Hunt me despierta a media mañana. Llega con el desayuno en una bandeja y una expresión de miedo en los ojos oscuros.
—¿Dónde ha conseguido la comida? —pregunto.
—Hay un pequeño restaurante en la planta baja. Había comida caliente, pero nadie a la vista.
Asiento.
—La trattoria de la signora Angeletti —digo—. No es buena cocinera.
Recuerdo la preocupación del doctor Clark con mi dieta; pensaba que la enfermedad se me había instalado en el estómago y me impuso un régimen frugal de leche y pan, con algunos trozos de pescado.
Resulta curioso pensar cuántos miembros sufrientes del género humano se han enfrentado a la eternidad obsesionados con sus entrañas, las llagas de la espalda, la frugalidad de las dietas.
Miro a Hunt.
—¿Qué ocurre?
El ayudante de Gladstone se acerca a la ventana y mira obsesivamente la Piazza. Oigo el maldito gorgoteo de la fuente de Bernini.
—Salí a caminar mientras usted dormía —explica Hunt—, por si encontraba gente. O un teléfono o teleyector.
—Desde luego.
—Acababa de salir de… —Se vuelve humedeciéndose los labios—. Hay algo allá afuera, Severn. En la calle, al pie de la escalinata. No estoy seguro, pero creo que es…
—El Alcaudón.
Hunt asiente.
—¿Lo ha visto usted?
—No, pero no me sorprende.
—Es terrible, Severn. Tiene algo que me pone la piel de gallina. Allí, en las sombras, al otro lado de la escalera.
Quiero levantarme, pero un ataque de tos y la flema que me invade el pecho y la garganta me obligan a tenderme sobre las almohadas.
—Sé qué aspecto tiene, Hunt. No se preocupe. No ha venido a por usted. —Mi voz tiene más firmeza de la que yo siento.
—¿A por usted?
—No lo creo —respondo entre resuellos—. Creo que está aquí sólo para cerciorarse de que no me vaya, de que no busque otro lugar para morir.
Hunt regresa a la cama.
—Usted no morirá, Severn.
Guardo silencio.
Hunt se sienta en la silla que está al lado de la cama y alza una taza de té casi frío.
—Si usted muere, ¿qué pasará conmigo?
—No lo sé —digo con franqueza—. Si yo muero, ni siquiera sé qué pasará conmigo.
En las enfermedades graves hay cierto solipsismo que absorbe toda nuestra atención tal como un agujero negro captura todo lo que cae dentro de su radio crítico.
El día transcurre despacio y soy muy consciente del movimiento del sol por la tosca pared, de las sábanas donde apoyo las palmas, de la fiebre que sube como náusea y se extingue en el horno de mi mente y, sobre todo, del dolor. Ya no mi dolor, pues unas pocas horas o días de cerrazón de garganta y quemazón en el pecho son tolerables, casi bien recibidos, como un amigo fastidioso con quien nos cruzamos en una ciudad desconocida; pero el dolor de los demás, de todos los demás, me arrasa la mente como el hierro del martillo cuando golpea el yunque, y no hay escapatoria.
Mi cerebro lo recibe como una algarabía y lo reestructura como poesía. Todo el día y toda la noche el dolor del universo inunda los corredores febriles de mi mente como poesía, imágenes, imágenes poéticas, la intrincada e incesante danza del lenguaje, ya sedante como un solo de flauta, ya aguda, estridente y confusa como varias orquestas afinando, pero siempre versos, siempre poesía.
Cerca del ocaso despierto de un adormilamiento, desplazando el sueño donde el coronel Kassad lucha con el Alcaudón para rescatar a Sol y Brawne Lamia, y encuentro a Hunt sentado ante la ventana, el largo rostro color terracota a la luz del anochecer.
—¿Aún está allí? —pregunto con voz áspera.
Hunt se sobresalta y se vuelve hacia mí con una sonrisa de disculpa. Por primera vez veo un sonrojo en aquel semblante hosco.
