—Parece como si siempre fuera invierno —observó Marjorie Westriding Yrarier, intentando no dar la impresión de que estaba quejándose. Quejarse no habría sido diplomático, pero su anfitrión y escolta, el Obermun Jerril bon Haunser, jamás se permitiría dejarse ofender por una mera opinión personal. Ofenderse habría sido todavía menos diplomático que tratar de ofender…, al menos en el caso de alguien que no la conocía pero cuyo trabajo consistía en llegar a conocerla lo más rápidamente posible. Marjorie contempló los planos angulosos y enérgicos de su rostro y se preguntó si alguna vez llegaría a conseguirlo. No tenía el aspecto de ser un hombre al que le importara mucho qué pensaban los demás o quiénes eran.
Aun así, bon Haunser la obsequió con una de sus raras sonrisas, como si estuviera intentando ganarse su aprecio.
—Cuando llegue el verano, también le parecerá eterno —dijo, hablando el terrestre fuertemente acentuado que usaba como lengua diplomática—. En Hierba, todas las estaciones son eternas. El verano y el otoño nunca se acaban. Y, aunque ahora no se dé cuenta de ello, la primavera está a punto de llegar.
—¿Y en qué se nota eso? —le preguntó ella, sintiendo una auténtica curiosidad. Desde la ventana de la casa, construida sobre una pequeña elevación del terreno, el paisaje parecía un interminable océano de tonos grises y oro, una extensión de hierba seca que se movía como el oleaje de un mar carente de orillas, una superficie que sólo interrumpía alguna que otra isla cubierta de grandes árboles retorcidos, con las copas tan repletas de follaje y ramas que hacían pensar en masas sólidas entintadas de negro recortándose contra el cielo turbulento. Aquello no se parecía en nada a la primavera de su hogar. De hecho, no se parecía a ninguna de las estaciones de allí, el sitio donde ahora anhelaba estar, pese al entusiasmo que al principio le había inspirado esta misión—. ¿Cómo sabe que la primavera está cerca? —preguntó, apartándose de la ventana y volviéndose hacia él.
Se hallaban en una gran habitación vacía del edificio que iba a ser la embajada, rodeados por inmensas paredes desnudas que creaban ecos. Hacía un frío glacial. El techo se curvaba en tracerías marfileñas y recodos de escayola; grandes puertas de cristal se abrían por entre las arcadas, dando acceso a una terraza; los relucientes suelos reflejaban sus movimientos como si estuvieran hechos de hielo cubierto por una delgada película polvorienta. Aunque se trataba de una de las salas de recepción de la hacienda, no parecía necesitar muebles ni cortinas que ocultaran los gélidos paneles de cristal: parecía satisfecha con su vacío, igual que la docena de salas que habían visitado, cada una tan inmensa, fría e imponente como ésta.
La hacienda, aunque bien cuidada, llevaba cierto tiempo vacía y Marjorie, lady Westriding, tenía la sensación de que la casa prefería seguir vacía. Meter muebles en aquellas habitaciones sería un acto de intrusión. El lugar ya se había acostumbrado a existir sin ellos. Había rechazado las alfombras y los cortinajes en favor de esta fría sencillez, y era feliz.
—Fíjese en la hierba que crece junto a los peldaños de la terraza —dijo el Obermun, que no se había dado cuenta de esa breve fantasía suya—. ¿Qué ve?
Marjorie miró hacia donde le indicaba y, por fin, se convenció de que las sombras amatista que veía allí no eran un mero efecto de la luz, que solía ser muy engañosa.
—¿Algo púrpura? —preguntó—. ¿Hierba púrpura?
—Esa variedad particular es la que llamamos Capa de los Reyes —dijo él—. En este mundo hay centenares de hierbas distintas, de muchas formas y tamaños y con una gama de colores increíblemente amplia. No tenemos flores tal y como las conocen los nativos de Santidad, pero el color y la variedad no nos son desconocidos. —Usaba la palabra «Santidad» igual que si fuera un sinónimo de la Tierra, como la mayor parte de la gente de Hierba que había conocido. Marjorie sintió deseos de corregirle, como siempre, pero no lo hizo. La época en que Santidad estaba limitada a la Tierra databa de muchas generaciones atrás, pero nadie podía negar su ubicuidad y casi omnipotencia en la cuna del hombre.
—He leído la descripción de los Jardines de Hierba de Klive hecha por Snipopean —murmuró Marjorie, sin añadir que era casi lo único que había podido leer sobre Hierba. Santidad no sabía nada. La Tierra no sabía nada. No había ningún contacto diplomático, y cualquier intercambio de información habría requerido más o menos el mismo tiempo que necesitaron los Yrarier para llegar hasta allí: los largos meses durante los que Santidad había suplicado el permiso, los meses que transcurrieron desde que se concedió el permiso para mandar un embajador, los meses que siguieron al momento en que el viejo tío de Roderigo, que ya llevaba mucho tiempo muerto, les rogó que vinieran… Todo ocurrió a la máxima velocidad posible y, aun así, pasaron casi dos años terrestres desde que los aristócratas dijeron que estaban dispuestos a admitir la presencia de una embajada. Ahora los Yrarier debían recuperar el tiempo perdido—. Tengo entendido que los Jardines de Hierba de Klive se encuentran en la hacienda de los Damfels —siguió diciendo Marjorie con voz tranquila.
Su interlocutor percibió el leve tono interrogativo de su voz y asintió con la cabeza.
—Bon Damfels —dijo, enfatizando el tratamiento honorífico—. Stavenger y Rowena bon Damfels habrían querido darles la bienvenida personalmente, pero se encuentran de luto.
—¿Ah, sí? —preguntó ella.
—Perdieron una hija hace poco —dijo él, con una expresión de disgusto e incomodidad en el rostro—. En la primera Cacería de primavera. Un accidente…
—Mis condolencias. —Se quedó callada durante unos instantes, dejando que sus rasgos reflejaran la dosis de compasión adecuada. ¿Qué podía decir? ¿Debía expresar su simpatía y correr el riesgo de parecer demasiado efusiva? Y, si mostraba curiosidad, ¿le ofendería? ¿Un accidente de caza? La expresión de su rostro indicaba que sería preferible esperar a que le diera más información, y que pedirla directamente no sería bien acogido. Esperó el tiempo suficiente para que el Obermun siguiera hablando, y al ver que guardaba silencio decidió volver al tema anterior, que parecía menos espinoso—. Así que la Capa de Reyes empieza a ponerse púrpura por la parte inferior… ¿Qué quiere decir eso?
—Dentro de unos días, el color púrpura se habrá extendido hasta la mitad del tallo y empezará a ver todo el colorido de los jardines: rosa y ámbar, turquesa y esmeralda. Esta hacienda se llama Colina del Ópalo debido al efecto que produce el juego de colores primaveral. Los jardines son jóvenes, pero han sido muy bien diseñados. Esa explanada que hay al final de las escaleras es lo que llamamos una primera superficie. Todos los jardines de hierba tienen una explanada similar. Es el sitio donde empiezan todos los paseos y avenidas del jardín. Los senderos que se originan en él conducen a las distintas vistas y panoramas. Dentro de una semana los vientos se habrán calmado. Ya hemos entrado en la colecta de primavera. Al final del período…
—¿Y cuánto dura un período?
—Sesenta días: una elección arbitraria hecha por los primeros colonos. Cuando un año dura dos mil días, resulta bastante difícil conseguir que lapsos de tiempo más cortos parezcan tener alguna importancia. Un período son sesenta días, diez períodos forman una colecta, cuatro colectas, una para cada estación, forman un año. Reflejamos nuestra herencia terrestre dividiendo cada período en cuatro semanas de quince días, pero eso no tiene ningún significado religioso.
—El domingo no existe —se arriesgó a decir ella, agitando la cabeza para indicar que le comprendía.
—No tenemos fiestas religiosas planetarias de ninguna clase. Lo cual no quiere decir que la religión no exista: sencillamente, quiere decir que los asuntos referentes a la fe jamás podrán gozar de ningún apoyo o reconocimiento civil. Todos nuestros antepasados eran de sangre noble pero procedían de varias culturas distintas. Deseaban evitar conflictos en esa clase de temas.
—Tenemos muchas cosas que aprender —dijo ella, acariciando las fláccidas tapas de cuero del pequeño libro de los Testamentos que llevaba en el bolsillo. Antes de que abandonaran la Tierra, el padre Sandoval lo había mandado a la Iglesia en el Exilio para que fuera bendecido por el Papa. El padre Sandoval había afirmado saber lo que le convenía mucho mejor que ella misma, y dijo que la ayudaría a reconciliarse con su experiencia después de que el entusiasmo inicial se hubiera disipado. De momento, Marjorie no se notaba demasiado reconciliada—. Las autoridades de Santidad casi no nos dijeron nada sobre Hierba.
—Discúlpeme, pero los terrestres no saben casi nada sobre Hierba. En el pasado no se han mostrado particularmente interesados por nuestro mundo.
Otra vez esa confusión entre la Tierra, el planeta, y Santidad, el imperio religioso. Marjorie asintió, aceptando aquel reproche no exento de amabilidad. Sí, seguramente estaba en lo cierto. Los terrestres no sentían ningún interés por Hierba. Ni por Semling, ni por Puertas de Perla, ni por Shafne o Arrepentimiento, ni por ninguno de los cien planetas colonizados por los humanos que flotaban a la deriva en el mar del espacio. La sociedad humana de la Tierra había estado demasiado ocupada intentando disminuir su población y restaurando una ecología prácticamente destruida por las exigencias de una humanidad insaciable, y no tenía tiempo para pensar en los emigrantes que habían hecho posible su propia salvación. Santidad estaba sentada en el umbral del norte, regulando la conducta de sus fieles siempre que podía, mientras el resto de la población terrestre intentaba sobrevivir. Una vez cada año terrestre, Santidad celebraba una fiesta con banderas, discursos y visitantes de otros planetas. El resto del tiempo bien podría haber estado en otro sitio. Santidad no era la Tierra. La Tierra era el hogar, y esto no. Marjorie sintió deseos de proclamar todo aquello en voz alta y emocionada, pero se contuvo.
