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Las calles de Santa Magdalena estaban llenas de barro, como de costumbre. Marjorie Westriding Yrarier tuvo que dejar su aerodeslizador en la entrada, junto al puesto de población, y se abrió paso por entre un cenagal que casi le llegaba a las rodillas, dejando atrás la capilla y el comedor de los pobres hasta llegar al chamizo asignado como alojamiento de Bellalou Benice y sus hijos, aunque en realidad ahora sólo tenía una hija: Lily Anne. Los dos hijos legales habían repudiado públicamente a su madre un mes antes, por lo que habían logrado escapar de aquel vertedero. La frase le trajo recuerdos bastante desagradables y Marjorie se ruborizó, disgustada consigo misma por haberse permitido aquel estallido de irritación dirigido hacia los dos Benice que ya casi eran adultos. «Escapar de aquel vertedero»…, sí, la frase resultaba muy adecuada, y lo más probable era que la misma Bellalou hubiese animado a su progenie para que llevara a cabo esa humillante ceremonia apenas cumplieran la edad necesaria. En la Tierra, tanto el gobierno planetario como la mayoría de gobiernos provinciales afirmaban conservar una herencia judeocristiana, pero el «honrarás padre y madre» carecía de significado para los hijos ilegales o sus padres.

Cuando llegó al chamizo, Marjorie dejó su mochila sobre el murete y se limpió las botas en el peldaño de la entrada, quitándose las pellas de barro pegadas a las suelas. Qué miseria tan injustificable, pensó. Pavimentar las calles requeriría menos dinero del que se gastaba colocando aceras temporales durante las visitas trimestrales de la Junta, pero Marjorie estaba en minoría, y la Junta de Gobernadores consideraba que las obras de caridad debían regirse estrictamente por la regla de «nada de lujos». La mayor parte de los miembros de la junta tomaban sus decisiones sobre Ciudad Criadero sin haber visto nunca el lugar ni a las personas que vivían en él. Aunque, naturalmente, alababan a Marjorie por ser «tan valiente» y por mostrar tanta «dedicación» a su trabajo. Hubo un tiempo en el que aquello la satisfacía enormemente. Pero eso ya pertenecía al pasado, a esa época en la que era mucho más ignorante e ingenua.

La puerta del chamizo se abrió unos centímetros para revelar el rostro hinchado de Bellalou. Alguien había vuelto a darle una paliza. No podía ser el hombre al que llamó esposo, pues le habían fusilado el año pasado por procreación ilegal.

—Señora… —dijo Bellalou.

—Buenos días, Bellalou. —Marjorie le dirigió la sonrisa que utilizaba durante sus visitas, esforzándose por no mostrarse condescendiente—. ¿Qué tal está Lily?

—Estupendamente —dijo la mujer—. Muy bien.

Naturalmente, eso era mentira. Cuando Marjorie entró en la habitación, sucia y desordenada, la chica ilegal alzó hacia ella un rostro tan mohíno e hinchado como el de su madre.

—Otra vez vigilándome, ¿eh?

—Intento mantenerte viva hasta que salga la nave, Lily.

—Quizá estaría mejor muerta, ¿ha pensado alguna vez en eso?

Marjorie se limitó a asentir en silencio. Oh, desde luego; había pensado en eso. Lily quizá estuviera mejor muerta, y eso quizá fuera aplicable a la mayor parte de la población ilegal: la muerte sería mejor que el traslado a Arrepentimiento, ya que allí dos de cada tres habitantes morían antes de cumplir los treinta años. Aunque Marjorie había decidido consagrarse a su trabajo impulsada por la convicción religiosa de que la vida siempre era digna de vivirse, fuera cual fuese el precio a pagar, eso era antes de haber visto ciertos documentales y leído ciertos informes. Ahora, ni tan siquiera estaba segura de que Arrepentimiento fuese preferible a una muerte rápida.

—No estarás hablando en serio, Lily —la riñó Bellalou.

—Pues claro que hablo en serio, joder.

Marjorie intervino, queriendo convencerse a sí misma tanto como deseaba convencer a la joven.

—Lily, míralo de esta forma… En Arrepentimiento podrás tener todos los bebés que quieras. —Al menos, eso era cierto. Arrepentimiento necesitaba toda la población que pudiera conseguir, mientras que la Tierra se regía por un estricto sistema de control. Los bebés nacidos en Arrepentimiento serían ciudadanos de aquel planeta.

—No quiero tener bebés allí. Quiero el bebé que me quitó. —Era su queja más reciente: Marjorie se había encargado de hacer los arreglos necesarios para el aborto, arriesgando su propia libertad y posiblemente su matrimonio durante el proceso. Ni Rigo ni las leyes locales habrían visto con buenos ojos aquel acto de caridad. El confesor de Marjorie, el padre Sandoval, tampoco se lo habría tomado muy bien de haberlo sabido. Dando otro paso por un sendero del que aún rezaba por poder salir, Marjorie se lo ocultó todo.

—Lady Westriding no te quitó el bebé, Lily. Si no hubieras abortado, los de población te habrían matado apenas te hubiesen visto la barriga, ya lo sabes… —Bellalou le lanzó una mirada suplicante a su hija—. Los ilegales no pueden hacer eso. —A partir del tercer hijo inclusive, los bebés eran considerados ilegales. Aunque Bellalou no era una ilegal, su posición era prácticamente igual que si lo fuera, pues tenía una hija que había sido despojada de sus derechos civiles—. Todo irá mejor en Arrepentimiento —siguió diciendo, como si estuviera reclamando un futuro más alegre para su hija.

—No quiero ir allí. Prefiero que me maten —gritó la chica.

