9

En la Abadía de los Hermanos Verdes las noches se iban posando suavemente sobre los alféizares. El potente grito que helaba la noche y resonaba en el sur rara vez era oído aquí, aunque las horas de oscuridad solían vibrar con el meloso coro de los mirones. Los días estaban dedicados al trabajo, las noches al sueño. Hubo un tiempo en el que los hermanos pasaban sus existencias estudiando, o eso se decía, pero aquí no hacía falta estudiar mucho. Todas las preguntas habían sido reducidas a la categoría de doctrina; toda la doctrina había sido simplificada hasta convertirla en catecismo; y todo el catecismo había sido aprendido de memoria ya hacía mucho tiempo. Además, ¿qué podían hacer los penitentes con más conocimientos de los que ya poseían? Estando aquí no les servirían de nada.

La Abadía se hallaba en una pradera de hierba corta, aunque no muy lejos había zonas de hierba alta. Cada año los hermanos pasaban parte del verano cortando grandes cantidades de esos tallos fuertes y gruesos que crecían hasta alcanzar la altura de siete u ocho hombres. Otros hermanos se quedaban en la Abadía, cavando zanjas angostas pero muy hondas dispuestas en líneas paralelas, zanjas que trazaban el perfil de las nuevas estancias que se necesitarían durante el año de Hierba. Aunque los penitentes envejecían y acababan muriendo, el número de hermanos crecía sin cesar. Al parecer, los acólitos de Santidad mostraban una creciente tendencia a hacerse pedazos, como si fuesen frágiles engranajes que se vieran obligados a girar demasiado deprisa.

Los tallos de hierba eran aserrados y atados en gavillas que se llevaban hasta la Abadía e iban siendo colocadas las unas junto a las otras en las zanjas que esperaban recibirlas. El extremo de cada gavilla era doblado y atado al de la gavilla que había en la zanja paralela hasta que toda la doble fila quedaba inclinada y se convertía en una bóveda que podría ser cubierta con hierbas entretejidas: las aberturas serían recubiertas con paneles de hierba trenzada. Dentro de aquel recinto los hermanos construirían el tipo de aposentos que necesitaran: una nueva capilla, una cocina, o quizás otro conjunto de celdas.

Así se delimitaba el espacio hacía mucho tiempo en otro mundo poblado por gente que vivía rodeada de hierba, según decían los historiadores de la orden. Los historiadores no decían a qué se dedicaba ese pueblo durante el invierno. Durante los inviernos de Hierba los hermanos se retiraban a un pequeño monasterio subterráneo donde soportaban una larga estación de irascible hacinamiento. Los inviernos conseguían que un cierto número de hermanos perdieran la cordura. Bajo su aparente tranquilidad acechaba una locura salvaje, una enfermedad endémica que solía presentarse con más frecuencia entre los jóvenes. Los viejos tenían la sensación de hallarse más allá de toda esperanza, pero los jóvenes aún tenían esperanzas que se veían continuamente frustradas y se pasaban la vida luchando contra esa frustración de formas tan extrañas como peligrosas.

En la Abadía de verano había espacio suficiente para que la frustración hallara una válvula de escape. Los recintos se esparcían por entre la hierba, con claustros abovedados que rodeaban pequeños jardines, puertas que daban a los grandes huertos o a pequeñas granjas donde las gallinas investigaban el suelo y los cerdos gruñían satisfechos en sus porquerizas. De no haber sido por las torres, la Abadía bien habría podido parecer un túmulo dejado por algún inmenso topo como señal del túnel que había cavado, ya que aquellos recintos abovedados acababan secándose hasta cobrar un color muy parecido al de la tierra.

Pero había torres…, había torres por todas partes. Enloquecidos por el aburrimiento, los hermanos más jóvenes llevaban décadas construyendo aquellos pináculos de hierba. Al principio no fueron más que simples mástiles cuya altura no superaba la de quince hombres puestos uno encima de otro, o de veinte en los más altos, que terminaban en semilleros plumosos. Después, unas monstruosidades más complejas de tres o cinco patas fueron trepando hacia el cielo surcado de nubes, y acabaron haciéndose invisibles o increíbles para quienes seguían en el suelo…, siempre había más torres, y más altas.

Agujas de encaje flotaban sobre los grandes patios, aseguradas mediante cuerdas de hierba alambre. En cada unión de aquellas estancias abovedadas nacían torres delgadas como patas de araña que acababan perforando las nubes. Fuera del perímetro de la Abadía se veían bosques de espículas que recordaban a un erizo de mar incrustado en el cielo de Hierba, haciendo pensar en una miríada de campanarios góticos. Tanto daba que se estuviese dentro o fuera de la Abadía, no se podía alzar la cabeza sin verlos, fantásticamente altos y ridículamente frágiles: eran las escaleras de los trepadores.

Los hermanos más jóvenes, encogidos por la distancia hasta alcanzar el tamaño y la apariencia de arañas, se movían por aquellas estructuras y se balanceaban entre las nubes, dejando colgar tras ellos sus delgadas cuerdas y uniendo las torres con puentes que parecían tener la anchura de un dedo y no ser mucho más resistentes que un cabello. Usaban escaleras tan frágiles como telarañas para subir a las plataformas desde las que montaban guardia. Al principio oteaban el horizonte en busca de sabuesos o de herbívoros. Después, o eso dijeron algunos de ellos, se dedicaron a buscar ángeles dorados como los que había en las torres de Santidad, hartos de vigilar y montar guardia cuando nadie veía nunca nada interesante, y el reverendo hermano Laeroa tuvo que esforzarse al máximo para que no cayeran en manos de la Doctrina. A Jhamlees Zoe le habría encantado celebrar una buena sesión disciplinaria o, ¿por qué no?, incluso un juicio por herejía. Después de todo, los encargados de la Doctrina Aceptable se aburrían tanto como el resto de los hermanos.

Las décadas fueron pasando y aquellas torres que empezaron siendo escaladas por meros aficionados conocieron el paso de los entusiastas y, finalmente, de los expertos, que inventaron un culto con sus propios jerarcas y acólitos, sus propios rituales de bautismo y entierro, sus secretos particulares compartidos por todos los adheridos a la fe. Unos cuantos días después de su llegada, cada nuevo acólito era sometido a la prueba que permitiría saber si era digno de convertirse en un trepador o no. Cuando el hermano Mainoa advirtió al hermano Lourai de que los trepadores pronto caerían sobre él, no estaba haciendo más que decirle la pura y simple verdad.

Y no esperaron mucho tiempo.

El hermano Lourai, antes Rillibee Chime, estaba sentado en el refectorio igual que habían hecho generaciones de hermanos antes que él, con la pechera de su túnica haciendo brillar un poquito más el canto de la mesa, esperando oír el gong que le permitiría levantarse de la mesa, llevar su plato a la trampilla de servicio y marcharse a la sala de lavado para cumplir con su jornada laboral de la tarde. La voz que le habló en un susurro fue una auténtica sorpresa, pues venía de un punto situado a su espalda. Y a su espalda no había nada salvo el muro de la sala, una superficie desnuda que por no tener no tenía ni un estante.

—Eh, Lourai —dijo la voz—. Presta atención.

Lourai alzó los ojos y miró a su alrededor, moviendo la cabeza lentamente para que nadie se fijara en él. Sus vecinos más próximos estaban a cierta distancia: eran un grupo de pequeños funcionarios que llegaron hacía poco para aumentar los efectivos del Departamento de Doctrina Aceptable, o eso había dicho Mainoa, y cuanto menos se fijaran en él, mejor sería.

No vio nada salvo las esterillas de hierba de que estaba hecha la pared de la sala.

—Tú —dijo la voz—. Cuando acabes la jornada de hoy. Ha llegado el momento de tu iniciación.

El sonido que siguió a esas palabras era sospechosamente parecido a una risita, una risita muy desagradable a la que le faltaba poco para ser un cacareo burlón. Rillibee cerró los ojos y rezó pidiendo ayuda, pero no obtuvo más respuesta que los gritos de los viejos sentados en el estrado, que no paraban de hablar entre sí. Acabó abriendo los ojos y miró a su alrededor, preguntándose si el Gran Refectorio no contendría algo que pudiera ayudarle.

