo así a nadie, ni tan siquiera a Rigo, y sintió cómo se ruborizaba, y para pronunciar aquellas palabras necesitó alejarse de él: fue hacia la ventana y contempló el paisaje.

—Pues claro que no —farfulló él, ofendido.

—Entonces —le dijo Marjorie al jardín—, si me amas no dirás ni una sola palabra más. Debes aceptar lo que te he dicho. Estoy casada con Rigo, y no importa que ese matrimonio sea feliz o desgraciado. No importa que tú y yo pudiéramos ser más felices juntos de lo que ninguno de los dos podría serlo con otra persona. Nada de eso importa, ¡y no debes hablar de ello! Según mi religión, mi matrimonio es un hecho, y ese hecho no puede alterarse. Seré amiga tuya. No puedo ser tu amante. Si quieres explicaciones religiosas, pídeselas al padre Sandoval. Hasta la más breve conversación contigo sobre ese tema sería una ocasión de pecar.

—¿Qué puedo hacer? —le suplicó él—. ¿Qué puedo hacer?

—Nada. Vete a tu casa. Olvida que has venido aquí. Olvida todo lo que me has dicho, y yo también intentaré olvidarlo.

Sylvan se puso en pie de mala gana: la negativa de ella había despertado su pasión con una fuerza muy superior a la que habría provocado su asentimiento. No podía perderla.

—Seré tu amigo —exclamó—, y tú debes ser mi amiga. La plaga…, no debemos olvidarnos de eso. ¡Necesitas mi ayuda!

Marjorie se volvió hacia él, cruzando los brazos sobre su seno en un gesto de protección.

—Sí, te necesitamos, Sylvan. Si es que quieres ayudamos… Pero no si piensas seguir hablando de ese otro asunto. —Tenía la garganta seca. Le vio tan triste que sintió el deseo de consolarle, pero no se atrevía a tocarle, ni tan siquiera osaba sonreírle.

—Muy bien. No hablaré de ese otro asunto. —Extendió los brazos con las palmas hacia arriba, igual que si estuviera desprendiéndose de todo, arrojándolo muy lejos, pero no pensaba renunciar a nada. Si hablar de amor no servía para ganarse el afecto de Marjorie, trataría de encontrar otro camino. No pensaba dejar de cortejarla. No comprendía la religión de Marjorie, pero procuraría saber más cosas sobre ella. Estaba claro que toleraba la existencia de muchas cosas que no admitía. ¡De lo contrario, aquel hombre orgulloso y áspero que tenía por esposo no habría podido albergar a su amante casi junto a la puerta de la casa donde vivía su esposa!

Se quedó un rato más sentado a una buena distancia de ella, hablando sobre las cosas que Marjorie necesitaba saber. Le prometió que haría cuanto pudiese para averiguar si había casos de alguna enfermedad nueva e inexplicada. No hizo nada que pudiera alterarla, y controló su conversación con todo el encanto de un experimentado cortesano, viendo cómo Marjorie se iba relajando poco a poco y perdía sus defensas hasta convertirse en la mujer que había bailado con él. Cuando la dejó sintió que se le humedecían los ojos y pensó en qué concepto tendría de él, sorprendido al comprender lo mucho que le importaba. ¡Ya no era un muchacho que se atormenta pensando en lo que las mujeres opinan de él! Y, sin embargo…, y, sin embargo, eso estaba haciendo.

Marjorie le vio marchar sintiendo una nerviosa confusión que llevaba años sin experimentar, deseando con todo su corazón que no hubiese venido, que jamás hubiera hablado o haberle podido conocer antes que a Roderigo Yrarier.

Ideas inspiradas por el demonio… Fue a la capilla y rezó. La oración llevaba años sirviéndole de consuelo, pero ahora no le hizo ningún efecto, aunque se pasó casi una hora arrodillada buscando la paz. La luz que había sobre el altar brillaba con una claridad rojiza. Antes pensaba que era el ojo de Dios, Su mirada posada en ella, pero ahora ya no creía que Dios estuviera mirándola. Hubo un tiempo en el que fue la hija de Dios. Ahora sólo era un virus pensante, un virus acosado por anhelos que no le estaba permitido satisfacer.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me reí de algo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos divertimos todos juntos, como una auténtica familia? Recordaba esas dos últimas ocasiones, y ya había pasado mucho tiempo, demasiado: cuando Stella aún era una niña y Rigo aún no conocía a Eugenie.