Ni Marjorie ni Bellalou intentaron llevarle la contraria. De hecho, Marjorie estaba preguntándose por qué no había dejado que las cosas siguieran su curso. Pobre bestezuela ignorante… Era tan estúpida como una gallina clueca. Ya había perdido la mitad de los dientes y no sabía leer ni escribir. Enseñar a los ilegales o darles cuidados médicos estaba prohibido por la ley. Cuando cumpliera los dieciséis años, Lily sería llevada hasta el puerto para unirse a todos los demás jóvenes ilegales destinados a vivir y morir en el planeta colonia, y de no haber sido por el aborto y porque se le había practicado un implante anticonceptivo altamente ilegal que funcionaría durante cinco años, la pobre estúpida ni tan siquiera habría vivido hasta el momento de ser deportada. La ley planetaria decía que si una ilegal quedaba embarazada, sería fusilada junto con el macho ilegal o la persona desprovista de sus derechos que, según ella, fuera responsable de su estado…, si es que se tomaba la molestia de revelar al culpable, cosa que un número sorprendente de ellas hacía. Sin embargo, el que algunos hombres respetables hubieran sido acusados hizo que se introdujeran ciertos cambios en la ley. Ahora, tanto el cuerpo de guardia como el comité de visitadores de Ciudad Criadero estaba formado por mujeres.

—Ustedes pueden tener hijos —gimoteó Lily—. ¡Los ricos sí pueden!

—Dos —dijo Marjorie—; sólo dos, Lily. Si yo tuviera otro hijo sería un ilegal, como tú. Me despojarían de mis derechos, igual que hicieron con tu madre, y conseguirían que mis otros dos hijos me repudiaran, igual que hicieron tu hermano y tu hermana con Bellalou. —Habló con voz cansada, sin creer en lo que decía. Los ricos nunca se metían en esa clase de líos. No les hacía falta. Sólo los pobres acababan cayendo en la trampa: la trampa de la ignorancia, de la religión, de las leyes mezquinas promulgadas por gente que las transgredía impunemente… Marjorie también llevaba un implante importado del Enclave Humanista de la costa. Otra cosa que no le había contado al padre Sandoval. Tampoco se lo había contado a Rigo, pero estaba segura de que lo sospechaba. Probablemente su amante también llevaba uno.

Se puso en pie y se alisó los pantalones.

—Te he traído algo de ropa para cuando estés en la nave —le dijo—. Y algunas cosas que te harán falta en Arrepentimiento. —Le entregó el paquete a Bellalou—. Lily necesitará todo esto, Bellalou. No deje que lo cambie por eufis, por favor… —Pese a todos los esfuerzos por impedirles la entrada, los traficantes de drogas euforizantes seguían haciendo buenos negocios en Santa Magdalena.

—Dame —gimoteó Lily, intentando apoderarse del paquete.

—Luego —dijo su madre—. Luego, cariño. Después te lo daré.

Marjorie salió del chamizo para volver a enfrentarse con el aire húmedo y el fango, alegrándose por haber terminado una visita y sin muchas ganas de visitar la otra media docena de chamizos incluidos en su programa de hoy. Podía hacer tan poco por ayudarles… Comida para los niños hambrientos, unos cuantos antisépticos y tranquilizantes que no se consideraban auténticas «sustancias farmacéuticas»… La población de la provincia estaba compuesta por una gran mayoría de Santificados, y eso quería decir que había leyes contra el aborto y los métodos anticonceptivos. Únase eso a las leyes planetarias que prohíben más de dos hijos vivos por madre, ¿y qué se obtiene? La Ciudad de Santa Magdalena. Ciudad Criadero, una fundación caritativa creada por unos cuantos Viejos Católicos ricos para dar cobijo a los infortunados y los imprudentes que habían seguido sus inclinaciones naturales o los dictados de su religión. Como presidenta del Comité Visitador, Marjorie visitaba la ciudad con mucha más frecuencia que la mayoría de los demás miembros. Se alisó su revuelta cabellera con las manos, corrigiéndose mentalmente: no, más que ninguno de ellos. Se habían apresurado a admirar su dedicación al trabajo, pero no parecían sentir muchos deseos de emularla.

Todo aquello sólo servía para que sus dudas fueran haciéndose más fuertes. Las presidentas que habían ocupado el cargo antes que ella sólo lo eran de nombre, o eran mujeres tan ricas como Marjorie que pagaban a otras para que hicieran las visitas en su nombre. ¿Por qué insistía en hacer esto ella misma?

—Imaginas que llegarás a santa —se había burlado Rigo—. ¿Qué pasa, no te basta con haber ganado una medalla de oro en las olimpiadas? ¿No te basta con ser mi esposa? ¿También has de ser santa Marjorie y sacrificarte por los pobres?

Eso le había dolido, aunque en realidad no era cierto. La medalla de oro era algo del pasado, muy anterior a su matrimonio. La joven Marjorie Westriding había ganado una medalla, sí, pero el decidir quién ganaba medallas venía determinado por un montón de opiniones subjetivas de los jueces y los funcionarios. Podías estar muy orgullosa y, al mismo tiempo, no estar nada segura de cuál era tu auténtica valía, o al menos eso le había intentado explicar a un Rigo que no estaba nada dispuesto a creerla, y que acabó riéndose y fingiendo incredulidad incluso cuando sus brazos la rodeaban en un abrazo apasionado. La respuesta más sincera a su pregunta habría sido no: la medalla de oro no era suficiente. Además, ya hacía mucho tiempo de eso. Necesitaba algo comparable, algo que sólo le perteneciera a ella, algún logro perfecto e indiscutible… Durante un tiempo pensó que ese logro podía ser su familia y sus hijos, pero, al parecer, no iba a ser así.

Ésa era la razón de que hubiera probado esta salida, y tampoco estaba funcionando demasiado bien. Apretó los dientes, se internó en el fango y fue hacia el siguiente chamizo de su ruta.

Cuando volvió al aerodeslizador unas horas después estaba cansada, sucia y espantosamente deprimida. Una de «sus» chicas había sido ejecutada esa semana por una patrulla de población. Otra familia tenía dos niños que parecían estarse muriendo, probablemente de alguna enfermedad contagiosa que no habrían contraído si los ilegales pudieran ser vacunados, cosa que no estaba permitida. Mil años antes, la población de Ciudad Criadero habría podido ser enviada en barco a Australia. Unos centenares de años antes se les habría permitido emigrar a las colonias de los planetas salvajes. Pero con Santidad metiéndose en todo y poniéndose amenazadora cada vez que la población intentaba dispersarse, ya no existía ninguna colonización digna de ese nombre. No había ningún sitio donde mandar al exceso de gente salvo Arrepentimiento, si es que lograban resistir el tiempo suficiente para llegar hasta allí.