—¿Quiere mostrarme los establos? —preguntó—. Supongo que nuestros caballos ya han sido revividos y llevados allí.
Hasta ese momento no había visto nada que se aproximara a una auténtica incomodidad en el rostro del aristócrata. Les había dado la bienvenida en la zona de recepción del revivitorio del puerto, se había ocupado de su equipaje y les había proporcionado dos aerocoches que les llevaron a la hacienda donde vivirían…, aerocoches que serían suyos durante el resto de su «visita», según les había dicho. La había acompañado durante su recorrido de los aposentos del verano mientras su esposo, Roderigo Yrarier, visitaba los aposentos de invierno y la nueva embajada acompañado por Eric bon Haunser, un miembro de la aristocracia de Hierba más joven pero igual de educado y afable. Durante todo ese itinerario, bastante largo, el Obermun bon Haunser se había mostrado invariablemente correcto y servicial, pero su referencia a los caballos parecía hacerle sentir muy incómodo. No perdió la calma, pero un leve movimiento de las comisuras de sus labios expresó esa intranquilidad, aunque fuera de una forma sutil y muy fugaz.
Marjorie, que había ganado sus medallas de oro olímpicas en el salto de potencia, las pruebas de resistencia y el equilibrio, estaba acostumbrada a interpretar esa clase de pequeños gestos. Los caballos se comunicaban de esa forma.
—¿Ocurre algo? —preguntó suavemente, esforzándose por controlar el tono de su voz.
—No se nos… —Se calló, buscando una forma de expresarlo—. No se nos avisó de que traerían consigo esos animales.
¿Animales? ¿Desde cuándo los caballos eran «animales»?
—¿Y eso supone algún problema? Alguien de Semling nos dijo que la hacienda tenía establos.
—No son establos —dijo él—. Son unos cobertizos utilizados por los hippae. Antes de que se construyera este lugar, no hace falta decirlo…
¿Por qué no hacía falta decirlo? Y, ¿qué eran los hippae? Debía referirse a esos animales parecidos a caballos nativos del planeta.
—¿Son muy distintos de los caballos? ¿Cree que nuestras monturas no podrían alojarse en sus establos?
—Los hippae no se alojan en establos —replicó él, y dio la impresión de estarle ocultando algo. Se encontraba lo bastante nervioso como para mordisquearse la uña del pulgar antes de seguir hablando—. Los cobertizos que hay cerca de la Colina del Ópalo no están siendo utilizados actualmente por los hippae, y supongo que podrían irle bastante bien a sus caballos. Sin embargo, cuando llegaron, nos encontramos sin medio alguno de transporte adecuado para animales de ese tamaño. —Trató de sonreír—. Por favor, lady Marjorie, le ruego que nos excuse. Nos encontramos con un pequeño contratiempo que nos dejó algo confundidos. Estoy seguro de que dentro de uno o dos días habremos resuelto el problema.
—Entonces, los caballos no han sido revividos. —Habló con un tono de voz más seco del que pretendía utilizar, ofendida e irritada. ¡Pobrecitos! Abandonados en aquel vacío helado repleto de pesadillas…
—Todavía no. Dentro de unos días…
Logró recobrar el control de sí misma. Irritarse no serviría de nada: lo único que conseguiría sería situarse en desventaja.
—¿Quiere que vaya al puerto? ¿O prefiere que mande a uno de los chicos? Si no tienen a nadie acostumbrado a tratar con caballos, Stella o Anthony irían con mucho gusto… —O yo, pensó. O Rigo. Cualquiera de nosotros, maldita sea. Por todos los cielos…
—¿Su hijo?
El perceptible alivio en su voz era tan intenso que Marjorie supo que eso había sido parte del problema. Alguna sutileza diplomática, sin duda. Posiblemente consideraban que ni el embajador ni su esposa debían ocuparse de esa clase de asuntos y, entonces, ¿quién podía ocuparse de ellos? Bueno, no importaba. No des señales de preocupación. No pongas en peligro la futura aceptación de la embajada por un asunto que se resolverá dentro de uno o dos días…, esta embajada casi podía considerarse una respuesta a sus oraciones, la ocasión de hacer algo que tuviera un auténtico significado. «Don Quijote» y «Octavo día» podían dormir durante ese tiempo, junto con «Su Majestad», «Irlandesa», «Millefiori» y «Estrella azul».
—Tenemos mucho interés en asistir a nuestra primera Cacería —dijo, y, al ver su expresión, se apresuró a añadir—: Sólo como seguidores, claro está.
Al parecer, ni tan siquiera eso resultaba adecuado. El rostro de su interlocutor mostró una expresión de auténtico pánico. Dios santo, ¿qué había dicho ahora?
—Hemos hecho ciertos preparativos —dijo él—. Un coche globo… Por lo menos la primera vez, hasta que estén algo más familiarizados con todo esto.
—Lo que le parezca mejor —repuso ella con firmeza, queriendo dejarle bien claro que no pensaba crearle dificultades—. Nos ponemos en sus manos.
El rostro del hombre se iluminó.
—Aprecio enormemente su cooperación, lady Marjorie.
Marjorie luchó contra la creciente impaciencia que sentía y se obligó a sonreír. Desde que llegaron estaba de bastante mal humor. De mal humor y hambrienta… No importaba cuanto comiera, no parecía capaz de llenar aquel molesto vacío de su interior.
—Hablemos del asunto de los títulos, Obermun bon Haunser.
El Obermun frunció el ceño.
—No la comprendo.
Marjorie decidió aclarar de una vez por todas la diferencia existente entre Santidad y la Tierra.
—En casa, en el planeta Tierra, entre aquellos que antes se llamaron Santos y que ahora se hacen conocer como Santificados, el tratamiento que se me daría sena el de Matrona Yrarier. Los hombres son o Muchachos o Esposos. Las mujeres son Muchachas, Novias (por poco tiempo) o Matronas. Los dos sexos se esfuerzan por casarse pronto y perder los títulos de la infancia. Nosotros…, es decir, nuestra familia, no pertenecemos a los Santificados. Considero que no se me debe aplicar ninguno de los tratamientos femeninos de Santidad.
»Sin embargo, soy terrestre. Nací en la zona llamada Pequeña Bretaña, y allí soy Marjorie, lady Westriding, la primogénita de mi padre, que es viudo. “Lady Marjorie” sólo sería correcto en caso de que no fuera la primogénita. Además, tengo el honor de ser Señora de la Cacería de Westriding. Creo que me ofrecieron el cargo debido a mi buena suerte en los Juegos Olímpicos.
El Obermun parecía interesado, pero daba la impresión de no entenderla.
—¿Los Juegos Olímpicos?
—Una competición terrestre en la que se ponen a prueba varias habilidades atléticas, incluyendo la equitación —explicó ella amablemente. Puede que los Yrarier no supieran mucho de Hierba, pero resultaba claro que los habitantes de Hierba tampoco sabían gran cosa de los Yrarier—. Participé en lo que se llama salto de potencia, donde el caballo no puede ver lo que hay al otro lado de la barrera, y esa barrera se encuentra situada muy por encima de su cabeza. —El Obermun seguía sin comprenderla—. Ya veo que no conocen ese deporte… Bien, participé en esa prueba, y también participé en la monta de equilibrio, que no es tan dura, y en la monta de resistencia, que sí lo es. Poseo lo que se llama el oro olímpico. Roderigo también ganó medallas. Así nos conocimos… —Sonrió, como quitándole importancia a todo aquello. Estaba claro que el pobre hombre no comprendía nada de cuanto le estaba diciendo—. Por lo tanto, se me puede llamar lady Westriding o señora Yrarier o Señora de la Cacería, aunque ese último titulo sólo resulta apropiado en el campo de caza. Quizás ustedes tengan algún título especial para referirse a los embajadores o sus esposas… Querría saber qué título puede considerarse aceptable.
Pese a su ignorancia inicial, el Obermun había logrado ir siguiendo el curso de sus explicaciones.
—Creo que no hay ningún título especial, señora Yrarier —dijo con voz pensativa—. Los títulos maritales no se utilizan salvo entre los líderes de las familias…, es decir, las familias «bon». Cada familia tiene un Obermun y una Obermum, que casi siempre son el marido y la esposa, aunque también pueden ser la madre y el hijo. Actualmente la aristocracia está formada por siete familias bastante numerosas: Haunser, Damfels, Maukerden, Laupmon, Smaerlok, Bindersen y Tanlig; y esas familias siempre usan la partícula «bon» precediendo a sus apellidos. Cuando hay una relación entre miembros de esas familias, el niño o niña recibe el apellido del padre o de la madre, según la familia de la que vaya a formar parte, y seguirá conservando ese apellido tanto si se casa como si no.
