Los bon Damfels solían decir que, cuando la Cacería se celebraba en su hacienda, siempre hacía buen tiempo. La familia parecía creer que eso era mérito suyo, aunque en realidad todo el mérito se debía a la rotación de la Cacería, que llevaba la Cacería a la hacienda de los bon Damfels a principios del otoño. En esa época del año normalmente siempre hacía un tiempo espléndido. Y lo mismo ocurría al empezar la primavera, claro está, cuando la rotación hacía que la Cacería volviese a su hacienda.
Stavenger, Obermun bon Damfels, había hablado con un dignatario de Semling —que se consideraba a sí mismo toda una autoridad sobre un amplio abanico de temas carentes de importancia—, y éste le informó de que, históricamente hablando, el cazar con sabuesos era un deporte invernal.
La contestación de Stavenger fue la que podía esperarse de él y, en general, de la aristocracia de Hierba.
—En Hierba lo hacemos como debe ser —dijo—, en primavera y en otoño.
El visitante tuvo el sentido común suficiente para abstenerse de hacer más comentarios sobre la práctica del deporte en Hierba. Aun así, tomó muchas notas y, cuando volvió a Semling, escribió una erudita monografía en la que comparaba las costumbres de Hierba y la historia general de los deportes sangrientos. De la docena de ejemplares impresos sólo uno sobrevivió, enterrado en los archivos del Departamento de Antropología Comparativa de la Universidad de Semling, en Semling Uno.
De eso hacía ya mucho tiempo. El autor ya casi se había olvidado del asunto, y Stavenger bon Damfels nunca había vuelto a pensar en él. En lo que a él concernía, lo que los forasteros hicieran o dijesen era tan incomprensible como despreciable, y para empezar nadie habría debido permitirle que asistiera como observador a la Cacería. Eso pensaban los bon Damfels, y no había más que hablar.
La hacienda de los bon Damfels se llamaba Klive, en recuerdo de un antepasado muy querido del linaje materno. Los bon Damfels decían que los jardines habían sido considerados una de las setenta maravillas de todo el universo. Snipopean —el gran Snipopean— dijo eso en uno de sus escritos, y su libro estaba en la biblioteca de la hacienda, ese inmenso salón que olía a cuero, papel y a las sustancias químicas que los bibliotecarios usaban para que el primero siguiera unido al segundo. Ningún bon Damfels había leído ese libro y tampoco habría sido capaz de encontrar su paradero entre tantos volúmenes, la mayor parte de los cuales no habían sido abiertos desde su llegada a la biblioteca. ¿Para qué iban a perder el tiempo leyendo los elogios dedicados a los jardines de Klive cuando vivían rodeados por ellos?
La Cacería siempre empezaba en aquella parte de los jardines conocida como la primera superficie. Como anfitrión, Stavenger bon Damfels era Señor de la Cacería. Antes de esta primera Cacería del otoño —al igual que antes de la primera Cacería de cada temporada, ya fuese en primavera o en otoño—, había escogido tres miembros de entre las complicadas ramificaciones de la familia para que actuaran como Cazador y como primer y segundo fustigador. Al Cazador le había confiado el cuerno de los bon Damfels, un instrumento lleno de curvas y tallas del que brotaba una llamada casi inaudible pero muy hermosa. A los fustigadores les entregó los látigos, unos objetos minúsculos y frágiles que debían cuidar con esmero para no romperlos. En realidad eran puros adornos, como las medallas al valor, y no tenían ningún propósito utilitario. Nadie se habría atrevido a emplear el látigo sobre un sabueso o una montura; y en cuanto a hacer sonar un cuerno junto a la oreja de una montura o incluso allá donde ésta pudiera oírlo, dejando aparte los toques rituales y el momento en que la Cacería hubiese concluido…, bueno, eso era impensable. Nadie preguntaba cómo se había hecho en otros lugares, o ni tan siquiera cómo se hacía ahora. Francamente, a ninguno de los bons le importaba en lo más mínimo cómo se hacía en otros sitios. Los demás sitios, en lo que a ellos concernía, dejaron de existir cuando sus antepasados los abandonaron.
En este primer día de la cacería de otoño, Diamante bon Damfels, la hija menor de Stavenger, esperaba en la primera superficie mientras ésta iba llenándose de gente que hablaba en susurros y tenía cara de sueño, como si se hubieran pasado toda la noche despiertos aguardando un sonido que no había llegado. Las sirvientas de la aldea vecina iban y venían por entre las inmóviles siluetas de los cazadores: las campanas blancas de sus largas faldas hacían que pareciesen no tener piernas, y llevaban el cabello oculto bajo los complicados pliegues de los brocados que cubrían sus cabezas. En sus manos sostenían bandejas llenas de vasos tan pequeños como dedales.
Flanqueada por Emeraude y Amethyste (llamadas Emmy y Amy por la familia, y «las señoritas bon Damfels» por todo el resto del mundo), Dimity permanecía inmóvil. Después de haber sido aseada y acicalada y haber recibido los adioses de costumbre, partió hacia los jardines con su atuendo para la cacería, así como con el comienzo de una jaqueca causada por llevar el cabello tan severamente recogido hacia atrás para que cupiera bajo la negra redondez de su sombrero.
—No te preocupes —le dijo Emeraude, no pudiendo ofrecerle ningún consejo mejor—. Pronto conseguirás tus colores de la Cacería. Limítate a recordar lo que te dijo el maestro de equitación. —Un músculo se contraía espasmódicamente en su mandíbula, como una rana atrapada.
Dimity se estremeció, las sombras temblaron y, aunque no quería decir nada, fue incapaz de contenerse.
—Emmy, mamá dijo que no tenía por qué…
Amethyste se rió, emitiendo un leve suspiro en el que no había ni pizca de alegría, un sonido tan carente de emoción como el tintineo de un cristal.
—Bueno, pues claro que no, tonta. Ninguno de nosotros tenía que hacerlo. Ni tan siquiera Sylvan y Shevlok tenían que hacerlo.
Sylvan bon Damfels oyó pronunciar su nombre y se volvió hacia sus hermanas: cuando vio que Dimity estaba acompañada por las mayores, su rostro se oscureció perceptiblemente. Se excusó ante sus compañeros y fue rápidamente hacia el círculo de césped gris claro, dando un rodeo para esquivar las fuentes de hierba escarlata y ámbar que había en su centro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, clavando sus ojos en la joven.
—El maestro de equitación le dijo a mamá…
—Te falta mucho para estar preparada. ¡Mucho! —Muy típico de Sylvan: siempre decía lo que pensaba, aunque a los demás les desagradara oírlo (algunos decían que obraba así porque les desagradaba), y disfrutaba con la atención de que eso le hacía acreedor, aunque si se lo hubieran hecho notar lo habría negado apasionadamente. Para Sylvan la verdad era la verdad y todo lo demás no era sino una negra herejía, aunque de vez en cuando pasaba por el muy humano apuro de no saber dónde estaba la verdad y dónde la herejía.
—Oh, Sylvan… —dijo Amethyste, haciendo un gracioso mohín y frunciendo unos labios cuya opulencia había hecho que los comparasen a frutos maduros—. No seas tan duro con ella. Si de ti dependiera, no dejarías montar a nadie salvo a ti mismo.
Sylvan se volvió hacia ella, irritado.
—Amy, si de mí dependiera no habría nadie que montara…, ni yo mismo. ¿Qué opina madre de todo esto?
—Fue cosa de papá —dijo Dimity, intentando aplacarle—. Pensó que ya iba siendo hora de que consiguiera mis colores, Amy y Emmy los consiguieron siendo más jóvenes que yo. —Sus ojos recorrieron la primera superficie hasta posarse en Stavenger, que la observaba con expresión pensativa rodeado por los Cazadores veteranos, con su flaca y huesuda silueta perfectamente inmóvil y el gran gancho de su nariz cerniéndose sobre su boca casi carente de labios.
Sylvan le puso la mano en el hombro.
—En nombre del cielo, Dim, ¿por qué no le dijiste que aún no estabas preparada?
—No podía hacerlo, Syl. Papá habló con el maestro de equitación, y el maestro de equitación le dijo que nunca estaré mejor preparada que ahora.
—Pero él no quería decir que…
—Sé lo que quería decir, por todos los cielos. No soy idiota. Quería decir que no soy demasiado buena y que no voy a mejorar.
—No eres tan mala —la consoló Emeraude—. Yo era mucho peor que tú.
—Sí, de niña eras bastante peor —dijo Sylvan—, pero cuando llegaste a la edad de Dim ya habías mejorado mucho, igual que nos ocurrió a los demás. Pero eso no quiere decir que Dim deba…
—¿Cuándo vais a dejar de decirme lo que he de hacer y lo que no? —gritó Dimity, y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. La mitad de mi familia dice que no debo hacerlo y la otra mitad dice que ya estoy preparada.
