Las ruinas de los arbai que hay en Hierba, como casi todas las ruinas de los arbai, son un enigma, fueron abandonadas recientemente —en términos de tiempo arqueológico—, y expresan un misterio que el hombre puede captar sin comprenderlo. Las ciudades de los arbai que se encuentran en otros sitios están habitadas por el viento, el polvo y unos cuantos huesos de su raza. En esas ciudades se han hallado tan pocos restos suyos, que el hombre se ha preguntado cómo es posible que las ciudades sean tan grandes si la población era tan escasa. Son grandes en términos de extensión y perímetro, aunque no en términos de masa o altura. Se desperdigan cubriendo el terreno. Sus calles se curvan y vuelven a curvarse sobre sí mismas; las fachadas cubiertas de tallas se arquean suavemente como si quisieran seguir esas curvas. Jamás se han encontrado vehículos en ninguna de las ciudades. Aquella raza atendía sus misteriosos asuntos cotidianos, fueran los que fuesen, andando o corriendo.
Cada ciudad tiene una biblioteca. Cada una posee una misteriosa estructura en la plaza central que, según la teoría a la que uno haga caso, es una escultura o una imagen religiosa. Junto a la ciudad hay mecanismos enigmáticos que se cree eran crematorios o eliminadores de basuras. Algunos estudiosos han sugerido que podrían ser medios de transporte, ya que jamás se ha encontrado ningún tipo de nave. Otros creen que pueden ser las tres cosas a la vez. Si son hornos, los cuerpos de los habitantes de las ciudades quizá fueran quemados en ellos, lo cual explicaría el que se hayan encontrado tan pocos restos, aunque también es posible que los habitantes se marcharan a otros lugares. Los que efectúan las excavaciones y los teóricos no consiguen ponerse de acuerdo, aunque llevan generaciones enteras discutiendo eruditamente entre ellos.
En las ciudades más representativas sólo se han encontrado unos cuantos esqueletos enteros, siempre detrás de puertas cerradas y, como máximo, en parejas, como si después del éxodo general hubieran quedado tan pocos arbai que no pudieron celebrar los ritos funerarios. Pero en Hierba la situación es distinta.
En Hierba hay centenares de esqueletos: están por las calles, en las casas, en la biblioteca, en la plaza… No importa donde caven, los Hermanos Verdes siempre encuentran restos momificados.
La mayor parte de las excavaciones realizadas a lo largo de los años corrieron a cargo de jóvenes robustos que no sentían mucho interés por lo que iban encontrando. Pero, inevitablemente, algunos de ellos acabaron dejándose fascinar por aquellos viejos muros, artefactos y cadáveres. Algunos han consagrado su vida a este trabajo, aplicando toda su inteligencia a esos enigmas. A veces incluso ha habido dos o tres de esos fanáticos en un momento dado.
Pero, ahora, sólo hay un hombre que concentre toda su inteligencia en los arbai. Él, como otros que le precedieron, ha aprendido a ocultar su pasión de aquellos que ocupan posiciones de autoridad. El hermano Mainoa, que en tiempos fue acólito de Santidad, joven y desgraciado, lleva mucho tiempo exiliado y ha envejecido hasta llegar a la edad de las mejillas chupadas, los rizos canosos y la piel arrugada de un anciano, aunque no haya alcanzado ninguno de los honores que algunos encuentran cuando llegan a ese estado. El hermano Mainoa, como sus predecesores, es un aficionado que ama su trabajo, y ha descubierto entre esas viejas piedras el hogar que su corazón siempre había estado buscando. Ha acabado pensando que estas calles parecidas a trincheras son suyas, que éstas son sus casas y plazas, sus tiendas y bibliotecas, aunque en ninguna de ellas haya nada que pueda utilizar o que se crea capaz de acabar comprendiendo. Mainoa ha encontrado casi la mitad de los cadáveres con sus propias manos, y les ha dado nombre a todos. Pasa la mayor parte de su existencia entre ellos. Se han convertido en sus amigos, aunque no son sus únicos amigos.
Cuando anochecía, el hermano Mainoa solía dejar la zona de excavaciones para ir a un bosquecillo cercano donde podía sentarse sobre una raíz y fumar una pipa, apoyado en el tronco de un árbol mientras hablaba con el aire. Aquella noche se dejó caer en su raíz de costumbre con un suspiro, lo que no era nada raro. De noche solían dolerle los huesos, y a veces también le dolían por la mañana. Dormir sin calefacción encima de un saco lleno de hierba no era demasiado bueno para sus huesos, aunque le dolían menos desde que arregló el techo. Tragó una honda bocanada de humo aromático, la dejó escapar lentamente y habló, como si estuviera conversando consigo mismo.
—En cuanto a la hierba púrpura, no la Capa de los Reyes, sino la que es de un púrpura más claro y tiene esa mancha azul, ésa va bien con la hierba rosa. La mezcla proteínica es del dos por uno, muy completa y nutritiva. El sabor no es nada digno de proclamarse en las plegarias cotidianas, pero ya irá mejorando.
Y en la copa del árbol, muy por encima de la cabeza del anciano, algo muy grande emitió un sonido de interés parecido a una especie de ronroneo.
