Cuando Rillibee y el hermano Mainoa llegaron a las excavaciones, Mainoa le explicó lo que se sabía de los arbai mientras caminaban por los túneles al aire libre que en un tiempo fueron calles. Las fachadas de las casas que flanqueaban las calles estaban cubiertas de preciosas tallas que representaban lianas estilizadas, frutas y figuras humorísticas de los mismos arbai, jugando y divirtiéndose entre las lianas.
—Entonces, esas imágenes no representan su vida en Hierba —observó Rillibee—. En Hierba no hay ningún tipo de liana como ésta.
Mainoa agitó la cabeza.
—No, aquí en la pradera no. Pero hay lianas con hojas y frutos como ésos en el bosque pantanoso: sus tallos cubren los árboles, formando hamacas y puentes para los pájaros. Casi todo lo que hay tallado en esas paredes y puertas puede encontrarse en algún sitio de Hierba. Hay hippae, sabuesos, mirones y zorren. Eso son pájaros fugaces y varias clases de árboles: las tallas han sido realizadas con tal detalle que se puede distinguir perfectamente la especie.
—¿Y dónde están los árboles? —quiso saber el hermano Lourai.
—En el bosque pantanoso, chico, y en bosquecillos esparcidos un poco por todas partes. Te enseñaré uno que se encuentra a un kilómetro escaso de aquí.
—Árboles… —jadeó el hermano Lourai.
—En esas paredes hay miles de imágenes de los arbai haciendo una cosa u otra —siguió diciendo el hermano Mainoa—. En las fachadas de las casas verás tallas de sus diversiones, y en las puertas hay tallas de sus rituales. O eso creemos… Al menos, en las fachadas parecen estar sonriendo y en las puertas no.
—¿Eso es una sonrisa? —preguntó el hermano Lourai, no muy convencido, contemplando la representación de un rostro lleno de dientes.
—Bueno, eso pensamos, dada la clase de colmillos que tenían. Los investigadores examinaron los archivos buscando imágenes de toda clase de animales en situaciones donde se puede suponer que eran felices o estaban satisfechos. Después compararon las expresiones faciales. Los peces gordos dicen que eso son sonrisas. Pero las expresiones talladas en las puertas no lo son: las tallas de las puertas representan a criaturas muy serias haciendo cosas igualmente serias.
El hermano Lourai examinó un panel que seguía intacto. Los rostros tenían un aspecto muy solemne, hasta él podía verlo. La talla representaba una procesión de arbai que, como siempre, estaba rodeada por las estilizadas lianas.
—Pero no hay inscripciones. No hay palabras…
—Creemos que los libros contienen montones de palabras, pero jamás hemos descubierto ninguna talla con algo escrito.
El hermano Lourai suspiró. Habría sido agradable estudiar el lenguaje de los arbai, ver qué pensaban de las cosas y averiguar si coincidía con lo que pensaban los humanos. Oyó un ruido distante que venía del suroeste y alzó la cabeza, mirando hacia las nubes y olisqueando el aire como si quisiera percibir el sonido con su nariz, como hacía Joshua siempre que oía algo en el bosque, un oso, un ciervo…
—Oigo un aerocoche.
—Supongo que serán los de Colina del Ópalo —dijo el hermano Mainoa—. Me pregunto para qué querrán ver este sitio.
Marjorie estaba preguntándose lo mismo que él. Era Rigo quien había querido conocer a los Hermanos Verdes, quien pensaba que quizá pudieran tener alguna información útil… Pero ahora resultaba que Rigo no tenía tiempo para ese tipo de cosas. Últimamente Rigo no tenía tiempo para nada que no fuese montar.
Marjorie se había ofrecido voluntaria para averiguar si los Hermanos Verdes tenían alguna información que pudiera resultarles útil, pero la sugerencia de que si deseaba obtener información debía mantenerse alejada de la Abadía partió del inapreciable Persun Pollut.
—Tienen una especie de comité o departamento —le había dicho—. El Departamento de Doctrina Aceptable, así le llaman… Lo único que les preocupa es lo que la gente crea o deje de creer. Y son los que mandan; aunque le digan lo contrario, no se deje engañar. La verdad no importa. Si han decidido que algo es cuestión de doctrina, ignorarán todas las pruebas que vayan en contra de eso y le mentirán descaradamente. No querrá vérselas con esos tipos, ¿eh? No si tiene algunas preguntas que hacer… No, será mejor que hable con algunos de los más normales. Verá, conozco al hermano Mainoa: de vez en cuando viene al puerto. Es un hombre con los pies en el suelo, igual que nosotros. Si hay algún problema sanitario entre los hermanos, él se lo dirá.
—¿Y cómo puedo conocer al hermano Mainoa sin tener que relacionarme con el… comité? —le preguntó Marjorie.
—Bueno, siempre puede pedir que le dejen visitar las ruinas de los arbai —sugirió Persun—. El hermano Mainoa suele estar allí y hay nueve posibilidades entre diez de que se lo asignen como guía. Más que nada porque los demás no quieren que les molesten con ese tipo de cosas…
—Sí, creo que será lo mejor —admitió Marjorie, y tras haber pensado un momento en ello decidió que era lo más prudente; además, quizá le sirviera de diversión. Hasta el momento, Hierba no les había ofrecido demasiadas ocasiones de divertirse.
Preparó un enorme almuerzo y les preguntó a los chicos si les gustaría ver las ruinas: deseaba divertirse, y también quería un poco de afecto familiar. Tony dijo que sí. Stella dijo que no: estaba cansada, aunque Marjorie no podía imaginar cuál podía ser la razón. Aunque creía ser consciente de cada una de sus emociones, Marjorie no tenía ni idea de que Stella se pasaba las noches cabalgando por las simulaciones que representaban las praderas de Hierba: bajaba sigilosamente las escaleras cada noche para montar en la máquina mientras el resto de la familia estaba dormida, y sólo la llegada del amanecer hacía que se retirara a su dormitorio. Stella no había mentido al decirle que estaba cansada. Sólo la resistencia natural de la juventud la ayudaba a mantener una apariencia de normalidad.