Pero la verdad es que Arrepentimiento podía ser peor que la alternativa. Marjorie había llegado a la conclusión de que así era, y continuar con ese trabajo parecía bastante inútil. Mientras Santidad conservara el poder, no había forma legal de hacer algo realmente efectivo. Cada semana habría una nueva chica embarazada o a punto de estarlo, y todo seguiría igual. Marjorie podía gastar todo su dinero y derramar hasta la última gota de su sangre, y no serviría de nada. Y, pensándolo bien, ¿acaso importaba que alguno de ellos lograra escapar de la Tierra? ¿Lily, por ejemplo? ¿Bets, del mes pasado? ¿Dephine, del mes anterior a ése? Si ellas no lo conseguían, siempre habría alguien lo bastante duro como para llegar hasta allí. ¿Y qué clase de vida tendrían una vez hubieran llegado? Dominados por la ignorancia y el resentimiento, con muchas probabilidades de morir jóvenes…

Marjorie apretó los dientes, prohibiéndose el consuelo del llanto. Podía dejarlo, claro está. Había docenas de excusas que podía darle a la junta, todas ellas aceptables. Pero había asumido ese deber, y olvidarse de él debía de ser un pecado, ¿no?

Meneó violentamente la cabeza, haciendo oscilar el aerodeslizador. El estrépito de la sirena de alarma la devolvió al mundo real. Sería mejor pensar en otra cosa. En los chicos, por ejemplo: las aspiraciones de Tony, las rabietas de Stella… Pensaría en lo que fuera, hasta en Rigo y su amante. No, amantes. En plural, una detrás de otra.

El aerodeslizador salió de la calzada aérea para entrar en los límites de la propiedad y Marjorie alzó la mano en un saludo dirigido al mozo de establos, rezando para que Rigo no estuviera en casa porque entonces le preguntaría dónde se había metido y qué había estado haciendo, buscando pretextos con los que dar pie a una discusión. Estaba demasiado cansada y deprimida para discutir. Había querido hacer algo que tuviera un auténtico significado, lograr una bella victoria personal, y había fracasado: eso era todo. No había sido un deseo del que debiera avergonzarse o algo por lo que Rigo debiera torturarla insistiendo en que le explicara el porqué, porqué, porqué… Especialmente ahora, cuando ya no estaba muy segura de por qué lo había hecho.

Quizá Rigo tuviera razón, quizá la hubiera tenido siempre. Quizá deseara ser una santa. ¿Y si fuera cierto?

Se echó a reír, sin poder evitarlo; las lágrimas brotaron de sus ojos mientras aparcaba el aerodeslizador y se dejaba caer en el asiento, preguntándose cómo podías convertirte en una santa en aquella época. Empezó a limpiarse la cara y trató de recobrar la compostura, pero nada más hacerlo recordó que ya no tenía por qué seguir fingiendo calma y seguridad en sí misma…, ya no tenía por qué seguir fingiendo nada. Al menos esta vez no tendría que darle explicaciones a Rigo. No volvería a casa hasta la noche, porque éste era el día en que Roderigo Yrarier, devoto hijo de la Iglesia y fiel Viejo Católico, había hecho lo impensable. Había respondido a la llamada de Santidad.

Cien ángeles dorados se alzan sobre las torres de Santidad con las alas desplegadas enarbolando trompetas, iluminados por fuegos interiores que les hacen brillar como una centuria de soles. Las torres cristalinas de Santidad se pegan las unas a las otras creando una impresionante hoguera de superficies resplandecientes que arde contra la oscuridad de un cielo vacío. Son un faro encendido tanto durante el día como durante la noche —eso dice Santidad—, una guía para la gran diáspora de la humanidad que vive en los mundos dispersos por los negros mares del espacio.

También son una baliza para las naves turísticas que forman enjambres, sin rebasar el límite de cincuenta kilómetros impuesto por Santidad, con las mirillas repletas de espectadores. Las naves no pueden acercarse más por miedo a algún desastre no especificado, y apenas si se les permite aproximarse lo suficiente para que los turistas distingan a los inmensos ángeles que coronan la cima de las torres y lean las palabras inscritas en lo alto de los muros, reflejadas por los espejos y reveladas por las luces.

Santidad. Unidad. Inmortalidad.

A esa distancia el ojo humano es incapaz de percibir ningún detalle, pero Santidad jamás puede ser observada desde más cerca. Para todos los mundos, Santidad es una presencia que se cierne sobre el horizonte terrestre, perceptible pero remota, santa e inalcanzable, un lugar al que sólo los elegidos pueden acceder: los hierofantes, los servidores, los acólitos… Suponiendo que algún hombre tenga razones para entrar en ella (las mujeres no pueden entrar allí bajo ningún pretexto), antes debe obtener los documentos adecuados. Después debe usar esos documentos —una vez ha demostrado que es realmente un hombre—, para entrar en la bien vigilada terminal rodeada de campos. Una vez satisfechos, los guardias le llevarán hasta un transporte que le hará recorrer un sinfín de túneles silenciosos y acabará depositándole en una zona de recepción situada a una respetuosa distancia del corazón de Santidad, que siempre ha de estar protegido.

Ese corazón está formado por los cuarteles subterráneos del Jerarca, sepultados bajo las torres erizadas de ángeles y protegidos de todo daño imaginable por un kilómetro de tierra y piedra. Los hierofantes de alto rango ocupan apartamentos cercanos. Encima de ellos están las máquinas, después vienen las capillas, y por encima de éstas queda la terminal y la zona de recepción. En los primeros niveles de las torres están las suites de los servidores y los clérigos intermedios. Cuanto más arriba vives, más bajo está tu peldaño de la escalera organizativa, o eso dice la sabiduría tradicional. Cuanto más arriba estás, más tardas en llegar a las capillas y túneles donde se lleva a cabo todo el trabajo ritual de Santidad. Cuanto más arriba vives, menos apreciado eres… Junto a la cima, en comunión con las nubes, están los conversos más entusiastas y menos inteligentes, los que no sirven para nada; los viejos, con su anonimato desvaneciéndose gradualmente en el olvido; los acólitos que han prestado juramento y que cumplen a regañadientes con su período de servicio.

