Al este de Colina del Ópalo había una caverna de los hippae, una de las muchas que se podían encontrar en Hierba, suponiendo que alguien tuviera el valor de buscarlas. Estaba hundida en el flanco de la colina, y sus angostas bocas de entrada quedaban protegidas por grandes extensiones de hierba bermeja que caían sobre las delgadas puertas, formando cortinajes que ondulaban suavemente: la caverna estaba pasando por uno de sus adecentamientos periódicos. Las criaturas responsables de tal labor entraban y salían por la puerta norte: eran migerers, bastante parecidos a topos, y no había nadie que supiera cavar tan bien como ellos. Cruzaban velozmente las hierbas bermejas y fucsias y se abrían paso por entre la hierba violeta del exterior, con las bolsas peludas de sus muslos repletas de la tierra que acababan de arrancarle al suelo de la gran estancia principal de los hippae.
El recinto estaba sumido en la penumbra y su techo era sostenido por columnas hechas con peñascos: los peñascos habían sido desenterrados al excavarse la caverna y se mantenían en su sitio gracias al adhesivo que se obtenía mezclando tierra con excrementos de migerer. Oh, sí, los migerers eran unas criaturas maravillosas…, unos auténticos constructores, casi unos ingenieros, y, desde luego, unos excelentes creadores de cavernas, que hacían cavernas similares aunque más pequeñas para ellos mismos, uniéndolas entre sí con kilómetros y kilómetros de túneles serpenteantes.
Los migerers iban y venían por la gran sala, parpadeando y bizqueando con esos ojillos suyos medio escondidos por los mechones de vello índigo que los rodeaban, y se hablaban los unos a los otros emitiendo trinos aflautados sin parar de moverse, nivelando el suelo con el nervioso agitar de sus garras delanteras y apisonando la tierra suelta con las duras almohadillas de sus industriosas patas traseras.
Un hippae entró en la caverna, recorriendo el suelo recientemente alisado con sus grandes pezuñas trihendidas. El hippae empezó a recorrer el recinto moviendo su monstruosa cabeza en señal de aprobación, mostrando un poco los dientes allí donde los labios se curvaban en un medio gruñido, y las espinas afiladas como navajas de su cuello chocaron las unas con las otras, creando un ruido disonante cada vez que la bestia meneaba la cabeza y le lanzaba un rugido al techo.
Los migerers fingieron no darse cuenta de su presencia, o quizá fuese que realmente no eran conscientes de ella. Siguieron actuando exactamente igual que antes. Sus veloces cuerpecillos iban y venían bajo las mismísimas pezuñas del monstruo, arañando el suelo, recogiendo la tierra, metiéndosela en sus bolsas peludas y corriendo hacia la hierba para eliminar toda huella del trabajo que estaban haciendo. Cuando hubieron terminado, después de haber dejado el suelo tan liso como resultaba posible a sus habilidades instintivas, se quedaron quietos y empezaron a limpiarse sus rechonchos estómagos y resistentes patas, peinándose las patillas con sus garras marfileñas y parpadeando a la media luz que brotaba de las entradas. Un instante después se oyó un silbido, una queja transportada por el viento como la que podría emitir algún pájaro preocupado, y los migerers se esfumaron, desapareciendo entre la hierba como si jamás hubieran estado allí. El hippae siguió paseándose lentamente por la caverna en una majestuosa soledad, gritando de vez en cuando para hacer vibrar sus paredes, examinando y aprobando el trabajo hecho en ella.
Un segundo monstruo entró en la caverna y empezó a examinarla, y respondió a su grito con otro rugido. Después aparecieron un tercer y un cuarto hippae, y luego muchos, que empezaron a moverse por la caverna siguiendo una complicada pauta de movimientos, pasando los unos junto a los otros o moviéndose en líneas paralelas, en parejas, cuartetos y sextetos que se convirtieron en grupos de doce y dieciocho hippae: las hileras giraban y se entrelazaban formando un dibujo cada vez más intrincado, y sus pezuñas golpeaban el suelo con la misma precisión que el martillo de un artesano, cayendo exactamente sobre las huellas que habían hecho un segundo antes.
No muy lejos de allí, en la aldea de Colina del Ópalo, Dulia Mecánico se agitaba nerviosamente en su lecho: el trueno subterráneo la había despertado.
—¿Qué…, qué es eso? —preguntó, adormilada.
—Los hippae están bailando —dijo su joven esposo Sebastian Mecánico, que estaba mucho más despierto que ella, pues llevaba más de una hora escuchando aquel palpitar rítmico mientras su mujer respiraba tranquilamente junto a él—. Están bailando —repitió, no muy seguro de si lo creía o no. Además, tenía otras cosas de qué preocuparse.
—¿Cómo lo sabes? Todo el mundo lo dice, pero ¿cómo lo sabes? —protestó ella, aún medio dormida.
—Supongo que alguien debió de verles —dijo él, y por primera vez se preguntó cómo era posible que quien afirmó ver lo que había visto hubiera podido estar allí para presenciarlo. Sebastian habría preferido morir a deslizarse por entre la hierba para espiar a los hippae—. Alguien, hace mucho tiempo… —añadió, sin identificar la fuente de ese dato, y volvió a pensar en el tema que ya llevaba mucho tiempo ocupando su mente: los nuevos habitantes de la Colina del Ópalo.
Y los hippae seguían yendo y viniendo por la caverna de donde procedía el tronar subterráneo, trazando los pasos de su danza hasta llevarla a la culminación final.
La danza terminó de repente, sin ningún tipo de clímax perceptible. Los hippae salieron de la caverna solos o en parejas, dejando el suelo cubierto por un dibujo de huellas tan complejo y detallado como un tapiz. Para quienes lo habían creado el dibujo tenía un significado, un significado que, de no haberse expresado pisoteando la tierra, sólo habría podido transmitirse mediante una larga secuencia de estremecimientos y guiños. El antiguo lenguaje de gestos, temblores y movimientos casi indetectables de los hippae no podía utilizarse para este propósito, pero los hippae conocían otro lenguaje. En ese lenguaje, aprendido hacía mucho de otra raza, este dibujo inscrito en el suelo de su caverna era su forma de escribir —y, con ello, proclamar—, cierta palabra inexorable.
Los caballos estaban despiertos, escuchando en sus establos de Colina del Ópalo igual que habían hecho durante bastantes noches, la mayoría desde que llegaron a Hierba. «Millefiori» se volvió hacia «Don Quijote» y relinchó, y el caballo le pasó el relincho a «Irlandesa», y el mensaje fue recorriendo todo el establo y volvió a su punto de origen, como en una carrera de relevos. «Aquí», parecía decir cada relincho. «Sigue aquí. Todavía nada».
Pero había algo, algo de lo que habían empezado a ser cada vez más conscientes: una de esas sombras que inspiran miedo y hacen encabritarse, uno de esos puentes que te niegas a cruzar…, una de esas cosas amenazadoras que los jinetes normalmente no comprenden. La mayor parte de ellos, al menos, no las comprenden. La mujer…, ella sí lo entendía. Cuando esa cosa estaba presente, ella nunca insistía. Nunca. Y, a cambio, todos confiaban en ella. Cuando les llevaba hasta la gran valla, esa valla cuyo final quedaba tan alto que no tenías ni idea de lo que podía haber detrás, todos confiaban en que ella sería capaz de hacerles saltar y llevarles sanos y salvos al otro lado. Confiaban en ella: sabían que jamás les traicionaría.
Naturalmente, no pensaban usando palabras. No tenían palabras que utilizar: su forma de pensar se parecía más a una comprensión de las cosas. Las recompensas, las amenazas… La cosa del risco, aquel día; este ruido que resonaba en la noche, este ruido que intentaba meterse por las orejas, dentro de las cabezas, el ruido que deseaba apoderarse de todo… Las amenazas.
Pero la noche también contenía algo más, y ese algo…, era algo que no podían identificar ni como una recompensa ni como una amenaza. Luchaba contra el sonido horrible; mantenía a distancia esos pensamientos escurridizos que intentaban meterse dentro de ti. Y, sin embargo, nunca se aproximaba, no ofrecía heno, no acariciaba ningún cuello. Se limitaba a estar ahí, como una pared que respirase, una cosa que no podían comprender.
El relincho fue de izquierda a derecha y volvió al origen.
—Aquí. Sigue aquí. Todo va bien. Aún vivimos. Nada…
—Todavía nada.
Jandra Jellico cumplió su amenaza y fue a Camino del Puerto en su media persona para visitar a Ducky Johns. Ya la había visto algunas veces y le caía bastante bien, aunque se dedicaba a un negocio que Jandra no aprobaba. El placer era el placer, lo había sido durante eras, y la gente siempre andaría detrás de él. Pero Jandra opinaba que algunas formas de conseguir placer eran bastante desagradables.
Aun así, se guardó todas aquellas ideas para sí misma y entró en el salón privado de Ducky Johns, donde tomó una taza de té y contempló a la chica sentada sobre la alfombra que canturreaba para sí misma. O para eso mismo, como diría su marido… Tanto daba. Cuando sentía picores se subía la falda y la mano empezaba a rascar, sin importar donde pudiera estar el picor. No parecía tener ningún tipo de inhibiciones: era como un gato, que se lame allí donde le hace falta.
—Vaya, vaya —dijo Jandra—. No puedes tenerla aquí, Ducky.
—Oh, claro, pero ¿de quién fue la idea? —dijo Ducky con expresión malhumorada, moviendo en círculos las manecitas para expresar su inocente irritación—. Fue Gelatina quien me hizo traerla aquí…, tu Gelatina. Esa chica no me sirve para nada, querida. No puedo venderla. ¿Quién iba a querer comprarla? Habría que adiestrarla, porque ahora no sirve para nada.
—¿Y sabe hacer sus necesidades? —preguntó Jandra, sintiendo curiosidad.
—Oh, es lo único que sabe, aparte de comer. Es como mi cachorrito de wallo: cuando necesita ir al lavabo, gime.
—¿Has probado a…?
—No he probado nada. No tengo tiempo. El negocio me mantiene ocupada todo el día. ¡No tengo tiempo que perder en esas tonterías! —Las manecitas volvieron a moverse y acabaron quedándose quietas sobre el regazo de Ducky, perdidas en sus profundidades—. Jandra, dime que te la llevarás, anda. Dilo, por favor. Tu Gelatina estará de acuerdo.
—Oh, sí, me la llevaré —dijo Jandra—. Mejor dicho, mandaré a buscarla. Pero la verdad es que todo esto me parece muy raro… Rarísimo. ¿De dónde ha salido?
—¿Crees que no nos gustaría saberlo, querida mía? Sí, te aseguro que nos gustaría mucho saberlo.
Jandra mandó a buscar a la chica esa misma tarde. Después, pasó los días siguientes enseñándole a no levantarse la falda y a comer con los dedos, en vez de meter la cara en la comida, y a ir al lavabo por sí sola en vez de gimotear pidiendo que la llevaran. Cuando hubo conseguido hacerle aprender todo eso, llamó a Kinny Few por el dígame y la invitó a tomar el té, y las dos tomaron sorbos de té y mordisquearon los pastelitos de semillas de Kinny mientras observaban a la chica, que estaba tumbada en el suelo jugando con una pelota.
—Pensé que quizá supieras quién es —dijo Jandra—. O quién era… Supongo que no siempre habrá sido así.
Kinny hizo memoria. Su forma de ladear la cabeza…, le recordaba a alguien, pero no estaba segura de a quién. Desde luego, no a nadie de la Comunidad.