Salió de la capilla. Había refrescado bastante. Oyó el sordo rugir de un aerocoche que se acercaba por el nordeste. Corrió hacia el patio de gravilla donde aterrizaría y lo esperó, temblando y con los ojos clavados en el cielo. Necesitaba a Rigo, necesitaba a Stella, necesitaba una familia, necesitaba pertenecer a alguien, que alguien la abrazara. Haría que le ofrecieran algo, haría que le demostraran cierto afecto. ¡Se lo suplicaría, se lo exigiría!

El aerocoche se fue acercando lentamente: de un punto se convirtió en una bola, de una bola en un adorno, uno de esos adornos que la familia solía colgar en los árboles de Navidad, transformándolos en hinchadas masas de extravagancia rococó.

El aerocoche se posó sobre la gravilla. La puerta se abrió con lentitud, y el sirviente que lo había pilotado salió del vehículo y se alejó sin mirarla. Rigo salió con el rostro vuelto hacia el fuselaje y giró sobre sí mismo, muy despacio, hasta quedar de cara a ella. No hizo ningún movimiento: se quedó quieto, con el rostro vacío de toda expresión. Hubo un momento interminable durante el que nada se movió, un momento en el que la primera y horrible sospecha se fue endureciendo hasta convertirse en certidumbre.

—¡Stella! —gritó Marjorie, y su voz se convirtió en un chillido muy agudo que se perdió en el viento.

Rigo movió la mano en un gesto de abatimiento, pero no dijo nada. No fue hacia ella. Marjorie comprendió que era la vergüenza la que se lo impedía: Rigo sabía que nada de cuanto pudiera llegar a decirle serviría para consolarla.

—El hermano Mainoa… —insistió, golpeando con el puño la mesa de la cocina en la que el padre James y su hijo estaban tomando una cena ligera—. ¡El hermano Mainoa sabe algo! Se ha internado en la hierba. Ha visto… cosas. Si los hippae se han llevado a Stella, sólo él puede ayudarnos.

—¿Dónde está tu marido? —le preguntó el sacerdote—. Marjorie, ¿dónde está tío Rigo?

—No lo sé —dijo Marjorie, volviéndose hacia él y lanzándole una mirada salvaje—. Entró en la casa.

—¿Y qué dijo?

—Que Stella había desaparecido. Se esfumó. No ha vuelto. Igual que Janetta. Igual que la chica de los bon Damfels. Ha desaparecido… —Tragó aire, como si no pudiera obtener el suficiente para sus pulmones—. No hará nada. Es como ellos. Como Stavenger y como el Obermun bon Haunser… He estado pensando en con quién podría hablar. Ninguno de los bons serviría. No hacen nada cuando ven desaparecer a sus hijas, y no harán nada por la mía. Y tampoco puedo hablar con nadie de la Comunidad. No saben nada, y hablar con los aldeanos también sería inútil, porque le tienen un miedo mortal a la hierba. Ojalá hubierais visto el rostro de Sebastian Mecánico cuando me hablaba del atronar que se oye de noche. ¡Pero alguien tuvo que contárselo! ¿Y quién suponéis que fue? Se lo pregunté. Dice que fue el hermano Mainoa. ¡Siempre acabamos volviendo al hermano Mainoa!

—¿Quieres ir allí ahora, Marjorie?

—Sí. Ahora.

—¿Te has asegurado de si está allí?

—No. —Se echó a llorar, incapaz de contenerse—. Tiene que estar allí.

El sacerdote le hizo una seña con la cabeza a Tony, indicándole que usara el dígame que había en un rincón de la cocina, se puso en pie y abrazó a Marjorie. Tenían la misma estatura y él era algo más delgado, pero su abrazo la reconfortó lo suficiente como para dejarse convencer de que debía sentarse y permanecer quieta hasta haberse calmado un poco. Oyeron los murmullos de Tony en el rincón, y cómo volvía a decir algo antes de cortar la conexión y volverse hacia ellos.

—Está allí. Él y el otro… Le he contado lo que ocurrió. Dice que le gustaría venir aquí, pero que no tiene ningún aerocoche disponible. Puedes ir a verle, o yo iré a buscarle y le traeré.