Y allí, en el último piso de la torre más alta, transcurren las horas libres de Rillibee Chime, que pasa acuclillado en un silencio rodeado de nubes, meditando o tumbado en su angosto lecho durante esas noches de celibato que jamás son manchadas por la presencia de un sueño feliz. Aquí se levanta por la mañana y se lava, aquí se calza sus zapatillas, aquí se pone ese traje limpio e incoloro provisto de un rígido capuchón igual a todos los demás capuchones, cubriéndose el rostro con polvos para eliminar cualquier huella de color humano que no sería bien vista… Y, mientras hace todo eso, observa las uves de pájaros que desfilan por el cielo, las bandadas que vuelan con rumbo sur, hacia las tierras cálidas, hacia el hogar de Rillibee. Santidad se encuentra allí donde empieza la desolación, tanto para mantenerse apartada de los mezquinos asuntos cotidianos del mundo como para no ocupar un espacio que la naturaleza necesita para otras cosas. Detrás de las torres relucientes se extiende la tundra ártica, el hielo y el frío cuyo reinado lleva siglos sin ser interrumpido.

Pero el frío carece de significado en Santidad. Dentro de las torres la temperatura nunca cambia. Esos pasillos silenciosos no conocen el eco de la lluvia ni la intrusión de la nieve. Nada crece, y a nada se le permite morir. Si Rillibee cayera seriamente enfermo, se le sacaría de allí y otro acólito ocuparía su habitación, haría su trabajo y asistiría a sus servicios. A nadie le importaría que uno hubiera desaparecido y que otro hubiera llegado. Sus padres o sus guardianes legales, de tenerlos, recibirían un mensaje, pero eso sería todo. Aunque la doctrina enseña que la inmortalidad de la persona es la única razón que justifica la existencia del edificio de Santidad, quienes la sirven no tienen permiso para poseer una personalidad propia…, al menos no al nivel de Rillibee. En Santidad hay muy pocos nombres conocidos: el Jerarca, Carlos Yrarier; el jefe de división para Misiones, Sender O’Neil; el nombre del Jerarca Electo… El nombre de Rillibee jamás figurará entre ellos.

A veces Rillibee repite su nombre una y otra vez, en silencio, recordándose quién es, aferrándose a sí mismo, al yo que conoció, el yo con recuerdos, un pasado y gente a la que amó. A veces clava los ojos en alguna torre cercana, tratando de atravesar la superficie reluciente y distinguir alguna silueta, queriendo ver a otra persona, alguien con un nombre distinto al suyo, conteniendo los gritos que amenazan con romper la rígida prisión de su garganta.

—Soy Rillibee Chime —murmura—, nacido entre los cactus del desierto, compañero de los pájaros y los lagartos. —Invoca el recuerdo de los pájaros y los lagartos, de las hileras de patos que flotan en el cielo, de las tortitas de maíz cocinadas sobre una parrilla caliente, el sabor de las judías, el recuerdo de Miriam y Joshua y de cuando eran la familia Songbird, hace ya mucho tiempo—. Dos años más —murmura—; dos años más.

Le faltan dos años para terminar su servicio. El juramento no ha sido prestado por sus padres, como suele ocurrir con los hijos de los Santificados; no ha sido entregado a cambio de que su madre recibiera el permiso para engendrar un hijo. No, sólo las mujeres de los Santificados tienen que entregar a sus hijos para que sirvan durante años en la sede de Santidad, y los padres de Rillibee no eran Santificados. Rillibee ha sido capturado, aceptado, adoptado o asignado al servicio porque ya no quedaba nadie más con quien mantener a raya a los esbirros de Santidad.

Dos años más, se dice Rillibee, si es que consigue resistir tanto tiempo. ¿Y si no lo consigue? A veces se hace esa pregunta, temiendo la respuesta. ¿Qué le sucede a quienes no consiguen cumplir todo su servicio? ¿Qué les sucede a los que no pueden contener los gritos, los que balbucean, gritan o maldicen, como quiere hacer él…?

—Maldición —decía el loro, haciendo reír a Miriam—. Maldición. Mierda.

—Maldición —murmura Rillibee ahora.

—Dejadme morir —había dicho el loro, y entonces nadie se había reído.

—Dejadme morir —dice Rillibee, extendiendo las manos hacia los relucientes serafines de seis alas que se alzan sobre las torres.

Todo sigue igual. Los ángeles, aunque reciben un continuo chorro de peticiones, no le fulminan.

Cada día sale de su cubículo, va hacia el pozo de bajada y lo contempla durante un segundo, preguntándose si tendrá el coraje necesario para dejarse caer por él. Cuando entró en Santidad tuvieron que empujarle, y eso siguieron haciendo una y otra vez, y Rillibee tuvo la sensación de que caería para siempre, con la piel de gallina y el estómago luchando por escapar por su nariz. Han pasado diez años, y su mente aún sigue lanzando un grito silencioso cada vez que piensa en dejarse caer por el pozo. Ha logrado encontrar una alternativa más o menos aceptable. El tubo sin fondo del pozo contiene unos gruesos barrotes metálicos utilizados por los encargados de la limpieza o las reparaciones. Trescientos metros de bajada, trescientos metros de subida. Rillibee hace ese trayecto dos veces al día, levantándose temprano para asegurarse de que tendrá el tiempo suficiente.

Después del descenso, el comedor. Ya lleva diez años yendo al comedor día tras día, desde que cumplió los doce, pero aún sigue teniendo que hacer un esfuerzo para no toser cada vez que huele el desayuno. El comedor, saturado por el eterno olor de esa comida repugnante… Se marcha sin haber comido nada.

Sigue bajando: va a la sala comunal para buscar su número, perdido entre los mil números más que llenan el tablero luminoso. RC-15-18809. Asignado al servicio del Jerarca. Debe llevar consigo un omnisecretario. Funciones de guía. Nivel menos tres, Habitación 409, a las 10.

El Jerarca… Es extraño que alguien tan joven y poco devoto como Rillibee sea asignado para servir al Jerarca. O quizá no sea tan extraño. Para Santidad él no es más que una pieza que puede sustituir o ser sustituido por cualquier otra, y guiar a un visitante o manejar un omnisecretario no requiere ser especialmente devoto o tener una gran fe.