Sylvan ya había abierto la boca para gritar, pero se contuvo y trató de calmarse. Cómo amaba a esa pequeña… Fue el primero en llamarla Dimity, la abrazó cuando estuvo enferma de cólicos, la apretó contra su hombro y le dio palmaditas mientras iba y venía por los pasillos de Klive, un preocupado chico de trece años que intentaba consolar a una niña… Y ahora el joven de veintiocho años seguía preocupándose por la chica de quince, y cuando la miraba seguía viendo a la niña.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó con ternura, alargando la mano para acariciar la pequeña frente humedecida por el sudor que brillaba bajo el ala de la gorra negra. Llevar el cabello recogido hacia atrás le daba el aspecto de un chicuelo asustado—. ¿Qué quieres hacer, Dim?
—Tengo hambre, tengo sed y estoy cansada. Quiero volver a la casa, desayunar, y aprenderme la lección de gramática de la semana —chilló Dimity, apretando los dientes—. Quiero ir a un baile de verano y flirtear con Jason bon Haunser. Quiero darme un baño caliente, sentarme en el patio de las hierbas-rosales y contemplar los pájaros fugaces.
—Bueno, entonces… —empezó a decir Sylvan, pero el sonido del cuerno del Cazador apostado junto a la Puerta de las Perreras le interrumpió. Ta-ua, ta-ua, suave, oh, muy suave, para alertar a los jinetes sin molestar a los sabuesos…—. Los sabuesos —murmuró, dándose la vuelta—. Dios, Dim, has esperado demasiado.
Se calló y dio unos cuantos pasos tambaleantes, apartándose de ellas. A su alrededor las conversaciones cesaron de pronto y se hizo el silencio. Todos los rostros se volvieron fláccidos e inexpresivos. Los ojos se clavaron en la nada. Dimity miró a los que la rodeaban, listos para cabalgar junto a los sabuesos, y se estremeció. Los ojos de su padre se posaron sobre su rostro como una ráfaga de viento helado y se apartaron sin verla. Hasta Emmy y Amy se habían convertido en seres remotos e inalcanzables. Sólo Sylvan, que había vuelto con sus compañeros, parecía seguir siendo capaz de verla, de verla y de sentir compasión por ella, como tantas veces en el pasado.
Los jinetes se dispersaron por la primera superficie siguiendo un orden muy complicado y sutil: los veteranos en el lado oeste del círculo, los más jóvenes en el este. Las sirvientas habían desaparecido nada más oír el cuerno, huyendo como flores blancas que notasen sobre la hierba grisácea. Dimity se encontró en la parte este del césped, con los ojos vueltos hacia el sendero que llevaba hasta el muro de la hacienda y la gran puerta que lo atravesaba.
—Vigila la Puerta de las Perreras —se recordó, aunque no era necesario—. Vigila la Puerta de las Perreras…
Todo el mundo tenía los ojos clavados en la Puerta de las Perreras, y todos vieron cómo se abría lentamente y cómo los sabuesos salían por ella, una pareja detrás de otra, con las orejas colgando y las lenguas asomando por entre sus fuertes colmillos de marfil, el rabo bien recto. Tomaron por el Camino de los Sabuesos, un ancho sendero de hierba terciopelo que trazaba un círculo alrededor de la primera superficie y se alejaba en dirección oeste por la Puerta de la Cacería de la otra pared, perdiéndose en los jardines exteriores. Cuando cada pareja llegaba a la primera superficie, un sabueso se desviaba hacia la izquierda y el otro hacia la derecha hasta formar dos filas que iban girando alrededor de los cazadores, observándolos, examinándolos con ojos rojizos que parecían humear igual que ascuas, hasta que las dos filas volvieron a encontrarse y se alejaron hacia la Puerta de la Cacería, y cada sabueso se reunió con su compañero para formar la misma pareja que antes.
Dimity sintió el calor de sus ojos igual que si fuera un golpe físico. Se miró las manos y vio que tenía los nudillos blancos, con los dedos de cada una aferrando a la otra, e intentó no pensar en nada.
El último par de sabuesos volvió a reunirse y los cazadores se prepararon para seguirles. Sylvan vino corriendo hacia ella.
—Dim, puedes quedarte aquí —le murmuró al oído—. Nadie mirará hacia atrás. No lo sabrán hasta después. Quédate…
Dimity negó con la cabeza. Tenía el rostro muy pálido y sus grandes ojos oscuros estaban llenos de un miedo que nunca antes había osado admitir, pero no pensaba quedarse allí. Sylvan volvió corriendo a su puesto, agitando la cabeza. Despacio, como a regañadientes, los pies de Dimity la llevaron en pos de Sylvan mientras los cazadores seguían a los sabuesos por la Puerta de la Cacería. Desde el otro lado del muro le llegó el ruido de los cascos sobre la tierra. Las monturas estaban esperándoles.
Rowena, la Obermum bon Damfels, estaba en el balcón de su dormitorio, y sus ojos preocupados se posaron en la nuca de su hija menor. El círculo blanco de la corbata de caza hacía que el cuello de Dimity pareciese tan delgado e indefenso… Es como un brote joven, pensó Rowena, recordando los dibujos de las flores que veía en los cuentos de hadas que leía de niña.
—Gotas de nieve —dijo para sí—. Tulipanes. Campanillas azules. Y peonías… —De pequeña tenía un libro enteramente consagrado a las hadas hermosas y terribles que vivían en las flores. Se preguntó dónde estaría ahora. Lo más probable era que ya no existiese. Otro de aquellos objetos «de fuera» contra los que Stavenger siempre estaba despotricando… Como si unos cuentos de hadas pudieran hacerle daño a alguien.
—Dimity está muy delgada —dijo Salla, la doncella—. Es tan pequeña, tan joven… Verla ahí, siguiendo a los demás… —Salla había cuidado a todos de bebés. Dimity era la más joven y, para ella, esa etapa había durado bastante más tiempo.
—Tiene los mismos años que Amethyste cuando montó por primera vez. Y Emmy era más pequeña. —Por mucho que lo intentara, Rowena no pudo evitar que su voz sonara algo a la defensiva—. No es tan joven.
—Pero señora, sus ojos… —murmuró Salla—. Parecía una niña. No sabe nada de la Cacería. Nada… No, no sabe nada.
—Pues claro que lo sabe. —Rowena necesitaba dejarlo bien claro, tenía que creerlo. El adiestramiento servía para eso; para asegurarse de que los jóvenes jinetes comprendían el significado de la Cacería. No había peligro alguno, siempre que uno hubiera sido entrenado adecuadamente—. Lo sabe… —repitió Rowena con testarudez, yendo hacia el espejo y arreglando su oscura y abundante cabellera. Sus ojos grises le lanzaron una mirada de acusación y apretó los labios, haciendo que se tensaran en una fea línea.
—No lo sabe —dijo Salla, tan testaruda como ella, apartándose rápidamente para evitar el bofetón que Rowena podría haberle dado si para ello no hubiera sido preciso moverse—. Es como usted, señora. No ha nacido para eso.
Rowena se cansó de contemplarse y decidió cambiar de tema.
—¡Su padre dice que debe hacerlo!
Salla no se atrevió a seguir protestando. No habría servido de nada.
—No ha nacido para eso. Igual que usted… Y él no la obligó a usted a hacerlo.
Oh, sí que lo hizo, pensó Rowena, recordando el dolor. Me obligó a hacer tantas cosas que no deseaba… Permitió que dejara de montar, sí, pero sólo cuando estuve embarazada del séptimo hijo que me obligó a concebir, mientras que yo sólo deseaba uno o dos. Me hizo montar hasta que envejecí y me salieron arrugas junto a los ojos. Hizo que les educara para la Cacería, cuando yo no quería hacerlo, y consiguió que todos acabaran siendo como él…, excepto Sylvan. No importa lo que Stavenger haga, Sylvan sigue siendo Sylvan. Nunca dice lo que piensa, claro. Sylvan se limita a protestar por todo. Syl es inteligente, sabe ocultar sus auténticas creencias bajo esa fachada arisca y ceñuda. Y, naturalmente, Dimity sigue siendo Dimity, pero la pobre Dim jamás sabrá ocultar nada. ¿Será capaz de ocultar sus sentimientos esta mañana?
Rowena volvió al balcón y ladeó el cuello para mirar por encima del muro. Podía ver el agitar de las monturas que aguardaban a los jinetes, el inquieto meneo de sus cabezas y sus colas. Podía oír el chasquear de las pezuñas, el hruff del aire súbitamente expelido. Todo estaba demasiado silencioso. Cuando los jinetes montaban siempre había demasiado silencio. Siempre tuvo la sensación de que deberían hablar, saludarse los unos a los otros, decirse cosas a gritos… Tendría que haber… algo. Algo aparte de este silencio.