—Iré. —Se levantó de un salto, mirando a su alrededor como si se hubiera vuelto loca—. He pecado, padre James. La odiaba. Dios se la ha llevado porque…

—¡Marjorie! —gritó él, sacudiéndola—. ¡Basta! ¿Crees que Dios es lo bastante injusto como para castigar a tu hija por algo que hiciste tú? Tus ataques de culpa no ayudarán a Stella. Basta.

Marjorie tragó saliva e hizo un visible esfuerzo por recuperar la calma.

—Sí. Oh, sí, claro. Lo siento. Tiene razón. Tony, tienes cinco minutos para comer lo que puedas. Tú y el padre James debéis de estar hambrientos. Tengo que ir a buscar mi capa.

Salió corriendo de la cocina, y oyeron el eco de sus pasos repiquetear por el pasillo, algo vacilantes al principio pero haciéndose cada vez más rápidos y seguros a medida que Marjorie iba recuperando el control de sí misma. Volvió unos segundos después, y logró mantenerse tranquila durante todo el vuelo.

Cuando llegaron a la ciudad de los arbai, el hermano Lourai les llevó a la casa que ocupaban él y Mainoa: era una de las que ya habían sido totalmente puestas al descubierto, y había sido reparada para protegerla de la intemperie. Contaba con un hornillo y unos cuantos muebles adecuados para los cuerpos humanos. El hermano Lourai les llevó hasta ella bajo un auténtico diluvio, y el hermano Mainoa se negó a dejar que Marjorie hablara hasta que no se hubo quitado la empapada capa y hubo tomado asiento con una taza humeante en las manos. Entonces, incapaz de seguir conteniéndose ni un segundo más, le narró la historia de cómo había desaparecido Stella.

—¿Por qué ha venido a verme? —le preguntó él.

—Ya sabe por qué —respondió ella con voz desafiante—. Puede que haya logrado engañar a todos los demás con esas discusiones teóricas y las suposiciones sobre lo que piensan los zorren, pero creo que todo lo que dijo es cierto…, o, por lo menos, una parte lo es. Creo que sabe cosas que los demás ignoramos. Sobre los hippae, quizá. Sobre los zorren y sobre lo que ocurre entre la hierba.

—Quiere que encuentre a su hija.

—Pues claro que quiero que encuentre a mi hija.

—¿Incluso si está igual que la otra chica, Janetta bon Maukerden…, incluso si su hija se encuentra en el mismo estado que ella?

—Maldita sea —dijo Tony, irritado—. ¿Tenía que sacar a relucir ese asunto?

El hermano Mainoa le contempló en silencio durante unos segundos.

—Claro que sí, muchacho. No sé dónde está tu hermana. Sé que los hippae se la llevaron. No estuve en vuestra recepción, pero he oído hablar de que Janetta bon Maukerden asistió a ella. He hablado con Jandra Jellico por el dígame. He oído contar lo que ocurre cuando los hippae se llevan a alguna joven, y tú mismo has visto cuál es el resultado final. Antes de que todos arriesguemos nuestras vidas en algo terriblemente peligroso, es mejor saber cuáles son nuestros auténticos deseos, ¿no te parece?

—Calla, Tony —le dijo el padre James al irritado joven—. Tiene razón.

Rillibee/Lourai se levantó del asiento que ocupaba junto a la pared y volvió a llenar sus tazas de té.

—Tuvieron a Janetta en su poder durante mucho tiempo, pero Stella ha sido capturada hoy mismo. —Su preocupación parecía mayor de lo que Marjorie había esperado, teniendo en cuenta los comentarios hechos por el hermano Mainoa.

El hermano Mainoa asintió.

—Mi colega tiene razón. Hay ciertas esperanzas de que, si podemos encontrar a Stella, y suponiendo que eso ocurra pronto, no esté… muy distinta a como estaba cuando desapareció.

—Eso no importa —dijo el padre James con voz cansada—. Aunque supiéramos que está igual que la otra chica, si hay alguna posibilidad de conseguirlo debemos intentarlo. Pero no si intentarlo significa una muerte segura. No voy a permitirlo, Marjorie, por lo que ya puedes irte olvidando de esa idea. Debemos tener alguna esperanza de que podremos conseguirlo.

—Usted se ha internado en la hierba, ¿verdad? —volvió a preguntarle Marjorie al hermano Mainoa—. Ha visto cosas, y los hippae no le han matado.

—Gozaba de cierta protección —dijo el hermano Mainoa—. Esa protección me permitió internarme en la hierba y ver ciertas cosas. No sé si nosotros podemos obtener esa misma protección para internarnos en la hierba y buscar a alguien. Quizá sería mejor dejar que lo intentara solo.

