—Bendígame, padre, porque he pecado. —Marjorie estaba arrodillada en el confesionario que había a un lado de la capilla, y la luz del atardecer caía sobre su rostro. La capilla estaba sumida en la penumbra y la lucecita que brillaba junto al altar parecía un ojo vigilante perdido entre las sombras—. He sentido ira hacia mi hija. Y mi esposo…
Ella y el padre James estaban solos en la capilla. Rigo estaba encerrado en los aposentos de invierno con Héctor Paine. Stella, Tony y el padre Sandoval habían llevado las yeguas a la aldea para hacerle una visita a Sebastian Mecánico y su esposa Dulia que, según decía Sebastian, era la mejor cocinera de seis planetas. Después de la recepción, Eugenie apenas si había salido de su casa, y ahí estaba ahora. Cuando cruzaba los jardines para ir a la capilla, Marjorie oyó cómo cantaba, un lamento ligeramente ebrio en el que no parecía haber ninguna carga de pena bien definida. Marjorie recordaba haber leído en alguna parte que el blues no necesitaba ninguna motivación determinada. Cualquier tipo de dolor o pena bastaba. La vieja canción no resultaba particularmente melodiosa, pero se abrió paso hasta la mente de Marjorie, y ahora resonaba una y otra vez dentro de ella, repitiéndose con insistencia, odiando ver cómo el sol se ocultaba.
—Perdí la paciencia con Stella —dijo. El padre James no necesitaba ninguna explicación más precisa. Les conocía demasiado bien a todos para necesitar explicaciones—. He discutido con Rigo y le he gritado… —Discutimos sobre la Cacería y el hecho de que estaba poniendo en peligro su cuello y algo más que su cuello—. He dudado de Dios…
El padre James se irguió en su asiento al oírle decir eso.
—¿Y en qué han consistido esas dudas?
Si Dios fuera bueno, Rigo y yo estaríamos enamorados y Rigo no me trataría como me trata, pensó Marjorie. Si Dios fuera bueno, el padre Sandoval no me trataría como si fuese una mera prolongación de mi esposo, sentenciándome a la obediencia cada vez que me siento desgraciada… No he hecho nada malo pero soy la que recibe el castigo, y eso no es justo. Deseaba ser tratada con justicia. Se mordió el labio y no dijo nada de todo aquello, prefiriendo dar una pista falsa.
—Si fuera cierto que Dios es omnipotente, no permitiría que esta plaga siguiera existiendo.
El confesionario quedó sumido en el silencio, y el silencio duró lo suficiente como para que Marjorie se preguntara si el padre James no habría acabado quedándose dormido. No es que le culpara, claro. Escuchar siempre los mismos pecados debía ser tan aburrido… Orgullo, la especialidad de Rigo. Pereza, la marca de fábrica de Eugenie. Envidia: eso quedaba reservado a Stella. Y ella, Marjorie, con la ira y la falta de caridad hacia los demás que hervía en su interior. ¡Ella, que siempre se había esforzado tanto por no ser culpable de nada!
—Marjorie… —El padre James la sacó de sus divagaciones—. Hace unos días me corté la mano con un tallo de hierba. Me hice una herida bastante profunda y me ha dolido mucho. Y, además, creo que los cortes hechos con una hoja de hierba tardan mucho en curar, ¿no?
—Así es —murmuró ella, pues estaba familiarizada con esa experiencia, pero no sabía adonde quería ir a parar.
—Bueno, cuando estaba allí de pie, con mi sangre cayendo sobre la tierra, me di cuenta de que podía ver la herida que había entre mis dedos pero era incapaz de curarla. Podía observarla, sí, pero no podía hacer nada al respecto, por mucho que lo desease. No podía hablar con las células del corte y decirles que lo cerrasen. No puedo participar en sus actividades. Soy demasiado grande y tosco para entrar en mis propias células y observar cómo funcionan. Y ni tú ni nadie puede hacerlo.
»Pero supón por un momento que pudieras crear…, oh, no sé, ¡un virus que ve, se reproduce y piensa! Supón que pudieras hacerlo entrar en tu cuerpo, ordenándole que se multiplicara y que buscara cualquier tipo de enfermedad o defecto que hubiera en su interior y que lo destruyese. Supón que pudieras enviar esas criaturas a la herida con una orden para que la cerraran e hiciesen las reparaciones adecuadas. No podrías verlas con tus ojos. No podrías saber qué número de criaturas participan en la batalla. No sabrías percibirlas como individuos y no podrías saber qué estaba haciendo cada una, qué agonías de esfuerzo llevaban a cabo, o si alguna de ellas abandonaba la batalla vencida por la fatiga o la desesperación. Sólo sabrías que habías creado una tribu de guerreros y que la habías mandado al combate. Y no podrías saber si habían ganado la batalla hasta curarte o morir.
—No le entiendo, padre.
—A veces me pregunto si no será eso lo que Dios ha hecho con nosotros.
Marjorie intentó comprender lo que le estaba diciendo.
—Pero eso limitaría la omnipotencia de Dios, ¿no?
—Quizá no. Podría ser una expresión de su omnipotencia. Es posible que en el microcosmos Dios necesite o haya preferido crear algo que le ayude. Quizá ha creado esa ayuda. Quizá nos creó a nosotros para ser el equivalente biológico de los microscopios y los antibióticos.
—¿Está diciéndome que Dios no puede hacer nada contra la plaga?
La persona invisible que había al otro lado de la rejilla suspiró.
—Estoy diciéndote que quizá Dios ya haya intervenido creándonos. Quizá quiera que hagamos eso que le pedimos en nuestras oraciones. Nos ha concebido para llevar a cabo una tarea muy especial y nos ha mandado al combate, y no nos lo estamos pasando demasiado bien, por lo que no paramos de suplicarle que nos deje abandonar la batalla. Dios no nos presta atención porque no tiene conciencia de nosotros como individuos. No sabe en qué parte del cuerpo estamos o cuántos somos. No se dedica a comprobar si seguimos luchando o nos dejamos dominar por la desesperación. ¡Sólo cuando el cuerpo del universo se cure sabrá si hemos cumplido la misión que nos confió! —El joven sacerdote tosió y, pasado un instante, Marjorie se dio cuenta de que estaba riéndose. ¿De ella, o de él mismo?—. ¿Conoces el principio de incertidumbre, Marjorie?
—He tenido cierta educación —bufó ella, bastante irritada.
—Entonces sabes que en ciertos casos, con aquello que es muy pequeño, nos resulta imposible saber dónde está y qué hace. El acto de observar siempre altera lo que ocurre. Quizá Dios no nos observe de forma individual porque, si lo hiciera, interrumpiría nuestro trabajo, interferiría con nuestro libre albedrío…
—Padre, todo eso que me ha dicho… ¿Forma parte de la doctrina? —preguntó ella, no muy convencida y algo irritada, sin saber por qué le estaba diciendo aquellas cosas tan extrañas.
Otro suspiro.
—No, Marjorie. No son más que las cavilaciones de un sacerdote que echa de menos su hogar. Claro que no forma parte de la doctrina. Con la cantidad de veces que te has leído el catecismo ya deberías saberlo, ¿no? —Se frotó la cabeza, agradecido por la intimidad del confesionario. Aunque Marjorie necesitara tomarse a sí misma un poco menos en serio, al padre Sandoval no le haría demasiada gracia lo que acababa de decir…
—Si la plaga acaba con todos nosotros, será como castigo a nuestros pecados —dijo ella, tan terca como siempre—. No porque no lucháramos lo bastante… Y nuestras almas son inmortales.
—Eso dice Santidad y eso dicen los Mohosos —murmuró el padre James—. Dicen que debemos morir para que nuestras almas puedan vivir en la Nueva Creación.
—No pretendía afirmar que debamos quedarnos cruzados de brazos: tenemos que combatir la plaga —protestó ella—. Pero la plaga es un castigo a nuestros pecados.
—¿Nuestros pecados? ¿Los tuyos y los míos, Marjorie?
—El pecado original —murmuró ella—. Es un castigo al pecado de nuestros primeros padres… —Unos primeros padres que habían sido muy parecidos a Stella y Rigo, capaces de poner en práctica lo primero que les dictara la pasión, sin pensar en cuáles serían las consecuencias… Quizás incluso se rieran mientras hacían pedazos el mundo. Nunca fueron capaces de actuar con calma y mostrar la debida reverencia, nunca estuvieron en paz. Marjorie suspiró.
—¿El pecado original? —le preguntó el joven sacerdote con cierta curiosidad. Hubo un tiempo en el que creía a pies juntillas en el pecado original, pero ahora ya no estaba tan seguro. Y había otras partes del catecismo sobre las que tampoco estaba muy seguro. Sus dudas sobre la doctrina quizá indicaran alguna crisis de fe, pensó, pero su fe era tan fuerte como siempre, aunque hubiera algunos detalles que le costaba bastante aceptar—. Así que crees en el pecado original, ¿eh?
—¡Padre! ¡Es doctrina de la Iglesia!
—¿Y qué opinas de la culpa colectiva? ¿Crees en ella?
—¿Qué quiere decir?
—¿Crees que todos los bons son culpables de lo que le ocurrió a Janetta bon Maukerden?
—¿Me está haciendo una pregunta doctrinal? —dijo ella, sin saber qué responder.
—¿Y los Santificados? —le preguntó el sacerdote—. ¿Son colectivamente culpables de haber condenado a sus hijos, enviándoles a una prisión? El joven Rillibee, por ejemplo… ¿Fue enviado a la servidumbre debido a la culpa colectiva o debido al pecado original?
—Soy una Vieja Católica. ¡No tengo por qué decidir en qué punto empezó a equivocarse Santidad! ¡No mientras sepa que se equivoca!
El padre James tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Oh, si Marjorie tuviera un poco más de sentido del humor, si Rigo tuviera más paciencia, si Stella fuera algo más perceptiva, si Tony tuviera más confianza en sí mismo…, y si Eugenie tuviera más inteligencia. Olvídate de sus pecados y dales un poco más de lo que tanto necesitan.
Suspiró y se frotó las sienes, intentando calmar el sordo dolor que las hacía latir. Después, le dio la absolución y una penitencia razonable. Tenía que aceptar el hecho de que Rigo montaría junto a los sabuesos, y no debía juzgarle con demasiada aspereza. El padre Sandoval llevaba años sentenciándola a quererle y apoyarle. El padre James pensaba que eso quizá fuera un tanto excesivo. Marjorie, arrepentida pero cansada, estaba dispuesta a apretar los dientes y aceptar otra sesión de apoyo afectuoso, y la penitencia la sorprendió lo bastante como para aceptarla. No juzgaría a Rigo, pero tampoco tenía por qué ofrecerle su apoyo. Cuando anochecía, recordó lo que el padre James había dicho sobre los virus pensantes, la culpa y el pecado. En cuanto empezó a pensar en todo aquello, descubrió que no podía sacárselo de la cabeza.