—¿El Alcaudón? —dice—. No lo sé. Hace rato que no lo veo. Presiento que está allí. ¿Cómo está usted?
—Agonizando. —De inmediato lamento la autocomplacencia de ese sarcasmo, por atinado que sea, pues veo el dolor que causa a Hunt—. Está bien —añado, casi jovialmente—, lo hice antes. A fin de cuentas no soy yo quien agoniza. Yo existo como personalidad en las honduras del TecnoNúcleo. Es sólo este cuerpo. Este cíbrido de John Keats. Esta ilusión de veintisiete años de edad, carne, hueso y recuerdos prestados.
Hunt se sienta en el borde de la cama. Noto con sorpresa que ha cambiado las sábanas durante el día, dándome uno de sus cobertores a cambio de mi colcha salpicada de sangre.
—La personalidad de usted es una IA del Núcleo —dice—. Entonces usted ha de tener acceso a la esfera de datos.
Sacudo la cabeza, demasiado cansado como para discutir.
—Cuando los Philomel lo secuestraron, lo rastreamos a través de su ruta de acceso a la esfera de datos —insiste—. No tiene que establecer contacto personal con Gladstone. Deje un mensaje donde Seguridad pueda encontrarlo.
—No —jadeo—, el Núcleo no lo desea.
—¿El Núcleo se lo impide?
—Aún no. Pero lo hará. —Pronuncio cada palabra como si colocara frágiles huevos en un cesto. De pronto recuerdo una nota que envié a mi querida Fanny poco después de una hemorragia grave, casi un año antes de mi muerte. Escribí: «Si he de morir», me dije, «no he dejado ninguna obra inmortal, nada que enorgullezca a mis amigos de mi memoria, pero he amado el principio de la belleza en todas las cosas, y si hubiera tenido tiempo habría logrado que me recordasen». Ahora esto me parece fútil, egoísta, estúpido e ingenuo; pero aún no creo en ello desesperadamente. Si hubiera tenido tiempo, los meses que pasé en Esperance, fingiendo ser un artista visual, los días derrochados con Gladstone en las salas de gobierno, mientras podía estar escribiendo…
—¿Cómo lo sabrá si no lo intenta? —pregunta Hunt.
—¿Qué es eso? —pregunto, y ese simple esfuerzo me provoca otro ataque de tos. El espasmo termina sólo cuando escupo gelatinosas esferas de sangre en la bacía que Hunt ha ido a buscar. Me tiendo, tratando de verle la cara.
Está oscureciendo en la estrecha habitación y ninguno de los dos ha encendido una lámpara. Fuera gorgotea la fuente.
—¿Qué es eso? —repito, tratando de no dejarme arrastrar por el sueño y los sueños—. ¿Intentar qué?
—Intentar dejar un mensaje a través de la esfera de datos —susurra Hunt—. Establecer contacto con alguien.
—¿Y qué mensaje dejaré, Leigh? —pregunto.
—Nuestro paradero. Cómo nos secuestró el Núcleo. Cualquier cosa.
—De acuerdo —accedo, cerrando los ojos—. Lo intentaré. No creo que ellos me dejen, pero prometo que lo intentaré.
Hunt me aferra la mano. Incluso a través de la marea de fatiga, este súbito contacto humano basta para hacerme llorar.
Lo intentaré. Antes de sucumbir a los sueños o la muerte, lo intentaré.
El coronel Fedmahn Kassad lanzó un grito de batalla de FUERZA y cargó a través de la tormenta de polvo para interceptar al Alcaudón antes que recorriera los treinta metros que lo separaban de Sol Weintraub y Brawne Lamia.
El Alcaudón se detuvo, deslizó la cabeza al lado, los ojos rojos y relucientes. Kassad montó el rifle de asalto y corrió cuesta abajo.
El Alcaudón saltó.