—Tiene que haber venido en una nave —dijo, aunque Jandra ya le había explicado que eso era imposible—. Tiene que ser eso.
—Yo también lo pensaba, pero Gelatina dice que es imposible —replicó Jandra—. Apareció de repente en el porche trasero de Ducky Johns, y eso es todo. Como si hubiera salido de un huevo… No recuerda nada, y actúa igual que si fuera un polluelo.
—¿Qué piensas hacer con ella? —Kinny quería saberlo.
Jandra se encogió de hombros.
—Supongo que trataré de encontrarle un hogar. Y tendrá que ser pronto. Gelatina está empezando a hartarse de tenerla por aquí.
En realidad, el peligro no era exactamente que Gelatina se hartase de ella. Quería mucho a Jandra, desde luego (y los dos apreciaban enormemente la fidelidad), pero tener cerca el cuerpo de la chica, tan hermoso y carente de inhibiciones como el de un animal a medio domesticar, estaba empezando a provocar en él unos deseos algo inquietantes.
—Una semana —le dijo a Jandra—, te doy una semana. —Pensaba que sería capaz de controlarse durante ese tiempo.
Rigo estaba decidido a dar una recepción. Eugenie le animaba a ello, pues estaba harta de la monotonía de Colina del Ópalo, pero su posición social no le permitía ir a ningún otro sitio. Ni tan siquiera podía asistir a las Cacerías… Después de la Cacería de los bon Damfels los Yrarier habían asistido a otras tres Cacerías, dos veces como familia y una con el padre Sandoval y el padre James acompañándoles. Como había dicho Tony, todas eran iguales y ya habían visto lo suficiente. Rechazaron ser invitados a más Cacerías y, con ese acto, confirmaron los prejuicios de los bons, pero a esas alturas Rigo tenía otros problemas en que pensar. Roald Few les trajo parte del mobiliario para los aposentos invernales, y les prometió que dentro de dos semanas todo lo que faltaba estaría terminado.
—Cortinajes, alfombras, adoraos, proyectores de imágenes para las paredes…, todo. Todo muy elegante y de la máxima calidad…
—Rigo quiere dar una recepción para los bons —le explicó Marjorie.
—Hmmf —resopló Persun Pollut.
—Vamos, Pers… —le riñó Roald—. El embajador no lo sabe. Lady Westriding, mientras dure la temporada de caza, lo más probable es que sólo consiga invitar a gente de segunda categoría… Los que no montan, ¿comprende? Los que montan tirarán la invitación nada más recibirla.
—Eric bon Haunser asistirá, pero el Obermun no. ¿Es eso?
—Exactamente. El único bon Damfels que asistirá a la recepción será Figor. La Obermum no irá a ningún sitio sin el Obermun. No se hace, ¿comprende? Y todo el resto de la familia, o lo que queda de ella, participa en la Cacería.
Marjorie le miró, intentando decidir hasta qué punto podía fiarse de su sinceridad. Roald parecía un buen hombre y, hasta el momento, siempre había sido amable con ella.
—Necesito información —dijo por fin en voz baja.
Roald bajó la voz hasta el nivel de las confidencias.
—Estoy a su servicio, lady Westriding.
—Cuando fuimos a su hacienda, los bon Damfels estaban de luto.
—Sí.
—Habían perdido a una hija en un accidente de caza. Eric bon Haunser también perdió las piernas en un accidente de caza, según nos dijo. Después de esa primera Cacería, durante la fiesta, miré a mi alrededor y vi más apéndices bióticos de los que habría visto durante todo un año en la Tierra. Querría saber algo más sobre esos accidentes.
—Ah. Bueno… —Roald se agitó, un poco nervioso.
—Hay varias clases de accidentes —dijo Persun, utilizando su voz de conferenciante, suave y algo seca—. Está el caerse, está el quedar empalado en las espinas… Está el ofender a un sabueso, naturalmente, y el desvanecerse. —Pronunció esa última palabra en lo que casi era un susurro, y Roald asintió con la cabeza.
—Eso es lo que tenemos entendido, lady Westriding. Los sirvientes de las haciendas son parientes nuestros. Ven cosas, oyen cosas, y nos las cuentan. Sumamos dos y dos, y nos da cuarenta y cuatro, ¿entiende?
—¿Caerse? —preguntó Marjorie. Los jinetes siempre estaban cayéndose, y los resultados de una caída casi nunca eran tan terribles.
—Y ser pisoteado. Si un jinete se cae, es pisoteado por los que vienen detrás hasta que no queda nada de él… o de ella. ¿Comprende?
Marjorie asintió, notando que empezaba a sentirse algo mareada.
—Si ha visto alguna Cacería, ya sabrá a qué me refiero con lo de quedar empalado en las espinas, ¿no? Aunque parezca sorprendente, no ocurre muy a menudo. Los jóvenes se pasan días enteros en los simuladores aprendiendo que no deben acercarse a esas espadas de hueso. Pero, de vez en cuando, alguien sufre un desmayo, o una montura frena con demasiada brusquedad, y el jinete sale despedido hacia delante.
Marjorie se secó los labios, sintiendo el sabor de la bilis.
—Ofender a un sabueso normalmente da como resultado que el cazador acabe perdiendo un brazo, una pierna, una mano, un pie o los dos: se los arrancan a mordiscos cuando desmonta al final de la Cacería.
—¿Ofender a…?
—No nos haga preguntas sobre eso, señora —replicó Persun—. En la Comunidad no hay sabuesos. No se les deja entrar en la ciudad, y nadie con una pizca de sentido común se mete por entre la hierba en los sitios donde es probable que haya sabuesos. En los alrededores de las aldeas nadie corre peligro porque nunca hay sabuesos, pero más lejos… Bueno, los que se alejan no vuelven. La verdad es que no sabemos muy bien qué puede ofender a un sabueso, y tenemos la impresión de que los bons tampoco lo saben.
—¿Y el desvanecerse?
—Oh, es justamente eso. Alguien sale de Cacería y no vuelve. La montura también desaparece. Normalmente suele pasarles a los jinetes jóvenes, y casi siempre a las chicas. Es raro que le ocurra a un chico.
—Alguien que vaya al final de la Cacería —dijo ella, en un súbito destello de comprensión—. Para que los demás no se den cuenta, ¿verdad?
—Así es.
—¿Qué le pasó a la hija de los bon Damfels?
—Lo mismo que le pasó a Janetta bon Maukerden el otoño pasado. Shevlok bon Damfels estaba loco por ella… Desapareció. Lo sé porque mi hermano Canon está casado con una mujer que tiene una prima llamada Salla que trabaja como doncella de los bon Damfels. Puede decirse que crió a Dimity desde que era un bebé… El otoño pasado Dimity tuvo la impresión de que un sabueso la observaba, y se lo contó a Rowena. En la siguiente Cacería pasó lo mismo. Rowena y Stavenger tuvieron una discusión terrible, y Rowena impidió que Dimity participara en ninguna otra Cacería durante aquella temporada. Al llegar la primavera, Stavenger se puso duro y la obligó a montar. Y durante la primera Cacería de primavera… ¡Puf! Se esfumó.
—¿Ha dicho que se llamaba Dimity? ¿Cuántos años tenía?
—Diamante bon Damfels. Era la hija pequeña de Stavenger y Rowena. Tendría unos diecisiete años, según el calendario terrestre.
—Los bon Damfels tienen cinco hijos, ¿no?
—Tenían siete, señora. Perdieron a dos que empezaron a montar bastante jóvenes. Creo que fueron pisoteados. Siento no recordar sus nombres. Ahora sólo quedan Amethyste, Emeraude, Shevlok y Sylvan.
—Sylvan… —dijo ella, recordándole de la primera Cacería. No había asistido a ninguna otra de las que presenció—. Pero él no vendría a una recepción porque monta, ¿verdad?
Roald asintió.
—Siempre queda el lapso —murmuró Persun.
—Oh, me había olvidado del lapso —dijo, Roald disgustado—. Tengo casi diez años de Hierba, y resulta que me olvido del lapso…
—¿El lapso?
—Cada primavera, las monturas y los sabuesos desaparecen durante un tiempo. Nadie sabe dónde van. Quizá sea su época de celo, o cuando tengan cachorros, o cualquier cosa de ésas… A veces se oyen muchos ladridos y gruñidos. Dura una semana o un poquito más.
—¿Cuándo tiene lugar eso? —preguntó ella.
—Oh, cuando les da la gana. No hay ningún momento fijado con precisión. A veces se adelanta un poco, otras se retrasa… Pero siempre es en primavera.
—Pero, cuando ocurre, todos los habitantes del planeta se enteran, ¿no?
—Los que viven entre la hierba sí, señora. Tssh, en la Comunidad no le prestaríamos ninguna atención. Pero aquí…, sí. Todo el mundo se entera aunque sólo sea porque un día, cuando quieren ir de Cacería, no hay monturas ni sabuesos esperándoles. Oh, sí, claro que se enteran.
—Entonces, si mandáramos una invitación que dijera… Oh, no sé. «Queda invitado a la recepción que se celebrará la tercera noche del lapso…».
—Nunca se ha hecho —murmuró Persun.
—Bueno, ¿y quién dice que no pueda hacerse? —replicó Roald—. Si su esposo está decidido a dar una recepción, señora, creo que valdría la pena intentarlo. Si no, tendrá que esperar hasta el verano y a que dejen de cazar. Entonces podrán celebrar su recepción, cuando se celebren los bailes de verano.
Rigo no quería aguardar hasta el verano.
—Eso significaría esperar más de un año y medio terrestre —dijo—. Tenemos que empezar a sacarles algo de información a los bons, Marjorie. No podemos seguir perdiendo el tiempo. Haremos todos los preparativos necesarios, y mandaremos las invitaciones tan pronto como la casa tenga un aspecto decente. No me cabe duda de que bon Haunser me hará saber si hemos infringido alguna costumbre local…
Las invitaciones fueron transmitidas a todas las haciendas usando el dígame. Sorprendentemente, al menos para Marjorie, el índice de aceptación fue bastante elevado. Marjorie tuvo un grave ataque de nervios antes de salir a escena, y fue a las habitaciones de verano para tranquilizarse.
Las habitaciones vacías y poco acogedoras habían sido transformadas. Aunque seguían siendo frías, ahora estaban llenas de colorido. El invernadero de la aldea —que estaba medio en ruinas hasta que Rigo ordenó su reconstrucción— les proporcionó grandes ramos de flores y plantas de otros planetas. Lirios terrestres y semeles de Semling combinados con penachos de hierba plateada creaban inmensos montículos aromáticos que se reflejaban interminablemente en los espejos. Marjorie se había encargado de proporcionar holograbaciones de obras de arte muy valiosas que los Yrarier habían dejado en su planeta, y duplicados de los originales la contemplaban desde los muros y los pedestales esparcidos por entre el costoso mobiliario.
—Una mesa preciosa —dijo, pasando los dedos por la satinada superficie azulada de la madera.
—Gracias, señora —dijo Persun—. Ha sido hecha por mi padre.
—¿De dónde saca la madera?
—Casi toda es importada. Por mucho que hablen de la tradición, de vez en cuando los bons desean tener algo nuevo y hacen que se importe, pero todo lo que fabrica para nosotros está hecho con madera del pantano. Ahí hay árboles preciosos. Esta madera se llama tesoro azul, y hay otra, la madera del clume, que es de un verde pálido con un tipo de luz y violeta oscuro con otra.
—No sabía que se pudiera entrar en el bosque pantanoso.