Cuando se hubo quedado solo en la capilla, el padre James se arrodilló para pedir perdón. No habría tenido que poner a prueba la fe de Marjorie cuando en realidad lo único que deseaba era encontrar algo que le sirviera para apuntalar la suya. No estaba seguro de que dejar de juzgar a Rigo fuera bueno para Marjorie. Si lo que los bons hacían era pecado, entonces Rigo no debía participar en ello. Rigo se había convencido de que era el sentido del deber lo que le impulsaba a tomar parte en la obsesión de los bons. El padre James consideraba que la vanidad era una explicación más probable, y el padre Sandoval era demasiado viejo para ofrecer nada que no fuesen meros lugares comunes. El padre James deseó estar junto al Hermano Mainoa para poder hablar con él. O con el más joven, Lourai. Tenía la impresión de que compartían muchas cosas, aparte de su edad.
Durante la noche, un atronar rítmico.
Marjorie despertó y fue por los pasillos de la residencia hasta encontrarse con Persun Pollut, que también iba nerviosamente de un lado para otro, tirándose de las orejas y retorciéndose los mechones de la barba hasta formar coletas.
—¿Qué es eso? —murmuró—. Lo he oído antes, pero nunca tan cerca como ahora.
—Dicen que son los hippae —respondió él, también en voz baja—. Eso es lo que dicen en la aldea. Suelen oír este mismo sonido en primavera, y durante el lapso parece ser muy frecuente. Me despertó, y vine a la gran casa para ver si todos estaban bien.
Marjorie le puso la mano en el brazo y captó el temblor de su piel bajo la tela.
—Estamos bien. ¿Y qué están haciendo los hippae?
Pollut agitó la cabeza.
—No creo que nadie lo sepa. Dicen que bailan. Sebastian dice que sabe dónde lo hacen. Alguien le dijo dónde es, pero no le gusta hablar de ello.
—Ah. —Se quedaron muy quietos, mirando hacia los grandes ventanales que daban a la terraza, sintiendo el palpitar del trueno bajo las plantas de sus pies. Un misterio, sí, como todo lo de Hierba… Y Marjorie no estaba haciendo nada por desentrañarlo.
Seguía pensando en los virus, imaginando qué podía hacer un virus pensante, uno al que Dios no observara ni diera órdenes, limitándose a permitirle hacer aquello para lo que había sido creado.
—Persun, ¿querrá pedirle a Sebastian que venga a verme mañana?
—Mañana —le prometió él—. En cuanto amanezca.
Más allá de la hierba, más allá del puerto y la Comunidad, más allá del bosque pantanoso, el mismo sonido vibraba en los oídos de todos los habitantes de Klive. La familia bon Damfels estaba despierta, escuchando, y algunos hacían algo más que estar despiertos y escuchar.
Stavenger bon Damfels iba por un viejo y polvoriento pasillo situado en los confines de la vasta estructura, arrastrando consigo a su Obermum. Con una mano sujetaba el cabello de Rowena y la otra estaba engarfiada en el cuello de su vestido, medio estrangulándola. La sangre que brotaba de su frente formaba un reguero en el suelo.
—Stavenger —jadeó ella, intentando aferrarse a sus piernas—. Stavenger, escúchame…
Stavenger pareció no oírla, como si no le importara el que hablase o guardara silencio. Tenía los ojos enrojecidos y la boca tan tensa que se había convertido en una línea recta desprovista de labios. Se movía como un autómata, desplazando primero una pierna y arrastrando la otra hasta completar el paso, tirando de ella con las dos manos como si cargara con un saco muy pesado.
—¡Stavenger! ¡Oh, Stavenger, por todo lo sagrado…! ¡Lo hice por Dimity!
Y, siguiendo a la pareja que se debatía, ocultándose en las esquinas y detrás de las puertas entornadas, venían Amethyste y Emeraude, intentando no ser vistas. Habían estado siguiéndoles desde que vieron cómo Stavenger pegaba a Rowena en los jardines: Stavenger no se había dado cuenta de que sus hijas se ocultaban tras una gran fuente de hierba, o quizá no le importaba que le vieran. El corredor al que acabaron llegando era uno de los más viejos de la casa. Estaba sucio y lleno de polvo, pues nadie lo visitaba ni se ocupaba de limpiarlo. El ala de cinco pisos en que se encontraba llevaba por lo menos una generación sin ser utilizada. El techo se abombaba sobre sus cabezas formando burbujas, manchado por el agua que se había ido filtrando a través de las fibras medio podridas, permeando los tres pisos de arriba. Los retratos de las paredes estaban llenos de moho, y las escaleras por las que habían bajado se encontraban medio carcomidas.
—No sabe lo que hace —murmuró Amy, con las lágrimas corriendo por su rostro y perdiéndose en las comisuras de sus labios. Se las limpió con la lengua y añadió—: Se ha vuelto loco. ¡No sabe lo que hace!
—Sí que lo sabe —dijo Emmy, señalando la luz que llevaba en la mano—. Este lugar ha estado a oscuras desde antes de que naciéramos nosotras, pero ahora hay luces perennes por todo el pasillo. Las sacó del garaje, igual que hice yo con ésta. Las puso aquí antes de venir. Lo ha planeado todo.
Amy contempló las linternas esparcidas sobre las mesas o colgadas de los picaportes, y no tuvo más remedio que asentir.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué la trata así?
—Shhh —dijo su hermana, y la hizo retroceder hacia las sombras. Stavenger se había detenido al final del pasillo para empujar a Rowena a través de un umbral: en cuanto la hubo hecho entrar, cerró la puerta. La llave rechinó en el cerrojo con el inexorable chasquido del metal oxidado. Se la metió en el bolsillo y se quedó inmóvil ante la puerta, como escuchando.
—Rowena… —Su voz parecía estar hecha de metal, áspera y horrible.
No hubo ningún sonido de respuesta más allá de la puerta.
—¡Nunca volverás a ir allí! ¡Nunca volverás a la Colina del Ópalo! ¡Nunca volverás a mezclarte con los fragras! ¡Nunca volverás a traicionarme!
Silencio.
Se dio la vuelta, cogió la lámpara más cercana y fue hacia ellas, recogiendo las luces perennes mientras venía por el pasillo. Caminaba con lentitud, el rostro totalmente inexpresivo, y acabó dejando atrás la puerta tras la que temblaban sus hijas. El pasillo quedó sumido en una oscuridad que parecía destinada a no conocer nunca más la luz.
Amy y Emmy esperaron hasta oír el sonido que acabó llegando a sus oídos: el sordo trueno de la puerta cerrándose dos pisos más abajo.
Y, detrás de la puerta situada al final del pasillo, resonó el aullido de una mujer, un gemido interminable de dolor y pena, el grito de una mujer traicionada.
Los dedos temblorosos de Emeraude encendieron la luz perenne que llevaba, y las dos corrieron hacia la puerta, tropezando con los tablones deformados por la humedad y levantando pequeñas nubes de polvo que las hacían toser.
La puerta era muy gruesa. Estaba hecha con la madera de un árbol del pantano, y grandes bisagras metálicas la unían a un sólido marco. La hacienda tenía muy pocas puertas tan gruesas y resistentes: la puerta principal de la casa, la puerta que daba al despacho privado de Stavenger, la puerta de la sala del tesoro… ¿Cuál habría sido el destino anterior de esta habitación para que necesitara tal cantidad de sólida madera?
Llamaron a la puerta, gritaron y volvieron a llamar. El aullido seguía y seguía.
—¡Busca a Sylvan! —le dijo Emeraude a su hermana, en un murmullo enloquecido—. Es el único que puede ayudarnos, Amy.
Amethyste se volvió hacia su hermana, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—Había pensado que sería mejor hablar con Shevlok… —balbuceó.
Emmy la cogió por los hombros y la sacudió, tratando de conseguir que le prestara atención.
—Shevlok no sabrá qué hacer. Desde que Janetta apareció en esa fiesta, se ha pasado todo el tiempo bebiendo. Muchas veces ni tan siquiera está consciente…
—Si el lapso acabara…
—Si el lapso acabara, se pasaría el día cazando y la noche emborrachándose. ¡Busca a Sylvan!
—Emmy…
—¡Lo sé! Papá te aterroriza, ¿no? Bueno, a mí también. Es como…, es como un hippae, todo ojos relucientes y espinas afiladas que te impiden acercarte a él. Tengo la impresión de que, si abro la boca, me derribará al suelo de un puñetazo y me pisoteará. Pero no voy a dejar a mamá sangrando ahí dentro, encerrada sin comida y sin agua… No voy a dejar que muera así, pero ya sabes que si no nacemos nada papá nunca la sacará de ahí.
—Pero ¿por qué…?
—Sabes muy bien por qué lo ha hecho. Mamá fue a la Colina del Ópalo y habló con los que encontraron a Janetta. Cree que…, que… —Emeraude se esforzó por hallar las palabras que le permitieran seguir hablando, pero éstas se negaron a salir de su garganta, y sus ojos se desorbitaron, igual que si algo no le permitiera decir lo que deseaba.
—No importa —dijo su hermana, sacudiéndola por los hombros—, ya lo sé. Buscaré a Sylvan. Quédate aquí y dile lo que ha pasado, por si yo no tengo oportunidad de explicárselo.
—Llévate la luz. Te esperaré.
Amy bajó corriendo los peldaños, manteniéndose apartada de la barandilla que no paraba de crujir y parecía querer hundirse bajo sus dedos. Aquella ruina estaba unida a la parte principal de la casa por las viejas habitaciones de los sirvientes y el garaje de los aerocoches. La puerta estaba cerrada: su padre la había cerrado cuando le siguieron hasta allí. Su padre, con aquella expresión enloquecida en los ojos, arrastrando a Rowena como si fuera un saco de trigo… Volvió a cerrar la puerta al marcharse, pero cerca había una ventana rota que daba a un gran patio y a las cocinas de verano. Las chicas habían entrado por allí. Ya casi era medianoche. Los sirvientes llevaban mucho rato en la cama, y aunque aún hubiera uno o dos en las cocinas sus simpatías irían más hacia Rowena que hacia Stavenger.
Un Stavenger que, en aquel mismo instante, iba y venía por el gran pasillo gritándole palabras ininteligibles a Figor, chillando y amenazándole de tal forma que toda la casa se había despertado. Figor, muy sabiamente, guardaba silencio y esperaba a que pasara la tormenta. Otros miembros de la familia, despertados por todo aquel tumulto, seguían en sus cuartos, procurando no meterse en líos. El gran edificio zumbaba con el murmullo de las voces y resonaba con el ruido de las puertas al abrirse y cerrarse, pero, aun así, nadie abría la boca para competir con aquella voz enloquecida.
Amy no hizo caso del estruendo. A esta hora Sylvan debía estar en su habitación, en la biblioteca o en el gimnasio, dos pisos más abajo. La biblioteca quedaba más cerca y allí le encontró, sentado en un rincón, con los ojos clavados en un libro y los dedos metidos en las orejas. Se arrodilló junto a él y le hizo destaparse los oídos.
—Sylvan, papá le ha dado una paliza a mamá y la ha encerrado en el ala vieja. Emmy nos espera allí. Mamá no tiene comida ni agua, Sylvan. Emmy y yo creemos que papá piensa dejarla allí hasta que…
Estaba habiéndole a un sillón vacío. Sylvan se había puesto en pie y había salido corriendo de la biblioteca.
