5

La mañana de la Cacería encontró a todos los Yrarier dominados por una extraña preocupación que no deseaban revelar y mucho menos compartir. Marjorie, que se había pasado casi toda la noche sin dormir, se levantó bastante temprano y fue por el túnel que llevaba a la capilla, donde asistió a misa. Después volvió a casa, encontró a Rigo en el comedor y le confesó su nerviosismo. Rigo fingía estar tranquilo, pero se encontraba tan alterado como cualquier jockey antes de una carrera, y le parecía tener el estómago lleno de lagartos que correteaban burlonamente de un lado para otro. Tony deseaba estar acompañado, como reveló al saludarles con gran entusiasmo nada más entrar en el comedor e inclinarse sobre su madre para darle un abrazo que duró unos segundos más de lo habitual. Stella, por su parte, se mostró desdeñosa y se negó a dar ninguna muestra de afecto: iba a medio vestir, y estaba llena de irritadas invectivas y amenazas contra la paz y la tranquilidad de Hierba.

—Será horrible —dijo—. El no poder montar… Me están entrando ganas de no ir. ¿Por qué se niegan a…?

—Shh —dijo su madre—. Prometimos que no íbamos a pensar en eso, ¿verdad? Todavía no sabemos lo suficiente. Cómete el desayuno. Tenemos que estar preparados para cuando esa cosa venga a buscarnos. —La cosa… El vehículo, el no-caballo en cuyo vientre se esperaba que viajarían. Todos los vehículos de Hierba parecían ser artefactos que intentaban disfrazar su auténtica función para convertirse en otra cosa: muebles para una sala, estatuas de un jardín o pedazos de una talla barroca. El que trajo los caballos parecía una versión aérea de las ánforas para vino usadas en la antigüedad, y hasta tenía representaciones estilizadas de bailarines en la parte central. Tony le dijo que necesitó hacer un gran esfuerzo para no reírse en cuanto lo vio; y Marjorie, que había observado su laborioso descenso con incredulidad, tuvo que darse la vuelta para ocultar su regocijo—. Cómete el desayuno —repitió, preguntándose si necesitaba advertir a Stella de que no debía reírse. Si lo hacía, Stella se reiría, naturalmente… Si no lo hacía, quizá no se riera. Marjorie lanzó un suspiro, acarició el libro de oraciones que llevaba en el bolsillo y dejó el asunto en manos de Dios.

Devoraron su desayuno con gran apetito y dejaron muy poco de lo que había parecido una gran comida para por lo menos el doble de comensales que ellos. Marjorie se pasó la mano por el cinturón, y le pareció que le apretaba un poco menos que antes. Estaba comiendo mucho pero, aun así, daba la impresión de que seguía perdiendo peso.

El aerocoche estaba recubierto de adornos pero resultaba bastante digno: era un aparato muy lujoso, diseñado para el ascenso en vertical. Una vez dentro de él, con el Obermun bon Haunser como guía, se dejaron caer en grandes sillones acolchados y recibieron tazones con la bebida caliente local —que era llamada café, aunque no se le parecía en nada—, mientras que el silencioso (y, aparentemente, no-bon) conductor ponía rumbo hacia un destino invisible. Se dirigieron hacia el noroeste, y el Obermun les fue indicando los sitios más interesantes.

—El Risco Carmesí —dijo, señalando hacia una gran estribación rosada—. Dentro de una o dos semanas estará tan rojo como la sangre. A su derecha están las Colinas Azabache. Espero que se den cuenta de que esto es un auténtico privilegio… La inmensa mayoría de nuestros visitantes no ven nada del planeta, dejando aparte Ciudad Común y el puerto.

—Hablando de Ciudad Común… —dijo Rigo—. En los mapas aparece como una considerable extensión de edificios que mide ochenta kilómetros de largo por unos tres o cuatro de ancho, totalmente rodeada de bosque. Tengo entendido que vive del comercio y la agricultura, y cuando llegamos vi carreteras y caminos, aunque en todo el resto del planeta no hay ninguno.

—Como ya le expliqué anteriormente a su esposa, embajador, Ciudad Común se encuentra en una zona carente de hierba. Cuando hablamos de la ciudad nos referimos a toda la zona, todo lo que hay hasta llegar al pantano. En Hierba un pantano significa árboles, como podrá ver si mira a su izquierda. Lo que tenemos debajo es el bosque del puerto. Una superficie muy distinta a la del resto del planeta, ¿verdad? Que Ciudad Común tenga carreteras y caminos carece de importancia, porque allí no hay hierba que destruir y éstos no pueden salir de los límites marcados por el pantano. —El Obermun bon Haunser señaló hacia la masa verde en cuyo centro se hallaba la ciudad, y sus fosas nasales se dilataron de forma casi imperceptible en lo que, sin duda, era una expresión de desprecio. Había hablado de los caminos como si fueran criaturas maléficas dotadas de vida propia, algo que intentaba escapar de su prisión: serpientes enjauladas contra su voluntad…

Stella abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla en cuanto su padre le lanzó una mirada amenazadora.

—¿Prefieren que no puedan salir de allí? —preguntó Anthony, con un tono de voz en el que había la dosis justa de interés y astucia—. ¿Quiénes, los caminos o los habitantes? ¿Y por qué?

El Obermun se ruborizó. Estaba claro que había hablado siguiendo un impulso que ahora empezaba a lamentar.

—Oh, los habitantes de la ciudad no tienen ni el más mínimo deseo de abandonarla. Me refería a los caminos, muchacho. No puedo esperar que comprendas el horror que nos inspira cualquier posibilidad de que la hierba sufra daños, claro está… No nos importa usarla, ¿comprendes?, pero que sufra alguna alteración permanente…, bueno, eso sería espantoso. En Hierba no hay carreteras, dejando aparte los pequeños senderos que unen cada hacienda con su aldea, y hasta la existencia de esos senderos nos parece un tanto molesta.

—Entonces, ¿todos los intercambios entre las haciendas se realizan por el aire?