—Oh, no entramos en él. Hay centenares de kilómetros de perímetro, y esos árboles crecen en los confines del bosque. Aun así, nunca cortamos demasiados. Estoy usando algunas maderas nativas para los paneles de su habitación. —Había pasado horas diseñando los paneles para su estudio. Tenía grandes deseos de oír sus alabanzas.
—Sí, ya veo —dijo ella con voz pensativa. Una figura iba y venía nerviosamente por la terraza: era Eugenie, tan triste como un niño abandonado, con su cabeza gacha haciendo pensar en una flor marchita. Marjorie acarició su libro de oraciones y se esforzó por recordar el valor moral de ciertas virtudes—. ¿Me disculpa un momento, Persun?
Persun se inclinó sin decir nada y Marjorie salió de la habitación, mientras que él intentaba no dar la impresión de que la seguía con los ojos.
—Eugenie —dijo Marjorie, saludándola con una amabilidad que a ella misma le pareció demasiado ostentosa—, apenas si te he visto desde que llegamos… —Antes de venir a Hierba nunca la veía, pero ahora estaban en otro mundo y todas las comparaciones resultaban odiosas.
Eugenie se ruborizó. Rigo le había dicho que se mantuviera alejada de la gran casa.
—No debería estar aquí. Pensé que quizá pudiera ir a la ciudad con el comerciante.
—¿Necesitas algo?
Eugenie se puso aún más roja.
—No, no necesito nada. Había pensado matar el día visitando las tiendas. Quizá pudiera quedarme a pasar la noche en el Hotel del Puerto y divertirme un poco…
—Esto debe resultarte bastante aburrido.
—Es terriblemente aburrido —dijo Eugenie, incapaz de seguirse conteniendo por más tiempo y hablando sin pensar en lo que decía. Su rostro se cubrió con el color rojo oscuro de la incomodidad, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Marjorie también se ruborizó.
—Creo que no he tenido mucho tacto contigo, Eugenie… Escucha, ya sé que no te gustan los caballos, pero cuando vayas a la Comunidad, ¿por qué no intentas encontrar algún animalito doméstico?
—¿Un animalito doméstico?
—No sé qué tendrán. Puede que tengan perros, o gatos. Pájaros de alguna clase, o algo exótico… Los animalitos son muy divertidos, y siempre ayudan a pasar el tiempo.
—Oh, sí, tengo montones de horas libres —exclamó Eugenie, casi irritada.
—Rigo… Bueno, Rigo ha estado muy ocupado. —Marjorie se volvió hacía la balaustrada de la terraza y contempló los múltiples horizontes de aquella parte del jardín de hierba llamada el Panorama Huidizo. Cada risco quedaba medio escondido por el que había detrás, y cada uno era de un color algo más claro que el anterior, hasta que la colina del horizonte acababa confundiéndose con el cielo, siendo muy difícil distinguir el uno del otro. Su mente estableció una extraña relación entre el paisaje y su vida que le pareció bastante divertida: era lo mismo que había ocurrido con la animosidad que sintió hacia Eugenie durante los primeros tiempos. La animosidad se había ido difuminando hasta convertirse en una vaga tolerancia que apenas si podía distinguirse de lo que parecía un comienzo de aceptación—. Pronto daremos nuestra primera fiesta oficial. Quizá entonces conozcas a gente que… —Su voz se fue debilitando hasta esfumarse igual que el horizonte situado ante ella. Después de todo, ¿a quién podía conocer? Los chicos la despreciaban. Los sirvientes la consideraban una especie de mueble, y ningún bon querría tener el más mínimo contacto con ella…, ¿o sí querrían?—. Hay unas cuantas personas a las que quiero que conozcas —dijo Marjorie con voz pensativa—. Un hombre llamado Eric bon Haunser, y Shevlok, el hijo mayor de los bon Damfels…
—¿Estás intentando librarte de mí? —dijo Eugenie, tan ofendida como una niña a la que acaban de reñir—. Presentarme hombres con ese descaro…
—Intento asegurarme de que tengas a alguien que te haga compañía —dijo Marjorie, sin perder la calma—. De hecho, intento conseguir que todos tengamos un poco de compañía. Si algún hombre te encuentra fascinante, si se prenda de Stella, o incluso de mí —aunque admitir eso oficialmente resultaría bastante incómodo, claro está—, puede que vengan a visitarnos con cierta frecuencia. Después de todo, hemos venido aquí para descubrir algo, ¿no?
—No hables como si yo estuviera enterada de esos misterios porque no tengo ni idea. ¡Rigo no me ha contado nada!
—Oh, querida… —dijo Marjorie, más sorprendida de lo que era capaz de admitir incluso ante sí misma—. ¡Pero tiene que haberte dicho algo! De lo contrario, ¿por qué has venido?
Eugenie se limitó a mirarla fijamente, con una expresión dubitativa en el rostro. Esta mujer que se había casado con Roderigo Yrarier, esta mujer que era su esposa, la madre de sus hijos, esta mujer… ¿No lo sabía?
—He venido porque le amo —dijo por fin, casi susurrando—. Pensaba que ya lo sabías.
—Bueno, yo también le amo —replicó secamente Marjorie, creyendo en lo que decía—. Pero, aun así, no habría venido a Hierba si no me hubiera explicado por qué era necesario.
Aunque Eugenie no había apreciado mucho el consejo dado por Marjorie sobre los animalitos domésticos, acabó haciendo caso de él. Normalmente lo habría ignorado por una pura cuestión de principios, pues procedía de la esposa de Rigo, y lo más probable era que a Rigo no le hiciese mucha gracia el que su amante aceptara un consejo de su esposa, fuera sobre lo que fuese. Pero, tal y como estaban las cosas, Eugenie no podía permitirse el lujo de pasar por alto cualquier posibilidad de aliviar el terrible aburrimiento que sufría. En casa había restaurantes, fiestas y sitios divertidos a los que ir; tiendas, ropas y peluqueras con las que conversar; cotilleos y risas… Y, atravesando todo eso, como una hebra de oro entretejida en la gasa de su existencia, estaba Rigo. No le veía con frecuencia, desde luego, pero siempre había estado allí, como parte del telón de fondo, proporcionándole todo lo que necesitaba, haciéndola sentir importante y querida. Hombres como él, le había explicado, con todo su trabajo importante en comités, clubs y ese tipo de sitios, necesitaban mujeres como ella para que les aliviaran de la tensión causada por las misiones agotadoras pero apremiantes que se les encargaban. Aquello hacía que las mujeres como ella fuesen especialmente importantes. Eugenie pensaba en eso a menudo. Los hombres le habían dicho muchas cosas encantadoras, pero antes nadie le había dicho que fuese importante. Era el cumplido más hermoso que jamás le habían hecho.
Y por eso estaba aquí, igual que Rigo, y se veían tan poco que bien habría podido quedarse en la Tierra con algún otro protector…, posibilidad que, si había de ser sincera, había tomado en consideración antes de marcharse. De haber tenido otro hombre disponible, seguramente habría decidido quedarse. Pero en cuanto sopesó los inconvenientes que supondría encontrar otro hombre y los de hacer las maletas y someterse a la hibernación, acabó decidiendo que encontrar ese nuevo hombre sería más difícil y pesado. Encontrarle no sería demasiado difícil, desde luego, pero aprender a conocerle sí lo sería: sus pequeñas manías, cuáles eran sus platos, colores y olores favoritos, sus pequeños trucos de magia en la cama… Todos los hombres creían poseer alguna magia especial en la cama.
Y, además, amaba a Rigo. Lo que le había dicho a Marjorie no era ninguna mentira. De todos los hombres que había amado, Rigo era probablemente al que más quería. Ningún otro había sabido divertirla tanto como él.
Pero, en este sitio, Rigo no resultaba nada divertido. Cuando el amor no era divertido sólo quedaban el aburrimiento y la monotonía. Las personas necesitaban tener cosas con las que divertirse. Lo que Marjorie le dijo sobre los animalitos domésticos era, probablemente, el mejor consejo que se le podía dar, teniendo en cuenta su situación, aunque procediera de la esposa de Rigo.
Eugenie habló con Roald Few y le suplicó que la llevara a Ciudad Común: disfrutó mucho del viaje, pues tanto Few como los demás hombres se mostraron encantadores con ella. Roald en persona se encargó de presentarle a Jandra Jellico.
—Si busca algún animalito pequeño y cariñoso, Jandra puede tenerlo a mano o, por lo menos, sabrá dónde buscar. Jandra sabe todo lo que hay que saber sobre pelo, plumas y pieles bonitas. —También le advirtió de que Jandra usaba una media persona, como si Eugenie fuera el tipo de mujer capaz de hacer observaciones desagradables o quedársela mirando fijamente.
Y Jandra, después de que Eugenie llevara media hora con ella, ya la había calado hasta lo más hondo, igual que Roald. Sabía cómo era, le caía bien y sintió una cierta pena por ella, mientras al mismo tiempo bendecía a sus espíritus guardianes porque Eugenie había llegado justo a tiempo para resolver su problema.
—Tengo exactamente lo que necesita —le dijo—. Es algo que conseguí de Ducky Johns, la que vive en Camino del Puerto. No me parecía bien que estuviera allí, rodeada de libertinos y viviendo en los sensis, por lo que hice que me la trajera. Se aloja en el dormitorio de invitados.
Y se la enseñó: delgada y bonita, con su encantador cabello largo y esos grandes ojos de pájaro, bien envuelta en su piel de chica y su olor de chica, y vestida con un trajecito muy mono cuya falda había aprendido por fin a no levantarse.
—Yo la llamo la Chica Ganso —dijo Jandra, sin explicarle el porqué. Eugenie no tenía el ojo de lince de su querido Gelatina, que era capaz de percibir aquello en lo que otros no se habían fijado, esa mirada de pájaro casi estúpida que se iba posando en ellas y en todos los objetos de la habitación como si la joven quisiera preguntarle al mundo a qué debía tenerle miedo, mientras que su pequeña mente de pájaro ya sabía muy bien que siempre había algo a lo cual temer.
—Es una chica —dijo Eugenie, dispuesta a quejarse pero sin saber muy bien de qué debía quejarse—. No es un animal.
—Bueno, sobre eso hay opiniones y opiniones… —dijo Jandra, pellizcándose la punta de la nariz con dos dedos, como hacía a veces cuando meditaba sobre algún problema ético—. No sabe cómo se llama. No sabe vestirse. Pero al menos sabe cómo usar el lavabo, cosa que agradezco, por lo que ya le lleva cierta ventaja a un animalito doméstico, aunque no tengo animalitos ni conozco a nadie que los tenga, así que quién sabe… Puede pasarse todo el día cepillándose el cabello, tiene buen apetito, y comerá casi cualquier cosa que usted misma quiera comer, y he logrado enseñarle a que use un poco la cuchara. A veces emite un ruidito como si estuviera a punto de decir algo, pero no muy a menudo, y cuando lo hace la pobre cosita siempre parece muy sorprendida.
—No creo que deba llamarla «cosita» —dijo Eugenie. La cosita era tan mujer como ella, y casi igual de alta.
—Bueno, sobre eso también hay opiniones y opiniones. Aun así, creo que tiene razón y casi nunca la llamo así. Además, le encanta jugar con una pelota o algo colgado de un cordel.
—Igual que un gatito —ronroneó Eugenie—. ¿Cree que podré quedármela?