Marjorie negó con la cabeza. No, solo no. Ella tenía que estar presente.

—¡Vayamos ahora mismo!

—No. Ahora mismo no —la interrumpió él—. Pronto, pero no ahora mismo. Desde que volvimos de Colina del Ópalo el hermano Lourai y yo hemos estado intentando comprender el sentido de ese dibujo que nos enseñó. Los ordenadores de la Comunidad ya contienen muchos libros arbai, y esos ordenadores están unidos a la red de Semling. El hermano Lourai y yo hemos estado introduciendo en ellos los dibujos tallados en las puertas y las fachadas. Dentro de unas horas quizá tengamos cierta indicación de si hay correlaciones.

—¿Y eso es más importante que la vida de Stella? —preguntó Marjorie con incredulidad.

—Podría ser la clave que nos permita salvar la vida de Stella —dijo Mainoa con paciencia—. Si el dibujo de la caverna de los hippae tiene algún significado, y como parece que ellos son capaces de comprender tal significado, quizá nos dé una forma de comunicarnos. Espere aquí. Quizá sólo tenga que aguardar una o dos horas.

El informe tardó menos de una hora en llegar: el dígame emitió un zumbido, y los datos pasaron al lector de conexión portátil que el hermano Lourai ya tenía preparado. Cuando toda la información hubo quedado grabada, el hermano Mainoa se guardó el aparato en el bolsillo, se puso en pie y les hizo una seña a los demás para que se acercaran.

—Lo he leído por encima. Ahora no tenemos tiempo para estudiarlo con más detenimiento. Recuerden que desde el aire no podremos ver nada que pueda ayudarnos. Tenemos que ir a pie, y debemos empezar en el mismo punto de donde partió Stella: la hacienda de los bon Damfels. —Se volvió hacia la puerta, dejando el resto de papeles sobre la mesa.

—No, a pie no —dijo Marjorie, mientras se envolvía en su aún húmeda capa—. No, hermano Mainoa, tenemos un medio mejor. Iremos a caballo.

Rigo entró en casa para beber algo. Se tomó unas cuantas copas del excelente brandy proporcionado por Roald Few y empezó a buscar a su familia: no pudo encontrar ni a Marjorie ni a Tony, y cuando fue a la casa del sacerdote ni tan siquiera encontró al padre James. El padre Sandoval le dijo que se habían marchado.

—Me pareció oír que el padre James decía que iban a las ruinas de los arbai. Marjorie piensa que quizás allí pueda encontrar ayuda.

—¿Ayuda para qué? —dijo Rigo, irritado al ver que no le habían pedido que fuera con ellos.

—Para encontrar a Stella —dijo el anciano sacerdote—. ¿Para qué si no?

—¿Y cree que no me interesa encontrarla? —preguntó Rigo—. ¿Cree que no me importa lo que le haya pasado?

El padre Sandoval se devanó los sesos intentando encontrar algunas palabras capaces de calmar la ira de Rigo.

—No he hablado con Marjorie, Rigo. Sólo sé lo que le oí decir al padre James.

Rigo lanzó un gruñido inarticulado, dejó solo al anciano y se fue a vagabundear por el jardín, maldiciéndose a sí mismo. Cuando sus pies le llevaron a la casa de Eugenie entró en ella, diciéndose que sólo se quedaría un rato. Quería estar en su habitación cuando Marjorie volviera. Aun así, Marjorie había ido bastante lejos, por lo que no necesitaba darse prisa. Empezó a contarle sus penas a Eugenie, diciéndole muchas cosas que ella escuchó con murmullos de simpatía y sin prestarle ni la más mínima atención.

Le sirvió otra copa, y luego varias más. Al principio la bebida reforzó la ira que ya sentía, y después le fue poniendo triste y sentimental. Lloró, y Eugenie se encargó de consolarle. Fueron al dormitorio de verano, y ninguno de los dos oyó cómo el aerocoche volvía ya bastante entrada la madrugada.

El padre James había montado un poco en su juventud, y cabalgó en «Millefiori», la más resistente de las yeguas, mientras Marjorie, que ya había ensillado a «Don Quijote» para ella y a «Octavo día» para Tony, le pidió a los hermanos Lourai y Mainoa que la ayudaran con «Su Majestad» y «Estrella Azul», dos yeguas esbeltas y elegantes que tenían un temperamento tan plácido como digno de confianza.