Tony y Marjorie decidieron convertir el viaje en una fiesta. Pero, cuando ya estaban a punto de partir, el padre Sandoval le preguntó si él y el padre James podían ir también, por lo que el aerocoche cubierto de adornos que Tony se encargó de pilotar con una razonable eficiencia (más digna de admiración teniendo en cuenta que sólo había volado en él una docena de veces) acabó contando con cuatro pasajeros. Cuando se acercaban a las ruinas empezó a llover, y las gotas de agua mezcladas con niebla hicieron que todos los colores del paisaje se convirtieran en una masa indistinta de tonos grises. Aterrizaron y fueron recibidos por dos hermanos vestidos de verde, uno viejo y gordo que les contempló con interés y otro joven y flaco con una abundante y rizada cabellera de color castaño y una expresión algo tristona. Cuando el anciano vio al padre Sandoval, parpadeó como si hubiera reconocido…, ¿qué? ¿Un colega? ¿Alguien de su misma edad? ¿Alguien de quien podía esperar cierta simpatía y comprensión? ¿O un antagonista?
—¿Es usted un religioso, señor? —le preguntó el hermano Mainoa. Alzó la mano hacia el cuello blanco del sacerdote, con la palma hacia arriba, como en un gesto de súplica—. ¿Usted y el otro caballero?
El padre Sandoval encorvó sus flacos hombros, ladeó la cabeza y asintió, como si quisiera preguntarle por qué debía importarle eso a un esbirro de Santidad, quizá ligeramente ofendido.
—Somos Viejos Católicos —admitió el padre—. Éste es el padre James, y yo soy el padre Sandoval.
—¡Míralos, hermano Lourai! —exclamó el hermano Mainoa—. Viejos Católicos… Hay gente que puede escoger la vida que desea llevar. No como nosotros. —Le guiñó el ojo al más anciano de los dos sacerdotes, ladeando la cabeza hasta colocarla en la misma postura que él—. El hermano Lourai y yo fuimos entregados, padre… Entregados al celibato, al silencio y el aburrimiento. No tuvimos ni voz ni voto al respecto. Y, cuando no pudimos seguir aguantando aquello a lo que se nos había condenado…, bueno, nos mandaron aquí como castigo.
—Ya había oído ciertos comentarios sobre eso —admitió el padre Sandoval, con cierta simpatía—. Su Excelencia el embajador me contó algo al respecto.
—Le pido que no lo olvide, padre. Acuérdese de eso mientras realizamos la visita… —Inclinó la cabeza, se rió, se dio la vuelta y les hizo una seña para que le siguieran. Había dejado de llover. La hierba terciopelo que les rodeaba estaba cubierta de gotitas que brillaban como joyas. Los pies de Mainoa dejaban huellas oscuras sobre aquella superficie tachonada de gemas.
El padre Sandoval le lanzó una mirada interrogativa a Marjorie, que se encogió de hombros. ¿Cómo podían saber a qué se refería el anciano? La idea de verse obligado a excavar en la ciudad arbai como castigo parecía divertirle, aunque quizás hubieran malinterpretado sus palabras. Sólo el padre Sandoval había tenido ocasión de presentarse, pero quizás eso no importara. Sus guías bien podían saber quiénes eran ella y Tony… En cuanto a ellos, el anciano era Mainoa, no cabía duda, y cuando habló con el otro le llamó hermano Lourai. Con eso bastaría para empezar. Le hizo una seña al sacerdote para que se pusiera en marcha y le siguió, con Tony detrás: su cabeza giraba a un lado y a otro porque estaba intentando verlo todo a la vez.
Las ruina se hallaban en una zona de hierba violeta que se extendía sobre la tierra como si fuera la suave piel de un animal. Por entre la hierba había una serie de zanjas a las que se llegaba mediante unas escaleras hechas con tallos de ebon: los resistentes brotes habían sido clavados en el suelo, y el peso de los pies hacía que los extremos se frotaran unos contra otros emitiendo un leve quejido a cada paso.
—Quitaos los zapatos —parecían decir—. Estáis en terreno consagrado a la muerte. Mostradle respeto.
Fue como si los visitantes hubieran oído esas palabras. Tony estuvo a punto de arrodillarse para quitarse los zapatos: sintió cómo sus rodillas empezaban a doblarse y se incorporó, sobresaltado y algo avergonzado. El padre Sandoval se persignó con una expresión en la que se mezclaban la ira y la suspicacia. El padre James alargó la mano como queriendo buscar un punto de apoyo para no caerse. Marjorie estaba asombrada. ¡Había oído voces!
El hermano Mainoa les miró y se rió.
—¿Han oído eso? Yo también lo he oído, igual que el hermano Lourai. El reverendo hermano Fuasoi nunca lo oye, o dice no oírlo. ¿Está enojado, padre? ¿Cree que alguien le está gastando una broma? Yo mismo corté esos tallos, padre Sandoval: no hay ningún truco. Me interné por la pradera hasta encontrar un macizo de hierba lo bastante espeso, corté los tallos, hice una gavilla con ellos y los coloqué aquí con unas tiras de sujeción para mantenerlos planos. Y cada vez que alguien los pisa oigo voces, y cuando los pisa usted también oye voces, pero hay quienes no oyen nada. Acuérdense de eso, padres, señora y joven señor.
El corto tramo de escaleras llevaba a una calle pavimentada con piedras. ¿Dónde habrían logrado encontrar piedras en estas praderas interminables? Y, sin embargo, no cabía duda de que eso eran: la llovizna de antes hacía que brillaran y, pese a haber estado siglos enterradas, aún seguían siendo lisas, sin ninguna marca. De vez en cuando había aceras y muretes rodeando espacios abiertos situados en el centro de la calle.
—Aquí había árboles —dijo el hermano Mainoa, señalando hacia arriba. Alzaron los ojos y sintieron la sombra de las ramas en movimiento, el leve susurro de las hojas. Marjorie miró a su alrededor, asombrada. No había ningún árbol, sólo la desnudez de las zanjas. Y, sin embargo, había oído los sonidos del follaje, el movimiento de las ramas…
—¿Qué clase de árboles eran? —preguntó.
El hermano joven y flaco se apresuró a responder, repitiéndole lo que le había contado Mainoa.