—Bueno, naturalmente, siempre podemos acudir a la vieja hierba amarilla… Cuando salí de la Abadía para venir a la excavación, el reverendo hermano Laeroa me dijo que la había mejorado. No sé si creerle o no; es casi imposible de mejorar. La hierba amarilla es prácticamente perfecta, pero hay muy poca. Quiere el tallo anaranjado allí donde da el sol, y algo más pequeño, como la verdosilla o la media azul, en el lado de la sombra, y sólo los ángeles saben por qué, pero así son las cosas. Laeroa dice que siente tentaciones de plantarla en hileras y ver qué tal le va, pero creo que el resultado final sería demasiado chillón…
Otra vez el ronroneo, ahora con una nota interrogativa.
—Pues claro que nos vigilan —suspiró el hermano Mainoa—. Escucha lo que dicen los hermanos más jóvenes, los que se arrastran por las nubes, ésos que siempre andan dando vueltas por la telaraña de las torres… Escúchales y se lo oirás decir. Ven ojos entre la hierba, ojos que observan la Abadía. Pues claro que nos vigilan… Por eso resulta tan difícil encontrar las respuestas.
Silencio. El hermano Mainoa se atrevió a alzar los ojos pero no vio nada, sólo retazos de cielo perdidos en el entramado de ramas y hojas, y una estrella asomando en el cénit, como una lentejuela caída de la túnica de un ángel descuidado. Un poquito a su izquierda, tan arriba que captaban los últimos rayos del sol con un destello sedoso, podía ver unas cuantas hebras de la red situada entre las torres de la Abadía, por encima del horizonte.
—¿Qué, hermano, otra vez hablando solo? —dijo una voz reprobadora. El hermano Mainoa se sobresaltó. La figura que había bajo el árbol de al lado estaba medio oculta por las sombras. La voz pertenecía al reverendo hermano Noazee Fuasoi, jefe del departamento de Seguridad y Doctrina Aceptable de la Abadía, y, ¿qué demonios podía estar haciendo aquí, en la zona de excavaciones?
—Oh, no decía nada, reverendo hermano —murmuró Mainoa, poniéndose respetuosamente en pie y preguntándose si le habría seguido y, de ser así, cuánto tiempo llevaba debajo del árbol—. Pensaba en las excavaciones, intentaba comprender…
—Pues a mí me pareció que estaba hablando de jardinería, hermano.
—Bueno, sí… También hablaba de eso. Estaba ensayando ciertas combinaciones y pensaba en los efectos que producirían.
—Ésa es una mala costumbre, hermano Mainoa. Altera el silencio y la compostura de la orden. Probablemente el aferrarse a esas malas costumbres es la razón de que siga teniendo usted que trabajar en las excavaciones, en vez de cumplir con las tareas más dignas a que le da derecho su avanzada edad… Si se portara bien ya llevaría mucho tiempo en la Abadía, sentado detrás de un escritorio.
—Sí, reverendo hermano —dijo obedientemente el hermano Mainoa, mientras pensaba algo nada obediente sobre aquellos que trabajaban en los escritorios de la Abadía—. Intentaré librarme de esa mala costumbre.
—Inténtelo. No quiero verme obligado a comentar su caso con el reverendísimo hermano Jhamlees Zoe. El reverendísimo hermano Jhamlees se toma muy en serio la Doctrina.
Sí, eso era cierto. Jhamlees Zoe llevaba muy poco tiempo en Hierba, y aún no se había calmado. Seguía intentando hallar algo que convertir. Mainoa suspiró.
—Sí, reverendo hermano.
—He venido a decirle que se le ha asignado una misión de acompañamiento. Santidad nos manda un acólito recalcitrante. El hermano Shoethai y yo hemos traído un vehículo de la Abadía para que vaya a recogerle mañana por la mañana.
El hermano Mainoa hizo una reverencia y no despegó los labios.
El reverendo hermano Fuasoi eructó y se frotó el estómago con expresión pensativa.
—Le faltaba menos de un año para terminar el servicio y se volvió loco. Perdió la compostura y tuvo un ataque de nervios en pleno refectorio, según me han dicho. Ha viajado bajo su nombre de nacimiento, Rillibee Chime. Vaya pensando en un nombre de Fraile Verde para él.
—Sí, reverendo hermano.
—La nave llegará bastante temprano, por lo que debe estar preparado a primera hora. Y deje de hablar a solas. —El hermano Fuasoi volvió a frotarse el estómago antes de marcharse.
El hermano Mainoa le dedicó una humilde reverencia a la cada vez más lejana espalda de Fuasoi, esperando que su estómago le matara pronto. Gilipollas, pensó. Todos los hombres de la Doctrina Aceptable eran unos gilipollas. Igual que el reverendo hermano Jhamlees Zoe, el evangelizador loco, atrapado en Hierba sin nadie a quien convertir y perdiendo lentamente la cabeza a causa de ello… Debían de tener la cabeza llena de mierda. De lo contrario ya se habrían enterado de lo que estaba pasando en Hierba. Cualquier persona con algo de sentido común…
Volvió a oír el ronroneo, esta vez con una nota de suave diversión.
—Acabarás metiéndome en un buen lío y, ¿con quién ronronearás cuando lo hayas conseguido? —murmuró el hermano Mainoa.
