Rigo aún no había tenido ocasión de conocer a los Hermanos Verdes cuando una mañana el dígame empezó a zumbar comunicando la llegada del lapso. Los bon Damfels se habían reunido para la Cacería, pero ni los sabuesos ni las monturas habían aparecido. Salla, una de las informantes de Roald Few, avisó a la Comunidad, y Roald mandó el mensaje a la Colina del Ópalo.
Planes que ya estaban concebidos desde hacía mucho tiempo empezaron a llevarse a la práctica. La embajada se llenó de cocineros y sirvientes que dieron comienzo a los preparativos necesarios para la velada en que se celebraría la tan esperada recepción, para la que aún faltaban tres días.
Eugenie partió un hilo con los dientes y le indicó a su dócil animalito doméstico que diera un cuarto de vuelta hacia la izquierda. Ningún habitante de Colina del Ópalo había visto todavía al Animalito. Y nadie, viviera donde viviese, lo había visto nunca tan elegante como ahora.
En la hacienda de los bon Damfels, Stavenger iba haciendo señales en la lista con los nombres de quienes asistirían. Shevlok, sí. Sylvan, sí. Nadie más joven que él iría a la fiesta: todos los primos y primas jóvenes se quedarían en la hacienda. Shevlok recibiría órdenes de cortejar a la muchacha fragras, Stella, y eso resolvería aquel problema.
Mientras tanto, en la Comunidad, los músicos repasaban sus instrumentos y partituras, el comerciante de vinos comprobaba el estado de sus almacenes, y los cocineros contratados para la recepción iban colocándose los cuchillos en los delantales. Los aerocoches empezaron a dirigirse hacia la Colina del Ópalo.
En la hacienda de los bon Smaerlok y la de los bon Tanlig y en todas las haciendas las mujeres examinaban sus trajes de baile, decidiendo cuál llevarían, mientras sus hijas ponían cara de mal humor. Se había decidido que ninguna joven asistiría a la recepción. Era demasiado peligroso. Sólo irían las mujeres adultas y con el suficiente sentido común, las que ya hubieran tenido una cierta cantidad de relaciones: algunas, hermosas y con experiencia, ya habían sido escogidas para flirtear con el joven Yrarier. Fuera cual fuese el resultado de la recepción celebrada en la embajada de Santidad, una relación inadecuada con uno de los jóvenes Yrarier jamás sería tolerada: eso decían los bons más ancianos.
Y en Colina del Ópalo Roderigo, Yrarier repasaba la lista de los que no asistirían, percatándose de la ausencia de los jóvenes e hirviendo de rabia ante el insulto dirigido contra su familia y su apellido.
El Obermun bon Haunser había recordado su promesa a Marjorie cuando le recomendó a Admit Maukerden para que fuera su «secretario». Cuando habló por primera vez con aquel hombre alto que se daba aires de importancia, Admit le dijo que conocía a todos los bons de todas las familias, así como a sus parientes, cuáles habían sido sus enlaces y relaciones y quién era amigo de quién o quién estaba enfadado con quién. Le dijo que esperaba disponer de una suite privada y un salario tan elevado que, al enterarse, Rigo no pudo por menos que parpadear, sorprendido.
—No confío en él —le dijo Marjorie a Rigo.
—Y yo tampoco —le confesó Rigo—. Pero será mejor que le contrates. Dale algún trabajo y veamos qué ocurre.
Tras pensarlo un poco, Marjorie le pidió a Admit que compilara un archivo sobre los que asistirían a la recepción, indicando sus conexiones familiares y todo el tipo de información personal que pudiera resultar útil a la hora de mantener una conversación. Admit tardó mucho para alguien que se suponía les conocía tan bien a todos, y acabó ofreciéndole el resultado final con una ampulosa reverencia.
Marjorie le dio las gracias con una sonrisa en la que sólo era posible leer ignorancia y gratitud. Después le pasaron el archivo a Persun Pollut.
—Oh, por mi pierna izquierda lisiada —murmuró Persun—. Ese imbécil no sabe distinguir un primo de una tía o un bon Maukerden de un bon Bindersen.
—¿No es muy preciso? —le preguntó Marjorie con dulzura.
—Dejando aparte a las Obermums y los Obermuns, casi todo el resto es un cúmulo de errores. Creo que le habría salido mejor si lo hubiera echado a suertes. Si hubieran decidido guiarse por este archivo, los bons se habrían comido sus huesos para cenar.
—Lo cual indica o una estupidez monumental o un intento deliberado de darnos información falsa. —Rigo sonrió, tensando las mandíbulas.
—Admit parece lo bastante inteligente como para saber proteger sus intereses —dijo Marjorie.
—Pues entonces han debido darle instrucciones para que no nos ayudara en nada —dijo Rigo—. Peor aún, para que nos perjudicara, lo cual creo que nos dice cuanto necesitamos saber sobre él y nos revela unas cuantas cosas más sobre ellos.
A partir de entonces Marjorie fingió consultar con Admit Maukerden de vez en cuando, y Rigo se divirtió dándole información falsa sobre el propósito de la embajada, esperando ver qué partes de esa información volvían a él, más o menos alteradas, a través de los bons.
Mientras tanto, Persun corrigió los errores del archivo y se encargó de repasarlo con la ayudante de confianza de Rigo, Andrea Chapelside. Persun se encargó de darles todos los detalles necesarios sobre los bons.
—Éste es más importante de lo que parece —decía—. Éste es un mal bicho y repetirá todo lo que le digan, deformándolo.
Persun, ataviado con una librea de sirviente, tendría que ir moviéndose por entre los invitados para oír cuanto pudiera. Admit Maukerden, espléndidamente ataviado para estar de acuerdo con su propia idea particular de lo importante que era, quedaría relegado a un puesto junto a la primera superficie, desde el que podría anunciar las llegadas con un soberbio y totalmente infundado aire de autoridad, encontrándose lo bastante separado de los aposentos y cuanto ocurriese en ellos para que no pudiera causar molestias. Marjorie no creía que fueran a conseguir gran cosa, pero Rigo tenía la esperanza de que su inmensa inversión de tiempo y desvelos pudiera producir algún resultado importante.
Llegó la noche de la recepción. Los aerocoches se dejaban caer velozmente sobre el patio de gravilla para descargar a sus elegantes y enjoyados pasajeros, despegando con igual rapidez para hacerle sitio a los vehículos que aguardaban su turno. Marjorie y Stella, ataviadas de una forma tan extravagante como cualquiera de los bons —los trajes habían sido confeccionados por toda una familia de costureras de la Comunidad escogida por Roald Few—, esperaban al final de las escaleras por las que deberían subir los bons, Marjorie cogida del brazo de Rigo, Stella del de Tony.
Rigo había previsto que tendrían problemas, y les habló de ello a los chicos.
—No van a traer a nadie de vuestra edad. Sin embargo, tampoco serán tan poco diplomáticos o groseros como para no prestaros ninguna atención. Podéis esperar unos cuantos halagos e intentos de seducción por parte de uno o varios de nuestros visitantes. Mostraos igualmente encantadores y dad la impresión de creeros los halagos…, ¡pero no os dejéis engañar! No perdáis la cabeza.