—Sí, todo el transporte de personas o materiales se hace por vía aérea. El dígame nos permite intercambiar información. La información introducida en su nódulo de Colina del Ópalo puede ser dirigida a ciertos receptores o a ciertos conjuntos de receptores, o también puede ser enviada como correspondencia abierta a cualquier otro sitio. El dígame une a todas las haciendas y a Ciudad Común. Pero todos los viajes, todas las entregas de mercancías importadas o las exportaciones de nuestros productos…, todo eso se lleva a cabo por el aire.

—¿Importaciones y exportaciones? ¿En qué consisten? —Quien lo había preguntado era Stella, que por el momento parecía decidida a ser una buena chica.

El Obermun carraspeó.

—Bueno, importamos artículos manufacturados y algunos artículos de lujo como vinos y telas. En cuanto a lo que exportamos… Como es lógico, la mayor parte de nuestras exportaciones son productos obtenidos de la hierba. Hierba exporta grano y fibras teñidas. Los que se ocupan de tales asuntos me han dicho que las hierbas de mayor tamaño son muy utilizadas para construir muebles. Los comerciantes dicen que son tan solicitadas como el bambú terrestre. También exportamos algunas semillas, tanto en grano como para plantarlas en otros sitios. Según me han dicho, algunas variedades de hierba pueden subsistir bastante bien en otros planetas. Algunas de las que sólo crecen aquí proporcionan sustancias químicas de gran valor para la medicina. Algunas son muy hermosas y sirven de adorno, como sin duda ya habrán observado. Todo ese comercio es controlado por varias firmas de la Comunidad, que poseen las licencias adecuadas. Los bons no tenemos ni el tiempo ni el deseo de vemos directamente involucrados en esos negocios. Supongo que no deben de ser muy lucrativos, pero bastan para mantenernos y también mantienen a la ciudad, lo cual redunda en beneficio nuestro.

Rigo, que recordaba los inmensos almacenes y el torbellino de actividad que había visto en el puerto, no hizo ningún comentario al respecto.

—Según tengo entendido, las hierbas locales no guardan ningún parentesco genético con las hierbas terrestres. ¿Son variedades indígenas? ¿No hay ninguna que haya sido importada?

—No. A nivel genético no existe ningún parecido. Casi todas las variedades estaban aquí cuando llegamos. Los Hermanos Verdes han creado unos cuantos híbridos para conseguir ciertos colores o efectos particulares. ¿Ha oído hablar de los Hermanos Verdes? —En realidad no era una pregunta, pues el Obermun estaba mirando por la ventanilla del aerocoche, y tanto la tensión de su mandíbula como la línea de sus labios expresaban una aguda incomodidad. Rigo no sabía exactamente de qué habían estado hablando pero, fuese lo que fuese, le preocupaba—. Fueron enviados aquí hace mucho tiempo para hacer excavaciones en las ruinas de la ciudad de los arbai, y acabaron aficionándose a la jardinería.

Marjorie agradeció el cambio de tema.

—No sabía que hubiera ruinas de los arbai en Hierba.

—Oh, sí. Están más al norte. Los Hermanos llevan mucho tiempo haciendo excavaciones en ellas. Me han dicho que se parecen a casi todas sus demás ciudades: ocupan una gran extensión de terreno y los edificios eran de poca altura, por lo que ponerlas al descubierto es una labor larga y difícil. Nunca he estado allí. —Estaba claro que la ciudad no le interesaba en lo más mínimo.

Marjorie volvió a cambiar de tema.

—Obermun, ¿tendremos la oportunidad de conocer hoy a algún miembro de su familia?

—¿De mi familia? —preguntó él, sorprendido—. No, no. La Cacería sigue celebrándose en la hacienda de los bon Damfels, y seguirá celebrándose allí durante todo este período. Luego pasará a la de los bon Maukerden.

—Oh —exclamó Marjorie, y la sorpresa hizo que siguiera hablando sin pensar en lo que decía—. Creí haberle oído decir que los bon Damfels estaban de luto.

—Por supuesto —dijo él con cierta impaciencia—, pero eso no tiene por qué interrumpir la Cacería.

Rigo le lanzó una mirada de advertencia que Marjorie fingió no ver.

—¿Y habrá miembros de otras familias, aparte de los bon Damfels? —preguntó, con insistente dulzura.

—Normalmente las Cacerías siempre reúnen a miembros de dos o tres casas. Hoy los bon Damfels cazarán con los bon Laupmon y los bon Haunser.

—Pero no con su familia.

—No, mi esposa y mis hijos no estarán allí. Las mujeres y los niños sólo suelen participar en las Cacerías de su hacienda. —Su mandíbula volvió a tensarse. Marjorie había logrado dar con un nuevo tema del que no le gustaba hablar.

Suspiró en silencio. ¿Habría algún tema del que sí se pudiera hablar sin problemas?

—¡Vamos a posarnos dentro de un instante! —exclamó el Obermun.

—¿Cómo, ya hemos llegado a Klive?

—Oh, lady Marjorie, jamás podría llegar a Klive en este vehículo. Es demasiado ruidoso… Pondría nerviosos a los sabuesos. No, a partir de aquí seguiremos en globo. Los globos casi no hacen ruido. Y son bastante más lentos, lo que les permitirá verlo todo mucho mejor.

Y entraron en la lujosa cabina de un globo impulsado por hélices: la barquilla del globo tenía ventanas a los lados y en la parte inferior, y estaba tan cubierta de adornos que daba la impresión de no haber sido concebida para cumplir ninguna función como medio de transporte. El globo les llevó silenciosamente por los aires y acabó depositándoles en una pradera de Klive, donde fueron recibidos por Stavenger, el Obermun bon Damfels, y por Rowena, la Obermum bon Damfels: los dos iban vestidos de negro, se cubrían la cara con velos y llevaban unas capitas púrpuras. Obviamente, estaban de luto.