Los sabuesos se movían en círculos ante la Puerta de la Cacería y las monturas esperaban, moviendo impacientemente las patas, meneando las colas y arqueando los cuellos mientras sus pezuñas arañaban el suelo, y todo ocurría en silencio, igual que en un sueño donde las cosas se mueven sin hacer ningún ruido. El vapor de su aliento entibiaba la atmósfera, y el aire se iba cargando con el olor a sudor y paja de sus cuerpos. La montura de Stavenger fue la primera en moverse, como debía ser, y luego vinieron las otras, una a una, la del Cazador y las de los fustigadores, seguidas por las de los restantes jinetes, precedidas por las de los veteranos. Dimity estaba detrás de Emeraude y Amethyste, temblando ligeramente mientras primero una y luego la otra subían a la grupa de la montura que las aguardaba. Pronto fue la única que aún no había montado. Y entonces, cuando ya había decidido que no tenía montura y que podría volver al otro lado de la puerta, la montura se materializó delante de ella, casi rozándola.
La miró fijamente, flexionó una de sus patas delanteras y se inclinó un poco para que Dimity pudiera poner el pie sobre las espinas de su pata, aferrar las riendas y subir a la grupa, como había hecho una y otra vez en el simulador, exactamente igual que entonces salvo por el olor y el sonido de aquel lento jadear que hacía tensarse las inmensas costillas suspendidas entre sus piernas, tan grandes que necesitó arquearlas como nunca le había ocurrido en la máquina. Los dedos de sus pies buscaron desesperadamente las muescas situadas entre la tercera y la cuarta costilla, y acabaron encontrándolas mucho más adelante de donde había creído que debían estar. Metió las puntas de sus botas en las muescas y se aseguró. Ahora lo único que debía hacer era agarrarse a las riendas, mantener clavadas las espuelas y seguir con las piernas tensas mientras la gran criatura se erguía sobre sus patas traseras para seguir a las demás monturas que ya se alejaban hacia el oeste. Había pasado horas enteras llevando sus pantalones acolchados en el simulador, por lo que ya estaban lo bastante gastados. No había bebido nada desde ayer por la tarde y no había comido nada desde ayer al mediodía. Por un instante deseó tener a Sylvan cabalgando junto a ella, pero estaba lejos. Emeraude y Amethyste se habían vuelto invisibles entre la confusión de jinetes. Pudo ver la chaqueta roja de Stavenger y el perfil de su espalda, tan rígido como un tallo de hierba lanza. Ahora ya no podía volverse atrás. Saber que no podía hacer nada salvo lo que estaba haciendo casi era un alivio. No podía hacer otra cosa, al menos no hasta que la Cacería hubiese terminado. Y, por fin, oyó un sonido, un retumbar de patas que llenó todo el espacio existente, la vibración de un trueno que parecía subir del suelo sobre el que se movían.
Rowena oyó ese trueno desde el balcón y se tapó los oídos con las manos hasta que se hubo desvanecido en el silencio. Los ruidos causados por pájaros, insectos y criaturas de la hierba, que habían cesado al llegar los sabuesos, se fueron reanudando poco a poco.
—Es demasiado joven —dijo Salla, entristecida—. Oh, señora…
Rowena no sólo no la abofeteó sino que se volvió hacia ella, con lágrimas en los ojos.
—Lo sé —dijo. Sus ojos siguieron la fila de jinetes que iba alejándose hacia el oeste por el sendero del jardín. Van a la Cacería, se dijo. Van a la Cacería… Y volverán. Sí, volverán. Lo repitió una y otra vez, igual que si fuera una letanía. Volverán.
—Volverá —dijo Salla—. Volverá, y querrá darse un buen baño caliente.
Las dos se quedaron inmóviles con la cara vuelta hacia el oeste, sin ver nada salvo la hierba.
Lejos de los aposentos de Rowena, al final del gran pasillo, unos cuantos aristócratas que no participaban en la Cacería se habían congregado en la biblioteca de Klive, que apenas se utilizaba, para hablar de un tema que era una continua fuente de irritación para ellos. Figor, el hermano menor de Stavenger, era el segundo jefe de Klive. Unos años antes sufrió uno de los muchos accidentes de caza que se producían cada temporada, y Figor dejó de acompañar a los sabuesos. Aquello le liberó de las temporadas de caza, permitiéndole asumir gran parte de las responsabilidades de la hacienda mientras Stavenger se hallaba ocupado en otros menesteres. Figor se había reunido con Eric bon Haunser, Gerold bon Laupmon y Gustave bon Smaerlok. Gustave era el Obermun bon Smaerlok y seguía siendo el jefe de la familia Smaerlok, pese a que ya no podía cazar; pero tanto Eric bon Haunser como Gerold bon Laupmon eran jóvenes retoños de los jefes de sus familias, hombres que hoy también participaban en la Cacería.
El cuarteto, congregado alrededor de una gran mesa cuadrada situada en una esquina de la estancia sumida en la penumbra, estaba examinando el documento que había motivado su reunión. Era bastante breve, y como encabezamiento tenía los arabescos curvilíneos que expresaban los nombres y atributos de Santidad: estaba cargado de sellos y cintas, y lo firmaba el mismísimo Jerarca. Este mismo grupo de aristócratas había respondido a documentos similares en el pasado, y Gustave bon Smaerlok parecía muy irritado al verse obligado a responder de nuevo a uno de ellos.
—Este departamento de Santidad está empezando a ser una auténtica molestia —dijo el Obermun desde la media persona con ruedas que había ocupado durante los últimos veinte años—, Dimoth bon Maukerden opina lo mismo que yo. Hablé con él y se puso furioso. Y Yalph bon Bindersen… También he hablado con él. Aún no he podido visitar la hacienda de los bon Tanlig, pero Dimoth, Yalph y yo estamos de acuerdo en que no nos importa lo que Santidad quiera ahora: no es asunto nuestro, y no pensamos admitir a sus malditos fragras en nuestro planeta. Nuestros antepasados vinieron a Hierba para alejarse de Santidad, y queremos que nos dejen en paz. Bastante hacemos con permitir que sigan excavando en la ciudad de los arbai, dejando que esos Hermanos Verdes hagan pasteles de barro con sus palas de juguete en el norte. Que los demás sitios sigan siendo los demás sitios, y que Hierba siga siendo Hierba. Así pues, todos estamos de acuerdo. Vamos a dejárselo bien claro de una vez para siempre. Estamos en plena temporada de caza, por todos los cielos… No podemos perder el tiempo con todas esas tonterías. —Aunque Gustave ya no montaba, seguía siendo un ávido seguidor de la Cacería y, siempre que el tiempo lo permitía, observaba la persecución desde un globo impulsado por silenciosos motores.
—Calma, Gustave —murmuró Figor, dándose masaje con la mano derecha en el punto donde se unían carne y prótesis y sintiendo el latido del dolor bajo sus dedos: el dolor era un acompañamiento constante de su existencia, pese a que ya habían transcurrido dos años. Le volvía irritable y Figor trataba de no expresar esa irritación, pues sabía que su fuente se hallaba más en el cuerpo que en la mente—. No hace falta que convirtamos esto en una rebelión declarada. Irritar a Santuario no servirá de nada.
—¡Una rebelión! —gritó el anciano—. ¿Desde cuándo Hierba tiene que obedecer el maldito gobierno fragras de Santidad? —Aunque la palabra fragras significaba sencillamente «extranjero», Gustave la utilizaba como solía utilizarse en Hierba, como el insulto definitivo.
—Shhh. —Figor comprendía a Gustave. Gustave también sufría agudos dolores e, indudablemente, eso le volvía irritable—. No me refería a esa clase de rebelión, y todos lo sabéis. Aunque no le debemos ninguna obediencia religiosa a Santidad, al menos hay otros aspectos en los que sí fingimos respetarla. Santidad tiene sus cuarteles generales en la Tierra. Reconocemos que la Tierra es el centro de todas las relaciones diplomáticas, la sede donde se conserva nuestra herencia cultural, la cuna eterna de la humanidad, bla, bla, bla. —Suspiró y volvió a darse masaje. Gustave soltó un bufido, pero dejó que Figor siguiera hablando—. Gustave, mucha gente se toma en serio nuestra historia. Ni tan siquiera nosotros llegamos a ignorarla del todo. Durante las conferencias usamos la vieja lengua; le enseñamos el idioma terrestre a nuestros niños. Cuando estamos en las haciendas no todos usamos el mismo lenguaje, pero consideramos que hablar el idioma terrestre es algo propio de los hombres educados, ¿no? Seguimos calculando nuestra edad según el calendario de Santidad. La mayor parte de lo que cultivamos fue traído de la Tierra por nuestros antepasados. ¿Por qué enfrentarse a Santidad, y a todos los que podrían acudir rugiendo en defensa suya…, cuando no tenemos por qué hacerlo?