Bueno, y si no dejaban que se quedara con ella, eso sería problema suyo, pensó Jandra, no de ella, y ya empezaba a estar harta de que la Chica Ganso fuera su problema, con su bonito cabello, su lindo cuerpecito y su dulce carita pegada a esa cabeza dentro de la que no había ni dos ideas que pudieran tropezar la una con la otra. La noche pasada se había dado cuenta de que Gelatina estaba mirando a la chica de una forma muy peculiar, y con problemas éticos o sin ellos de por medio, ya iba siendo hora de quitársela de encima. Aun entonces, si Eugenie hubiera sido otra persona —Marjorie Westriding, por ejemplo—, Jandra se habría sentido algo incómoda dándole a la Chica Ganso como animalito doméstico. Alguien como lady Westriding —Jandra sabía todo lo que había que saber sobre ella gracias a Roald Few, como lo sabía cualquier persona que no tuviera problemas de audición—, empezaría a hurgar e investigar, se haría preguntas y terminaría consiguiendo que la vida de aquella pobre criatura se convirtiera en un infierno. Y tampoco podía dársela a ningún hombre para que la utilizara, por mucho que prefiriese esa solución a ver como era Gelatina quien la utilizaba.
Pero Eugenie… Bueno, no era ninguna libertina, y no parecía el tipo de mujer que hace preguntas o quiere encontrar la solución de los enigmas. No la maltrataría, y no se preguntaría de dónde había salido o cómo había llegado a Camino del Puerto para acabar bajo la colada de Ducky Johns. Eugenie sólo vería a una muñeca de tamaño natural capaz de caminar, algo con una bonita cabellera a la que hacerle peinados, algo que vestir y con lo que jugar. En cuanto a Jandra Jellico, le parecía que era lo mejor que podía hacer por la Chica Ganso, y como destino era mucho mejor al que había empezado a temer para ella.
Un trabajador de Roald Few se encargó de llevar a Eugenie y su nuevo animalito doméstico a Colina del Ópalo, dejándolas detrás del Panorama Huidizo: una vez allí, Eugenie pudo llegar a su casita sin que nadie la viera. Eugenie ya había hecho una docena de planes para la Chica Ganso. Uno de ellos era enseñarle a bailar, pero el primero y el segundo de la lista requerían hacerle unos cuantos trajes soberbios y seleccionar un nombre nuevo que fuera terriblemente elegante.
Marjorie llamó a la puerta del estudio de Rigo y entró al oírle decir que podía pasar.
—¿Llego demasiado pronto?
—No, no, entra —dijo él, con la voz enronquecida por la fatiga—. Asmir todavía no ha llegado, pero le espero de un momento a otro. —Recogió unos papeles, los metió en una caja fuerte, marcó el código de cierre y apagó su nódulo de conexión. El dígame situado en un rincón del cuarto guardaba silencio, con su pantalla cruzada por ondulantes bandas de color—. Pareces tan cansada como yo.
Marjorie dejó escapar una carcajada no muy convincente.
—Estoy bien. Stella tiene uno de sus ataques de llanto. Hace unos días le pedí a Persun que la llevara a la aldea, pensando que quizá pudiera conocer a alguien que la ayudara a matar el tiempo. Ha ido un par de veces y se niega a volver. Dice que son un montón de provincianos cerrados de mollera.
—Bueno, probablemente sea cierto.
—Aun así… —empezó a decir, con intención de hacer algún otro comentario sobre el orgullo, pero se dio cuenta de que sólo conseguiría irritar a Rigo y se calló—. Tony dice que no. Ha hecho unas cuantas amistades.
—Puede que Stella encuentre algún alma gemela en la recepción.
Marjorie meneó la cabeza.
—No vendrá nadie de su edad.
—Invitamos a las familias.
—No vendrá nadie de su edad —repitió ella—. Es como si hubieran decidido no permitir ningún tipo de… confraternización.
La ira hizo que Rigo se pusiera rojo.
—Esos malditos… —Su voz se convirtió en un gruñido inarticulado, y el sonido de unos nudillos llamando a la puerta fue una interrupción que Marjorie agradeció bastante.
Un sirviente anunció la llegada de Asmir Tanlig: desde que Rigo le contrató, había estado muy ocupado haciendo preguntas aquí y allá sobre las enfermedades de Hierba. ¿Quién había muerto, y de qué? ¿Quién se encontraba mal, y cuál era su dolencia? ¿Quién había visitado a los médicos de la Comunidad, y por qué? Tanlig dejó caer su pequeño y robusto cuerpo en el sillón situado ante Roderigo y Marjorie, y en su rostro regordete había una expresión de perplejidad: tenía los labios fruncidos, y sus ágiles manecitas empezaron a revolver los papeles que traía consigo, preparándose para contarles qué había descubierto.
—Señor, señora…, si he de ser sincero, la verdad es que no he averiguado gran cosa. Entre los bons todo son embarazos, accidentes de caza y cambios de hígado, algo nada sorprendente teniendo en cuenta lo mucho que llegan a beber. —Se limpió los labios con un pañuelo limpio y bajó el tono de voz, que ya era confidencial, inclinándose sobre el escritorio de Rigo, allí donde la lámpara creaba un charco de luz perdido en la penumbra—. He hablado con mis familiares de la Comunidad. Les pedí que hicieran preguntas, que averiguaran si ha habido algún caso reciente de desaparición…
—Desapariciones —murmuró Marjorie—. Ya sabemos que hay desapariciones.
—Sí, señora, pero usted se refiere a las Cacerías, y en ese caso los que desaparecen casi siempre son jóvenes. El embajador me dijo que…
—Lo sé —murmuró ella—. Quería que no se me olvidara, nada más.
—Sí, eso queremos todos —dijo Rigo—. Bien, Asmir, ¿y qué hay de quienes no son bons?
—Oh, de todo. Accidentes y alergias, y en Camino del Puerto siempre hay unos cuantos asesinatos. Pero no hay ningún caso raro o inexplicable, y tampoco hay ninguna desaparición, dejando aparte a los que se internaron en el bosque pantanoso o se perdieron en la hierba.
—Ah, ¿sí? —preguntó Rigo.
—Naturalmente, eso ha pasado siempre —dijo Asmir, y pareció perder algo de la seguridad en sí mismo que había mostrado hasta entonces—. Al menos, que yo recuerde… Gente que entra en el bosque y no vuelve a salir, gente que se pierde en la hierba.
—¿Cuáles han sido los últimos casos? —preguntó Marjorie.
—El último fue un bravucón que venía de otro planeta. —Asmir consultó sus notas, pulcramente redactadas con una caligrafía precisa y diminuta: ocupaban varias hojas de papel, que no paró de revolver y ordenar mientras hablaba—, Bontigor, Hundry Bontigor. Un bocazas, según me han dicho. Siempre andaba alardeando y presumiendo de lo valiente que era. Alguien le dijo que no sería capaz de entrar en el bosque, y se metió en él. No ha vuelto a salir. Tenía un permiso semanal de los que se conceden entre nave y nave. Nadie le ha echado mucho de menos.
—¿Ha habido algún caso en el que una persona desapareciera y sólo se… supusiera que había ido al bosque? —Marjorie no paraba de pellizcarse el puente de la nariz con los dedos y se los pasaba por la frente, intentando expulsar el dolor de cabeza que se había aposentado allí.
Asmir volvió a consultar sus notas.
—Los últimos casos antes de Bontigor fueron niños. Nadie les vio entrar en el bosque, si se refiere a eso. Y, antes de eso…, bueno, en el caso anterior fue una vieja. Estaba algo ida, si comprende lo que quiero decir… Nadie pudo encontrarla, por lo que pensaron que…
—Ah —dijo Marjorie.
—Y también hubo una pareja de la aldea Maukerden. Y el carpintero de Smaerlok. Y aquí tengo a alguien de Laupmon…
—¿Se perdieron en la hierba?
Asmir asintió.
—Pero eso es algo que ha ocurrido siempre.
—¿Cuántos casos hay? —preguntó Rigo—. ¿Cuántos casos tiene registrados durante la última colecta? No, eso debió ser en invierno… Hablemos del otoño pasado. ¿Cuánta gente se supone que desapareció en la hierba o en el bosque el otoño pasado?
—Cincuenta —dijo Asmir—. Unos cincuenta casos…
—No son muchos —murmuró Marjorie—. Podría ser lo que creen. O podría ser… la enfermedad.
Rigo suspiró.
—Siga con ello, Asmir. Continúe reuniendo datos. Averigüe cuanto pueda sobre las desapariciones…, quiénes han desaparecido, cuántos años tenían, si parecían estar bien de salud antes de desaparecer…, ese tipo de cosas. Y Sebastian, ¿le está ayudando?
—Sí, señor. Los datos que le he dado son tanto suyos como míos.
—Bueno, entonces sigan con ello.
—Si pudiera decirme qué…
—Le dije todo lo que podía cuando le contraté, Asmir.
—Pensaba que entonces…, pensaba que quizá no confiaba en mí.
—Confiaba en usted entonces, y confío en usted ahora. —Rigo le dedicó una de sus poco frecuentes y encantadoras sonrisas—. Ya le dije que estoy haciendo un censo especial para Santidad, un censo relacionado con la mortalidad humana. Le he contado muchas cosas sobre Santidad y cómo intenta saberlo todo sobre la raza humana, porque deseaba que comprendiera la razón de que Santidad se preocupe por las causas de la muerte. Pero los aristócratas no dejan que Santidad establezca una misión en Hierba, por lo que Marjorie y yo accedimos a averiguar todo lo posible al respecto. Claro que no deseamos ofender a los bons, por lo que debemos actuar con discreción: lo único que deseamos saber es si en Hierba hay alguna causa de mortalidad inexplicable.
—Si alguien muere en el bosque, nunca llegarán a saber de qué murió —dijo Asmir, muy serio—. Si mueren de noche, en la hierba, lo más probable es que sea por culpa de los zorren. ¿Han visto algún zorren?
Marjorie asintió. Sí, los había visto. No lo bastante cerca como para describirlos, pero sí lo suficiente como para no sentir ningún deseo de aproximarse más a ellos.
—Bueno, pues entonces ya han visto más que yo —dijo el hombre, adoptando una expresión algo más jovial—. Pero he visto fotos.
—Supongo que usted no es de los que se meten entre la hierba, ¿verdad?
—¡Oh, no, señor! ¿Cree que soy un pájaro fugaz o qué? Oh, de día sí, un poquito, para un picnic o un paseo romántico. O para estar un rato a solas, pero los muros de las aldeas y de las haciendas se han hecho precisamente para eso, para mantenerlos alejados…
—¿A quiénes? —preguntó Marjorie con suavidad.
Y Asmir recitó la lista, pronunciando palabras que parecían redobles de campana mientras su voz, llena de un respetuoso temor, invocaba incipientes funerales para cada una de aquellas especies.
—Los mirones, la cosa que grita de noche, los grandes herbívoros, los sabuesos, los hippae, los zorren… Todos ellos.
—¿Y no hay nadie que se interne en la pradera?
—La gente dice que los Hermanos Verdes sí lo hacen. Al menos, algunos de ellos… Si es así, son los únicos que se atreven. Y en cuanto a cómo son capaces de correr tales riesgos…, no tengo ni idea.
—Los Hermanos Verdes —dijo Rigo con voz pensativa—. Oh, sí, los monjes penitentes de Santidad, los que están haciendo excavaciones en la ciudad de los arbai… Sender O’Neil me habló de los Hermanos Verdes. ¿Cómo podemos entrar en contacto con ellos?
Rillibee Chime, vestido con una túnica verde que no le resultaba nada familiar, y con su rostro surcado por las lágrimas desprovisto de polvos, iba con el hermano Mainoa en un pequeño aerocoche que avanzaba dando tumbos hacia el norte.
