Hunt y yo hemos caminado todo el día. Al anochecer encontramos una posada con comida servida —un ave, budín de arroz, coliflor, macarrones— aunque no hay gente ni rastros de ella salvo el fuego del hogar, que crepita como si estuviera recién encendido, y la comida aún caliente.
Eso saca de quicio a Hunt, quien además sufre como un adicto por la pérdida de contacto con la esfera de datos. Imagino su dolor. Para una persona nacida y criada en un mundo donde la información está siempre a mano, donde es posible comunicarse con cualquiera y en cualquier parte, donde las distancias están a un paso de teleyector, esta súbita regresión a la vida de nuestros antepasados es como despertar ciego y tullido. Pero después de las protestas y rabietas de las primeras horas de marcha, Hunt ha adoptado un aire taciturno.
—¡Pero la FEM me necesita! —gritó durante esa primera hora.
—Necesita la información que yo llevaba —añadió—, pero no podemos hacer nada al respecto.
—¿Dónde estamos? —preguntó Hunt por décima vez.
Ya le había explicado que era una Vieja Tierra alternativa, pero comprendí que ahora se refería a otra cosa. —En cuarentena, creo— respondí.
—¿El Núcleo nos ha traído aquí?
—Eso supongo.
—¿Cómo podemos regresar?
—Lo ignoro. Supongo que aparecerá un portal cuando el Núcleo considere que puede levantar la cuarentena.
Hunt maldijo entre dientes.
—¿Por qué me han puesto a mí en cuarentena, Severn?
Me encogí de hombros. Supuse que se debía a que él había oído lo que yo había dicho en Pacem, pero no estaba seguro. No estaba seguro de nada.
El camino atravesaba prados, viñedos, cerros bajos y valles desde donde se atisbaba el mar.
—¿Adónde conduce este camino? —preguntó Hunt poco antes que llegáramos a la posada.
—Todos los caminos llevan a Roma.
—Hablo en serio, Severn.
—También yo, Hunt.
Hunt arrancó una piedra suelta de la carretera y la arrojó hacia los arbustos. En alguna parte trinó un tordo.
—¿Ya ha estado aquí? —preguntó Hunt con tono acusatorio, como si yo lo hubiera secuestrado. Tal vez tenía razón.
—No —dije. Pero Keats sí, estuve a punto de añadir. Mis recuerdos trasplantados emergían de la superficie, agobiándome con su sensación de pérdida y acechante mortalidad. Tan lejos de los amigos, tan lejos de Fanny, su amor único y eterno.
—¿Está seguro de que no tiene acceso a la esfera de datos? —preguntó Hunt.
—Seguro —dije. No preguntó por la megaesfera y no le ofrecí la información. Me aterra entrar en la megaesfera, perderme allí.
Encontramos la posada al caer la tarde. Se hallaba en un pequeño valle, y brotaba humo de la chimenea de piedra.
Mientras comíamos, cercados por la oscuridad, a la luz del fuego y las dos velas de una repisa de piedra, Hunt rezongó:
—Este lugar me haría creer en fantasmas.
—Yo creo en fantasmas —apunté.
Noche. Despierto tosiendo, siento la humedad en el pecho desnudo, oigo que Hunt manotea la vela. A la luz, veo sangre sobre mi piel, salpicaduras en las sábanas.
—Por Dios —resuella el horrorizado Hunt—. ¿Qué es? ¿Qué está pasando?
—Hemorragia —logro articular después del primer ataque de tos, que me deja más débil y más manchado de sangre. Trato de levantarme, me desplomo en la almohada y señalo la bacía de agua y la toalla de la mesilla de noche.
—Demonios —masculla Hunt, buscando mi comlog para obtener una lectura médica. No hay comlog. Había tirado el inútil instrumento mientras caminábamos.
Hunt se quita su comlog, ajusta el monitor y me lo sujeta a la muñeca. Las lecturas no significan nada para él, salvo que es una emergencia y necesito asistencia médica inmediata. Como la mayoría de la gente de su generación, Hunt no ha visto la enfermedad ni la muerte, un asunto profesional que se resuelve fuera de la vista de los legos.
—No importa —susurro. La tos se ha calmado, pero la debilidad me aplasta como una manta de piedra. Señalo de nuevo la toalla. Hunt la humedece, me lava la sangre del pecho y los brazos, me ayuda a sentarme en la única silla mientras aparta las sábanas y las mantas salpicadas.