Les ofrecieron vino. Rowena apenas si tomó un sorbo. Stavenger no bebió ni una gota. Los Yrarier dijeron que hacía un tiempo soberbio. Marjorie murmuró unas cuantas palabras de simpatía, lamentando la pérdida que habían sufrido. Stavenger no pareció oír ni una sola sílaba de cuanto había dicho. Rowena, con los ojos rodeados por bolsas violáceas, parecía estar muy lejos de allí, perdida en un dolor íntimo que era demasiado profundo y distante para permitirle ningún tipo de comunicación con el mundo exterior, o quizá fuera que no estaban acostumbrados a las condolencias verbales. Marjorie observó la conducta de quienes la rodeaban y acabó llegando a la conclusión de que esta última interpretación era la más correcta. Aunque los bon Damfels iban de luto, nadie parecía darse cuenta de ello.

Los Yrarier fueron presentados a otros miembros de la familia: dos hijas y dos hijos, cuyos nombres fueron murmurados en un tono de voz tan bajo que Marjorie no estuvo muy segura de haberlos comprendido. Uno de los hijos la miró fijamente, como si estuviera tomándole las medidas para hacerle un traje…, o un sudario, pensó Marjorie con un estremecimiento. Tenía el rostro muy pálido, y el ir vestido de negro le prestaba una apariencia fría y distante, pero aun así resultaba muy atractivo. Los bon Damfels eran muy apuestos. Los otros jóvenes parecían estar algo aturdidos, y sólo hablaban cuando alguien les hacía una pregunta directa, y a veces ni tan siquiera en ese caso.

Stella empezó a coquetear con ellos usando una mezcla de alegría y humildad que siempre le había servido para hacer amistades y que jamás le había fallado…, hasta ahora. Sólo uno de los jóvenes bon Damfels respondió a sus maniobras con unas cuantas palabras y una débil sonrisa. Los demás parecían estar medio paralizados. Stella, confusa, se fue quedando callada y acabó sumiéndose en un silencio algo irritado.

Sonó el tintineo metálico de una campana: todos los bon Damfels pidieron disculpas y se marcharon, salvo Rowena. Estaban allí y, un segundo después, ya habían desaparecido.

—Han ido a vestirse para la Cacería. Si tienen la bondad de seguirme… —les invitó la mujer en lo que casi era un susurro—. Iremos al balcón y les veremos marchar.

Tony y Marjorie fueron con ella, lanzándose miradas interrogativas. Aquí no parecía haber nada predecible o familiar. Los gestos y palabras de sus anfitriones no transmitían ninguna emoción con la que pudieran sentirse identificados. Rigo y Stella les siguieron, devorando el paisaje con sus oscuras pupilas y volviendo a escupirlo en pedacitos cuidadosamente masticados. Aquí y allá… Bueno, qué más da. Tanto jardín, tanta hospitalidad, tanta pena, y esa cacería que no pensáis compartir con nosotros… Marjorie percibió la rabia que hervía en su interior y se le puso la piel de gallina. No estaban portándose de una forma muy diplomática. La hostilidad no iba a servirles de nada.

Pero Rigo y Stella siguieron con el ceño fruncido y se dejaron llevar al balcón, permitiendo que les ofrecieran refrescos y aperitivos. No había nada familiar, nada que recordara a lo que habría sido ese tipo de celebración social en su planeta. Se dedicaron a contemplar la primera superficie en silencio, bebiendo, mordisqueando los aperitivos, intentando disimular lo hambrientos que estaban y lanzándole miradas de soslayo a Rowena, que no parecía enterarse de nada.

Pasado un rato, la primera superficie se llenó de sirvientas con largas faldas blancas que llevaban bandejas con vasitos en los que había un líquido humeante. Los cazadores empezaron a aparecer. Su atuendo parecía el habitual del planeta pero, si se lo examinaba con más atención, el ojo iba percibiendo las hinchadas curvas esteatopígicas de aquellos pantalones acolchados que recordaban unos bombachos repletos de aire, algo que al principio parecía risible pero que dejaba de serlo en cuanto uno se fijaba en los rostros de quienes los llevaban. Cada cazador tomó uno de los vasos humeantes y bebió, pero sólo un vaso, apurándolo en un par de sorbos, no más. Casi nadie hablaba, y los pocos que lo hacían siempre eran jóvenes. Cuando oyó sonar el cuerno, y pese a lo suave de su llamada, Marjorie casi saltó de su asiento. Los cazadores se volvieron hacia la puerta del este, que se abrió lentamente. Los sabuesos salieron por ella, y Marjorie no pudo contener una exclamación ahogada. Se volvió hacia Rowena, y le sorprendió ver la expresión de odio y rabia contenidos que convulsionó su rostro. Marjorie se apresuró a mirar hacia otro lado. Estaba claro que su anfitriona no habría querido que nadie percibiera esa expresión.

—Dios mío —jadeó Rigo, impresionado, toda su animosidad olvidada en aquel instante de sorpresa.

Los sabuesos eran tan grandes como caballos terrestres y tan musculosos como leones: tenían una cabeza triangular, y sus labios se curvaban para mostrar unas placas melladas que podían ser hueso o dientes. Herbívoros, pensó Rigo al principio. Y, sin embargo, en la parte delantera de aquellas mandíbulas había colmillos… ¿Omnívoros? Tenían los flancos reticulados, con una telaraña de color más claro rodeando retazos de piel oscura. O no tenían vello o éste era muy corto. No hacían ningún ruido. Sus lenguas dejaban caer gotas de saliva sobre el sendero mientras iban de un lado para otro, en parejas, dividiéndose para pasar junto a los jinetes que esperaban y volviéndose a reunir luego en parejas: finalmente, los sabuesos fueron hacia una puerta situada en el lado oeste del patio.

—Vengan —dijo Rowena, con su voz átona de siempre—. Tenemos que bajar un poco más para ver partir la Cacería.