—Ah —dijo ella—. Así que, cuando conozca a una mujer o a un niño, no sabré…
—No sabrá cuál es su posición social. Al menos, no por el apellido, lady Westriding. Vivimos en el campo y nos hallamos esparcidos por una pequeña parte de nuestro mundo. Hace mucho tiempo que abandonamos la Tierra para escapar a su hacinamiento y a la opresión de Santidad —sus cejas enarcadas le indicaron que había comprendido la distinción entre ambos términos—, y no deseamos que Hierba conozca ninguno de esos dos males. Aunque algunas haciendas han desaparecido, jamás hemos añadido otra hacienda al número inicial existente…, dejando aparte la Colina del Ópalo, claro está, pero no fue construida por nosotros. Nos conocemos los unos a los otros, y también conocemos a los abuelos y abuelas de los demás: podemos seguir el curso de nuestros antepasados hasta la época de la colonización. Sabemos quién se unió con quién y quién es hijo de quién. Creo que lo más adecuado será llamarla Marjorie Westriding o lady Westriding. Eso la coloca en el nivel que le pertenece por derecho propio. En cuanto a ir sabiendo quién es quién…, necesitará alguien que conozca ese tema. Si me permite que le haga una recomendación, creo que necesitaría un secretario, quizás algún miembro lateral de una familia…
—¿Lateral? —Marjorie enarcó una ceja, temblando un poco debido a lo fría que estaba la habitación.
—Tiene frío —dijo el Obermun, preocupado—. ¿Quiere que volvamos a los aposentos de invierno? Aunque falta poco para la primavera, durante las próximas semanas estaremos más cómodos abajo.
Salieron de la gélida estancia de altos techos y recorrieron los largos y fríos pasillos que les llevaron a un tramo de escaleras al final de las que estaba la casa de invierno utilizada durante la estación fría, donde las paredes estaban cubiertas de hierba-tela, cómodamente amuebladas con lámparas, divanes y chimeneas que las calentaban con su fuego. Marjorie se hundió en uno de los divanes dejando escapar un suspiro de alivio.
—Estaba diciéndome que podía contratar como secretario a un «miembro lateral de una familia», ¿no?
—Alguien que tiene como padre o como madre a un «bon». Puede conservar el apellido, pero no utiliza la partícula.
—Ah. ¿Y el que le falte ese bon es un gran inconveniente? —Sonrió para indicarle que hablaba medio en broma, pero el Obermun le respondió en un tono de voz tan seco que le dejó bien claro que el asunto no era para tomárselo a risa.
—Quiere decir que uno de los padres no pertenece a la aristocracia. Esas personas no pueden vivir en una hacienda salvo si desempeñan alguna función, y no pueden asistir a los bailes de verano. Quien no posee el bon no puede ir a la Cacería.
Ajás, se dijo Marjorie, preguntándose si el Honorable Lord Roderigo Yrarier y su esposa serían considerados lo suficientemente bon como para cazar o asistir a los bailes de verano. Quizás ésa fuera la razón de todos aquellos problemas con la Cacería y el retraso con los caballos. Quizás hasta la mismísima posición social de la misión diplomática fuera algo dudosa… Y, mientras tanto, los pobres caballos yacían sumidos en el frío y el silencio, sin ningún establo caliente y sin cebada que comer, soñando, si es que los caballos soñaban, con una valla demasiado alta para saltarla y con la hierba verde allí donde no podían alcanzarla, incapaces de mover ni tan siquiera una pata.
—Obermun bon Haunser —dijo en voz alta—, le agradezco enormemente toda su amabilidad. Mañana Anthony irá al puerto en uno de los aerocoches que ha tenido la previsión de proporcionarnos. Quizá pueda hacer que alguien le esté esperando allí para ayudarle a resolver el problema de los caballos… ¿Cree que podría conseguir alguna especie de remolque o camión?
—Ése es nuestro dilema, lady Westriding. Nuestra cultura no permite que ningún vehículo atraviese la hierba. Sus animales tendrán que ser transportados por el aire. En Hierba no se puede conducir de un sitio a otro: hay que volar, y lo más silenciosamente posible. Salvo en la zona del puerto y en Ciudad Común, claro está… Dado que está rodeada por el bosque, allí sí puede haber caminos.
—Qué interesante —murmuró ella—. Bien, se haga como se haga, estoy segura de que usted se ocupará de ello para que no haya problemas. Y luego, si tiene la bondad de recomendarme a una o dos personas que conozcan las costumbres y la forma de obrar de Hierba, quizá pueda empezar a amueblar la residencia y conocer a nuestros vecinos.
El Obermun le hizo una reverencia.
—Desde luego, lady Westriding. Requisaremos un vehículo de carga en Ciudad Común. Y, dentro de una semana, habré hecho los preparativos necesarios para que puedan observar la Cacería en la hacienda de los bon Damfels. Eso les dará la oportunidad de conocer a una gran parte de sus anfitriones. —Le hizo otra reverencia y cruzó el umbral, alejándose por las escaleras que le harían salir de aquella casa vacía. Marjorie oyó el eco de su voz cuando saludó al otro bon y se marchó con él. «Anfitriones», había dicho, no vecinos. Se preguntó si el Obermun había usado esa palabra con plena conciencia de cuál era su significado: por su parte, Marjorie era muy consciente de la diferencia que había entre ambos términos.
—¿Qué eran esos ruidos? —La voz sonó a su espalda, en el pasillo que llevaba a los despachos de la embajada: Rigo.
—Era el Obermun bon Haunser, explicándome que los caballos aún no han sido revividos —dijo ella, dándose la vuelta para recibir a su esposo. Rigo, delgado y de aspecto tan aristocrático como el hombre que acababa de marcharse, iba totalmente vestido de negro salvo por el cuello a rayas rojas y púrpuras que le identificaba como embajador y le volvía sacrosanto: ese cuello sólo podía ser utilizado por una persona cuyo cuerpo y pertenencias eran inmunes a todo tipo de reclamaciones o medidas legales salvo que se quisiera correr el riesgo de afrontar las represalias de Santidad…, una organización que se encontraba demasiado lejos y estaba demasiado absorta en sus problemas internos y el horror actual al que se enfrentaba, con lo que sus represalias nunca serían demasiado efectivas, si es que llegaban a existir. Su rostro mostraba la expresión que Marjorie llamaba «su lado feo» (aunque usaba ese término consigo misma, nunca con los demás), con la boca tensa en una línea rígida e inflexible sin que sus carnosos labios mostraran ni un leve destello de buen humor, los negros ojos casi perdidos bajo las gruesas cejas revelando el cansancio provocado por la falta de sueño. Cuando estaba así, la oscuridad parecía seguirle, ocultándole a los ojos de Marjorie. Rigo también había confesado estar algo malhumorado, y ahora parecía francamente irritado. Marjorie se esforzó por hallar algo que pudiera interesarle, algo que pudiera alejar las sombras—. Rigo, escucha… Me gustaría saber si los niños y yo gozamos de inmunidad diplomática en este planeta.
—¿Y por qué no ibais a tenerla? —La mera idea hizo que sus ojos ardieran de ira. Rigo tenía una gran capacidad para enfadarse.
—Aquí las mujeres no adoptan los apellidos de sus esposos, y por algo que me dijo el Obermun no estoy segura de que el casarse las eleve a su mismo nivel social. —Aunque, después de todo, el nivel social de Roderigo no era más alto que el suyo. Si examinaban sus linajes, quizás el de ella fuera algo mejor, aunque a Marjorie jamás se le ocurriría hablar de eso—. No estoy muy segura de que la mujer de un diplomático tenga alguna posición social digna de ese nombre… —Marjorie jamás había querido ser la esposa de un diplomático. ¡Y hasta ahora Rigo nunca había ocupado un cargo diplomático! Toda aquella situación estaba llena de cosas nuevas, pensó, y si hubiera podido escoger quizás hubiera prescindido de una gran parte de ellas, aunque seguía habiendo una posibilidad de que todo aquel embrollo acabara resultando digno de vivirse.
Rigo la obsequió con una sonrisa en la que no había ni pizca de humor.
—Bueno, apúntalo: otra cosa de la que no se nos informó.
—Quizá no le he entendido bien.
—Marjorie, tus impresiones suelen ser tan válidas como las certidumbres de muchas personas —le dijo Rigo con su voz galante, la que solía utilizar con las mujeres, tanto con ella como con las demás—. Haré que Asmir Tanlig lo investigue.
—¿Asmir?
—Uno de los nativos de Hierba que voy a utilizar. Contraté dos esta mañana en cuanto conseguí librarme de Haunser. —Se pasó un dedo por la palma de la mano, haciendo la pantomima de quien se quita algo pegajoso.
—Ese Tanlig al que has contratado…, ¿es un bon?
—Dios, no. No lo creo. Aunque quizá su padre fuera el hijo bastardo de un bon.
—Un lateral —exclamó Marjorie, enorgulleciéndose de sus recién adquiridos conocimientos—. Ese Tanlig debe ser lo que llaman un lateral.
—También he contratado a un Mecánico.
Aquello la sorprendió.
—¿Que has contratado a un mecánico?
—Se apellida Mecánico: es un sucesor filológico de los herreros y los artesanos, los viejos Smiths o Wrights anglosajones. Sebastian Mecánico, así se llama, y no tiene ni una gota de sangre aristocrática, como se tomó la molestia de explicarme durante bastante rato. —Se dejó caer en un sillón y se frotó la nuca—. La hibernación siempre me hace sentir igual que si me hubiera pasado varias semanas enfermo.
—A mí me hace sentir adormilada, como distante de todo.
—Querida mía… —empezó a decir Rigo con su voz galante, en la que apenas si había un leve matiz de hostilidad.