—¿Quieres tener aquí a sus malditos lo-que-sean? ¿Quieres tenerles aquí metiendo la nariz por todas partes, quieres que sus malditos investigadores trastornen nuestra forma de vida?
Hubo un instante de silencio mientras todos pensaban en los problemas que eso podía causar. En esta época del año, los únicos problemas a considerar eran los que pudieran afectar a la Cacería, ya que era la única actividad importante de la temporada. Durante el invierno, naturalmente, nadie iba a ninguna parte, y durante los meses de verano hacía demasiado calor para viajar, salvo de noche, cuando se celebraban los bailes de verano. Aun así, la palabra «investigación» resultaba inquietante. Gente haciendo preguntas, gente pidiendo respuestas a esas preguntas…
—No tenemos por qué dejar que trastornen nada —dijo Figor, no muy convencido de lo que decía—. Ya nos han explicado la razón de que deseen venir aquí. Parece que hay alguna plaga, y Santidad ha mandado misiones a varios mundos buscando una cura. —Volvió a darse masaje en el brazo y frunció el ceño.
—Pero ¿por qué aquí? —farfulló Gerold bon Laupmon.
—¿Y por qué no? Santidad sabe muy poco o nada sobre Hierba, y está actuando a tientas.
Pensaron en eso durante unos instantes. Cierto, Santidad sabía muy poco o nada sobre Hierba, excepto lo que pudiese averiguar mediante los Hermanos Verdes. Los extranjeros siempre se alojaban en Ciudad Común, y sólo se les permitía quedarse allí el tiempo necesario para abordar la nave siguiente, y nunca se les permitía adentrarse en las praderas de hierba. Semling había intentado mantener una embajada en Hierba, pero no lo había conseguido. Ahora no había ningún contacto diplomático con «los otros sitios». Aunque la palabra solía utilizarse para hacer referencia a Santidad o a la Tierra, también se utilizaba en un sentido más general: Hierba era Hierba; fuera de Hierba sólo estaban «los otros sitios».
Eric rompió el silencio:
—La última vez, Santidad dijo algo sobre un visitante que llegó con la enfermedad y se marchó curado. —Se incorporó torpemente sobre sus piernas artificiales, deseando que le fuera igual de fácil librarse de su problema.
—Tonterías —ladró Gustave—. Ni tan siquiera pudieron decirnos quién era o cuándo ocurrió. Un tripulante, dijeron. Alguien que vino en una nave. ¿Qué nave? No lo sabían. No era más que un rumor. Puede que esa plaga ni tan siquiera exista —gruñó—. Quizá no es más que una excusa para hacer prosélitos entre nosotros: empezarán a usar sus pequeños medios de presión, tomarán muestras de nuestros tejidos para sus malditos bancos… —Aunque los bon Smaerlok habían llegado a Hierba ya hacía mucho tiempo, la historia familiar estaba llena de relatos sobre la tiranía religiosa de la que habían huido.
—No —dijo Figor—. Creo que la plaga existe. Tenemos datos sobre ella procedentes de otras fuentes. Y les preocupa, lo cual es comprensible. Andan como locos haciendo esto o aquello y no consiguen gran cosa. Bueno, ya encontrarán una cura para su plaga. Démosles tiempo. Santidad tiene algo bueno, y es que siempre acaba encontrando las respuestas. Así pues, ¿por qué no darles tiempo para que encuentren la respuesta en algún otro sitio, sin decir que no y sin ponernos nerviosos? Le diremos al Jerarca que no nos gusta ser estudiados, bla, bla, bla, el derecho a la intimidad cultural y todo eso: tendrá que aceptarlo, dado que es uno de los pactos firmados por Santidad durante la dispersión, pero también le diremos que somos gente civilizada y que estamos dispuestos a hablar del asunto, por lo que puede enviarnos un embajador para discutir el problema. —Figor agitó las manos—. Y después podremos discutir y discutir durante unos cuantos años hasta que el problema se resuelva por sí solo.
—¿Hasta que se hayan muerto todos? —preguntó Gerold bon Laupmon…, y Figor supuso que se refería a todos los seres humanos que no vivían en Hierba.
Figor suspiró. Gerold era una persona algo difícil de tratar: nunca se podía estar seguro de que hubiera entendido las cosas.
—No. Hasta que encuentren una cura. Cosa que harán.
Gustave soltó un bufido.
—Sí, Gerold, hay que admitirlo: los Santificados son gente lista. —Lo dijo con el tono de voz de quien no cree que la inteligencia sea digna de mucho respeto.
Otro silencio mientras pensaban en lo que se había dicho.
—Eso tiene la ventaja de hacernos quedar en buena posición —dijo por fin Eric bon Haunser.
Gustave volvió a soltar un bufido.
—¿Ante quién? ¿Quién tiene el derecho de juzgarnos? —Dio un puñetazo en el brazo de su asiento, torció el gesto y se puso rojo. Desde el accidente que había terminado con su carrera de jinete Gustave se había mostrado muy irascible, y Figor trató de calmarle.
—Cualquiera puede hacerlo, Gustave, tanto si tiene derecho a ello como si no. Cualquiera puede mirar a su alrededor. Cualquiera puede formarse una opinión, tanto si lo queremos como si no. Y, en caso de que alguna vez necesitemos algo de Santidad, podríamos esperar que nos devolvieran el favor.
Eric se dio cuenta de que Gustave se disponía a protestar y asintió.
—Puede que nunca queramos nada de ellos, Gustave. Lo más probable es que así sea. Pero, si diera la casualidad de que acabáramos necesitándoles, estaríamos en una posición mucho más sólida. ¿No eres tú mismo quien siempre nos dice que no debemos renunciar a cualquier tipo de ventaja hasta que no sea estrictamente necesario?
El anciano estaba hirviendo de rabia.
—Entonces tendremos que mostrarnos corteses con su enviado…, tendremos que hacer reverencias y humillarnos, fingir que ese idiota extranjero venido de otro planeta es nuestro igual…
—Bueno…, sí. Dado que el embajador vendrá de Santidad, lo más probable es que sea un terrestre, Gustave. Pero estoy seguro de que podremos aguantarlo durante un tiempo, ¿no? Como ya he dicho, casi todos nosotros sabemos hablar el lenguaje de la diplomacia.
—Y ese fragras tendrá una esposa tan idiota como él, y probablemente una docena de mocosos. Y sirvientes. Y secretarios y ayudantes. Y todos harán preguntas.
—Podemos ponerles en algún sitio remoto, donde no puedan hacer muchas. Alojémosles en la Colina del Ópalo. —Eric pronunció el nombre del sitio donde había estado la embajada de Semling con cierto placer, y lo repitió—: La Colina del Ópalo…
—¡Ja, la Colina del Ópalo! ¡Sólo el infierno queda más lejos! Hay que cruzar todo el bosque pantanoso hasta llegar al suroeste… Por eso acabaron marchándose. Sí, la Colina del Ópalo es un sitio muy solitario.
—Bueno, entonces el hombre de Santidad se sentirá solo y acabará marchándose también. Pero eso será culpa suya, no nuestra. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí?
Evidentemente, estaban de acuerdo. Figor aguardó unos instantes para ver si alguien tenía algo más que decir o si Gustave iba a permitirse otro de sus estallidos de ira, y acabó pidiendo un poco de vino antes de llevar a sus invitados a los jardines de hierba. Estaban a comienzos del otoño y los jardines se hallaban en su mejor época: las plumosas cabezas de los semilleros se movían como bailarinas impulsadas por el viento del sur. Hasta Gustave acabaría poniéndose de mejor humor después de pasar una hora en los jardines. Y, pensándolo bien, la Colina del Ópalo también tenía unos jardines muy hermosos, algo recientes, pero bien diseñados. Los penitentes santificados que venían a Hierba para expiar sus pecados diseñando jardines y haciendo excavaciones en las ruinas —los que se hacían llamar Hermanos Verdes— se habían esmerado con ellos, y los jardines habían permanecido desiertos desde que los de Semling abandonaron el lugar. Quizá pudieran convencer al embajador para que se dedicara a la jardinería. O a su esposa, si la tenía. O a la docena de mocosos…
Lejos de Klive, perdida entre la hierba, Dimity bon Damfels intentaba no hacer caso del dolor que torturaba sus piernas y su espalda. Había pasado muchas horas en el simulador, cierto, y su experiencia con él había estado cargada de dolor, pero esto era distinto. Este horrible dolor de ahora, tan íntimo e insidioso…
—Cuando creas que el dolor es insoportable, dedícate a pensar en la ruta de la Cacería —le había dicho su maestro de equitación—. Distráete. Y, por encima de todo, no pienses en el dolor.