Marjorie vio que Tony palidecía y que Stella se ruborizaba, irritada, por lo que se apresuró a poner un poco de paz. Persun Pollut también le había hecho la misma advertencia: había hablado con un aldeano que, a su vez, había hablado con un primo que trabajaba en la hacienda de los bon Maukerden.
—No quieren tener ningún tipo de contacto real, señora. No quieren relaciones ni compromisos. Les han dicho a algunos de sus familiares que deben hacerles la corte, tanto a usted como a los suyos, pero si lo hacen será sólo para no provocar su enfado.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué no pueden ser sinceros?
—Algunos estarían dispuestos a aceptarles. Y hay otros que, si se lo pensaran un poco, incluso podrían acabar alegrándose de su presencia: Eric bon Haunser, por ejemplo, o Figor bon Damfels… Gente como ellos. Pero los Obermuns y los cazadores no quieren tenerles aquí. Dicen que vinieron a Hierba para alejarse de los demás, de los extranjeros. Fragras, así es como les llaman. Al menos eso dicen, pero creo que en realidad tienen miedo. Y si quiere percibir ese miedo búsquelo precisamente allí, entre los cazadores.
Marjorie le preguntó por qué debían tener miedo, y Persun le dijo que no lo sabía. Era una sensación, nada más, y no habría podido explicar por qué se lo parecía.
—¿Y por qué nos temen? —le había preguntado a Rigo.
—¿Temernos? Tonterías —dijo él, irritado—. Es una pura cuestión de orgullo. Están orgullosos de sus fabulosos antepasados…, fabulosos en todos los sentidos del término, pues su nobleza es más fábula que realidad. Sender O’Neil me habló de sus orígenes. Puede que ese imbécil no supiera gran cosa de Hierba, pero al menos sí sabía de dónde proceden los bons. Sus antepasados eran miembros de la pequeña nobleza, y eso en el mejor de los casos… No pueden seguir fingiendo que son importantes a menos que tengan otras personas ante las que presumir. Vinieron aquí trayendo consigo montones de gente común ante la que hacerse los aristócratas, como ya habrás notado, y desde que llegaron las generaciones siguientes se han dedicado a hinchar esas fábulas del pasado.
Marjorie había observado a los aristócratas, percibiendo ciertos tics, pequeños movimientos de la piel y fruncimientos de labios que la inclinaban a creer que Persun estaba en lo cierto. Los bons estaban asustados, aunque quizá no comprendieran muy bien qué les daba tanto miedo.
Pero, a efectos prácticos, el que obraran impulsados por el orgullo o por el miedo carecía de importancia: obraban así, y basta. Llegaron tal y como Persun había dicho que lo harían, por orden de importancia, y primero vinieron los peces chicos: líderes de cuarto y quinto rango con sus esposas, primos y tías subiendo cautelosamente las escaleras como si los peldaños estuvieran ardiendo, y viejos solterones que parecían toros resabiados, balanceando la cabeza de un lado a otro para percibir el peso de sus cuernos. Admit Maukerden fue pregonando sus nombres en voz alta y Andrea, oculta en una pequeña habitación, buscaba cada nombre en la lista y recitaba su comentario por el micrófono conectado con sus miniauriculares.
—Una prima de la familia Laupmon, treinta y cuatro años. No tiene hijos, y sigue montando. El siguiente es un tío de la Obermum, cincuenta y dos años terrestres. Ya no monta.
Ayudados por la voz de Andrea, que zumbaba en sus oídos como un diminuto insecto, los Yrarier respondieron adecuadamente a cada uno de sus invitados con la dosis justa de encanto, educada formalidad o, incluso, áspera frialdad, pues había algunos tan intratables que se habrían sentido ofendidos ante cualquier otra clase de recibimiento. «Nos alegra mucho que haya venido», murmuraron una y otra vez, fijándose en cada detalle del atuendo o de los rasgos y relacionándolo con el nombre que acababa de zumbar en sus oídos para no olvidar que debían tener cuidado con aquel hombre o aquella mujer a medida que la velada fuese avanzando.
—Buenas noches. Nos alegra mucho que haya venido…
Los músicos tocaban en el balcón situado sobre la gran sala. Una docena de aldeanos adiestrados a toda prisa y ataviados con libreas iban y venían por entre los invitados con bandejas llenas de copas, tratando de que sus rostros mostraran la delicada mezcla de pomposidad y desdén sugerida por Stella.
—Debéis dar la impresión de que es mejor ser un criado en la Colina del Ópalo que un Obermun en cualquier otro sitio —les había dicho, riéndose.
—¡Stella! —protestó Rigo.
—Así es, señor —había dicho Asmir Tanlig—. Comprendemos muy bien a la joven dama y sabemos a qué se refiere. Quiere que parezcamos lo bastante orgullosos para avergonzar a los bons.
Y eso hicieron, todos y cada uno de ellos, inclinándose tiesamente como aristócratas mientras ofrecían sus bandejas de copas, sus canapés de exquisiteces y sus instrucciones en voz baja indicando dónde estaban los saloncitos para las damas y los caballeros, que se hallaban junto al balcón de los músicos. Los invitados estaban de pie, sentados o vagabundeando por la sala, examinando cada mueble y cada cortina: algunos parecían levemente disgustados. No había muchos defectos que encontrar, a menos que se dedicaran a criticarse entre ellos, pues el mobiliario y las imágenes o los arreglos florales eran muy parecidos a los de las haciendas. Quizá no estuvieran tan bien conseguidos, pero el parecido era muy grande. De hecho, eran tan parecidos que resultaban casi irreprochables, aunque uno o dos invitados se esforzaron por intentarlo.
—Qué ordinariez —decían—. Cuánta banalidad, qué poco original. Pensaba que, viniendo de Santidad… —Como si no hubieran estado dispuestos a odiar y despreciar cualquier cosa que procediera de Santidad.
—Buenas noches. Nos alegra mucho conocerles.
Los bons de segunda y tercera categoría estaban empezando a llegar. Eric Bon Haunser y Semeles bon Haunser, cogida de su brazo.
—Una prima —dijo la voz de Andrea—. Se rumorea que en el pasado fue amante de Eric. Intentará seducir a Tony y, si no lo consigue, probará suerte con el embajador.
La voz de Andrea dio la impresión de temblar un poco ante la idea de que alguien pudiera intentar seducir al embajador. Quizá fuera un temblor de diversión… Andrea, la de los cabellos grises, que conocía tan bien a Rigo como si fuera su hermana pequeña, y que conocía perfectamente a Eugenie y su relación con Rigo. ¿Le haría gracia? Tony se ruborizó mientras se inclinaba sobre la mano de Semeles bon Haunser. Stella lanzó un bufido y Marjorie tuvo que contener el impulso de reírse, sustituyéndolo por una sonrisa y una reverencia cuando Figor le tomó la mano.
—Figor bon Damfels, hermano pequeño del Obermun. Le han dado instrucciones para que flirtee con Lady Westriding. Shevlok bon Damfels. Cortejará a Stella, aunque de mala gana, pues aún no ha logrado superar la pérdida de Janetta bon Maukerden. Sylvan bon Damfels. Como de costumbre, nadie sabe qué puede andar tramando.
—Buenas noches —dijo Marjorie, saludando a los hijos de la familia bon Damfels—. Me alegra mucho volver a verles.