La siguieron sin decir palabra por un largo pasillo y llegaron a otra balconada que daba al jardín situado más allá de la pared…, donde les aguardaba una sorpresa tal que les dejó boquiabiertos y les hizo sentir un miedo que inflamó todo su ser igual que una llama surgida de la nada. Se quedaron muy quietos, agarrándose a la barandilla del balcón para no tambalearse, sin creer en lo que veían. Hippae, se dijo Marjorie en silencio, con un estremecimiento. ¿Por qué había imaginado que se parecerían a los caballos? ¡Qué ingenua había sido! Y qué estúpida había sido Santidad… ¿Es que nadie había hecho ni el más mínimo esfuerzo por…? No. Claro que no. Y, aunque lo hubieran intentado, no habían tenido el tiempo necesario. Sus pensamientos giraron en remolinos confusos y acabaron hundiéndose en abismos de terror que apenas si podía controlar.

Hippae, pensó Rigo, sudando, refugiándose en la ira. Otra estupidez que anotar en la cuenta de Sender O’Neil. Aquel maldito imbécil… Y el Jerarca. Pobre tío, pobre viejo agonizante que no tenía ni idea de cuál era la verdad. Rigo se agarró a la barandilla con las dos manos, haciendo un esfuerzo terrible para no perder la calma. Era consciente de la presencia de Stella a su lado: estaba inclinada hacia delante, respirando pesadamente, temblando. Por el rabillo del ojo vio cómo Marjorie agarraba la mano de Tony y se la apretaba suavemente.

Y los monstruos siguieron moviéndose silenciosamente bajo ellos: eran el doble de grandes que los sabuesos, y sus largos cuellos se arqueaban formando una curva bastante parecida a la de los caballos. Unos cuellos erizados de espinas óseas tan largas como un brazo humano, cimitarras afiladas como cuchillos… Las más largas estaban en la cabeza y hacia la mitad del cuello, e iban haciéndose más cortas en los hombros y la parte inferior del cuello. Los ojos de las monturas eran orbes de llamas rojizas. Sus lomos estaban protegidos por una armadura de callosidades relucientes.

Stavenger bon Damfels se preparó para montar, y Marjorie tuvo que esforzarse para contener una exclamación ahogada. La montura se agazapó, extendiendo la pata delantera izquierda. Stavenger puso el pie izquierdo sobre la pata y, al mismo tiempo, alzó su brazo izquierdo para hacer pasar un anillo alrededor de la más baja de las espinas. Usó su mano izquierda para izarse y saltar al mismo tiempo, subiendo la pierna derecha para acomodarse sobre aquel inmenso lomo. Acabó instalándose justo detrás de los monstruosos hombros de la montura, y separó las manos para revelar unas delgadas tiras de cuero que, una vez tensadas, hicieron que el anillo quedara firmemente sujeto en la base de aquel cuchillo óseo. Stavenger movió las manos, enrollando las tiras en sus dedos, agarrándolas con toda su fuerza. Riendas, pensó Marjorie por un instante; y luego pensó que no eran riendas, pues estaba claro que aquellas tiras no eran más que algo a lo que sujetarse, un sitio donde poner las manos. No podían utilizarse para dirigir la enorme montura, y ni tan siquiera servirían para hacerle algún tipo de señales. El jinete que intentara poner su mano sobre la espina, afilada como una navaja, no conseguiría más que rebanarse los dedos, e inclinarse hacia delante significaría acabar empalado. Había que echar el cuerpo hacia atrás, tensando la espalda, arqueándose en una postura que forzaba la columna vertebral de una forma que debía de resultar dolorosísima incluso después de unos pocos segundos. De lo contrario…, de lo contrario el jinete acabaría ensartado en aquellas espinas.

A lo largo de las grandes costillas del animal había una serie de hendiduras, y Stavenger introdujo el extremo de sus puntiagudas botas en ellas, afirmándose en la grupa para escapar al peligro que tenía delante. Su vientre quedaba a unos pocos centímetros de aquellas navajas. Colgando del hombro llevaba un estuche que parecía un alargado carcaj. La montura se dio la vuelta, irguiéndose, y los ojos de Stavenger se encontraron con los de Marjorie y se deslizaron sobre su rostro con una helada impersonalidad. Su rostro era algo más que inexpresivo: daba la impresión de haber perdido toda su humanidad. Se había convertido en un cascarón vacío. No intentó hablar con la montura o guiarla de alguna forma. La montura iría adonde hubiese decidido ir, llevándole consigo. Otro hippae se aproximó a un jinete y fue montado.

Marjorie seguía manteniendo agarrada la mano de Tony. Le hizo dar la vuelta, obligándole a situarse de cara a ella, y le lanzó una mirada de advertencia. Tony estaba tan blanco como la leche. Stella sudaba, y en sus ojos había una excitación febril. Marjorie tenía la impresión de haberse convertido en un bloque de hielo. Trató de controlarse e hizo un esfuerzo por hablar. No pensaba dejarse reducir al silencio por aquellos… lo que fueran.

—Disculpe —dijo, y habló lo bastante alto como para abrirse paso a través del silencio que les dominaba y conseguir que Rowena saliera de su absorta fascinación—, pero esas monturas suyas…, ¿tienen cascos? Desde aquí no puedo verlo.

—Tres —murmuró Rowena, en un tono de voz tan bajo que apenas pudieron oírla. Y luego, alzando la voz, dijo—: Sí. Tres. Tres pezuñas muy afiladas en cada pata. Aunque en realidad quizá resulte más adecuado decir que tienen tres dedos, con una pezuña triangular en cada uno. Y dos pulgares rudimentarios en la pata, algo más arriba.

—¿Y los sabuesos?

—Ellos también tienen pezuñas, pero no son tan duras. Son una especie de almohadillas, y les permiten moverse con mucha seguridad.

Casi todos los cazadores habían montado.

—Vengan —volvió a decir Rowena, con esa misma voz carente de emoción que había usado durante todo el rato—. El transporte estará esperándoles. —Les precedió dando la impresión de moverse sobre ruedas, con su holgada falda flotando sobre las brillantes superficies del suelo igual que si fuera un globo inconsolable, hinchado de pena y a punto de reventar. No les miró, y no pronunció sus nombres ni una sola vez. Era como si en realidad no les hubiera visto y como si tampoco ahora pudiese verles. Sus ojos estaban clavados en alguna visión interior de un horror tan íntimo y tan vívidamente imaginado que Marjorie casi podía verlo en sus ojos. Cuando llegaron al vehículo, Rowena giró sobre sí misma y se alejó flotando por donde habían venido.