Sebastian Mecánico llegó a la hacienda con las primeras luces del alba. Marjorie estaba tomando un desayuno muy ligero y, en respuesta a su pregunta, Sebastian, de mala gana, señaló hacia un punto distante y le dijo que adentrarse en la hierba sola no era una buena idea. Su aspecto no le gustó nada. Estaba nerviosa y parecía demasiado delgada, como si algún profundo cansancio la oprimiera. Pese a parecer tan cansada —o incluso enferma—, Marjorie tuvo el sentido común suficiente como para estar de acuerdo con él: adentrarse en la hierba sola sería una locura. Le dijo que sólo sentía curiosidad al respecto, y luego le preguntó por su esposa y el resto de su familia, dando muestras de tal paciencia y mostrándose tan encantadora que Sebastian acabó tranquilizándose.
En cuanto hubo vuelto a su trabajo, convencido de que todo había sido fruto de la curiosidad, Marjorie fue a los establos y ensilló a «Don Quijote». No tenía intención de decirle a nadie dónde pensaba ir, pero le dejó un mensaje a uno de los mozos.
—Si no he vuelto cuando haya oscurecido, dile a mi esposo o a mi hijo que me gustaría que viniera a buscarme en el aerocoche —le indicó—, pero debes esperar hasta la noche. Me llevaré una baliza, así que no les costará mucho encontrarme. —La baliza personal estaba sujeta con una correa a su pierna por debajo del pantalón. Cualquier golpe seco haría que se pusiese en marcha como, por ejemplo, el caerse del caballo o el que Marjorie le diera un puñetazo. También llevaba consigo una grabadora del tipo usado por los cartógrafos, que le serviría para orientarse, y un cuchillo láser que podría utilizar para abrirse paso por entre la hierba si llegaba a ser necesario. Le enseñó los dos objetos al mozo de establo y le explicó para qué servían. No quería dejar nada al azar, y tampoco quería que nadie se imaginara que había planeado no volver. Iba a correr un riesgo, eso era todo. Aun así, si le pasaba algo…, bueno, eso resolvería el problema de Rigo. Y el de Stella, y el suyo propio. Se negó a pensar en Tony.
«Don Quijote» estaba arañando el suelo con las patas y sus flancos temblaban con una rápida serie de estremecimientos que iban desde la cruz hasta los cascos y volvían a subir. No era que estuviese meramente nervioso: era algo más, una especie de agitación con la que Marjorie no estaba familiarizada, y pasó bastante rato acariciándole las patas, hablando con él e intentando imaginarse qué podía haberle puesto en tal estado. «Don Quijote» se inclinaba hacía ella como buscando apoyo, pero cuando lo montó salió trotando del establo y fue hacia la hierba igual que si estuvieran dando un paseo perfectamente normal. Era su forma de indicarle que confiaba en ella. Confiaba en ella aunque esa confianza pudiera costarle la vida, pero aun así no logró dominar del todo los estremecimientos nerviosos de su piel, y el mensaje acabó llegando a Marjorie en cuanto hubieron recorrido una cierta distancia. Se ruborizó, avergonzada al comprender que estaba utilizándolo para algo que tan repugnante le resultaba. Lo acarició, indicándole que ella también confiaba en él.
—El padre James dice que somos los virus de Dios, «Don Quijote», pero supongo que un virus siempre puede amar a otro o hacerse amigo de un virus de otra especie, ¿no? No permitiré que caigas en ninguna trampa, amigo mío. No dejaré que te acerques lo suficiente para eso… —¿Y yo?, pensó. ¿Estoy dispuesta a correr un auténtico peligro?
El suicidio estaba prohibido, pero los mártires alcanzaban la gloria. Y, suponiendo que acabara con su vida, era muy posible que Dios ni tan siquiera se enterase. Si creía lo que había dicho el padre James, lo más probable era que Dios no supiera cuáles de Sus virus estaban luchando por llevar a cabo Su obra. Para Dios, ella no tenía nombre y carecía de individualidad. Si se suicidaba, ¿llegaría a darse cuenta? Y, después de todo, ¿qué importaba eso? Cuando Dios la creó, ¿creó también un mecanismo para salvar su alma? Y, pensándolo bien, ¿cómo podía saber si los virus tenían alma?
Aun así, el peso de todos aquellos años en los que le habían enseñado que suicidarse era un pecado seguía siendo considerable. No, no podía suicidarse, pero siempre podía correr un riesgo calculado. Si moría, su muerte sería accidental y «Don Quijote» sobreviviría. «Don Quijote», veloz como el viento… Sin ella a su espalda era capaz de correr más deprisa que el mismísimo diablo, o eso se dijo Marjorie antes de dejar de pensar en aquel asunto, consagrando la mayor parte de sus energías mentales a olvidarse de él. No podía evitar preguntarse cuál sería la reacción de Rigo si no volvía.
—Esa estúpida —diría—. Esa tonta que nunca me amó como debería haberme amado…
Le amaba. O quería amarle. Quería amarle y quería amar a Stella, y ese deseo de amar brotaba de todo su ser con tal fuerza que acababa dejándola agotada y dolorida. Eugenie, y la otra mujer que la precedió…, siempre lo supo, pero al menos antes no estaba cerca de ellas. En casa, Stella tenía distracciones y amistades. Aquí, tanto Stella como Eugenie eran dos inmensos pájaros atrapados que la atacaban con sus picos. Desahogaban sus frustraciones con ella. No había esperado sentirse tan débil, no poder dormir, notar la amenaza de la muerte cerniéndose siempre sobre su cabeza… Cada día vivido en Hierba le había robado un poco más de su fuerza y su energía. Acababa de descubrir que había perdido la esperanza, ella que siempre había ido de una decepción a otra impulsada por un infantil optimismo esperanzado que ahora apenas si podía recordar.
Pasó junto a la pequeña arena donde se ejercitaban los caballos, un sitio que se encontraba justo fuera de los jardines de hierba de Colina del Ópalo, aunque parecía bastante más lejano debido a la topografía del lugar. Marjorie estaba saliendo por primera vez de la zona que quienes definían ese tipo de cosas llamaban la hacienda. Los jardines quedaron a su espalda, así como los paisajes que dominaban. Estaba entrando en las llanuras de hierba, la superficie del planeta, la parte donde los hombres, sus obras y sus criaturas no tenían permiso para entrometerse. Siguió cabalgando, con los ojos mirando siempre hacia adelante, sin pensar en nada salvo en que se sentía tan desgraciada que si encontraba a los hippae sólo habría dos alternativas: o averiguaría algo útil sobre ellos o la matarían, y en aquel momento tanto le daba una cosa como otra.
El aullido desgarró el silencio. «Don Quijote» tembló, irguió las orejas y se quedó totalmente inmóvil. Marjorie casi dejó de respirar: el aullido venía de un punto situado a su espalda, y en ese instante se acordó de Janetta bon Maukerden y comprendió que, si la encontraban los hippae, podían hacerle cosas quizá peores que matarla. Había pensado que podían matarla y había aceptado tal posibilidad, pero no había tomado en consideración toda la gama de alternativas que podían resultar de su conducta y, de repente, se sintió tan avergonzada como aterrada.
Habían estado siguiendo una especie de sendero serpenteante donde la hierba era más corta. Hizo que «Don Quijote» saliera de él: cuando hubo conseguido que se adentrara en las hierbas altas, desmontó y alisó los tallos para ocultar el camino que habían seguido.
Te olerán, se dijo, y empezó a moverse muy despacio para no dejarse dominar por el pánico. El viento soplaba hacia ella desde el punto de donde había venido el aullido: ése no podría olería. Aunque algún otro quizá sí pudiera… Sería mejor volver. Abrumada por la estupidez de lo que había estado haciendo, se dijo que volver era lo más prudente.
Puso en marcha la grabadora y observó su pantalla mientras guiaba al caballo haciéndole dar una vuelta que terminó poniéndole de cara a la embajada: seguían ocultos por los grandes tallos de hierba, y se dirigían hacia el ser que había emitido ese aullido, fuera lo que fuese. «Don Quijote» avanzó un trecho y se detuvo. Algo volvió a aullar, muy cerca, entre ellos y la embajada.
El caballo se dio la vuelta y empezó a alejarse. Marjorie intentó detenerle, pero «Don Quijote» no le hizo ningún caso. Sintió un breve espasmo de pánico, logró dominarlo y le dejó ir por donde quisiera. Bien… Así que sabía algo que ella ignoraba, ¿en? Había olido o captado algo que ella no podía oler o captar. Siguió inmóvil en la silla de montar, intentando no ponerle nervioso, recitando un acto de contrición, incapaz de recordar las frases que conocía desde su infancia. Tanto daba: las palabras no parecían nada adecuadas a su situación actual. ¿Cómo podía lamentar de todo corazón el haber ofendido a Dios si, por lo que sabía, estaba haciendo justamente aquello que Dios quería que hiciese?
El caballo subió y bajó colinas y avanzó junto a una serie de riscos, al paso, sin apresurarse, con las orejas moviéndose continuamente hacia un lado y hacia otro, como si alguien estuviera murmurando su nombre. Su paso fue haciéndose más lento, como si respondiera a lo que oía ante ellos, y cuando se detuvo se tumbó sin perder ni un segundo y sin esperar a que Marjorie le diera la señal. Marjorie sacó la pierna de debajo de su cuerpo, se puso en pie y le miró. El caballo se pegó al suelo, con las orejas aún en posición de alerta, observándola.
—Está bien —murmuró Marjorie—. ¿Y ahora qué?
El caballo no emitió sonido alguno pero sus flancos se estremecieron, como aguijoneados por las moscas. Peligro. Por todas partes, rodeándoles.
Marjorie lo captó: podía olerlo, lo veía en aquel temblor de su piel. La grabadora decía que habían seguido el camino indicado por Sebastian. Un sonido repetitivo, no muy fuerte pero continuo, hizo que «Don Quijote» moviera la cabeza buscando su fuente. No era el violento atronar de la noche anterior, sino más bien una serie organizada de gritos y gemidos, y tanto su volumen como su espaciamiento eran bastante rítmicos. Los ollares de «Don Quijote» se dilataron y su piel vibró como si sufriera un terrible picor. El viento había cambiado de dirección y ahora soplaba hacia ellos, trayendo consigo claramente el sonido y un olor…, el olor de algo totalmente desconocido. No era un olor desagradable, y tampoco era un perfume: no resultaba ni atractivo ni repelente. Marjorie desenvainó su cuchillo láser y empezó a cortar brazadas de hierba, que colocó sobre el cuerpo de «Don Quijote», escondiéndolo, esperando que quizás así pudiera disimular su olor. Después pegó el vientre al suelo y reptó por entre los tallos, yendo hacía los sonidos que traía el viento, trepando por un risco que se extendía hacía el sur. Cuando llegó a la cima del risco se quedó muy quieta y miró por entre los tallos de hierba.
Hacia el olor traído por el viento. Abrió la boca y dejó que sus pulmones se llenaran de él.
El cielo se dilató y Marjorie sintió que todo su cuerpo se movía, subiendo hacia el cielo y bajando hacia la tierra, aplastándola.
El brazo que tenía puesto bajo el mentón se aplanó hasta convertirse en algo tan delgado como una hoja de papel.
Algo pisó su cabeza, aplastándola sin hacerle ni pizca de daño.