Kassad vio aquel salto en el tiempo como un borrón lento y advirtió que el movimiento en el valle había cesado, la arena colgaba inmóvil en el aire y la luz de las relucientes Tumbas había cobrado un tono denso y ambarino. El traje cutáneo de Kassad de algún modo se desplazaba con el Alcaudón, siguiendo su recorrido en el tiempo.
La criatura irguió la cabeza con un chasquido y extendió los cuatro afilados brazos, abriendo los dedos en un saludo cortante.
Kassad frenó a diez metros del ser, activó el rifle, calcinó la arena con un haz de alta potencia a los pies del Alcaudón.
El Alcaudón brilló cuando el caparazón y las piernas de acero reflejaron la luz infernal que lo rodeaba. El monstruo de tres metros empezó a hundirse mientras la arena burbujeaba convirtiéndose en un lago de cristal derretido.
Kassad soltó un grito triunfal, mientras proyectaba el haz sobre el Alcaudón y el suelo tal como había rociado a sus amigos con mangueras de irrigación robadas en las barriadas de Tharsis, en su infancia.
El Alcaudón se hundió. Agitó los brazos en un intento de hallar apoyo en la arena y la roca. Volaron chispas. El Alcaudón saltó. El tiempo retrocedió como un holo proyectado a la inversa, pero Kassad saltaba con él, comprendiendo que Moneta le ayudaba: el traje de ella lo seguía, pero también lo guiaba a través del tiempo. Pronto roció de nuevo a la criatura con un calor concentrado superior a la superficie de un sol y derritió la arena, mientras las rocas estallaban en llamas.
Hundiéndose en ese caldero de llamas y roca derretida, el Alcaudón irguió la cabeza, abrió la bocaza, bramó.
Kassad casi dejó de disparar, sorprendido de que aquel ser emitiera un sonido. El grito del Alcaudón resonó como un rugido de dragón mezclado con el fragor de un cohete de fusión. Hacía castañear los dientes, vibraba en las paredes de roca, arrojaba al suelo el polvo suspendido. Kassad sintonizó en disparos sólidos de alta velocidad y lanzó diez mil microdardos al rostro de la criatura.
El Alcaudón saltó. Un brinco de años, una transición que causó vértigo en los huesos y el cerebro de Kassad. Ya no estaban en el valle sino a bordo de una carreta eólica que traqueteaba por el Mar de Hierba. El tiempo recobró su curso. El Alcaudón brincó hacia delante con brazos metálicos de donde goteaba cristal derretido y aferró el rifle de Kassad. El coronel no soltó el arma, y ambos se enzarzaron en una danza torpe, el Alcaudón agitando su par suplementario de brazos y una pierna festoneada de espinas de acero. Kassad saltando y esquivando mientras aferraba el rifle con desesperación.
Estaban en un compartimiento pequeño. Moneta estaba presente como una sombra en un rincón, y otra figura, un hombre alto con cogulla, se desplazaba en movimiento ultralento para evitar el borrón de brazos y puñales en el estrecho espacio. A través de los filtros del traje cutáneo, Kassad distinguió el campo energético azul y violáceo de un erg en el espacio, palpitando y creciendo, luego retrayéndose ante la violencia temporal de los campos antientrópicos orgánicos del Alcaudón.
El Alcaudón lanzaba tajos al traje de Kassad para desgarrar carne y músculo. La sangre salpicaba las paredes. Kassad metió el cañón del rifle en la boca de la criatura y disparó. Una nube de dos mil dardos de alta velocidad echaron hacia atrás la cabeza del Alcaudón y arrojaron el cuerpo del ser contra una pared. Las espinas de la pierna desgarraron el muslo de Kassad y emergió un chorro de sangre que roció las ventanas y paredes de la cabina de la carreta eólica.
El Alcaudón saltó.
Apretando los dientes mientras el traje cerraba automáticamente las heridas, Kassad miró a Moneta, asintió y siguió a la cosa por el tiempo y el espacio.