Eric bon Haunser estaba esperándoles junto al vehículo.

—Mi hermano se ha unido a la Cacería —les explicó—. Como yo ya no monto, me he ofrecido para acompañarles. Quizá tengan preguntas a las que pueda responder. —Sus piernas artificiales hacían que se moviera con cierta torpeza. Fue hacia la puerta del coche globo y se detuvo ante ella, haciéndole una seña con la cabeza a Marjorie para que entrase la primera.

Despegaron sin hacer ningún ruido y avanzaron hasta quedar flotando silenciosamente sobre la Cacería, impulsados por las hélices y viendo cómo los kilómetros fluían bajo los cascos de las monturas, kilómetros que iban haciéndose cada vez más largos y tortuosos bajo las patas de los sabuesos, capaces de moverse con una agilidad superior. Desde el aire los animales no eran más que manchones superpuestos a la textura de la hierba, manchones que palpitaban haciéndose más largos y más cortos cuando las patas se extendían o se contraían para dar el próximo salto, y la única forma de distinguir las monturas de los sabuesos era la presencia de los jinetes, que habían quedado reducidos a meras excrecencias, verrugas colocadas sobre el latir de las filas. Los cazadores entraron en un bosquecillo y dejaron de ser visibles desde el aire. Salieron de él pasado un rato y se metieron en otro bosquecillo. A esas alturas los Yrarier ya habían olvidado qué estaban observando: era como si contemplasen hormigas, o peces en un arroyo, o el fluir del agua y el agitarse del viento. El movimiento de las bestias no tenía nada de individual. Sólo los puntitos rojos indicaban que había seres humanos participando en todo aquello. Si no fuera por esos puntos rojos, podría creerse que los animales estaban solos. De vez en cuando la hierba se agitaba por delante de las monturas, pero los observadores no podían ver cuál era la presa que estaba siendo perseguida por la Cacería.

Marjorie intentó calcular la velocidad a la que corrían los animales. Le pareció que un caballo cubriría esa misma distancia más deprisa, aunque los caballos quizá no hubieran podido abrirse paso por entre tallos de hierba tan gruesos y altos como aquellos por entre los que avanzaban los animales de abajo. Pasó unos cuantos minutos discutiendo consigo misma sobre si los caballos podrían dejar atrás a los hippae, y acabó llegando a la conclusión de que podrían conseguirlo en terreno llano, pero no cuesta arriba…, y un instante después se preguntó por qué estaba pensando en los caballos.

Acabaron llegando a otro bosquecillo y quedaron suspendidos sobre él. Las ramas temblaban. El zorro reptó por el techo de hojas del bosquecillo hasta llegar a una plataforma de ramas, gritándole su desafío al cielo. Pudieron oírlo claramente por encima del suave zumbido de las hélices. Lo único que vieron fue un estallido de lo que podían ser escamas, vello o colmillos, garras, un loco debatir entre las hojas, algo que producía una impresión de ferocidad y de hallarse ante un ser inmenso que jamás dejaría de luchar.

—Un zorro —murmuró Anthony, con la voz a punto de quebrarse—. Un zorro… Esa cosa es tan grande como media docena de tigres. —La mano de su madre le hizo callar, aunque su mente siguió dándole vueltas a lo que había visto. Es todo huesos, y donde no hay huesos hay dientes. Dios mío. Un zorro. Padre misericordioso, ¿esperan que persiga a esa cosa? No lo haré. ¡No me importa lo que esperen de mí, no pienso hacerlo!

Cabalgar, pensaba Stella. Podría hacerlo. Como ellos. Un caballo no es nada comparado con eso. Nada… Me pregunto si me dejarían…

Cabalgar, pensaba Marjorie, dominada por la repugnancia. Eso no es montar. ¿Qué están haciendo? Una parte de su ser se agitó presa del horror y del asco; no sabía qué estaban haciendo, pero eso no era cabalgar, no era nada relacionado con la equitación. ¿Y si quieren que participemos en su Cacería? Al menos uno de nosotros… Supongo que habrá profesores. ¿Tendremos que hacer todo eso para conseguir que nos respeten?

Cabalgar, pensaba Rigo. ¡Montar una criatura semejante! Si no lo hago creerán que no soy lo bastante hombre, y su egoísmo tribal intentará mantenerme a distancia. ¿Cómo? Estamos siendo tratados igual que si fuéramos turistas, no residentes en el planeta. ¡No pienso consentirlo! Maldita seas, Santidad. Maldito seas, tío Carlos. Maldito seas, Sender O’Neil. Maldito seas, maldito seas…

—Toda Hierba está loca por los caballos —le había dicho Sender O’Neil—. Están locos por los caballos, y preservan celosamente las diferencias de clase. El Jerarca, su tío, fue quien sugirió el nombre de usted para la misión. Usted y su familia son los mejores candidatos de que disponemos.

—¿Los mejores candidatos de que disponen para qué? —preguntó Rigo—. ¿Y por qué diablos debería importarnos? —Que O’Neil invocara el nombre del viejo tío Carlos no estaba consiguiendo que se mostrara más cortés, aunque sí le había hecho sentir una cierta curiosidad.

—Es el candidato que tiene más posibilidades de ser aceptado por los aristócratas de Hierba. En cuanto al porqué… —Volvió a humedecerse los labios, esta vez con cierto nerviosismo. Había estado a punto de pronunciar unas palabras que jamás se decían en voz alta, al menos no por nadie que viviera en Santidad. En lo que a Santidad se refería, esas palabras no podían ser pronunciadas—. La plaga… —murmuró.

Roderigo guardó silencio. Bueno, por lo menos el acólito ya le había preparado para aquello… Estaba irritado, pero no sorprendido.

Sender había agitado la cabeza y extendido las manos con las palmas vueltas hacia él, como si intentara contener la oleada de ira que sentía brotar del cuerpo de Rigo.