El refectorio constaba de cuatro salas abovedadas que irradiaban como dedos partiendo de una cúpula central. Bajo la cúpula estaba el estrado de los reverendísimos hermanos: Jhamlees, Fuasoi y Laeroa, así como media docena más. Las salas contenían largas filas de mesas hechas con tallos de hierba, y los penitentes se sentaban a ellas siguiendo un estricto orden de antigüedad. Las mesas eran maravillosas, o eso pensaba Rillibee.

Los tallos de hierba habían sido curvados hasta formar espirales, y las espirales se entrelazaban en dibujos que representaban ramas, hojas y flores. La superficie de cada mesa terminaba en una serie de tallas y dibujos de los que brotaban unas abultadas patas dominadas por el más puro exceso rococó. La madre de Rillibee habría dicho que parecían de mimbre, pues eran muy similares a la vieja mecedora marrón que había junto al fuego. Aquí no había más que hierba, pero la hierba presentaba docenas de colores distintos y podía ser tratada con cien tintes.

Generaciones enteras de hermanos habían acariciado los brazos de aquellas sillas, dándoles lustre a los asientos con sus traseros, abrillantando los retorcidos finales de las mesas con sus vientres y sus mangas. El sitio del hermano Rillibee/Lourai estaba al final de una hilera de mesas tan larga, que si seguía sus superficies, casi acababan empequeñeciéndose en la nada antes de llegar a la cúpula. Aquello hacía que las comidas de los hermanos más jóvenes resultaran francamente solitarias, aunque quizá fuera muy favorable para la meditación.

Y también hacía que la existencia resultara muy solitaria. Las sillas que le flanqueaban estaban vacías. No había nadie a quien pudiera pedirle ayuda, y probablemente tampoco habría nadie dispuesto a ayudarle aunque se lo pidiera. Y, de todas formas, tampoco tenía tiempo de intentarlo, pues el áspero redoble de la campana se impuso a todos los demás sonidos y les puso punto final. Lourai se levantó y siguió a los centenares de siluetas que se dirigieron con paso cansino hacia la trampilla para depositar sus platos dentro de ella, y acabó saliendo de la sala.

En cuanto estuvo al aire libre, salió del patio y tomó por un callejón que rodeaba el refectorio y acababa llevando a la sala de lavados. Cuando llegó allí se colocó ante un lado de la palanca de una bomba y aguardó la llegada de su compañero de trabajo, un hermano anónimo de mediana edad que no tardó en agarrar el otro lado de la palanca, con lo que los dos empezaron el monótono subir y bajar que le arrancaría el agua a un manantial caliente situado muy por debajo de ellos. El agua salía de la bomba para entrar en las marmitas, y cuando las marmitas estaban llenas acababa pasando al depósito de lavado. Cuando el depósito estuviera lleno, las marmitas quedarían vacías.

—Qué estupidez —masculló el hermano Lourai, pensando en baterías solares y bombas impulsadas por el viento, ingenios que eran utilizados por toda la Abadía para bombear el agua del baño, llenar los estanques de los peces y el gran tanque que les proporcionaba el agua que bebían.

—Calla —dijo su compañero de trabajo, mirándole fijamente. Bombear era una penitencia. No se suponía que debiera resultar agradable o que tuviera lógica.

Rillibee se calló. Tenía una jornada que cumplir, y desear que las horas pasasen más deprisa no serviría de nada. De hecho, hoy quizá fuera mejor que la jornada durase lo más posible. Empezó a pensar en su entrevista de ayer con el reverendo hermano Jhamlees.

—Bien, muchacho —había anunciado el reverendo hermano—, aquí dice que tuviste un ataque de nervios en el refectorio y que empezaste a gritar como un loco, haciendo acusaciones sin pies ni cabeza.

Rillibee abrió la boca para replicar, dispuesto a ser osado y dar rienda suelta a la ira que sentía, pero recordó el consejo de Mainoa.

—Sí, reverendo hermano —respondió.

—Sólo te faltaban dos años —siguió diciendo el reverendo hermano. Tenía una cara que parecía hecha de corcho, muy lisa y de un color uniforme, como si llevara una máscara. Todos sus rasgos eran de lo más corriente salvo la nariz, una nariz tan minúscula que hacía pensar en un trocito de tapón incrustado en el centro de su rostro: las fosas nasales eran unas meras rendijas—. Dos años, y tuviste que empezar a sentir dudas. Bueno, ya sabes que aquí no podemos consentir eso, ¿verdad?

—Sí, reverendo hermano.

—Veamos si recuerdas bien tu catecismo. Ah… Sí, ¿cuál es el propósito de la humanidad?

—Poblar la galaxia en el tiempo que le ha concedido Dios.

—Ah, sí, bueno; ¿y cuál es el deber de la mujer?

—Engendrar niños para poblar la galaxia.

—Ah, bueno, sí; ¿y cómo se conseguirá poblar la galaxia?

—Mediante la resurrección de todos aquellos que han existido, remontándonos hasta el tiempo de nuestros primeros padres.

—¿Y qué nos guiará?

—La resurrección del Hijo de Dios y de todos los santos que volverán a ser santos en los últimos días para guiarnos hacia la perfección de la Santidad, la Unidad y la Inmortalidad.

—Hmmm… —dijo el reverendo hermano Jhamlees—. Veo que conoces bien la doctrina. ¿Qué diablos te pasó?

—Reverendo hermano —dijo Rillibee, olvidando el consejo de Mainoa—, cuando resucitemos, ¿será gracias a las máquinas?

—¿Qué quieres decir, muchacho?

—No quedará nadie. La plaga nos habrá matado a todos. ¿Quién se encargará de resucitarnos? ¿Las máquinas?

—Diez azotes por impertinencia —dijo el reverendo hermano Jhamlees Zoe—, y otros diez por falsedad. La plaga no existe, hermano Lourai. No hay ninguna plaga.

—Vi cómo mi madre moría por culpa de la plaga —dijo Rillibee Chime—. Y mi padre y mi hermana también murieron. Puede que hasta yo la lleve dentro. Dicen que a veces tarda años en desarrollarse…

—Fuera —había gritado el reverendo hermano—. Fuera, fuera. —Y con cada grito su rostro se fue poniendo más pálido, hasta que el hermano Lourai se preguntó si el reverendo hermano habría conocido a alguien que hubiese visto los efectos de la plaga.

El hermano Lourai salió del despacho. Desde entonces había estado esperando que alguien le llamara para recibir los veinte azotes que el reverendo hermano Jhamlees le había impuesto como castigo. Nadie le llamó. La única llamada que llegó a sus oídos fue la del refectorio, y no quería acudir a ella. Era la misma llamada que estaba intentando olvidar ahora, bombeando el agua para lavar los platos.

Aun así, era inevitable que la tarea acabase llegando a su fin. Las marmitas fueron vaciadas en una zanja que llevaba a las letrinas, el depósito fue desaguado mediante un conducto que terminaba en los jardines, y el líquido jabonoso se desvaneció por el agujero mientras los hermanos se dispersaban sin decirse ni una palabra. La contraparte de Rillibee que ocupaba el otro extremo de la bomba se arremangó la túnica y se marchó. Rillibee hizo lo mismo, después de haber dejado transcurrir un par de segundos que parecieron eternos.

Pensó que quizá pudiera quedarse en la sala de lavado y esconderse. Pasó unos cuantos minutos dándole vueltas a ese plan y tomándoselo muy en serio, sabiendo que era una estupidez pero no queriendo abandonarlo del todo. ¿Dónde estarían esperándole? ¿En el patio, o quizás en el callejón que llevaba a su dormitorio?

—Vamos —dijo una voz impaciente—. Acabemos con esto.