Sol Weintraub y Brawne Lamia observaron el terrible ciclón de calor y luz que rodaba y moría de pronto. Sol protegió a la mujer con el cuerpo cuando recibieron la lluvia de cristal derretido que siseaba contra la fría arena. El ruido se apagó, la tormenta oscureció el charco burbujeante y el viento los envolvió a ambos con la capa de Sol.
—¿Qué ha sido eso? —jadeó Brawne.
Sol meneó la cabeza y la ayudó a levantarse en el viento rugiente.
—¡Las Tumbas se están abriendo! —señaló Sol—. Tal vez una explosión.
Brawne se tambaleó, se equilibró, tocó el brazo de Sol.
—¿Rachel? —preguntó en medio de la baraúnda. Sol apretó los puños. Tenía la barba cubierta de arena.
—El Alcaudón se la llevó… no puedo entrar en la Esfinge. ¡Estoy esperando!
Brawne asintió y miró hacia la Esfinge, un contorno reluciente en la feroz polvareda. —¿Está usted bien?— preguntó Sol—. ¿Qué?
—¿Está usted bien?
Brawne asintió distraídamente y se tocó la cabeza. El empalme neural no estaba. No sólo el obsceno cable del Alcaudón, sino el empalme que Johnny le había aplicado quirúrgicamente cuando se ocultaban en la Colmena de la Escoria, mucho tiempo atrás. Sin empalme ni bucle Schrón, no tenía modo de ponerse en contacto con Johnny. Brawne recordó que Ummon había destruido la persona de Johnny, triturándola y absorbiéndola como quien aplasta un insecto.
—Estoy bien —aseguró Brawne, pero Sol tuvo que sostenerla para que no se cayera.
Sol gritaba algo. Brawne trató de concentrarse en el aquí y ahora. Después de la megaesfera, la realidad parecía estrecha y restringida.
—… no puedo hablar aquí —gritaba Sol—, regresar a la Esfinge.
Brawne meneó la cabeza. Señaló los peñascos del lado norte del valle, donde el inmenso árbol del Alcaudón resultaba visible entre nubes de polvo.
—El poeta, Silenus, está allí. ¡Lo vi!
—¡No podemos hacer nada al respecto! —gritó Sol, usando la capa como protección. Los granos de arena bermeja tamborileaban en el fibroplástico como dardos en un blindaje.
—Quizá podamos —sugirió Brawne, mientras disfrutaba del cálido refugio que Sol le brindaba. Por un instante imaginó que podría abrazarse a él como Rachel y dormir, dormir—. Vi… conexiones… cuando salía de la megaesfera. ¡El árbol de espinas está conectado de algún modo con el Palacio del Alcaudón! Si podemos llegar allí, encontrar un modo de liberar a Silenus…
Sol meneó la cabeza.
—No puedo dejar la Esfinge, Rachel…
Brawne comprendió. Acarició la mejilla del profesor y se le acercó, sintiendo la barba contra la cara.
—Las Tumbas se están abriendo —señaló—. No sé cuándo tendremos otra oportunidad.
Sol lloraba.
—Lo sé. Quiero ayudar. Pero no puedo dejar la Esfinge, por si ella… si ella…
—Entiendo —resolvió Brawne—. Regrese usted allá. Yo iré al Palacio del Alcaudón en busca de algo relacionado con ese árbol de espinas.
Sol asintió consternado.
—Usted dice que ha estado en la megaesfera. ¿Qué vio? ¿Qué descubrió? La personalidad Keats… ¿está…?
—Hablaremos cuando regrese —replicó Brawne, alejándose un paso para verlo con mayor claridad. El rostro de Sol era una máscara de dolor: el rostro de un padre que ha perdido a la hija.
—Regrese —dijo Brawne con firmeza—. Estaré en la Esfinge dentro de una hora o menos.
Sol se frotó la barba.
