Las dos salas del segundo piso de la casa de Piazza di Spagna son pequeñas, estrechas, con el techo alto y muy oscuras, excepto por la única y tenue lámpara que arde en cada habitación, como encendida por fantasmas que aguardan la visita de otros fantasmas. Mi cama está en la habitación más pequeña, la que enfrenta la Piazza, aunque todo lo que se ve esta noche desde las altas ventanas es una oscuridad surcada de sombras, acariciada por el burbujeo incesante de la fuente de Bernini.
Las campanas repican a cada hora en una de las torres gemelas de Santa Trinita dei Monti, la iglesia que se agazapa en la oscuridad como un gato enorme y pardo en la parte superior de la escalinata, y cada vez que oigo los tañidos de la madrugada imagino manos fantasmales tirando de cuerdas podridas. O quizá manos podridas tirando de cuerdas fantasmales; no sé qué imagen es más apropiada para mis fantasías macabras en esta noche sin fin.
La fiebre me domina esta noche, húmeda, pesada y sofocante como una manta gruesa y empapada. Mi tez arde y luego se vuelve pegajosa. He tenido dos ataques de tos; la primera vez Hunt acudió desde la otra habitación y miró con ojos desorbitados la sangre que yo había vomitado en las sábanas de damasco; contuve el segundo espasmo como pude, caminando hacia la bacinilla para escupir cantidades más pequeñas de sangre negra y flema oscura. Hunt no despertó la segunda vez.
Estar de vuelta aquí. Haber hecho el largo viaje hasta estas habitaciones oscuras, esta cama lúgubre. Casi recuerdo haber despertado aquí, milagrosamente curado, el «verdadero». Severn y el doctor Clark y la menuda signora Angeletti revoloteando en la habitación de fuera. El período de convalecencia después de la muerte; el momento en que comprendí que no era Keats, que no estaba en la verdadera Tierra, que ése no era el siglo en que había cerrado los ojos la última noche, que yo no era humano.
Después de las dos me duermo, y al dormirme sueño. Es un sueño que nunca había tenido antes. Sueño que me elevo despacio por el plano de datos, por la esfera de datos, que atravieso la megaesfera y llego a un lugar que no conozco, con el cual nunca soñé, un lugar de espacios infinitos, colores parsimoniosos e indescriptibles, un lugar sin horizontes, sin techos, sin suelos ni zonas sólidas que se puedan considerar como tales. Pienso que es la metaesfera, pues de inmediato capto que este nivel de realidad consensual incluye todas las antojadizas sensaciones que experimenté en la Tierra, todos los análisis binarios y los placeres intelectuales que sentí al salir del TecnoNúcleo a través de la esfera de datos y, ante todo, una especie de… ¿Euforia? ¿Libertad? Potencial podría ser la palabra que busco.
Estoy solo en esta metaesfera. Colores líquidos me envuelven y atraviesan disolviéndose en tonos claros, formando caprichosas nubes, configurando objetos más sólidos, formas que quizá sean humanoides. Las miro tal como un niño observa nubes e imagina elefantes, cocodrílos del Nilo y grandes buques de guerra surcando el Distrito de los Lagos de oeste a este en un día de primavera.
Al cabo de un rato oigo ruidos: el enloquecedor goteo de la fuente de Bernini; palomas que aletean y arrullan en los aleros de la ventana; Leigh Hunt gimiendo en sueños. Pero al margen de estos ruidos oigo algo más sigiloso, menos real, pero infinitamente más amenazador.
Algo grande se acerca. Me esfuerzo para ver en la oscuridad, algo se mueve más allá del campo visual. Sé que sabe mi nombre. Sé que tiene mi vida en una mano y la muerte en el otro puño.
No hay sitio donde esconderse en este espacio más allá del espacio. No puedo correr. El canto de sirena del dolor continúa ascendiendo y bajando en el mundo que dejé atrás, el dolor cotidiano de cada persona de todas partes, el dolor infligido por la guerra recién iniciada, el dolor concreto y focalizado de quienes se agitan en el terrible árbol del Alcaudón, el dolor que experimento por los peregrinos y los otros cuyas vidas y pensamientos ahora comparto.
Valdría la pena apresurarme a recibir a esa sigilosa sombra de la fatalidad si me liberase de esta canción del dolor.
—¡Severn! ¡Severn!
Por un momento creo que soy yo quien habla, tal como lo hice antes en estas habitaciones, llamando a Joseph Severn la noche en que mi dolor y mi fiebre superaron mi capacidad para contenerlos. Y él siempre estaba allí: Severn con su corpulencia, su lentitud, su afabilidad y esa sonrisa amable que a menudo quise borrarle de la cara con algún sarcasmo. Resulta difícil demostrar buen temperamento cuando uno agoniza; yo había llevado una vida de cierta generosidad. ¿Por qué era mi destino continuar en ese papel cuando era yo quien sufría, cuando era yo quien tosía hilachas de pulmón en mis pañuelos manchados?
—¡Severn!
No es mi voz. Hunt me sacude los hombros, gritando el nombre de Severn. Comprendo que él cree que está pronunciando mi nombre. Le aparto las manos y me hundo en las almohadas.
—¿Qué ocurre? ¿Qué hay?
—Gemía usted —dice el asistente de Gladstone—. Estaba llorando.
—Una pesadilla. Nada más.
—Los sueños de usted son algo más que sueños —arguye Hunt. Observa la habitación estrecha, ahora iluminada por la única lámpara que él ha traído consigo.
—Qué lugar tan espantoso, Severn.