—Buenas noches, lady Westriding —dijo Sylvan, haciéndole una reverencia—. Es muy amable al ofrecernos esta diversión. Llevamos varios días en los que apenas si se ha hablado de otra cosa. —Dirigiéndole una sonrisa a Marjorie y otra a Stella, dándole una varonil palmadita en el hombro a Tony, haciéndole una ligera inclinación a Rigo. Qué derroche de encanto… Comparado con él, Shevlok parecía un principiante, incapaz de hacer nada más convincente que murmurar un cumplido y mirar de soslayo con una expresión más atemorizada que seductora. Muy poco conseguido, pensó Marjorie. Lamentable, pensó Stella, hirviendo de rabia. Pobre Shevlok.
—El Obermun Stavenger bon Damfels, la Obermum Rowena bon Damfels.
Los nobles de primera categoría empezaban a hacer su aparición, y Andrea se quedó callada. Los Yrarier sabían ya muchas cosas sobre los Obermuns y las Obermums.
—El Obermun Karl bon Bindersen, la Obermum Lisian bon Bindersen, el Obermun Dimoth bon Maukerden, la Obermum Geraldria bon Maukerden…
—Buenas noches. Nos honra darles la bienvenida.
—El Obermun Gustave bon Smaerlok, la Obermum Berta bon Smaerlok, el Obermun Jerril bon Haunser, la Obermum Felitia bon Haunser…
—Buenas noches. Buenas noches.
—El Obermun Lancel bon Laupmon.
—Viene solo —murmuró Andrea—. Ha enviudado hace poco.
Y, por fin, el último invitado y una mujer muy, muy anciana en una silla mecánica.
—El Obermun Zoric bon Tanlig, la Obermum Alideanne bon Tanlig.
—Es la madre del Obermun y la más veterana de los primeros líderes —murmuró Andrea—. Siempre llega la última.
Los Yrarier ya podían ir hacia la música y el olor a comida: bajaron el tramo de escalones que les separaba del largo y gélido pasillo. Marjorie fue a la sala de baile y empezó a danzar con Rigo. Stella y Tony les siguieron. Habían practicado aquellos viejos pasos de baile bajo la atenta mirada de un maestro de danza de la Comunidad, y empezaron a moverse por la pista como si hubieran bailado de aquella forma tan notablemente íntima durante toda su vida. El nombre del baile era valz. Parejas de bons fueron uniéndose a ellos en la pista, no tantas como para dar la impresión de que les encantaba bailar, pero no tan pocas como para parecer descorteses.
—Nos están poniendo en nuestro lugar —dijo Marjorie con una sonrisa, contemplando el rostro de Rigo.
—Sólo podrán conseguirlo si parece que nos damos cuenta de ello. —Le devolvió la sonrisa, y una llama de furia ardió en lo más hondo de sus ojos.
Cambiaron de pareja. Rigo no corrió el riesgo de sufrir ningún desaire: aunque se mostró amable con todos los bons, sólo les pidió bailar a mujeres que habían recibido órdenes de cortejarle. Sabía quiénes eran, gracias a Persun, y Tony también lo sabía.
—Hazte a la idea de que participas en una prueba olímpica —le había dicho Marjorie a su hijo, que estaba muy preocupado—. Si lo haces bien, conseguirás una medalla. Trata a tu compañera de baile como si fuera un caballo algo difícil: sé amable, pero firme. Después de todo, el baile también es una especie de competición atlética, ¿no?
Y, obedeciendo sus indicaciones, Tony bailó, sonrió e intentó flirtear, aunque por desgracia no tenía demasiada práctica. Stella sabía hacerlo mucho mejor que él: la ira sólo conseguía aumentar su vivacidad natural.
Marjorie bebió un zumo de frutas discretamente proporcionado por Asmir Tanlig y canturreó para sí misma como hacía de vez en cuando, cuando el deber la obligaba a hacer cosas que no le resultaban agradables.
—Sonríe, inclínate, déjate llevar al baile. Sonríe, flirtea, no hables demasiado. Flirtea, sé encantadora, deja que te acompañen a tu asiento. Inclínate, sé encantadora, vuelve a empezar… —Sus compañeros de baile iban y venían, relevándose los unos a los otros. Marjorie empezó a desear una conversación auténtica y una copa de alcohol.
—¿Quiere bailar conmigo, lady Westriding? —le preguntó Sylvan, surgiendo de la nada.
Marjorie casi lanzó un suspiro de alivio. Teóricamente, Sylvan no pertenecía al grupo de aquellos con los que debía tener cuidado. Se dejó rodear por sus brazos como si éstos fueran un refugio, sin apresurarse pero, al mismo tiempo, sin interponer la distancia que había mantenido con sus demás compañeros de baile. Sylvan la guió con dulzura, como si fuera un pájaro con la cabeza cubierta por una capucha, acostumbrándola a sus movimientos hasta que los dos parecieron estar bailando como un solo ser. Marjorie pensó en el consejo que le había dado a Tony y sonrió. A su alrededor las demás parejas se movían en círculos, y la sala fue quedando en silencio: los bons hablaban en susurros. Sylvan no era predecible y eso hacía que siempre resultara interesante. Mira…, ¡es Sylvan! Sylvan bon Damfels…
Quizá fuera el silencio lo que atrajo la atención de Rigo. Estaba en el balcón, delante del saloncito para caballeros: vio a Marjorie dando vueltas por la pista en brazos de Sylvan, y sintió cómo sus labios se curvaban en una ya familiar mueca de ira. Estaba bailando con el joven bon Damfels como si éste fuera un viejo amigo íntimo. O un amante…
Se esforzó por controlar sus rasgos. Ahora no podía gruñir o maldecir, como hacía siempre que la veía tan feliz y satisfecha como ahora, ya fuese porque estaba absorta en un ejercicio de equitación, bailando o, sencillamente, paseando por el jardín. En algunos instantes su rostro tenía una expresión de alegría inconsciente que procedía de una parte de su ser que Rigo siempre había anhelado poseer, un ser independiente que jamás veía cuando estaba con ella. Había visto a ese ser en la arena de ejercicios o durante la caza, cruzando los verdes pastos que llevaban a las vallas, perdido entre los postes y volando por encima del agua, arrebatado por el peligro y el placer, como un pájaro de rostro sonriente que surca el cielo. Quería atrapar ese pájaro.
Había cortejado a Marjorie y había terminado conquistándola, pero jamás había logrado apoderarse de lo que más deseaba. Quería conseguir su alma y sólo había podido apoderarse de su cuerpo, y cuando lo tuvo descubrió un vacío que no había esperado encontrar, una ciudadela desierta que podía atacar una y otra vez sin lograr nada. Cuando estaba en su lecho Marjorie cambiaba: se convertía en otra persona, una mujer vestida con camisones de niña y prendas de gasa blanca, cubierta de flores, un cuerpo frágil y carente de huesos con los ojos clavados en algo muy lejano que él no podía ver. Usó todos los trucos que conocía y algunos que inventó pensando exclusivamente en ella, pero Marjorie jamás se levantó del lecho de Rigo con esa expresión de ahora, el rostro absorto en el movimiento y el placer de estar bailando con Sylvan bon Damfels, los ojos medio cerrados, los labios curvándose en esa dulce sonrisa que Rigo habría creído sería sólo para él.