Los doscientos cincuenta kilómetros cuadrados que los aristócratas llamaban Ciudad Común estaban divididos en dos partes por un sinuoso promontorio de piedra que llevaba el nombre de Gom y que a veces, en broma, era llamado la Única Montaña de Hierba. La montaña se extendía hacia el este y el oeste formando un muro ininterrumpido, un risco totalmente liso que acababa perdiéndose en las profundidades del bosque pantanoso, formando una barrera impenetrable entre lo permanente y lo transitorio. Los artesanos, granjeros, comerciantes y sus familias vivían y trabajaban al norte de la barrera en una zona a la que llamaban la Comunidad, con la ciudad como centro. La zona situada al sur del muro albergaba el puerto y todas sus instalaciones, aunque en su mayor parte estaba ocupada por pastizales.
Las instalaciones incluían, al este del puerto, un distrito de almacenes para guardar las mercancías que serían cargadas en las naves, graneros para alimentar al ganado de la Comunidad durante el invierno, varios comercios y locales de diversión propiedad de ciudadanos locales, el Hotel del Puerto y el hospital. Esta área, que incluía al puerto en sí, recibía el nombre de Distrito Comercial.
Al oeste del puerto había una zona de edificios que habían conocido mejores épocas: el Camino del Puerto pasaba por el centro de aquella zona donde los sensis no cerraban nunca y los visitantes siempre tenían que pasar por encima de cuerpos tumbados en el suelo sin preocuparse mucho por ellos. La mayor parte de los cuerpos seguían vivos; había unos cuantos gravemente heridos, y algunos aún estaban muy ocupados. Aquel amontonamiento de edificios emitía una indefinible pestilencia en la que se mezclaban los olores de las drogas, la suciedad y varias exudaciones biológicas. Aquella zona de tan mala reputación era conocida por el nombre del camino que la atravesaba.
Además del Distrito Comercial y Camino del Puerto, la parte sur contenía unos cien kilómetros cuadrados de praderas y pastos que iban bajando de nivel por el sur, el este y el oeste, alejándose de la meseta del puerto hasta confundirse con el bosque pantanoso.
Uniendo las zonas del puerto y la Comunidad a través de una hendidura abierta en la muralla de Gom estaba el Camino de la Montaña de Hierba, una avenida de mucho tráfico que seguía la vertiente este del promontorio hasta dejar atrás el puesto de orden y las grandes puertas que se cerraban de vez en cuando para impedir el paso. Algunas tripulaciones de cargueros salían de los establecimientos de Camino del Puerto a última hora de la noche con ganas de buscar el extraordinario placer que se obtiene alterando el descanso de la gente corriente, y en tales casos las puertas quedaban cerradas, pero normalmente el tráfico podía desplazarse por el Camino de la Montaña de Hierba yendo del puerto a la Comunidad y viceversa sin ningún tipo de impedimentos.
El puerto tenía una actividad muy superior a la que podía proporcionarle la población del planeta. Hierba se hallaba situada en una encrucijada topológica, un destino accesible en el cuasiespacio que coincidía con un planeta en el espacio real, y eso solo ya bastaba para hacerlo valioso. Los aristócratas, encerrados en sus haciendas y preocupados por otros asuntos, jamás habían pensado en lo ventajosa que era la posición de Hierba. Les habría asombrado enterarse de que la riqueza de Hierba no estaba concentrada en sus haciendas, como seguían creyendo, sino que, de hecho, estaba guardada en bancos de otros planetas y pertenecía a una parte de la población de la ciudad. Los bons casi nunca visitaban Ciudad Común y, cuando lo hacían, se limitaban a los despachos de los comerciantes. Los residentes de la Comunidad que iban a las haciendas mantenían la boca cerrada y nunca hablaban de los negocios. Lo que los bons consideraban como una verdad eterna, su propia superioridad social y económica, no era más que una creencia que había sido rechazada hacía ya mucho por la Comunidad, la cual prefería adoptar un punto de vista más pragmático. Los aristócratas apenas si eran conscientes de ello, pero el Distrito Comercial se había convertido en un gran nudo de comunicaciones que ofrecía alojamiento temporal a un número de viajeros más que considerable.
Mientras esperaban su nave, los transeúntes que se alojaban en el Hotel del Puerto solían recorrer la Comunidad buscando el color local. Los vendedores de telas hechas con hierba o cuadros y cestas hábilmente tejidas con varias clases de hierbas multicolores que representaban pájaros fantásticos o peces hacían muy buenos negocios. El transeúnte jamás estaría más cerca de percibir la realidad de Hierba que cuando comprara una de esas baratijas. Los aristócratas habían prohibido las excursiones en aerocoche por las praderas. Hubo una época en que el Hotel del Puerto ofrecía excursiones al bosque pantanoso, pero en una ocasión toda una barcaza llena de personas influyentes desapareció en sus aguas cenagosas, y después de eso ya no hubo más excursiones. No había nada que ver salvo la misma Comunidad, lo cual quería decir un continuo flujo de tráfico a lo largo del camino. Sus habitantes no se sorprendían de ver caras nuevas.
Por eso, cuando Ducky Johns se presentó una mañana a primera hora en el Puesto de Orden acompañado por una hermosa joven, el oficial de servicio no se extrañó demasiado y se limitó a pensar que una visitante de otro planeta se había escapado del Hotel del Puerto para acabar en mala compañía. Ducky Johns no era tan mala, desde luego: ella y Santa Teresa dirigían los dos sensis de mayor tamaño de Camino del Puerto, y solían visitar la Comunidad acompañadas por sus cocineros y doncellas. Ducky casi siempre encabezaba la lista de contribuyentes a cualquier causa caritativa, si es que Santa Teresa no había conseguido colocar su nombre antes. Las máquinas de Ducky estaban bien atendidas: casi nunca le hacían daño a nadie, y en caso de hacérselo el daño solía ser superficial, y ninguna de sus chicas, chicos o lo-que-fuesen, genéticamente alterados, había intentado matar jamás a un cliente.