Trato de sonreír.
—Me costaba veintiocho chelines al mes. Siete escudos. Un robo.
Hunt frunce el ceño. La luz demasiado cruda le ahonda las arrugas.
—Escuche, Severn. Sé que usted es un cíbrido. Gladstone me contó que usted es la personalidad recobrada de un poeta llamado Keats. Evidentemente todo esto… —señaló la habitación, las sombras, el alto rectángulo de las ventanas, la alta cama—, tiene algo que ver con ese hecho. Pero ¿cómo? ¿A qué está jugando el Núcleo?
—No estoy seguro —digo con sinceridad.
—Pero ¿usted conoce este lugar?
—Oh, sí —aseguro con fervor.
—Cuéntemelo —ruega Hunt, y su contención hasta el momento, la discreción de no habérmelo pedido antes, así como la vehemencia de la súplica, me deciden a confesárselo.
Le hablo acerca del poeta John Keats, su nacimiento en 1795, su vida breve y a menudo desdichada, y su muerte por «tisis» en 1821, en Roma, lejos de sus amigos y su única amada. Le hablo de mi «recuperación» en esta misma habitación, de mi decisión de adoptar el nombre de Joseph Severn —el artista que acompañó a Keats hasta su muerte— y por último le hablo de mi breve estancia en la Red, escuchando, observando, condenado a soñar la vida de los peregrinos del Alcaudón en Hyperion y los demás.
—¿Sueños? —se extraña Hunt—. ¿Es decir que incluso ahora usted sueña con lo que sucede en la Red?
—Sí. —Le describo los sueños acerca de Gladstone, la destrucción de Puertas del Cielo y Bosquecillo de Dios, las confusas imágenes de Hyperion.
Hunt se pasea por la estrecha habitación, proyectando una alta sombra sobre las paredes toscas.
—¿Puede establecer contacto?
—¿Con esas personas? ¿Con Gladstone? —Reflexiono un momento—. No.
—¿Está seguro?
Trato de explicarme.
—Ni siquiera aparezco en esos sueños, Hunt. No tengo voz ni presencia, no tengo ningún modo de comunicarme con las personas con quien sueño.
—¿Pero a veces sueña lo que ellas piensan?
Comprendo que eso es verdad, que se aproxima a la verdad.
—Intuyo lo que sienten…
—¿Y no puede dejarles ningún rastro en la mente o en la memoria? ¿Hacerles saber que estamos aquí?
—No.
Hunt se desploma en la silla que está al pie de la cama. De pronto parece muy viejo.
—Leigh —digo—, aunque pudiera comunicarme con Gladstone y los demás, ¿de qué serviría? Le he dicho que esta réplica de Vieja Tierra está en la Nube Magallánica. Incluso a velocidades Hawking, tardarían siglos en llegar aquí.
—Podríamos avisarles —replica Hunt, con voz cansada y huraña.
—¿Avisarles de qué? Las peores pesadillas de Gladstone se están haciendo realidad. ¿Cree usted que ella sigue confiando en el Núcleo? Por eso el Núcleo pudo secuestrarnos con tal descaro. Los acontecimientos se suceden demasiado deprisa para que Gladstone o cualquiera de la Hegemonía pueda hacerles frente.
Hunt se frota los ojos, se apoya la nariz en los dedos estirados. Su expresión no es abiertamente amigable.
—¿De verdad es usted la personalidad recobrada de un poeta?
No respondo.
—Recite un poema. Invente algo.
Sacudo la cabeza. Es tarde, ambos estamos cansados y asustados, y mi corazón aún palpita por efectos de esa pesadilla que era más que una pesadilla. No permitiré que Hunt me saque de quicio.
—Vamos —me urge—. Muéstreme que usted es la versión nueva y mejorada de Bill Keats.
—John Keats.
—Como sea. Vamos, Severn. O John. O como se llame. Recite un poema.
—De acuerdo —digo, devolviéndole la intensa mirada—. Escuche.
Había un niño travieso
y sin duda era un niño travieso
pues lo único que hacía
era escribir poesía.
Cogía
un tintero
en la mano
y una pluma
enorme
en la otra
y corría
alborotado
hacia montañas
y fuentes
y fantasmas
y postes
y brujas
y zanjas,
y escribía
abrigado
cuando el tiempo
era fresco
(temor a la gota).
y sin abrigo
cuando el tiempo
era cálido.
Oh, qué encanto
cuando escogemos
seguir nuestra nariz
al norte,
al norte,
¡seguir nuestra nariz
al norte!
—No sé —cavila Hunt—. No parece obra de un poeta cuya reputación ha durado mil años.
Me encojo de hombros.
—¿Anoche soñó usted con Gladstone? ¿Ocurrió algo que le hizo gemir?
—No. No era sobre Gladstone. Era una pesadilla auténtica, para variar.
Hunt se pone en pie, alza la lámpara y se dispone a llevarse la única luz de la habitación. Oigo la fuente de la Piazza, las palomas en el antepecho.
—Mañana —dice Hunt— pensaremos en esto y buscaremos un modo de regresar. Si pudieron teleyectarnos aquí, tiene que haber un modo de teleyectarse a casa.
—Sí —respondo, consciente de que no es cierto.
—Buenas noches —se despide Hunt—. No más pesadillas, ¿de acuerdo?
—No más pesadillas —repito, consciente de que es aún menos cierto.
Moneta arrastró al herido Kassad para alejarlo del Alcaudón y parecía mantener a raya a la criatura con la mano extendida mientras extraía un toroide azul del cinturón del traje y lo movía a sus espaldas.