Nadie va a necesitar su cuerpo hasta dentro de dos horas. Tiempo para hacer algo, para ir a Suministros y comprobar el omnisecretario. Tiempo para subir al economato y comprar cualquier cosa que sepa realmente a comida. Tiempo para ir a la biblioteca y escoger algo con que distraerse. Le da miedo ir a los sitios concurridos. Los gritos de soledad y frustración están demasiado cerca de la raíz de su lengua. Traga saliva, intentando hacerlos bajar, pero allí siguen, bultos grasientos de esa pena continua que ya no es capaz de engullir.

Mejor ir adonde no va casi nadie. Un tramo más hasta llegar al nivel de las capillas y un lento paseo por el corredor, dejando atrás una capilla, y otra, y otra, oyendo el zumbido de mosquito de los altavoces colocados encima de cada altar. Después, escoger una capilla al azar. Rillibee entra y se sienta, colocándose los auriculares que frenarán el zumbido de mosquito hasta situarlo en una velocidad inteligible. Una potente voz de bajo está canturreando: «Artemus Jones. Favorella Biskop. Janice Pittorney». Rillibee se quita los auriculares y se dedica a contemplar el altar.

Cada día un anciano toma asiento detrás del altar, esperando a que un acólito anónimo le presente la lista con los nuevos nombres introducidos en el registro. El anciano mueve la cabeza y el acólito empieza a hablar:

—En el mundo de Semling, una niña nacida de Martha y Henry Spike que ha recibido el nombre de Alevia Spike. En Victoria, un niño nacido de Frágil Marrón y Azul Duro Perdido que ha recibido el nombre de Sonido Roto. En Arrepentimiento, un niño nacido de Domal y Susan Crasmere que ha recibido el nombre de Domal Vincente II.

Y, al recibir cada una de esas revelaciones, el anciano se inclina y pronuncia unas palabras a las que el abuso ha despojado de todo sentido, unas palabras de las que ningún habitante de las torres hace el más mínimo caso.

—Santidad. Unidad. Inmortalidad.

El significado no importa. Basta con pronunciar esas palabras, y la puerta sagrada se abre. Un mero balbuceo silábico hace que el nombre entre a formar parte de las listas de la humanidad. Una vez ha pronunciado las palabras, el acólito sostiene sus impresos y sus muestras de tejido sobre el humo sagrado durante un momento antes de introducirlo todo en ranuras que conducen hasta unas superficies inclinadas de piedra tallada en un lugar que este acólito, como la mayor parte de los acólitos que cumplen servicios limitados, no llegará a ver jamás. Allí, el nombre es añadido a los archivos y la muestra celular es colocada en los bancos de tejidos, y ese doble acto crea un nuevo sitio inmortal en la historia sagrada para Alevia, con su arrugada piel rojiza, para Roto, el bebé que no para de llorar, y para Dom, el perezoso.

Rillibee ha estado una o dos veces en esas profundidades llenas de sonidos para trabajar en los registros. Allí se encuentran las máquinas genealógicas, hablando en susurros consigo mismas mientras asignan números y toman nota de la información genética contenida en las muestras de células, información que servirá, si se presenta la ocasión, para resucitar el cuerpo de Alevia o de Roto o de Dom o de éste o de aquél o de cualquier otro ser humano que haya vivido, en toda su inimitable individualidad, permitiendo distinguirle de todos sus congéneres, vivos o muertos, haciéndole emerger como un recién nacido de las máquinas clónicas. Sólo en cuerpo, naturalmente: nadie ha encontrado aún la forma de grabar la memoria o la personalidad. Aun así, eso es mejor que nada, como dicen los Santificados mientras dejan caer sus muestras de tejido en las ranuras. Si el cuerpo vive, acumulará recuerdos, y con el tiempo habrá una nueva creación más o menos parecida a la antigua. ¿Quién puede afirmar que la nueva Alevia, de vez en cuando y con una extraña sensación de déjà vu, no será capaz de revivir su existencia anterior? ¿Quién puede saber si Dom no acabará mirándose al espejo para ver el fantasma de su viejo yo?

Las profundidades de Santidad albergan el nombre de todos los hombres y mujeres que han vivido a lo largo de la historia humana. Aquellos para quienes no pudieron hallarse datos escritos han sido extrapolados por las máquinas ronroneantes, arrancados a ese confín del tiempo en el que la humanidad no existía. En las máquinas hay hombres y mujeres con nombres que ninguna persona histórica conoció, nombres en lenguas que se hablaron durante el amanecer del tiempo. Que no haya nadie vivo capaz de hablar la lengua del homo habilis carece de importancia; las máquinas saben cómo era ese lenguaje y los nombres de quienes lo hablaron. Adán, recién bajado de los arboles, está en las listas, así como Eva, rascándose el trasero con una mano de pulgar recién desarrollado. Y allí están también sus genotipos, diseñados por las máquinas y con las secuencias del ADN correctamente asignadas. Todas las personas que han vivido están allí, en Santidad/Unidad/Inmortalidad.

Y todo eso, cada máquina, cada anotación, cada muestra…, todo está vigilado y protegido. Hay centinelas por todas partes, observando, fijándose en lo que ocurre, informando… Vigilando a quienes dan señales de no acatar los ideales de S/U/I, vigilando a los acólitos que pueden acabar sucumbiendo ante la locura, vigilando la posible aparición de los Mohosos, los miembros de esa secta que se ha hartado de seguir soportando los problemas de la vida y sólo desea el fin, la destrucción definitiva de Santidad, de la Tierra, de cien mundos, de la misma vida…, el fin de todos esos hombres y mujeres incluidos en la lista eterna.