—¿Puede decirme adónde vamos? —preguntó, no muy seguro de si le importaba. Se encontraba muy cansado y tenía náuseas, y ni tan siquiera estaba muy convencido de cuál era su identidad…, él, que siempre se había esforzado tanto por conservarla.
—A la ciudad de los arbai, donde he estado haciendo excavaciones —le respondió amablemente el hermano Mainoa—. Queda un poco al norte. Pararemos un día o dos para darte tiempo a que te sientas algo mejor, y luego te llevaré a la Abadía. Se supone que debo llevarte directamente allí, pero les diré que te pusiste enfermo. Tan pronto como llegues a la Abadía, Jhamlees Zoe o los trepadores caerán sobre ti, y no podré hacer nada al respecto. Por lo tanto, será mejor que hayas recuperado tus fuerzas cuando lleguemos.
—¿Los trepadores? —preguntó Rillibee, dudando de que en toda aquella inmensa pradera llana hubiese algún sitio al que trepar.
—No tardarás en conocerles. No puedo contarte gran cosa sobre ellos. Todas esas tonterías nacieron cuando yo ya no era lo bastante joven como para participar en ellas. Oye, si te tumbas, te aseguro que pronto estarás mejor. Acuéstate durante un rato y, cuando hayamos logrado salir de este vendaval, le diré al dígame que conduzca y te prepararé un poco de sopa.
Rillibee dejó que su encogimiento se convirtiera en un medio reclinarse, y el medio reclinarse acabó convirtiéndose en un acostarse infernal de tragar saliva y más lágrimas silenciosas. Desde que le habían sacado de la hibernación se veía acosado por aquellas pesadillas, aquellas sensaciones tan desagradables, aquel apetito insaciable…
—¿Qué has hecho para que te manden con nosotros? —le preguntó de pronto el hermano Mainoa—. ¿Arrancar uno de los ángeles de Santidad y vendérselo al Papa?
Rillibee dejó escapar una risita. La broma no tenía mucha gracia, pero aun así le había parecido tristemente divertida.
—No —logró decir—. No fue nada tan grave.
—Bueno, entonces, ¿qué fue?
—Hice preguntas en voz alta. —Estuvo pensando en lo que acababa de decir—. Bueno, la verdad es que las grité. En el refectorio.
—¿Qué clase de preguntas?
—De qué nos serviría figuraren las listas de las máquinas cuando estuviéramos muertos. Cómo era posible que el leer nuestros nombres en habitaciones vacías nos proporcionara la inmortalidad. Si la plaga nos mataría a todos o no… Esa clase de preguntas. —Volvió a sollozar, recordando el horror y la confusión y el hecho de que había sido incapaz de controlar sus actos.
—Ah. —El hermano Mainoa luchó con los controles y dejó escapar unos cuantos gruñidos mientras apretaba botones que parecían no sentir deseos de quedarse apretados—. Maldito sabueso inútil de mierda… —murmuró—. Trasto del carajo. —Finalmente, los controles respondieron a los golpes que les propinó con la palma de la mano y el aerocoche se estabilizó—. Y, ahora, un poco de sopa —dijo con voz tranquila, bajando los ojos hacia Rillibee y sonriéndole—. Así que se te ocurrió hablar de la plaga, ¿eh?
Rillibee no dijo nada.
—Tendremos que encontrarte un nombre —dijo el anciano, pasados unos segundos.
—Ya tengo nombre. —Incluso en las profundidades de su depresión actual, la idea de no poder conservar su propio nombre le resultaba irritante.
—No, todavía no tienes un nombre de la Abadía. Los nombres de la Abadía deben poseer ciertas cualidades. —El hermano Mainoa golpeó la cocina automática con la palma de la mano, frunciendo el ceño—. Doce sonidos consonantes y cinco vocales, cada una con su propio atributo sagrado.
—Eso es una tontería —murmuró Rillibee, lamiéndose las lágrimas que resbalaban por la comisura de sus labios—. Y usted lo sabe. Es justo la clase de tontería que… Es lo que pregunté en el refectorio. ¿A qué vienen todas esas tonterías?
—No podías aguantar más, ¿eh?
Rillibee asintió.
—Yo tampoco pude —dijo el hermano Mainoa—. Pero yo no hice preguntas. Intenté escapar. Supongo que tú también eras un acólito juramentado, ¿no? ¿Cuánto tiempo tenías que servir?
—La verdad es que nunca llegué a prestar juramento. Se me llevaron, eso es todo; se me llevaron cuando… bueno, cuando no tenía ningún otro sitio al que ir. Dijeron que serían doce años y que podría hacer lo que quisiera.
—Yo sólo tenía que servir cinco, pero no pude aguantarlo. No pude. Mis padres me entregaron cuando cumplí los quince años. A los diecisiete ya estaba en Hierba, desenterrando esqueletos arbai, y he estado aquí desde entonces. Me he convertido en un penitente profesional… Oh, bueno, quizá si hubiera sido algo mayor… —Sacó el tazón humeante de la cocina automática—. Toma, bebe esto. Verás como te ayuda a sentirte mejor. El reverendo hermano Laeroa me dio un poco de esto cuando me recogió en el puerto, hace muchos años, aunque entonces no era más que el hermano Laeroa, y desde entonces yo se lo habré dado a una docena de penitentes. Siempre parece ayudarles. Al principio siempre estarás hambriento, y luego se te acabará pasando. No sé por qué, debe de ser parte del vivir en Hierba… Será mejor que me hables de ti. Cuanto más sepa, más fácil me será ayudarte.
Rillibee tomó un sorbo de sopa, sin saber qué responder.
—¿Quiere oír la historia de mi vida?
Mainoa pensó en ello durante unos segundos y su rostro adoptó varias expresiones de aceptación y rechazo, hasta acabar recobrando la calma habitual.
—Sí, supongo que sí. Hay vidas que… Bueno, no siento ningún deseo de conocerlas, ¿comprendes? Pero contigo…, sí, creo que sí.
—¿Por qué?
—Oh, por una serie de pequeñas cosas. Tu aspecto, tu nombre… No es un nombre muy corriente entre los Santificados.
—Nunca fui uno de ellos. Ya le he dicho que se me llevaron.
—Cuéntame el resto, muchacho. Cuéntamelo todo.
Rillibee suspiró, preguntándose qué podía contarle, y empezó a recordarlo todo, porque jamás podría olvidarlo.
La casa de Cañón Rojo tenía gruesas paredes de adobe, paredes de barro que de noche eran cálidas y de día se mantenían frescas. La nieve del invierno y las lluvias hacían que las paredes se debilitaran, por lo que cada verano Miriam, Joshua, Song y Rillibee se pasaban casi toda una semana poniendo más adobe y alisándolo y dejándolo secar. Los suelos de la casa estaban cubiertos de baldosas. Había un suelo rojo y el de la habitación contigua era verde, había otro azul y otro con baldosas de dibujos. Song le enseñó cómo jugar a la rayuela sobre las baldosas de su dormitorio, y delante de la chimenea había baldosas blancas y negras que tenían unos cinco centímetros de lado: Joshua y Miriam jugaban a las damas en ellas. Las fichas también estaban hechas de arcilla y, cuando las cocían, les ponían hojas encima para que la forma de la hoja quedara grabada después de quemarse. Miriam las cocía en el mismo horno donde cocía las baldosas, aquel horno tan viejo y raro hecho de ladrillos que tenía el fuego en la parte delantera.
Había tres dormitorios, dos pequeños para Rillibee y Songbird y uno grande para Joshua y Miriam. A veces Rillibee les llamaba mamá y papá, y a veces les llamaba por sus nombres. Miriam decía que no importaba, porque a veces tenía ganas de hablar con su mamá y su papá, mientras que otras veces sólo tenía ganas de hablar con alguien llamado Miriam o Joshua.
La cocina era muy grande y la sala era todavía mayor: tenía dos sofás, y encima de la chimenea había un retrato de Miriam. El suelo estaba cubierto con viejas alfombras indias, y había una mesa que usaban para cenar. Casi siempre desayunaban en la cocina.
El taller de Joshua estaba pegado a la casa y debajo tenía un sótano tan grande que una parte de él llegaba hasta el dormitorio de Rillibee. Joshua usaba el sótano para guardar la madera que, una vez hubiera envejecido lo suficiente, convertiría en mesas, sillas y armarios. El taller tenía herramientas a motor, la rueda de alfarero de Miriam y una gran puerta que daba al arroyo y que durante el verano siempre estaba abierta.
La silueta achaparrada de la casa y el taller seguía el curso del Arroyo Rojo y estaba flanqueada por unos monstruosos algodoneros que dejaban colgar sus ramas sobre el techo, verdes en verano y oro triste en otoño. Miriam siempre usaba esa palabra: oro triste, un color tan hermoso que cuando el sol brillaba a través de ellas tenías que contener el aliento, porque era como si la mano de Dios estuviera tocándote. Miriam solía hablar así, usando palabras que ya no estaban de moda. Hasta su nombre era anticuado: era un nombre muy, muy viejo, un nombre de hacía mucho tiempo.
Su padre también tenía un nombre antiguo: Joshua. Eso sí que era un nombre realmente viejo… Y hasta sus actividades parecían viejas, porque ya no había nadie que se dedicara a cosas como trabajar la madera, hacer cerámica, cultivar el jardín, fabricar objetos con las manos o cultivar el suelo.
Cuando no estaban cultivando el suelo o fabricando cosas sacaban de paseo a Rillibee o a Songbird para enseñarles algo, una flor, un insecto, un pez… El arroyo estaba lleno de peces, y en el cañón había ciervos. Arriba, en el risco, había gallinas y pavos salvajes.
—Éste es uno de los pocos sitios que el hombre todavía no ha conseguido destrozar —decía Joshua de vez en cuando, señalando hacia el cañón—. Tenéis que vivir en él, tenéis que vigilarlo y cuidarlo… Cuando llegue la primavera tenéis que ir hasta donde empieza y plantar algo que sea capaz de vivir más tiempo que vosotros.
Joshua y Miriam llevaban veinte años viviendo de esa forma, desde que Joshua volvió de Arrepentimiento, y cada primavera plantaban algo. Los árboles de Arroyo Rojo tenían grandes troncos y ya eran viejos. Habían sido plantados por el abuelo de Joshua. Debajo de la casa había huertos con manzanos, cerezos y ciruelos, árboles cuatro veces más altos que Joshua, y en primavera las nubes de sus flores llenaban el huerto. Aquellos frutales habían sido plantados por el padre de Joshua. Después venían los árboles plantados por Joshua: coníferas que aún eran jóvenes y que iban haciéndose más y más pequeñas en cuanto uno llegaba al confín del cinturón verde plantado por Joshua y Miriam. Más allá de ese verdor estaba la llanura grisácea: tierra reseca puntuada por zarzales, arbustos espinosos y malas hierbas, partida en dos por el polvoriento cuchillo del sendero. Siguiendo el sendero se llegaba al pueblo y a la escuela, un pueblo de Santidad y una escuela de Santidad. Joshua y Miriam no pertenecían a los Santificados, pero Rillibee asistía a esa escuela. Era la más próxima y, aunque Joshua y Miriam le enseñaban muchas cosas, Rillibee necesitaba aprender todo aquello que sólo una escuela podía enseñarle. La escuela quedaba a un kilómetro y medio de distancia, por lo que casi nunca había problemas para llegar a ella. De vez en cuando nevaba durante una semana o dos, pero eso era bastante raro. A veces Rillibee volvía de la escuela trayendo consigo algún chico, pero también eso era bastante raro. Casi todos pensaban que Rillibee era algo extraño.