—¿Qué pasa, Ducky? —preguntó el oficial, que se llamaba James Jellico. Era un hombre moreno y corpulento de mediana edad, cubierto por una engañosa capa de carne fofa que le había ganado su apodo—. Venga, cuéntale al viejo Gelatina qué tienes ahí.
—Que me cuelguen si lo sé —replicó Ducky, haciendo un gesto de impotencia con los hombros y consiguiendo que los pliegues de tela de la tienda que usaba como vestido temblaran en respuesta al agitarse de la montaña de carne que había debajo—. La encontré en mi porche trasero, debajo de la ropa tendida. —Su voz aflautada convirtió sus palabras en un agudo lamento quejumbroso. Arqueó sus cejas cubiertas de lentejuelas, y las pestañas de sus párpados tatuados casi rozaron sus mejillas.
—Tendrías que haberla devuelto al hotel —dijo Gelatina, lanzándole un vistazo malhumorado a la chica y recibiendo a cambio una mirada llena de inocencia.
—Lo intenté —dijo Ducky, suspirando, frunciendo unos labios tan gordezuelos como los de un bebé y agitando una mano igualmente regordeta cuya muñeca estaba rodeada por joyas aprisionadas entre rollitos de grasa—. No soy tonta, Gelatina, pensé lo mismo que tú. Seguro que acaba de salir de una nave de pasajeros, pensé, y seguro que está esperando subir a otra. Se alejó del Distrito Comercial y se ha perdido, igual que has pensado tú. Le pregunté cuál era su nombre, pero al parecer no sabe hablar.
—¿Crees que tiene problemas mentales? ¿Drogada?
—No hay señales de ello.
—Quizá sea una de esas…, ¿cómo las llamáis? Esas cosas despersonalizadas que venden en Vicioso.
—Ya lo he comprobado. No lo es. La han usado un poco, pero no la han sometido al tipo de manipulaciones típicas de allí.
—¿Y qué dice el hotel?
—El hotel hizo sonar sus tecladitos, empezó a hacer guiños con sus pantallitas, y me dijo que me la llevara de allí. Dicen que no es suya. No trabajan con ese tipo de cosas y, aun suponiendo que las utilizaran, dicen que no les faltaba ninguna.
—Bueno, que me cuelguen.
—Sí. Exactamente lo que yo dije. Supongo que no puede ser de la Comunidad, ¿no?
—Tú les conoces a todos tan bien como yo, Ducky. Conoces cada cara y cada silueta, y si alguien engordara dos kilos o insultara a su suegra lo sabrías y yo también.
—Bueno, Gelatina, los dos sabemos cuál es la única respuesta, ¿no? Las haciendas: ahí fuera hay montones de caras que no nos son familiares. Pero resulta muy extraño, ¿verdad, querido? Si viniera de allí, la habríamos visto llegar.
Los aerocoches que cubrían la distancia existente entre Ciudad Común y las haciendas sólo podían aterrizar en la terminal situada en el centro de la ciudad o en el puerto. Cualquier aerocoche que aterrizara en el puerto o en la ciudad sería observado. Si esta hermosa criatura de ojos extraños hubiera aparecido en otro sitio, alguien tendría que haberla visto.
—¿Y si ha venido en una nave? —se arriesgó a sugerir Jellico.
—Gelatina, querido mío, tú conoces esas tontas reglas tan bien como yo. Pasajeros y tripulación fuera, y una fumigación en cada puerto. ¿Cómo podría haber sobrevivido a la descontaminación? No, no ha salido de ninguna nave vacía. Y no es del hotel. Y no es mía ni de Santa Teresa ni de algún otro de los peces chicos de nuestra zona, te lo aseguro. Me temo que es problema tuyo, Gelatina, tuyo y de nadie más. —Ducky Johns se rió, y los pliegues de la tienda-vestido volvieron a temblar, un carnemoto en el punto álgido de su paroxismo.
Jellico meneó la cabeza.
—No es problema mío, vieja amiga. Le sacaré una imagen y podrás llevártela. Métela en una habitación vacía y dale algo de comer. El tanque de estasis no es un sitio adecuado para ella. No hace falta congelarla. Necesita cuidados, y contigo estará mejor que en ningún otro sitio.
—Qué confiado eres —protestó ella.
—Oh, Ducky, sé que no vas a venderla. Si no puede hablar no conseguirás que pronuncie el consentimiento, y sabes que cuando vuelva a visitar Camino del Puerto para examinar los permisos transitorios vendré a echarle una mirada. Así tendré tiempo para hacer unas cuantas preguntas. Desde luego, es lo más raro que…
Siguió contemplando a la chica mientras preparaba el registrador de imágenes, y ella le devolvió la mirada con la cabeza ladeada de tal forma que sólo podía verle un ojo, un ojo que no daba ni la más mínima señal de inteligencia. Y, aun así, cuando hubo terminado de registrar su imagen y Ducky le ofreció la mano la chica la cogió y sonrió, alzando la cabeza y volviendo a ladearla para lanzarle a Jellico una mirada de soslayo.