Y eso hizo, repasando mentalmente la ruta que habían seguido hasta ahora. Habían ido por el Sendero de los Verdes y los Azules, allí donde la hierba que bordeaba el camino pasaba del índigo más oscuro al verde y esmeralda brillante del bosque, con todos los matices intermedios del zafiro y el turquesa, y llegaron al risco donde grandes tallos plumosos de hierba acuática ondulaban en un oleaje incesante. Más allá del risco había una pequeña hondonada donde la hierba acuática estaba puntuada por islas de hierba arena, y el conjunto formaba un paisaje maravillosamente parecido al mar que era llamado Jardín del Océano. Dimity había visto una imagen del auténtico océano cuando fue con Rowena a Ciudad Común para recoger una tela importada. La imagen estaba colgada en una pared de la casa del comerciante y representaba uno de los mares de Santidad. Recordó haber dicho que la extensión de agua se parecía mucho a la hierba, y alguien se rió al oírla y dijo que era la hierba la que se parecía al agua. ¿Cómo saber cuál se parecía a cuál? De hecho, eran iguales, dejando aparte que en el agua podías ahogarte.
Mientras pensaba en eso, Dimity tuvo una idea sorprendente: también podías ahogarte en la hierba. Sí, y hasta quizá fuera agradable. El dolor agónico de su rodilla izquierda… Pequeños senderos de fuego nacían en su rodilla y trepaban hacia su ingle. Distráete, se repitió. Distráete.
Cuando llegaron al final del Sendero de los Verdes y los Azules, los sabuesos se lanzaron silenciosamente hacia el Bosque de las Treinta Sombras, una confusión de gigantescos tallos negros tan gruesos como su cuerpo que crujían levemente por encima de su cabeza cada vez que la brisa los hacía chocar unos con otros. Por entre los tallos había macizos de hierba terciopelo que rodeaban pequeños promontorios de hierba piedra, y las monturas siguieron por el camino que llevaba hacia las Colinas Rubí.
En las Colinas el paisaje se volvía color ámbar y melocotón, rosa y albaricoque, con vetas de un rojo más fuerte serpenteando por entre los colores pálidos hasta llegar a su clímax en feroces estallidos de hierba sangre que se alzaba hacia el cielo, y aquí el sendero se apartaba de los jardines para lanzarse hacia la salvaje extensión de gramíneas de la llanura circundante. La llanura estaba cubierta de hierba larga, y no había nada que ver salvo los grandes tallos por entre los que se abría paso su montura, nada que oír salvo el susurro de las plumosas cabezas de los semilleros, nada en que pensar excepto en prepararse para resistir la embestida de esos tallos afilados, manteniendo la cabeza gacha para que los golpes cayeran sobre su gorra acolchada y no sobre su cara.
Aun así, el sol le dijo que estaban yendo hacia el norte, y Dimity se concentró en ello. Las siete haciendas restantes estaban separadas unas de otras por un mínimo de una hora en vehículo aéreo, y aun así sólo ocupaban una pequeña parte de la superficie de Hierba. ¿Qué sabía sobre el terreno que se extendía al norte de la hacienda de los bon Damfels? Allí no había ninguna hacienda. La más cercana era la de los bon Laupmon, pero quedaba muy lejos hacia el sureste, y yendo hacia el este se llegaba a la de los bon Haunser. La Abadía de los Hermanos Verdes quedaba al norte, aunque un poco al este de la hacienda bon Damfels. Y en el norte no había más haciendas ni aldeas, nada salvo más pradera y un angosto valle repleto de bosquecillos. «Si hay bosques hay zorros», se dijo a sí misma. No cabía duda de que estaban yendo hacia ese valle.
Y, de repente, el dolor estuvo allí de nuevo, reptando hacia su otra pierna.
—Hay algo aún mejor que distraerse —le había dicho su maestro de equitación—, y es el dejarse atrapar por el ritmo de la caza y no pensar en nada. —Dimity intentó no luchar con el dolor y no distraerse: dejarse llevar, eso era lo principal—. Por encima de todo, no pongas nerviosa a tu montura y procura no atraer la atención de los sabuesos. —No atraería su atención. Se limitaría a seguir y seguir, sin pensar en nada.
En el simulador, Dimity jamás había conseguido no pensar en nada, y le sorprendió descubrir que aquí le resultaba mucho más fácil. Como si algo estuviera trabajando dentro de su mente, queriendo borrar toda huella de pensamiento consciente… Una goma. Frota, frota, frota. Empezó a menear la cabeza, irritada, porque la sensación le resultaba desagradable, y recordó justo a tiempo que no debías moverte, no, la verdad es que no debías moverte. El intruso en su mente seguía borrando y borrando. Dimity volvió a concentrarse en su distracción y pensó en su último traje para el baile, repasando cada hoja y cada flor del bordado, cada pliegue de la tela, y transcurrido un tiempo aquel sordo dolor mental acabó esfumándose.
Cabalga, se dijo a sí misma. Cabalga, cabalga, cabalga. La repetición ocupó el lugar del vacío, expulsando el traje de baile, y Dimity dejó de hacer ningún esfuerzo consciente. Cerró los ojos y se movió con su montura, sin ver nada. Su espalda se había convertido en un pilar de agonía. Tenía la garganta seca. Sentía unos deseos desesperados de gritar, y necesitó todas sus fuerzas para ahogar el grito.
Y, de repente, llegaron a lo alto de un risco y se detuvieron. Abrió los ojos, casi contra su voluntad, y contempló el valle que se extendía bajo ellos. Se parecía un poco al Jardín del Océano, aunque estas olas eran de color ámbar y marrón ocre, mientras que las islas estaban formadas por auténticos árboles que se agrupaban en bosquecillos. Ésa era la única clase de árboles existente en Hierba: los árboles del pantano que crecían allí donde el agua afloraba a la superficie; los árboles de los zorros, el refugio de aquellos diablos de dientes agudos, el sitio donde vivían y donde se ocultaban cuando no andaban acechando por entre la hierba, matando a los potros.
—Nunca pronuncies la palabra «potros» allí donde una montura pueda oírte —había dicho el maestro de equitación—. Ésa palabra es nuestra. Nos limitamos a dar por sentado que deben existir, aunque nunca hemos visto ninguno, así que no uses esa palabra. De hecho, si tienes alguna montura cerca, lo mejor es que no abras la boca.
Y, acordándose de sus palabras, Dimity se mantuvo en silencio, igual que hacían todos los jinetes, guardándose sus especulaciones para sí mismos. Dimity vio los rostros de los demás jinetes, empalidecidos por la concentración, extrañamente tensos y silenciosos. Si no lo estuviera viendo, Dimity jamás habría creído que Emeraude pudiera estar tanto rato callada. Mamá probablemente tampoco sería capaz de creerlo. ¡Y Shevlok! ¿Cuántas veces se veía a Shevlok sin un puro importado en la boca —Shevlok sólo fumaba el mejor tabaco de Shafne— o abriendo los labios para decir algo? Salvo cuando su padre estaba cerca, naturalmente. Cuando Stavenger andaba cerca, Shevlok solía quedarse medio escondido en un rincón y procuraba no llamar la atención: en esos momentos, su capacidad para hacerse invisible resultaba realmente notable.
Tan notable como el silencio en que se desarrollaba esta Cacería, un silencio igual al de los armarios excavados en la tierra durante el invierno, cuando no se veía a nadie y una gruesa capa de escarcha lo cubría todo. Volvió a sentir la intrusión de aquella goma de borrar y luchó contra ella, pensando en qué cenaría cuando la Cacería hubiese terminado. Gallina de la hierba frita con especias importadas. Una ensalada de frutas. No, aún era demasiado pronto para la ensalada de frutas. Un pastel de frutos secos…
Y, un instante después, los jinetes se pusieron en movimiento, bajando hacia uno de los oscuros bosquecillos del valle, mientras Dimity recordaba las explicaciones del maestro de equitación.
—Los árboles son extraordinarios —le había dicho—. Te costará mucho no lanzar una exclamación en voz alta o dar un respingo. No harás ninguna de las dos cosas, naturalmente. Mantendrás la boca cerrada. No te volverás a mirar y te estarás muy quieta, sin moverte. —Además, las pantallas del simulador ya le habían mostrado mil horas de árboles.