Su cuerpo se desvaneció. Intentó mover un dedo y descubrió que no podía hacerlo.
Sabuesos. Una hondonada llena de sabuesos, sabuesos sentados y sabuesos agazapados, una confusión de cuerpos grisáceos, verde alga y violeta fangoso, con las cabezas echadas hacia atrás y los labios tensos para revelar los colmillos y una doble hilera de dientes en cada lado de aquellas inmensas fauces, las mandíbulas de las que brotaba el rítmico coro de gruñidos. Sus flancos subían y bajaban, vibrando sin parar, golpeados erráticamente desde el interior como si se hubieran tragado seres vivos que intentaban liberarse. Los vacíos globos blancos de sus ojos contemplaban el cielo. El cielo que caía…
El olor. La hondonada de tierra estaba empapada de ese olor. Marjorie yacía junto a esa hondonada y su lengua colgaba fláccida sobre su mandíbula inferior, dejando escapar gotitas de saliva.
Allí, en la hondonada: una pared vertical en la que había angostos orificios por donde entraba cautelosamente la luz de la mañana, revelando la caverna que había más allá. Los hippae iban y venían por esa caverna, solos o en parejas, inclinándose, girando, encabritándose con las patas al aire, las cabezas echadas hacia atrás y las espinas bailando locamente.
Entre los sabuesos agazapados había montones de esferas perlinas tan grandes como la cabeza de Marjorie, y los migerers las movían de tal forma que todas quedaran iluminadas por el sol, dándoles la vuelta, sosteniéndolas en sus duras patas delanteras y llevándoselas al oído como si quisieran escuchar algo. ¿Qué eran? ¿Huevos?
Y en la hondonada que había ante la caverna se veían también unas cuantas docenas de mirones, con sus cuerpos parecidos a orugas: sólo el lento ondular de sus flancos revelaba que eran seres vivos.
El olor parecía oprimirla, hundiéndola en la tierra. Marjorie se había convertido en un ser de dos dimensiones, un trapo húmedo que yacía sobre la hierba, un trapo con ojos.
Los sabuesos eran grandes, muy grandes: tan grandes como caballos de tiro, aunque no tenían las patas tan largas como éstos. Y los mirones eran enormes, el doble del tamaño habitual. Dentro de la caverna, una miríada de siluetas confusas bailaba en el aire, unas criaturas oscuras parecidas a murciélagos, con una hilera de colmillos en la boca. Una de ellas aterrizó sobre la nuca de un sabueso y se quedó pegada a su piel. Pasado un rato, se soltó y reanudó su errático revoloteo.
Un sabueso empezó a jadear, y el jadeo se convirtió en un aullido. El aullido se transformó en un gimoteo y fue seguido de nuevo por el jadeo. Los mirones se retorcieron sobre la tierra bañada por el sol hasta convertirse en masas esféricas de las que había desaparecido toda arruga o pliegue. Era un espectáculo tan familiar… Marjorie ya lo había visto, pero no sabía cuándo o dónde.
Poco a poco, todo fue quedando en silencio. Las criaturas parecían estar paralizadas. El movimiento espasmódico que hacía temblar los flancos de los sabuesos se calmó. Todo era silencio e inmovilidad.
Un hippae emergió de la caverna, caminando muy despacio y levantando las patas a cada paso, con las fosas nasales dilatadas y la boca abriéndose de vez en cuando para emitir una especie de ladridos de advertencia. Pasado un rato, otro hippae salió de la caverna para encararse con el primero: tenía el cuello hinchado y la mandíbula casi pegada a la curvatura de éste, y cuando empezó a emitir los mismos secos sonidos de hostilidad que su contrincante sus ojos giraron locamente en las órbitas.
Se apartaron un poco el uno del otro, ladeando la cabeza e inclinando el cuello, y las terribles espinas que lo cubrían quedaron dispuestas como si fueran un abanico de sables. Siguieron retrocediendo, interponiendo más y más distancia entre ellos, y de repente se lanzaron el uno contra el otro, y cada juego de espinas se abrió paso por entre el del adversario, causando grandes heridas en los flancos y las costillas. Sus costados quedaron cubiertos por rayas de sangre, y los hippae golpearon el suelo con pezuñas tan afiladas como navajas, haciéndolo vibrar antes de darse la vuelta para una nueva carga. Otro veloz movimiento de espinas, más rayas de sangre. Marjorie se encogió mentalmente sobre sí misma mientras los hippae se atacaban, encabritándose con un destello de pezuñas.
Hasta que por fin uno de los hippae cayó de rodillas y no se levantó lo bastante deprisa.
El otro animal retrocedió hasta la entrada de la caverna y pareció hurgar en ella. Le dio la espalda al enemigo y usó las patas traseras en una potente coz que envió un diluvio de proyectiles negros contra su enemigo. ¿Qué le estaba arrojando? Cosas negras, cosas negras que parecían bolas de polvo y que se hacían pedazos en el momento del impacto…, recordaban las semillas de los dientes de león, y estallaban liberando nubes de polvo negro. Estaba arrojándole murciélagos muertos. Lo que había dicho Sylvan…
En silencio. Un juego. El juego. En el silencio.
El hippae victorioso meneó la cabeza y sus dientes buscaron nuevos proyectiles en las entradas de la caverna. Cuando los hubo sacado se dio la vuelta, disponiéndose a una nueva sesión de coces. Un proyectil se estrelló contra la cabeza de la bestia arrodillada, cubriéndola de polvo negro. El hippae derrotado se inclinó, logró levantarse con un gran esfuerzo y se marchó, subiendo por la pendiente de la hondonada.
Todo se había desarrollado con la lenta solemnidad de un ritual, un ritual de combate que acababa de terminar.
Y entonces llegó el sonido. El viento acarició la espalda de Marjorie. El hinchado cuerpo de un mirón se abrió con un crujido y, por entre los jirones de piel, asomó la cabeza triangular de un sabueso. La piel del mirón se desgarró todavía más y las patas delanteras emergieron del agujero, y después, poco a poco, fue saliendo toda la bestia.
Logró ponerse en pie, tambaleante, y fue hacia una de las aberturas verticales de la caverna, evitando cuidadosamente los montones de huevos: parecía ridículamente pequeño y frágil. Marjorie oyó sonidos de lametones en el interior. Pasado un rato, la criatura salió de la caverna con las fauces cubiertas de saliva, moviéndose de una forma más rápida y segura: sus flancos ya tenían un aspecto lustroso y su cuerpo había crecido, como hinchado por la humedad. El hippae estaba en lo alto de la hondonada, silbando. El joven sabueso trepó hacia él, mordisqueando la hierba azul que crecía sobre la pendiente. La bestia parecía estar creciendo ante sus ojos, haciéndose más larga y voluminosa a cada instante que pasaba. Acabó desapareciendo, con su paso lento pero firme y tranquilo. El viento soplaba con más fuerza.
Otro chasquido la hizo volverse hacia la hondonada. Igual que un sabueso había emergido del cuerpo destrozado de un mirón, ahora un hippae emergía de la piel de un sabueso. Metamorfosis: una hilera de espinas se abrió paso por los inmensos flancos de un sabueso y las pequeñas hojas óseas desgarraron la piel, dejando asomar la cabeza del hippae. El proceso se detuvo en cuanto la cabeza hubo emergido, con los ojos cerrados, incapaz de ver nada. Todo estaba en silencio.
¿Qué estaba haciendo? El viento soplaba con fuerza, disipando el olor. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué hacía aquí, tumbada en el suelo, con su cuerpo aplastado? Sólo sus ojos poseían tres dimensiones. Sus ojos…
Le dolían. Parpadeó, y se dio cuenta de que los globos oculares estaban resecos. Llevaba mucho, mucho tiempo sin parpadear. Sintió un cosquilleo en la nuca, como si alguien estuviera observándola. Se dio la vuelta, intentando ver algo por entre la cortina de hierba. Sí, había algo. No podía verlo ni oírlo, pero sabía que estaba ahí. Bajó por la pendiente y avanzó tambaleándose por entre los tallos hasta llegar al sitio donde había dejado a «Don Quijote», y lo encontró igual que cuando se marchó pero con la cabeza levantada, las orejas tiesas moviéndose de un lado para otro y los ollares temblando. El sol caía hacia el horizonte. Los tallos de hierba bailaban sobre las colinas y hondonadas creando sombras ominosas. Marjorie le hizo levantar y se dejó llevar por él, confiando en su habilidad para devolverles a casa, si estaba escrito que debían llegar alguna vez a ella.
El caballo siguió una ruta más directa de la que habían usado por la mañana, aunque seguía moviéndose como si alguien pronunciara su nombre en voz baja. Tanto «Don Quijote» como Marjorie sabían que la oscuridad estaba muy cerca, pero el caballo era mucho más consciente que ella de la amenaza escondida entre la hierba. «Don Quijote» podía oler lo que el olfato de Marjorie era incapaz de percibir: hippae, y muchos, bastante cerca pero con el viento en contra. Durante la última hora habían estado acercándose cada vez más, yendo lentamente de aquí para allá, como si estuvieran buscando algo. «Don Quijote» apretó el paso y sus patas devoraron la pradera, volviendo hacia Colina del Ópalo en una larga curva que le llevó lo más lejos posible de los hippae, aumentando gradualmente la distancia que les separaba de ellos. Y algo invisible que estaba muy lejos le dijo que estaba haciéndolo muy bien, y que era un buen caballo.
Llegaron a los establos cuando ya anochecía. El mozo al que le había confiado su mensaje estaba esperándola, los ojos clavados en el horizonte como para juzgar si había vuelto con la puesta del sol o no.
—Un mensaje, señora —se apresuró a decirle—. Su hijo ha estado buscándola. Parece ser que tiene un mensaje para usted. Un mensaje privado. Cree que es de la hacienda de los bon Damfels.
Marjorie se había quedado de pie junto al caballo, temblando, incapaz de hablar.
—Señora, ¿se encuentra bien?
—Estoy…, estoy un poco cansada —farfulló Marjorie. Se sentía mareada, y no estaba muy segura de qué le había ocurrido. Todo había sido como un sueño… ¿Había ido hasta allí sola? ¿Había estado sola entre la hierba? Se volvió hacia el caballo, le miró a los ojos, y vio en ellos el brillo de una comprensión que no habría debido estar allí pero que, por alguna razón inexplicable, no la sorprendió en lo más mínimo—. «Don Quijote»… —dijo, pasándole las manos por el cuello—. Eres un buen caballo.
Se despidió de él con una última palmadita y subió por el sendero tan deprisa como pudo, pues aún le costaba un poco caminar. Tony la vio venir desde la terraza.
—¿Dónde has estado? Me dices que no debo ir a ningún sitio solo, y luego te pasas un día entero por ahí… ¡Madre, tienes un aspecto horrible!
Marjorie decidió que lo mejor sería aceptar su afirmación y quedarse callada. No sabía cuál era su aspecto, pero lo cierto es que se sentía…, mejor. Como si supiese lo que debía hacer, como si tuviera un propósito.
—El mozo de establo me dijo algo sobre un mensaje.
—Creo que es de Sylvan. Es el único que te llama «la honorable señora Marjorie Westriding». Viene en código, no sé qué dice.