—De acuerdo. Santidad no admite que la plaga exista, pero tenemos razones para guardar silencio. Hasta su tío el Jerarca estuvo de acuerdo en ello. En cuanto admitamos su existencia y empecemos a hablar de ella, todas las sociedades construidas por la humanidad se harán pedazos.

—¡No pueden estar seguros de eso!

—Es lo que dicen las máquinas. Todas las simulaciones de ordenador que hemos llevado a cabo lo afirman, porque no hay esperanza. No hay ninguna cura, ni ninguna posibilidad de encontrarla. No podemos evitar el contagio. Tenemos el virus, sí, pero no hemos logrado hacer que nuestros sistemas inmunológicos fabriquen anticuerpos contra él. Ni tan siquiera sabemos de dónde ha salido. No tenemos ni un solo dato sobre él. Las máquinas nos han advertido que si hablamos…, bueno, sería el fin de todo.

—¿El fin de Santidad? ¿Y por qué iba a importarme eso?

—¡No estoy hablando de Santidad! Hablo del fin de la civilización, el fin de la humanidad… ¡El índice de mortalidad es del cien por cien! Su familia morirá. Y la mía. Todos moriremos. No es sólo Santidad. Es el fin de la raza humana. ¡Es algo que le concierne tanto como a mí!

—¿Y qué le hace pensar que la respuesta está en Hierba? —preguntó Rigo, sorprendido por la repentina vehemencia de su interlocutor.

—Algo que… Puede que sólo sean rumores, cuentos de hadas. Quizá nos estemos engañando a nosotros mismos, no lo sé. Quizá sea algo parecido a las ciudades de oro de las fábulas, el unicornio o la piedra filosofal…

—Pero quizá…

—Quizá sea algo real. Según nuestro templo de Semling, Hierba no ha tenido ni un solo caso de plaga.

—¡Y la Tierra tampoco!

—¡Oh, Dios, si eso fuera cierto…! No permitimos que nadie les vea. Pero yo sí les he visto. —Volvió a pasarse la mano por la cara, sus ojos se llenaron de lágrimas, y apretó la mandíbula como si tratara de contener un torrente de bilis que amenazaba con inundar su garganta—. Les he visto. Hombres, animales… Está por todas partes. Se los enseñaré, si quiere.

Roderigo ya había visto víctimas de la plaga. No sabía que hubiera llegado a la Tierra o que también afectara a los animales, pero ya había visto casos de la enfermedad. Rechazó la oferta con un gesto de la mano, pensando en lo que el otro le había dicho.

—Pero en Hierba no hay ningún caso, ¿eh? Quizá se limiten a esconderlos, igual que hacen aquí.

—Nuestra gente no cree que puedan estar ocultándolos. Los habitantes de Hierba no parecen tener ningún tipo de estructura capaz de conseguirlo. Es un planeta muy extraño… Pero, si allí no hay casos de la plaga…

—Está diciéndome que Hierba es el único sitio donde no ha habido casos de plaga… ¿Y dice que la enfermedad se ha extendido por todos los demás planetas?

Sender, pálido y sudoroso, asintió.

—Tenemos por lo menos un templo en casi todos los mundos habitados —murmuró—. En los pocos sitios donde no hay templo hay una misión. Hemos asumido la responsabilidad de ocultar lo que ocurre, sí, y por eso sabemos hasta dónde ha llegado la plaga. Está por todas partes.

Rigo sintió una oleada de furia que encendió su rostro.

—Bueno, entonces, ¿cómo es que no han mandado científicos e investigadores a Hierba, en nombre del cielo? ¿Por qué acudir a mí?

—Los aristócratas que gobiernan Hierba se niegan a dar el permiso necesario para que los científicos y los investigadores visiten el planeta. Oh, sí, podríamos enviar gente al puerto y a la ciudad que lo rodea. La llaman Ciudad Común y está abierta a los visitantes. Pero la inmigración no existe. Conseguirían un permiso de visita válido hasta la llegada de la próxima nave que fuera en la dirección adecuada. Ya lo hemos hecho unas cuantas veces. Nuestra gente no ha logrado averiguar nada. Al menos, no en el puerto… ¿Y cree que pueden visitar algún otro punto de Hierba? No, nada de eso. Santidad carece de poder en Hierba.

Rigo le miró fijamente, sin tomarse la molestia de disimular su incredulidad.

—¿Está diciéndome que no tienen ninguna misión en Hierba?

—El único contacto que Santidad tiene con Hierba se realiza a través del campamento de penitentes que hace excavaciones en las ruinas de los arbai. Algunos de nuestros acólitos se resisten, y mandarles de vuelta a casa para que hablen con otros chicos y les enseñen cómo escapar al servicio sería muy peligroso, por lo que les enviamos a Hierba. Cuando los colonos llegaron al planeta, nuestro campamento ya estaba allí. Los Hermanos Verdes…, les llaman así por el color de las túnicas que visten. Debe de haber casi un millar de ellos, pero apenas si tienen ningún contacto con los aristócratas. Hace cien años, el Jerarca les ordenó que buscaran alguna manera de establecer contacto con los nativos de Hierba, algún interés común…, pero no han logrado encontrar ninguno.

—Así que utilizan a sus penitentes como si fueran unos malditos misioneros —gruñó Rigo, irritado.

O’Neil se secó la frente.

—Oh, no voy a negarle que eso es lo que pretende el encargado de la Doctrina Aceptable. Le encantaría… Se llama Jhamlees Zoe, y el que no intentemos convertir al planeta, aunque sea usando la fuerza, hace que se ponga tan furioso como un toro al que le enseñan un trapo rojo. El Jerarca se pasa la vida diciéndole que se tranquilice o que se vuelva a su casa, y sólo consigue que se enfurezca todavía más. —O’Neil volvió a pasarse la mano por la frente, limpiándose las gotitas de sudor que la hacían relucir.

—Me ha dicho que intentaron establecer lazos con los aristócratas. ¿Qué hicieron?