Responder a la voz haría que se metiese en un buen lío, pero no responder quizás acabara metiéndole en un lío mayor. Fue de mala gana hacia quien le había llamado, cruzó el umbral que llevaba al patio y se metió en el callejón: tres hombres le sujetaron y le obligaron a entrar por una puerta y a seguir por un pasillo que conducía a una habitación desconocida para él. Los hombres que le habían guiado vestían pantalones y camisetas. La luz de la linterna hacía que sus rostros brillaran con una maligna alegría. No cabía duda de que éstos eran los trepadores sobre los que le había prevenido Mainoa. No, la verdad es que no le había prevenido. ¿De qué servía prevenir contra lo inevitable? Pero siempre era posible hablar de ello, darte tiempo para pensar…, aunque a Rillibee ese tiempo no le había servido de nada.

Le llevaron hasta un banco, y Rillibee se sentó para ocultar el temblor de sus piernas. No era miedo. Era otra cosa, algo que quienes le habían capturado quizás hubiesen podido entender, sí tuvieran tiempo para hablar. No había tiempo.

El que parecía llevar la voz cantante —el trío inicial había crecido hasta convertirse en una docena—, fue contoneándose hacia Rillibee.

—¡Llámame Huesos Largos! —anunció. Era flaco y tenía los brazos muy largos, y la lisa piel de su rostro le daba el aspecto de un muchacho, aunque las arrugas que rodeaban sus ojos indicaban que ya no era ningún adolescente. Un mechón de cabello color arena cayó sobre su frente y fue empujado hacia atrás con un gesto cuidadosamente estudiado. Tenía las cejas tan espesas que se le juntaban por encima de la nariz, y sus ojos eran de un azul tan claro que casi parecía blanco. Todo en él estaba estudiado y calculado, desde su pose y su manera de caminar hasta su voz. Aquel hombre había sido fabricado, cierto, pero ¿a partir de qué?

Rillibee percibió todo aquello mientras asentía con la cabeza para dejarles claro que había comprendido. Hablar no serviría de nada. Cuanto menos digas más fácil te será negar que has dicho algo, como le gustaba repetir al jefe de acólitos en Santidad.

—En cuanto a ti, habiéndote observado cuidadosamente durante varios días, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que eres un mirón de las raíces. —Otra vez esa risita, como si aquel insulto tuviera algún significado.

Rillibee volvió a asentir con la cabeza.

—Tienes que admitirlo, mirón. Di que eres un mirón. —La voz era como un canturreo vacío de toda emoción. Como las voces de mosquito de Santidad…

—Soy un mirón —dijo Rillibee, sin sentir ni la más mínima incomodidad.

—Bien —siguió diciendo Huesos Largos, pavoneándose aún más que antes—, los trepadores consideramos que los mirones son la forma de vida más miserable y repugnante que existe. El hermano Shoethai es un mirón. ¿Verdad, chicos?

Un coro de asentimiento. Sí, sí. Los mirones de Hierba eran las criaturas más despreciables del universo.

Rillibee había visto al hermano Shoethai, una criatura deforme de edad incierta que era objeto de burla de toda la Abadía…, aunque las burlas siempre se hacían allí donde no pudiera oírlas, pues el hermano Shoethai trabajaba en el Departamento de Doctrina Aceptable. Huesos Largos miró a Rillibee, dándole un poco de tiempo para que reflexionara sobre lo que acababa de oír.

—Naturalmente, comprendemos que algunos son como el viejo Shoethai y que su constitución les hace incapaces de trepar, y todas esas personas acabarán convirtiéndose en mirones, sin importar lo que hagamos. Aun así, te daremos una oportunidad. Todo el mundo tiene una oportunidad. Es justo, ¿no te parece?

—No me importa ser un mirón —se arriesgó a decir Rillibee.

Sus palabras fueron acogidas con un estallido de gritos y risas por parte de quienes le rodeaban, hombres que habrían podido ser hermanos o primos de Huesos Largos, pues todos tenían la piel tan lisa y el cuerpo tan flaco como él, y todos poseían esos mismos brazos desproporcionados que hacían pensar en los monos.

Huesos Largos agitó la cabeza.

—Oh, claro que te importa, mirón. Es la ignorancia la que te hace hablar así. O puede que sea tu estupidez congénita… Los mirones son colgados de las torres por los pies. Los mirones siempre andan recibiendo palizas. Sus vidas son un infierno, un auténtico infierno, y nadie escogería semejante destino para sí mismo. Es mucho mejor someterse a la prueba y ver qué pasa, ¿no crees? Y si resulta que no puedes trepar…, bueno, quizá decidamos ser misericordiosos. Pero tienes que intentarlo. Son las reglas. —Huesos Largos sonrió. La práctica había conseguido que pareciese una sonrisa bondadosa; sólo la expresión de sus ojos traicionaba la crueldad que ocultaba.

Rillibee vio aquellos ojos y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Eran como los ojos de Wurn. Wurn, ese mocetón eternamente irritado que solía tomar prestados los útiles escolares de Rillibee con la esperanza de que Rillibee se quejaría y así Wurn tendría una excusa para pegarle… Sólo era cuestión de tiempo el que Wurn acabara matando a alguien. Igual que ocurría con Huesos Largos, aunque él quizá ya hubiera matado a alguien. Teniendo en cuenta su edad, era lo más probable, y seguramente volvería a hacerlo. Quizás esta misma noche… A Huesos Largos no le importaría demasiado. Tal vez no deseara que sus víctimas muriesen, pero si el proceso resultaba divertido no le importaría gran cosa. O quizá no estuviera buscando divertirse, quizá buscara otra cosa…

—Los mirones llevan una vida tan horrible, hombrecillo… —estaba diciendo ahora—. Es tan horrible que no puedes ni imaginártela. ¡Si no nos crees, pregúntaselo al viejo Shoethai!

—¿Has visto morir a alguna víctima de la plaga? —le preguntó Rillibee. Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensar en lo que decía, y nada más haberlas pronunciado deseó poder tragárselas, pero el grupo reaccionó como si no supieran a qué se refería.

—¿La plaga? —Huesos Largos se rió—. No intentes ganar tiempo, mirón: no te servirá de nada. Cuéntale tus historias a otro, pero no a nosotros. Ha llegado el momento de que empieces a trepar.

—¿Adónde he de trepar? —preguntó Rillibee, haciendo un esfuerzo para que su voz sonara tranquila y razonable. Esta docena de hombres y los que estuvieran esperándole ocultos en donde fuese eran como una jauría. De niño, Rillibee había visto jaurías. Coyotes, perros salvajes… Joshua le había explicado cómo se comportaban. Si uno de ellos empieza a ladrar, todos los demás le imitan. Era lo que había ocurrido en Santidad. Uno de ellos empieza a jadear y a gruñir, y los demás le imitan. Es lo que hicieron cuando Rillibee empezó a chillar. Cuando consiguieron hacerle caer de la mesa y se lo llevaron a rastras del refectorio, ya había veinte o treinta acólitos chillando como locos. Una jauría… Si no querías verte obligado a luchar con toda una jauría, tenías que impedir que el líder se pusiera a ladrar—. ¿Eres el único que tiene nombre? —le preguntó, intentando ganar tiempo.

Funcionó, al menos durante unos momentos. Le presentaron a Vuelo Alto y a Trepacimas, a Señor de los Mástiles y a Manos de la Torre, a Sube Cuerdas, Puente Largo y Puente Pequeño. Rillibee se distrajo intentando recordar sus nombres y sus caras. Tenían rostros delgados que coronaban cuerpos igualmente delgados, y la mayor parte de ellos poseían los largos brazos y las manos grandes de su líder. Estaba claro que pesar poco era una ventaja. Rillibee tenía las manos ocultas por las mangas de su túnica y se acarició los brazos con la punta de los dedos, sintiendo el abultamiento de los músculos. Todos esos años de ejercicio en Santidad, todos esos años subiendo y bajando por las torres…

Trepacimas estaba mirando fijamente a Huesos Largos, con el rostro vacío de toda expresión y los ojos en blanco. No parecía uno de ésos que siguen a ciegas las instrucciones que les dan, gritando y lanzando vítores: quizá pudiera intentar razonar con él.

Pero no tenía tiempo para eso.

—Los minutos pasan —exclamó Huesos Largos—. La luz se va. ¡Es hora de trepar!