Un óvalo dorado de dos metros de altura vibró en el aire.
—Déjame ir —masculló Kassad—. Terminemos con él. —Había salpicaduras de sangre en los enormes desgarrones que el Alcaudón había abierto en el traje del coronel. El pie derecho le colgaba como si estuviera a medio cercenar; no podía apoyarse en él, y sólo el hecho de estar luchando con el Alcaudón, sostenido por esa cosa en una demencial parodia de danza, había mantenido a Kassad en pie mientras combatían.
—Déjame ir —repitió Fedmahn Kassad.
—Cállate —ordenó Moneta, y añadió, más suavemente—. Calla, mi amor.
Lo arrastró por el óvalo dorado y emergieron a una luz ardiente.
A pesar del dolor y el agotamiento, Kassad quedó deslumbrado. No estaban en Hyperion. Una vasta llanura se extendía hasta un horizonte más lejano de lo que permitían la lógica y la experiencia. Una hierba baja y anaranjada —aunque quizá no fuera hierba— crecía en las llanuras y cerros como pelusa en el lomo de un inmenso gusano, mientras cosas que quizá fueran árboles crecían como esculturas de carbono de filamentos, los troncos y ramas evocando a Escher en su barroca improbabilidad, las hojas un tumulto de óvalos oscuros y violetas que titilaban en un cielo vívido de luz.
Pero no era la luz de un sol. Incluso mientras Moneta lo alejaba del portal —Kassad intuía que no era un teleyector, pues sospechaba que los había llevado no sólo a través del espacio sino del tiempo— y lo conducía a un bosquecillo de esos árboles imposibles, Kassad volvió los ojos al cielo y experimentó un maravillado asombro. Era brillante como un día de Hyperion, brillante como el mediodía en una galería comercial de Lusus, brillante como el verano en la meseta de Tharsis de Marte, el polvoriento mundo natal de Kassad, aunque no había luz solar. El cielo estaba cuajado de estrellas, constelaciones y cúmulos y una galaxia tan atestada de soles que no quedaban retazos de oscuridad entre las luces. Era como estar en un planetario con diez proyectores. Como estar en el centro de la galaxia.
El centro de la galaxia.
Un grupo de hombres y mujeres con trajes cutáneos se alejaron de la sombra de los árboles Escher para rodear a Kassad y Moneta. Uno de los hombres —un gigante, incluso para un hombre de Marte como Kassad— lo miró y se volvió hacia Moneta. Aunque Kassad no oyó nada ni captó ningún mensaje en los receptores del traje, supo que ambos se estaban comunicando.
—Acuéstate —indicó Moneta, mientras tendía a Kassad en la hierba aterciopelada y anaranjada. Kassad procuró sentarse, hablar, pero Moneta y el gigante le tocaron el pecho con las palmas y él se recostó. El aleteo de las hojas violáceas y el cielo cuajado de estrellas le llenaron la visión.
El hombre lo tocó de nuevo y el traje cutáneo se desactivó. Kassad intentó sentarse, trató de cubrirse al notar que estaba desnudo ante aquella pequeña multitud, pero la firme mano de Moneta lo mantuvo inmóvil. A través del dolor y el desconcierto, notó que el hombre le tocaba los brazos y el pecho desgarrados, rozando el tendón de Aquiles cercenado con una mano enguantada.
Kassad sintió una frialdad ante el toque del gigante, Y luego su conciencia echó a volar como un globo, por encima de la llanura leonada y las colinas ondulantes, hacia el sólido dosel de estrellas donde aguardaban una figura enorme, oscura como una cabeza de tormenta, maciza como una montaña.
—Kassad —susurró Moneta, y el coronel regresó—. Kassad —repitió ella, besándole la mejilla. El traje de Kassad estaba reactivado y fundido con el de ella.
El coronel Fedmahn Kassad se incorporó. Meneó la cabeza, comprendió que otra vez estaba envuelto en esa energía líquida, se levantó. No sintió dolor. El cuerpo le cosquilleaba en los puntos donde habían sanado las heridas y cicatrizado los cortes. Fusionó su mano con su propio traje, se tocó las carnes, arqueó la rodilla y se tocó el talón. No había cicatrices.
Se volvió hacia el gigante.
—Gracias —dijo, sin saber si el hombre le oía.
El gigante asintió y volvió con los demás.
—Es una especie de médico —explicó Moneta—. Un curandero.
Kassad examinó a las otras personas. Eran humanas, sin duda, pero la variedad resultaba asombrosa: los trajes cutáneos no eran todos plateados como el de Kassad y Moneta, sino que abarcaban una veintena de colores, cada cual tan suave y orgánico como la pelambrera de una criatura salvaje. Sólo la sutil vibración energética y los borrosos rasgos faciales revelaban la superficie del traje. La anatomía era tan variada como la coloración: el curandero tenía una cintura de Alcaudón y un cuerpo macizo, la frente enorme y una cascada de energía leonada que parecía una crin; junto a él había una mujer menuda, perfectamente proporcionada, con piernas musculosas, pechos pequeños y alas de hada de dos metros de longitud en la espalda; no eran alas meramente decorativas, pues cuando la brisa acariciaba la hierba de la pradera, la mujer corría, extendía los brazos y se elevaba grácilmente en el aire.
Detrás de varias mujeres altas y delgadas con trajes cutáneos azules y largos dedos con membrana, un grupo de hombres bajos llevaban visores y armaduras como marines de FUERZA para luchar en el vacío, pero Kassad sospechaba que la armadura formaba parte de ellos. En lo alto, una bandada de varones alados se elevaba en las corrientes térmicas, y delgados y amarillos haces láser palpitaban entre ellos en un código complejo.