—Dedicarse a la jardinería. —O’Neil dejó escapar una seca carcajada—. ¡La jardinería! Se han convertido en unos auténticos especialistas. Oh, sí, han acabado haciéndose famosos. Son tan conocidos que ni tan siquiera Jhamlees se ha atrevido a ponerle fin a esa actividad. Pero siguen sin tener un contacto cotidiano con el resto del planeta, y no han logrado averiguar nada. ¡Y los malditos aristócratas nos niegan el permiso para entrar en Hierba!

—¿Y no les han dicho que…?

—Hierba no ha sido afectada por la plaga. Hemos intentado describirles lo que está pasando, pero parece que no les importa. Los primeros colonos eran un grupo de separatistas, y lo único que les preocupaba era conservar los privilegios de su rango. Nobles de segunda categoría… O quizá fueran meros aspirantes a la nobleza. Casi todos eran europeos y estaban ridículamente orgullosos de su linaje. Unos tipos llenos de pretensiones… Ésa es la razón de que siempre nos hayan negado el permiso para establecer un templo o una misión. Diez generaciones de vivir en Hierba han hecho que se volvieran aún más aislacionistas, más… extraños. ¡Es como si tuvieran muros de hierro dentro de la cabeza! Se niegan a ser estudiados. Se niegan a permitir toda clase de predicación. ¡Se niegan a ser visitados! Salvo, quizá, por alguien como usted…

—Santidad tiene una flota. —Rigo habló con el tono de quien enuncia una verdad evidente. No lo aprobaba, pero era cierto. Los gobiernos planetarios vivían en un aislamiento provinciano, y no les importaba. En cuanto la primera explosión colonizadora fue debilitándose, Santidad hizo cuanto pudo para ponerle punto final a la exploración del espacio. La fe no quería que los hombres se dispersaran hasta un punto tal que impidiera la evangelización y el que se les controlara. Los descubrimientos desaparecieron, junto con el arte, la ciencia y los inventos. Aunque su tecnología militar tenía siglos de antigüedad, Santidad poseía la única fuerza interestelar existente.

Sender O’Neil dejó escapar un profundo suspiro.

—Sí, ya hemos pensado en ello. Si desembarcáramos tropas, no podríamos mantener el asunto en secreto mucho tiempo. Sería terrible… Y, además, ni tan siquiera podemos pensar en esa posibilidad hasta no estar seguros de que hay algo que la justifique, ¿no? Por favor… ¡Piense lo que quiera de nosotros, pero no nos considere tan estúpidos! Hemos estudiado todos los factores mediante simulaciones por ordenador. Nuestros mejores técnicos han estudiado la situación una y otra vez. ¡Revelar la existencia de la plaga y el uso de la fuerza serían igualmente desastrosos! ¿Ha oído hablar de los Mohosos?

—Son una especie de secta que predica el fin del mundo, ¿no?

—Más bien el fin del universo… Pero sí, desean fervientemente ver llegar el fin del mundo, el fin del mundo humano. Se hacen llamar los Mártires de los Últimos Días. Creen que ha llegado el momento de ponerle fin a toda la existencia humana. Creen en otra vida que sólo empezará cuando ésta haya terminado…, para todos. Hace poco descubrimos que los Mohosos están «ayudando» a la plaga.

—¡Dios mío!

—Sí. ¡Tanto da cuál sea su Dios!

—¿Cómo?

—Llevan objetos infectados de un sitio a otro. Son como los antiguos anarquistas: lo destruyen todo para permitir el advenimiento de algo mejor.

—¿Y qué tiene que ver eso con…?

—Santidad está muy ocupada intentando detectar a los Mohosos y acabar con ellos. Parecen estar por todas partes, salen de la nada… Si supieran que…, si supieran que hay una posibilidad de que Hierba…

—¿Irían allí?

—Destrozarían nuestra última esperanza de encontrar una cura, por pequeña que ésta sea. No, hagamos lo que hagamos, debemos obrar con discreción, disimuladamente, sin que nadie lo sepa. Según los ordenadores, tenemos de cinco a siete años para actuar. Cuando termine el plazo, la plaga se habrá extendido de tal forma que… Bueno. Los aristócratas han dicho que aceptarán a un embajador.

—Comprendo. —Y lo comprendía. Los nativos de Hierba querían ganar tiempo, el tiempo suficiente para que Santidad abandonara la idea de usar la fuerza, pero no querían que eso pudiera hacer que acabaran metiéndose en líos—. Ha dicho que montan a caballo, ¿no? —le preguntó a O’Neil, intentando olvidar las imágenes de muerte y desolación que se habían ido infiltrando en su mente—. Así que montan… ¿Se llevaron consigo caballos, sabuesos y zorros cuando partieron hacia Hierba?

—No. Encontraron unas cuantas variaciones indígenas del tema. —O’Neil se humedeció una vez más los labios. La frase le gustaba tanto que la repitió—. Unas cuantas variaciones indígenas…

Variaciones indígenas, pensó Rigo, sentado en el coche globo suspendido sobre un bosquecillo de los inmensos árboles de Hierba, viendo aparecer a esa criatura a la que llamaban zorro. No había forma de verla claramente. Siguió inmóvil, sin volverse hacia su familia, aunque percibía la tensión de su silencio. Miró hacia abajo: había dejado de ser consciente de que necesitaba ocultar sus emociones, y repitió la frase de O’Neil. «Variaciones indígenas…». Habló en voz alta, sin darse cuenta de que lo hacía, y cuando Eric bon Haunser le lanzó una mirada interrogativa no pudo contenerse.

—Me temo que no se parece en nada a nuestros zorros —balbuceó, casi involuntariamente.

La inmensa criatura amorfa fue arrancada de la copa del árbol, y bon Haunser les describió lo que debía estar ocurriendo bajo el follaje. Les habló de una forma abierta y jovial, como si nada de cuanto estaban viendo tuviera importancia, ignorando cuidadosamente la reacción provocada por aquella cosa.

Rigo no recuperó el control de sí mismo hasta que ya les faltaba poco para llegar a Klive.