—¿Qué querrá?
—Será algo relacionado con Hierba, supongo. Vamos.
—¿Dónde está tu padre?
—Sigue montado en esa maldita máquina. —Había una cierta tensión en su voz, como si la pena o la ira acecharan a punto de hacer erupción.
—Tony, no puedes hacer nada al respecto.
—Sigo teniendo la sensación de que debería…
—Tonterías. Es él quien debería olvidarse de esa estúpida idea suya. Si tomaras parte en la Cacería, sólo conseguirías hacer que las cosas se pusieran peor de lo que ya están.
—Bueno, ahora no se le puede interrumpir, y aún le quedan una o dos horas…
Marjorie se instaló ante el dígame y dejó que el haz de identificación pasara velozmente sobre sus ojos. El inicio del mensaje apareció en la pantalla: PRIVADO. SOLO PARA EL DESTINATARIO.
—Tony, date la vuelta.
—¡Madre!
—Date la vuelta. Quizá vaya a decirme algo embarazoso o demasiado personal, y no quiero que lo veas —dijo, y mientras pronunciaba esas palabras se preguntó por qué pensaba que Sylvan podía querer decirle algo tan personal.
Apretó la tecla adecuada, y pudo leer el resto del mensaje en la pantalla. POR FAVOR AYÚDEME. NECESITO TRANSPORTE A CIUDAD COMÚN PARA MI MADRE, YO Y OTRAS DOS MUJERES, ¿PUEDE VENIR DISCRETAMENTE CON SU AEROCOCHE A LA ALDEA DE LOS BON DAMFELS? SEÑAL PRIVADA.
—Date la vuelta, Tony. Puedes leerlo.
El chico leyó el mensaje, la miró y volvió a leerlo.
—¿Qué está pasando?
—Está claro que Sylvan necesita sacar a Rowena de Klive, pero no puede hacerlo sin ayuda. Tiene que hacerlo en secreto, lo cual parece indicar que hay alguien que no debe enterarse…, probablemente Stavenger.
—¿Crees que Stavenger bon Damfels descubrió que Rowena vino aquí para averiguar qué le había pasado a Janetta?
—Es posible. O quizá Rowena haya tenido una pelea con Stavenger y esté asustada. Tanto da, puedes inventarte la historia que quieras: tus hipótesis tienen tantas probabilidades de ser ciertas como las mías.
—Ya sé arreglármelas con el aerocoche.
—Persun Pollut también. Necesito que te quedes aquí para que le expliques a tu padre adonde he ido si se le ocurre preguntarlo, lo que no es probable. —El chico percibió claramente la amargura que había en su voz.
Se ruborizó, queriendo ayudarla pero no sabiendo cómo.
—¿Por qué no dejas que vaya yo? También podrías mandar a Persun solo.
—Tengo que hablar con Sylvan. Hoy he visto algo que… —Le describió la caverna y sus ocupantes en un murmullo rápido y nervioso, mientras Tony la miraba fijamente sin hacerle preguntas—. ¡Una metamorfosis, Tony! Como la mariposa que sale de la oruga… Los huevos deben ser huevos de hippae: los mirones salen de ellos. No lo he visto, pero es la única teoría lógica. Los mirones se convierten en sabuesos y los sabuesos en hippae. Una metamorfosis en tres etapas… Creo que ni los nativos de Hierba lo saben —concluyó—. Nadie nos ha hablado de que los mirones se conviertan en sabuesos y los sabuesos en monturas…, ni tan siquiera Persun.
—¿Cómo han podido vivir aquí durante generaciones sin llegar a saberlo?
Marjorie abrió la boca para contarle la verdad, para decirle: «Porque los hippae matan a cualquiera que intente espiarles». Sabía que era cierto, que sólo la suerte la había permitido escapar con vida. O quizás hubiera otra razón, pensó, recordando cómo había actuado «Don Quijote», igual que si algo o alguien le estuviera guiando… No quería confesar que se había portado como una loca temeraria.
—Los tabúes impiden que lleguen a enterarse, Tony. Tienen tabúes que les prohíben conducir vehículos por entre la hierba y, suponiendo que quieran explorar, no tienen monturas dóciles como los caballos, con lo que no les queda más remedio que ir a pie. Y puede que también haya un tabú que se lo prohíba. Algo muy escondido, un factor psicológico… No es sólo cosa de costumbres. Quizás ellos lo crean, pero es algo más que eso. Tal vez crean que son libres de hacer lo que quieran, pero no es así.
—Quieres decir que han decidido conservar la hierba pero que en realidad…
—En realidad no tenían otra elección. Sí, eso quiero decir. Creo que los hippae han estado dirigiéndoles desde…, sólo Dios sabe desde cuándo. Tengo la corazonada de que quien se interna entre la hierba para explorar acaba muerto. Cuando estuve ahí fuera hoy, sentí algo que… «Don Quijote» también lo sintió. Estaba terriblemente asustado, y se movía como si creyera estar pisando cáscaras de huevo. Además, Asmir nos dio toda una lista de desapariciones.
—¡Y fuiste allí sola! —Tony agitó la cabeza—. Madre, maldita sea… ¿En qué estabas pensando? —Y un instante después, al ver su expresión avergonzada, añadió—: ¡Madre, por el amor de Dios!
—Tony, cometí un error. No debes decirle nada a tu padre: no le digas que sabes lo de la plaga o que he ido a montar hoy. Dado su estado actual, puede que tenga un ataque y empiece a gritar como un loco, y no creo que pueda aguantarlo. Además, Stella acabaría enterándose.
—Ya lo sé.
—Si quiere saber dónde estoy, dile que he ayudado a llevar a Rowena a la Comunidad. No le hables de Sylvan a menos que no haya más remedio. Rigo parece haberle cogido una extraña manía, y no sé por qué.
Tony se dio cuenta de que su madre realmente no lo sabía, aunque él sí tenía cierta idea de por qué Roderigo Yrarier estaba tan trastornado últimamente. Mientras Marjorie bailaba con Sylvan en la recepción, Tony estaba en el balcón, cerca de su padre, y pudo ver la expresión de su rostro.
Persun Pollut posó el aerocoche de Colina del Ópalo junto a la aldea de los bon Damfels tan silenciosamente como si fuera una hoja cuando ya había anochecido. Sylvan estaba esperándoles, acompañado por Rowena y dos aldeanas. Rowena tenía el rostro vendado y un brazo en cabestrillo. Las dos mujeres casi tuvieron que llevarla a cuestas para hacerla subir a bordo. Marjorie no perdió el tiempo haciendo preguntas o comentarios y le dijo a Persun que despegara inmediatamente y que les llevara a la ciudad lo más deprisa posible. Estaba claro que Rowena bon Damfels necesitaba cuidados médicos.
—Nunca podré agradecérselo bastante, lady Westriding —dijo Sylvan, con un tono de voz extrañamente formal que contrastaba con su desaliñado aspecto—. Usar un aerocoche de la hacienda me habría sido muy difícil. Disculpe mi aspecto. He tenido que echar abajo unas cuantas puertas y no he tenido tiempo de cambiarme.
—¿Su padre la encerró?
—Sí, entre otras barbaridades, aunque supongo que ni tan siquiera debe acordarse de lo que ha hecho. Mi padre lleva la Cacería y todas sus pequeñas rarezas muy dentro de él.
—Sylvan, ¿adonde piensa llevarla?
—No creo que mi padre sospeche que ya no está allí. Si la echa de menos y se acuerda de lo que hizo, probablemente pensará que ha escapado y anda vagando por entre la hierba. Puede que la busque, pero lo dudo. Mientras tanto, estas mujeres tienen parientes en Ciudad Común, y ellos se encargarán de esconderla para que esté a salvo.
—Y sus hermanas, ¿están a salvo?
—Por el momento sí. Dado que las dos tienen amantes, las he instado a quedarse embarazadas lo más pronto posible. Las mujeres embarazadas no tienen que participar en la Cacería. —Hablaba con una voz átona y totalmente desprovista de emoción—. No sé si podré conseguirlo, pero me gustaría llevarlas a Ciudad Común. Claro que ellas no querrán seguir escondidas para siempre, y me temo que esconderse es la única forma de impedir que vuelvan a llevárselas a la hacienda.
—Sylvan, si quieren ir a Colina del Ópalo, serán bienvenidas.
—Eso significaría el final para Colina del Ópalo, Marjorie. —Apoyó una mano sobre su brazo: la preocupación de Marjorie había conseguido que se olvidara durante un momento de sus propios problemas particulares—. El permiso para que vinieran aquí fue una finta, una acción evasiva destinada a impedir que Santidad tomara medidas más serias. Nuestros…, nuestros amos no os quieren aquí. No quieren que haya extranjeros en Hierba.
—Pero la Comunidad y el puerto… ¿Por qué permiten su existencia?
—Porque no pueden llegar hasta la Comunidad o el puerto. Puede que ésa sea la razón de que la ciudad no haya corrido peligro hasta ahora. No lo sé. No sé qué hacer. Todos los bons están… hipnotizados. Algunos de los más jóvenes, como yo, y algunos de los que llevan unos años sin cazar, aún pueden hablar de lo que ocurre; pero, cada vez que empezamos a estar cerca del… —Se atragantó y tuvo que esperar unos segundos hasta que fue capaz de seguir hablando—. En Ciudad Común la presión es mucho menor. Cada vez que he estado allí me ha sorprendido comprobar lo claro que lo veía todo. Puedo pensar lo que me dé la gana y no hay nada que me lo impida. Cuando estoy allí puedo hablar de lo que quiera.
—¿Va a quedarse en la ciudad?
—No puedo. Si lo hiciera, mi padre podría sospechar que mamá está escondida allí y quizá viniera a buscarla. Quizás acabara creando un enfrentamiento entre las haciendas y la ciudad, y eso sólo podría significar…, bueno, pérdida de vidas. Una tragedia. —Se quedó callado, con los ojos clavados en el vendaje que cubría el rostro de su madre—. ¿Qué razón les ha impulsado a venir aquí?
—Creía que Santidad les había hablado de la…, la enfermedad.
—Sí, esa plaga de ustedes —dijo él con impaciencia—. Ya lo sabemos. —La expresión de su rostro indicaba que no le parecía demasiado importante. Marjorie le miró, preguntándose qué le habrían dicho y qué le habrían permitido creer.
—No es «nuestra» plaga, Sylvan, igual que tampoco es la de ustedes. Es una plaga que ataca a toda la humanidad. Si continúa así durante unas décadas más, la raza humana desaparecerá.
Sylvan la miró, incapaz de creer en lo que estaba contándole.
—Exagera.
Marjorie meneó la cabeza.
—No. Una generación más, Sylvan, y puede que en el universo no queden más seres humanos que los habitantes de Hierba. Seremos como los arbai…, una raza extinguida.
—Pero nosotros no…, no hemos tenido noticias de que…
—Parece que aquí no hay plaga. O quizás haya algo capaz de impedir que se desarrolle. Se negaron a recibir ningún grupo de científicos o investigadores, pero dijeron que aceptarían una embajada. Esos idiotas de Santidad pensaban que nos aceptarían gracias a los caballos, y ésa fue la razón de que Rigo y yo viniéramos aquí: para descubrir todo cuanto pudiéramos y para convencerles de que nos ayudaran, si era posible…
—Es imposible. Tendría que haberlo comprendido antes. Ésa es la razón de que los Jefes de la Cacería escogieran tan cuidadosamente a los que asistieron a la recepción. Entre ellos no había nadie a quien se pudiera convencer. Todos eran viejos jinetes…, salvo yo. Y si me dejaron asistir fue porque no saben lo que pienso.