Los láseres parecían surgir de un ojo que tenían en el pecho.
Kassad meneó de nuevo la cabeza.
—Debemos irnos —dijo Moneta—. El Alcaudón no debe seguirnos hasta aquí. Estos guerreros ya tienen bastantes problemas sin tener que habérselas con esta manifestación del Señor del Dolor.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kassad.
Moneta tocó una férula dorada del cinturón y dio existencia a un óvalo violeta.
—En el futuro lejano de la humanidad. Uno de nuestros futuros. Aquí es donde se formaron las Tumbas de Tiempo y fueron lanzadas hacia el pasado.
Kassad miró alrededor. Algo muy grande se desplaza frente al campo estelar, bloqueando miles de estrellas y arrojando una sombra por breves instantes antes de desaparecer. Los hombres y mujeres observaron un momento y continuaron sus tareas: recolectar frutos de los árboles, apiñarse para examinar brillantes mapas energéticos invocados mediante un chasquido de los dedos, volar hacia el horizonte con la velocidad de una lanza. Un individuo bajo y rechoncho de sexo indefinido se había sepultado en el suelo blando y ahora parecía una línea de tierra elevada que se movía en rápidos círculos concéntricos.
—¿Dónde está este lugar? —insistió Kassad—. ¿Qué es? —De pronto se sintió al borde de las lágrimas, como si hubiera doblado una esquina y se encontrara en los proyectos para refugiados de Tharsis, su madre muerta lo saludara desde una puerta, sus amigos y hermanos olvidados lo aguardaran para jugar a la pelota.
—Ven —urgió Moneta. Arrastró a Kassad hacia el óvalo reluciente. Kassad miró a los demás y la cúpula de estrellas hasta que el paisaje desapareció.
Salieron a la oscuridad, y al cabo de un instante los filtros del traje de Kassad compensaron la visión. Estaban en la base del Monolito de Cristal en el Valle de las Tumbas de Tiempo de Hyperion. Era de noche. Las nubes se arremolinaban en una tormenta. Sólo el fulgor palpitante de las Tumbas iluminaba la escena.
Kassad sintió una punzada de nostalgia por el lugar limpio y bien iluminado que acababan de dejar, pero luego su mente se concentró en lo que estaba contemplando.
Sol Weintraub y Brawne Lamia estaban medio kilómetro valle abajo, cerca de la Tumba de Jade. La furiosa polvareda les impedía ver al Alcaudón, que se desplazaba como otra sombra cerca del Obelisco, hacia ellos.
Fedmahn Kassad bajó del mármol oscuro del Monolito y sorteó las astillas de cristal que sembraban el sendero. Advirtió que Moneta aún le aferraba el brazo.
—Si te enfrentas al Alcaudón de nuevo —dijo Moneta con ansiedad—, te matará.
—Ellos son mis amigos —replicó Kassad. Su equipo y la desgarrada armadura de FUERZA se encontraban donde Moneta los había dejado horas antes. Inspeccionó el Monolito hasta que dio con su rifle de asalto y una bandolera de granadas, comprobó que el rifle aún funcionaba, revisó las cargas, quitó los seguros, abandonó el Monolito y avanzó a toda marcha para interceptar al Alcaudón.
Despierto al oír el gorgoteo del agua y por un momento creo que estoy despertando de mi siesta cerca de la cascada de Lodore, durante mi excursión con Brown. Pero la oscuridad es tan amenazadora como cuando dormía, y el sonido del agua es persistente y mórbido, no torrencial como en la catarata que Southey haría famosa en su poema, y me encuentro muy mal, no sólo con la garganta irritada, como cuando cometí la tontería de escalar el Skiddaw antes del desayuno en mi excursión con Brown, sino mortalmente enfermo. El cuerpo me duele con algo más profundo que la fiebre mientras la flema y el fuego me burbujeaban en el pecho y el vientre.
Me levanto y avanzo a tientas hasta la ventana. Una luz pálida asoma bajo la puerta de Leigh Hunt y comprendo que se ha dormido con la lámpara encendida. No habría sido mala idea que yo lo hiciera, pero es demasiado tarde para encenderla ahora, mientras avanzo hacia el claro rectángulo de oscuridad exterior recortado en la profunda oscuridad de la habitación.
El aire fresco está impregnado de lluvia. Comprendo que me han despertado los truenos, pues aparecen relámpagos sobre los tejados de Roma. No hay luces encendidas en la ciudad. Al asomarme por la ventana, veo la escalinata de la Piazza, brillante de lluvia, y las torres de Trinitá dei Monti recortadas contra las centellas. Un viento gélido barre la escalinata y vuelvo a la cama para cubrirme con una manta antes de arrastrar una silla hacia la ventana y quedarme sentado, mirando hacia el exterior, pensando.
Recuerdo a mi hermano Tom durante esas últimas semanas y días, la cara y el cuerpo contorsionados por el terrible esfuerzo para respirar. Recuerdo la palidez de mi madre, el rostro que casi brillaba en la penumbra de la habitación. A mi hermana y a mí nos permitieron tocarle la mano pegajosa, besarle los labios febriles y retirarnos.
Recuerdo que una vez me enjugué furtivamente los labios al salir de esa habitación, mirando de soslayo para ver si mi hermana o algún otro había sorprendido mi acto pecaminoso.