Rillibee se vio rodeado y empujado a lo largo de un pasillo que terminaba en un almacén, subió un tramo de escaleras y cruzó una trampilla que daba al tejado de la sala. Bajo él se veía la pata de una torre, con una frágil escalera que iba por ella hasta llegar al primer soporte, y sobre él había más patas y más escaleras. La niebla flotaba alrededor de la cima de las torres, ocultándolas. Entre las nubes y la tierra se veían las lanzas del sol poniente, esos últimos rayos que daban comienzo al largo crepúsculo de Hierba.

—Éste trepará, éste trepará —murmuró Trepacimas, apretando el hombro de Rillibee con sus fuertes dedos.

—Oh, claro que sí, Trepa, estoy seguro de que lo hará —gruñó Huesos Largos.

Rillibee oyó sus voces por entre el susurro de los demás. Todos los años que había pasado escuchando el zumbar de los mosquitos de Santidad y esforzándose por captar algo que tuviera sentido de entre todas aquellas estupideces le permitieron comprender lo que decían, aunque ellos no hubiesen querido que les oyera.

—Apuesto a que lo conseguirá —dijo Trepacimas—. Me apuesto todo un turno de cocina.

—Hecho —dijo Huesos Largos, riéndose—. Pero creo que es un peso muerto.

Rillibee sintió el hielo de esa risa corriendo por sus huesos.

—Oh, Dios, oh —dijo el loro en su mente.

—Cállate —se dijo Rillibee.

—¿Has dicho algo, mirón?

Rillibee negó con la cabeza. Huesos Largos no era de los que confían en la suerte cuando hacen una apuesta. Cuando estuvieran arriba, Huesos Largos intentaría asegurarse de que iba a ganar, fuera como fuese.

Pero, después de todo, ¿qué importaba? ¿Por qué no le dejaban en paz?

—Dejadme morir —suplicó el loro.

La docena de trepadores rodeó a Rillibee, moviéndose al unísono y pavoneándose como si fueran un solo ser, señalando con el dedo hacia las alturas y los últimos rayos de sol.

—¿Será capaz de trepar? —querían saber, y se acercaron todavía más a él mientras le explicaban las reglas. Le darían tres minutos de ventaja antes de empezar a perseguirle. Si lograba llegar hasta otra escalera y bajar sin que le cogieran, sería un trepador. Si le cogían sería un mirón, pero si había sabido ofrecerles una buena diversión la paliza no sería demasiado grave. Si se caía podía acabar siendo un peso muerto, dependiendo de la altura desde la que cayera. Oh, podía salir bien librado, desde luego. Pero si no trepaba moriría allí mismo, encima del tejado. Le meterían la cara en la mierda y le pegarían en el estómago hasta que deseara haber muerto allí arriba, y no en el tejado. Si no trepaba, le dijo Huesos Largos, la anatomía del hermano Lourai podría ofrecerles muchos placeres antes de que le mataran. Sus palabras fueron respaldadas por las anchas sonrisas y los ojos febriles de los demás—. Arriba —canturrearon—. Arriba, Lourai. Ha llegado el momento de tu iniciación. ¡Tienes que trepar! —La palabra «trepar» brotó como un aullido de medio centenar de gargantas más atraídas por el ruido que habían hecho, y los propietarios de aquellas gargantas se apresuraron a reunirse con la docena inicial, trepando por la pared de la sala gracias a las sogas de hierba que les dejaron caer los de arriba. El tejado se llenó de gente—. ¡Trepa, Lourai! ¡Trepa! —gritaban los Hermanos de Santidad, los Hermanos Verdes con nombres de Hermano Verde como Huazoi y Flumzee, y sus rostros enrojecidos anhelaban verle morir.

Se aburren, había dicho el hermano Mainoa. Se aburren tanto que acaban volviéndose locos. Y el hermano Lourai tendría que aprender a seguirles la corriente.

Acabó tomando una decisión, pero no fue por las amenazas. Durante los últimos años había pensado tantas veces en morir… No veía razón alguna por la que debiera seguir viviendo cuando Joshua, Songbird y Miriam habían muerto. Morir no le parecía demasiado terrible, aunque el proceso de la muerte siempre daba la impresión de ser un poco más complicado de lo que habría querido. Bien, ése era el problema al que se enfrentaba ahora: morirse. Si se ponía en manos de la jauría tendría que soportar el dolor y la humillación, y no quería eso. Si iba a morir quería morir en paz, y no hecho pedazos por un bárbaro de brazos desproporcionados como Huesos Largos.

Pero lo que realmente le hizo avanzar hacia la primera escalera fue el ruido que hacían, esa cacofonía burlona centrada en él mismo, y el saber que no le dejarían en paz hasta que no hiciese algo.

La escalera no le asustaba. Todos esos años subiendo y bajando por las torres de Santidad, diez veces más altas que éstas… Sabía que no debía mirar hacia abajo, y sabía que necesitaba agarrarse bien antes de hacer cualquier movimiento. Subió por la escalera, despacio al principio y luego más aprisa, con los ojos vueltos hacia arriba, viendo algo que los del tejado estaba claro que no habían visto o en lo que no se habían fijado.

La niebla estaba bajando. La niebla estaba cayendo sobre la Abadía. Las cimas de las torres ya habían quedado ocultas, y los puentes que parecían hechos con seda de araña estaban adornados con sus velos. Quizá los del tejado no se dieran cuenta de ello a tiempo, siempre que pudiera llevarles una delantera suficiente.

Llegó al primer soporte de la torre. Si quería alcanzar la otra escalera tendría que deslizarse por un barrote de hierba tan grueso como su muslo. El barrote era redondeado y los soportes de Santidad eran cuadrados, pero este barrote era más grueso que los soportes por los que se había movido en los pozos de caída. Rillibee corrió por el barrote sin pararse a pensar en lo que hacía y empezó a subir por la segunda escalera mientras sus ojos examinaban la ruta que le esperaba, fijándose en dónde estaban las escaleras, los puentes…, ¿y dónde estaba la nube más próxima?

Un aullido subió hasta él. Su carrera les había dejado admirados. ¡Los recién llegados no corrían por los soportes! Los tres minutos aún no habían terminado, pero Huesos Largos decidió no seguir esperando. Empezó a subir por la escalera, aunque algunos de los trepadores tuvieron la temeridad de gritar: «Tiempo. Tiempo. ¡Trampa!».

Rillibee Chime sintió cómo la ira le dominaba. Huesos Largos había roto sus propias reglas. ¿Qué derecho tenía a romper sus propias reglas?

Huesos Largos no hizo caso de los gritos, y un instante después sus seguidores se pusieron en marcha. Vuelo Alto y Manos de la Torre iban delante, con Puente Largo pisándoles los talones. Trepacimas no se movió. Se quedó en el tejado, gritando:

—No le has dado todo el tiempo al que tenía derecho, Huesos. No le has dado el tiempo…

Rillibee le oyó, y oyó también el grito de aprobación que saludó esas palabras, emitido por lo que parecía una docena de gargantas. Trepacimas tenía sus admiradores.

Rillibee también oyó el ruido que hacía Huesos Largos, las amenazas y las risitas que pretendían ponerle nervioso y hacer que empezara a temblar. Pero el sonido sólo sirvió para darle combustible a su ira, para hacer que se moviera con más seguridad y rapidez. Había tres escaleras más entre él y la nube que bajaba lentamente hacia el tejado. Ya se había aprendido de memoria la posición de las escaleras y puentes situados encima de la nube, y había visto algo que podía resultarle útil si acababa decidiéndose por la vida, y varias cosas que podía utilizar si decidía morir. Espoleado por la vida, poseído por un demonio terco hecho en parte de miedo y en parte de odio, trepó y trepó cada vez más aprisa, impulsándose con las manos y los pies mientras desde abajo le llegaba el aullido de los trepadores: su tiempo había terminado, y el resto del grupo se lanzó hacia las torres.

—Vamos a por ti, mirón —gritó Huesos Largos, exultante—. Vamos a por ti…

Rillibee corrió el riesgo de lanzar una rápida mirada hacia atrás. El suelo quedaba muy lejos de él. El extremo de la escalera que tenía debajo estaba lleno de trepadores, igual que los de las escaleras que le flanqueaban. Siguió subiendo. Dos carreras más a lo largo de soportes que iban haciéndose más delgados cuanto más subía y, finalmente, la escalera que llevaba hacia la niebla.