Gracias a eso, mantuvo la boca cerrada y siguió con los ojos clavados hacia delante mientras las torres negras se alzaban a su alrededor, con su carga de hojas ocultando el cielo, y el mundo retumbaba con el sonido del agua y el chapoteo de las pezuñas que resbalaban sobre el fango, y el olor saturaba sus fosas nasales. No se parecía en nada al olor de la lluvia porque contenía algo más que el aroma de la tierra húmeda: era un olor acre y áspero, un olor a rancia fecundidad. Dimity abrió la boca, despacio y sin hacer ruido, y respiró por ella, acostumbrándose a ese olor que le hacía sentir deseos de toser, estornudar o jadear.
Sintió la señal dirigida a los sabuesos, la sintió sin comprenderla hasta que los sabuesos echaron a correr, dispersándose en todas direcciones con el hocico pegado al suelo. El sonido de sus patas acabó desvaneciéndose. El maestro de equitación le había dicho que existían unas palabras históricas para acompañar ese momento. A la espesura, dijo su mente. A la espesura, muchachos. ¡Como si alguien fuera capaz de dirigirse a los sabuesos llamándoles «muchachos»!
Un mirón de la hierba perdido entre la espesura graznaba y graznaba haciendo que el bosquecillo resonara con una especie de latido arrítmico, repitiendo su llamada hasta convertirla en algo parecido a una melodía musical y callándose de repente durante un tiempo tan largo que Dimity pensó que se habría marchado, y justo entonces volvió a oírla. Vio fugazmente al mirón por el rabillo del ojo, un cuerpo blanco que se escurría por entre las raíces de la hierba.
El ladrido de un sabueso: un aruu ronco y penetrante que siguió y siguió, haciendo que el corazón le diera un vuelco. Un instante después otro sabueso se unió al ladrido, media nota más arriba, y el sonido de esas voces desgarró sus oídos igual que un cuchillo; y toda la jauría empezó a ladrar, con la tonalidad individual de las voces casi perdida en una inmensa cacofonía, aruu, aruu, una colosal disonancia carente de toda melodía común. Las monturas emitieron un grito de respuesta y se adentraron en el bosque. Habían encontrado al zorro, habían logrado que saliera de su escondite, iban a perseguirlo… Dimity cerró los ojos y se agarró con todas sus fuerzas a la montura, mordiéndose la lengua y las mejillas, lo que fuera con tal de no perder el conocimiento y seguir erguida, sí, lo que fuera…
Y, de repente, un pensamiento acudió a su cabeza.
Estamos en el Bosquecillo de Darenfeld, le dijo su mente, el Bosquecillo de Darenfeld que en tiempos estuvo dentro de la hacienda de los Darenfeld. Estás cabalgando por el Bosquecillo de Darenfeld, siguiendo a los sabuesos, allí donde murió tu amiga Janetta bon Maukerden. Dimity abrió la boca para gritar, y su mente le habló a su boca para decirle que volviera a cerrarse. Calma, se dijo. Nadie llegó a decir nunca que Janetta muriese aquí. Nadie dijo eso. Nadie dijo nada salvo su nombre y luego, en voz baja: «el Bosquecillo de Darenfeld». Y cuando Dimity preguntó por ella le dijeron calla, calla, no digas nada, no hagas preguntas.
Saben más que tú, se dijo. No puedes decirles nada que no sepan.
Los sabuesos ladraban y ladraban y su montura corría detrás de ellos. Dimity volvió a cerrar los ojos. Era lo único que podía hacer si quería seguir sosteniéndose erguida. Seguir donde estaba, no caerse. Seguir callada, soportar el dolor, seguir con la Cacería.
La Cacería sigue. El tiempo pasa. El zorro corre durante horas. Los jinetes lo persiguen durante horas. Dimity olvida quién es o dónde está. El ayer ya no existe, y el mañana tampoco. Lo único que existe es un ahora eterno donde resuena el estrépito de las pezuñas que golpean la hierba, el susurro de los tallos cuando se abren paso a través de ellos, el grito del zorro que les precede, el ladrido de los sabuesos. Las horas pasan. Quizá sean días. Puede que lleven días cabalgando. No puede saberlo.
No hay nada que sirva para indicar el paso del tiempo. La sed, sí. El hambre, sí. El cansancio, sí. El dolor, sí. Todo eso ha estado allí desde primera hora de la mañana; la sed ardiente, el hambre que te roe, el dolor de tus huesos…, sensaciones ocultas en lo más hondo de tu ser, igual que una enfermedad. Su boca ya no puede estar más seca ni su estómago más vacío. Ya no puede sentir más dolor del que siente. Y ahora, por fin, deja de luchar contra él. Durará para siempre, es eterno. La cosa que hay dentro de su cabeza borra cualquier preocupación. No hay nada que mida el tiempo. El antes, el después…, no existen. Nada, nada. Hasta que su montura va deteniéndose y acaba quedándose quieta y, sin querer, Dimity emerge de ese estupor en el que ha caído y abre los ojos.
Están delante de otro bosquecillo, van lentamente hacia él, adentrándose en la oscura catedral de sombra proyectada por los árboles. El follaje se abre sobre sus cabezas para dejar que el sol atraviese la penumbra con inmensas lanzas de fuego. Una de ellas ilumina a Stavenger erguido en su montura con el arpón en sus manos, listo para arrojarlo. De las ramas del árbol brota un chillido de rabia y el brazo de Stavenger se tensa: el arpón sale despedido y la cuerda se va desenrollando detrás de él, convertida en una hebra del oro más puro imaginable.
Otro chillido horrible, esta vez de agonía.
Un sabueso salta para atrapar la cuerda entre sus fauces. Otros sabuesos le imitan. Ya lo tienen. Están tirando del zorro oculto en el árbol, el zorro que sigue aullando y chillando, sin quedarse callado ni un segundo. Algo enorme y oscuro con ojos relucientes y enormes colmillos cae entre ellos, y después sólo se oye el sonido de los gritos mezclado con el de los dientes.
Dimity vuelve a cerrar los ojos, demasiado tarde para no ver la sangre oscura que brota a chorros por entre la masa de cuerpos y siente…, siente una oleada de placer tan íntima y profunda que se ruboriza y traga aire, y las piernas que aprietan el cuerpo de su montura se estremecen, haciendo que toda ella se balancee en un espasmo de éxtasis.
A su alrededor hay otros ojos cerrados y otros cuerpos temblorosos. A todos les ocurre lo mismo…, salvo a Sylvan. Sylvan está sentado con el cuerpo erguido y los ojos clavados en la sangrienta confusión que tiene delante, enseñando los dientes en una silenciosa mueca de rabia desafiante, con el rostro vacío de toda expresión. Desde donde está puede ver a Dimity, con los ojos cerrados y el cuerpo convulso. Y aparta el rostro para no verla.
Dimity no volvió a abrir los ojos hasta que no hubieron recorrido todo el trayecto de regreso a Klive y salieron del Bosque Oscuro para entrar en el Sendero de los Verdes y los Azules. Allí, el dolor se hizo tan grande que no pudo seguir soportándolo en silencio y, sin pensar en lo que hacía, dejó escapar un gemido casi inaudible. Uno de los sabuesos se volvió hacia ella, un gran sabueso con manchas violetas cuyos ojos parecían llamas. Estaba cubierto de sangre, tanto suya como del zorro. En aquel momento Dimity se dio cuenta de que esos mismos ojos se habían vuelto hacia ella de vez en cuando durante la cacería, que aquellos mismos ojos la habían estado mirando incluso cuando el zorro cayó del árbol y aterrizó en pleno centro de la jauría, cuando sintió… aquello.
Clavó la mirada en sus manos, que apretaban las riendas, y no volvió a levantar la cabeza.
Cuando llegaron a la Puerta de la Cacería fue incapaz de desmontar por sí sola. Sylvan tuvo que ayudarla. Fue hacia ella tan deprisa que Dimity creyó que nadie se habría fijado en su debilidad actual…, nadie salvo aquel sabueso de antes cuyos rojizos ojos brillaban en la creciente penumbra del ocaso. Y, un instante después, el sabueso ya no estaba allí, todos los sabuesos y las monturas habían desaparecido, y el Cazador hizo sonar su cuerno suavemente junto a la puerta y gritó:
—La Cacería ha terminado. Hemos regresado. Dejadnos entrar.
Rowena oyó el débil eco del cuerno desde su balcón. Las criaturas ya se habían marchado, y había seres humanos que esperaban ser atendidos. Se inclinó sobre la balaustrada, retorciéndose las manos y con la boca abierta, viendo cómo un sirviente abría la Puerta de las Perreras desde dentro y los cansados cazadores iban desfilando por ella uno a uno: el Jefe y los miembros de la Cacería con sus chaquetas rojas, negras en el caso de las mujeres, con sus pantalones acolchados dándoles el aspecto de ranas torpes perdidas entre la penumbra. Los pantalones blancos estaban manchados de sudor, y la prístina pureza de las corbatas había sido ensuciada por el polvo y el roce con los tallos de hierba. Los sirvientes estaban esperándoles con copas de agua y pinchos de carne asada. Los baños les aguardaban desde hacía horas, humeando gracias al calor de los pequeños hornos incorporados, y los cazadores, con las manos llenas de comida y bebida, se dispersaron rumbo a sus aposentos. Jadeando, sintiendo que iba a dejar salir el grito de miedo que había estado esforzándose por contener durante todo aquel largo día, Rowena buscó por entre los jinetes hasta descubrir la delgada silueta de Diamante apoyada en el brazo de Sylvan. Las lágrimas fluyeron por sus mejillas y buscó una voz que había creído perdida en la convicción de que Dimity no regresaría.