Cuando el doctor Clark y un cirujano italiano abrieron el cuerpo de Keats menos de treinta horas después de la muerte, encontraron, como Severn le escribió luego a un amigo, «la peor tisis posible, los pulmones totalmente destruidos, las células desaparecidas». Ni el doctor Clark ni el cirujano italiano imaginaban cómo había podido vivir Keats durante esos dos últimos meses.
Pienso en ello mientras miro la Piazza a oscuras desde la habitación a oscuras, escuchando el hervor de mi pecho y mi garganta, sintiendo el dolor como un fuego interior y el dolor aún más agudo de los gritos de mi mente: gritos de Martin Silenus en el árbol, mientras sufre por escribir la poesía que mi fragilidad y mi cobardía me habían impedido terminar; gritos de Fedmahn Kassad mientras se prepara para morir en las garras del Alcaudón; gritos del cónsul, obligado a traicionar por segunda vez, gritos de miles de templarios que lloran la muerte de su mundo y su hermano Het Masteen; gritos de Brawne Lamia, quien recuerda a su amante muerto, mi gemelo; gritos de Paul Duré, mientras combate contra las quemaduras y los terribles recuerdos, consciente del cruciforme que aguarda en su pecho; gritos de Sol Weintraub mientras golpea el suelo de Hyperion, llamando a su hija, cuyos sollozos de bebé aún resuenan en nuestros oídos.
—Maldición —murmuro, golpeando la piedra y la argamasa del marco de la ventana—. Maldición.
Al cabo de un rato, cuando empieza a clarear, me alejo de la ventana, encuentro la cama, me acuesto y cierro los ojos.
El gobernador general Theo Lane despertó envuelto por la música. Parpadeó, miró alrededor y reconoció el tanque de nutrición y el quirófano de la nave como en un sueño. Theo reparó en que llevaba un pijama negro, y que había dormido en la camilla de examen, en el quirófano. Las últimas doce horas comenzaron a ensamblarse a partir de recuerdos fragmentarios: le habían levantado del tanque de tratamiento, le habían aplicado sensores, el cónsul y otro hombre le habían formulado preguntas. Theo había respondido como si estuviera consciente, se había dormido de nuevo, había soñado con Hyperion y sus ciudades en llamas. No, no eran sueños.
Theo se incorporó, casi flotando, encontró ropas limpias y plegadas en un anaquel y se vistió deprisa. La música continuaba, vibrando con una seductora calidad acústica que sugería que no era grabada.
Theo bajó hasta la cubierta de recreo y se detuvo sorprendido al notar que la nave estaba abierta, el balcón extendido, el campo de contención apagado. La gravedad era mínima: apenas suficiente para retenerlo en cubierta, quizás el 20 por ciento de la de Hyperion, quizás un sexto de la estándar. La nave estaba abierta. La brillante luz del sol bañaba el balcón donde el cónsul tocaba el antiguo instrumento que llamaba piano. Theo reconoció a Arúndez, el arqueólogo, quien se apoyaba en la abertura del casco con un vaso en la mano. El cónsul tocaba una pieza muy antigua y complicada, y sus manos eran un borrón sobre el teclado. Theo se acercó para susurrarle algo al sonriente Arúndez, pero calló sorprendido.
Más allá del balcón, a treinta metros, la brillante luz del sol bañaba un prado verde que se extendía hasta un horizonte demasiado cercano. En ese prado, grupos de gente descansaban, obviamente escuchando el improvisado concierto del cónsul. Pero ¡qué gente!
Theo descubrió a personas altas y delgadas, parecidas a los estetas de Epsilon Eridani, pálidos y calvos, con túnicas delicadas y azules, pero al lado había una asombrosa multitud de tipos humanos, más variedades de las que jamás había visto la Red, humanos envueltos en pelo y escamas; humanos con cuerpos y ojos de abeja, receptores multifacéticos y antenas; humanos frágiles y delgados como esculturas de alambre, con grandes alas negras que los envolvían como capas; humanos aparentemente diseñados para mundos de mucha gravedad, bajos, robustos y musculosos como búfalos; tanto que comparados con ellos los lusianos parecían frágiles; humanos con cuerpo corto y brazos largos cubiertos de vello anaranjado, a quienes sólo el rostro pálido y sensible diferenciaba de los extinguidos orangutanes de Vieja Tierra que Theo había visto en un holo; humanos que parecían lémures; e individuos más aquilinos, leoninos, ursinos o simiescos que humanoides. Pero Theo comprendió de inmediato que eran seres humanos, a pesar de las diferencias. La mirada atenta, la postura relajada, un centenar de sutiles atributos humanos —como la forma en que una madre con alas de mariposa acunaba a un niño con alas de mariposa— daban fe de una innegable humanidad común.
Melio Arúndez se volvió, sonrió ante la expresión de Theo y susurró:
—Éxters.
El asombrado Theo Lane sólo consiguió menear la cabeza y escuchar la música. Los éxters eran bárbaros, no aquellas criaturas hermosas y a veces etéreas. Los cautivos éxter de Bressia, por no mencionar los cadáveres de la infantería, tenían un cuerpo uniforme, alto y delgado, sí, pero sin aquella vertiginosa variedad.
La pieza de piano alcanzó un crescendo y terminó con una nota contundente. Los cientos de seres que estaban en el prado aplaudieron, un sonido agudo y suave en el aire fino, y luego se levantaron, se desperezaron y siguieron distintos rumbos. Algunos desaparecieron enseguida tras el horizonte perturbadoramente cercano, otros desplegaron alas de ocho metros y echaron a volar. Otros se acercaron a la base de la nave del cónsul.