La ira hizo que se pusiera tenso, y la tensión le hizo jadear en busca de aire, y empezó a sentir un cierto dolor en los brazos. Ni el jadeo ni el dolor eran tan graves como para hacerle caer. Todavía no… Pero sabía que la caída era una posibilidad. Sí, con el tiempo acabaría cayendo. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Sintió la humedad de la niebla en sus mejillas, calmando su ardor. Siguió trepando.

Y, de repente, se vio envuelto en niebla, una niebla tan espesa como una gran lona que cayó sobre él ocultándole con su masa impenetrable. Quienes estaban debajo ya no podían verle, y él tampoco podía verles a ellos. Estaba solo en la nube, y la única pista de hacia dónde iba o si les tenía cerca era el temblor de la torre. Siguió subiendo más despacio que antes, mirando hacia los lados, intentando ver algo por entre la creciente oscuridad. Lo que había estado buscando apareció al fin bajo la forma de una sombra, una protuberancia de la torre que se lanzaba hacia el vacío y terminaba perdiéndose en la neblina gris a un par de metros de distancia.

Rillibee se desanudó el cordón que sujetaba su túnica, se la quitó, hizo una bola con ella y la ató al extremo del cordón. Vestido con unos pantalones y una camisa sin mangas, se arrastró por la protuberancia de la torre, con el cordón colgando de su cuello y la bola de la túnica balanceándose contra su pecho. La protuberancia era un resto de cuando se construyó la torre, un soporte del que habrían colgado una polea para subir materiales desde abajo. Su parte inferior estaba sostenida por una serie de remaches colocados en diagonal. A su espalda, las patas de araña de la torre se desvanecían en la humedad grisácea de la nube. Tomó asiento detrás del último remache y esperó, perdido en una burbuja de niebla que absorbía y apagaba todos los sonidos.

A unos tres o cuatro metros por debajo de la protuberancia había un puente: tres cuerdas colgadas de su torre que terminaban en otra torre no muy lejana, una cuerda para caminar sobre ella y dos para agarrarse, con cables más delgados yendo de una a otra. Rillibee no podía verlo, pero sabía que estaba allí. Lo había visto desde abajo y se había aprendido de memoria su posición. Tenía la esperanza de que estuviera lo bastante cerca como para que el cordón de su túnica pudiera alcanzarlo.

Metió las piernas en el ángulo del soporte que tenía debajo, hizo girar la bola de su túnica como si fuera un péndulo, ganando impulso con cada giro, y acabó lanzándola hacia arriba, hacia el puente que había por encima de él. Su intención era atar los dos extremos del cordón para hacer un lazo y quedar suspendido debajo del puente, perdido en la niebla, allí donde a nadie se le ocurriría buscarle. Tiró del cordón y, desesperado, se dio cuenta de que estaba atascado en el puente. Siguió tirando de él, pero ya había comprendido que su plan jamás habría funcionado. El peso de su cuerpo habría hecho bajar el puente de cuerdas. Quienes treparan cada noche a estas alturas sabrían que había alguien suspendido de su centro, y si no podían encontrar a esa persona en el puente la buscarían debajo de él.

Bien, tanto daba. Tragó una honda bocanada de aire y se quedó quieto, acuclillado en la protuberancia, sosteniendo el extremo del cordón en su mano. Alguien gruñía y farfullaba por debajo de él, a pocos metros de distancia.

—¡Ahí arriba! —gritó Huesos Largos, y su histérica alegría hizo que se le quebrara la voz—. Está ahí arriba… —Otras voces le respondieron, no muy lejos.

Rillibee esperó. Si decidían trepar a la protuberancia, saltaría. Caer desde esta altura significaba una muerte casi segura. Tenía la esperanza de chocar contra el suelo, y no contra un grueso techo de hierba. Concentró su mente en esa idea y se quedó tan inmóvil como una piedra: apenas respiraba.

Alguien pasó de largo junto a él y trepó por la torre, seguido por alguien más. Rillibee tuvo una idea y tiró del cordón, notando cómo el movimiento se transmitía al puente de cuerdas que había sobre él.

—Está en el puente —chilló Huesos Largos—. He notado cómo se movía. ¡Está en el puente!

Un grito de respuesta surgido de la torre donde terminaba el puente desgarró la niebla.

El cordón saltó y bailó en las manos de Rillibee, transmitiéndole el movimiento del puente a medida que los trepadores iban entrando en él. Dejó colgar el cordón a su espalda y volvió hacia la torre, impulsándose cautelosamente con las manos, aguzando el oído para captar la proximidad de cualquier trepador, perdiéndose en la niebla para bajar igual que había subido: a veces tenía que echarse a un lado para esquivar las sombras y dejar pasar a los espectros que no paraban de gritar; a veces resbalaba por escaleras empapadas de niebla, invisible, escondido por las nubes, teniendo la impresión de haberse convertido en parte del cielo. Sobre su cabeza había una discordancia de voces, instrucciones confusas y desorientación, gritos de «Aquí está» mezclados con otros gritos que preguntaban «¿Dónde está?».

No había nadie vigilando el extremo de la escalera por la que había trepado. El tejado estaba vacío. La niebla ya casi había llegado hasta allí y la puerta estaba abierta, revelando el desierto tramo de escaleras de abajo. Desde arriba seguían llegándole voces que gritaban «Aquí, aquí», y la escalera aún vibraba con el peso de los cuerpos que corrían de un lado para otro. Rillibee bajó las escaleras sin hacer ruido, atravesó la sala, salió al callejón y volvió a su celda del nuevo dormitorio, que aún no estaba terminado y en el que no dormía casi nadie. Al entrar en el dormitorio oyó un grito que se iba haciendo más y más débil, como el que podría emitir alguien que cayera desde una gran altura sin llegar nunca al suelo.

Una vez dentro de su celda, se metió bajo su catre y se quedó inmóvil, pegado a la pared, conteniendo la respiración. Esa noche su puerta se abrió dos veces y un haz luminoso recorrió el interior de la celda.

Se levantó antes del amanecer y volvió a la torre, avanzando por entre la luz grisácea hasta llegar al puente en el que había quedado atrapada su túnica, con el cordón colgando bajo ella. Una manga se había soltado del nudo y estaba precariamente enroscada alrededor de la cuerda para poner los pies, lo suficiente como para impedir que cayera pero no lo bastante llamativa como para que alguien se hubiera fijado en ella. Rillibee recuperó su túnica y se la puso. Después se quedó un buen rato sentado en un remache, contemplando la Abadía y la pradera que la rodeaba.

—Dejadme morir —dijo el loro dentro de su cabeza.

—Eso había planeado hacer —replicó él—. Esta misma mañana…

Decidió posponerlo un poco. Había planeado morir esta mañana, pero el panorama que podía ver desde aquí arriba era muy interesante. La hierba ondulaba bajo él como si fuera un mar interminable, extendiéndose en todas direcciones hasta confundirse con un horizonte ilimitado. Y en la hierba había cosas que se movían: grandes bestias con cuellos cubiertos de espinas recorrían el risco. Hippae. Unas criaturas blancas del tamaño de un torso humano reptaban por entre las raíces de la hierba: mirones. Al sur se veía una hilera de grandes herbívoros que iban lentamente hacia el este. Rillibee contempló todos aquellos seres, vio las nubes de pájaros que se movían por entre la hierba y percibió las ondulaciones que indicaban el misterioso desplazamiento de criaturas a las que no podía ver. Ojalá hubiera árboles. Si al menos hubiera árboles… Aun así, la cálida luz del sol caía sobre él como una bendición, como la promesa de que el futuro le reservaba algo bueno.

El sol empezó a subir por el cielo, y Rillibee empezó a sentir el hambre suficiente como para bajar de la torre e ir a desayunar.

Le interrumpieron dos veces mientras comía.