—Dimity… —Rowena se inclinó sobre la barandilla, no deseosa de ser oída por Stavenger o por algún otro miembro de la vieja guardia de aristócratas. Cuando la joven miró hacia arriba, Rowena le hizo una seña y Sylvan movió la cabeza señalando una puertecilla lateral. Unos minutos después, Dimity estaba en la habitación de su madre, y Salla la saludaba con una exclamación de disgusto.
—Qué sucia estás. Oh, muchacha, estás cubierta de porquería… Cuánta porquería. Pareces un topo. Sucia de pies a cabeza… Quítate esa chaqueta, y la corbata. Voy a buscar tu albornoz, y podrás quitarte también el resto de esa porquería.
—Estoy sucia pero me encuentro bien, Salla —dijo la joven, pálida como la luna, intentando librarse de sus impacientes cuidados.
—¿Dimity?
—Madre…
—Dale tus ropas a Salla, querida. Espera, te ayudaré a quitarte las botas. —Después vino un breve interludio de gruñidos hasta que consiguieron quitarle las negras botas de media caña—. Puedes bañarte aquí mientras me hablas de la Cacería. —Cruzó el lujoso dormitorio, con una seña para que la siguiera, y abrió la puerta que daba al cuarto de baño recubierto de mosaicos, donde ya habían traído agua, cuidando de que no se enfriara—. Puedes usar mi aceite de baño. Cuando eras pequeña siempre te gustaba usarlo… ¿Estás muy cansada?
Dimity intentó sonreír y no lo consiguió. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no le temblaran las manos mientras se quitaba la ropa interior y dejaba que cayera al suelo del cuarto de baño. Rowena esperó a que el agua humeante la cubriera hasta el cuello, y sólo entonces volvió a repetir su petición de antes.
—Háblame de la Cacería.
—No sé qué decirte —murmuró la joven—. No pasó nada. —El agua estaba haciendo desaparecer el dolor. Moverse resultaba doloroso, pero el cálido abrazo del agua hacía que sentir ese dolor, esa profunda y persistente agonía de los huesos, casi fuera un placer—. No pasó nada…
Rowena dio una patada en el suelo. Sus ojos brillaban a causa del llanto.
—¿Tuviste algún problema a la hora de montar?
—No. No, la verdad es que no.
—¿Habías…, habías visto antes a tu montura?
Dimity abrió los ojos, como si despertara, y miró a su madre.
—¿La montura? Creo que la había visto antes, puede que en los pastizales de hierba corta donde Syl y yo solíamos jugar. —Quizás aquello tuviera algún significado. Observó el rostro de su madre, pero Rowena se limitó a asentir con la cabeza. Cuando montó por primera vez, descubrió que su montura también había estado observándola desde que era niña.
—¿Y adónde fuisteis?
—Creo que a un bosquecillo en las tierras de Darenfeld…, en el valle.
Rowena volvió a asentir, recordando aquellos árboles oscuros que se alzaban sobre ella ocultando el cielo, el suelo cubierto por las florecitas del musgo, el ruido del agua que corría bajo el musgo y las raíces. Recordando a la amiga de Dimity y la amante de Shevlok, Janetta…
—¿Encontrasteis algún zorro?
—Sí. —Cerró los ojos, incapaz de contarle nada más. No quería hablar de eso. Quería olvidarlo. La próxima vez se rendiría al dolor nada más sentirlo. La próxima vez no lucharía contra él. Abrió un poco los párpados y vio el rostro de Rowena, aquella expresión interrogativa que deseaba seguir preguntándole, saber qué había ocurrido…—. Los sabuesos se metieron entre los árboles —dijo con un suspiro—. Empezaron a ladrar, y les seguimos. Creo recordar que le perdieron tres o cuatro veces, pero siempre volvieron a encontrarle. No sé, quizá me lo esté inventando… El zorro corría y corría, eso es todo. Y los sabuesos acabaron acorralándole en un árbol, creo que hacia el norte.
—¿Fuiste tú quien lo mató?
—No, fue Stavenger. Papá… Quiero decir el Jefe de la Cacería. Sólo tuvo que arrojar el arpón una vez. No pude ver dónde le dio, pero el zorro acabó cayendo del árbol y los sabuesos se lanzaron sobre él. —Y Dimity se ruborizó: una marea de sangre inundó su rostro al recordar lo que había ocurrido a continuación.
—Entonces, no viste al zorro.
—No pude ver nada, sólo una mancha borrosa en el árbol. Después vi ojos y dientes, y un instante más tarde todo había terminado.
—Ah. —Rowena suspiró, y sus lágrimas fluyeron igual que un torrente mientras se reía de sí misma y de sus temores, compartiendo la vergüenza de Dimity pero, aun así, sintiendo un gran alivio.
—¡Madre! Estoy bien, no pasa nada.
Rowena asintió y se secó los ojos. Todas las terribles posibilidades de la Cacería, y ninguna había llegado a convertirse en realidad… Dimity había logrado montar, había cabalgado, no se cayó, no había sido atacada por el zorro, y no había hecho nada que pudiera poner nerviosos a los sabuesos.
—Madre… —En voz baja, conmovida por las lágrimas, ofreciéndole algo.
—¿Sí, Dimity?
—Mientras volvíamos, había un sabueso que no dejaba de mirarme. Uno con manchas púrpura en la piel… No paraba de mirarme. Cada vez que bajaba los ojos hacia el suelo, allí estaba él.
—No se te ocurriría devolverle la mirada, ¿verdad?
—Claro que no. Ya sé que no debo hacerlo. Hasta logré disimular el que me hubiera dado cuenta, y estoy segura de que el sabueso no sabe que me fijé en él. Me pareció extraño, nada más.
Rowena discutió consigo misma. ¿Decirle algo, pero no lo suficiente; darle demasiadas explicaciones; callarse?
—Los sabuesos son bastante extraños. A veces nos observan y a veces ni nos miran. A veces parece como si nos encontraran divertidos… Comprendes a qué me refiero, ¿no?
—Pues no, la verdad.
—Bueno, Dimity, nos necesitan. No pueden trepar a los árboles, por lo que no pueden matar al zorro a menos que nosotros lo hagamos bajar.
—Para eso sólo necesitan un hombre, alguien con un brazo fuerte que sepa lanzar el arpón.
—Oh, creo que hay algo más. Los sabuesos parecen disfrutar con la Cacería y sus rituales.
—Cuando volvíamos, no dejé de preguntarme cómo empezó todo. Ya sé que en la Tierra cazaban con sabuesos, antes de que existiera Santidad y antes de que nos marcháramos. Estaba en mi libro de historia, y había dibujos con caballos, perros, y ese pequeño animal peludo que no se parece en nada a nuestro zorro… La verdad es que no entiendo por qué querían matarlo. Con nuestros zorros…, bueno, no hay más remedio que matarlos. Pero ¿por qué hacerlo de esta manera?
—Uno de los primeros colonos se hizo amigo de una montura joven y aprendió a montarla, eso es todo —respondió Rowena—. El colono enseñó a unos amigos suyos y la montura trajo consigo a unas cuantas más de su especie, y poco a poco volvimos a tener una Cacería.
—¿Y los sabuesos?
—No lo sé. Mi abuelo me dijo que aparecieron un día, como si hubieran salido de la nada, como si supieran que les necesitábamos para que la Cacería estuviera completa… Siempre aparecen en el día preciso y en el sitio adecuado, igual que las monturas.
—Si les llamamos sabuesos cuando no son realmente sabuesos, ¿por qué no llamamos caballos a las monturas? —preguntó Dimity, volviendo a reclinarse en la bañera hasta que su cabeza quedó medio sumergida, contentándose con ir siguiendo el hilo de la conversación y decir algo de vez en cuando, pensando que su madre quizá quisiera frotarle la espalda.
Rowena pareció sorprenderse ante su pregunta.
—Oh, no creo que eso les gustara mucho a los hippae.
—Pero no les importa que les llamemos monturas, ¿verdad?
—Querida mía, ya sabes que, cuando están cerca, ni tan siquiera usamos ese término. Cuando están cerca nunca hablamos de ellos.