La voz de Andrea en su oído, tan furtiva e indetectable como un topo oculto en su túnel.
—Persun dice que están empezando a notar su ausencia.
Rigo sonrió y bajó del balcón, buscando algún rostro de mujer que fuera digno de ser admirado, cuerpos femeninos que pudiera elogiar con una mirada cargada de sobreentendidos, una mirada que hiciera alusión a muchas posibilidades pero que no prometiera nada. Todo esto no era más que un juego.
Y, mientras bajaba, Sylvan dejó a Marjorie y se volvió hacia Stella, en un alarde de galantería demasiado consciente de sí misma. Marjorie tomó otro vaso con zumo de frutas de la bandeja que le ofrecía Asmir Tanlig y empezó a hablar con Geraldria bon Maukerden, enzarzándose en una conversación cargada de astutos elogios destinados a los trajes de las damas, llenos de bordados y cuentas que formaban dibujos fantásticos. Esa conversación era otro juego típico de Hierba, con su propio lenguaje y etiqueta. Persun se había encargado de hacer las investigaciones precisas y de enseñarle cómo se jugaba.
Rigo pasó por delante de ella, sonriéndole igual que un maniquí por encima del hombro de su compañera de baile.
Marjorie miró más allá de ellos y vio a Eugenie acercándose a la puerta que daba a la terraza. ¿Habría alguien que tuviera instrucciones de bailar con ella? ¿Qué bon sería, si es que había alguno con tal misión? Quizá tendría que suplicarle a Sylvan que bailara con la amante de su esposo. Aunque quizá Shevlok estuviera dispuesto a hacerlo sin necesidad de que nadie se lo rogase. Estaba cerca de la puerta y miraba a Eugenie, que venía acompañada.
¿Una chica? Pero no había chicas presentes en la recepción. Stella era la única, y estaba bailando con Sylvan. Marjorie, sintiendo la primera premonición de que aquello podía significar problemas, dejó su copa.
Eugenie y su amiga entraron por la puerta de la terraza. Eugenie iba vestida de rosa y su traje revoloteaba detrás de ella como una nube del crepúsculo: la joven llevaba un traje similar, violeta como las sombras, con la cabellera recogida en lo alto de la cabeza, y seguía a Eugenie con su mismo paso medio deslizante, con la cabeza ladeada de tal forma que contemplaba la sala lanzándole una extraña mirada surgida de un solo ojo, como de soslayo…
Su entrada fue acogida con un extraño silencio. Alguien dejó de hablar y las miró. Los ojos de su interlocutor siguieron la dirección de esa mirada. Una pareja dejó de bailar. La música siguió sonando, pero los bailarines fueron moviéndose cada vez más despacio, como juguetes mecánicos a los que se les terminara la cuerda, cada vez más y más despacio hasta que finalmente se quedaron quietos.
Eugenie ya había cruzado media sala. Venía hacia Marjorie. Era lo bastante inteligente como para no acercarse a Rigo en público. Sabía que su papel público se limitaba a formar parte del grupo y ser una huésped de la embajada que había sido invitada a participar en esta alegre velada social. Sonrió, y extendió la mano mientras su compañera pasaba junto al hombre que estaba cerca de la puerta…
Y Shevlok gritó, como si estuvieran arrancándole el corazón.
—¡Janetta!
Eugenie se volvió a mirar, sin saber qué pasaba; vio que su compañera la seguía y se dispuso a reemprender la marcha, con el rostro fruncido en una expresión dubitativa.
—¡Janetta! —El nombre había sido gritado ahora por la mujer que estaba junto a Marjorie, Geraldria bon Maukerden.
Y, de repente, todo se volvió confusión y gritos. Geraldria dejó caer su copa. La copa se hizo añicos con un agudo tintineo. Los músicos dejaron de tocar. Shevlok y Geraldria empezaron a moverse como sonámbulos hacia la joven, aquella joven tan extraña…
Dimoth bon Maukerden estaba gritando y Vince, su hermano, y los demás empezaron a gritar unos instantes después. La extraña joven fue rodeada y agarrada por muchas manos, aunque no reaccionó. Fue pasando de un invitado a otro, tan pasiva como una muñeca de trapo: la joven tenía los ojos clavados en Eugenie, como si toda su mente residiera en la otra mujer. Finalmente, acabó llegando a los brazos de Shevlok.
—¿Qué le habéis hecho? —Era Sylvan, a su lado, exigiendo una respuesta—. ¿Qué le habéis hecho?
—¿A Eugenie?
—A Janetta. A la chica.
—¡Pero si es la primera vez que la veo!
—Esa mujer que va con ella… ¿Qué le ha hecho? —Y cuando Marjorie meneó la cabeza, sin saber qué responderle, Sylvan siguió hablando—. Descúbralo, deprisa, o no tardaremos en lanzarnos murciélagos muertos los unos a los otros.
Marjorie no tuvo tiempo para preguntarle qué quería decir con eso. Un instante después Rigo fue hacia Eugenie y se encaró con ella, pero Eugenie estaba llorando, negando haber hecho nada malo, poniéndoles las cosas más difíciles porque balbuceaba de tal forma que no lograban entender nada de cuanto decía, nada que pudieran utilizar contra la ira creciente que iba rodeándoles.
—Basura, malditos fragras —trompeteó Gustave bon Smaerlok—. ¿Qué le habéis hecho a Janetta?
—Silencio —gritó Rigo, y su voz hizo callar a todas las demás voces—. ¡Silencio!
El silencio pareció convertirse en una frágil copa, y la voz de Eugenie se derramó dentro de ella como si fuera el zumo pálido y frío de un fruto amargo.
—La encontré en Ciudad Común, en casa de Jandra Jellico —gimoteó—. Todo lo que hice fue peinarla y coserle un traje. Cuando la conseguí ya estaba igual que ahora…
Algunos aristócratas se dieron cuenta de que estaba diciendo la verdad o, al menos, toda la parte de verdad que conocía. Eugenie era tan incapaz de disimular como una niña, llorosa e insegura de qué había hecho para causar tal conmoción. Sólo quería darles una sorpresa trayendo su animalito al baile… Creyó que sería divertido.
—Ya os dije que debemos mantenernos alejados de estos canallas —volvió a trompetear la voz de Gustave: tenía el rostro enrojecido y gotitas de saliva en las comisuras de los labios.
Rigo se le plantó delante. Lo que había dicho no podía ser pasado por alto.
—¿Canallas? —rugió—. ¿Qué clase de canallas son los que permiten que sus hijas caigan en semejante estado para acabar siendo encontradas por otros, para que otros las rescaten, las alimenten y las vistan?
—¡Rigo! —gritó Marjorie, interponiéndose entre ellos—. Obermun bon Smaerlok, insultarnos no servirá de nada. Ya veo que esto les ha afectado mucho, igual que a nosotros…
—¿Afectarnos? —exclamó Dimoth—. ¡Hija mía!
—¡Escúcheme! —gritó Rigo con voz de trueno—. ¿Cuándo la vio por última vez?