—Lo sé. Tú opinas que siempre estoy así, ¿no? —Intentó reírse y no demostrar cuánto le dolían esas palabras. Si Roderigo no la considerara distante y fría no habría necesitado a Eugenie Le Fevre, y si no hubiera necesitado a Eugenie Marjorie quizá no se habría mostrado tan distante y fría. El círculo vicioso una y otra vez, como en una quadrille de equitación, cambio de riendas, pirueta y pasar a la siguiente figura.
Rigo, tras dejar claro lo que pensaba, decidió cambiar de tema.
—Toma nota, querida mía. Asmir Tanlig. Sebastian Mecánico.
—¿Y en qué piensas utilizarles? —preguntó ella—. ¿Como representantes de la clase media?
—La clase media apenas existe, salvo quizás en Ciudad Común. No, yo diría que son representantes del campesinado, que se moverán por entre los aldeanos y descubrirán lo que puedan. Quizá necesite a otros para que vayan a Ciudad Común, aunque Tanlig encajaría bastante bien allí, si se tomara la molestia de intentarlo. Mecánico… Bueno, ése es un campesino de pies a cabeza, se enorgullece de serlo, y odia a todo el resto del mundo.
—No me parece que ese tipo de sirvientes vaya a mejorar nuestra reputación entre los bons.
—Los bons no van a saber nada de eso. Si tenemos que cumplir la misión que nos ha traído aquí necesitamos acceder a todos los niveles de la sociedad. Sebastian es mi conexión con la gente que vive de la tierra y tiene la inteligencia suficiente para no atraer la atención de los aristócratas. Y si quieres saber cómo conseguí contratarles sin que Haunser se enterara, te diré que el agente de Santidad en Semling me habló de ellos. Ya les he hecho la pregunta.
—Ah. —Marjorie esperó, conteniendo el aliento.
—Y, según ellos, la respuesta es no.
—Ah —repitió ella, volviendo a respirar. Así que aún había esperanzas…—. Hierba no ha tenido casos de plaga.
—Que ellos sepan, no ha habido ningún caso de enfermedades inexplicadas. Les dije que estamos haciendo una pequeña investigación, tal y como habíamos acordado.
—Quizá no hayan oído hablar de…
—Los dos tienen parientes en Ciudad Común. Creo que habrían oído hablar de cualquier enfermedad extraña. Claro que este planeta acaba de empezar, como quien dice… Los aristócratas dominan rígidamente el noventa y nueve por ciento de la superficie. Podrían estar pasando cosas de las que la gente corriente no tuviese ni idea.
—Bueno, parece que lo tienes todo bien controlado. —Marjorie suspiró, sintiendo que su cansancio y su hambre se habían hecho tan fuertes que ya no podía seguir disimulándolos por más tiempo—. ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar Anthony?
—Si está donde le dije, andará por los aposentos de verano con Stella, haciendo un plano aproximado de las habitaciones. Me temo que deberemos amueblarlas bastante deprisa. Asmir me ha contado que hay un barrio de artesanos en Ciudad Común, un sitio que se llama Nuevo Camino… Toda una muestra de poca imaginación, ¿verdad? Sólo Dios sabe dónde estará el camino viejo…
—Puede que en la Tierra.
—O en cualquiera de otros cincuenta planetas. Bueno, no importa dónde estuviera mientras sepamos dónde se encuentra éste. Según Asmir, allí pueden construirnos un mobiliario bastante aceptable en un plazo de dos o tres semanas…, esas largas semanas de Hierba, claro está, y ya ha usado lo que él llama el dígame para avisar a una delegación de artesanos que vendrán a visitarnos.
—Rigo, cuando dice aceptable, ¿está pensando en los bons? Tengo la sensación de que cuanto hagamos será juzgado y sopesado por los bons. Creo que nuestros pobres caballos no fueron revividos porque los bons no estaban seguros de si podían aceptar su presencia en Hierba. Tienen una especie de caballos propios…
—Los hippae.
—Exacto. El Obermun me dijo que no los guardan en establos.
—Entonces, ¿dónde diablos los meten?
—Rigo, la verdad es que no estoy nada segura de que los «metan» en ningún sitio, aunque viven en algo que no se llama establos. ¿Por qué no vamos con Anthony y Stella y nos dedicamos a explorarlos juntos?
Los sitios que no se llamaban establos eran una serie de cavernas situadas en el flanco de una colina, con el techo sostenido por pilares de piedra. En el fondo había un tanque con las paredes recubiertas de roca y alimentado por un manantial que arrojaba una vacilante luminosidad sobre la bóveda del techo. Como únicas entradas había media docena de hendiduras abiertas en la roca viva.
—Aquí podríamos guardar los caballos, las yeguas y todos los potros que vayan a tener en un siglo —observó Stella algo disgustada, dándole un gran mordisco a la manzana que había traído consigo—. Y, aun así, seguiría pareciéndome un sitio espantosamente poco adecuado. —Stella, con sus ojos y su cabello negro y su temperamento apasionado, se parecía mucho a su padre. Igual que él, sus movimientos recordaban el chasquido de un látigo, y siempre parecía llegar a su destino con un estrépito considerable pero sin haberse tomado la molestia de recorrer la distancia intermedia. Se puso a gritar, y escuchó, agazapada entre las recias columnas de piedra, el eco de su voz que resonaba en la oscuridad—. Hooooola. —Un grito de caza, como el que se podría lanzar nada más ver un zorro—. ¡La hierba apesta! —gritó, y el eco susurró «ta-ta-ta».
Anthony no hizo ningún comentario y se limitó a examinar lo que le rodeaba con expresión abatida, intentando ocultar sus emociones bajo la capa de tranquilidad que, según había decidido, era el único tipo de conducta adecuada para el hijo de un embajador. Había estado pensando en cuál debía de ser su papel, y cada hora rezaba pidiendo las fuerzas necesarias para seguir desempeñándolo. Se parecía bastante a Marjorie. Como ella, tenía el cabello color trigo y los ojos avellana, la piel blanca y fresca, el cuerpo delgado como un abeto, y su mismo temperamento apacible y tranquilo. Como ella, era presa de mil dudas y horrores internos que nunca dejaba asomar a la superficie. Como ella, se le consideraba hermoso, y solía despertar una apasionada admiración incluso entre aquellos que parecían menos propensos a ese tipo de emociones. A los diecinueve años ya casi había alcanzado la altura de su padre, aunque aún no poseía la corpulencia propia de un hombre adulto.
Es un joven muy guapo, pensó su madre, admirándole.
No es más que un chico, pensó su padre, deseando que Tony fuera algo mayor para poder contarle por qué habían venido y para que pudiera serle de más ayuda.
—Un problema social de ciertas dimensiones —le estaba diciendo en ese momento el Obermun bon Haunser a unos cuantos de sus compañeros bons—. Y lo mismo ocurre con la hija, Stella. Tendremos que avisar a nuestros jóvenes —dijo. Más pronto o más tarde los Yrarier acabarían enterándose de todo aquello, y se preguntó qué les diría entonces. Pensar en lady Westriding mirándole con irritación resultaba bastante desagradable. Aquella mujer parecía esconder cuchillos en su mirada, cuchillos capaces de herir muy hondo…
Sin embargo, por ahora, Marjorie se limitaba a utilizar la fuerza de su mirada sobre la estructura de los establos, separando mentalmente una parte del todo.
—Podemos poner una mampara que aísle esta parte —dijo—. Bastaría con instalar una media docena de apriscos, con una entrada individual para cada uno, y una pequeña pista de entrenamiento ahí fuera. Después, cuando llegue el invierno… —Se calló, preocupada, recordando cómo se decía que eran los inviernos de Hierba, preguntándose qué harían con los caballos.
—Pero entonces ya no estaremos aquí, ¿verdad? —preguntó Anthony, y los temores que sentía impregnaron su voz. Se dio cuenta de ello y se esforzó por seguir hablando en un tono más calmado—. ¿Creéis que la misión durará tanto tiempo?
Su padre meneó la cabeza.
—No lo sabemos, Tony.
—¿Qué clase de caballos pueden ser esos hippae? —dijo Marjorie, contemplando los oscuros rincones de aquella gran caverna—. Esto parece una especie de madriguera… Algo así como la sala de reuniones para una sociedad de tejones.
—¿La sala de reuniones de una sociedad de tejones? —se burló su hija—. Madre, me sorprendes. —Agitó la cabeza, y la insondable seda negra de su cabellera cayó sobre sus hombros como un diluvio de agua oscura. Su cuerpo de diecisiete años seguía siendo bastante delgado, y la belleza devastadora que tendría más tarde apenas si empezaba a emerger. Sus labios se curvaron en una sonrisa de sirena y sus oscuros ojos lanzaron a sus padres una mirada malhumorada—. ¿Cuándo estuviste por última vez en una sociedad de tejones? —Habló con voz seca y nada cariñosa. Stella no había querido venir a Hierba. Sus padres habían insistido en que debía venir, pero no habían podido decirle porqué. Para Stella, el viaje había sido una auténtica violación de su intimidad personal. De hecho, solía permitirse el exceso melodramático de equipararlo a una auténtica violación física, y se complacía en hacérselo saber con la máxima frecuencia posible—. ¿En alguna otra vida? —se mofó—. ¿En alguna otra época?
—Cuando fui robada por los duendes —respondió su madre con voz firme—. Hace mucho, mucho tiempo, cuando no era consciente de mi dignidad, lo cual volverá a ocurrirme. Me convertiré en una vieja sedentaria. Necesito comida, montones de comida, y luego un rato con algún libro familiar y mucho sueño. Aquí hay demasiadas cosas extrañas. Ni tan siquiera los colores son como deberían ser.