Primero apareció Huesos Largos: recorrió la gran hilera de mesas y, con voz siseante, le dijo:

—¡Nadie me hace quedar en ridículo y sale bien librado, Lourai! Andate con cuidado, porque iré a por ti.

Y después apareció un hombre que dijo llamarse Nudos. Iba acompañado por dos hombres más cuya misión no parecía ser tanto el vigilar a Rillibee como el contener a Nudos.

—Trepacimas se mató anoche, mirón —le dijo Nudos, y en su rostro había una mezcla de ira y frustración—. Algunos de nosotros éramos amigos suyos, y creemos que le hiciste caer cuando bajabas.

—Subí —le explicó Rillibee, sin mirarle a la cara (pues Nudos tenía el rostro lívido a causa del resentimiento, y estaba claro que no comprendería nada de cuanto le dijese), clavando los ojos en los otros dos—. Me escondí en la niebla, dejé pasar a todo el mundo y volví a bajar por la misma escalera. No hice caer a nadie de ningún sitio y, según vuestras propias reglas, ya no soy un mirón.

Los dos miembros más tranquilos de la delegación intercambiaron una rápida mirada.

—Yo vigilaba la puerta, y no te vi pasar —gruñó Nudos—. Mataste a Trepacimas y bajaste por alguna otra ruta.

—Bajé por el mismo camino y entré por la misma puerta. No había nadie vigilándola —dijo Rillibee, harto de todo aquel asunto—. No había nadie.

—Yo estaba allí —afirmó Nudos, poniéndose rojo y mirando de soslayo a sus compañeros—. Huesos Largos me dijo que me quedara allí para vigilar la puerta, y eso hice.

Se dio la vuelta y se marchó. Rillibee le siguió con los ojos. Sus dos compañeros le siguieron unos instantes después. Rillibee se preguntó si la mentira de Nudos les habría resultado tan patente como a él. Le habían dicho que vigilara la puerta, pero abandonó su puesto y después negó haberlo hecho. Aquella negativa le iba muy bien a Huesos Largos, pues servía para que los demás sospecharan que Rillibee era el causante de la muerte de Trepacimas. Si alguien había matado a Trepacimas, tenía que ser el mismo Huesos Largos.

Bien, bien… Un centinela que no era digno de confianza y un líder de jauría capaz de cualquier traición: buenos enemigos, desde luego… Rillibee suspiró, deseando haber tenido el valor necesario para saltar de la protuberancia la noche pasada, cuando podía hacerlo. O al amanecer, tal y como había planeado.

Estaba empezando a pensar que quizá debiera volver a subir por la torre cuando hubo otra interrupción. Media docena de hermanos jóvenes le frotaron la cabeza, se rieron y le dijeron que había logrado despistarles, que era genial, y le bautizaron allí mismo como Willy el Trepa porque trepaba mejor que cualquier otro mirón de su generación. Le apreciaban porque había logrado tomarle el pelo a Huesos Largos, que no les caía bien, y porque les había proporcionado una buena diversión, y Rillibee se convirtió en uno de ellos, un líder, y unos cuantos prometieron guardarle las espaldas y protegerle de Nudos porque todo el mundo sabía que era un mierda, y también le protegerían de Huesos Largos, que reñía a los demás porque violaban las reglas pero se pasaba la vida violándolas.

Aquella amistad ofrecida sin ninguna clase de condiciones bastó para hacer que Rillibee dejara de pensar en la muerte durante algún tiempo. Trepó a las cimas cada tarde, hacia el ocaso, acompañado por sus recién hallados amigos, y se pasó horas enteras sentado en un soporte, canturreando su propio nombre mientras los demás se perseguían por los puentes. No se daba cuenta de nada, salvo del impacto de las grandes mariposas nocturnas cuyos gordos cuerpos chocaban contra él y de los mirones que entonaban sus himnos entre las raíces de la hierba. Cada crepúsculo dejaba de ser el hermano Lourai y volvía a convertirse en Rillibee Chime y, al caer la noche, permanecía inmóvil, en silencio, recordando a los suyos y el sitio donde nació, y abría los labios para repetir sus nombres una y otra vez: Rillibee Chime, Songbird Chime, Joshua Chime, Miriam Chime… Cuando sus amigos le llamaban Willy el Trepa también respondía a ese nombre. Cuando estaba en la jauría era Willy el Trepa, y tener tantos nombres le convertía en un ser múltiple, o eso le parecía. Rillibee, Lourai, Willy…, como si le hubieran doblado y recortado igual que se hace con las muñecas de papel, creando una cadena que se extendía desde el planeta de su nacimiento hasta estos pináculos envueltos en nubes donde no tardaría en morir, cuando el aburrimiento y la depresión volvieran a dominarle.

En el despacho de Jhamlees Zoe, jefe del Departamento de Seguridad y Doctrina Aceptable, el hombre responsable del gobierno de la Abadía deshacía por tercera o cuarta vez un paquete recibido mucho tiempo atrás. En su interior había una serie de hojas de papel que, como todas las comunicaciones del Jerarca —incluso aquellas que sólo usaban su nombre pero que nunca habían sido escritas por él—, empezaba con el encabezamiento: «Querido Hermano en Santidad». Y el texto seguía y seguía, bla, bla, bla, páginas y páginas surgidas de un omnisecretario, tan incoloras como un plato de gachas y tan carentes de significado como el canturreo de un mirón. La sustancia se hallaba hacia la mitad del mensaje, y consistía en dos páginas escritas por una mano familiar:

«Mi querido y viejo amigo Nods: cuando leas esto seré el nuevo Jerarca de Santidad». Lo cual resultaba muy interesante. Cory siempre había dicho que algún día llegaría a Jerarca, incluso cuando estaban juntos en el seminario y apenas si eran unos críos. Jhamlees Zoe agitó la cabeza. Bueno, eso demostraba que Cory era realmente implacable, ¿no?

Siguió leyendo:

El Jerarca anterior, un tal Carlos Yrarier, escogió a su sobrino Roderigo, no sé por qué esotérica razón, para que fuese a Hierba y descubriera si vuestro mundo está libre de la plaga y si hay alguna cura a ésta. Presta atención, viejo amigo: aunque la política oficial sigue negando su existencia, la plaga está aquí, igual que está por todas partes. Si Yrarier no consigue encontrar la cura en Hierba, quizá tengamos que acabar confiando en las máquinas para que nos resuciten cuando el peligro haya desaparecido. Al menos, para que resuciten a unos cuantos… Gente como tú y como yo, viejo amigo. ¡Ya sabes que Santidad jamás ha tenido intención de resucitar a muchos! ¿Por qué devolverle la vida a toda esa escoria que no supo hacer nada con ella cuando la tenía?

Jhamlees volvió a asentir con la cabeza. Sí, eso decía la doctrina, aunque aquella doctrina jamás hubiera llegado a ser compartida con las masas. Si las máquinas acababan despertándoles en algún maravilloso mundo futuro, el proceso del despertar sería muy selectivo. La muestra de tejido de Jhamlees estaba en la máquina «A», junto con unos centenares de miles más. En cuanto a todos los miles de millones restantes, se les podía resucitar si llegaba a ser necesario, pero era dudoso que tal eventualidad llegara a presentarse nunca.

La carta seguía diciendo:

Sin embargo, dado que existe una posibilidad de que vuestro mundo esté libre de la plaga, tengo planeado visitar Hierba acompañado por el personal y el equipo necesarios para hacer cuanto debe hacerse con vistas a encontrar la cura en el plazo más breve posible. Pero obraremos con discreción. No deseamos que la información sobre la plaga o la cura, suponiendo que la encontremos, llegue a esparcirse demasiado. Algunos Ancianos ven en esta plaga la Mano de Dios Todopoderoso que eliminará a los paganos y dejará los mundos limpios para que sólo Santidad pueda poblarlos. Apresura el día de la venida, ya sabes… No estoy convencido de que todo esto sea obra de la Mano de Dios, pero aun así estoy dispuesto a aprovechar la ocasión.