—Un árbol que sólo se encuentra en el bosque pantanoso, señora. Cuando la ciudad fue descubierta, aún quedaba algo de madera. Estaba petrificada. Examinaron los restos y averiguaron que ese árbol no crece aquí. Piensan que era un árbol frutal.
A cada lado de la angosta calle había fachadas con tallas y puertas de madera: en las puertas también había tallas, y el hermano Mainoa les dijo que representaban escenas de la vida religiosa de los arbai.
—¿Su vida religiosa? —preguntó el padre Sandoval. Estaba demasiado bien educado para burlarse, pero su tono de voz dejó bien claro que lo dudaba.
El hermano Mainoa se encogió de hombros. No cabía duda de que las escenas tenían un aire misterioso, posiblemente místico. ¿Qué estaban haciendo las figuras de aquellas tallas? Nadie podía saberlo con seguridad. ¿Cuál era el significado de todas aquellas siluetas que se ofrecían cajitas o cubos las unas a las otras, aquellas figuras en procesión? ¿Y aquellas criaturas arrodilladas que parecían observar a un mirón de la hierba con expresiones de respetuoso temor en sus rostros? El desconocido artista que hizo la talla representó al mirón como si fuera casi esférico y le puso un sabueso a cada lado, con el hocico apuntando hacia arriba, rodeando la talla con lianas y hojas iguales a las que rodeaban todas las tallas. El hermano Mainoa pensaba que eran representaciones religiosas. Miró al padre Sandoval y le sonrió, como desafiándole a que expresara su disconformidad en voz alta.
El padre Sandoval le devolvió la sonrisa, guardándose su opinión para sí mismo. Los ojos del padre James fueron nerviosamente de un rostro a otro.
En otra puerta había dos hippae dándose la espalda que se lanzaban pellas de tierra el uno al otro. O quizás estuvieran lanzándolas hacia la extraña estructura que había entre ellos… ¿Sería una escultura? ¿O una máquina? Estaban rodeados de arbai que les observaban solemnemente. ¿Cuál era el significado de aquella escena? ¿Y cómo saber qué detalles se habrían perdido con la destrucción de las puertas?
Pues casi todas las puertas estaban rotas. Se habían hecho añicos, derrumbándose hacia dentro y soltándose de sus goznes. En el interior de las habitaciones —eran recintos muy sencillos, con el suelo recubierto por la misma piedra usada en las calles, y las paredes estaban hechas con lo que el hermano Mainoa les dijo era tierra polimerizada, interrumpidas por grandes ventanales que en tiempos daban a las praderas—, había huesos, pieles, escamas, las siluetas momificadas de los seres que vivieron en esta ciudad. Los arbai… Su constitución era lo bastante parecida a la humana como para provocar respuestas emocionales cuando los seres humanos contemplaban su última agonía.
Había bocas abiertas como en un último grito. Órbitas vacías contemplaban el horror. Un brazo separado del cuerpo, con una mano de tres dedos y dos pulgares alargándose hacia el miembro amputado igual que si pretendiera reclamarlo, volver a poseerlo, anhelando la pequeña victoria de morir entero, en una desesperada negativa a aquel horror ignorado que había terminado con ellos.
Y los jóvenes —o, por lo menos, unos arbai de menor tamaño—, partidos en dos, con adultos aferrando sus restos contra el pecho… En las demás ciudades arbai, el tiempo había desintegrado los restos, dejando sólo montones de huesos y de las relucientes escamas que habían cubierto sus cuerpos. El mismo espectáculo estaba presente en todas partes, en cada calle, en cada casa.
Marjorie cerró los ojos y oyó voces que venían de la calle contigua. Un lenguaje escurridizo y lleno de sonidos sibilantes, pero puntuado por unas risas casi humanas.
—¿Hay más frailes aquí? —preguntó—. ¿Están haciendo excavaciones?
—No, hoy estamos solos. —El hermano Mainoa sonrió y la contempló con cierta curiosidad—. ¿Qué está oyendo? ¿Los sonidos de la ciudad, quizá? ¿O es sólo el viento? Cuántas veces me he hecho esa misma pregunta… «Mainoa», me digo, «¿es sólo el viento? ¿O es la raza que vivió aquí, lady Westriding?».
Así que conocía su nombre…
—Tengo la sensación de que este sitio es…, bueno, como más extraño de lo normal —dijo Tony—. Incluso para este mundo.
El hermano Mainoa le lanzó una mirada de aprobación.
—Eso mismo he sentido yo, joven señor. Sí, estas pobres criaturas construyeron una ciudad que no encajaba en este mundo…, ¿quizá para recordar el sitio donde habían nacido?
—En Hierba hay muchas cosas extrañas —murmuró Marjorie, apartando los ojos para no ver un rostro convulsionado en un grito silencioso—. En sus libros, la doctora Bergrem habla de ciertas cosas que sólo se encuentran en este planeta. Hay una sustancia utilizada por nuestras células que en Hierba presenta peculiaridades únicas… Tiene un nombre muy largo y lo he olvidado. La doctora ha estado haciendo investigaciones sobre esa sustancia.
—En cualquier otro mundo, la doctora ya sería famosa —dijo el hermano Mainoa—. Pero los habitantes de Hierba no tienen ni idea de hasta dónde llega su reputación.
—Probablemente ella podría explicarnos cuál es la causa de estos sonidos —observó Marjorie, luchando con el terror y la desesperación que la invadían, intentando convencerse de que no oía los murmullos de una conversación mantenida por voces que no tenían nada de humano, voces musicales en las que se percibía un gorgoteo líquido—. ¿Ha hablado con ella?
—He redactado informes en los que describía todos estos efectos —dijo el hermano Mainoa—. Creo que las autoridades piensan que son imaginaciones mías. Hasta ahora, nadie ha venido a investigar si lo son o no.
El padre Sandoval se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y trató de calmarla.
—Este tipo de sitios siempre provocan un cierto temor supersticioso. Debemos mantenernos alerta y no dejarnos dominar por esas emociones, Marjorie. Las criaturas que vivían en esta ciudad no tenían nada de sobrenatural, y ya se han extinguido. Debían poseer algún tipo de zona central para los negocios o los almacenes… Estas casas tienen un aspecto más bien rural. No parecen casas de ciudad.