Y no lo eran. Salieron de las cavernas y, mientras iban por un paseo de árboles importados que llevaba a la residencia, sus palabras hicieron que todos fueran agudamente conscientes de ello. El cielo debería ser azul, y no lo era. La pradera debería tener el color de la hierba seca, pero sus ojos insistían en volverla de un malva pálido y un zafiro aún más pálido, como si estuviera bañada por la luz de la luna en una obra teatral.
—No estamos acostumbrados, eso es todo —dijo Tony, intentando consolarla y queriendo que le consolaran. Él también había dejado cosas atrás: una chica que le importaba mucho, amigos a los que apreciaba, planes para una educación y una vida… Quería que el sacrificio tuviese alguna razón válida, no tan sólo el pasar una temporada en este lugar frío e incómodo rodeado de colores extraños. A Tony tampoco le habían dicho por qué debían ir, pero cuando Marjorie le explicó que era muy importante la creyó y confió en ella. Tony era confiado por naturaleza, como Marjorie a su edad, cuando se casó.
—Asistiremos a la Cacería montados en nuestros caballos —dijo Rigo con voz firme—. Para entonces los caballos ya se habrán recuperado.
—No —dijo Marjorie, agitando la cabeza—. Al parecer, no debemos hacerlo.
—No seas ridícula. —Rigo pronunció esas palabras sin pensarlo, como hacía a menudo, y ver que le dolían hizo que se irritara.
—Rigo, querido, no pensarás que eso de no ir a caballo es idea mía, ¿verdad? —Marjorie se rió, y esa leve carcajada suya, tan inimitable, le dijo a Rigo que estaba mostrándose obtuso y desagradable—. El Obermun bon Haunser estuvo a punto de mesarse esos cabellos impecablemente peinados que le cubren la cabeza cuando sugerí que acudiríamos montados en nuestros caballos. Parece ser que ya han hecho otra clase de preparativos.
—Maldita sea, Marjorie… ¿Por qué me han enviado aquí, y por qué te hicieron venir a ti, si no es precisamente por los caballos?
Marjorie no intentó responderle. No era una pregunta a la que se pudiera responder. Rigo la miró fijamente. Stella les observaba con una leve sonrisa en los labios, disfrutando de aquella discusión. Tony emitió unos suaves ejems de incomodidad, como hacía cuando se veía atrapado en algún conflicto que enfrentaba a sus progenitores.
—Seguramente —dijo—, seguramente…
—Pensaba que habíamos venido aquí por alguna razón importante —se burló Stella, con lo que, involuntariamente, logró que la hostilidad de su padre dejara de concentrarse en Marjorie y la tomara a ella como blanco.
—De lo contrario, puedes estar bien segura de que no habríamos venido —dijo él, irritado—. Nuestras vidas también han sufrido una considerable alteración, y Hierba nos gusta tan poco como a ti. Nosotros, igual que tú, preferiríamos estar en casa, llevando nuestra existencia de costumbre. —Su látigo golpeó un tallo cargado de semillas—. ¿A qué viene todo esto de que no podemos montar?
Marjorie le respondió en voz baja y suave, intentando conseguir que todos se calmaran un poco.
—No sé por qué no debemos ir a la Cacería montando nuestros caballos, pero está claro que no debemos hacerlo. No sé si mis consejos servirán de algo, embajador, pero creo que deberíamos seguir las indicaciones de Haunser, por muy rígido y enigmático que nos parezca…, por lo menos hasta haber descubierto qué ocurre aquí. Después de todo, no somos bons, y el Obermun bon Haunser trató de explicarme que ni Santidad ni la Tierra saben demasiado sobre Hierba.
Rigo quizá hubiera seguido hablando, pero un sonido extraño hizo que no llegara a decir nada. Era un sonido como el que podría emitir un alma atormentada si esa alma tuviera la voz del trueno y la catarata. Era un sonido totalmente natural, como el que podría producir un planeta de pequeño tamaño que estuviera siendo hecho pedazos, y aun así ninguno de ellos dudó ni por un instante de que había sido originado en la garganta y los pulmones de algún cuerpo indescriptible, algo a lo que podrían ponerle un nombre si supieran qué era… Un grito de la más desesperada soledad.
—¿Qué…? —jadeó Rigo, deteniéndose—. ¿Qué ha sido eso?
Esperaron, con el cuerpo tenso, quizá para echar a correr. Nada.
En el futuro oirían ese grito varias veces. Aunque intentaron averiguar cuál era su origen, nadie lo sabía.
«Octavo día» despertó de unos sueños horribles para hallarse en una realidad incómoda. Sus patas no tocaban la tierra y se agitó, aunque débilmente. Una voz incomprensible atravesó un doloroso velo de sequedad.
—Baja un poco más el soporte, idiota, ponle en el suelo.
Los cascos tocaron una superficie sólida y el caballo se quedó inmóvil, tembloroso, con la cabeza gacha. Sentía el olor de los demás. Estaban cerca, pero no podía levantar la cabeza y mirar. En vez de eso dilató un poco sus ollares, investigando el olor en busca de aquella complejidad que incluiría a los demás caballos. Una mano acarició su flanco y su cuello. Era una mano agradable, pero no pertenecía a su dueña. Y tampoco era la mano de él. Era la mano del macho que se parecía mucho a ella, no la mano de la hembra que se parecía mucho a él.
—Shhh, shhh —dijo Tony—. Buen chico. Ahora quédate quieto un ratito, ¿eh? En seguida estaré contigo. Shhh, shhh.
Y el sueño volvió a él. Estaba galopando perseguido por algo invisible. Algo enorme, enorme y rápido. Una amenaza que le perseguía. La huida. Relinchó, suplicando ser tranquilizado, y la mano volvió a posarse sobre él.
—Shhh, shhh.
Se quedó dormido, de pie, y el sueño fue desvaneciéndose.
Despertó el tiempo suficiente para subir por una rampa que llevaba a una cosa capaz de moverse y volvió a quedarse dormido. Cuando la cosa dejó de moverse, se despertó el rato suficiente para bajar por la rampa, y ella estaba ahí.
—Ella —relinchó «Millefiori»—. Todo va bien. Ella.
«Octavo día» asintió, emitiendo un sonido gutural, y movió las patas intentando seguirla. Todos los olores parecían alterados. Los sonidos le resultaban familiares pero los olores no, y después, cuando se tumbó sobre la hierba del aprisco, descubrió que los olores de allí tampoco eran los de siempre.
Un ruido lejano: el otro caballo relinchando, armando jaleo.
«Octavo día» le llamó, y lo mismo hicieron las yeguas. «Don Quijote» se calmó en seguida, emitiendo un leve relincho de incomodidad.
Y entonces apareció ella, dando palmaditas, repartiendo caricias, hablándoles, diciendo «Shhh, shhh» como había hecho Tony, y le dio agua.
Bebió, y dejó que el agua fluyera hacia ese rincón hecho de miedo y sequedad. Pasado un rato, volvió a dormirse y no soñó: el sueño fue perdiéndose poco a poco en el olor de aquel heno extraño.
—Qué raro —murmuró Marjorie, contemplándole.
—Parecían asustados —dijo Tony—. Era como si tuvieran un miedo terrible, pero estaban tan adormilados que no podían hacer nada.
—Cuando llegamos aquí tuve bastantes pesadillas, y siempre me despertaba aterrorizada.
—Igual que yo. —Tony se estremeció—. No pensaba deciros nada, pero tuve unas pesadillas realmente terribles.
—Quizá sea algo relacionado con la hibernación —dijo Marjorie.
—Hice algunas preguntas por el puerto. Nadie parecía pensar que fuese normal tener pesadillas después de la hibernación.
—Qué extraño —repitió Marjorie—. Bueno, al menos los apriscos estuvieron terminados a tiempo.
—Hicieron un buen trabajo. ¿Gente de la aldea?
—Gente de la aldea. Al parecer se trata de una especie de acuerdo recíproco. Nosotros les damos empleo y compramos sus productos, y ellos se encargan de ayudarnos siempre que lo necesitemos. Llevan años aquí, atendiendo la hacienda y encargándose de mantenerla en buen estado. He escogido a unos cuantos para que cuiden de los caballos. Quizá podamos encontrar dos o tres que puedan servir como mozos de establo.
Salieron de los establos y regresaron a la casa, volviéndose un par de veces para mirar hacia atrás, como si quisieran asegurarse de que los caballos estaban bien: a los dos les parecía bastante extraño el que los animales también sufrieran sus mismas pesadillas. Marjorie se juró que durante los próximos días pasaría el máximo de tiempo posible con ellos, por lo menos hasta que se hubieran recuperado definitivamente.
Pero tuvo otros asuntos de que ocuparse, como la llegada del comité de artesanos de Camino Nuevo, que recorrió los aposentos veraniegos de la Colina del Ópalo redactando una lista detrás de otra.
—Quiere que todo se haga al estilo local, ¿no? —le preguntó el portavoz de la delegación, usando la lengua de los intercambios comerciales. Era un hombre calvo y corpulento, con bolsas alrededor de los ojos y una sonrisa bastante atractiva. Se llamaba Roald Few—. No querrá nada que pueda provocar chasquidos de lengua entre los bons, ¿verdad?
—No, desde luego —dijo ella, sorprendida y sintiendo una cierta diversión ante esa sorpresa. ¿Qué había esperado? ¿Pobres idiotas ignorantes como los que vivían en Ciudad Criadero?—. Veo que capta usted las cosas muy deprisa, señor Few. Creía que antes de nosotros Hierba no había conocido ninguna otra embajada.