Cada día, las máquinas leen parte de esa lista en cada una de las mil capillas: en voz alta, del amanecer al ocaso, del ocaso al amanecer. Cuando la lista ha sido leída en su totalidad, las máquinas vuelven a empezar. El zumbido de mosquito de su lectura no tiene fin: repasa toda la humanidad desde el padre Adán hasta el pequeño Dom, una vez, y otra, y otra…

Rillibee contempla al anciano, escuchando distraídamente los nombres canturreados por el acólito, y acaba poniéndose los auriculares mientras la máquina sigue recitando. «Violet Wilbeforce. Nic En Ching. Herbard Guston». Todos los seres humanos que han vivido a lo largo de la historia, pero no Rillibee Chime. Nunca ha oído su nombre pronunciado por esa voz mecánica. Quizá no le incluyan en el registro hasta no haber completado sus doce años de servicio, cuando ya se haya marchado de Santidad. Los auriculares están cubiertos de polvo. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien vino aquí a escuchar los nombres, desde que alguien le prestó atención a la letanía.

Dentro de unos minutos recogerá el omnisecretario y se presentará en la Habitación 409, nivel menos tres. Sí, dentro de un instante… Pero ahora lo único que quiere es seguir sentado en esta capilla, sin hacer ruido, tragándose su soledad y repitiendo su nombre para sí mismo, Rillibee Chime, escuchando atentamente el sonido de esas sílabas, de esas palabras articuladas por una voz humana en este infierno vacío donde nadie pronuncia su nombre.

Rigo Yrarier salió del módulo de transporte y entró en la zona de recepción subterránea, y no le sorprendió descubrir que una repentina oleada de repugnancia supersticiosa le había puesto la piel de gallina. No quería venir. Tío Carlos había mandado un mensaje suplicándole que viniera. Tío Carlos, el escándalo de la familia… Carlos, al que bien podría definirse como un esqueleto en el confesionario: tío Carlos, el apóstata, el que abandonó la religión de los Viejos Católicos en el seno de la que había nacido y que ahora es Jerarca de todo esto…, esto. Rigo miró a su alrededor, intentando definir mejor el contenido de aquel esto. Esta colmena, este blasfemo hormiguero. Tras los muros de cristal que le encerraban veía pasar apresuradas figuras, empolvadas y vestidas con el mismo atuendo, parecidas a otros tantos insectos anónimos.

Rigo no quería venir, ni tan siquiera para hacer la obra de misericordia a que se había referido tío Carlos en su mensaje. Las obras de misericordia eran cosa de Marjorie, no de Rigo, y ni tan siquiera simpatizaba con las suyas. Todo eso era inútil… No podías salvar a personas que eran demasiado estúpidas para salvarse a sí mismas, y, en lo que a Rigo concernía, con Santidad pasaba igual. Y entonces, sorprendentemente, el padre Sandoval le había pedido que respondiera a esa petición. El padre debía tener buenas razones para ello, claro está. Probablemente querría un informe; querría saberlo todo sobre Santidad: cuál era su aspecto, qué pasaba allí dentro… Los clérigos del Viejo Catolicismo tenían tantas ocasiones de visitar Santidad como de permitir que el diablo asistiera a una misa.

La repugnancia supersticiosa que sentía sólo explicaba una parte de su reluctancia. También había mucha ira y hostilidad, sentimientos que reconoció y trató de no mostrar mientras miraba a su alrededor buscando a alguien que pudiera indicarle donde debía ir ahora. El aspecto fantasmagórico de la entidad anónima empolvada y uniformada que cruzó el umbral y le saludó con una reverencia no alivió su sensación de estar rodeado por insectos, como tampoco lo hizo el largo paseo durante el que siguió a su guía por una compleja ramificación de pasillos, viendo pasar una capilla tras otra, todas vacías, todas zumbando con aquella aguda retahíla de nombres, listas y listas interminables de nombres…

Sería mejor que inventaran máquinas para escuchar, pensó, o quizá, sencillamente, que dejaran que una máquina fuera repasando los nombres en silencio durante toda la eternidad. Estaba seguro de que aquel zumbido de mosquito que le ponía la piel de gallina y le estaba empezando a provocar un fuerte dolor de cabeza no servía de nada. No le cabía duda de que su nombre debía de estar perdido en aquel continuo ruido. Su nombre y el de Marjorie y los chicos… No había forma de escapar a la lista, aunque sus familias habían rellenado los impresos de exención diciendo que pertenecían a otra fe, que no deseaban ser incluidos en las listas de Santidad y tampoco deseaban que sus niños figurasen en ellas, que no creían en la inmortalidad mecánica y la esperanza de resurrección física ofrecidas por Santidad como su mejor baza religiosa. Santidad acabó saliéndose con la suya pese al apasionado estallido de ira de su padre, irritado por la arrogancia de Santidad y sus pretensiones, pese a la histeria de su madre y al suave resentimiento del padre Sandoval. Todo el mundo sabía que los documentos de exención no eran más que una farsa. Cumplimentarlos sólo servía para que un misionero de los Santificados pudiera perseguir a los exentos y acosarlos hasta obtener unas cuantas células vivas. Cualquier calle repleta de gente o cualquier pasarela bastaría: no hacía falta más que un rápido contacto casual. Un pellizco, un roce, un pinchazo casi imperceptible… Aquellos misioneros eran como ratas, iban y venían por todas partes, escondidos en el secreto y el disimulo, hurgando e investigando, volviendo a Santidad con nombres y muestras de tejido para que se convirtieran en parte de esta…, esta…

Esta cosa. Santidad/Unidad/Inmortalidad. Las palabras le rodeaban por todas partes, grabadas en los suelos, incrustadas en las paredes, talladas en las superficies de los picaportes… Cuando no había sitio suficiente para las palabras, se habían conformado con poner las iniciales: S/U/I, S/U/I, S/U/I.

—Un engaño blasfemo —murmuró Rigo, citando al padre Sandoval. Intentó acortar el paso para no pisarle los talones a su guía, y a cada paso deseó no haber venido. No, tío Carlos no se merecía que hubiera venido aquí. Carlos, el traidor… Su herejía ya era bastante mala y, encima, había tenido que acabar convirtiéndose en Jerarca, con lo que era una continua fuente de incomodidad para todos los Viejos Católicos del mundo.