Todos sus padres trabajaban en los cubículos de la comred de sus apartamentos o en uno de los centros técnicos que había a lo largo de la carretera. Siempre iban de un lado para otro usando los caminos cubiertos. Si necesitaban ir muy lejos tenían deslizadores. Joshua y Miriam tenían asnos, por increíble que pareciese. Asnos… Eso bastaba para hacer que los condiscípulos de Rillibee se troncharan de risa cada vez que hablaban de esos chalados de la tierra que comían lo que ellos mismos cultivaban, nunca decían tacos y llevaban ropas raras. Rillibee nunca había oído hablar de los chalados de la tierra hasta que llegó al cuarto curso, pero pronto llegó a pensar que jamás dejaría de oír esas palabras.
Rillibee se tomaba todo eso mucho más en serio que Song. Song tenía un novio que pertenecía a otra familia de chalados de la tierra, una que vivía en Serpiente de Cascabel, y los dos parecían quererse mucho. Su novio se llamaba Jason, otro nombre anticuado. Jason decía algún que otro taco, pero nunca delante de Joshua. Joshua no podía aguantar que nadie dijera tacos, y cuando le tenía cerca Rillibee siempre procuraba que no se le escapara ninguno.
—¿Por qué me llamáis Rillibee? —le preguntó a su madre después de haber tenido un día especialmente horrible en la escuela. Estaba enojado porque los demás chicos no habían parado de burlarse, riéndose de su nombre, de sus ropas y de su familia—. ¿Por qué me llamáis Rillibee?
—Es el sonido que hace el agua al correr sobre las piedras —dijo ella—. Lo oí la noche antes de que nacieras.
¿Cómo podías enfadarte con alguien que era capaz de decirte esas cosas? Su madre le sonrió y siguió sacando galletas calientes del horno, colocándolas en un plato, y le sirvió una taza de la leche que había puesto a enfriar en el arroyo.
—Rillibee —le dijo, y lo pronunció de tal forma que pudo oír el sonido del agua al correr—. Rillibee…
—Los chicos de la escuela creen que es un nombre raro —murmuró Rillibee con la boca llena.
—Sí, supongo que debe parecérselo —dijo ella—. Miriam también les debe parecer un nombre raro. ¿Cuáles son los nombres de moda ahora? Brom. Y Bolt. Y Rym, y Jolt…
—Jolt no está de moda.
—Oh, disculpa. Así que Jolt no está de moda… —Estaba tomándole el pelo—. Parecen nombres de ultrasonidos para lavar.
Rillibee no tuvo más remedio que admitirlo: sí, lo parecían. Bolt daba la impresión de ser algo capaz de quitarle los pelos de asno a tus calcetines. Y Jolt…, bueno, ése todavía era peor.
Un día Joshua volvió a casa con un loro. Era un lorito de color gris, con algunas plumas verdes.
—Pero, Joshua, ¿de dónde lo has sacado? —le preguntó Miriam.
—¿Recuerdas esos armarios que hice para los Brant?
—Pues claro que los recuerdo.
—Le gustaron mucho. Me lo ha dado como bonificación extra.
Miriam agitó la cabeza, disgustada. Rillibee sabía que estaba pensando en todas las molestias que supondría tener el loro en la casa.
—Seguramente quería librarse de él.
Joshua se metió las manos en los bolsillos y se quedó callado, contemplando al pájaro, que estaba muy quieto allí donde lo había dejado, al lado del fuego.
—Dijo que valía mucho.
Miriam estaba contemplando al loro con los labios muy apretados, como si tuviera ganas de decir algo desagradable e intentara contenerse.
—Mierda —dijo el loro con toda claridad—. Excremento. —Y se cagó en el suelo.
Miriam se rió. No pudo evitarlo. Se dobló sobre sí misma, sin parar de reír.
Joshua se había puesto muy rojo. No sabía qué decir.
—Bueno, ya veo que sabe hablar —dijo Miriam.
—¡Se lo devolveré en cuanto hayamos cenado!
—Oh, Josh, por el amor del cielo, déjale en paz. Ya le enseñaremos a ser más educado. Ese pájaro no sabe lo que dice, ¿comprendes? No es como si tuviera un cerebro que le impulsara a soltar palabrotas. No hace más que imitar los sonidos que oye.
—¡Estoy seguro de que nunca ha oído esa palabra!
—Sonidos que recuerda…
Acabaron quedándose con el loro. Nunca aprendió a ser más educado, aunque no hablaba demasiado, pero cada vez que Miriam se enfadaba y se comportaba como si quisiera decir algo pero fuera incapaz de hacerlo, el pájaro se encargaba de hablar por ella. Rillibee se dio cuenta en seguida. Cada vez que Miriam se ponía realmente furiosa, el loro empezaba a decir «Mierda» con esa voz suya de estar medio adormilado, y también decía «Maldición», y una vez dijo «Joder». Joshua no le oyó pronunciar esa palabra: si le hubiese oído seguramente habrían tenido un loro muerto en la casa.
Rillibee pasó a la quinta categoría en cuanto cumplió los once años, convirtiéndose en un quintero antes que la mayoría de los chicos de su edad. Eso no le ayudó a llevarlo mejor. Tenía como profesores a la vieja señora Balman y al viejo Snithers. Balman enseñaba programación e información. Snithers enseñaba reciclaje. Los mayores la llamaban «Pelotas» porque, según afirmaban, las tenía más gordas que el viejo Sniffy. Rillibee no tenía ni idea de lo que querían decir con eso y acabó preguntándoselo a Joshua, con lo que consiguió una conferencia de una hora sobre la sexualidad como una metáfora de la dominación. La verdad es que Snithers parecía una vieja quisquillosa, mientras que la Balman tenía una encantadora actitud de al-diablo-con-todo que les gustaba mucho a los chicos: en el fondo era bastante parecida a Joshua, aunque usara palabras distintas.
Y llegó un día algo fuera de lo corriente, un día en el que parecía que no iba a suceder nada especial hasta que Wurn March se despidió de ellos porque iba a Santidad, donde pasaría cinco años como acólito juramentado. Wurn no parecía estar muy seguro de que eso fuera a gustarle. Cuando le preguntaron si quería ir puso la misma cara que si quisiera echarse a llorar.
Después, en el pasillo, «Pelotas» le dijo a Sniffy que Santidad podía quedarse con el chico y que ojalá les aprovechara, y los dos se rieron, y cuando vieron que Rillibee les había oído se pusieron rojos. Rillibee volvía de los lavabos y le hicieron ir corriendo a las prácticas de reciclaje. Rillibee estaba de acuerdo con «Pelotas»: no creía que nadie echara de menos a Wurn March. Wurn llevaba en la quinta mucho más tiempo del que debería. Era más corpulento que la mayoría de los chicos, gritaba mucho, y le gustaba pegar a los que eran más pequeños que él: además, siempre pedía prestadas cosas y nunca las devolvía.
Dejando aparte eso, el día no tuvo nada de especial. Fue el primer día en que Rillibee oyó hablar de los acólitos juramentados, pero por lo demás fue un día sin nada de particular.
Cuando llegó a casa Miriam estaba en la cocina, como solía hacer a esa hora de la tarde. La atmósfera estaba llena de buenos olores y Rillibee la rodeó con sus brazos: por una vez, no le importaba lo que pudieran pensar los demás. Era su mamá y, si tenía ganas de abrazarla, ¿qué tenía eso de malo?
Tenía de malo que la abrazó demasiado fuerte. Miriam dio un respingo y se apartó.
—Uf —dijo, sonriéndole para hacerle saber que no era culpa suya—. Me duele un poco el brazo, Rilli, y cuando me abrazaste…
Rillibee dijo que lo sentía mucho e insistió en que se lo dejara ver: tenía bastante mal aspecto, hinchado y con la piel grisácea. Joshua entró en la cocina y también quiso echarle una mirada.
—Miriam, será mejor que vayas a la Oficina de Salud. Parece infectado.
—Pues yo creía que estaba mejorando.
—Al contrario, está peor. Probablemente tengas clavada una astilla o algo parecido. Haz que te lo vea el médico. —Joshua la besó y el loro dijo «Oh, diablos», lo que hizo que todos se olvidaran del asunto, y así acabó la cosa.
Rillibee volvió a casa a la tarde siguiente y se encontró con Songbird, pero Miriam no estaba allí. Song estaba buscando el pastel que Miriam había preparado la noche antes, que había escondido para que no pudiesen encontrarlo.
—¿Dónde está mamá? —quiso saber.
—Fue a la Salud —le recordó su hermana, hurgando en las alacenas.
Rillibee asintió, acordándose de lo ocurrido.
—¿Y cuándo volverá? —Quería hablarle de Wurn March y de lo que había dicho la maestra, y también quería hacerle unas cuantas preguntas sobre los acólitos juramentados.
—Cuando haya terminado, bobo —dijo Song—. Mira que llegas a hacer preguntas tontas… —Abrió la puerta y se asomó por el hueco para inspeccionar el camino.
Rillibee la siguió.
—¿Quieres oír una pregunta tonta? ¿Cuándo vas a crecer? Eso sí que es una pregunta tonta, porque la respuesta es nunca.
—Mocoso —dijo ella—. Eres un mocoso atontado. Aún te chupas el dedo.
—Basta —dijo Joshua, cruzando el patio hacia ellos. Acababa de salir del taller—. Vaya par de… Song, no debes hablar así. No quiero oíros decir ni una palabra más. Song, entra y pon la mesa. Rillibee, ve a recoger todas esas cosas que dejaste tiradas anoche por la sala. Y pon bien la alfombra. Empezaré a preparar la cena para que tu madre no tenga que hacerlo en cuanto vuelva a casa.
A eso siguieron varias horas de calma y silencio. Rillibee recordaba esa calma como un preludio de lo que sucedió después. Mucho más tarde esa calma acabaría simbolizando la tragedia, por lo que un exceso de tranquilidad o de silencio bastaban para ponerle nervioso. El sol del atardecer que entraba por las ventanas de la sala creaba charcos de oro sobre los tablones del suelo hecho por papá y en el castillo que Rillibee había construido la noche anterior. Destruyó el castillo con todos sus baluartes, recogió las piezas, guardó sus guerreros y volvió a poner la alfombra en su sitio, tomándose el tiempo suficiente para peinar las borlas con los dedos hasta dejarlas bien alineadas, como soldados. El loro se removía en su percha. Rillibee alzó los ojos hacia él, y el loro murmuró:
—Oh, maldición. Maldición. Oh, Dios. Oh, no. —Rillibee tuvo la impresión de estar oyendo a Miriam.
El tiempo siguió pasando, hasta que la luz del sol se desvaneció y su estómago emitió una señal inconfundible. Fue a la cocina: su padre y Song seguían esperando, y mamá no había vuelto a casa.
—Es hora de cenar —se quejó.
—Bueno, pues cenaremos —dijo su padre con voz preocupada—. Tu madre no querría que la esperásemos. Supongo que algo la habrá entretenido.
Estaban sentándose a la mesa cuando sonó la señal de la puerta: alguien acababa de cruzar la verja. Papá se puso en pie y fue hacia la puerta con una sonrisa en los labios. Rillibee se relajó. Habría ido a hacer la compra. Y a veces cogía alguna muestra de su cerámica y se la llevaba a quien creyera que podía estar interesado en comprarla. Sí, probablemente debía ser algo así lo que la había hecho tardar tanto.