—Todas las ciudades o pueblos de los arbai se parecen —dijo el hermano Mainoa—. Los que hemos hecho excavaciones en ellas sabemos que podían viajar por el espacio, quizás en naves, como nosotros, aunque no hemos encontrado ninguna, o usando algún otro medio, pero también sabemos que no les gustaba vivir en grandes aglomeraciones, como solemos hacer los humanos. No hemos encontrado ninguna ciudad que pudiera acoger a más de unos cuantos millares de habitantes. Suele haber varias ciudades de ese tamaño, pero nunca hay muchas.
—¿Y aquí? —le preguntó Marjorie.
—En Hierba no hemos descubierto ninguna otra ciudad.
El padre Sandoval frunció el ceño.
—No es un tema sobre el que tenga demasiados conocimientos. ¿Se sabe dónde estaba su mundo natal?
El hermano Mainoa negó con la cabeza.
—Algunos piensan que era Arrepentimiento, pues allí hay varias ciudades como ésta. Pero, que yo sepa, nadie está seguro.
—Entonces, aún podría haber arbai vivos en algún sitio, ¿no? —dijo el padre James con voz pensativa, dándole una patada a una piedra que asomaba del suelo.
El hermano se encogió de hombros.
—Algunos creen que estas ciudades muertas no eran más que puestos de avanzada, y que aún no hemos encontrado ninguna de sus auténticas ciudades. No lo sé… El padre Sandoval ha preguntado si había alguna zona comercial o de negocios. Lo que suponemos que es el mercado se encuentra siguiendo esta calle a la izquierda. Al menos, los edificios de allí no parecen haber sido concebidos para vivir en ellos.
—¿Hay tiendas o talleres? —preguntó el padre Sandoval.
Mainoa se encogió de hombros.
—Hay un espacio abierto, una especie de plaza con estructuras de tres lados que podrían haber sido puestos callejeros para un mercado. Hay un edificio cuyo interior está lleno de recipientes de muchas formas y tamaños, otro edificio repleto de cestas… Y en la plaza hay un estrado central sobre el que se encuentra algo que podría ser una máquina o una escultura o un sitio para colocar avisos. Quizá fuera un altar, o el sitio donde se ponía el heraldo, o un lugar para sentarse mientras uno contemplaba las estrellas…, o un escenario para exhibiciones acrobáticas. ¿Quién sabe? ¿Cómo saberlo? Hay un edificio lleno de libros, libros que se parecen mucho a nuestros libros de hace un siglo, antes de que tuviéramos lectores ópticos y pantallas.
—¿Volúmenes encuadernados? —preguntó Marjorie.
—Sí. Tengo un equipo de penitentes tomando imágenes de cada página. Bueno, la verdad es que les tengo allí de forma intermitente, cuando no hay nada mejor que hacer… Aunque paso aquí gran parte de mi tiempo, no siempre dispongo de ayudantes. Copiar los libros es un trabajo aburrido y solitario, pero hay que hacerlo. Con el tiempo, Santidad y algunas grandes instituciones educativas como la Universidad de Semling Uno dispondrán de un juego completo de copias.
—Pero no hay ninguna traducción. —Marjorie se volvió hacia el umbral que tenía delante y contempló la carnicería del interior, deseando estar en otro sitio.
—No. Línea tras línea, página tras página, signos curvos que se entrelazan los unos con los otros… Si hubiera algo digno de ser llamado iglesia podríamos buscar una secuencia de signos repetida y albergar la esperanza de que su significado fuera «Dios». Si hubiera un trono podríamos buscar la palabra «rey». Si hubiera palabras en las tallas de las puertas podríamos introducir el contexto en nuestros ordenadores y quizás ellos fueran capaces de encontrarles algún sentido. Si esos libros tuvieran alguna imagen… Les mostraré alguno antes de que se marchen.
—¿Hay algún tipo de artefactos? —preguntó el padre James.
—Cestos, platos, cuencos… Creemos que no tejían, pero hay cinturones…, no, en realidad son fajas: tiras hechas con fibra de hierba que miden unos quince centímetros de ancho y tienen un par de metros de longitud. Tanto los dibujos como los colores son soberbios. El resultado final, según me han dicho los expertos, recuerda mucho al lino. Los arbai han dejado muy pocos artefactos. Es como si escogieran muy cuidadosamente el tipo de objetos que iban a utilizar, basándose en el color o en la forma, en lo que nosotros llamaríamos belleza, aunque una gran parte de sus artefactos —los cuencos, sobre todo—, no nos parecen demasiado hermosos. Bueno, quizá debería decir que no me lo parecen… Puede que ustedes los encuentren preciosos. Todo está hecho a mano, pero sin inscripciones, sin nada que podamos traducir como «Hecho por John Brown». Después veremos los artefactos, lady Westriding. No hemos encontrado nada hecho por máquinas y nada que parezca una máquina. Están lo que llamamos crematorios y la cosa que hay en el centro de la ciudad. Quizá sean máquinas, quizá no lo sean. Y, sin embargo, los arbai viajaban. Debían de tener máquinas. Debían de tener naves, y todavía no hemos encontrado ninguna.
—¿Y todas las ciudades son así? —Tony pasó sus manos sobre las tallas, resiguiendo el contorno de un rostro alienígena gastado por el tiempo.
—Donde hay tierra, están construidas de tierra polimerizada para las paredes y con bóvedas o tallos entretejidos para los tejados. Donde hay bosques, están construidas de madera. Donde hay piedra en cantidad suficiente, están construidas de piedra. En Hierba la piedra procede de una cantera no muy lejana. La hierba la ha cubierto, pero aun así hay señales de que los arbai la utilizaron. Cada ciudad es distinta, según los materiales. Hay un planeta donde la ciudad está construida en lo alto de los árboles.
—¿Qué planeta?
Mainoa la miró como si hubiera olvidado quién era, como si estuviera intentando recordar algo, con su rostro concentrado en alguna búsqueda interior.
—No…, no puedo recordarlo. Pero sé que existe…
—¿Cuántas ciudades arbai ha visto? —le preguntó Marjorie.