—Ustedes irán en ellas, hermanos. Lo único que deben hacer es subirse a la silla y no ponerse nerviosos: las yeguas harán el resto.

Los hermanos Mainoa y Lourai se miraron el uno al otro, algo incómodos, y decidieron obedecer sus instrucciones. Rillibee había montado unas cuantas veces en su infancia, dando paseos con alguien que se encargaba de guiar el caballo, burro o lo que fuese. El hermano Mainoa no recordaba haber tocado jamás un animal en el que se pudiera montar, fuera de la clase que fuese. Marjorie no tenía tiempo para calmar sus temores. Estaba subida a una escalerilla, colocando una silla de montar sobre «Irlandesa», la gran yegua de tiro.

—¿Quién va a montar ahí? —preguntó Rillibee/Lourai.

—«Irlandesa» se encargará de llevar casi todos nuestros suministros. Y cuando encontremos a Stella, podrá montar en ella.

Cuando la encontremos, pensó el padre James. Si… Si la encontramos. No había vuelto a la casa que compartía con el padre Sandoval. No le había dicho que pensaba participar en esta loca empresa. Sería más fácil pedir su perdón después que no tratar de conseguir su permiso ahora, pues estaba seguro de que no iba a dárselo.

—Tengo que internarme un poco por la hierba antes de que nos marchemos —dijo el hermano Mainoa—. Debo hacer algo: es imprescindible, si queremos llegar al sitio adonde nos dirigimos.

Marjorie le miró fijamente, deseosa de salir lo más pronto posible pero consciente de los peligros que les aguardaban allí fuera.

—¿Es imprescindible?

—Si queremos llegar a la hacienda de los bon Damfels enteros, sí.

—Dese prisa —le dijo Marjorie, mordiéndose el labio—. Si es que puede… —Le vio perderse en la oscuridad, y se preguntó qué andaría tramando.

Tony entró en los establos con un montón de cosas que dejó en el suelo.

—Habrá que ordenarlo un poco —anunció—. Hay comida y algo de equipo. Tengo que hacer otro viaje.

—Padre James… —Marjorie señaló el montón de cosas—. ¿Necesitamos algo que Tony no haya encontrado? —Se apoyó en el flanco de la gran yegua, presa de un terrible cansancio, y se volvió hacia Tony—. ¿Le has dicho a tu padre adonde vamos?

—No le he visto —dijo Tony—. Y he recorrido toda la casa.

—Déjale un mensaje en el dígame —le ordenó Marjorie, sintiendo cierto alivio: Rigo no estaría allí para gritarles y decirles que no debían ir. Lo más probable era que estuviera con Eugenie, pero Tony no podía ir a buscarle a casa de ella—. Déjale una nota, Tony. Dile que hemos ido a buscar a Stella y que nos hemos llevado los caballos.

—Ya lo he hecho —replicó el muchacho.

—Botellas de agua —dijo el sacerdote—. Un equipo de primeros auxilios.

—Iré a buscarlo.

El chico se dio la vuelta y salió del establo.

—Ropa seca metida en algo que sea a prueba de agua —gritó el sacerdote, saliendo detrás de él.

—¿Tienen todo lo que necesitan? —le preguntó Marjorie al hermano Lourai.

El hermano Lourai se encogió de hombros, como queriendo decirle que nadie tenía ni idea de lo que podían llegar a necesitar.

—Hemos traído botas y una muda de ropa. El hermano Mainoa cogió todas las provisiones de que disponíamos. Nos iría bien tener algo para cocinar o calentar el agua.

—Ahí. —Marjorie señaló la minicocina perdida entre el montón de objetos—. Y ahí están las alforjas. Antes de venir a Hierba, Rigo y yo pensamos que quizá pudiéramos hacer excursiones largas. Trajimos equipo de acampada, como habríamos hecho para las pruebas de resistencia cuando estábamos en casa.

—Su casa… ¿Dónde vivían?

—En Pequeña Bretaña. Cuando nos casamos fuimos a Vieja España.

—¿Vieja España? —preguntó Rillibee.

—La provincia suroeste de la Europa Occidental.

—¿Hay muchos Viejos Católicos allí?

—Muchos. Más que en cualquier otra parte. Santidad no ha conseguido hacer muchos conversos en España.