Gelatina se estremeció. En aquella mirada había algo que le resultaba extrañamente familiar, algo casi tan extraño como el de dónde había podido salir… No del pantano, eso era seguro. Y tampoco podía haber venido en un aerocoche. Ni en una nave. No era del hotel. ¿Qué respuesta quedaba?
—Malditos sean —murmuró para sí mismo, viendo cómo la vieja Ducky hacía que la chica subiera a su corredor de tres ruedas antes de darle la vuelta y regresar a Camino del Puerto—. Malditos sean…
A la mañana siguiente a la Cacería de los bon Damfels, Marjorie se levantó antes de que amaneciera. Había dormido poco, y ese poco bastante mal. Soñó con los hippae, y sus sueños habían estado llenos de amenazas. Se levantó cuando aún era de noche para recorrer los aposentos invernales y entró en las habitaciones de sus hijos para oírles respirar. Anthony emitía pequeños gemidos y no paraba de temblar, casi igual que «Octavo día» cuando vio las cosas encima del risco. Marjorie tomó asiento en el borde de su cama y le pasó las manos por los hombros y por el pecho, acariciándole como habría hecho con uno de los caballos, liberándole de su ansiedad hasta que acabó sintiendo cómo se relajaba bajo sus dedos. Su querido Tony, el pequeño Tony, el primogénito al que tanto amaba… Tan parecido a ella que podía interpretar cada cambio de su expresión, cada línea de su cuerpo. Se inclinó sobre él, deseándole lo mejor, queriendo alejar los desengaños y las decepciones. De todas formas, acabarían llegando. Era tan parecido a ella que llegarían, tan inexorablemente como el día sigue a la noche.
Stella dormía profundamente en la habitación contigua, con su tez rosada brillando en la penumbra, los labios entreabiertos. Cada día que pasaba hacía que su parecido con Rigo resultara más acusado: Stella poseía su misma pasión, su orgullo, y una versión asombrosamente femenina de su apuesto rostro. Marjorie fue hacia su cama pero no la tocó. Si la tocaba, Stella despertaría llena de preguntas y exigencias…, preguntas a las que Marjorie no podía responder, exigencias que no podía satisfacer. Igual que Rigo, pensó Marjorie. Sí, igual que Rigo… Y, como Rigo, Stella exigía que el mundo la comprendiera pese a que ella no hacía ni el más mínimo esfuerzo por ser comprendida.
Intenté conocer a Rigo, se dijo Marjorie: era una vieja letanía, casi una disculpa, una excusa, algo que se repetía una y otra vez, algo que solía decirle al padre Sandoval antes de que él hubiera intentado arreglar lo que aparentemente no podía ser arreglado, imponiéndole una penitencia de obediencia y sumisión tras otra, hasta que Marjorie acabó sintiéndose tan atrapada entre los dos que ya era incapaz de seguir pidiendo perdón. Lo que le dijo al padre Sandoval era cierto. Cuando se casaron, Marjorie solía esperar a que Rigo estuviera muy cansado, o incluso dormido, y se pegaba a su cuerpo, haciéndose una bola contra él, deseosa de sentirle en su piel, sentir todos sus músculos funcionar tan delicadamente, anhelando conocer su cuerpo tan bien como conocía su cara. Y Rigo siempre respondía con una pasión salvaje, lanzándose contra ella, embistiéndola una y otra vez hasta que Marjorie acababa extraviándose. No había ningún lugar separado en el que pudiera permanecer para sentir cómo era. Si se apartaba de él, Rigo la acusaba de mostrarse distante. Si se acercaba, acababa devorándola.
—Intenté decírselo —murmuró, mientras veía dormir a Stella—. Intenté decírselo, igual que he intentado hacer contigo. —Y también eso era cierto. Había intentado decirle: «Rigo, abrázame con suavidad, no hagas nada más. Deja que llegue a conocer el ritmo de tu sangre y de tu aliento». O: «Stella, quédate quieta un momento. Habla conmigo. Conozcámonos un poco».
Marjorie recordó aquella vez en el establo, cuando se tumbó en el suelo con el estómago pegado a un potrillo que yacía en la paja, con la yegua relinchando levemente sobre su cabeza, el hocico suave que rozaba el cuerpo del potrillo y el de Marjorie-niña hasta que los tres olieron igual, a paja y heno. Marjorie había sentido cómo la sangre corría por las venas del potrillo, y el ágil movimiento de los músculos sobre el hueso. Después, cuando el potrillo creció y corrieron juntos, comprendió qué le impulsaba y cuál era el espíritu que le hacía moverse. Quiso conocer a Rigo igual que a ese potrillo, pero él no se lo permitió.
Stella era igual. Siempre apasionada, siempre hundida en las simas o subida a las cumbres. Siempre dame, dame, dame, y nunca nada cálido o amable a cambio, nunca ningún tipo de afecto sencillo. Ningún abrazo, ninguna broma tonta que las dos pudieran compartir… No conocía la paz. Claro que Stella tampoco compartía demasiados secretos con su padre, desde luego. No. Si era capaz de sentir afecto, lo reservaba todo para esa amiga que había dejado atrás, la beatífica Elaine.