—¿Sabe usted qué ocurre? —pregunta con preocupación.
—Sí. —Trato de sonreír—. Precisión. Verosimilitud. La ontogenia recapitulando la filogenia.
—Sea claro —rezonga Hunt, llevándome de vuelta a la cama—. ¿Qué ha causado la hemorragia? ¿En qué puedo ayudar?
—Un vaso de agua, por favor. —Bebo, y siento la quemazón en el pecho y la garganta, pero logro evitar otro ataque de tos. Mi vientre está en llamas.
—¿Qué ocurre? —insiste Hunt.
Hablo despacio, articulando cada palabra como si apoyara los pies en un terreno minado. La tos no vuelve.
—Es una enfermedad llamada tisis —digo—. Tuberculosis. En una etapa terminal, a juzgar por la seriedad de la hemorragia.
La cara perruna de Hunt está pálida.
—Dios santo, Severn. Nunca había oído hablar de la tuberculosis. —Alza la muñeca para consultar la memoria del comlog, pero la muñeca está desnuda.
Le devuelvo el instrumento.
—Hace siglos que la tuberculosis no existe. Se ha curado. Pero John Keats la padecía. Fue la causa de su muerte. Y este cuerpo cíbrido pertenece a Keats.
Hunt parece dispuesto a correr en busca de ayuda.
—¡Sin duda el Núcleo nos permitirá regresar ahora! ¡No pueden retenerle en un mundo donde no hay asistencia médica!
Apoyé la cabeza en las blandas almohadas y siento el plumón bajo las puntas ásperas.
—Quizá me retengan aquí precisamente por eso. Veremos mañana, al llegar a Roma.
—¡Pero usted no puede viajar! No iremos a ninguna parte por la mañana.
—Veremos —replico, cerrando los ojos—. Veremos.
Por la mañana una vettura, un carruaje pequeño, espera frente a la posada. El animal es una yegua gris y gira los ojos cuando nos acercamos. El aliento de la yegua flota en el aire helado de la mañana.
—¿Sabe usted qué es eso? —pregunta Hunt.
—Un caballo hembra.
Hunt le toca el flanco, quizá temiendo que la yegua desaparezca como una pompa de jabón.
No desaparece. Hunt aparta la mano cuando la yegua agita la cola.
—Los caballos están extinguidos —observa—. Nunca los ARNizaron para recuperarlos.
—Éste parece bastante real —señalo mientras trepo al carruaje y me siento en el estrecho asiento.
Hunt se acomoda con recelo. Los largos dedos le tiemblan de ansiedad.
—¿Quién conduce? —pregunta—. ¿Dónde están los controles?
No hay riendas y el pescante está vacío.
—Veamos si la yegua conoce el camino —sugiero, y en ese instante comenzamos a avanzar al paso. El carruaje sin resortes salta en las piedras y surcos de la tosca carretera.
—Esto es una broma, ¿verdad? —pregunta Hunt, mirando el inmaculado cielo azul y los campos distantes.
Toso con moderación en un pañuelo que confeccioné con una toalla de la posada.
—Tal vez —digo—. Pero ¿qué cosa no lo es?
Hunt ignora mi sarcasmo y continuamos viaje a bandazos, con destino a alguna parte, al encuentro de nuestro azar.
—¿Dónde están Hunt y Severn? —preguntó Meina Gladstone.
Sedeptra Akasi, una joven negra que era la segunda ayudante de Gladstone, le habló al oído para no interrumpir el informe militar.
—Aún no hay noticias, Ejecutiva.
—Es imposible. Severn tenía un rastreador y Leigh fue a Pacem hace casi una hora. ¿Dónde demonios deben de estar?
Akasi consultó la agencia electrónica.
—Seguridad no los encuentra. La policía de tránsito no los localiza. La unidad de teleyección sólo registró que teclearon el código de TC2 y cruzaron, pero no llegaron.
—Eso es imposible.
—Sí. Ejecutiva.
—Quiero hablar con Albedo o algún otro asesor IA en cuanto finalice esta reunión.
—Sí.