El Hermano Mainoa rió y volvió a ser él mismo.
—Ésta, señora, sólo ésta… Pero he visto imágenes de todas. Los que hemos sido sentenciados a cumplir esta misión siempre nos mandamos copias de los informes, pues nunca se sabe si algo encontrado en un sitio puede arrojar luz sobre las ciudades de otros planetas. Vana esperanza…, y, aun así, seguimos teniendo esperanzas.
—Todas son igual que ésta. Y los habitantes murieron —dijo Tony.
—Quizás. O se fueron a otro sitio.
Atravesaron lo que tal vez hubiera sido la plaza de un mercado, o una explanada para reuniones, o incluso un campo de juegos. En el centro estaba el estrado del que les había hablado el hermano Mainoa. Sobre él había una enigmática tira de un material que se curvaba y se retorcía sobre sí mismo, creando una especie de aro por el que habría podido pasar un hombre de buena talla. Tony lo golpeó con un nudillo y lo hizo tintinear. Era metálico y, sin embargo, no parecía estar hecho de metal. Los bordes estaban llenos de pequeñas tallas, como si el metal hubiera recibido la huella de unos dedos misteriosos antes de solidificarse del todo. El estrado estaba decorado con los mismos dibujos. Pequeñas banderas indicaban los lugares donde se habían hallado cadáveres, cadáveres que ya habían sido guardados para su estudio posterior. Dentro del aro había una bandera, y junto al estrado había varias más, como si una reunión se hubiera visto bruscamente interrumpida.
—¿Qué les mató? —preguntó Tony.
—Algunos dicen que fueron los zorren. Yo no lo creo.
—¿Y por qué no lo cree? —preguntó el padre James. Aquel sitio tan extraño había hecho que olvidara su reticencia habitual.
El hermano Mainoa miró a su alrededor, ignorando la presencia del hermano Lourai pero fijándose atentamente en si había alguien más que pudiera oírles. Hoy no había nadie trabajando, pero de vez en cuando los hermanos visitaban las excavaciones para traer algo de comida o para recoger las copias más recientes de los libros arbai. Mainoa estaba seguro de que algunos de ellos trabajaban como espías para la Doctrina.
—Los Hermanos Verdes llevamos aquí muchos años, joven señor —dijo Mainoa en cuanto se hubo convencido de que nadie más les escuchaba—. Muchos años, muchos años de Hierba… Pasamos el invierno aquí, pegados los unos a los otros igual que pepinillos dentro de una jarra de cristal. Pasamos la primavera, el verano y el otoño entre la hierba, y en todo ese tiempo ni uno solo de nosotros ha sido atacado jamás por un zorren. —En su voz había algo más que una mera convicción: estaba totalmente seguro de lo que decía.
—Ah —dijo Marjorie—. Entonces…
El hermano asintió, mirándola fijamente a los ojos.
—Sí, lady Westriding. Entonces…
—¿Cree que fueron los hippae? —preguntó Tony, asombrado—. ¡Pero eso es imposible!
—¡Tony, déjale hablar! —exclamó Marjorie.
—No tengo nada más que decir. —El hermano Mainoa agitó la cabeza—. Nada en absoluto. No deseo ofender los oídos de quienes puedan escucharme por casualidad, joven señor.
—Le aseguro que los míos están más que dispuestos a dejarse ofender —dijo Marjorie.
Antes de volverse hacia Marjorie, Mainoa miró a Tony, y en su mirada había volúmenes enteros. El chico se ruborizó.
—Bien, señora, entonces le diré esto: fíjese en esas pobres criaturas que llevan siglos muertas. Observe sus heridas, y luego fíjese en los aristócratas que ya no participan en la Cacería. Observe sus manos artificiales, sus brazos y piernas protésicos. Y, después, dígame si la causa de todas esas heridas no es también la causa de todas éstas.
—Pero los hippae son herbívoros —protestó Tony, pensando en su padre—. Son una especie de ballenas de tierra… ¿Por qué iban a…?
—¿Quién sabe qué son los hippae o lo que hacen? —replicó el hermano Mainoa—. Nunca se acercan a nosotros, salvo para vigilarnos. Y, cuando nos vigilan…
—Percibimos su desprecio —dijo Marjorie, en voz tan baja que Tony no estuvo seguro de haberla entendido bien—. Percibimos su malevolencia.
—Malevolencia, sí —dijo el hermano Mainoa—. Malevolencia, como mínimo…
—Oh, vamos, vamos —dijo el padre Sandoval, con una voz a medio camino entre la incertidumbre y la irritación—. ¿Malevolencia, Marjorie?
—La he visto —dijo ella, apoyando un brazo sobre los delgados hombros de Tony—. Les he visto, padre. Estaba allí, era inconfundible. —Y le devolvió su mirada de enojo con una igualmente feroz. El padre Sandoval siempre había defendido la supremacía espiritual del hombre, y hablar de otras inteligencias era un tema que le resultaba muy desagradable.
—¿Malevolencia? ¿En un animal? —preguntó el padre James.
—¿Por qué les llama «animales»? —preguntó el hermano Mainoa—. ¿Por qué usa esa palabra, padre?
—Pues…, pues porque eso es lo que son.
—¿Cómo lo sabe?
El padre James no contestó y se volvió hacia el padre Sandoval como pidiéndole ayuda: su compañero estaba secándose la frente con cara de irritación y miraba a su alrededor, buscando un sitio para sentarse.
—Por aquí, padres —dijo el hermano Lourai, haciéndoles una seña—. Nos hemos instalado en esta casa arbai. Puedo ofrecerles algo de beber.
Tomaron asiento, agradeciendo el refresco y la posibilidad de descansar, un tanto desconcertados ante las proporciones de las sillas. Los arbai habían sido una raza que tenía las piernas muy largas. Las sillas no estaban concebidas para el hombre. Al menos, no para estos hombres… Sus pies quedaban separados del suelo, como si estuvieran precariamente instalados en unos taburetes.
El padre James volvió a su conversación de antes.
—Me ha preguntado por qué creía que los hippae son animales, ¿no? Bueno, los he visto. No dan señales de ser nada más, ¿verdad?