El cónsul se puso en pie, vio a Theo y sonrió. Palmeó el hombro del joven.
—Theo, justo a tiempo. Pronto iniciaremos las negociaciones.
Theo Lane parpadeó. Tres éxters se posaron en el balcón y plegaron las grandes alas. Todos tenían una densa pelambrera y diferentes marcas y rayas, con diseños tan orgánicos y convincentes como los de una criatura salvaje.
—Delicioso como siempre —le dijo un éxter al cónsul. Tenía un rostro leonino: nariz ancha y ojos dorados enmarcados por un vello amarronado—. La última pieza fue la Fantasía en Re Menor de Mozart, KV. 397, ¿verdad?
—En efecto —asintió el cónsul—. Freeman Vanz, quiero presentarle a Theo Lane, gobernador general del mundo de Hyperion, del Protectorado de la Hegemonía.
La mirada de león se volvió hacia Theo.
—Un honor —saludó Freeman Vanz, extendiendo una mano velluda.
Theo la estrechó.
—Es un placer conocerle —murmuró Theo, preguntándose si no estaría soñando todo esto en el tanque de recuperación. La luz del sol y la palma firme sugerían lo contrario.
Freeman Vanz se volvió hacia el cónsul.
—En nombre del enjambre, agradezco este concierto. Hacía años que no le oíamos tocar, amigo. —Miró alrededor—. Podemos conversar aquí o en uno de los complejos administrativos, como ustedes deseen.
El cónsul titubeó sólo un instante.
—Nosotros somos tres, Freeman Vanz. Ustedes son muchos. Nos reuniremos con ustedes.
El león asintió y miró el cielo.
—Enviaremos una nave para trasladarlos. —Él y los otros dos treparon a la baranda y saltaron, cayendo varios metros antes de desplegar las complejas alas y volar hacia el horizonte.
—Dios mío —susurró Theo, mientras aferraba el brazo del cónsul—. ¿Dónde estamos?
—El enjambre —dijo el cónsul, cubriendo el teclado del Steinway. Entró, esperó a que Arúndez los siguiera y plegó el balcón.
—¿Y qué vamos a negociar? —preguntó Theo.
El cónsul se frotó los ojos. Parecía que el hombre había dormido poco o nada en esas doce horas en que Theo se curaba.
—Eso depende del próximo mensaje de la FEM Gladstone —replicó el cónsul, señalando el holofoso donde titilaban columnas de transmisión. El receptor de la nave estaba decodificando un mensaje ultralínea.
Meina Gladstone entró en la enfermería de la Casa de Gobierno y los médicos la escoltaron hasta la sala donde se encontraba el padre Paul Duré.
—¿Cómo está? —preguntó Gladstone a la superior, su doctora personal.
—Quemaduras de segundo grado en un tercio del cuerpo —respondió la doctora Irma Androneva—. Ha perdido las cejas y un poco de pelo, aunque ya no tenía mucho. Hubo quemaduras de radiación terciarias en el lado izquierdo de la cara y el cuerpo. Concluimos la regeneración epidérmica y le dimos inyecciones con modelos ARN. No sufre y está consciente. Tenemos el problema del parásito cruciforme del pecho, pero no representa un peligro inmediato para el paciente.
—Quemaduras terciarias de radiación —repitió Gladstone y se detuvo cerca del cubículo donde aguardaba Duré—. ¿Bombas de plasma?
—Sí —respondió otro médico a quien Gladstone no reconoció—. Estamos seguros de que este hombre salió de Bosquecillo de Dios un par de segundos antes que se interrumpiera la conexión por teleyector.
—De acuerdo —asintió Gladstone, deteniéndose junto a la litera flotante donde descansaba Duré—. Deseo hablar a solas con este caballero, por favor.
Los médicos se miraron, ordenaron a un enfermero mecánico que regresara a su almacenaje y cerraron la puerta de la sala tras ellos.
—¿Padre Duré? —preguntó Gladstone, reconociendo al sacerdote por los holos y por las descripciones de Severn. Duré tenía el rostro abotargado, aún brillante de gel de regeneración y rociador analgésico. Todavía era un hombre de aspecto imponente.
—FEM —susurró el sacerdote, e intentó sentarse.
Gladstone le apoyó la mano en el hombro.
—Descanse —aconsejó—. ¿Quiere contarme lo que ocurrió?
Duré asintió, los ojos llenos de lágrimas.
—La Verdadera Voz del Arbolmundo no creía que los éxters fueran a atacar realmente —susurró con voz ronca—. Sek Hardeen pensaba que los templarios tenían un pacto con los éxters, un convenio. Pero los éxters atacaron. Láseres tácticos, artefactos de plasma, explosivos nucleares…
—Sí —lo interrumpió Gladstone—, lo monitorizamos desde la Sala de Guerra. Necesito saberlo todo, padre Duré. Todo desde que usted entró en esa tumba de Hyperion.
Paul Duré clavó los ojos en la cara de Gladstone.
—¿Usted sabe eso?
—Sí. Y estoy al corriente de casi todo hasta ese momento. Pero necesito saber más. Mucho más.
Duré cerró los ojos.
—El laberinto…
—¿Qué?
—El laberinto —repitió Duré con más fuerza. Carraspeó y le refirió su viaje por los túneles de cadáveres, el tránsito a una nave de FUERZA y su encuentro con Severn en Pacem.
—¿Y está usted seguro de que Severn venía hacia aquí? ¿A la Casa de Gobierno? —preguntó Gladstone.