—Yo vivía en un sitio donde también había bastantes Viejos Católicos. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

—¿Y dónde estaba ese sitio?

—En Nueva España, en las provincias de Centroamérica. Joshua, mi padre, decía que hubo un tiempo en el que nuestra provincia se llamaba México.

—¿Su padre era Viejo Católico? Pero usted es un Santificado, ¿no?

Rillibee agitó la cabeza.

—Soy lo que era Joshua, aunque no estoy muy seguro de a qué culto pertenecía. Pero desde luego no era un Viejo Católico, de eso sí estoy seguro. —Se apoyó en la yegua que Marjorie le había asignado, imitando su postura, acariciando al animal igual que hacía Marjorie con el suyo, sintiendo cómo su duro y reluciente pelaje se deslizaba suave bajo sus dedos—. Amaba los árboles. Miriam también amaba los árboles. —Las lágrimas acudieron a sus ojos, y Rillibee parpadeó para librarse de ellas. Aquí no había visto ningún árbol, dejando aparte el bosquecillo que había cerca de las excavaciones, y en Santidad tampoco había árboles. A veces pensaba que le bastaría ver algún árbol para no sentirse tan solo.

Tony y el padre James volvieron con más suministros y equipo. El hermano Mainoa apareció de la nada con una expresión pensativa en el rostro para ayudarles a colocarlo todo en las alforjas, incluyendo los dos recipientes grandes como cestas que llevaría «Irlandesa». Cuando hubieron terminado se miraron los unos a los otros, como si no desearan dar el próximo e inevitable paso. El hermano Mainoa acabó rompiendo el silencio.

—Me encargaré de guiarles, lady Westriding, pero sólo durante un rato. Después supongo que ya no será necesario. Si tiene la bondad de explicarme cómo puedo dirigir a la yegua…

Marjorie le explicó cómo utilizar las riendas y las piernas, y cabalgó junto a él para asegurarse de que le había entendido. Unos instantes después ya habían salido del sendero y estaban abriéndose paso por entre los tallos de hierba, tan altos que apenas si les dejaban ver al jinete que tenían delante. De repente, casi antes de que hubieran podido empezar a sentir los molestos golpes de la espesura, dejaron atrás los grandes tallos, entraron en una extensión de hierba más baja y se volvieron decididamente hacia el nordeste. Cabalgaron en un silencio interrumpido tan sólo de vez en cuando por alguna pregunta quejumbrosa del hermano Mainoa. «¿Puede repetirme qué he de hacer para que vaya más hacia la derecha?». En cuanto Marjorie se lo hubo explicado dos o tres veces, ya no volvió a preguntarlo. Siguieron cabalgando un buen rato sin oír ningún ruido que no fuera el suave plop-plop de los cascos de sus monturas y el susurrar de la hierba.

Marjorie, que iba junto al hermano Mainoa, creyó oírle susurrar algo y se acercó un poco más a su yegua.

—¿Qué ha dicho, hermano? —Volvió a oír el mismo sonido de antes. Era un ronquido. El hermano Mainoa se había dormido en la silla de montar, y «Estrella Azul» avanzaba plácidamente junto a las colinas iluminadas por la claridad de las estrellas, bajando por valles sumidos en las sombras con tanta seguridad como si estuviera volviendo a casa, con las orejas inclinadas hacia delante igual que si oyera una voz que pronunciaba su nombre.

Rigo despertó con la sensación de que le escocían los ojos y un sabor agrio en la boca. Durante un segundo no supo dónde estaba; después vio cómo un pájaro fugaz cruzaba ante los ventanales, oyó el grito de un mirón que llegaba del jardín, y recordó que estaba en Hierba. Aquellas cortinas de tela color rosa que se agitaban impulsadas por el viento de la mañana le indicaron que se hallaba en la habitación de Eugenie y no en su dormitorio, situado junto al de Marjorie. La otra cama estaba vacía.

Eugenie entró en la habitación como si fuera el núcleo de un pequeño cometa en cuyo seno flotara una bandeja, con la cabellera suelta y dejando a su espalda una turbulenta cola de sedas y tules.

—La chica no llegará hasta más tarde, Rigo, así que yo misma te he preparado el café. —Le ahuecó la almohada, tomó asiento en su lecho y se inclinó elegantemente hacia él para servirle el café. Las tazas eran de color rosa y su forma curvada imitaba los pétalos de una flor. La crema humeaba.