—Usted parece tomarse todo esto de una forma muy objetiva —dijo, escogiendo cuidadosamente sus palabras—. En cambio, su hermano parecía…, no sé cómo decirlo. ¿Incómodo? ¿A la defensiva?

—Yo ya no monto —dijo Eric, ruborizándose—. Mis piernas… Un accidente de caza. Los que no montamos, algunos de nosotros al menos, no sentimos tanto entusiasmo por la Cacería. —Lo dijo con una cierta vacilación, como si no estuviera totalmente seguro de que fuese cierto, y no se ofreció a explicarles cuál era la razón de que los jinetes que participaban en la Cacería se mostraran tan poco dispuestos a hablar de ella. Cada Yrarier tenía su propia idea al respecto, ideas que fueron incubando mientras navegaban silenciosamente sobre las praderas, y con el paso del tiempo cada uno de ellos acabó consiguiendo una precaria calma interior.

Llegaron a Klive antes que los jinetes y fueron recibidos por Rowena, aunque su fría acogida no podía considerarse realmente como una bienvenida. Les llevó hasta una gran sala de recepciones que dominaba la primera superficie, y les presentó al grupo de mujeres embarazadas, niños y ancianos que estaban comiendo, bebiendo y jugando en las mesas esparcidas por la habitación. Animó a los Yrarier a que se dirigieran a los criados para pedirles lo que deseaban beber, y les dijo que podían servirse del buffet: después se marchó. Eric bon Haunser se reunió con ellos. Pasados unos minutos oyeron sonar un cuerno junto a la puerta oeste, y los jinetes empezaron a entrar en la hacienda. La mayor parte fueron a bañarse y cambiarse de ropa, pero unos cuantos fueron directamente a la sala, demostrando tener mucha hambre.

—Han pasado las doce horas anteriores a la Cacería sin beber nada salvo el paliativo ofrecido antes de que entraran los Sabuesos —murmuró Eric—. Y en cuanto la Cacería ha empezado, no hay posibilidad de interrumpirla para evacuar.

—Qué incómodo —dijo Marjorie con voz pensativa, recordando aquellas agudas e implacables espinas que brotaban del cuello de las monturas—. ¿Realmente vale la pena?

Eric agitó la cabeza.

—No soy ningún filósofo, lady Westriding. Si se lo preguntara a mi hermano, le diría que sí. Si me lo pregunta a mí, puede que le responda con un sí o puede que con un no. Pero, naturalmente, él monta y yo no.

—Yo sí monto —dijo una voz a su espalda—. Pero digo que no.

Marjorie se dio la vuelta para ver al propietario de aquella voz: era alto, de hombros anchos y más o menos de su misma edad. Aún llevaba la chaqueta roja y los pantalones manchados de la Cacería, con la gorra debajo del brazo. Se llevó un vaso a los labios y Marjorie vio que le temblaban, aunque de una forma tan ligera que nadie salvo ella misma debía haberlo percibido.

—Discúlpeme —le dijo—, tengo muchísima sed. —Sus labios se cenaron sobre el borde del vaso, haciéndolo vibrar. Parecía estar dominado por alguna fuerte emoción que le hacía hablar con voz pastosa.

—No me extraña que tenga sed —dijo ella—. Nos conocimos esta mañana, ¿verdad? Verle vestido así con su…, su atuendo de caza, hace que parezca muy distinto.

—Soy Sylvan bon Damfels —dijo él, con una ligera reverencia—. Sí, nos conocimos esta mañana. Soy el hijo menor de Stavenger y Rowena bon Damfels.

Stella y Rigo estaban en el otro extremo de la sala. Stella vio que Sylvan hablaba con su madre; su expresión se alteró bruscamente y fue hacia ellos, con los ojos clavados en Sylvan. Más reverencias, nuevas presentaciones hechas en voz baja. Eric bon Haunser se alejó, dejando a Marjorie y los chicos en compañía de Sylvan.

—Ha dicho que no —le recordó Marjorie—. Entonces, ¿cree que no vale la pena, aunque monte?

—Eso creo —dijo él, y el rubor se extendió por sus pómulos. Sus ojos recorrieron la sala para ver quién podía escucharles, y los tendones de su cuello se hincharon, como si estuviera luchando por hablar—. Y así se lo digo, señora, y a ustedes también, señorita, señor… Naturalmente, espero que no le repetirán mis palabras a ningún miembro de mi familia, ni a ninguno de los bons. —Estaba jadeando.

—Desde luego. —Anthony seguía muy pálido, como lo había estado desde que viera al zorro…, o al zorren, como le llamaban la mayor parte de los nativos de Hierba, refiriéndose a uno o una docena, pero ya había recobrado la compostura—. Si es su deseo…, puede contar con nuestra promesa.

—Se lo digo porque puede que les pregunten si desean montar. Sí, puede que les inviten… Pensé que era imposible hasta que vi a su esposo. Ahora sigo creyendo que es improbable, pero quizás acaben invitándoles. En tal caso, les aconsejo que no acepten la invitación. —Les miró fijamente, uno por uno, como intentando ver en lo más hondo de sus mentes. Hizo una nueva reverencia y se marchó, frotándose la garganta como si le doliera.

—¡Vaya! —dijo Stella, irritada, agitando la cabeza.

—Sí, vaya —dijo Marjorie—. Creo que haríamos bien no repitiendo lo que nos ha dicho, Stel.

—¡De todos los tipos presumidos que…!

—No creo que fuera ésa su intención.

—Puede que esas monturas suyas te asusten y puede que él les tenga miedo, ¡pero a mí no me asustan! Podría montar en esas criaturas. Estoy segura de que podría.

Marjorie sintió un escalofrío de temor y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma.

—Ya sé que podrías, Stella. Yo también podría. Si practicáramos lo suficiente, supongo que todos podríamos hacerlo. El problema es…, ¿deberíamos hacerlo? Cualquiera de nosotros… ¿Crees que deberíamos intentarlo? Me parece que tenemos un amigo en la sala, y ese amigo acaba de responder a esa pregunta con un no.