—Todos han desaparecido salvo usted y yo, Brawne. No deberíamos separarnos…
—Tendremos que hacerlo —gritó Brawne, alejándose de él. El viento le azotó los pantalones y la chaqueta—. Nos veremos dentro de una hora. —Echó a andar deprisa, antes de ceder al impulso de refugiarse en la calidez de los brazos de Sol. El viento era mucho más fuerte aquí, pues soplaba desde la entrada del valle. La arena le pegaba en los ojos y las mejillas. Mantuvo la cabeza gacha, procurando no apartarse del sendero. Tan sólo el fulgor brillante y palpitante de las Tumbas le alumbraba el camino. Las mareas de tiempo tironeaban con violencia.
Minutos después dejó atrás el Obelisco y se encontró en el sendero lleno de escombros próximos al Monolito de Cristal. Sol y la Esfinge se habían perdido de vista, y la Tumba de Jade era apenas un fulgor verdoso en la pesadilla de polvo y viento.
Brawne se detuvo, tratando de conservar el equilibrio en medio de las ráfagas y las mareas de tiempo. Faltaba más de medio kilómetro para el Palacio del Alcaudón. Aunque al dejar la megaesfera había comprendido la conexión entre árbol y tumba, ¿qué podría hacer cuando llegara allá? ¿Y qué había hecho ese poeta salvo maldecirla e irritarla? ¿Por qué debía morir por él?
El viento chillaba en el valle, pero por encima del bramido Brawne creyó oír gritos más agudos, más humanos. Miró hacia las rocas del norte, pero el polvo lo oscurecía todo.
Brawne Lamia se subió el cuello de la cazadora y siguió avanzando contra el viento.
Meina Gladstone estaba a punto de salir de la cabina de ultralínea cuando oyó un campanilleo y se acomodó de nuevo, observando el holotanque con intensidad. El cónsul había acusado recibo del mensaje, pero no había enviado respuesta. Tal vez había cambiado de parecer.
No. Las columnas de datos que flotaban en el prisma rectangular mostraban que el mensaje se originaba en el sistema de Mare Infinitum. El contraalmirante William Ajunta Lee la llamaba a través del código privado.
Gladstone había causado un revuelo en los efectivos espaciales de FUERZA cuando insistió en el ascenso del teniente y lo designó «enlace gubernamental» para la misión de ataque inicialmente prevista para Hebrón. Después de las matanzas de Puertas del Cielo y Bosquecillo de Dios, la fuerza de ataque se había trasladado al sistema de Mare Infinitum, setenta y cuatro unidades, naves capitales protegidas por naves-antorcha y naves con escudo defensivo, la fuerza especial que debía atacar la vanguardia éxter y penetrar en el centro del enjambre.
Lee era el espía y contacto de la FEM. Aunque su nuevo rango y sus órdenes le daban acceso a decisiones de mando, cuatro comandantes de FUERZA lo superaban en rango en la región.
No importaba. Gladstone lo quería en aquella zona para recibir informes.
El tanque se enturbió y la cara resuelta de William Ajunta Lee llenó el espacio.
—FEM, he aquí el informe que usted ordenó. La Fuerza Especial 181.2 se ha trasladado al sistema 3996.12.22…
Gladstone parpadeó sorprendida antes de recordar que ése era el código oficial para el sistema estelar G, donde estaba Mare Infinitum. Uno rara vez pensaba en la geografía fuera del mundo de la Red.
—… las naves de ataque del enjambre están a ciento veinte minutos del radio letal del mundo en peligro —informó Lee. El radio letal era la distancia de 0.13 UA, donde las armas estándar cobraban eficacia a pesar de los campos defensivos. Mare Infinitum no tenía campos defensivos. El oficial continuó—: Contacto con elementos de avanzada estimado a las 1732:26 estándar, aproximadamente dentro de veinticinco minutos. La fuerza especial está dispuesta para penetración máxima. Dos naves-puente permitirán la introducción de más personal y armamento hasta que los teleyectores se sellen durante el combate. El crucero-insignia Odisea de jardín llevará a cabo su directiva especial en cuanto le sea posible. William Lee, corto y fuera.
La imagen se derrumbó en una esfera rotativa blanca mientras los códigos de transmisión se aquietaban.