—Ahora son la única embajada, cierto —replicó él—, pero hemos tenido unas cuantas. No pudieron aguantar el invierno, ¿sabe? Tuvieron que marcharse: esto es demasiado solitario. Semling tuvo a un hombre aquí durante algún tiempo. Aquí mismo, quiero decir…, en la Colina del Ópalo. Semling construyó la hacienda, ¿sabe?
—¿Y cómo es que no amueblaron los aposentos de verano?
—Porque la construyeron a comienzos de otoño, y a mediados de otoño el enviado de Semling ya se había marchado, ¿comprende? Nunca llegó a conocer la parte buena del año. Bien, ¿cuáles son sus instrucciones sobre los colores y todo lo demás?
—Oiga, ¿puedo confiar en usted para que no nos haga quedar en ridículo? —le preguntó Marjorie—. Si lo consigue, le daremos una gratificación. Mi esposo prefiere los colores cálidos, los rojos y los tonos ámbar. Yo prefiero los más fríos: azul, gris claro. Verde mar. Hum… —Se quedó callada durante un par de segundos—. Hierba no tiene mares, pero supongo que ya me entiende, ¿no? —Few asintió—. ¿Cree que podría conseguir algo de variedad sin salirse de las tradiciones locales?
—Variedad y no ponerles en ridículo —dijo él, frunciendo los labios mientras lo anotaba—. Haré cuanto pueda, señora, y, si me lo permite, debo decirle que hace bien dejándolo en nuestras manos. Los de Camino Nuevo sabemos cooperar los unos con los otros, y siempre tratamos bien a los que confían en nosotros. —La miró fijamente a los ojos, respondiendo a su franqueza con una abierta sinceridad—. Voy a decirle una cosa, y que quede entre usted y yo… Usted y la familia tienen que venir de vez en cuando a nuestro territorio. Los aristócratas siempre lo llaman Ciudad Común, pero nosotros lo llamamos Comunidad, porque es algo de todos. Tenemos algunos alimentos que aquí son imposibles de conseguir, cosas que importamos para nuestro consumo. Este lugar puede ser terriblemente solitario, a menos que sean ustedes como los bons, que se pasan la vida mirándose el ombligo… Hasta podrían acabar decidiendo que prefieren pasar el invierno en la Comunidad, si es que llegan a quedarse tanto tiempo. Allí tenemos sitio donde alojar a los animales: hay graneros que llenamos de paja durante el verano, y también tenemos vaquerías. Durante el invierno, todos los aldeanos cierran sus casas y se vienen a la ciudad. Los aristócratas no se enterarán, tanto si lo hacen como si no, y si alguien les llama por el dígame la conexión pasa a la Comunidad y, ¿quién podrá saber que no están aquí, soportando el invierno y pasándoselo mal? Por cierto, ¿habla usted la lengua de Hierba?
—Creía que los nativos de Hierba hablaban el terrestre o la lengua comercial —replicó ella, preocupada—. El Obermun bon Haunser siempre me habló en terrestre.
—Oh, sí, claro, hablan terrestre…, si les da la gana —dijo el hombre con una mueca—. Saben hablar la lengua diplomática, y algunos se rebajan hasta el extremo de usar la lengua comercial, y cuando vuelves a verles te dan la espalda y fingen no comprender ni una sola palabra de lo que dices. Se llevará mejor con ellos si habla su idioma. Verá, por lo que sé, es una especie de mezcla hecha con todas las lenguas que hablaban cuando llegaron aquí, y ha cambiado bastante desde entonces. Cada familia habla su propia variedad: es algo así como un dialecto familiar, un juego, pero básicamente lo que cambian son los nombres, y si conoce el idioma podrá captar el sentido general de lo que digan. Y si no saben que lo habla hasta que no haya conseguido dominarlo bien…, bueno, eso sería todavía mejor. Si quiere puedo enviarle un profesor.
—Hágalo —dijo ella. Apenas le conocía, pero confiaba en él, y a cada momento que pasaba le caía mejor—. Mándeme un profesor y le prometo que no diré nada de todo esto…, siempre que usted tampoco lo haga, señor Few.
—Oh, puede estar segura de que no diré nada. —Soltó un bufido—. Se lo mandaré dentro de dos días. Y puede llamarme Roald, como hacemos todos los de la Comunidad. Malditos bons… —La animosidad perceptible en su voz parecía más algo fruto de la costumbre que de un auténtico odio visceral, y Marjorie no trató de averiguar más al respecto, limitándose a hacer una anotación mental de hablar con Rigo y decirle que tratara de detectarla, suponiendo que no se hubiera topado ya con ella.
Aparte de las espaciosas habitaciones para invitados y sirvientes de la casa principal, Colina del Ópalo tenía tres pequeñas residencias independientes para alojar a los miembros del personal de la embajada. Andrea Chapelside, la fiel ayudante de Rigo, fue la primera en poder escoger, y decidió quedarse con la casita más cercana, lo que le permitiría estar disponible más rápidamente en caso de necesidad. Su hermana Charlotte viviría allí con ella. El padre Sandoval y su compañero de sacerdocio, el padre James, se quedaron con la más grande de las residencias, pues tenían intención de usar una parte como biblioteca y escuela para Stella y Tony, mientras que la habitación más grande serviría como capilla para ellos mismos y para la embajada. Aquello dejó la más pequeña de las tres casas para Eugenie Le Fevre. Tenía una cocina de verano, una sala y un dormitorio en el primer piso, así como varias habitaciones invernales debajo. Cada casa poseía un túnel que llevaba al edificio principal, y cada una daba a una parte distinta de los jardines.
Cuando Roald Few terminó de hablar con Marjorie visitó al resto de residentes de Colina del Ópalo, y éstos le dieron instrucciones para que amueblara los dormitorios de verano y las salas. Las mujeres de mediana edad de la primera casita tenían fotos de lo que deseaban: cosas que les recordaran el hogar. Los hombres de la casa más grande querían el máximo de sencillez posible y deseaban una habitación sin ningún tipo de adornos, salvo unos cuantos asientos con reclinatorios y una especie de altar. El más joven de los dos, de aspecto delicado y afable, había hecho un dibujo que el otro, más corpulento, aprobó con un gesto de cabeza. Roald pensó que los dos debían de ser religiosos, aunque no vestían como los Santificados. Aquellos dos hombres llevaban unos pequeños cuellos duros bastante extraños que no se parecían en nada a los que él conocía.
—Espero que esto no le cause demasiadas molestias —dijo el más viejo de los dos, con una voz acerada que se esforzaba por sonar a disculpa sin conseguirlo.
—No, en absoluto, salvo por un pequeño detalle —dijo Roald con su mejor sonrisa—: El de saber qué tratamiento debo darles a usted y al otro caballero. Ya sé que pertenecen a alguna religión, y no querría usar los términos inadecuados.
El caballero de aspecto más frágil asintió.
—Somos Viejos Católicos. Yo soy el padre Sandoval, y mi compañero es el padre James. La madre del padre James es hermana de Su Excelencia, Roderigo Yrarier. Normalmente se nos llama padres, si es que eso no le ofende… —Y aunque le ofenda, decía su tono de voz, arrégleselas como pueda pero use esa palabra.
—Oh, si me dejara ofender fácilmente hace mucho que habría dejado este negocio —les aseguró Roald—. Si quisieran que les llamara tíos también lo haría, no se preocupen. Creo que me negaría a llamarles tías, pero tíos…, bueno, no sería ningún problema.
Sus palabras consiguieron que el más joven de los dos se riera, y al marcharse Roald se despidió con una jovial inclinación de cabeza.
La más pequeña de las tres casas era también la más distante y la última de su lista. Eugenie le estaba esperando en las habitaciones de verano, y no necesitó pasar mucho tiempo en su compañía para saberlo todo de ella o, por lo menos, todo aquello que podía hacerle falta saber.
—Rosa —le dijo—, rosa claro. Y lo quiero todo en tonos rosa muy cálidos, como si esto fuera el interior de una flor. Echo de menos las flores. Quiero unas cortinas para no ver esa horrible hierba y para no dejar entrar la noche, unas cortinas de tela suave que se muevan con el viento, y unos sofás bien grandes, con almohadas. —Movía las manos y los labios, dibujando lo que deseaba en un aire que parecía plegarse a todos sus deseos, y Roald vio lo que ella veía, un nido con plumas color marfil y rosa, donde la atmósfera tendría el olor dulce y agradable que las fábulas atribuían a las mañanas terrestres. Tenía el cabello castaño claro y lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, con rizos minúsculos escapándose de la masa principal en la frente y la nuca. Sus ojos tenían ese azul que parece carecer de edad, y la inocencia de quien no ha conocido nada salvo el placer, sin dejarse turbar jamás por las cavilaciones.
Roald Few dejó escapar un suspiro inaudible, pues la comprendía muy bien. Esta dama le recordaba a la mujercita de porcelana que su mujer tenía sobre la mesa. Pobre lady Westriding… Le había parecido terriblemente interesante, y ahora empezaba a compadecerla. Se preguntó qué habría ido mal. Había tantas cosas que podían ir mal… Hablaría de todo eso con Kinny, su esposa: le contaría cuál era su aspecto, lo que dijeron, y Kinny sabría dar con la respuesta. Mientras cenaran, Kinny le contaría la historia de cómo Roderigo y lady Westriding casi habían llegado a ser la auténtica pareja ideal, dos verdaderos enamorados, pero entonces ocurrió algo, nadie sabía el qué, y ahora esta dama de color rosa calentaba la cama del Señor mientras que la mujer rubia y fría se había quedado sola. Aunque el Señor quizá no siempre la dejara estar sola. Sí, también existía esa posibilidad.