Sus palabras crearon un silencio durante el que todos pensaron en la respuesta a esa pregunta. Fue…, sí, el otoño pasado. A principios del otoño pasado. Desapareció el otoño pasado. Nadie quería decirlo en voz alta, nadie quería admitir que hacía tanto tiempo de eso.
—Oímos hablar de su desaparición —dijo Marjorie—. Ocurrió mucho antes de que saliéramos de la Tierra para venir aquí. Ni tan siquiera nos habían dado permiso para venir…
Las palabras parecieron quedar suspendidas en el aire, irrefutablemente ciertas. Janetta había desaparecido mucho antes de que estas personas llegaran a Hierba. Janetta, la misma Janetta que ahora estaba rodeada por un pequeño círculo de invitados, bailando sola, canturreando, tan hermosa y tan poco humana como una figura de porcelana… En su rostro y en su expresión no había nada que indicara la presencia de una personalidad. Shevlok bon Damfels formaba parte del círculo que la rodeaba, pero ya no intentaba acercarse a ella o abrazarla.
—No es Janetta —sollozó.
—Pues claro que lo es.
—No seas estúpido.
—¡Es mi hija!
—No es Janetta —repitió él—. No. No. Es más vieja que ella.
—Es lógico —exclamó Geraldria—. Ha envejecido, Shevlok.
—Y es distinta. Es distinta.
¿Quién podía negarlo? Esta criatura no se parecía a ningún ser humano. Giró sobre sí misma, examinándolos con aquella extraña mirada de ganso suya, dando vueltas como si creyera que alguien podía ofrecerle algo que le interesase: un poco de grano, quizás un trocito de pan… Sus labios rosados y húmedos se abrieron lentamente.
—Hnnngah —gritó, como si fuera un gatito—. Hnnngah.
Eugenie volvió a ser interrogada, pero ahora con más calma y sin gritar: dónde había encontrado a la chica, cuánto tiempo hacía de eso… Los bon Maukerden se removían nerviosamente, desde el Obermun y la Obermum hasta los hermanos y sobrinos, pasando por las hermanas y primos.
Vince bon Maukerden, muy acalorado, fue hacia Rigo y se le encaró.
—No importa dónde se esfumó. ¡Ha aparecido aquí, y en el estado que vemos! ¿Cómo podemos estar seguros de que todo esto no es obra suya?
—Ustedes, que ni tan siquiera tienen el valor necesario para montar con nosotros —siseó Gustave—. Sí, esto es el tipo de cosa que puede esperarse de unos fragras…
—¿Y por qué íbamos a hacer algo semejante? —preguntó Marjorie, sin perder la calma—. Hay una forma muy sencilla de averiguar la verdad. Hablen con la gente de Ciudad Común.
—¡Esos patanes! —se burló Gustave—. No saben qué es el honor. ¡Mentirían!
La multitud se agitó, y la extraña joven fue sacada del salón.
Algunos se fueron: Shevlok, los bon Maukerden, Gustave y su Obermum… Otros se quedaron, y de los que se quedaron los bon Damfels fueron quienes permanecieron más tiempo en la sala, repasando una y otra vez la historia de Eugenie. Sylvan no paraba de acosarla a preguntas.
—¿Nunca ha dicho nada, madame Le Fevre? ¿Nunca? ¿Ni una sola palabra? ¿Está segura? —Y Eugenie no podía hacer otra cosa más que negar con la cabeza, no, y no, y no. El animalito jamás había dicho ni una sola palabra.
Marjorie no comprendió la razón de que Sylvan hiciera tantas preguntas hasta pasado un tiempo. Dimity bon Damfels había desaparecido durante la Cacería, igual que Janetta bon Maukerden. Si Janetta había aparecido en semejante estado, ¿no sería posible que Dimity aún pudiera estar viva en alguna parte?
Aunque los bons no tenían médicos, la Comunidad contaba con bastantes doctores. Ningún aristócrata se había rebajado jamás al extremo de estudiar esa profesión, pero los habitantes de Ciudad Común no poseían semejante orgullo y algunos habían ido a Semling para estudiar y habían regresado después de pasar unos cuantos años allí. Los bons tampoco tenían arquitectos o ingenieros, pero la Comunidad poseía expertos en casi todas las ramas de la ciencia y la técnica, por lo que hubo que acudir a la Comunidad, y de ahí llegó Lees Bergrem: la doctora Lees Bergrem, jefe del hospital, que se encargaría de examinar a Janetta.
Una doncella lo vio todo y le contó cuanto había oído a un hermano que, a su vez, se lo contó a otra persona que habló con Roald Few.
Y Roald habló con Marjorie.
—La doctora Bergrem le puso un aparato en la cabeza para saber qué estaba pasando dentro de su cerebro. Y ahí dentro no había nada: tenía la cabeza tan hueca como la de una gallina.
—¿Podrá aprender a comportarse como un ser humano?
—La doctora Bergrem no está segura, señora. Eso parece, pues la señorita Eugenie le enseñó a bailar, ¿comprende? Y también le enseñó una canción. Parece que podrá aprender todo lo que ha olvidado. La doctora Bergrem quería llevársela al hospital, pero Geraldria bon Maukerden no quiso ni oír hablar de ello. Esa mujer es idiota… La doctora Bergrem estudió en Semling, y también ha estado en Arrepentimiento. Ha escrito libros sobre sus descubrimientos en Hierba, y quienes los han leído dicen que sabe más que la mayoría de médicos, incluso que los médicos de la Tierra.
Marjorie, siempre dispuesta a cumplir con su deber de averiguar cuanto pudiese sobre Hierba, habló con Semling Uno y pidió que le transmitieran copias de los libros escritos por la doctora Bergrem.
El dígame empezó a zumbar repitiendo la historia. Janetta bon Maukerden había sido encontrada con vida. De todos los que habían ido desapareciendo a lo largo de los años, ella era la primera que había sido encontrada viva. Era la primera y la única pero, aun así, aquello hizo que una parte de la aristocracia —padres, enamorados y amigos— concibiera las más locas esperanzas.
Rowena bon Damfels vino a verles, sola.
—No le digan a Stavenger que he estado aquí —les rogó en voz baja, con el rostro deformado por el miedo y la pena—. Él y Gustave se han pasado horas pegados al dígame, gritándose el uno al otro. Me prohibió que viniera a verles.
—Yo habría podido ir a verla a usted —exclamó Marjorie—. Habría bastado con que me lo pidiera.
—Stavenger la habría visto y la habría echado de nuestra hacienda. Seguimos estando en el lapso y no hay Cacería. La habría visto.
Pero a quien realmente deseaba ver era a Eugenie: quería interrogarla, porque no podía ir a Ciudad Común sin que Stavenger se enterara. Marjorie asistió a su entrevista y tuvo una idea.
—Rowena, hablaré con el hombre y la mujer de la Comunidad que la alojaron y les pediré que vengan. Tengo que hacerlo, ya que usted dice que no puedo ir a su hacienda, mientras que usted sí puede venir aquí para hablar con ellos.
Un lazo muy frágil, un poco de confianza mutua… Cuando Rowena se hubo marchado Marjorie suspiró, meneó la cabeza y mandó llamar a Persun Pollut.
—Hable con el oficial de orden y con su esposa y pídales que vengan aquí mañana. Hable con los Jellico y dígales que la Obermum desea hablar con ellos en privado. Obre con la máxima discreción, Persun.