La información recibida inicialmente por Santidad decía que una persona o un grupo de ellas afectadas por la plaga llegó a Hierba y se marchó habiendo sanado. Pronto visitaré Hierba, con la serena esperanza de que esto sea cierto. Actuar de forma demasiado precipitada sería peligroso, por lo que debo tardar más de lo que me gustaría. Aun así, supongo que llegaré poco después que Yrarier, ya que antes habré hecho algunas paradas rituales aquí y allá…, paradas que se supone son la razón de mi viaje. De ser necesario, algunas de esas visitas ceremoniales siempre pueden ser acortadas. En cuanto tengas la primera sospecha de que Yrarier ha descubierto algo, por poco que sea, debes avisarme al lugar adecuado guiándote por el itinerario que te envío.

Jhamlees desdobló el itinerario y terminó de leer el resto de la carta.

No hace falta decir que no deseamos ningún tipo de agitación prematura. Aquí todo pende de un hilo, y la situación oscila locamente como la aguja de una brújula cuando no encuentra el polo. Mientras te escribo esto, el viejo Jerarca agoniza a causa de la plaga. Tu viejo amigo y primo todavía no ha sentido su feo roce y está decidido a visitar Hierba para que nunca sea tocado por ninguna mano salvo la de la amistad. ¡Mantenme informado de lo que ocurre!

La carta estaba firmada por Cory Strange, el primer amigo que tuvo Nods, un amigo de la antigua época en la que era Nods Noddingale, muchas décadas antes de que se convirtiera en Jhamlees Zoe.

Bueno, el Embajador Yrarier llevaba muy poco tiempo en Hierba. Jhamlees Zoe aún no había tenido ninguna noticia de la plaga, pero le parecía improbable que llegara a tener alguna. De todas formas, hablaría del asunto con su subordinado Noazee Fuasoi, y le diría que deseaba ser informado sobre cualquier rumor que se saliera de lo corriente. Eso debería ser lo bastante vago como para no resultar peligroso.

Y, pensando en todo aquello, Jhamlees Zoe volvió a guardar la carta y el itinerario dentro de su envoltorio y escondió el bulto resultante en sus archivos.

Rillibee pasó un tiempo cumpliendo con lo que se esperaba de él: las oraciones, los cánticos de la mañana y de la tarde, algún servicio especial de vez en cuando y los deberes rutinarios ocupando el resto de sus horas libres. Las primaveras bendecidas por el sol daban bastante trabajo de jardinería, igual que ocurría durante los veranos y los otoños: una cosecha sucedía a otra en una cadena interminable favorecida por la lluvia, que no solía ser muy abundante. Aunque la larga órbita elíptica del planeta hacía que a mediados del verano éste pasara casi bajo las pestañas del sol, la Abadía estaba muy al norte, y eso ayudaba a que el calor resultara casi soportable. Había cerdos que cuidar y sacrificar, así como gallinas que alimentar y matar. Había que guardar la comida para el invierno. Le dijeron que siempre estaría ocupado y que no tardarían en asignarle un trabajo permanente.

Cuando llegó ese día, Rillibee se escabulló por entre la hierba con su atuendo de hermano Lourai. Iba acompañado por el hermano Mainoa, y los dos hablaron sobre el futuro de Rillibee. Aquella mañana había vuelto a tomar la decisión de posponer un poco más su muerte, pero en lo que respectaba a la Abadía ese propósito no era suficiente.

—Quieren saber qué quiero hacer —dijo Rillibee con voz algo ofendida—. Tengo que responderles esta tarde.

—Muy bien —dijo el hermano Mainoa sin perder la calma—. Ahora que ya te has aclimatado y todos sabemos que los monos trepadores no van a matarte (y ese hermano Flumzee que se hace llamar Huesos Largos ha matado a unos cuantos, aunque tanto él como sus amigos siempre afirman que fueron muertes accidentales), los que están por encima de nosotros deben decidir qué hacen contigo.

—No entiendo por qué está tan seguro de que los trepadores ya no quieren verme muerto —protestó Rillibee—. Hay unos cuantos que siguen decididos a matarme. Huesos Largos quiere verme muerto porque dice que le puse en ridículo. Había apostado que acabaría convertido en puré contra el suelo. Los amigos de Trepacimas quieren que pague la apuesta. Huesos Largos dice que hizo la apuesta con Trepacimas y que con él muerto no tiene que pagarle a nadie, pero ellos siguen insistiendo, y eso hace que me odie todavía más. Nudos quiere verme desaparecer porque le he hecho quedar como un mentiroso. Cuanto más les evito, más quieren verme muerto.

—Bueno, hermano, creo que deberías darles lo que quieren. Yo siempre intento obrar así. Cuando alguien anhela conseguir una cosa, siempre intento darle lo que quiere. ¿Quieren que te esfumes? Pues deberías esfumarte. Creo que lo mejor sería que vinieras conmigo a las excavaciones, sobre todo si podemos hacerlo antes de que el reverendo hermano Jhamlees Zoe se acuerde de esos veinte azotes que te prometió, cosa de la que me he enterado gracias a alguien cuyo nombre no recuerdo. Sin embargo, si dices que quieres venir conmigo a las excavaciones, el reverendo hermano te mandará a cualquier otro lugar de Hierba salvo allí. —El hermano Mainoa chupó el tallo que estaba masticando y trató de encontrarle una solución al problema—. Verás, Lourai, creo que lo mejor será que pongas cara de estar muy deprimido y que les preguntes a qué puedes dedicarte. Mencionarán media docena de cosas, incluyendo las excavaciones. Hablarán de los jardines, los gallineros, la pocilga, el taller de carpintería, el telar y las excavaciones… En caso de que no las mencionen, habla tú de ellas. Di: «Vi las excavaciones cuando el hermano Mainoa me llevó a la Abadía». Mete el tema en la conversación y después, cuando digan «excavaciones», tú dices: «¿Cavar, reverendo hermano? Bueno, estuve allí, y no creo que vaya a gustarme mucho».

—¿Por qué he de andarme con tantos rodeos? Creí haberle oído decir que el reverendo hermano Laeroa no era mala persona.

—Oh, Laeroa es un buen tipo. Hay muchas cosas que le interesan… Las excavaciones, los jardines… Y también es un gran botánico. Pero no será Laeroa quien te asigne el trabajo. Eso es algo que corresponde al Departamento de Precariedad y Doctrina Deleznable, y al Reverendo Gilipollas Noazee Fuasoi. Fuasoi odia a todo el mundo. Le encanta obligarte a hacer justo lo que no te gusta hacer, por lo que el Gilipollas Fuasoi se encarga de asignar todos los puestos de trabajo…, él y su ayudante, Shoethai. Claro que Shoethai apenas si cuenta, por lo que podemos olvidarnos de él.

—¿Cómo se puede olvidar a alguien con ese aspecto?

—Bueno, admito que tiene los rasgos algo fuera de su sitio, pero…

—Su cara es una auténtica pesadilla, igual que el resto de su persona. La primera vez que le vi no supe si quería vomitar o matarle. Parece un monstruo al que alguien hubiera intentado hacer pedazos.

—Creo que alguien lo intentó. Su padre, si haces caso de los rumores… Cuando vio qué aspecto tenía intentó matarle, pero parece que no lo consiguió del todo. Sacaron sus células del archivo y le condenaron a la muerte absoluta. Shoethai acabó en Santidad y fue educado allí. Supongo que Fuasoi ha acabado acostumbrándose a su aspecto…, al menos, se ha acostumbrado lo suficiente para traerle aquí. En cuanto a los otros dos ayudantes de la Doctrina, Yavi y Fumo, siempre he pensado que se parecen un poco a los mirones. Rechonchos, bajitos y con muy poca cosa que merezca llamarse cara. —Empezó a cantar—. Jhamlees Zoe y Noazee Fuasoi, Yavi y Fumo y Shooooethai —alargando el nombre de este último para que encajara mejor en la canción—. Hay algo raro en Fuasoi y Shoethai. ¡Algo raro, sí señor!

—Y usted quiere que le diga…

—Haz caso de lo que te he dicho —le interrumpió el hermano Mainoa—. Pon cara de estar deprimido y diles que no crees que eso de las excavaciones vaya a gustarte demasiado.