—Rosa —le dijo a Eugenie, anotándolo en su lista—. Y muchos almohadones.
Cuando Roald volvió a casa, Kinny, su esposa, estaba esperándole con la cena lista para servir. Desde que Marthamay se había casado con Alverd Bee, trasladándose al otro extremo de la ciudad, Roald y Kinny pasaban algunas temporadas solos…, siempre que ninguno de sus hijos necesitara alguien para que cuidara a los bebés o un hogar-lejos-del-hogar porque se había discutido con su cónyuge. Roald le había explicado a sus hijos que las discusiones matrimoniales eran algo tan inevitable como el invierno, pero que no debían ser necesariamente mortales siempre que uno tomara algunas precauciones por anticipado, como el convertir en costumbre marcharse de casa uno o dos días para calmarse siempre que fuera necesario, y asegurarse de que eso no fuera tomado como un insulto por la otra parte: era algo tan natural como el que la primavera siguiese al invierno, y después de haberse calmado un poco los dos conseguirían entenderse mucho mejor.
Actualmente nadie estaba peleado con su marido o con su mujer, de modo que no tenían como inquilino a ningún nieto, por lo que él y Kinny podían disponer de toda la casa para ellos solos, algo bastante raro que siempre le complacía enormemente.
—He hecho ganso con repollos —dijo Kinny—. Jandra Jellico mató unos cuantos gansos y me llamó por el dígame para hacérmelo saber. Fui corriendo a su casa para conseguir uno bien gordo.
Roald se lamió los labios. El ganso de primavera con repollos era uno de sus platos favoritos, y Kinny sabía prepararlo como nadie. El ganso con repollos fue lo que le hizo fijarse en Kinny, la de los bracitos y la carita redonda, y el ganso con repollos había puntuado felizmente todas sus estaciones juntos desde aquel momento. Normalmente, el ganso con repollos significaba que estaban celebrando algo.
—De acuerdo, ¿cuál es la buena nueva? —le preguntó.
—Marthamay está embarazada.
—¡Vaya, eso es maravilloso! Empezaba a estar un poquito preocupada, ¿no?
—No, no mucho. Pero sus hermanas no paraban de tomarle el pelo: Alverd y ella llevaban bastante tiempo casados y no había novedades.
—Supongo que Alverd estará preparándose para empezar a cavar, ¿no?
—Eso ha dicho ella. —Kinny sonrió mientras se llevaba el tenedor lleno de repollo a su rosada boca, pensando en Alverd Bee, alto y siempre dispuesto a trabajar, sudando en los aposentos de invierno, cavando una nueva habitación como tenía que hacer todo padre en ciernes. Dentro de una o dos semanas Alverd probablemente sería elegido alcalde de la Comunidad, y los alcaldes tenían poco tiempo libre para ese tipo de trabajos. Bueno, sus hermanos le ayudarían, tal y como él les había ayudado—. Y, ahora, cuéntame todo lo que sepas sobre los recién llegados.
Roald le habló del Embajador, de Marjorie y de la otra dama con su nido que pronto estaría recubierto de rosa.
—Ah —dijo Kinny, frunciendo la nariz—. Qué pena.
—Sí, eso pensé yo —dijo él—. Su mujer es una dama muy hermosa, pero fría. Es de las que necesitan ser cortejadas con paciencia.
—Y supongo que él es demasiado apasionado e impaciente para tomarse tantas molestias.
Roald masticó mientras pensaba en lo que había dicho Kinny. Sí. Como de costumbre, Kinny había dado justo en el blanco. Roderigo Yrarier era demasiado apasionado e impaciente, no cabía duda. De hecho, era lo bastante apasionado e impaciente como para meterse en un buen lío antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía.
Pensar en eso no le resultaba nada agradable, y Roald decidió cambiar de tema.
—Bueno, ¿y qué nombre quiere ponerle Marthamay al bebé?
El instructor de lengua de Marjorie llegó dos días después. Dijo llamarse Persun Pollut. Fue con ella a la habitación que se convertiría en el estudio de Marjorie y se instaló en un sillón situado junto a una gran ventana calentada por un sol anaranjado, mientras los obreros iban y venían por el pasillo con cajas de madera y cartón, herramientas y escaleras. Marjorie estaba observándoles, y dijo que le parecía extraño que fuera necesario tener dos conjuntos de habitaciones para verano y para invierno, separados el uno del otro.
—El invierno es largo —admitió él, haciendo descender sus cejas—. De hecho, es tan largo que acabamos hartándonos de mirarnos los unos a los otros… —Persun tenía unas cejas excepcionalmente largas y sinuosas. Era joven, aunque ya había dejado atrás la adolescencia; flexible, aunque no débil; decidido, aunque no tozudo y rígido. Marjorie tuvo la sensación de que Roald Few había sabido escoger bien, sobre todo porque Persun había tenido el buen sentido de no pregonar qué le había traído allí. Había alquilado una habitación en la aldea cercana, y anunció que había venido para hacer algunas tallas con las que adornar «el estudio privado de Su Señoría». Ahora, tranquilamente sentado en ese mismo estudio, siguió con su explicación—. El invierno es tan largo que uno se cansa de pensar en él —dijo—. Nos hartamos de respirar un aire que no sólo es frío, sino hostil. Nos escondemos bajo tierra, igual que los hippae, y esperamos a que llegue la primavera. A veces desearíamos que nos fuese posible dormir como ellos.
—¿Y qué hacen para pasar el tiempo? —preguntó Marjorie, pensando una vez más en qué harían con los caballos durante el invierno. Si es que seguían en Hierba… Anthony no paraba de repetir que los Yrarier ya habrían vuelto a casa por entonces, pero Anthony no sabía por qué habían venido aquí.
—Bueno, vamos a ver a los vecinos, trabajamos y jugamos, tenemos festivales invernales de teatro y poesía…, ese tipo de cosas. Visitamos los graneros de los animales. Tenemos una orquesta. La gente canta, baila y les enseña trucos a los animales. Tenemos una universidad de invierno donde la mayor parte de nosotros aprendemos cosas que jamás aprenderíamos de no ser por el invierno. A veces hacemos venir profesores de Semling para que nos enseñen durante la estación fría. Descubrirá que nuestra educación es bastante superior a la de los bons, aunque procuramos que ellos no se enteren. Bajo la Comunidad hay tantos túneles, almacenes y salas de reunión que es como vivir encima de una esponja. Vamos de un lado para otro y jamás nos asomamos al exterior, donde el viento te cala hasta los huesos y la niebla fría lo cubre todo, ocultando los fantasmas de hielo.
—Pero los bons se quedan en sus haciendas, ¿no?
—En las haciendas no tienen nuestros recursos, por lo que no saben sacarle tanto provecho al tiempo. En la ciudad tenemos miles de personas a las que acudir: en invierno, la población es bastante superior a la de ahora. Cuando llega el invierno, las aldeas se vacían y sus habitantes vienen a la Comunidad. El puerto sigue abierto durante todo el año, por lo que hay visitantes incluso durante la estación fría. El hotel también tiene habitaciones de invierno con túneles que llevan al puerto. Una hacienda suele albergar a cien personas; puede que a ciento cincuenta… En una hacienda todo el mundo acaba hartándose de ver a los demás.
Hubo unos instantes de silencio y, finalmente, Marjorie se decidió a hacerle la pregunta que llevaba rato dándole vueltas por la cabeza.
—¿Tienen algún tipo de obra caritativa?
—¿Obra caritativa, señora?
—Ya sabe, hacer el bien. Ayudar a la gente. —Se encogió de hombros y usó la frase que Rigo solía utilizar—. Viudas y huérfanos.
Persun agitó la cabeza.
—Bueno, sí, hay viudas, y supongo que debe de haber algún que otro huérfano, aunque no se me ocurre ninguna razón por la que deban necesitar caridad. Los que vivimos en la Comunidad nos ayudamos mutuamente, pero eso no es caridad, es cosa de sentido común. ¿Solía dedicarse a ese tipo de cosas en su hogar?
Marjorie asintió en silencio. Oh, sí, había hecho montones de buenas obras. Pero nadie había pensado que fueran lo bastante importantes como para ocupar su sitio cuando ella se marchó.
—Creo que voy a tener muchas horas vacías —le dijo, intentando explicarse—. Me parece que los inviernos serán muy largos.
—Oh, sí, lo son. Los aristócratas tienen un refrán en su idioma: Prin g’los dem aufent haudermach. «La intimidad del invierno se separa en la primavera». Bueno, quizás usted lo diría de otro modo… «Las relaciones del invierno se rompen en la primavera». —Pensó en ello durante unos instantes, moviendo las cejas—. No, supongo que un terrestre emplearía la palabra «matrimonios». «La primavera debilita los matrimonios del invierno».
—Sí, probablemente usaríamos la palabra matrimonios —dijo ella con expresión sombría—. ¿Cómo aprendió a hablar la lengua diplomática?
—Todos la hablamos. El puerto tiene mucho tráfico. Naves que llegan, naves que se van… La Comunidad tiene más agentes de cambio y bolsa de los que usted piensa. Hacemos encargos a otros planetas. Vendemos cosas. Necesitamos enviar mensajes. Hablamos la lengua diplomática, la comercial, el sembla y media docena de lenguas más. El idioma de Hierba es bastante rígido y muy poco preciso. Es un lenguaje inventado por los aristócratas, algo así como un código privado. Se lo enseñaré, pero no espere encontrarle mucha lógica.
—Le prometo que no lo intentaré. ¿Cómo se gana la vida? ¿Enseñando idiomas?