Su escolta encapuchada se detuvo, examinó rápidamente a Rigo como para ver si iba vestido adecuadamente, y golpeó con los nudillos una puerta empotrada en la pared antes de abrirla e indicarle que entrara. La puerta daba a una pequeña habitación en la que había tres sillas. El acólito encapuchado se instaló en una de ellas, tan anónimo como una uña, posando sus manos sobre el omnisecretario. En otra silla, pegada a una puerta entreabierta, había un anciano encogido, un cadáver viviente con ojos opacos hundidos en las cuencas de su rostro. Sus manos vendadas temblaban y su voz parecía a punto de quebrarse.

—¿Rigo?

—¿Tío? —preguntó Rigo, inseguro de si era él. Hacía décadas que no veía al viejo—. ¿Tío Carlos? —La atmósfera de la habitación olía a rancio, como en una buhardilla cerrada donde hubiese algo muerto.

El temblor fue desplazándose de los brazos a la cabeza, y Rigo lo interpretó como una seña de asentimiento. La mano se movió, como indicándole la silla vacía, y Rigo fue hacia ella. Miró a su tío y vio la muerte, una muerte que se había retrasado demasiado tiempo y, sin poder evitarlo, sintió una cierta compasión por él. El acólito sentado en la otra silla estaba preparándose para tomar notas: su omnisecretario ya estaba listo para registrar y transcribir.

—Muchacho… —susurró su tío—. Te pedimos que hagas algo. Que emprendas un viaje. Durante un tiempo. Es importante. Es un asunto de familia, Rigo. —Se apoyó en el respaldo y tosió débilmente.

—¡Tío! —No pensaba llamarle Jerarca—. Ya sabes que no formamos parte de los Santificados…

—No te estoy pidiendo que lo hagas por Santidad, Rigo. Te lo pido por la familia. Por tu familia…, por todas las familias. Me estoy muriendo. No soy importante. Todos nos estamos muriendo… —Un paroxismo de tos hizo que todo su cuerpo temblara.

La puerta se abrió y dos ayudantes vestidos con túnicas entraron rápidamente para ofrecerle una bebida, estorbándose el uno al otro en su prisa por aliviarle.

Rigo alargó una mano.

—¡Tío!

Rostros fanáticos le miraron fijamente, y su mano fue apartada con un golpe seco.

El anciano les hizo señas de que se alejaran.

—Dejadme, dejadme, estúpidos. Dejadme… —Los ayudantes acabaron marchándose, de mala gana—. No tengo fuerzas para explicarte… —murmuró, con los ojos casi cerrados—. O’Neil te lo explicará. Imbécil. No, tú no. O’Neil… Imbécil. No anotes eso —dijo al acólito—. Llévale hasta O’Neil. —Se volvió nuevamente hacia su sobrino—. Rigo, por favor.

—¡Tío!

Su tío hizo un esfuerzo desesperado para erguirse en el asiento y le miró fijamente: era como ser observado por una calavera.

—Ya sé que tú no crees en Santidad. Pero crees en Dios, Rigo. Por favor, Rigo… Debes ir. Tú, tu esposa y tus niños. Todos vosotros, Rigo. Para salvar a la humanidad. Es por los caballos… —Y empezó a toser.

Esta vez el ataque de tos no se detuvo, y los sirvientes volvieron a entrar, decididos a usar toda la fuerza de su cargo, y se llevaron al viejo. Rigo siguió sentado en su silla, contemplando a la empolvada figura anónima que tenía delante. Pasado un instante, el acólito se pasó la correa de su omnisecretario por encima del hombro y le hizo una seña para que le siguiera. Le guió por un pasillo serpenteante que llevaba hasta otro más ancho.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rigo.

La voz del acólito era un murmullo hueco.

—No tenemos…

—Me da igual. ¿Cómo te llamas?

—Rillibee Chime. —Las palabras cayeron suavemente en el silencio, como gotas de agua en un charco.

—¿Se está muriendo?

Un instante de indecisión. Y luego, en voz baja, como si responder fuera muy difícil o estuviera prohibido:

—Los rumores dicen que sí.

—¿Qué le ocurre?

—Todo el mundo dice que tiene… la plaga. —Las últimas dos palabras salieron de sus labios igual que un chorro de bilis, como si pronunciarlas hiciera que se atragantase. El rostro anónimo se volvió hacia un lado. Aquel ser anónimo jadeó. Pronunciar esas palabras en voz alta había requerido un gran esfuerzo, porque significaban el final del tiempo. Significaban que dos años quizá no bastaran para sacarle de este sitio.

Y oírlas también resultaba difícil de soportar.

—¡La plaga! —Las palabras brotaron del vientre de Rigo, como un gruñido.

En aquellos tiempos esas palabras sólo tenían un significado: un virus de evolución lenta del tipo más insidioso y horrible. Un virus de evolución lenta que acababa emergiendo para hacer que el cuerpo se devorase a sí mismo en un espasmo de odio biológico. El padre Sandoval había insistido en mostrarle un documental prohibido rodado por otro sacerdote, ya muerto, en un puesto de ayuda donde se atendía a las víctimas de la plaga y se les administraban los ritos religiosos que más pudieran consolarlas. Todos los catres estaban ocupados, y algunos cuerpos aún seguían vivos. Los ojos de Rigo se habían deslizado sobre las imágenes, registrando su contenido aunque no quería verlas. El cubo le había obligado a ver, porque también incluía sonidos y olores, no sólo imágenes, y la pestilencia le había resultado casi insoportable, y su mente intentó no percibir aquellas toses guturales de agonía, los cuerpos mutilados, los ojos hundidos a tal profundidad que los rostros parecían calaveras.

—La plaga… —repitió. Los rumores decían que la plaga había ido de un planeta a otro y había pasado décadas en estado latente, para acabar emergiendo en un mundo detrás de otro, sin que nadie pudiera descubrir su origen, derrotando todos los intentos de aislarla. Los rumores decían que la ciencia estaba indefensa ante ella, que podía aislar al monstruo pero que en cuanto había invadido a su anfitrión humano era incapaz de frenarle. Los rumores llevaban veinte años circulando. Si la plaga existía, sus víctimas debían contarse ya por miles de millones. Eso decían los rumores, y sólo había rumores, pues Santidad negaba la existencia de la plaga, y si Santidad negaba la existencia de algo todos los mundos humanos la negaban también…, o casi todos.