Marjorie sintió palpitar su corazón bajo su mano y se sonrió con tristeza. Ya era demasiado mayor para sentir esa clase de celos. No era su corazón el que deseaba abrazar a Stella: era su estómago, que se retorcía en una agonía de amor impotente que no podía exhibir. Dejarle ver que la amaba era como enseñarle un trozo de carne a un perro enloquecido. Stella se lanzaría sobre ese amor y lo tragaría, royéndolo hasta los huesos. Mostrar que la amabas era quedar indefenso ante sus ataques.
—No me quieres. ¡Cuándo era pequeña me prometiste que iríamos a Westriding, y nunca he ido allí! —Stella a los dieciséis años, poniendo en escena los reproches de un dolor que tenía por lo menos ocho años de edad.
—Stella, te hemos dicho mil veces que el abuelo estaba enfermo. Estaba tan enfermo que no podía ver a nadie. Murió muy poco tiempo después.
—Lo prometiste, y luego decidiste que no iríamos. Siempre estás diciendo que haremos cosas, y luego no las hacemos. Y ahora quieres llevarme a ese sitio horrible, haciendo que abandone a mis amistades, ¡y ni tan siquiera me preguntas si quiero ir! ¿Por qué nunca obramos como una auténtica familia? Ojalá fuera hermana de Elaine. Los Brouer no actúan como tú.
—Si vuelve a hablarme de los Brouer, la estrangularé —le dijo Marjorie a Rigo.
—Son amigas —había replicado Rigo, mirándola de una forma rara—. Son grandes amigas. ¿Te molesta?
—No me molesta. Lo que me molesta es que me pasen por las narices a los Brouer como si fueran el paradigma de la perfección.
—Todos los críos piensan que la familia de los demás es perfecta —dijo Rigo.
—Yo nunca pensé eso.
—Puede que no, pero tú eres algo rara —dijo él.
Soy rara, se dijo Marjorie, contemplando a la joven dormida, preguntándose qué tendrían los Brouer para que Stella les admirase tanto. ¿Qué cualidades poseía la familia Brouer para atraerla de esa forma? ¿Una familia? ¿A qué se refería Stella cuando hablaba de una familia?
—Ojalá los Brouer fueran mi familia —había dicho Stella docenas de veces, tercamente, sin explicarse, sabiendo que le hacía daño y queriendo hacerle daño—. Hacen las cosas juntos. Ojalá tuviera una familia así.
—Bueno, Stella, en Hierba podremos ser una familia. No habrá nadie más: estaremos solos. —Naturalmente, Stella nunca quería hacer lo que querían hacer los demás. Ese aislamiento no la cambiaría.
Stella apretó las mandíbulas al oírle decir eso, y le amenazó con no ir a Hierba. Marjorie se pasó las semanas anteriores a su marcha convencida de que Stella no tardaría en sugerirle que podía quedarse a vivir con los Brouer.
—Madre, quiero quedarme en Santidad con los Brouer, y a ellos les gustaría mucho que me quedara en su casa.
¿Qué habría respondido?
—Estupendo, Stella. Yo tampoco quiero ir. Y tu padre tampoco lo desea… Creo que no debo abandonar a mis pobres de Santa Magdalena. Rigo no quiere dejar sus clubs y sus comités y sus noches en la ciudad con Eugenie colgada del brazo. Vamos a ir porque creemos que es nuestra obligación, para salvar a toda la humanidad. Pero no hay nada que te obligue a venir. Quédate aquí, pilla la plaga y muérete, Stella. Tú, Elaine y toda su familia perfecta… Podéis moriros todos. Ya no me importa.
Y se arrepintió de haber sentido ira, y se confesó —aunque no mencionó otros pecados mucho más graves que ése—, y recibió la absolución, pero eso no sirvió de nada, porque volvió a sentir la misma ira que antes. Y ahora estaban en Hierba y Marjorie seguía sintiendo esa ira, seguía arrepintiéndose de ella, seguía confesándose y seguía preguntándose qué iba a hacer con Stella, que se mostraba tan malhumorada, rebelde e incapaz de amar como cuando estaban en casa.
—¿Por qué, padre? —le había preguntado—. ¿Por qué es así? Y Rigo…, ¿por qué es así?
—Ya sabes por qué toda la gente… La iglesia enseña… —Su amable voz de anciano había empezado una de sus eruditas e inflexibles peroratas.
Marjorie le interrumpió:
—El pecado, incluso el pecado original… Ya conozco las enseñanzas de la iglesia. Las enseñanzas de la iglesia dicen que un pecado cometido hace miles de años sigue vivo en mí, transmitido por mis células y mi ADN. Está metido allí dentro, junto a mi corazón, mis pulmones y mi cerebro, y ha infectado a mi hija…
El padre Sandoval ladeó la cabeza.
—Marjorie, jamás he pensado que el pecado original sea transmitido a través de las células.
—¿Pues por dónde se transmite si no? No hay nada más que pueda transmitirlo. El alma viene incluida en el cuerpo, ¿verdad, padre? El pecado acompaña al sexo, ¿no? Cuando nos metemos en la cama no son nuestras almas las que se acuestan juntas, ¿verdad?
Santidad diría que sí, que las almas se acostaban las unas con las otras. Santidad decía que los matrimonios eran eternos. Sobre todo en el cielo…, cosa que los Viejos Católicos no creían. Gracias a Dios: cuando muriera, al menos se habría librado de eso.