—Estamos sobrevolando el bosque pantanoso —dijo Persun—. ¿Dónde quieren que aterrice?
Marjorie miró a Sylvan y Sylvan miró a las dos mujeres, quienes conferenciaron en voz baja y acabaron diciendo que lo mejor sería posarse en el puerto.
Sylvan también pensó que sería lo mejor.
—El hospital está junto al Hotel del Puerto. Además, a esta hora de la noche es menos probable que nos vean llegar.
Se posaron en silencio, dejaron bajar a las mujeres y volvieron a despegar con rumbo a Klive.
Cuando se aproximaban a la hacienda, Marjorie se inclinó hacia delante para poner su mano sobre el brazo de Sylvan.
—Sylvan, tengo que decirle algo antes de que se vaya. He venido para hablarle de ello.
Le narró toda la historia de lo que había descubierto ese día, y le vio removerse, incómodo, y pasarse el dedo por el cuello. Se preguntó si le permitirían creer su historia, o si ya le habrían adoctrinado convenientemente con todo un juego de creencias opuestas.
—De mirón a sabueso —jadeó por fin Sylvan—, de sabueso a montura… Interesante. Eso podría explicar por qué odian tanto a los zorren. Los zorren se comen a los mirones.
—¿Cómo lo sabe?
—Cuando era un niño rebelde descubrí que podía alejarme de los hippae dejando la mente en blanco. Es un pequeño talento particular mío, o lo era entonces, un talento que nadie más parece poseer. Solía pasarme horas enteras entre la hierba. No me alejaba demasiado, compréndalo, sólo hasta sitios donde nadie más se atrevía a ir… Si estaba cerca de un bosquecillo, buscaba un árbol y trepaba hasta la copa para espiar todo lo que me rodeaba. He visto cómo los zorren se comían a los mirones. Los mirones resultan fáciles de atrapar. No son más que una gran tripa con algo de carne alrededor y unas patas rudimentarias a los lados. Me gustaría ver el proceso del cambio.
—Si puede visitar Colina del Ópalo antes de que termine el lapso, le enseñaré dónde está la caverna.
—Ir hasta Colina del Ópalo no sería nada, Marjorie —dijo él, atragantándose a cada palabra—. Lo peor sería adentrarse en la hierba. Eso sería mucho peor… Ya no soy un niño. Ahora no sé hacerlo tan bien como antes. Si hubiera algún hippae en un radio de unos cuantos kilómetros a la redonda…, bueno, no estoy seguro de que me dejaría volver.
El aerocoche volvió a bajar. Sylvan le cogió la mano y se la apretó: después le dio las gracias a Persun Pollut y desapareció en la oscuridad.
El aerocoche regresó a Colina del Ópalo y aterrizó en el patio de gravilla, donde Marjorie le deseó buenas noches a Persun y fue hacia la puerta lateral más cercana a sus aposentos. Al acercarse oyó una vez más el lejano atronar perdido entre la hierba, un sonido todavía más ominoso porque no tenía causa ni había razón a la que atribuirlo. Amenazaba sin dejar ninguna posibilidad de réplica.
De repente oyó la voz de Rigo a su espalda, y se sobresaltó hasta el extremo de lanzar un leve grito que en seguida se interrumpió.
—¿Puedo preguntarte dónde has estado?
—Rigo, fui con Persun Pollut a Ciudad Común acompañando a Rowena bon Damfels para que pudieran prestarle asistencia médica. Su hijo y dos sirvientas iban con ella. Le dejamos a él de vuelta en la aldea de los bon Damfels y después vine directamente a casa.
Rigo clavó su mirada en aquellos grandes ojos llenos de inocencia donde no se veía ni la más mínima intención de engañarle y trató de burlarse de ella: quería soltarle alguna replica cortante, pero no fue capaz de hacerlo.
—¿Rowena?
—Stavenger le había dado una paliza…, y me temo que bastante grave.
—¿Por qué razón? —preguntó él, asombrado. Para la filosofía personal de Rigo, pegarle a una mujer equivalía a quedar deshonrado para siempre.
—Por venir aquí para averiguar qué le había ocurrido a Janetta —dijo ella—, Rowena y Sylvan vinieron aquí para hacer algunas preguntas. Tenían la esperanza de que…, bueno, de que Dimity pudiera aparecer viva en algún sitio u otro. Dimity es la hija menor de Rowena, la hermana de Sylvan… La chica que desapareció. Por eso vinieron aquí.
—No vi a Rowena —dijo él, y su énfasis le recordó que sí había visto a Sylvan.
—Rowena se echó a llorar poco después de que hubieran llegado. Salió de la habitación durante un rato. Tony la llevó a mi cuarto.
—Dejándote a solas con su hijo. ¿Y de qué hablasteis? —Sintió aquella misma ira de siempre acechando bajo la capa superficial de calma. ¿De qué habían hablado Sylvan y Marjorie? ¿Qué había compartido con él, qué era lo que no estaba dispuesta a compartir con su esposo?
Marjorie suspiró y se frotó los ojos, lo cual hizo que le dolieran todavía más de lo que ya le dolían.
—Intenté decírtelo antes, Rigo. Quise hablarte de los hippae, pero no me hiciste caso. No quisiste escucharme.
Rigo la contempló en silencio durante un segundo que pareció interminable, intentando no decir aquello que, finalmente, no pudo evitar decirle.
—No. No quiero oír ninguno de los cuentos de hadas sobre los hippae que te ha contado Sylvan.
Marjorie tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva, e intentó impedir que su rostro expresara la frustración que sentía.
—¿Te interesa oír lo que el hermano Mainoa de los Hermanos Verdes pueda contarte sobre el mismo tema?
Rigo sintió unos deseos inmensos de hacerle daño, el daño suficiente para obligarla a llorar. Casi nunca la había visto llorar.
—¿El hermano Mainoa? —se burló—. ¿Cómo, es que también tienes algún asunto con él?
Marjorie le miró sin creer en lo que había oído, viendo lo rojo que estaba y que sus ojos llameaban igual que los de Stella. Estaba diciendo la clase de cosas que le gustaba decir a Stella: quería hacerle daño, y no le importaba que no fuesen ciertas.
Antes de oírle hablar Marjorie casi estaba dispuesta a llorar, aunque sólo fuera de puro cansancio, pero sus palabras disiparon ese deseo. Una roja muralla de llamas se alzó a su alrededor, envolviéndola en su chisporroteo y su calor. Era una sensación que le resultaba muy poco familiar, una ira tan intensa que no contenía ni un solo átomo de culpa. Las palabras brotaron de sus labios igual que proyectiles disparados sin ninguna intervención de su mente, sin que necesitara pensar en lo que hacía.
—El hermano Mainoa tiene la edad de mi padre —dijo con una voz fría y límpida que apenas si podía oír por encima del rugido de las llamas que llenaban su cabeza—. Es un anciano y le cuesta caminar. Lleva muchos años aquí. Quizá tenga alguna pista valiosa, algo que pueda ayudarnos a cumplir esa misión para la cual se nos ha enviado aquí. Pero no te preocupes por el hermano Mainoa…
»Puede que cuando hayas ido a la Cacería y hayas demostrado tu virilidad, como necesitas hacer continuamente, y suponiendo que vuelvas…, bueno, entonces quizá podamos hablar de aquello por lo que hemos venido hasta aquí.
Rigo intentó interrumpirla pero Marjorie alzó la mano, impidiéndole hablar, y su rostro parecía haberse convertido en una máscara de hielo.
—Mientras tanto, puedes tener la seguridad de que nunca he tenido un «asunto» con nadie. Hasta ahora, Rigo, siempre he dejado que fueses tú quien se encargara de romper los votos.
Jamás la había oído hablar de esa forma. Jamás había sabido que fuera capaz de hacerlo. Lo único que deseaba era acabar con ese eterno control de sí misma que demostraba, creyendo que se interponía entre ellos igual que si fuese una barrera. Había querido que esa creciente frialdad fuera consumida por la ira para que Marjorie viniese a él, como siempre, disculpándose y pidiendo que la perdonara…
Y, en vez de eso, había provocado una ira tan grande que no podía calmarla ni ponerse a su altura. Marjorie se dio la vuelta y se marchó: Rigo la vio alejarse, con la impresión de que le dejaba para siempre.
Aquella noche del lapso había otros sitios donde la situación era tan tensa como en Colina del Ópalo y en Klive. Lejos de cualquiera de esos dos lugares, en la cocina de Stane, la hacienda de los bon Maukerden, una puerta se abrió a la noche para dejar pasar un chorro de luz que se derramó por el patio, proyectando una afilada cuña de claridad que la Obermum Geraldria atravesó para crear un muñón de sombra. Era una mujer robusta, con la cabellera desparramada sobre unos hombros que temblaban a causa de los sollozos que intentaba sofocar con una toalla. Pasado un rato, alzó sus enrojecidos ojos para mirar hacia la noche, incapaz de ver nada por culpa de la oscuridad y las lágrimas que fluían de ellos para gotear por sus fuertes mandíbulas sin que Geraldria les hiciera ni el más mínimo caso. Al otro extremo del patio había una verja que daba al sendero por el que se llegaba a la aldea de los Maukerden. Geraldria fue hacia la verja, la abrió, e hizo una seña con la mano hacia la abierta puerta.
Dos siluetas salieron por ella, caminando tan despacio que no parecían tener muchas ganas de hacerlo. Una era la doncella de Geraldria, Clima, y la otra era la Chica Ganso, Janetta bon Maukerden, balanceándose bajo una gruesa capa como si estuviera siguiendo los compases de una música que sólo ella podía oír, con su rostro plácido y tranquilo bajo la luz amarilla. Clima lloraba y Geraldria lloraba también, pero la Chica Ganso no daba señal alguna de percibir su dolor o de que éste le importase algo.
La Obermum mantuvo la verja abierta, y Clima fue hacia ella.
—Ve a la aldea, Clima, y llévala a Ciudad Común tan pronto como puedas. Quiero que veas a la doctora Bergrem y que te enteres de si es capaz de ayudarla. Tendría que haberla dejado ir antes. Pensaba que podría aprender a reconocernos. —Geraldria volvió a cubrirse el rostro con la toalla empapada en llanto para ahogar aquellos sonidos que parecía incapaz de evitar. Cuando el espasmo hubo pasado hurgó en su bolsillo y cogió la carta de crédito que había guardado allí hacía un rato—. Esto te permitirá obtener cuanto necesites. Si necesitas más, házmelo saber. Dile a la doctora Bergrem…, dile a la doctora que la saque de Hierba, si cree que eso puede ayudarla.
Clima se guardó la carta de crédito.
—Tal vez pudiera venir aquí, señora. Quizás estén dispuestos a venir… —Cogió a la Chica Ganso por el brazo para impedirle que se alejara de ellos, la llevó hasta la verja y empezó a tirar de ella por el sendero.