—Sí. Él y su asistente… Hunt. Ambos se teleyectaron hacia aquí.
Gladstone asintió y tocó con sumo cuidado una parte no quemada del hombro del sacerdote.
—Padre, las cosas están ocurriendo muy deprisa. Severn y Leigh Hunt han desaparecido. Necesito asesoramiento sobre Hyperion. ¿Se quedará usted conmigo?
Duré parecía confundido.
—Debo regresar a Hyperion. Sol y los demás me esperan.
—Comprendo. En cuanto haya modo de volver, aceleraré su regreso. Ahora, sin embargo, la Red sufre un ataque brutal. Millones mueren o corren peligro de muerte. Necesito su ayuda. ¿Puedo contar con usted?
Paul Duré suspiró y se recostó.
—Sí, Ejecutiva. Pero no sé cómo…
Se oyó un golpe suave. Sedeptra Akasi entró y entregó a Gladstone un mensaje. La FEM sonrió.
—Ya le he dicho que las cosas ocurrían muy deprisa, padre. He aquí otra novedad. Un mensaje de Pacem informa de que el Colegio de Cardenales se ha reunido en la Capilla Sixtina… —Gladstone enarcó las cejas—. Padre, ¿es ésa la Capilla Sixtina?
—Sí. La Iglesia la desmanteló piedra por piedra, fresco por fresco y la trasladó a Pacem después del Gran Error.
Gladstone miró el mensaje.
—… se reunió en la Capilla Sixtina y eligió un nuevo pontífice.
—¿Tan pronto? —susurró Paul Duré. Cerró los ojos de nuevo—. Supongo que tenían prisa. Pacem está a sólo diez días de la invasión éxter. Aun así, tomar una decisión con tal rapidez…
—¿Le interesa saber quién es el nuevo papa? —preguntó Gladstone.
—El cardenal Antonio Guarducci o el cardenal Agostino Ruddell, diría yo. Ninguno de los demás podría obtener la mayoría en esas circunstancias.
—No —replicó Gladstone—. Según el mensaje del obispo Edouard de la Curia Romana…
—¡Obispo Edouard! Perdone, Ejecutiva. Continúe, por favor.
—Según el obispo Edouard, el Colegio de Cardenales ha escogido a una persona por debajo del rango de monseñor por primera vez en la historia de la Iglesia. Según esto, el nuevo papa es un jesuita, un tal Paul Duré.
Duré se incorporó a pesar de las quemaduras.
—¿Qué? —exclamó con voz incrédula.
Gladstone le entregó el mensaje. Paul miró el papel.
—Esto es imposible. Nunca han elegido a un pontífice por debajo del rango de monseñor, salvo como símbolo, y eso fue excepcional… Fue san Belvedere, después del Gran Error y el Milagro de… No, no, esto es totalmente imposible.
—Según mi asistente, el obispo Edouard intentó llamar —explicó Gladstone—. Le pasaremos la llamada de inmediato, padre. O, mejor dicho, Su Santidad. —No había ironía en la voz de la FEM.
Duré estaba demasiado desconcertado para hablar.
—Le haré pasar la llamada —aseguró Gladstone—. Intentaremos que regrese a Pacem cuanto antes, Su Santidad, pero le agradecería que se mantuviera en contacto conmigo. Necesito su consejo.
Duré asintió y leyó de nuevo el mensaje. Un teléfono parpadeó en la consola.
La FEM Gladstone salió al corredor, comentó a los médicos la novedad, llamó a Seguridad para aprobar la llegada del obispo Edouard y otros funcionarios eclesiásticos desde Pacem y se teleyectó a su habitación del ala residencial. Sedeptra le recordó que el consejo se iba a reunir en la Sala de Guerra ocho minutos después. Gladstone asintió, despidió a la ayudante y entró en el cubículo de ultralínea oculto en la pared. Activó campos sónicos de intimidad y tecleó el código de la nave del cónsul. Cada receptor ultralínea de la Red, el Afuera, la galaxia y el universo monitorizaría la transmisión, pero sólo la nave del cónsul podría decodificarla. Al menos eso esperaba.
La luz de la holocámara se enrojeció.
—Según el mensaje automático de tu nave, entiendo que decidiste reunirte con los éxters y que ellos te recibieron —dijo Gladstone a la cámara—. También supongo que has sobrevivido al encuentro inicial.
Gladstone cobró aliento.
—En nombre de la Hegemonía, te he pedido muchos sacrificios. Ahora te lo pido en nombre de toda la humanidad. Debes averiguar lo siguiente:
»Primero, ¿por qué los éxters atacan y destruyen los mundos de la Red? Tú, Byron Lamia y yo estábamos convencidos de que sólo deseaban Hyperion. ¿Por qué han cambiado?
»Segundo, ¿dónde está el Tecno-Núcleo? Debo averiguarlo para luchar contra él. ¿Los éxters han olvidado que el Núcleo es nuestro enemigo común?
»Tercero, ¿cuáles son sus condiciones para un «alto el fuego»? Estoy dispuesta a sacrificar muchas cosas para liberarnos de la dominación del Núcleo. ¡Pero la matanza debe cesar!
»Cuarto, ¿estaría dispuesto el líder del enjambre a reunirse conmigo personalmente? Me teleyectaré a su sistema de Hyperion si es necesario. La mayor parte de nuestra flota se ha ido, pero aún tenemos una nave-puente y sus escoltas con la esfera de singularidad. El líder del enjambre debe decidir pronto, pues FUERZA desea destruir la esfera y entonces Hyperion quedará a tres años de deuda temporal de la Red.