Persun se puso los dedos primero sobre los labios y luego sobre los ojos, indicando que no diría nada y no vería nada, y se marchó. Cuando volvió, le dijo que los Jellico habían accedido a venir mañana, y Marjorie mandó un enigmático mensaje por el dígame, un mensaje que sólo Rowena podría comprender. Cuando hubo terminado, se volvió hacia Persun para pedirle que le explicara algo.
—Persun, en la recepción, Sylvan dijo que no tardaríamos en arrojarnos murciélagos muertos los unos a los otros. ¿Qué quería decir con eso?
—Los hippae lo hacen —dijo él—. Al menos, eso he oído contar. Algunas veces, durante la Cacería… Usan las patas para arrojarse murciélagos muertos los unos a los otros.
—¿Murciélagos muertos?
—Están por todas partes, señora. Hay muchos murciélagos muertos.
Marjorie seguía sin entenderlo. Hizo una anotación en su cuadernillo para acordarse de investigarlo en el futuro. Ahora no tenía tiempo.
—Rowena hablará conmigo —le dijo a Rigo—. Quizá esto sirva para abrirnos una puerta.
—Pero sólo mientras se encuentre en su estado actual. Cuando se calme, volverá a darnos con su puerta en las narices.
—No puedes estar seguro de eso.
—Lo estoy —dijo Rigo con voz seca. Desde la recepción parecía enojado con ella. La había visto bailar con Sylvan, con aquella expresión en el rostro… Marjorie comprendió que su sequedad era una ira que apenas si podía contener, pero creía que su incomodidad era originada por Eugenie. Ya hacía mucho que tomó la decisión de no fijarse en cómo iban las cosas entre Rigo y Eugenie, por lo que no hizo comentario alguno al respecto. Al ver que no reaccionaba a su más que evidente irritación, Rigo pensó que no le importaba, y supuso que tenía otra persona en la que pensar, con lo que se irritó todavía más y Marjorie, en respuesta, se quedó aún más callada; y así siguieron los dos, como una pareja que baila un minueto con los ojos vendados.
Pero algo en su comportamiento indicaba que había tomado una decisión.
—Rigo, no estarás…
—Sí —dijo él con firmeza—. He contratado un maestro de equitación.
—Gustave sólo pretendía…
—Estaba proclamando en voz alta la opinión de todos: que no somos dignos de su atención porque no montamos.
—Eso no es montar —dijo ella con repugnancia—. No sé qué hacen, pero no tiene nada que ver con el montar. Es aborrecible, espantoso…
—No me importa de qué se trate —gruñó él—, ¡pienso hacerlo igual de bien que ellos!
—No esperarás que yo… o los chicos…
—No —farfulló él, muy sorprendido—. ¡Naturalmente que no! ¿Por quién me tomas?
Sí, ciertamente, ¿por quién le tomaba? Eugenie les había metido en un gran lío, desde luego, pero Marjorie no le había reprochado ni una sola vez el que la hubiera traído consigo, cuando lo cierto era que Eugenie no tenía porqué estar allí. Y, como resultado, Rigo se sentía culpable, y eso le irritaba. Tenía la sensación de que había sido injusto con Marjorie, aunque Marjorie no daba señales de que eso le importara, ni ahora ni nunca. Jamás había mostrado hostilidad hacia él cuando pasaba algún tiempo con Marjorie, y el que Rigo tuviera una relación con otra mujer jamás había parecido irritarla. Nunca hablaba con amargura, nunca le amenazaba… Siempre estaba allí, ocupándose de todo, infaliblemente correcta, afable y educada, actuando como había que actuar en cada circunstancia, incluso en aquellas que sabía eran obra de Rigo, creadas especialmente para ponerla a prueba. A veces se decía que daría su alma por verla llorar o gritar. Si intentara recuperarle, si quisiera alejarse de él…, pero Marjorie jamás haría nada parecido.
Se preguntó si hablaría de su ira o de sus celos cuando se confesaba con el padre Sandoval. ¿Le contaba lo que sentía? ¿Lloraba?
Se había dicho a sí mismo que Marjorie jamás le amaría como había soñado al principio, porque les había dado todo su amor a los caballos. Hasta llegó a pensar que odiaba el que montara porque les daba a los caballos justamente eso que le negaba a él…, su pasión. Los caballos… Eran mucho más importantes que su maternidad o sus obras caritativas.
Pero ahora no estaba seguro de que eso fuera cierto. ¿Eran realmente los caballos los que le habían robado el corazón de Marjorie? ¿O se había limitado a esperar la llegada de otra persona? ¿Alguien como Sylvan bon Damfels, quizá?
¿Por quién le había tomado?
—Marjorie, cuando bailabas con Sylvan bon Damfels… ¿te dijo algo? —Tenía que preguntárselo, no podía seguirse conteniendo por más tiempo.
—¿Que si me dijo algo? —Marjorie le lanzó una mirada de preocupación: aún no había asimilado su intención de montar con los bons, y en esos momentos era incapaz de pensar en ninguna otra cosa—. ¿Sylvan? ¿A qué te refieres, Rigo? Que yo recuerde, no me dijo nada que se saliera de lo corriente. Dijo que Stella y yo llevábamos unos trajes muy bonitos, y como según Pollut no estaba en la lista de aquellos con quienes debíamos tener cuidado, me relajé y pude disfrutar del baile. ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Nada, me preguntaba si… —Se preguntaba qué estaría ocultándole.
—¿Qué tiene que ver Sylvan con…?
Sí, ¿qué tenía que ver Sylvan con todo aquello? Con lo que Rigo sentía al verla; con el hecho de que Sylvan montaba mientras que él, Rigo, no… Jamás se preguntaría a sí mismo qué relación había entre esas dos cosas. No, ni tan siquiera pensaría en ello.
—Nada. Nada. No espero que ni tú ni los chicos participéis en la cacería de los aristócratas.
—Pero ¿por qué quieres montar?
—Porque nunca me dirán nada a menos que confíen en mí, y no confiarán en mí hasta que no participe en sus…, ¡sus rituales!
Marjorie guardó silencio, apenada, pero su expresión no reveló nada de lo que sentía. Hierba estaba saturada de odio, un odio dirigido hacia ellos, los extranjeros. Si Rigo montaba, ese odio acabaría atrapándole igual que las arenas movedizas.
—Estás decidido a hacerlo. —Era una afirmación, no una pregunta, y Rigo jamás sabría con qué desesperanza pronunció esas palabras, con todo el amor que creía deberle dependiendo de la respuesta—. Estás decidido a hacerlo, Rigo.
—Sí. —Y su tono de voz proclamaba que no admitiría ninguna discusión al respecto—. Sí.
La máquina de montar era pesada y voluminosa pero, aun así, su masa no superaba en mucho a la del maestro de equitación, Hector Paine, un hombre de rostro adusto y expresión ominosa que vestía siempre de negro, como si llevara luto por todos aquellos a los que había enseñado cómo morir.