—¿Qué clase de señal aceptaría? —le preguntó el hermano Mainoa—. ¿Que fabricaran herramientas? ¿Que enterraran a sus muertos? ¿La comunicación verbal?
—No lo sé. No he pensado mucho en ello. Pero, desde que llegamos aquí, no he oído ninguna sugerencia de que los hippae o los sabuesos o…, o cualquier otro animal de Hierba fuera nada más que eso, un animal.
El hermano Mainoa se encogió de hombros.
—Piensen en ello, padres. Señora… Yo pienso mucho en ello. Es un ejercicio muy interesante que puede acabar produciendo conjeturas fascinantes.
Compartieron su almuerzo, consistente en las raciones de los hermanos más la gran abundancia de provisiones que había traído consigo Marjorie. Después, recorrieron más calles y entraron en más habitaciones. Vieron artefactos. Vieron libros, hileras interminables de libros, páginas cubiertas de signos curvilíneos. Volvieron a pasar ante la cosa del estrado que quizá fuera una máquina pero que estaba claramente representada en por lo menos una puerta tallada, y fueron a ver otros objetos que podían ser máquinas o no serlo.
La luz empezaba a caer en diagonal sobre las zanjas, llenándolas de sombras.
—Hermano, ¿le importaría venir a la Colina del Ópalo para conocer a mi esposo? —preguntó Marjorie, sintiendo un escalofrío—. Se llama Roderigo Yrarier, y es el embajador de Santidad en Hierba.
El hermano Lourai alzó los ojos, sorprendido por sus palabras.
—¡Pero si yo le conozco! —exclamó—. Vino a Santidad. El Jerarca era su tío. Hablamos de la plaga. El Jerarca dijo que debía venir aquí por…, ¡sí, por los caballos!
Tony se volvió hacia él, boquiabierto, no muy seguro de lo que había oído.
El hermano Mainoa miró a Marjorie y alargó la mano hacia ella.
—Mi joven colega ha sido un tanto indiscreto. La Doctrina Aceptable niega la existencia de la plaga.
—Mamá…
—Espera, Tony. —Marjorie intentó recobrar el control de sí misma. Bien, así que por fin se había enterado… Mejor él que no Stella. Se volvió hacia quien estaba más cerca de ella: Rillibee—. Hermano, ¿qué sabe usted de la plaga?
Rillibee se estremeció, incapaz de responder.
—Dejadme morir —gritó el loro desde lo alto de una pared medio en ruinas, agitando sus alas grises.
—El chico vio cómo toda su familia moría a causa de la plaga —se apresuró a decir Mainoa—. No le haga ese tipo de preguntas. Pero piense en esto: en todos los demás planetas, algo mató lentamente a los arbai. Sé que aquí hubo algo que les mató muy deprisa. Sé que los hombres mueren por doquier y que no hay ninguna cura que pueda salvarles. Eso es lo que sé… Eso, y el hecho de que Santidad lo niega todo.
Marjorie sintió cómo su mandíbula se aflojaba a causa de la sorpresa. ¿Estaba diciéndole el hombre que esta plaga de ahora ya había existido en la antigüedad?
—¿Qué sabe sobre la situación actual de Hierba?
—De momento, la Abadía parece haberse librado de la plaga. ¿Qué otra cosa puedo saber?
—¿Cuánta gente ha muerto en Hierba víctima de la plaga?
Mainoa se encogió de hombros.
—¿Quién puede contar el número de muertes, cuando muchas de éstas quizá nunca lleguen a ser conocidas? Santidad dice que no hay ninguna plaga y, como niegan la existencia de la plaga, jamás se les ocurrirá decirnos que alguien ha muerto a causa de ella. Y, dado que la plaga no existe, Santidad considera más cómodo negar que haya podido darse alguna plaga en el pasado. La Doctrina Aceptable afirma que los arbai murieron de aburrimiento o a causa de algún problema con el medio ambiente, pero no de la plaga. «No es sólo que ahora no haya demonios, es que nunca existieron», dice la Doctrina. Aun así, los que venimos de otros mundos sabemos que la plaga existió. Y los demonios también.
—¿Cree en la existencia de los demonios? —le preguntó Marjorie, lanzándole una mirada de soslayo al padre Sandoval, cuyos labios estaban fruncidos en una mueca de disgusto—. ¿Y cree que quizás hayan existido siempre? ¿Esperando a que las criaturas inteligentes alcanzaran las estrellas? ¿Esperando el momento de castigarlas por su pecado de orgullo?
—Quizá.
—No me ha contestado. ¿Querrá conocer a mi esposo?
Mainoa volvió a ladear la cabeza, mirando por encima del hombro de Marjorie como si contemplara algo que sólo él podía ver.
—Si manda un aerocoche a buscarme puede tener la seguridad de que iré, señora: lo contrario sería una descortesía. Quizá quiera hacerme alguna consulta sobre los jardines de Colina del Ópalo. Después de todo, yo ayudé a plantarlos… Sería una petición muy comprensible. Si le pide a mis superiores que me dejen visitarla por alguna razón que no sea ésa, lo más probable es que no lo permitan.
Marjorie guardó silencio durante unos segundos, pensando a toda velocidad.
—Hermano Mainoa, ¿siente usted mucha lealtad hacia sus superiores?
Rillibee/Lourai dejó escapar un bufido casi imperceptible. Mainoa le lanzó una mirada de reprobación.
—Fui entregado a Santidad, señora. Nadie me consultó al respecto. El hermano Lourai también fue entregado igual que yo, y cuando descubrieron que Santidad no nos gustaba demasiado acabaron trayéndonos aquí. Tampoco nos consultaron. No recuerdo que nadie me haya preguntado nunca si era leal.
—Gracias por el tiempo que nos han dedicado, hermanos —dijo con voz firme el padre Sandoval, después de haber carraspeado para aclararse la garganta.
—Gracias a usted, padre.
—Mandaré un aerocoche a buscarle —le prometió Marjorie—. Pronto, dentro de unos días… ¿Estará aquí?
—Nos quedaremos hasta que alguien nos haga volver, lady Westriding.
—Hermano, ¿cómo es posible que supiera mi nombre si no nos habíamos visto nunca?