Se echó a llorar, con la sensación de que todo era culpa suya, aunque no supiera por qué. El padre Sandoval le dio palmaditas en el hombro, incapaz de consolarla, no pudiendo o no queriendo hacer que se sintiera menos culpable. No había nada que pudiera hacerla sentir menos culpable, ni tan siquiera su trabajo en Santa Magdalena, que se suponía era una expiación.
Marjorie salió de la habitación de Stella, cerró la puerta a su espalda sin hacer ruido, y su mente empezó a discurrir por los viejos y familiares senderos de siempre. Cuando Stella fuera mayor, quizá pudieran ser amigas. Stella se casaría. El tiempo y la distancia acabarían separándola de ellos. Con el tiempo, quizá pudieran ser amigas.
Y, de repente, se puso pálida, emitió un jadeo ahogado y sintió una terrible punzada de dolor que la hizo doblarse sobre sí misma. Acababa de pensar que quizá no hubiera tiempo para nada de eso. Todo aquel malhumor melancólico, aquella falta de alegría…, quizá no hubiese tiempo para que fueran disipándose por sí solos. Su tiempo podía estarse acabando. No tenían ninguna prueba de que vivir en Hierba bastara para protegerles de la plaga. Eso no era más que una suposición, una esperanza. Y los chicos no podían compartir ni tan siquiera eso. No podían revelarles la auténtica razón de que hubieran venido aquí. Era demasiado peligroso. Eso decía Santidad, y Marjorie estaba de acuerdo. Tony podía cometer un descuido. Stella podía rebelarse. Cualquiera de los dos podía decirle algo indebido a uno de los bons, y el destino de la humanidad dependería de lo que hubiesen dicho. Suponiendo que… Suponiendo que hubiera alguna verdad detrás de los rumores. Suponiendo que realmente no hubiera casos de plaga en Hierba.
Estuvo sentada sin moverse hasta el amanecer, utilizando las oraciones aprendidas de memoria para calmarse.
Tan pronto como las luces del alba hicieron brillar la hierba, Marjorie fue a la caverna donde estaban los caballos. Necesitaba tocarlos, olerlos, dejarse tranquilizar por su realidad familiar, su lealtad y su afecto carentes de complicaciones. Los caballos no rechazaban su amor para arrojárselo a la cara; cualquier pequeña atención que tuviera con ellos le era devuelta multiplicada mil veces. Fue de un aprisco a otro, dando palmaditas y haciendo caricias, repartiendo los pedacitos de un pastel que había guardado para ellos y, finalmente, se detuvo en el aprisco de «Don Quijote», que estaba arañando el suelo una y otra vez en un nervioso gesto de súplica. Le pasó los brazos alrededor del cuello.
—Mi «Quijote» —le dijo—. Caballo bonito, caballo guapo… —Apoyó su rostro en aquel hocico de ébano, sintió el calor de su aliento en la oreja, y durante ese instante olvidó el malhumor de Stella y la infidelidad de Rigo y los hippae y los sabuesos y los monstruos que la atormentaban, ése que aquí se llamaba zorro y el otro que en todos los demás sitios era llamado plaga—. Vamos a dar un paseo por la pradera.
No se tomó la molestia de ensillarlo. Esta mañana no harían ejercicios. Esta mañana no habría nada salvo ella y «Don Quijote», ese estar juntos en una relación más íntima y personal que cualquier otra de las que conocía. No quería que nada se interpusiera entre ella y la piel del caballo. Quería poder calmarse sintiendo con todos los músculos de su cuerpo, y necesitaba absorber la fuerza del animal.
Marjorie se apoyó en su cuello. Salieron de la caverna y fueron por el sendero que llevaba a la arena. El sendero bajaba por un desfiladero serpenteante y subía hasta coronar una pequeña elevación del terreno.
Al aproximarse a la elevación, el caballo empezó a temblar. Agitó la cabeza en silencio, sin emitir ni el más leve relincho de protesta, como si algo escondido en lo más hondo de ese gran corazón suyo que tanto amaba a los humanos le dijera que su única posibilidad de seguir con vida estribaba en no hacer ruido alguno. El aliento brotaba de sus ollares como si fuera la mismísima vida que le abandonaba. Marjorie lo sintió, como sentía siempre hasta el más pequeño de sus movimientos. Se dejó caer de su grupa en un solo gesto lleno de fluidez. No necesitaba llegar a la cima para saber qué encontraría allí. El estómago se le había subido a la garganta, lleno de bilis caliente. Empezó a temblar como si estuviera medio congelada. Aun así, tenía que verlo. Tenía que saberlo.
Puso la mano sobre el hombro del caballo. Le habían enseñado a tumbarse y así lo hizo, casi con alegría, como si sus patas no fueran capaces de sostenerle. Marjorie le hizo una caricia para consolarle —o quizá fuera para consolarse a sí misma—, y empezó a arrastrarse hacia la cima, apartándose un poco del sendero para poder observar por entre la hierba sin que la vieran. Su cuerpo temblaba cada vez más.
Y allí estaban. Tres, igual que cuando ella, Tony y Rigo montaron a caballo: tres hippae haciendo ejercicios, caminando, trotando, galopando, cambiando el ritmo de sus pasos para cruzar la arena en largas diagonales. Hicieron todos los ejercicios que ella había practicado con «Octavo día», y los llevaron a cabo con una tranquila despreocupación: cuando terminaron, los tres animales se pusieron el uno al lado del otro, dándole la espalda, con las puntas de las espinas que cubrían su cuello dirigidas hacia ella, tan amenazadoras como otras tantas espadas desenvainadas. Después se dieron la vuelta y alzaron los ojos hacia el sitio donde ella se ocultaba, y sus oscuras pupilas emitieron destellos rojizos al reflejar la luz del amanecer, y de sus gargantas no brotó ni el más mínimo sonido.