»Por último, el líder del enjambre debe saber que el Núcleo desea que utilicemos una bomba de muerte para contrarrestar la invasión éxter. Muchos líderes de FUERZA están de acuerdo. Disponemos de poco tiempo. No permitiremos —repito—, no permitiremos que la invasión éxter asole la Red.
»De ti depende ahora. Por favor acusa recibo de este mensaje y respóndeme por ultralínea en cuanto comiencen las negociaciones.
Gladstone miró el disco de la cámara, comunicando la fuerza de su personalidad y su sinceridad a través de los años luz.
—Te lo ruego desde las entrañas de la historia de la humanidad: consíguelo.
El mensaje ultralínea fue seguido por dos minutos de imágenes temblorosas que mostraban la muerte de Puertas del Cielo y Bosquecillo de Dios.
El cónsul, Melio Arúndez y Theo Lane guardaron silencio cuando se esfumaron los holos.
—¿Respuesta? —preguntó la nave.
El cónsul carraspeó.
—Acuso recibo de mensaje —dijo—. Envía nuestras coordenadas. —Se volvió hacia los otros dos—. ¿Caballeros?
Arúndez sacudió la cabeza como para despejarse.
—Es evidente que usted estuvo antes aquí, en el enjambre éxter.
—Sí —admitió el cónsul—. Después de Bressia, después de que mi esposa e hijo… después de Bressia, hace tiempo, me reuní con este enjambre para entablar conversaciones.
—¿Cómo representante de la Hegemonía? —preguntó Theo. La cara del pelirrojo parecía mucho más avejentada y demudada de preocupación.
—En representación de la facción de la senadora Gladstone —respondió el cónsul—. Fue antes de que la eligieran FEM. El grupo de ella me explicó que una lucha de poder interna dentro del Tecno-Núcleo podía resultar afectada si incorporábamos Hyperion al Protectorado de la Red. El modo más fácil de lograrlo era deslizar información a los éxters, una información que los incitaría a atacar a Hyperion, atrayendo así a la flota de la Hegemonía.
—¿Y usted hizo eso?
La voz de Arúndez no mostraba ninguna emoción, aunque su esposa e hijos vivían en Vector Renacimiento, a menos de ochenta horas de la oleada invasora.
El cónsul se reclinó en los almohadones.
—No. Revelé el plan a los éxters. Ellos me enviaron de vuelta a la Red como doble agente. Pretendían capturar Hyperion, pero en el momento que ellos escogieran.
Theo entrelazó las manos.
—Todos esos años en el consulado…
—Yo estaba esperando un mensaje de los éxters —explicó el cónsul—. Ellos tenían un artefacto que derrumbaría los campos antientrópicos que rodeaban las Tumbas de Tiempo. Las abrirían cuando estuvieran listos. Permitirían que escapara el Alcaudón.
—De manera que fueron los éxters —dijo Theo.
—No —rebatió el cónsul—, fui yo. Traicioné a los éxters tal como había traicionado a Gladstone y la Hegemonía. Maté a la mujer éxter y los técnicos que calibraban el aparato y lo conecté. Los campos antientrópicos se derrumbaron. Se organizó la peregrinación final. El Alcaudón está libre.
Theo miró fijamente a su ex mentor. Había más asombro que rabia en los verdes ojos del joven.
—¿Por qué? ¿Por qué hizo todo esto?
El cónsul contó, breve y desapasionadamente, la historia de su abuela Siri de Alianza-Maui, de su rebelión contra la Hegemonía, una rebelión que no se extinguió cuando murieron ella y su amante, abuelo del cónsul. Arúndez se levantó y avanzó hacia la ventana. La luz del sol le bañaba las piernas y alumbraba la alfombra azul.
—¿Saben los éxters lo que hizo usted?
—Ahora lo saben. Lo confesé a Freeman Vanz y los demás cuando llegamos.
Theo se paseó por el holofoso.
—¿De modo que esta reunión será un juicio?
El cónsul sonrió.
—O una ejecución.
Theo apretó los puños.
—¿Gladstone sabía esto cuando le pidió que regresara aquí?
—Sí.
Theo desvió la mirada.
—No sé si quiero que ellos lo ejecuten o no.
—Yo tampoco, Theo —confesó el cónsul. Melio Arúndez se apartó de la ventana.
—¿No dijo Vanz que enviarían una nave a buscarnos?
Los otros dos hombres se acercaron a la ventana. El mundo donde habían aterrizado era un asteroide mediano, encerrado en un campo de contención clase diez y terraformado. Generaciones de viento y agua y reestructuración le habían dado una forma redonda.
El sol de Hyperion se ponía detrás del cercano horizonte y los pocos kilómetros de hierba ondeaban en la brisa.
Debajo de la nave, un arroyo atravesaba la pradera, se aproximaba al horizonte y parecía volar hacia un río transformado en cascada, pasando a través del distante campo de contención y serpeando por la negrura del espacio antes de reducirse a una línea estrecha.
Una nave descendía por aquella alta cascada, aproximándose a la superficie del pequeño mundo. Se veían figuras humanoides cerca de la proa y la popa.
—Vaya —susurró Theo.
—Será mejor que nos preparemos —dijo el cónsul—. He ahí nuestra escolta.
En el exterior el sol se ponía con alarmante rapidez y enviaba sus últimos rayos a través de la cortina de agua, medio kilómetro por encima del terreno en sómbras y rasgando el cielo ultramarino con franjas irisadas de sobrecogedora solidez.