—Ah. Un amigo mío ha estado interesándose por Colina del Ópalo. Su nombre surgió en nuestra conversación. —Sonrió—. Mejor dicho, durante nuestra discusión…
Los hermanos vieron despegar el aerocoche y volvieron a sus aposentos. Una vez allí, el hermano Mainoa sacó su diario del agujero donde lo escondía y escribió unos cuantos comentarios sobre lo ocurrido durante aquel día.
—¿Siempre lo hace? —le preguntó Rillibee/Lourai.
—Siempre —suspiró el anciano—. Si muero, Lourai, lee estas páginas: en ellas encontrarás cuanto sé o sospecho.
—Lo haré. Si muere, claro… —Rillibee/Lourai sonrió. Mainoa no le devolvió la sonrisa.
—Hazlo. Y si muero, Lourai, esconde este libro. Si descubren que está en tus manos, tú también morirás.
Para Tony, oír la palabra «plaga» fue como haber oído un trueno. La palabra empezó a vibrar en su mente, creando ecos y haciendo nacer otras ideas. La plaga… Todo el mundo había oído hablar de ella, claro está. En voz baja, en susurros… Santidad negaba su existencia. Por primera vez Tony se preguntó cuál era la razón de que Santidad se viera obligada a negar continuamente la existencia de algo que no existía. Su padre había acudido a Santidad, su padre había hablado con el Jerarca sobre la plaga… ¿Por qué?
La plaga. No había visto ningún rastro de ella en Hierba. Aquí ni tan siquiera hablaban de la plaga. Tony pasaba mucho tiempo en la aldea con Sebastian Mecánico, familiarizándose con las costumbres locales, mezclándose con sus habitantes y aprendiendo a conocerles, pero ni uno solo de ellos había hablado de la plaga. ¿Enfermedades? Sí, claro, la gente se ponía enferma: los huesos y las articulaciones envejecían y empezaban a dar problemas, los corazones se desgastaban… Pero apenas si había problemas pulmonares. La atmósfera de Hierba estaba muy limpia y era fácil de respirar. Había muy pocas enfermedades contagiosas, si es que había alguna. Que la población fuera tan reducida había ayudado a extinguirlas, y los oficiales de cuarentena del puerto se encargaban de mantener limpia la Comunidad.
Pero ¿la plaga?
—Madre, ¿hay casos de plaga en la Tierra? —le preguntó, pensando en las personas que había dejado atrás y, particularmente, en una de ellas.
Marjorie le lanzó una mirada llena de horror y se preparó para mentirle, tal y como se había dicho a sí misma que debía hacer.
—Sí —confesó, contemplando aquel rostro que tanto confiaba en ella y que aguardaba una respuesta, sintiendo que las palabras salían de sus labios como si fueran una exhalación involuntaria—. Sí, hay casos de plaga. Igual que en todos los mundos habitados.
—¿Aquí también?
—Salvo aquí. Quizá. Eso pensamos. Eso nos han dicho.
—¿Y estáis aquí para averiguar el porqué?
Marjorie asintió.
—¿Por qué no nos lo dijisteis?
—Stella… —murmuró Marjorie—. Ya conoces a Stella.
—Pero yo, madre… ¿Por qué no me lo dijisteis a mí?
—Pensamos que eras demasiado joven. Podías cometer un descuido.
—Entonces, ¿es un secreto? ¿Por qué?
—Porque… —dijo el padre Sandoval, inclinándose hacia delante para cogerle del brazo—, porque hay unos hombres que se llaman a sí mismos los Mohosos. Son unos nihilistas. Si se enteraran, intentarían traer la plaga aquí. Y porque a los nativos de Hierba no les importa que todos los planetas mueran. No desean ser molestados.
—Pero…, ¡pero eso es inhumano!
—No creo que sea justo decir que no les importa —murmuró Marjorie—. Digamos mejor que no se dan cuenta de lo que ocurre. Han intentando hacérselo comprender, pero sólo han conseguido irritarles. El padre Sandoval tiene razón, no desean ser molestados; pero en su actitud hay algo más que eso. Algo psicológico…, o quizá sería mejor decir algo patológico, algo que les impide darse cuenta de lo que ocurre o preocuparse por ello. Ésa es la razón de que hayamos venido aquí usando un pretexto, Tony: el embajador y su familia. Pero en realidad hemos venido a averiguar si es cierto que no hay plaga en Hierba. Y, si es cierto que no la hay, debemos conseguir el permiso para que los investigadores puedan venir aquí y descubrir por qué.
—¿Y qué habéis descubierto?
—Muy poco. Parece que no hay plaga, pero no estamos seguros. Asmir Tanlig está haciendo averiguaciones entre los aldeanos y los sirvientes de las haciendas para saber si hay casos de muertes o enfermedades inexplicadas. Sebastian Mecánico conoce a muchos trabajadores del puerto, y está haciendo el mismo tipo de averiguaciones entre ellos. Ninguno de los dos sabe por qué han de hacer todas esas preguntas. Se les ha dicho que estamos redactando un censo sanitario para Santidad. También necesitamos información de los bons, pero al parecer no podemos establecer ningún tipo de contacto con ellos, dejando aparte el meramente formal. Hemos estado intentando hacer amistades…
—Por eso celebramos la recepción.
—Sí.
—Y el que Eugenie apareciera acompañada por esa chica no nos ayudó mucho.
—No, Tony.
—Eugenie tiene menos sesos que un mirón. —Tony pronunció esas palabras moviendo los dedos en un gesto lleno de desesperanza, como si quisiera borrarla del mapa. Ni él ni Stella podían comprender qué veía su padre en Eugenie—. No tiene ni pizca de sesos…
—Por desgracia, me temo que así es. —Se dio cuenta de que el padre James la estaba mirando y se ruborizó. El sobrino de Rigo debía sentir cierto tipo de lealtad familiar hacia él. No tendría que haber criticado a Rigo con el padre James delante. Y tampoco debería criticarle delante de Tony, pero Tony ya sabía tantas cosas…
—Me preguntaba qué podía ser lo bastante importante para haceros venir aquí —dijo Tony, meneando la cabeza—. Dejar tu trabajo en Ciudad Criadero de esa forma… Pero supongo que no dependerán sólo de nosotros, ¿verdad? ¿Qué está haciendo Santidad?