—¿De dónde has sacado crema para el café? —le preguntó él—. Desde que estamos aquí no he podido tomar crema ni una sola vez.

—Oh, no te preocupes por eso. —Eugenie hizo un mohín, ruborizándose de placer ante el placer de Rigo—. Tengo mis pequeños trucos.

—No, Eugenie, hablo en serio. ¿De dónde la has sacado?

—Me la trae Sebastian. Su mujer tiene una vaca.

—Nunca me dijo ni una palabra de que…

—No se lo preguntaste, eso es todo. —Removió su taza con la cucharilla y se la entregó.

—Has estado flirteando con él.

Eugenie no lo negó, se limitó a sonreírle y a lanzarle una mirada por entre sus pestañas mientras tomaba pequeños sorbos de su taza.

Rigo abrió la boca para decirle algo sobre el flirteo en general y los de Stella en particular, y recordó todo lo ocurrido el día anterior. La taza se le escapó de entre los dedos y rodó sobre la gruesa alfombra mientras luchaba por escapar de la prisión formada por las sábanas.

—¡Rigo! —En tono de protesta.

—Me había olvidado de Stella —exclamó él—. ¡Me había olvidado!

—No lo olvidaste —le dijo ella—. Anoche me lo contaste todo.

—Oh, Eugenie, maldita seas… No me refería a eso. —Fue al cuarto de baño para alejarse de ella. Eugenie oyó correr el agua y permaneció inmóvil con los ojos clavados en su taza, sin tomar ni un sorbo más. Si no se hubiera acordado… Aunque sólo fuera durante un rato.

En casa, Rigo fue directamente a la cocina, y luego fue al dormitorio de Marjorie, y después al de Tony. No pensó en el dígame hasta no haber visitado esos tres sitios y haber descubierto que estaban vacíos. El dígame le dio el mensaje, conciso pero con todo lo que necesitaba saber: Tony y su madre se habían marchado. Se habían llevado los caballos. Habían ido en busca de Stella. Rigo lanzó un aullido donde se mezclaban la ira y el dolor, y la fuerza de su grito consiguió que los adornos de cristal emitieran un gélido lamento. ¿Adonde habría ido Marjorie? Tony no lo decía, pero sólo había un punto lógico de partida para iniciar una búsqueda: la hacienda de los bon Damfels.

Se ruborizó, recordando cómo se había marchado de la hacienda de los bon Damfels el día anterior: suplicando, pidiéndoles que le ayudaran a encontrar a su hija, mientras Stavenger, al principio con una helada cortesía y luego con una ira cada vez más ardiente, le acusaba de indisciplina, de no saber comportarse como un auténtico cazador; mientras Stavenger y Dimoth y Gustave le decían que se fuera a su casa, que llorara a Stella en privado y dejara de llamarla a gritos; mientras las tías y los sobrinos de las familias bon Haunser y bon Damfels le señalaban con el dedo, riéndose de él. Pero hoy no habría Cacería y, pese a lo ocurrido, Rigo pensaba volver a Klive.

Fue al garaje, y se encontró con que los dos aerocoches estaban a medio desmontar: Sebastian hurgaba en una caja de repuestos.

—En nombre de Dios, ¿qué…?

—Ayer su chófer me dijo que el estabilizador no funcionaba bien —le explicó Sebastian, sorprendido—. Hemos estado teniendo problemas con los dos aerocoches, y dado que hoy no habrá Cacería…

Rigo logró contener el rugido de ira que pugnaba por salir de su garganta.

—¿Tenemos algún otro vehículo? ¿Y en la aldea?

—No, señor. Puedo tener listo éste dentro de una o dos horas. Si tiene mucha prisa y no puede esperar hasta entonces, quizás alguien de la Comunidad…

Persun Pollut llamó a su padre, pero Hime Pollut no estaba en su taller. Nadie sabía cuándo volvería. Roald Few no estaba disponible. Persun llamó a tres personas más, pero todas estaban en el puerto…, un cargamento esperado desde hacía mucho tiempo acababa de llegar. Persun enarcó exageradamente las cejas, expresando el disgusto que sentía.

En cuanto a Rigo, las horas fueron pasando lentamente mientras todo su ser hervía de rabia, y apenas si pudo contener su frustración al darse cuenta de que, poco a poco, Marjorie se alejaba de él, yendo hacia algún sitio en el que nunca podría encontrarla.