Pero la voz que llegó de la puerta principal no era la de mamá. Era la un hombre que hablaba casi a gritos, queriendo saber dónde estaba.
—Miriam todavía no ha vuelto a casa —dijo Joshua, sin dejarse impresionar—. No lo sabemos. —El hombre le apartó de un empujón y entró en la casa. Joshua dejó escapar una exclamación de ira—. Oiga, ¿qué hace?
—Estoy echando un vistazo —dijo el hombre. Era muy corpulento, más que papá. Vestía una especie de uniforme blanco con algo que parecía una mascarilla alrededor de su cuello, y llevaba insignias verdes en los hombros—. Seguid cenando, chicos —les ordenó—, sólo será un momento. —Y cruzó la cocina para meterse en los dormitorios. Rillibee oyó cómo abría y cerraba las puertas de los armarios, y un instante después el hombre de blanco salió por la puerta principal y fue al taller. Oyeron el ruido que hacía yendo de un lado para otro. Rillibee dejó su tenedor sobre la mesa, despacio y con mucho cuidado, y miró a su papá, que se había puesto pálido.
El hombre de blanco salió del taller y se quedó quieto en el patio, mirando a su alrededor. Después volvió a entrar en la casa y le pidió a papá que saliera un momento. Hablaron en voz baja, pero Rillibee pudo oír algunas palabras sueltas, palabras como «autoridad» y «penas» y «custodia».
Rillibee se calló.
—Siempre hablan así, ¿verdad? —dijo el hermano Mainoa, después de haber esperado unos segundos para ver si quería seguir hablando—. Sí, la gente que da órdenes a los demás siempre habla igual. Están llenos de palabras poderosas. A veces creo que tienen palabras allí donde la mayoría de nosotros tenemos sangre.
Rillibee no dijo nada.
—¿Te cuesta hablar de eso?
Rillibee asintió, tragando saliva, incapaz de pronunciar ni una palabra más.
—No importa. Ya me lo contarás en cuanto te sientas un poco mejor.
Siguieron volando en silencio. El aerocoche se bamboleaba suavemente en el aire recalentado por el sol. Pasado un rato, Rillibee siguió contándole lo que había pasado.
El hombre corpulento se marchó. Papá entró en la sala y volvió a sentarse a la mesa, con el rostro tan duro como una roca.
—¿Papá?
—No, Rillibee, no me preguntes nada. Ese hombre buscaba a tu madre y tu madre no está aquí. De momento, es todo cuanto sé.
—Pero ¿quién era?
—Era un nombre de la Salud.
—Oh, maldición. Oh, Dios —dijo el loro.
Joshua le arrojó una cuchara. La cuchara dio contra la pared, manchándola de rojo, y cayó al suelo. El loro se limitó a mirarles, moviendo sus negros ojos de un lado para otro mientras refunfuñaba en voz baja para sí mismo.
El hombre no volvió. Mamá no regresó a casa. Papá iba y venía por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para llamar a alguien por la comred: las amistades de mamá, su hermana, la que vivía en Serpiente de Cascabel, sus conocidos…, esa clase de gente.
Cuando llegó la hora de acostarse, Rillibee miró por la ventana de su habitación y vio el aerodeslizador aparcado en el patio. El hombre estaba observando la casa. Rillibee se acostó cuando ya había pasado un buen rato, rodeado de oscuridad por todas partes, intentando atravesarla con sus ojos para ver el techo o las paredes, pero la puerta apenas si dejaba pasar una astilla de luz. Lágrimas. Intentó no hacer ruido. Song le oiría a través de la pared. Y, finalmente, se durmió.
Tuvo que haberse quedado dormido, porque despertó al oír un ruido extraño. Unos arañazos, cerca de su cabeza, Y por debajo de él, debajo de la cama. Debajo del suelo…
Al principio pensó que debía ser algún monstruo y no se atrevió a moverse. Sólo después de haberlos estado oyendo durante un rato recordó el sótano que papá usaba para almacenar la madera. Antes había sido un sótano para guardar raíces. Joshua lo había agrandado de tal forma que ahora llegaba hasta el taller. La entrada al sótano estaba en el taller, detrás de los montones de madera, pero debajo de la cama de Rillibee había una trampilla que daba acceso a él, y el ruido de arañazos venía de ahí.
Rillibee saltó de la cama y fue a decírselo a Joshua. Después, se quedó muy quieto mientras Joshua movía la cama, despacio, casi sin hacer ruido, y en cuanto la hubo echado a un lado levantó la trampilla y ahí estaba mamá, blanca, con la cara sucia y el cabello revuelto y las ropas llenas de tierra y barro, como si hubiera estado arrastrándose.
—Josh, oh, Dios, Josh, querían mandarme lejos, querían mandarme lejos de aquí y me escapé por la ventana. Corrí y corrí. Me arrastré por el cauce del arroyo y entré por la puertecita trasera del taller. Escóndeme, Josh, no dejes que me cojan.
—Nunca te cogerán, querida —dijo él—. Nunca…
Otra vez el silencio.
—Tu padre debía quererla mucho —dijo Mainoa.
—Nunca he olvidado eso —dijo Rillibee, con la voz convertida en un sollozo líquido que burbujeaba en su garganta—. A veces pienso en ello cuando intento dormirme, por la noche. Oigo sus voces. Recuerdo lo confundido que estaba. ¿Por qué querían cogerla? ¿Por qué querían mandarla lejos de allí? ¿Qué había hecho? No quisieron decírmelo. Y a Song tampoco le dijeron nada. Se limitaron a explicarnos que debíamos fingir que mamá no había vuelto a casa. Debíamos fingir que no la habíamos visto, y eso era todo…
Mamá durmió en su cama, con papá. A la mañana siguiente Rillibee despertó muy pronto al oír un ruido que no le era familiar, como si en el camino estuviera pasando algo. Levantó un poco la persiana y vio al hombre corpulento salir del aerodeslizador blanco, detrás de los arbolillos. Despertó a mamá y papá con el tiempo justo. Mamá consiguió volver al sótano, y la cama de Rillibee quedó colocada una vez más sobre la trampilla.
—Túmbate y haz ver que duermes —le ordenó papá mientras iba hacia la puerta para responder al diluvio de golpes que caía sobre ella.
Rillibee metió la cabeza bajo la almohada y se dijo que estaba soñando. El hombre de la Salud entró en la habitación y le arrancó la almohada de un tirón, pero Rillibee se las arregló para poner cara de enfado y de confusión, como si acabara de despertarse.
Después de aquello, mamá durmió en el sótano. Papá le llevó un catre y un retrete especial que fabricó en el taller, uno que no necesitaba agua. De día mamá salía del sótano siempre que hubiera alguien para vigilar al hombre del aerodeslizador blanco, pero si no había nadie en casa tenía que seguir escondida.
Joshua le vendó la herida del brazo. La herida era muy pequeña, como un hueso de melocotón. Hacia finales de semana se había hecho mucho mayor y le cubría todo el codo. Y le dolía mucho. Después empezó a extenderse por todo su brazo hasta dejárselo inflamado y rojo, como si estuviera en carne viva. Cambiar el vendaje le resultaba muy doloroso, pero si no se lo cambiaban en seguida empezaba a oler mal. Tenían que cambiárselo cada noche. Song sostenía la palangana con agua caliente que usaban para lavar el brazo. Rillibee se encargaba de darle las vendas a papá. El loro les observaba desde su percha, diciendo: «Oh, maldición, maldición, oh, Dios», pero nadie le hacía caso.
El hombre volvió a visitarles. Vino acompañado por dos hombres más y registraron toda la casa, pero no encontraron la trampilla escondida bajo la cama de Rillibee. Joshua había conseguido dejarla casi invisible, encajando la madera de tal modo que no se podían ver las junturas.
Algunas veces mamá salía del sótano de día, cuando Song y Rillibee estaban en la escuela. De noche les contaba dónde había estado y qué había hecho.
—Las hojas se están secando —decía—. ¿Te has dado cuenta, Rillibee? Oro triste… Dios, qué hermosas son. —Después hablaban de lo que cenarían a la noche siguiente. Mamá le decía a Joshua qué cosas debía comprar y en qué cantidad, y le explicaba a Songbird cómo prepararlas y a Rillibee cómo podía ayudarla. Luego hablaban un ratito, jugaban una partida de algo y, finalmente, cambiaban el vendaje y mamá volvía a bajar al sótano.
Y entonces llegó esa noche horrible en que fueron a quitarle el vendaje, se lo quitaron, y algo cayó al suelo. Mamá emitió un ruido ahogado, como si fuera a vomitar, o como si quisiera gritar pero no pudiese tragar el aire suficiente.
—Fuera —les dijo Joshua, señalando hacia la puerta con el rostro retorcido en una sonrisa horrible, como la de esas linternas que se hacen con una calabaza, y las comisuras de sus labios estaban tan tensas y rígidas que se le veían todos los dientes.
Fueron corriendo a la cocina. Song lloraba y apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar, queriendo contener el llanto, y Rillibee se decía que todo esto no era más que un sueño, una pesadilla, que en realidad no pasaba nada. Había visto los huesos de la mano de mamá, allí donde se habían desprendido los dos dedos, dos objetos blancos, redondos y cubiertos de un líquido viscoso. No había sangre, sólo una especie de lento rezumar, gotas de un líquido grisáceo que brotaban de la carne y se deslizaban hasta dejar una pequeña mancha en la limpia blancura del vendaje, y la mancha olía peor de lo que nunca hubiesen podido imaginar. El olor se le había quedado pegado a la garganta, como si quisiera permanecer allí para siempre.
Después de aquello, papá no les dejó estar presentes cuando cambiaba el vendaje, y llegó un momento en el que ni tan siquiera les dejaba entrar en la habitación si ella estaba dentro. Aún podían oír su voz y durante unos días fue la voz de siempre, la voz de mamá. En una ocasión incluso la oyeron reír, una risa aguda y horrible. Después ya no hubo voz, sólo una especie de gimoteo estridente como el de un perro atropellado por un vehículo o el de un conejo cuando el gavilán cae sobre él.
Y el olor… Cada noche, brotando del sótano que tenía debajo, envolviéndole. Era una pestilencia espantosa, peor que cualquiera de los olores del cuarto de baño.
—Oh, oh, no —decía el loro—. Oh, Dios. No.
Papá cambió de habitación con Rillibee. Los días siguieron pasando, y después de aquello Rillibee nunca volvió a verla. Una noche se acostó en la cama de papá e intentó acordarse de cómo era su madre. No lograba recordarlo. Sintió deseos de ver su retrato, el que estaba colgado sobre la chimenea.
Fue a la sala, encendió una lámpara y alzó los ojos hacia el retrato. Mamá le sonrió desde el cuadro, con los labios curvados y su brillante cabello cayéndole sobre la frente.
—Dejadme morir —murmuró el loro—. Oh, por favor, por favor, dejadme morir.
—Cállate —le gritó Rillibee, pero el grito no llegó a nacer, y las palabras salieron de sus labios en un susurro, como grandes masas de vómito ardiente—. Cállate, cállate.
Se dijo que no volvería a entrar nunca más en la sala. No volvería a escuchar a ese pájaro. A partir de entonces comió en la cocina. Hizo sus deberes. Nunca hablaba de mamá, nunca preguntaba nada.
—Debió de ser muy duro —dijo el hermano Mainoa—. Oh, sí, debió de ser muy duro.