Rigo había escogido una habitación vacía de los aposentos de invierno para utilizarla como sala de equitación, y se presentó en ella acompañada por Stella, muy ocupada jugando a ser la niñita de su papá. Una vez allí Rigo, con cierta incredulidad, se enteró de que debía empezar con cuatro horas de lecciones al día. Stella no pareció enterarse de aquello: daba la impresión de no estar prestándoles ninguna atención. Estaba acariciando la máquina de montar, canturreando en voz baja, como si fuera incapaz de fijarse en nada que no fuese la máquina.
El instructor vestido de negro se mostró inflexible.
—Por la mañana una hora de ejercicios y luego una hora de monta. Por la tarde, lo mismo. A finales de semana quizá podamos alargar las sesiones de mañana y tarde hasta tres horas, luego hasta cuatro. Finalmente, acabaremos haciendo doce horas al día.
—¡Cielo santo!
Stella acarició las espinas de punta roma incrustadas en el cuello del resplandeciente simulacro metálico y pasó el dedo por la curvatura de las riendas, que colgaban de la última espina.
—¿Pensaba que sería sencillo, señor? Las Cacerías suelen durar hasta diez o doce horas. A veces duran todavía más que eso.
—¡Lo cual no deja tiempo para hacer gran cosa más!
—Su Excelencia, para los que participan en la Cacería no hay ninguna otra ocupación importante. Creía que ya se habría dado cuenta de eso. —Habló con voz seria y sin el menor matiz burlón, pero Rigo le lanzó una mirada feroz. Stella había seguido vagando por la sala y acabó yendo a un rincón para sentarse detrás de un montón de muebles, donde nadie podía verla ni fijarse en ella, con los ojos absorbiendo ávidamente todo lo que encontraban.
—Vino en seguida aunque se le avisó con muy poca antelación —gruñó Rigo.
—Vine porque Gustave bon Smaerlok me dijo que debía venir.
—Tiene la esperanza de que seré incapaz de hacerlo, ¿eh?
—Creo que le gustaría, sí. Se trata de una impresión personal, y no se basa en nada que haya oído decir.
—¿Y ha accedido a irle informando de lo que ocurra?
—Me limitaré a hablar con él cuando crea que es usted capaz de montar en una Cacería. Voy a decirle una cosa, Su Excelencia: con los jóvenes empezamos antes de que hayan cumplido los dos años…, ¿cuánto sería eso según su calendario? ¿Diez o doce años terrestres? Trabajamos cada día, cada semana y cada período durante todas las estaciones, puede que durante un año, y eso cuando aún son niños. Un año de Hierba, más de seis años suyos.
Rigo no dijo nada. Estaba empezando a comprender que quizá no tuviera el tiempo suficiente para aprender a montar con los sabuesos. Al menos, no si iba a tardar tanto como los niños…
Bueno, tendría que acortar el plazo. Concentró toda su atención en el maestro de equitación, y se dedicó a escuchar cuanto éste tuviera que decirle.
Y Stella también escuchaba sus palabras, escondida por la pantalla de sillas y sofás, concentrándose con idéntica diligencia en lo que decía el maestro de equitación.
Había bailado con Sylvan bon Damfels.
Sólo unos minutos, el tiempo suficiente para saber que cuanto deseaba estaba allí, en su piel, detrás de esos ojos, escondido en esa voz y en el contacto de esas manos.
Cuando llegó a Hierba pensaba que jamás olvidaría a Elaine, la amiga que había dejado atrás, pero su mente ya no tenía espacio para albergar a nadie que no fuera Sylvan, ni tan siquiera en el recuerdo. Cuando le sonrió, Stella se dio cuenta de que había estado pensando en él desde que le vio por primera vez, en la Cacería de los bon Damfels. Vio a Sylvan con su atuendo de cazador, le vio montar y le vio cabalgar. En la pista de baile su cuerpo se movía al compás del suyo, y Stella recordó cada una de las ocasiones en que le había visto, cada vez que le había hablado y, como siempre, su apasionado corazón empezó a exigir más y más. Más… Más Sylvan bon Damfels. Montaría con Sylvan bon Damfels igual que había danzado con él, igual que podía imaginarse el… Oh, sí, podía imaginarse muchas otras cosas que hacer con Sylvan bon Damfels.
La había mirado a los ojos.
Le había dicho que era hermosa.
Y, oculta detrás de los muebles, Stella sintió una alegría exultante: era feliz, por primera vez desde que había llegado a Hierba. Absorbió la información y la grabó en su mente, aguzando el oído para captar hasta la última palabra pronunciada por el maestro de equitación. Estaba decidida a aprender. Y deprisa. Más deprisa de lo que nadie hubiera aprendido jamás.
El mismo aerocoche que había traído al maestro de equitación a Colina del Ópalo trajo también a James y Jandra Jellico, que fueron al estudio de Marjorie para aguardar la llegada de Rowena.
Y Rowena, cuando vino por fin, apareció acompañada por Sylvan.
—Cuéntennoslo todo —les suplicó Sylvan con amabilidad—. Sabemos que ninguno de los dos hizo nada de lo que deban arrepentirse, por lo que basta con que nos cuenten todo lo que sepan.
Marjorie y Tony estaban sentados junto a ellos, escuchando. Nadie sugirió que no debieran estar presentes y, de haberlo hecho, Marjorie ya había decidido que escucharía con la oreja pegada a la puerta.
Había muy poco que contar, pero aun así los Jellico estuvieron hablando durante una hora, repitiendo diez veces cada pequeño fragmento de la historia.
—Hay algo que deberían recordar —le dijo Gelatina a Sylvan—. Que Ducky Johns esté metida en cierta clase de negocios no quiere decir que no sea una mujer honrada. Es tan honrada como cualquier otro comerciante, y creo que encontró a esa tal Janetta justo donde dice que la encontró, en su porche trasero, debajo de la colada.
—Pero ¿cómo es posible? —exclamó Rowena, y quizá fuera la décima vez que lo preguntaba.
Gelatina tragó una honda bocanada de aire. Estaba harto de evasivas, harto de eufemismos, harto de inclinarse ante la más que conocida excentricidad de los bons. Decidió contarles la verdad, por dura que fuese, y ver cuál era la reacción de esta bon ante ella.
—Señora, cuando se la vio por última vez iba montada en una de esas bestias, ¿no? Bien, cualquier persona con una pizca de sentido común supondrá que, acabara donde acabase, fue porque esa bestia la llevó hasta allí o se encargó de que llegara hasta ese sitio. Eso es lo que pienso yo.
Bien, ya estaba. Oh, sí, allí estaba, justo ante sus narices, con sonido y olor incluidos, un monstruo feroz y lleno de espinas, un hippae: al fin había aparecido en escena, designado por su nombre, y ahí estaba la faceta del problema a la que ninguno de los bons se había referido, la faceta de la que ninguno de los bons hablaría o dejaría hablar. Los hippae… Los hippae o un hippae se llevaron a la chica, todo el mundo lo sabía. Ellos, los hippae, le hicieron algo, ¿había alguien que lo dudase? Ellos la escondieron. Ellos la mantuvieron prisionera. Y, un tiempo después, la joven volvió a aparecer. ¿Quién sabía por qué? ¿Quién sabía cómo? Marjorie sintió las preguntas que burbujeaban en aquel silencio pero no despegó los labios, sin apartar sus dedos de la mano de Tony, porque había notado cómo temblaba su hijo, lleno de preguntas sin respuesta que no habían llegado a ser formuladas en voz alta. Los bons habían preferido culpar a los Yrarier antes que a los hippae. La misma Rowena guardaba silencio. ¿Por qué?