Están divirtiéndose, pensó al principio. Una especie de ejercicio de imitación… Aquellos hippae habían visto a los humanos y sus caballos, y lo que aquellas pequeñas bestias de otro mundo hacían con sus jinetes humanos les había parecido muy gracioso. Pero la idea se desvaneció en seguida, por mucho que intentara aferrarse a ella. Sabían que ella estaba aquí. Sabían que estaba observándoles. Hasta era posible que toda aquella pequeña sesión de ejercicios hubiera sido calculada para que coincidiese con el momento de su llegada…
No estaban divirtiéndose. En aquellos ojos rojizos que la contemplaban no había ni el más mínimo destello de diversión.
No quiso quedarse más tiempo para averiguar qué estaban haciendo realmente. Huyó del risco como alguien que teme por su vida, y volvió corriendo al sitio donde yacía su caballo. Le hizo levantarse sobre sus patas temblorosas y, medio desplomada sobre su espalda, le obligó a ponerse al trote primero y al galope después, pidiéndole que la llevara de vuelta a Colina del Ópalo, a territorio humano, para añadir otro horror a los que ya conocía.
Lo que había visto en aquellos ojos rojos era un desprecio burlón…, eso y algo más profundo, algo inflexible y feroz.
Una inmensa malevolencia.
James Jellico fue a comer a su casa, como hacía a menudo, sabiendo que su esposa Jandra querría enterarse de lo que había ocurrido aquella mañana. La esposa de Jellico no tenía piernas y, aunque caminaba bastante bien gracias a las elegantes prótesis que Jellico le había conseguido (unos cuantos sobornos en el puerto, mirar hacia el otro lado cuando estaba de servicio en la aduana), decía que le resultaba bastante doloroso usarlas. El dolor podía ser aliviado mediante implantes, pero Jandra solía decir que no tenía ganas de que nadie hurgara en su cabeza, y prefería desplazarse por la casa en la media persona que había utilizado desde que era niña, la misma que usaba para atender el gallinero. Una tercera parte de los ingresos de Gelatina procedían de los gansos y patos terrestres que cuidaba, así como de los pájaros szizz de Semling y esas gordas y deliciosas criaturas sin alas del planeta Shafne que Jandra llamaba puggys.
Cuando llegó, su mujer estaba dando de comer a los gansos, que parloteaban y trataban de quitarse los mejores bocados los unos a los otros. Jandra canturreaba en voz baja, como hacía cuando estaba contenta.
—Hola, Gelatina —le saludó—. He decidido matar a ésa para la cena. Es tan presumida que le estará bien empleado.
El ave a la que se refería logró arrancar el bocado que codiciaba del pico de otro ganso y lo tragó, ladeando la cabeza para poder lanzarle una buena mirada de ganso a Gelatina. Aquella fría mirada procedente de un solo ojo y la postura del pico y el cuello tenían algo peculiar, algo que le hizo estremecerse con lo que al principio no fue más que una sensación de déjà vu y que, cuando se dio cuenta de lo que era, acabó convirtiéndose en horror.
—Esa chica —balbuceó—. Me miró igual… —Y después tuvo que contarle todo lo referente a la chica, a Ducky Johns y lo extraño que era aquel asunto—. Y me miró exactamente igual, ladeando el cuello de esa misma forma, como si pudiera verme mejor con un solo ojo que no usando los dos. Igual que si fuera un animal…
—Un pájaro —le corrigió Jandra.
—Un pájaro o un animal —dijo Gelatina con paciencia—. Cualquier cosa que no tenga…, ¿cómo se llama eso? Visión binocular. Siempre miran así: inclinan la cabeza para verte mejor. Esa cosa me miró igual.
—¿Por qué la llamas cosa? Era una chica, ¿no?
—Por la fuerza de la costumbre, supongo. Con esa gente de Camino del Puerto nunca puedes estar seguro del género adecuado. Tienen hombres que parecen mujeres y mujeres que parecen hombres, y seres neutros que pueden parecer cualquiera de las dos cosas. Siempre que hablo de ellos suelo utilizar la palabra «cosa». —Se sacó la imagen que había tomado del bolsillo y la metió en el aparato reproductor para enseñársela.
Jandra meneó la cabeza, asombrada ante la increíble variedad del mundo. Era un tema que nunca la cansaba. Hasta las cosas más simples la asombraban, aunque jamás se dejaba impresionar por las cosas horribles.
—Tendré que visitar a Ducky y echarle un vistazo —anunció, con un tono de voz que no admitiría ningún intento de llevarle la contraria—. Que un ser humano indefenso se quede abandonado allí…, no está bien. ¿Qué le pasaba en los ojos?
—Nada que yo pudiera ver. No le pasaba nada. Bonita, una buena constitución, un cabello precioso…, todo normal. Pero la cara… Bueno, mírala.
—¿Qué quieres decir con eso de la cara, Gelatina?
—Está vacía —dijo él, tras haber contemplado la imagen en silencio durante unos segundos—. Parece como si estuviera vacía por dentro, eso es todo.