—Oh, no, señora, puedo jurárselo por los maravillosos migerers de los hippae… ¿A quién podría enseñárselos? Todo el mundo los conoce tan bien como yo y, ¿quién más podría querer aprenderlos? Hime Pollut el carpintero es amigo del artesano Roald Few, y yo soy el hijo de Pollut el carpintero, y Roald me está utilizando ahora que hay poco trabajo. Eso es todo.
Marjorie no pudo contener la risa.
—Entonces, ¿es usted carpintero y hace tallas?
Los ojos de Persun se volvieron distantes, como sí estuviera soñando.
—Bueno, de momento eso es lo que soy, ya que todavía no he conseguido hacer fortuna. —Se quedó callado y acabó irguiéndose en su asiento, como si volviera a ser consciente de donde estaba—. Aunque ya lo conseguiré. Hay mucho dinero a ganar comerciando con las sedas de Semling, téngalo por seguro. Pero le haré unos cuantos paneles para su estudio, Señora, pues si queremos que nadie sepa que está aprendiendo el idioma de Hierba necesitamos una razón que justifique mi estancia aquí, ¿no cree? —Además, en cuanto la vio, sintió el deseo de crear algo para ella, algo realmente hermoso y sin precedentes.
—¿Y qué haré cuando el Obermun bon Haunser me recomiende algún secretario?
Persun agitó la cabeza pensativamente.
—Dígale que necesita un poco de tiempo para decidirse. En Hierba todo va muy despacio, dejando aparte la Comunidad, o eso le he oído decir a los visitantes de otros planetas que han hecho tratos con los aristócratas. Siempre acaban impacientándose. Hágale esperar un poco: el Obermun no se enfadará.
Habló de todo aquello con Rigo y, cuando el Obermun acabó recomendándole a un tal Admit Maukerden, respondió tal y como le había sugerido Persun.
Entre una cosa y otra, pasaron varios días antes de que Marjorie tuviera tiempo para montar. Anthony y Rigo ya habían hecho varias excursiones, e incluso Stella había sido obligada a ejercitarse un poco. Un día después de que los artesanos se hubieran marchado, Marjorie salió con los hombres de la familia. Hacía calor, el cielo estaba despejado y le habría gustado que Stella estuviera con ellos, aunque Stella había rechazado la invitación con una cierta altivez. Stella montaba muy bien, pero había dejado perfectamente claro que la idea de montar a caballo en Hierba no le apetecía en absoluto: de hecho, nada de cuanto pudiera hacerse en Hierba le gustaba. Stella había tenido que abandonar a sus amistades y, especialmente, a una amistad en concreto. Marjorie no lo lamentaba. Quizás el ostentoso aburrimiento de Stella fuera una forma de castigar la indiferencia de Marjorie, pero Marjorie no podía lamentar esa separación, sabiendo lo que sabía y Stella ignoraba. Lo máximo que podía hacer era desear que Stella estuviera con ellos mientras iban por el serpenteante camino que llevaba a los establos recién construidos.
Los mozos de establo habían hecho lo que se les ordenó: cortaron hierba de varias clases y la colocaron en los comederos, cubrieron con barro las paredes de los establos, y también trajeron pequeñas cantidades de tres o cuatro tipos de grano cultivado en Hierba para ver cuál gustaba más a los caballos. Se dedicaron a observar cómo los terrestres ensillaban tres caballos y les hicieron preguntas en la lengua comercial, sin dar ninguna señal de timidez o incomodidad. «¿Para qué sirve esto? ¿Por qué hacen eso?».
—¿Es que los bons no montan? —les preguntó Tony—. ¿Nunca habéis visto una silla de montar?
Los dos hombres y la mujer que servían de mozos se miraron los unos a los otros en silencio. Evidentemente, era un tema del que no les apetecía nada hablar.
—Los hippae no…, no se dejarían poner encima una silla de montar —acabó diciendo la mujer en voz baja—. Los jinetes llevan ropa acolchada.
Vaya, vaya, vaya, se dijo Marjorie. Sorprendente, ¿no? Vio que Tony la estaba mirando, y agitó la cabeza en un gesto casi imperceptible justo cuando su hijo iba a preguntarles algo como que desde cuándo un caballo tenía derecho a decidir lo que le gustaba y lo que no.
—Nuestros caballos encuentran más cómoda la silla de montar que los huesos de nuestros traseros —dijo con calma—. Puede que los hippae tengan una constitución distinta.
Aquello pareció disipar un poco la tensión, y los mozos de establo volvieron a hacerles preguntas. Marjorie tomó nota de qué preguntas demostraban más inteligencia y quiénes eran los que parecían comprender mejor las respuestas.
—Cortar la hierba azul cuesta bastante —dijo uno de ellos—, pero es la que más les gusta a los caballos.
—¿Qué usáis para cortarla? —les preguntó Marjorie. Le mostraron una hoz hecha de un acero bastante malo—. Os daré herramientas mejores. —Abrió una caja de herramientas y les entregó cuchillos láser—. Tened cuidado con ellos —les dijo, mostrándoles cómo debían utilizarlos—. Podríais perder fácilmente un brazo o una pierna… Aseguraos de que no haya nadie delante de la hoja.
Vio cómo hacían experimentos con los cuchillos, cortando gavillas de hierba de un solo golpe, lanzando exclamaciones de sorpresa y placer y mirándola con agradecimiento. Necesitaría a alguien que se encargara de cepillar a los caballos, y esa persona tendría que ser reclutada entre los aldeanos. Aquellos tres ya estaban empezando a mimar demasiado a los caballos, acariciándoles y dándoles palmaditas a cada momento.
Santidad sólo les había permitido traer consigo seis animales, y habían tenido que escoger entre sus mejores ejemplares de crianza, pensando en lo larga que podía ser su estancia. Marjorie había aceptado dejar en la Tierra su montura favorita, el bayo castrado «Fiel», con lo que ahora montaba a «Octavo día», un corcel entrenado por un antiguo jinete de Lippizaner. Rigo montaba a «Don Quijote», un caballo árabe. Tony montaba a «Millefiori», una de las yeguas purasangre. Había tres yeguas purasangre y otra, «Irlandesa», que era producto de varios cruces y a la que habían traído por su tamaño. Si tenían que permanecer en el planeta durante todo un año de Hierba o más, al menos tendrían la diversión de ir criando su propia yeguada.
Tony les llevó por un pliegue del terreno que tendría un kilómetro de anchura y terminaba en una especie de arena natural que había estado utilizando para ejercitar a los caballos: era una extensión de hierba ámbar de forma casi circular situada un poco por debajo del nivel del suelo. Una vez allí, empezaron con el ritual de los ejercicios: paseo, trote, medio galope, trote, otra vez paseo, primero en una dirección y luego en otra, trote continuado, medio galope y, finalmente, desmontaron para examinar a los caballos.
—Ni tan siquiera jadean —dijo Rigo—. Han ido mejorando a cada día que pasaba. —Parecía entusiasmado, y Marjorie sabía que su mente ya estaba empezando a hacer planes. Rigo nunca era más feliz que cuando estaba llevando a cabo alguna actividad encubierta. ¿Cuál sería? ¿Algo con que asombrar a los nativos? Rigo siguió hablando de los caballos—. Es sorprendente lo deprisa que se han recuperado.
—Igual que nosotros —dijo Marjorie—. Uno o dos días de encontrarnos fatal, y luego hemos vuelto a sentirnos igual que siempre. Veo que no han perdido el tono muscular. Hagamos unos cuantos minutos más de ejercicio y volvamos al paso. Mañana estaremos más rato.
Montó y se dejó llevar una vez más por el ritmo familiar de aquellos movimientos: medio pase, un círculo, otro medio pase.
Algo situado en el risco atrajo su atención, una sombra oscura que se recortaba contra la claridad del sol primaveral. Alzó los ojos, sorprendida, y vio el contorno de unas siluetas oscuras, pero el sol la deslumbraba y no podía distinguirlas con claridad. ¿Caballos? Una fugaz impresión de cuellos arqueados y flancos redondos, sólo eso. No tenía forma de saber cuál era su tamaño o lo lejos que estaban.
«Octavo día» se quedó quieto, mirando hacia el mismo punto que ella, y emitió un leve relincho de preocupación: la piel de sus hombros tembló como si un enjambre de tábanos lo atacara con sus aguijones.
—Shhh —dijo Marjorie, dándole palmaditas en el cuello, turbada por su turbación. Allí arriba había algo que no le gustaba. Alzó nuevamente los ojos hacia el sol, intentando ver con más claridad. Una nube estaba a punto de cubrir el sol, pero antes de que pudiera amortiguar su luz las siluetas del risco se esfumaron.
Los observadores parecían no tener ganas de que nadie les observara. Hizo avanzar a «Octavo día», pues quería ir hasta el risco y ver dónde se habían metido, fueran lo que fuesen.
El caballo se estremeció como si sintiera un agudo dolor, como si algo anduviera terriblemente mal. Emitió un relincho gutural, el precursor de un grito desesperado. Sólo la presión de sus piernas y la mano de Marjorie en su cuello le permitieron seguir aguantando. Parecía casi incapaz de tenerse en pie y, desde luego, no podía dar ni un paso hacia delante.
Interesante, pensó Marjorie con la capa más superficial de su mente, viendo temblar los hombros de «Octavo día». No intentó hacerle avanzar y se esforzó por calmarle.
—Shhh —repitió—. No pasa nada, no pasa nada.
Y entonces, cobrando consciencia del profundo y aparentemente inmotivado terror que la invadía, sintió lo mismo que el caballo, y supo que sí pasaba algo, y que ese algo no tenía nada de bueno.