—Hace que te sientas rara, ¿verdad? —dijo Dimity.
—¿Cómo? —preguntó Rowena, poniéndose bruscamente en pie—. ¿El qué?
—El cazar. ¿No hace que te sientas algo rara?
—Tiene una especie de efecto hipnótico —dijo Rowena, preocupada—. Si no, la verdad es que resultaría bastante aburrido. —Puso una toalla doblada allí donde Dimity pudiera alcanzarla y salió del cuarto de baño, cerrando la puerta a su espalda para no dejar escapar el calor.
¿Un sabueso había estado observando a Dimity? Se mordió el labio, frunció el ceño y su rostro se llenó de preocupación. Tendría que hablar con Sylvan. Ahora estaría con Figor discutiendo ese asunto relacionado con Santidad, pero quizá se hubiera dado cuenta de algo. Nadie más se habría dado cuenta, naturalmente, pero Sylvan quizá sí. O quizá todo fueran imaginaciones de Dimity. El cansancio y las horas de dolor podían tener ese efecto.
Aun así, era bastante extraño. Los sabuesos habían acabado con su presa, por lo que debían de estar de buen humor. No había ninguna razón para que uno de ellos hubiera estado observando a Dimity. De hecho, ni tan siquiera había ninguna razón para que Dimity se hubiera imaginado algo así… Estaba segura de que nadie le había hablado de Janetta ni de ese otro aspecto de las cosas.
Hablaría con Sylvan tan pronto como pudiera. Tan pronto como aquel ridículo problema de la misión científica hubiera quedado resuelto y todo el mundo pudiera pensar en otras cosas.
Hierba.
Millones de kilómetros cuadrados de pradera, con aldeas y haciendas, con los cazadores y las presas, donde el viento camina y las estrellas hacen brillar el tallo y los semilleros, donde los mirones que parecen orugas chillan día y noche escondidos entre las raíces, salvo cuando ciertas criaturas emiten su llamada en la oscuridad tachonada de estrellas, haciendo que todo quede sumido en un silencio fantasmagórico.
Al norte, casi allí donde empieza el país de la hierba corta, están las ruinas de una ciudad de los arbai, bastante parecida a las muchas otras ciudades de los arbai que se pueden hallar en los mundos colonizados: la única diferencia está en que los habitantes de esa ciudad de Hierba murieron por causas violentas. Los Hermanos Verdes van y vienen por entre las ruinas, excavando, haciendo listas de los artefactos encontrados, copiando los volúmenes de la biblioteca. Se dice que los hermanos son penitentes, aunque en toda Hierba nadie más sabe qué pecado expían, y a nadie le importa.
Un poco al norte de las excavaciones, en la Abadía, otros Hermanos Verdes cuidan de los jardines, atendiendo a los cerdos y las gallinas, observando el cielo y adentrándose por entre la hierba, quizá para predicarle a los hippae, o a los zorren, ¿quién sabe? También ellos son penitentes expulsados de Santidad que han ido a parar a este lugar remoto y solitario. Estaban aquí cuando llegaron los aristócratas, aunque no por voluntad propia. Algunos de ellos se lamentan diciendo que cuando los aristócratas se hayan marchado ellos seguirán aquí, tan de mala gana como antes.
Y, finalmente, está el puerto y Ciudad Común, y las dos se encuentran en el único sitio de Hierba donde apenas si crece la hierba, un risco de piedra rodeado por árboles de los pantanos, una esbelta elipse de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados ocupados por hangares, almacenes y granjas hidropónicas, canteras, arroyos, minas y todo el resto de confusa cacofonía de la vida y los asuntos humanos. Ciudad Común, donde los forasteros pueden ir y venir sin molestar a nadie, donde los forasteros pueden dedicarse a sus incomprensibles y, según dicen los bon Damfels, despreciables asuntos particulares…
Y no hay que olvidarse del puerto, donde se posan las gordas naves sostenidas por sus colas llameantes que llegan de Shafne y de Semling y del planeta que casi todos llaman Santidad hasta que alguien les recuerda que su nombre auténtico es la Tierra, el primer hogar del hombre. En Hierba hay muchas clases de hombres y mujeres: gente que está de paso, comerciantes, artesanos, tripulantes y predicadores que necesitan hoteles y almacenes, tiendas, burdeles e iglesias, y también hay niños con sus campos de juegos, y maestros con sus escuelas.
De vez en cuando un grupito de niños amantes de la aventura o adultos aburridos que están de paso salen del puerto o de la ciudad y recorren los tres o cuatro kilómetros de cuesta que llevan hasta el punto donde el suelo se convierte en una pradera pantanosa. El musgo que crece allí posee una extraña elasticidad, como si la tierra estuviera bastante húmeda, y si continúan avanzando el suelo no tarda en adquirir esa blandura esponjosa que uno espera encontrar después de varios días de lluvia ininterrumpida. Los caminantes pueden aventurarse un poco más por ese terreno, sintiendo cómo sus pies se hunden progresivamente en él, aunque la mayor parte retroceden, temerosos de que se hunda bajo ellos, como acaba haciendo un poco más allá, volviéndose tan fangoso y líquido que quienes continúan empeñados en seguir explorando tienen que saltar de un promontorio a otro pasando sobre arroyuelos de aguas aceitosas. El pantano alberga árboles de hojas azuladas y flores que relucen con la apagada claridad de las velas, así como mariposas con alas cubiertas de polvo que tienen el tamaño y el color de los loros y huelen a incienso, y también hay unas ranas enormes cuyos antepasados llegaron hace mucho tiempo con los primeros colonos.
Todo eso puede llegar a verse dando un paseo a poca distancia de Ciudad Común…, todo eso pero no más, porque apenas dejas atrás la primera hilera de árboles el pantano se hace impenetrable y los promontorios se convierten en islitas selváticas separadas por riachuelos de agua oscura llenos de raíces retorcidas y criaturas que serpentean por entre el fango con ominosos chapoteos. Allí los árboles tienen las hojas más azules, y cuanto más te alejas más altos son, hasta que terminan no dejando pasar la luz. Para adentrarse en el bosque haría falta un bote, un esquife o una barcaza de quilla plana con una larga pértiga para apoyarla en las cenagosas profundidades, o quizás un remo para hundirlo silenciosamente en esas lisas aguas oscuras e impulsarse por el laberíntico trazado de esos pasillos cubiertos por una techumbre de hojas.
Naturalmente, eso ya se ha hecho. Algunos hombres que nunca le prestaban atención a los consejos que se les daba construyeron embarcaciones más o menos marineras para que les llevaran en sus exploraciones; algunos chicos atrevidos, y puede que una o dos chicas, fabricaron botes para atravesar la empalizada que forman los grandes troncos de los árboles y los tentáculos de las enredaderas, con la intención de internarse en las sombras iridiscentes del bosque pantanoso. No han sido muchos los que se atrevieron a hacerlo. Podrían haber sido más, pero, de quienes se adentraron en el bosque, hubo muchos que nunca salieron. Hombres adultos de otros planetas también lo han intentado en diversas ocasiones, hombres duros y fuertes, pero acabaron desapareciendo igual que desaparecieron los chicos y las chicas.
¿Y los que sí volvieron? ¿Qué pudieron contar del pantano salvo que era un lugar oscuro y húmedo lleno de criaturas escurridizas, y que cuanto más te internabas en él más oscuro y húmedo se volvía y más escurridizas parecían ser sus criaturas? De hecho, los que volvieron apenas si dicen nada. Es como si no pudieran recordar lo que vieron en las húmedas profundidades del bosque pantanoso, como si hubieran entrado en él y hubieran vuelto a salir por puro accidente, mientras dormían, sin haber visto ni oído nada…
Y, después de todo, ¿a quién le importa? ¿Quién necesita adentrarse en el pantano? El agua salobre y los árboles cubiertos de enredaderas no le hacen daño a nadie, y el pantano no esconde nada de valor. Desde arriba, los grandes árboles parecen el inquieto e incansable oleaje de un mar verde grisáceo que tuviera kilómetros y kilómetros de anchura. Desde lejos, son una muralla que rodea Ciudad Común e impide que la nerviosa energía de comerciantes y artesanos haga erupción. Desde dentro, son un muro que mantiene a raya el inexorable avance de la hierba. Norte, sur, este y oeste…, la ciudad está rodeada por el bosque pantanoso, y no hay caminos que lleven a él o salgan de su espesura. Las profundidades del bosque se mantienen inviolables, los abismos de sus aguas y sus árboles siguen siendo desconocidos e invisibles, pero son tan inmensos y llenos de ramificaciones que —aunque nadie ha visto jamás nada que haga pensar en ello—, todos los habitantes de Ciudad Común creen que allí dentro hay algo oculto, algo que un día saldrá del bosque para asombrarles a todos.