Los Jellico se despidieron y salieron de la habitación. Rowena lloraba, aferrada a Sylvan, que clavó sus ojos en Marjorie, prohibiéndole hablar. Marjorie bajó la vista, sintiendo el peso de su voluntad tan claramente como si la hubiera tocado con las manos.
—Mamá, ¿quieres acostarte un momento? —le preguntó a Rowena.
Rowena asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tony, acompáñala, ¿quieres? —le pidió Marjorie, deseosa de que se llevara a la mujer, deseosa de estar a solas con Sylvan para preguntarle…
—Un momento —dijo Rowena.
Marjorie asintió.
—Lady Westriding…, no, Marjorie: quizá llegue un momento en el que pueda ofrecerle mi ayuda, igual que usted me la ha ofrecido ahora. Aunque me cueste la vida, la ayudaré. —Posó su mano manchada por las lágrimas sobre la mano de Marjorie y se marchó con Tony, dejando a su hijo en la habitación.
—No —dijo él cuando estuvieron a solas, percibiendo la pregunta en su rostro—. No lo sé.
Marjorie no logró seguir conteniendo las palabras que pugnaban por salir de su boca.
—¡Pero vive aquí! Está familiarizado con esas bestias.
—Shhh —dijo él, mirándola por encima del hombro y pasándose un dedo por el interior de aquel cuello que, de repente, parecía haberse vuelto demasiado apretado—. No les llame bestias. No les llame animales. No use esas palabras, ni tan siquiera cuando esté sola. No piense en ellos. —Se llevó la mano al cuello, como si algo le estuviera ahogando.
—¿Qué palabras usan ustedes?
—Hippae. Monturas —gorgoteó—. Y, cuando están cerca y pueden oímos, ni tan siquiera usamos esas palabras. Cuando están cerca y pueden oírnos, nunca les llamamos nada. —Jadeó, intentando tragar aire.
Marjorie le miró, vio las gotitas de sudor que brillaban en su frente, vio cómo luchaba por mantener la compostura.
—¿Qué ocurre?
La lucha se hizo más intensa. Sylvan no podía responderle.
—Shhh —dijo ella, cogiéndole las manos—. No hable. Limítese a pensar. ¿Es algo que…, algo que le están haciendo?
Un gesto de cabeza, un asentimiento casi imposible de captar.
—¿Algo que le hacen a… su cerebro? ¿A su mente?
Un parpadeo. Si no hubiera aprendido a descifrar los casi imperceptibles estremecimientos de los caballos, jamás habría logrado percibirlo.
—¿Es…? —Marjorie pensó fríamente en todo lo que había visto durante su visita a la hacienda de los bon Damfels—. ¿Una especie de vacío?
Sylvan parpadeó, respirando profundamente.
—¿Una compulsión?
Suspiró, dejando escapar el aire. Su cabeza osciló flojamente sobre su cuello.
—Una compulsión que les obliga a montar pero les hace incapaces de pensar en que están montando, que les impide hablar de ello. —Habló para sí misma, sin dirigirse a él, segura de que era cierto, y Sylvan la miró. Sus ojos brillaban. ¿Lágrimas?—. Y la compulsión debe de ser más intensa cuanto más veces monten —siguió diciendo ella, observándole atentamente. Sabía que estaba en lo cierto—. Pero usted logró hablar con nosotros después de una Cacería…
—Se habían ido —gorgoteó Sylvan, jadeando—. Después de una Cacería larga se van. ¡Hoy están aquí, muy cerca, alrededor de Colina del Ópalo!
—Entonces, durante el invierno, apenas si deben sentir la compulsión, ¿no? —preguntó ella—. ¿Y durante el verano? Pero en primavera y en otoño les domina por completo. Al menos, a los que montan…
Sylvan se limitó a mirarla, sabiendo que no necesitaba confirmación.
—¿Y qué hacen cuando termina el invierno? ¿Ponerles en cintura? ¿Rodear sus haciendas? ¿Por docenas, por centenares? —Sylvan no lo negó—. Se reúnen y empiezan a influirles, insistiendo en que deben asistir a la Cacería. También debe de haber cierta presión para que los niños monten. ¿También les obligan a eso?
—Dimity —dijo él con un suspiro.
—Su hermana pequeña.
—Mi hermana pequeña.
—Su padre…
—Lleva años montando, ha sido Jefe de la Cacería durante años, como Gustave…
—Ya —dijo ella, pensando que debía contarle todo eso a Rigo. Tenía que hacer que lo comprendiese.
—Me llevaré a mamá a casa —dijo él, y su rostro empezó a recobrar su expresión habitual.
—¿Cómo ha podido resistirles? —preguntó Marjorie, hablando en un tono de voz tan bajo como el de él—. ¿Por qué no le han arrancado un brazo o una pierna? ¿No es eso lo que hacen cuando uno de ustedes intenta plantarles cara?
Sylvan no le respondió. No necesitaba responder. Marjorie podía adivinar la respuesta sin necesidad de ayuda. Cuando montaba no les oponía resistencia. De haberlo intentado, ya se habría esfumado o habría sido castigado por ello. Oh, no, cuando montaba era uno de ellos, igual que los demás. El secreto estaba en su rápida capacidad para recuperarse en cuanto la Cacería había terminado. Podía recuperarse lo bastante deprisa como para decir ciertas cosas y hacer ciertas alusiones.
—Nos advirtió —dijo ella, alargando la mano hacia él—. Sé lo difícil que debió de resultarle.
Sylvan le cogió la mano y se la llevó a la mejilla. Sólo eso. Pero así fue como les vio Rigo.
Sylvan se excusó, hizo una reverencia y se fue a buscar a Rowena.
—Un tête-à-tête muy agradable, ¿eh? —dijo Rigo, con una sonrisa feroz.
Marjorie estaba demasiado preocupada para darse cuenta de lo que había bajo esa sonrisa.
—Rigo, no debes montar.
—Oh. ¿Y por qué no?
—Sylvan dice que…
—Oh, creo que lo que diga Sylvan no tiene ninguna importancia.
Marjorie le miró, sin saber qué decir.
—Sí que importa, y mucho. Rigo, los hippae son algo más que animales. Ellos…, le hacen algo a sus jinetes. Algo que afecta a sus cerebros.
—Vaya, Sylvan debe ser muy inteligente. Mira que inventarse semejante historia…
—¿Crees que se la ha inventado? No seas tonto. Pero si está muy claro. Ha estado muy claro desde que vimos esa primera Cacería, Rigo.
—Ah, ¿sí?
—Y desde la noche pasada. Rigo, por el amor de Dios… ¿No te pareció raro que nadie culpara a los hippae? Una chica desaparece durante la Cacería, y nadie culpa al hippae sobre el que iba montada…
—Querida mía, si desaparecieras durante una Cacería y aparecieras un tiempo después como cortesana en algún pequeño y miserable reino de provincias, ¿crees que debería echarle la culpa a tu caballo? —Le lanzó una mirada tan gélida como el invierno y se marchó, mientras Marjorie le seguía con los ojos, esforzándose desesperadamente por comprender qué había pasado.