—Según Rigo, están haciendo todo lo que pueden. No han conseguido que ningún animal cree un anticuerpo contra el virus…, ni tan siquiera el hombre. Pueden matar el virus, pero no si está dentro de un ser vivo. Si acabamos descubriendo que en Hierba no hay plaga, mandaremos algunas muestras de tejidos de aquí a Santidad.
—¿Muestras de tejido? ¿Y crees que los bons os lo permitirán?
—No tienen médicos, Tony. Si se ponen enfermos o se hacen daño, tienen que llamar a los médicos de la Comunidad. Creo que podremos comprar todas las muestras que nos hagan falta.
—Pero, de momento, Santidad no ha conseguido averiguar nada.
—Nada. Ninguno de los tejidos que han usado en sus pruebas puede crear anticuerpos contra el virus.
Los cuatro estaban medio encogidos, pegados los unos a los otros igual que conspiradores.
—Tony, no debes…
—No debo decírselo a Stella. Lo sé. Lo contaría a los cuatro vientos sólo para demostrar que es libre y que no podemos darle órdenes.
El padre Sandoval asintió.
—Sí, creo que eso haría. —Conocía a Stella desde que era una niña. Durante la confesión, exhibía un considerable número de pecados, y la mayor dosis de melodrama quedaba reservada para aquellos de los que menos culpable era. Su principal pecado era la ira contra Marjorie, por no haberle proporcionado ese algo indefinible que Stella siempre había necesitado. El padre Sandoval había llegado a la conclusión de que ese algo quizá fuera lo mismo que Rigo tanto anhelaba: esa cosa llamada intimidad o unión con otro ser. Aunque ninguno de los dos estaba dispuesto a olvidarse de sí mismo el tiempo suficiente para conseguirla. Querían tener una familia, sí, pero querían tenerla disponible al instante, como el agua de un grifo, lista para ser consumida en cuanto se le hace girar pero invisible en cualquier otro momento. «Ayúdame, consuélame, dame: ahora. ¡Y, en cuanto hayas terminado, sal de mi vista!».
El padre Sandoval volvió a suspirar y deseó que sus años le hubieran servido para comprender mejor a Stella y a su padre. Naturalmente, Stella acabaría casándose, y se le podrían dar instrucciones de que obedeciera a su marido tal y como ahora se le daban de que obedeciera a sus padres. Pero ¿qué hacer con Rigo? Tanto él como Stella eran demasiado impacientes y no podían ser cortejados y conquistados poco a poco. Con ellos era todo o nada: o una victoria abrumadora, o la nada. No suplicaban: tomaban lo que les pertenecía por derecho. Incluso aquello de lo que nunca habrían debido apoderarse…
Stella, mientras tanto, sin tener ni idea de que el padre Sandoval se preocupaba tanto por ella, se hallaba en su sexta hora de cabalgada sobre el simulacro: tenía los ojos vidriosos y la espalda tensa. Estaba perdida en un trance de creación propia donde ni la sed ni el hambre podían alcanzarla. Su padre había terminado su sesión en la máquina unas horas antes. Héctor Paine se había marchado, y nadie entraría en los aposentos de invierno. Ajustó el cronómetro para que la sesión durase siete horas, dos más de lo que nunca había llegado a montar, y subió de un salto a la grupa. Una vez que hubiera empezado, la máquina no podía detenerse, y la única forma de bajar era caerse o salir despedida.
La hierba pasaba velozmente junto a ella en las pantallas que la rodeaban. Ingenios colocados en sus flancos imitaban los golpes de los tallos, azotando su sombrero y su chaqueta. La máquina oscilaba y se sacudía, sin adoptar nunca un ritmo definido que le permitiera relajarse. El cuerpo se mantenía alerta pero la mente acababa dejando de pensar y se retiraba a una tierra de nunca jamás situada más allá del agotamiento. Ahora Stella se encontraba en esa tierra, soñando con Sylvan bon Damfels.
Durante la recepción en Colina del Ópalo le vio bailar con Marjorie: le observó, le devoró y le engulló. Cuando bailó con él le absorbió a través de su piel, capturando su imagen en el interior de su cuerpo de tal forma que ahora Sylvan moraba allí como paradigma del hombre verdadero. Y desde entonces le había desnudado, le había poseído y había hecho con él todas esas cosas que aún no había hecho con nadie, no porque se lo impidiera la moral, sino porque todavía no había encontrado alguien a quien pudiera considerar digno de sí misma. Ahora lo había encontrado. Sylvan sí era digno de ella. Sylvan era un noble. Sylvan era alguien con quien podía unirse y formar pareja. ¡No! Era el hombre con quien debía unirse. Y así sería dentro de poco, el tiempo que necesitara para aprender a montar tal y como montaba él, para que le fuera posible cabalgar a su lado.
Había decidido ignorar lo que le dijo a Marjorie sobre el montar, el consejo que le dio a los Yrarier. No encajaba con su imagen de él, por lo que eliminó esas palabras para construirle desde cero según sus propias necesidades…, el evangelio de san Sylvan narrado por Stella, su creadora.
La máquina seguía galopando, con sus palancas y resortes subiendo y bajando: el ahogado atronar de los cascos brotaba suavemente de sus altavoces, la hierba de las pantallas seguía desvaneciéndose a cada lado, y los tallos la golpeaban aunque sus impactos apenas si hacían ruido.
En alguna parte remota de su mente, Stella habló con Elaine Brouer y se lo contó todo sobre Sylvan, sobre cómo se conocieron y cómo sus ojos se encontraron.
—Y supo que me amaba. Fue cosa de un momento, pero me amaba tal y como nunca había amado a nadie antes.
Sylvan estaba diciéndose más o menos lo mismo mientras recorría uno de los senderos que serpenteaban por los famosos jardines de hierba de Klive.
—Y en ese mismo instante supe que la amaba. La amé nada más verla, apenas la tuve entre mis brazos…, como si antes nunca hubiera amado.
No hablaba de Stella. Hablaba de Marjorie.