—¿Respuesta? —preguntó el ordenador.
—Mensaje recibido —dijo Gladstone—. Continúa.
Gladstone entró en el estudio y encontró a Sedeptra Akasi esperando con gesto preocupado.
—¿Qué ocurre?
—El Consejo de Guerra está listo para reunirse. El senador Kolchev desea verla por una cuestión urgente.
—Hazlo entrar. Di al Consejo que estaré allá dentro de cinco minutos. —Gladstone se sentó al antiguo escritorio y resistió el impulso de cerrar los ojos. Estaba muy cansada. Pero tenía los ojos abiertos cuando entró Kolchev—. Siéntate, Gabriel Fyodor.
El corpulento lusiano se paseó de un lado a otro.
—¿Siéntate? ¿Sabes lo que está ocurriendo, Meina?
Ella sonrió.
—¿Te refieres a la guerra? ¿Al fin de la vida tal como la conocemos? ¿A eso?
Kolchev se descargó un puñetazo en la palma.
—No, no me refiero a eso, mierda. Me refiero a las consecuencias políticas. ¿Has monitorizado la Entidad Suma?
—Cuando he podido.
—Entonces sabrás que algunos senadores y figuras influyentes ajenas al Senado están obteniendo apoyo para derrotarte cuando pidas un voto de confianza. Es inevitable, Meina. Es sólo cuestión de tiempo.
—Lo sé, Gabriel. ¿Por qué no te sientas? Disponemos de un par de minutos antes de regresar a la Sala de Guerra.
Kolchev se desplomó en la silla.
—Demonios, hasta mi esposa está juntando votos contra ti, Meina.
La sonrisa de Gladstone se ensanchó.
—Sudette nunca ha sido mi admiradora, Gabriel. —La sonrisa se esfumó—. No he monitorizado los debates en los últimos veinte minutos. ¿Cuánto tiempo crees que tengo?
—Ocho horas, quizá menos.
Gladstone asintió.
—No necesitaré mucho más.
—¿Necesitar? ¿De qué demonios hablas? ¿Quién otro podrá sustituirte como ejecutivo de guerra?
—Tú —respondió Gladstone—. No cabe duda de que tú serás mi sucesor.
Kolchev gruñó.
—Quizá la guerra no dure tanto —añadió Gladstone.
—¿Qué? Oh, te refieres a la superarma del Núcleo.
—Sí, Albedo tiene un prototipo funcional en una base de FUERZA y quiere que el Consejo eche un vistazo. Una pérdida de tiempo, a mi entender.
Gladstone sintió que una mano fría le estrujaba el corazón.
—¿La bomba de muerte? ¿El Núcleo tiene una preparada?
—Más que una preparada. Hay una a bordo de una nave-antorcha.
—¿Quién ha autorizado eso, Gabriel?
—Morpurgo autorizó los preparativos. —El corpulento senador se alarmó—. ¿Por qué, Meina, qué ocurre? Esa cosa no se puede utilizar sin la autorización del FEM.
Gladstone miró a su viejo colega del Senado.
—Estamos muy lejos de la Pax Hegemonica, ¿eh, Gabriel?
El lusiano gruñó de nuevo, esta vez con visible dolor.
—Por nuestra culpa. El gobierno anterior escuchó al Núcleo, que aconsejó usar Bressia como cebo para uno de los enjambres. Cuando eso se solucionó, tú escuchaste a otros elementos del Núcleo que aconsejaban anexionar Hyperion a la Red.
—¿Crees que el envío de la flota para defender Hyperion precipitó la guerra a mayor escala?
Kolchev la miró.
—No, no es posible. Hace más de un siglo que esas naves éxters están en camino, ¿verdad? Lástima que no las descubriéramos antes, o que no encontráramos un maldito modo de negociar.
El comlog de Gladstone campanilleó.
—Es hora de volver —murmuró—. Tal vez el asesor Albedo quiera mostrarnos el arma que ganará la guerra.