—¿Y usted cree que sí va a gustarme?

—¿El qué?

—El cavar.

—Te gustará más que pasarte los próximos cuatro o cinco años terrestres en la Abadía, aunque durante el último par de semanas hayas logrado convertirte en todo un trepador celeste. Puede que ahora eso te parezca muy emocionante, pero si vives el tiempo suficiente acabará aburriéndote. En cuanto has visto un trozo de cielo ya lo has visto todo, ¿no? La niebla es la niebla, la calina calina y una mariposa se parece mucho a cualquier otra. Con el tiempo tus guardaespaldas se volverán descuidados: dejarán de vigilarte, y entonces Huesos Largos o uno de sus amigotes te hará caer de una torre. Pero en las excavaciones no hay nadie interesado en matarte, y siempre estamos descubriendo cosas nuevas. Es interesante. Aquí no hay más que plegarias cinco veces al día y paseos de penitencia entre servicio y servicio. Aquí todo es aprenderse la Doctrina de memoria y mantener la boca cerrada, porque si Fuasoi no está escuchando ten la seguridad de que uno de sus amiguitos sí lo hará. Yavi, Fumo o Shoethai…, escoge.

El hermano Lourai emitió un gruñido de asentimiento, se puso en pie de mala gana y fue hacia la Abadía. Mientras se alejaba, logró que su rostro adoptara una más que aceptable expresión de estar deprimido sin tener que hacer ningún esfuerzo interpretativo. Entre una exaltación nocturna y otra había empezado a comprender que, aunque quizás hubiera vuelto a encontrar su viejo yo, el redescubrimiento había tenido lugar en un sitio desconocido que iba a ser su hogar durante el resto de su vida. Desde que se le llevaron del cañón cuando tenía doce años había albergado la esperanza de que algún día volvería a su hogar y vería los árboles. A veces soñaba con árboles. Ahora su esperanza de volver a ver un árbol estaba empezando a morir.

El hermano Mainoa suspiró, contemplando la figura que se alejaba.

Siente nostalgia, se dijo a sí mismo. Igual que yo al principio.

Y, de entre la hierba, brotó un ronroneo interrogativo que hacía pensar en un gruñido muy suave.

El hermano Mainoa estaba muy acostumbrado a oírlo y ni tan siquiera se sobresaltó. Cerró los ojos y se concentró. ¿Cómo explicar lo que era la nostalgia? El anhelo de estar en un sitio que uno conoce muy bien, pensó. Un sitio que necesitas para ser feliz. Su mente formó las palabras y trató de crear unas cuantas imágenes. Volver a casa de noche y ver una lámpara encendida. Abrir una puerta familiar. Sentir unos brazos que te rodean…

Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas y se las secó, algo irritado consigo mismo. Como solía ocurrir, el sentimiento que intentaba transmitir había sido captado y devuelto con mucha más fuerza.

—Malditas criaturas… —dijo.

Un gruñido contrito.

—La última vez que te vi estabas cerca de la excavación. Bueno, ¿qué estás haciendo aquí?

Y en su mente apareció la imagen de un bosquecillo cercano a las zanjas. En el centro del bosquecillo había un espacio vacío. Manchones de color amatista y rosa iban y venían alrededor de ese vacío, aullando.

—¿Me echabas de menos?

Un ronroneo.

—Volveré dentro de uno o dos días. Estoy intentando conseguir que el hermano Lourai venga conmigo, si se lo permiten. Un hombre nuevo que aún conserve algo de sentido común me será más útil que uno de esos viejos que tienen la cabeza tan blanda y hueca como una esponja. «Sí, hermano. No, hermano…». Fingen estar de acuerdo con cuanto les digo, y salen corriendo para informar a los de la Doctrina apenas vuelvo la espalda. Y no dejes que el hermano Lourai te vea hasta que yo te lo diga, ¿entendido? Se llevaría tal susto que perdería un año de vida, por lo menos… Y aún le falta acabar de crecer. Pobre chico. Está hecho un lío. Tendría que haber vuelto a su casa este año, pero no pudo aguantar lo suficiente.

La imagen de la puerta abriéndose, el contacto de unos brazos. El hermano Mainoa asintió mientras llenaba su pipa con un dedo cubierto de callosidades.

—Eso es. —Sacudió la bolsa en donde guardaba su tabaco, una hierba seca a la que seguía llamando tabaco pese a todos los años transcurridos. Suspiró—. Se me ha acabado esa hierba de color escarlata que arde tan bien. Alguien me habló de otra que…

Silencio, ningún ronroneo, nada que percibir salvo una especie de respiración muy suave. Una imagen empezó a formarse lentamente en el cerebro del hermano Mainoa: los edificios de la Colina del Ópalo. El hermano Mainoa los conocía muy bien. Había ayudado a diseñar sus jardines.

—La Colina del Ópalo —dijo, demostrando haber entendido la imagen.

La imagen se expandió y se fue volviendo más complicada. Un hombre, una mujer, un chico y una chica. Su forma de vestir indicaba que no eran nativos de Hierba. ¡Y caballos! Dios santo, ¿de dónde habían sacado esos caballos?

—Eso son caballos —jadeó—. De la Tierra… Dios, no he visto un caballo desde que tenía cinco o seis años. —Se calló, sintiendo la presión que se agolpaba en su cerebro, la demanda.

—Háblame —decían las imágenes de su cerebro—. Háblame de la gente que vive en la Colina del Ópalo.

El hermano Mainoa agitó la cabeza.

—No puedo. No sé quiénes son. Ni tan siquiera he oído hablar de ellos.

La imagen de un caballo, extrañamente empequeñecido junto a su jinete humano, un matiz interrogativo.

—Los caballos son animales de la Tierra. Los hombres montan en ellos. Hay como una docena de animales realmente domesticados: los caballos son una de esas especies, y son tan felices viviendo con el hombre como lo serían viviendo en estado salvaje…

Duda.

—No, de veras. —Preguntándose si era cierto.

El hermano Mainoa recibió una fuerte oleada de insatisfacción. Quien le interrogaba quería más información.

—Intentaré averiguarlo —dijo el hermano Mainoa—. Debe haber alguien a quien pueda preguntárselo…

La presencia se había esfumado. El hermano Mainoa sabía que si buscaba por entre la hierba no encontraría nada. Ya lo había hecho muchas veces y siempre había encontrado lo mismo: nada. Fuera cual fuese el ser que hablaba con él (y Mainoa tenía sus propias sospechas sobre la identidad de su interlocutor), no deseaba ser visto.

Oyó un grito en el sendero: la voz del hermano Lourai. «Main-o-a». El hermano Mainoa se puso en pie y fue hacia el punto desde donde le llegaba la voz, avanzando por el sendero que llevaba a la Abadía sin dar ninguna señal de apresuramiento o interés. El hermano Lourai corrió hacia él, jadeante.

—El reverendo hermano Laeroa quiere hablar con usted.

—¿Qué he hecho ahora?

—Nada. Quiero decir, nada nuevo. Vi al reverendo hermano Laeroa justo cuando iba a entrar en el despacho del reverendo hermano Fuasoi. Es la gente que vive en la Colina del Ópalo… Quieren hacer una gira por las ruinas de los arbai y necesitan a alguien que les acompañe. El reverendo hermano Laeroa dice que como tendrá que volver allí para hacerles de guía puede llevarme conmigo y, ya que voy, tanto da que me quede allí.

Interesante. Sobre todo porque el interrogador del hermano Mainoa acababa de hacerle ciertas preguntas sobre Colina del Ópalo.

—Hum. ¿Ya le has dicho al Reverendo Gilipollas que eso de cavar no te gusta demasiado?

El hermano Lourai asintió, intentando no sonreír.

—Sí, pensé que sería lo mejor ya que estaba en su despacho. Lo único que hizo fue mirar a Laeroa y decirme que debía ir allí y convertirme en su ayudante. Dice que eso me enseñará a ser humilde.

—Bien —dijo el hermano Mainoa con un suspiro—. Sí, estoy seguro de que estar allí servirá para enseñarte algo, y no me cabe duda de que a mí también…, pero dudo de que ese algo sea la humildad.