—La doctora dijo que necesitaba sus máquinas, esos aparatos que tiene en el hospital. Además, el Obermun no quiere verla aquí. Nunca lo consentiría.
—No es culpa suya… —Palabras ahogadas por el llanto.
—Dimoth dice que sí lo es —exclamó Geraldria—. Dice que todo fue culpa de Janetta. Dice que de lo contrario no habría pasado nada. Y Vince está de acuerdo con él.
—¡No es cierto! —dijo Clima, indignada—. Mi Janetta no hizo nada malo…
—Shhh. Llévatela. —La oscuridad cayó sobre el sendero cuando cerró la verja y Geraldria se puso de puntillas para mirar por encima—. Llévatela de aquí, Clima. No puedo seguir soportándolo por más tiempo. No con el Obermun diciendo las cosas que dice… —Echó a correr hacia la casa y cerró la puerta a su espalda.
Clima cogió a la chica de la mano y la hizo avanzar por el sendero: la luz de su linterna creaba un charco que las precedía por ese camino que Clima conocía tan bien como las habitaciones de su propia casa. Había recorrido la distancia suficiente para que la hierba le ocultara la casa cuando alguien surgió de la oscuridad a su espalda, le pasó un saco por la cabeza y se lo bajó por el cuerpo, haciéndola caer al suelo y dejándola allí para debatirse, indefensa, mientras sus manos buscaban la cuerda que su asaltante había anudado alrededor de sus tobillos. El ataque la había pillado tan de sorpresa que ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Logró erguirse y luchó con la cuerda, tirando frenéticamente del nudo con los dedos. Oyó el sonido de un aerocoche despegar de entre la hierba a un lado del sendero, allí donde se suponía que no debía haber ningún vehículo. Logró soltar el nudo y se quitó el saco, e hizo girar su linterna para que sus brillantes rayos iluminaran lo que la rodeaba.
Gritó, se metió por entre la hierba e incluso hizo venir varios hombres de la aldea para que la ayudaran a buscar, pero la chica había desaparecido.
El lapso terminó tan de repente como había llegado. La Cacería ya podía empezar de nuevo. Rigo pasaba todas sus horas de vigilia montando en el simulacro. Stella, aunque nadie lo sabía, seguía pasando en él cada hora que los demás invertían en dormir. Soberbiamente adiestrados por su experiencia anterior con los caballos, tanto Rigo como Stella necesitaron menos tiempo del que los bons podían imaginarse. Una mañana, Rigo anunció que tomaría parte en la Cacería que los bon Damfels iban a celebrar en su hacienda dentro de dos días.
—Espero veros a todos allí —les dijo, muy serio—. Tú, Marjorie, Tony y Stella.
Marjorie no replicó. Tony asintió con la cabeza. Sólo Stella abrió la boca.
—Claro que sí, papá —dij o, muy excitada—. No nos lo perderíamos por nada.
—He pedido un globo-coche para que podáis seguir la Cacería.
—Muy considerado por tu parte —dijo Marjorie—. Estoy segura de que todos disfrutaremos mucho.
Stella le lanzó una mirada de soslayo, algo preocupada por el tono de voz de su madre. Las palabras, la forma de pronunciarlas…, no había nada que se saliera de lo corriente y, sin embargo, aquella voz ocultaba una gélida despreocupación. Se estremeció y miró hacia otro lado, decidiendo que no era el momento de hacer enfadar a su madre hablándole de la Cacería. Además, tenía muchas cosas de que ocuparse. Stella estaba decidida a montar con su padre, pero obtener el atuendo adecuado no había sido fácil. Había falsificado órdenes usando el nombre de Héctor Paine y las envió a la Comunidad, interceptando los suministros en cuanto llegaron. Ahora tenía cuanto necesitaba: los pantalones acolchados y las botas especiales de extremo muy puntiagudo que podían encajarse entre las costillas de la bestia. En cuanto a los guantes, el sombrero, la corbata y la chaqueta, podía utilizar los que ya tenía. Todo estaba dispuesto para ser escondido en el aerocoche y transportado a la hacienda de los bon Damfels. Ésta iba a ser una de las últimas Cacerías que se celebraran en Klive. Dentro de pocos días la Cacería se trasladaría a la hacienda de los bon Laupmon.
El lapso había terminado y Marjorie pensó que la caverna de los hippae ya no estaría vigilada. La mañana siguiente se levantó a primera hora mientras el resto de la familia seguía durmiendo, cogió la grabadora utilizada en su viaje anterior y cabalgó sobre «Don Quijote» siguiendo los mismos desvíos que habían tomado la otra vez. Encontró el risco, la hondonada y la caverna. No había ningún olor salvo el de la hierba. Todo estaba en silencio. Quizás aquel atronar fuera fruto del frenesí con que se apareaban, si es que los hippae se apareaban, o tal vez no fuera más que un mero frenesí reproductivo como el ciego agitarse de un pez.
En la hondonada no quedaba nada salvo unos pedazos de cáscara seca y quebradiza. Los huevos ya se habían abierto. La caverna estaba vacía, dejando aparte los montones de bolas pulverulentas que había junto a la entrada. Marjorie los examinó y se dio cuenta de que eran murciélagos muertos, esos mismos animales alados que había visto antes en la caverna, los que el hippae vencedor le había arrojado a su derrotado enemigo. Pasó sobre los cadáveres marchitos para entrar en la caverna, observando que se parecía mucho a la de Colina del Ópalo. Las dos tenían los mismos pilares hechos con rocas, las mismas aberturas y el mismo manantial a un lado.
Pero había una diferencia bastante notable. En el suelo de esta caverna había un dibujo, un dibujo hecho por los cascos de las monturas, una pauta de líneas y curvas entrelazadas tan compleja como las que recordaba haber visto de niña talladas en los monumentos prehistóricos celtas. Movida por un impulso inexplicable, Marjorie puso en marcha la grabadora y recorrió el dibujo de principio a fin, sin olvidar ni una sola filigrana, viendo cómo iba emergiendo en la pantallita hasta quedar completo. Preguntarle a Rigo cuál creía que era su significado no serviría de nada. Pero quizá pudiera preguntárselo al hermano Mainoa cuando volviera a verle. Una vez lo hubo examinado todo y tuvo registrado el dibujo volvió a Colina del Ópalo sin ninguna clase de incidentes, sintiendo —o eso se dijo a sí misma—, la satisfacción propia de un virus que ha obrado bien.
El día de la primera Cacería de Rigo acabó llegando inevitablemente, y Marjorie se preparó para asistir a ella. Se puso uno de sus trajes de Hierba, un vestido amplio de muchas capas en donde cada falda era un poco más corta que la de abajo, revelando las sedas de todas las faldas que la seguían: la capa final estaba hecha de un brocado muy rígido que terminaba en las rodillas y los codos, con lo que dejaba al descubierto toda la extravagancia de mangas y dobladillos de las capas inferiores. Era parecido a los vestidos que había visto llevar a las mujeres embarazadas o a las matronas que ya no montaban. Dejó que su cabello cayese en una masa sedosa sobre su espalda, en vez de recogérselo en su acostumbrada corona dorada encima de la cabeza. Tomó asiento ante su tocador y utilizó mucho más maquillaje del que solía emplear, especialmente alrededor de los ojos. No intentó explicarse a sí misma por qué hacía todo aquello, pero, cuando recorrió el pasillo que llevaba hasta el patio de gravilla donde la esperaba Rigo, parecía una mujer que va a reunirse con su amante…, o a conocer otras mujeres que quizá puedan preguntarse si su marido la ama. Rigo la vio y se estremeció. No parecía Marjorie. Era una desconocida. Se mordió el labio y se agitó nerviosamente, moviendo primero un pie y después otro, desgarrado entre el deseo de correr hacia ella y la decisión de fingir que no se había dado cuenta de su nuevo aspecto.
Persun vino a buscarles en el aerocoche. Tony salió corriendo de la casa dándole los últimos toques a su atuendo, y Stella apareció con un traje similar al de su madre, aunque no tan complicado. Había visto lo que Marjorie planeaba llevar y se vistió para hacer juego con ella. Las capas de tela estaban casi sueltas y podrían quitarse consuma facilidad. Ir vestida con algo que pudiera quitarse rápidamente le iría muy bien. No tendría mucho tiempo para cambiarse de ropa.
Apenas si hablaron durante el trayecto, lo que quizá fue lo mejor para todos. Marjorie estaba sentada junto a Persun, que conducía el aerocoche, y los dos se dedicaron a practicar una de las rígidas conversaciones de etiqueta en el idioma de Hierba. «¿Dónde está el Jefe de la Cacería?». «El Jefe de la Cacería cabalga por el sendero». «¿Han matado un zorro?». «Sí, hoy los cazadores han logrado matar un zorro».
—Parecéis dos sapos tragando agua —dijo Stella, dejando escapar un bufido—. ¿Cómo es posible que a alguien se le ocurriera inventar un lenguaje tan horrible?
Marjorie no le respondió. Su mente estaba muy lejos de allí y ni tan siquiera la había oído. Estaba rodeada por una capa de niebla que sólo podía atravesar haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Se había distanciado de ellos.
—¿Qué va a servir la Obermum para el almuerzo? —preguntó con el mismo tono de voz que una colegiala.
—La Obermum va a servir ganso asado —oyó como contestación.
El ganso de otro, pensó Persun, viendo las expresiones de sus rostros. Oh, sí, vamos a servir el ganso de otro.
En Klive, Emeraude y Amethyste jugaban a las anfitrionas con rostro inexpresivo y sin levantar la voz: iban vestidas casi igual que Marjorie.
—La Obermum lamenta no poder darles la bienvenida. La Obermum les transmite sus saludos. ¿Quieren pasar a la sala?
Marjorie y Tony fueron en una dirección mientras que Rigo y Stella iban en otra. Marjorie tardó un poco en echar de menos a Stella. Se encontró bebiendo un líquido cálido y aromático y sonriéndole a un bon y a otro mientras todo el mundo se movía continuamente para echarle un vistazo a la primera superficie. Los jinetes estaban empezando a congregarse en ella, con sus rostros vacuos e inexpresivos contorsionados en esa mueca tan especial que Marjorie ya había aprendido a esperar de los cazadores. Sylvan entró en la sala: no llevaba atuendo de cazador.
—¿No va a cazar, señor? —le preguntó Tony, usando su tono de voz más inocente, muy ocupado sumando dos y dos y sin estar demasiado seguro de qué significaba la cantidad obtenida.
—Tengo un poco de indigestión —respondió Sylvan—. Hoy Shevlok y mi padre tendrán que cargar solos con el peso de la Cacería.
—Sus hermanas tampoco van a participar —murmuró Marjorie.
—Le han dicho a mi padre que están embarazadas —murmuró él a su vez—. Creo que en el caso de Emeraude quizá sea cierto. Ya se sabe que las mujeres de su edad no pueden cazar tan a menudo como los hombres, y mi padre lo comprende.
—¿Ha…?
—No. No, no parece echar de menos…, no parece echar de menos a la Obermum. No parece saber que se haya marchado.
—¿Ha tenido noticias de ella?