—No paraba de pensar en ella. No podía impedirlo. Veía su imagen pero poco a poco su rostro iba volviéndose grisáceo, como las fotos cuando se queman, con los bordes doblándose lentamente sobre sí mismos, y no lograba recordar su aspecto, no podía verla. Resistí todo lo que pude, y acabé volviendo a la sala para ver su retrato.
—Matadme —dijo el loro—. Por favor, por favor, matadme.
Y al día siguiente, el día en que cumplía doce años, Rillibee despertó sabiendo que todo había sido una pesadilla. El sol entraba por su ventana y sus rayos tenían el color del oro triste. Se vistió y fue corriendo a la sala. El loro iba y venía por su percha, diciendo: «Gracias a Dios. Gracias a Dios. Gracias a Dios».
Song ya estaba allí, sentada a la mesa, y Rillibee vio que había un paquete esperándole delante de su silla. Se sentó y lo cogió, sonriendo, dándole vueltas, agitándolo para adivinar lo que había dentro.
—Feliz cumpleaños, Rillibee —dijo papá desde la puerta de la cocina—. Estoy haciendo tortitas. —Su voz sonaba algo rara, pero había dicho justo lo que Rillibee esperaba que dijese.
—Feliz cumpleaños, Rillibee —dijo Song, y Rillibee tuvo la impresión de estar oyendo una grabación de su voz.
Papá salió de la cocina con una jarra de zumo y se inclinó sobre la mesa para llenar los vasos.
Y Rillibee vio que papá tenía una llaguita en el cuello, cerca de la nuca. Era muy pequeña, como un cacahuete, igual que la heridita del brazo de mamá. Cuando papá regresó a la cocina Rillibee se volvió hacia Song e intentó decírselo, pero Song estaba muy quieta y no le respondió. Entonces vio que tenía la mano vendada, y se preguntó cuánto tiempo llevaba así sin que él se hubiera dado cuenta.
Se puso en pie sin abrir el paquete y salió de la casa. Cruzó el huerto y atravesó todos los bosquecillos, y cuanto más se alejaba de la casa más pequeños iban naciéndose los árboles, hasta que llegó al sitio donde ya no crecía nada…
—¿Volviste a verles? —le preguntó el hermano Mainoa.
Un largo silencio. Rillibee estaba mirando por la ventanilla, con la boca entreabierta y las lágrimas corriendo por su rostro.
—Fui a la escuela. Me volví loco, empecé a gritar y gritar, no sé el qué… Cuando volví a casa por la noche no había nadie, sólo el hombre de Santidad, y me dijo que debía ir con él. En cuanto a Miriam, Joshua o Song…, nunca mencionaban sus nombres. Cuando preguntaba por ellos me decían que llevaban mucho tiempo muertos, que se me había olvidado. Ni tan siquiera me preguntaron si éramos Santificados o no. No lo éramos. Sigo sin serlo.
El hermano Mainoa tomó un sorbo de sopa, dándole algún que otro golpe a un botón cuando tenía la impresión de que pretendía dejar de estar apretado.
—Hermano Lourai…, ¿qué tal te suena?
—¿Cómo debería de sonar?
—Bueno, el sonido de la i representa la paciencia y el de la r la perseverancia. He pensado que no te irían mal.
—¿Y qué significa la m de Mainoa? —le preguntó Rillibee con voz cansada—. ¿Y la n?
—Resignación —murmuró el hermano Mainoa—, y ser digno de confianza.
—¿Rebeldía, ha dicho?
—Calla, jovencito. Lourai es un buen nombre. Tendrías que oír algunos de los trabalenguas que se le ocurren a los de Doctrina Aceptable de vez en cuando. Fouyaisoa Shifua… ¿Te gustaría llevar ese nombre? Fu-ya-i-so-a Shi-fu-a… O Thoirae Yoanee. No creo que tengas ganas de llevar ese nombre colgando de tu cuello. Lourai… No está nada mal.
—¿Qué es eso de la doctrina aceptable?
—¿La Doctrina Aceptable? —preguntó el hermano Mainoa. Cogió los tazones vacíos y los echó por el reciclador—. Bueno, si te hubieran llevado a Santidad siendo un poquito mayor puedes estar seguro de que sabrías qué es el Departamento de Seguridad y Doctrina Aceptable. Es el grupo de grandes hombres que nos dicen en qué podemos creer y en qué no y se aseguran de que obedezcamos sus instrucciones. En Hierba el jefe se llama reverendo hermano Jhamlees Zoe, con el reverendo hermano Noazee Fuasoi como segundo de a bordo.
—Como los hierofantes —exclamó Rillibee—. Dios, ojalá pudiera librarme de todas esas estupideces.
—Puedes hacerlo. Basta con alejarse un poquito de la excavación y dar un paseo por entre la hierba. Deja tu pala o tu estabilizador del suelo y márchate. Nadie te perseguirá. Yo podría haberlo hecho montones de veces, pero siempre sabía que la siguiente palada contendría algo interesante y que detrás del próximo fragmento de muro habría alguna sorpresa, y por eso no lo hice. La verdad es que estar aquí me parece más agradable que estar allí. Puede que tú acabes pensando lo mismo. Limítate a inclinar la cabeza y a decir: «Sí, reverendo hermano», en un tono de voz bien obediente y algo contrito; verás como te dejan en paz.
—¿Cómo es capaz de hacer eso? —preguntó Rillibee con cierto desprecio—. Es igual que mentir.
El hermano Mainoa volvió a instalarse ante los controles, observando los diales y botones con una expresión escéptica.
—Bueno, mi joven hermano Lourai, te lo diré, pero si se te ocurre repetírselo a alguien negaré haber dicho nada, así que no lo intentes. Lo primero que debes hacer es convencerte de que los gilipollas están equivocados, especialmente Jhamlees y Fuasoi. No es que estén un poco equivocados, no: están absoluta, irremediable y endémicamente equivocados. Nada de cuanto puedas hacer o decir les sacará de su error. Están condenados a pasarse la eternidad sumidos en el error, porque ésa es la voluntad de Dios. ¿Me sigues?
Rillibee asintió, no muy convencido. No sabía muy bien qué había esperado oír pero, desde luego, no era esto.
—Después debes admitir el hecho de que un error cósmico ha motivado el que esos gilipollas presumidos estén por encima de ti y puedan darte órdenes, con lo que llegarás a la única conclusión posible.
—¿Cuál es esa conclusión?
—Que debes inclinar la cabeza y decir: «Sí, reverendo hermano», con mucha humildad, y seguir creyendo en lo que has de creer. Cualquier otra actitud es como internarse en la hierba cuando se acerca una manada con ganas de pastar. Puede que tengas razón, pero acabarás convertido en puré, y aunque raspen el suelo no encontrarán lo suficiente para llenar un cubo.
—¿Y eso es lo que hace usted?
—Hum… Y tú también lo harás. No le digas al reverendo hermano Jhamlees Zoe que tu familia no pertenecía a Santidad. Si se lo cuentas, empezará a hacerte la vida imposible: querrá convertirte, salvarte y enrolarte en su ejército. Limítate a asentir cortésmente y di: «Sí, reverendo hermano». De esa forma probablemente conseguirás que te deje en paz.
Sus palabras fueron seguidas por un largo silencio. Rillibee —el hermano Lourai—, se levantó del suelo acolchado en el que había estado tumbado y se instaló en el otro asiento.
—¿Qué es eso de los arbai? —preguntó, al ver que el hermano Mainoa no daba señales de querer romper el silencio.
—Los arbai, hermano, eran los habitantes de las ciudades arbai, y ya llevan mucho tiempo extinguidos. Una ciudad arbai es el único tipo de ruinas encontrado por la humanidad en los mundos que hemos colonizado. La única raza inteligente que hemos descubierto…
—¿Y cómo eran esos arbai?
—Más altos que nosotros. Medían unos dos metros diez. Tenían dos piernas y dos brazos, como nosotros, y su piel estaba cubierta de pequeñas placas o escamas. Hemos encontrado cuerpos bastante bien momificados, por lo que sabemos cuál era su aspecto. Un pueblo fascinante… Como nosotros, en ciertos aspectos. Se esparcieron por muchos planetas, igual que nosotros. Tenían un lenguaje escrito, como nosotros, aunque aún no sabemos descifrarlo. Pero hay aspectos en los que eran muy distintos. Parece que no había machos y hembras…, al menos todavía no hemos logrado encontrar ninguna huella de diferenciación sexual.
—¿Y ya no existen?
—Ya no existen. Murieron todos a la vez, sin importar dónde estuvieran, como si se les hubiera acabado el tiempo. Salvo aquí en Hierba… Aquí murieron a causa de algo que les hizo pedazos.
—¿Cómo lo saben?
—Porque así es como hemos encontrado sus cadáveres, hermano. Un brazo aquí, una pierna allá… Un hueso con señales de haber sido roído.
—¿Y qué están buscando?
—Bueno, básicamente, algo que nos indique por qué murieron. —El hermano Mainoa le miró con cierta curiosidad—. Por lo que me has contado, sé que estuviste en contacto con la plaga, ¿no? Conoces su existencia.
Rillibee asintió.
—Nunca me lo dijeron, pero sé que la plaga mató a mi familia. Y el Jerarca también murió a causa de la plaga. Puede que yo la lleve dentro sin saberlo.
—Bueno, algunos pensamos que la plaga mató a los arbai. Será mejor que te diga que eso no es Doctrina Aceptable, por lo que no debes andar hablando de ello.
—Les mató —dijo Rillibee con voz ronca—. Y acabará con nosotros.
—Ah. Bueno, es muy posible, pero quizá no sea así. Si pudiéramos averiguar algo sobre…
—¿Cree que podemos averiguar algo sobre la plaga?
El hermano Mainoa se volvió hacia él, y las arruguitas que había alrededor de sus ojos se hicieron más profundas debido a la atención con que estaba evaluando a aquel nuevo miembro de su familia.
—Lo que creo —ronroneó— es que, en cuanto hayas dado un paseo por la hierba, quizá podamos hablar del asunto. —Señaló hacia abajo. Esparcidos por entre la hierba se veían los muros de la ciudad arbai y la compleja red de zanjas cavadas por los hermanos, algunas de ellas protegidas con techos de hierba. Mainoa movió la mano y señaló hacia delante. Allí, en el horizonte, la masa de la Abadía recortaba su oscura silueta contra la pálida claridad del cielo. Cuando estuvieron un poco más cerca Rillibee/Lourai tragó aire, asombrado. Por encima de la Abadía flotaba una ciudad de telarañas y arcos, torres esqueléticas que bailaban impulsadas por el viento, como si fueran seres vivos cuyas raíces brotaban del distante suelo. En algunos pináculos se veían ondear las banderas de Santidad, con ángeles de oro incluidos. Al verlos, Rillibee Chime emitió un gruñido de ira.
—El hogar —dijo el hermano Mainoa—. La verdad es que no está nada mal… Aunque probablemente los trepadores celestes se pasarán las próximas semanas convirtiéndote en puré. ¿Le tienes miedo a las alturas, chico?
—Caer me asusta. Las alturas no.
—Bueno, entonces yo diría que sobrevivirás.
—¿Qué son los trepadores celestes? —Su mente estaba empezando a fabricar una imagen de lo que podían ser, y Rillibee sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—La mayoría son chicos de tu edad. No creo que te hagan mucho daño. Saldrás adelante…, es decir, siempre que sepas comportarte con algo de sentido común.
—Sí, hermano —dijo el hermano Lourai, bajando humildemente los ojos—. Intentaré portarme bien.