—¿Quieres decir que mi tío está enfermo de la plaga? —preguntó Rigo.

—No he sabido que fuera su tío hasta hoy. El Jerarca… —El acólito se volvió hacia él para contemplarle con unos ojos que se habían vuelto repentinamente humanos—. Señor, se supone que no debo decirle nada. Por favor, no les diga que he hablado con usted. Aquí están las habitaciones del jefe de división para Misiones, señor. Si tiene alguna pregunta, debe hacérsela al jefe de división. Hable con Sender O’Neil.

El acólito se dio la vuelta y se perdió en el río de acólitos anónimos, pero cuando llegó a la esquina se volvió para mirar a Roderigo Yrarier, que seguía inmóvil ante la puerta, con la vista baja y una expresión de repugnancia en el rostro.

—Ese acólito debería ser disciplinado —dijo un observador—. Fíjate en él: parado en mitad del pasillo, mirando. —El observador estaba con el ojo pegado a la rendija de una puerta entreabierta, con su temblorosa mano manchada por la edad apoyada en la pared contigua.

—Siente curiosidad, eso es todo —dijo su compañero por encima del hombro—. ¿Crees que tiene muchas ocasiones de ver a nadie que no sea un Santificado? Cierra la puerta. Hallers, ¿comprendiste lo que dijo el viejo?

—¿El Jerarca? Dijo que su sobrino tenía una posibilidad de averiguar lo que necesitamos saber gracias a los caballos.

—¿Y crees que Yrarier lo conseguirá?

—Bueno, Cory, la verdad es que tiene un aspecto impresionante, ¿no te parece? Todo ese cabello negro, la piel blanca y esos labios tan, tan rojos… Supongo que tiene tantas posibilidades como cualquier otro.

El hombre al que había llamado Cory torció el gesto. Su aspecto jamás había podido definirse como impresionante, y solía lamentarlo. Si hubiera que definirle ahora, la única palabra adecuada sería «viejo»: tenía telarañas de arrugas alrededor de los ojos, y una nubecilla de finos cabellos blancos enmarcaba sus orejas.

—Parece más guapo que listo, pero espero que lo consiga. Necesitamos que lo consiga, Hallers. Lo necesitamos.

—No hace falta que me lo repitas, Cory. Si no conseguimos una cura, moriremos pronto. Todos moriremos…

Un breve silencio. Hallers se dio la vuelta y vio que su compañero de toda la vida tenía los ojos clavados en el suelo y parecía pensativo.

—Aunque consigamos la cura enseguida, creo que sería mejor permitir que las muertes continuaran…, al menos en algunos sitios.

Hallers dio un par de pasos hacia su compañero, confundido.

—No entiendo a qué te refieres.

—Bueno, Hallers, supón que conseguimos la cura mañana. ¿Por qué debemos salvarles a todos? Sí, naturalmente, tenemos que salvar a nuestros mejores hombres, pero ¿por qué tomarse la molestia de salvar a todos los demás? Por ejemplo, ¿no crees que hay algunos mundos de los que sería mejor olvidarse?

Silencio en la habitación, mientras Hallers le miraba fijamente y Cory Strange le observaba para ver cuál sería su reacción. Al principio, sorpresa. Bueno, cuando pensó en ello por primera vez, Cory también se sorprendió bastante. Pero luego comprendió lo que podía significar para Santidad y…

—¿Dejarías que muriesen? Planetas enteros llenos de gente…

Cory se encogió de hombros y torció el gesto: el encogimiento había hecho que una punzada de dolor artrítico le atravesara la espalda.

—A largo plazo creo que sería lo mejor para Santidad, ¿no te parece? La humanidad ya se ha extendido demasiado. Santidad ha hecho cuanto podía para ponerle punto final a las exploraciones, pero éstas continúan. Un grupo aquí, un grupo allá…, escabulléndose de entre nuestras manos. Pequeños mundos fronterizos, aquí y allá… ¿Y qué ocurre? ¡Fíjate en un sitio como Shafne, por ejemplo, donde ni tan siquiera hemos podido establecer un puesto avanzado digno de ese nombre! No, los hombres se han esparcido por tantos mundos que no podemos controlarlos adecuadamente.

—Sí, estoy de acuerdo en que ésa es la opinión del Consejo de Ancianos, pero…

—En cualquier caso —le interrumpió Cory—, necesitamos mantener vigilado a Yrarier para saber qué hace. Me dijiste que Nods había sido asignado a Hierba, ¿no? Y me dijiste que era Jefe de Doctrina Aceptable con los penitentes de allí, ¿no? ¿O fue otro quién me lo dijo?

—Debió de ser otra persona. ¿Te refieres a tu viejo amigo Noddingale?

—Sí, ése mismo. Aunque ahora ha adoptado uno de esos nombres extraños típicos de los Hermanos Verdes. Jhamlees… Jhamlees Zoe.

—¿Jhamlees Zoe? —Hallers dejó escapar una risita ahogada.

—No te burles. Los Hermanos se toman muy en serio sus nombres religiosos. Espera, voy a escribir una nota… Haz que uno de tus jóvenes la meta en algo que no inspire sospechas, disimúlala con un código y una envoltura de autodestrucción, y mándala en la nave que llevará a Yrarier.

Se instaló ante su escritorio y empezó a redactar la nota. «Mi querido y viejo amigo Nods…». Su mano tenía ciertas dificultades para trazar las letras.

Hallers, que era amigo suyo desde hacía tanto tiempo como Nods, se inclinó sobre su hombro y le interrumpió.

—Todo el mundo dice que el antiguo Jerarca morirá en cuestión de horas —dijo—. Cory, ¿crees que el nuevo Jerarca pensará lo mismo sobre este asunto? Me refiero a eso de consolidar nuestras posiciones y dejar que algunos mundos…, bueno, dejar que desaparezcan.

—¿El nuevo Jerarca? —Cory volvió a reír, esta vez con una auténtica nota de diversión en la voz, y sus grandes ojos de fanático se clavaron en su compañero—. ¿Quieres decir que no lo sabes? ¡Claro! Llevas bastante tiempo fuera de aquí. El Consejo de Ancianos se reunió hace una semana. Yo seré el nuevo Jerarca.