—Está recuperándose. —Se dio la vuelta y contempló la hierba terciopelo visible a través de la arcada—. Por todos los sabuesos… —dijo, asombrado—. Marjorie, estoy viendo a Rigo, ¿no?
—Sí, es Rigo. Cree que debe participar en la Cacería —dijo ella.
—¡Se lo advertí! —Su voz se había convertido en un áspero susurro—. Dios, le advertí…
Marjorie asintió, luchando por no perder la calma: quería seguir mostrándose fría y distante.
—Rigo nunca hace caso de las advertencias. Que yo sepa, nunca hace caso de nada… —Cogió una humeante taza de té de la bandeja que le ofrecía uno de los sirvientes e intentó cambiar de tema—. ¿Ha visto a Stella?
Sylvan recorrió la sala con los ojos y acabó meneando la cabeza. Había mucha gente. Dejó sola a Marjorie y se fue a examinar los rincones.
—Si estás buscando a la chica, ha vuelto al aerocoche —le susurró Emeraude.
Sylvan le transmitió esta información a Marjorie, quien supuso que Stella habría olvidado algo y había ido a buscarlo. Oyó sonar la campana. Las sirvientas de faldas abombadas volvieron a la casa. La puerta de los sabuesos se abrió lentamente y los sabuesos salieron por ella, de dos en dos, contemplando a los jinetes con sus ojos rojizos.
Marjorie tragó una honda bocanada de aire. Rigo estaba a la izquierda del grupo. Cuando los jinetes se dieron la vuelta para seguir a los sabuesos por la Puerta de la Cacería, quedó en último lugar.
Pero no por mucho tiempo, ya que entonces apareció otra silueta: dobló corriendo la esquina de la casa y entró en la primera superficie, ladeando la cabeza y ocultando su rostro a los observadores. Siguió a Rigo por la Puerta de la Cacería, ocupando el último lugar del cortejo.
Una chica, pensó Marjorie, preguntándose qué estaría haciendo Stella y porqué no había vuelto.
Una chica.
Algo en su forma de caminar, en su porte. Y aquella tela, el corte de la capa…, le eran familiares.
No. Oh, no, no podía ser.
—¿No era su hija? —preguntó Emeraude, volviéndose hacia Marjorie para lanzarle una mirada llena de preocupación—. Era su hija, ¿verdad?
Oyeron el trueno de las patas que se alejaban galopando al otro lado de la puerta.
Cuando Sylvan logró llegar a la puerta ya no quedaba nadie. Todos los cazadores habían montado y se habían marchado.
Stella había dado por sentado que Sylvan estaría entre los cazadores. Pese a lo que le habían dicho de la Cacería y a lo que ella misma había visto, también había dado por sentado que encontraría una manera de acercarse a su montura. Todas esas ideas preconcebidas quedaron olvidadas en cuanto subió a la grupa de la montura que vino hacia ella. Antes de llegar a la hacienda de los bon Damfels se preocupó pensando que quizá no hubiera ninguna montura disponible esperándola. Sin embargo, todo lo que le habían dicho durante su observación de la Cacería indicaba que el número de monturas siempre era exactamente igual al de cazadores congregados. Si alguien tomaba la decisión de no montar en el último minuto, ante la puerta habría una montura menos. Dado que tenía planeado llegar al jardín en el último segundo, después de que los sabuesos hubieran salido de la puerta, nadie tendría tiempo para interceptarla. Fue hacia la puerta cuando su padre ya estaba montando, y entonces sintió cómo una montura aparecía ante ella y extendía su inmensa pata. Realizó los movimientos que había ensayado tantas veces sobre la máquina y que habían acabado convirtiéndose en gestos automáticos.
Hasta ese momento todo había ocurrido demasiado deprisa para que tuviera tiempo de pensar o cambiar de opinión. Y, de repente, las espinas estaban allí, a unos centímetros de su pecho, relucientes como navajas. Las miró, medio hipnotizada, empezó a sentir las primeras punzadas del miedo, y la montura giró la cabeza y tensó los labios en una especie de sonrisa, una sonrisa que parecía lo bastante humana como para que Stella comprendiera que encerraba algo parecido al regocijo y algo parecido al desprecio, así como otra emoción distinta: su montura parecía querer darle ánimos. El animal salió disparado en pos de los demás, y Stella jadeó, concentrando toda su atención en la tarea de mantenerse alejada de aquellas espinas óseas.
Recorrieron una cierta distancia antes de que a Stella se le ocurriera mirar a su alrededor en busca de Sylvan. Desde atrás, todos los jinetes parecían iguales. No tenía forma de saber si estaba allí o no. El jinete situado delante suyo era su padre. Reconoció su chaqueta, distinta a las de los demás cazadores.
Pasó un rato antes de que se le ocurriera mirar a su alrededor en busca de Sylvan. Todos los jinetes parecían iguales. Salvo su padre. Su chaqueta era distinta a las que llevaban los demás.
Pasado un tiempo miró a su alrededor buscando a Sylvan. Su padre cabalgaba delante de ella…
Su padre estaba cabalgando delante de ella…, cabalgando…
Un día espléndido para la Cacería. Aunque el verano ya había terminado, los pastos seguían verdes gracias a las últimas lluvias. Los granjeros habían derribado algunas de las alambradas más molestas, y las que permanecían en pie eran claramente visibles. Delante de los cazadores, cruzando la extensión plata y gris de un campo de cebada, podía ver a los sabuesos corriendo a toda velocidad: unos instantes después la jauría se esfumó por la ladera de su izquierda. La suave brisa traía consigo los ladridos y el clamor de los perros y el sonido del cuerno del Cazador. Siluetas oscuras se recortaban contra la cima de la colina: seguidores, protegiéndose los ojos del sol con las manos. Uno de ellos agitó su sombrero y señaló hacia la dirección en que se había esfumado el zorro. Stella tiró de las riendas de su caballo desviándolo hacia la izquierda, haciéndolo bajar por una pendiente y llevándolo de nuevo hacia lo alto de la colina por el camino más corto. Una vez en la cima pudo ver al zorro correr por la pradera que tenía debajo, con la nariz pegada al suelo y su frondosa cola extendiéndose detrás de él en línea recta al pasar por debajo de una valla, saltar por encima de un gran tronco y desaparecer en el bosquecillo de Fuller. Hizo que su montura saltase la valla que les separaba del bosquecillo: el animal rebasó limpiamente la madera y se unió a los cazadores que ya habían llegado hasta allí. El retumbar de los cascos le indicó que se acercaban más cazadores. El Jefe de la Cacería les hizo una seña para que rodearan el bosquecillo, y Stella hizo girar su montura, colocándose cerca de una zanja por la que el zorro podía intentar la huida.
Oía el ruido de los sabuesos en el bosquecillo. El Cazador estaba ahí dentro con ellos; su voz se hizo claramente audible, llamando a cada sabueso por su nombre, instándoles a seguir avanzando.
—«Saltador», sal de ahí. «Pintas», venga, chica, venga…
Y entonces oyó un grito y todos partieron al galope, acompañados por el cuerno y el ladrido de los sabuesos…
Sylvan.
Se suponía que alguien tenía que acompañarles en la Cacería. ¿Un invitado? Alguien que no era miembro de esta Cacería.
Sylvan. Aquí estaba. Junto a ella, dándose la vuelta sobre la silla de montar para lanzarle una mirada de adoración. Stella sintió cómo su rostro se inflamaba y se irguió orgullosamente sobre su montura.
Algunos jinetes se habían quedado rezagados. Llevaban toda la mañana cazando y ya era mediodía: los cálidos rayos del sol caían con fuerza sobre su sombrero. El zorro se había refugiado en el bosque de Brent, y el Cazador y los batidores iban y venían por entre los árboles. Y el Jefe de la Cacería también estaba con ellos, lo cual era bastante extraño. Stella le vio erguirse sobre su caballo como si fuera un acróbata de circo, arrojando cosas hacia lo alto…
Y entonces…, una oleada de sensaciones, un espasmo de puro placer que nació en su ingle y subió como un rayo por todo su cuerpo, un orgasmo que pareció seguir y seguir y seguir eternamente.
Sylvan también lo sintió. Todos lo sintieron. Era visible en cada rostro. Todos los cuerpos temblaron bajo su impacto: las cabezas oscilaron y las mandíbulas se aflojaron.
El Cazador hizo sonar su cuerno indicando que habían cobrado la presa. Sí, ahí estaba, con su máscara de zorro, y los caballos ya empezaban a volver grupas. El sol quedaba a su espalda. Estaban muy lejos de casa. Aunque siguieran el camino más corto, yendo por Magna y usando el camino de gravilla que pasaba junto a la Vieja Granja, el trayecto sena muy largo.
Cuando volvieron estaba terriblemente cansada. Su padre fue hacia ella y le cogió el brazo con excesiva brusquedad. Cruzaron el umbral siguiendo a los demás cazadores.
—En nombre de Dios, ¿qué estabas haciendo ahí? —le preguntó, con los labios casi pegados a su oreja—. ¡Stella, pequeña estúpida!
Stella le miró, boquiabierta.
—Estaba montando —respondió, preguntándose a qué venía eso—. Estaba montando, papá.
Siguió la dirección de los ojos de su padre, que estaba mirando hacia la terraza, y vio a su madre, muy pálida y hermosa, con una copa en la mano. Sylvan estaba de pie junto a ella. Tenía abrazada a Marjorie por la cintura y estaba señalándoles. ¿Cómo podía estar allí, y sin el atuendo de la Cacería, cuando le había visto montar hacía tan sólo unos instantes?
Stella sintió que empezaba a ruborizarse. Sylvan no había participado en la Cacería. Era imposible. Su padre le soltó el brazo y subió por las escaleras. Marjorie se agarraba a la balaustrada con las dos manos, apretando la piedra con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Sylvan tuvo que sostenerla para impedir que cayese al suelo, y chasqueó los dedos para hacer venir a una sirvienta. Y un instante después su padre estaba allí, apartándole de un empujón.
—¡Marjorie!
Su esposa le miró como si fuera incapaz de verle, como si no supiese quién era.
—Stella —dijo, señalando hacia ella—. Su cara…
Rigo se volvió hacia su hija, que seguía inmóvil al pie de las escaleras, pero lo hizo un segundo demasiado tarde y no pudo ver lo que Marjorie había visto, aquella misma expresión vacía que había en el rostro de la Chica Ganso cuando hizo su aparición en la fiesta de Colina del Ópalo.
En cuanto a Stella, tuvo que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio, y su mente confundida vaciló entre la furia y la perplejidad, pues acababa de comprender que Sylvan no había estado allí para verla montar, y que no podía recordar casi nada de lo que había ocurrido durante el día. Recordaba haber visto sabuesos, caballos y un zorro, pero eran caballos y perros reales surgidos de un pasado distante. Recordó aquel chorro de sensaciones que la había colmado y el recuerdo hizo que se ruborizase, pero no sabía por qué había sentido todo aquello. Alzó los ojos hacia el rostro preocupado de Sylvan, hacia la cara enfurecida de su padre y los asustados rasgos de su madre, y aunque sólo fuera por un instante comprendió que a su alrededor estaban pasando cosas horribles, cosas terriblemente importantes, y que hasta ahora no les había prestado ni la más mínima atención.