Ambas mujeres siguieron escuchando el informe. El Centro Táctico de la Casa de Gobierno estaba conectado con la Sala de Guerra del Centro de Mando Olympus y con una sala del Senado mediante portales de quince metros cuadrados, de modo que los tres espacios formaban una zona de conferencias vasta y asimétrica. Los holos de la Sala de Guerra se elevaban en el espacio de proyección, y columnas de datos flotaban contra las paredes.
—Faltan cuatro minutos para la incursión cislunar —anunció el almirante Singh.
—Sus armas de largo alcance pudieron abrir fuego sobre Puertas del Cielo hace tiempo —señaló el general Morpurgo—. Parecen estar demostrando cierta contención.
—No demostraron demasiada contención con nuestras naves-antorcha —objetó Garion Persov, de Diplomacia. El grupo se había reunido una hora antes, cuando el enjambre destruyó sumariamente la incursión de una flota de varias naves-antorcha reunidas con precipitación. Los sensores de largo alcance proyectaron una fugaz imagen de ese enjambre, un cúmulo de ascuas con cabelleras de fusión, y luego las naves y los remotos dejaron de transmitir. Eran muchas, muchas ascuas.
—Eran naves de guerra —dijo el general Morpurgo—. Hace horas que transmitimos que Puertas del Cielo es ahora un planeta abierto. Hay esperanzas de que muestren contención.
Los rodeaban imágenes holográficas de Puertas del Cielo: las tranquilas calles de Ciudad Lodazal, tomas aéreas de la costa, tomas orbitales de aquel mundo pardusco con su constante capa de nubes, imágenes cislunares del barroco dodecaedro de la esfera de singularidad que conectaba todos los teleyectores, y tomas telescópicas, ultravioletas y de rayos X del enjambre que avanzaba a menos de una unidad astronómica. Ahora las ascuas eran mucho mayores. Gladstone observó las estelas de fusión de las naves éxter, la mole de sus granjas asteroidales y mundos-burbuja protegidos por campos de contención, los casi inhumanos complejos urbanos de gravedad cero. ¿Y si me equivoco?, pensó.
Las vidas de miles de millones dependían de su convicción de que los éxters no destruirían los mundos de la Hegemonía por mera crueldad.
—Dos minutos para la incursión —recitó Singh con su monótona voz de soldado profesional.
—Almirante —dijo Gladstone—, ¿es absolutamente necesario destruir la esfera de singularidad en cuanto los éxters hayan penetrado en nuestro cordon sanitaire? ¿No podemos esperar varios minutos para juzgar sus intenciones?
—No, FEM —respondió el almirante—. El enlace teleyector se debe destruir en cuanto estén dentro del alcance de un asalto rápido.
—Pero si las naves-antorcha restantes no lo hacen, almirante, aún tenemos los enlaces del sistema, los relés ultralínea y los artefactos de tiempo, ¿verdad?
—Sí, Ejecutiva, pero debemos asegurarnos de que toda capacidad de teleyección sea eliminada antes que los éxters dominen el sistema. No podemos poner en jaque este escaso margen de seguridad.
Gladstone asintió. Entendía la necesidad de prudencia absoluta. Ojalá tuviera más tiempo.
—Quince segundos para la incursión y la destrucción de la singularidad —informó Singh—. Diez… siete…
De pronto todos los holos de los controles cislunares y de las naves-antorcha resplandecieron con un fulgor violáceo, rojo y blanco.
Gladstone se inclinó hacia delante.
—¿Eso ha sido el estallido de la esfera de singularidad?
Los militares cuchichearon, pidieron más datos, sintonizaron holos y pantallas.
—No, FEM —respondió Morpurgo—. Las naves sufren un ataque. Lo que usted ve es la recarga de sus campos defensivos. El… eh… allí…
Una imagen central, quizá tomada desde una nave orbital, mostró una ampliación de la esfera de singularidad. Los treinta mil metros cuadrados de superficie del dodecaedro aún estaban intactos, aún brillaban bajo la cruda luz del sol de Puertas del Cielo. De pronto el fulgor aumentó, el lado más próximo de la estructura se volvió incandescente y se hundió en sí mismo, y menos de tres segundos después la esfera se expandió cuando la singularidad allí apresada escapó, devorándose a sí misma y engullendo todo lo que estuviera en un radio de seiscientos kilómetros.
La mayoría de las proyecciones visuales y muchas columnas de datos se esfumaron.
—Todas las conexiones teleyectoras eliminadas —anunció Singh—. Los datos del sistema ahora llegan sólo por transmisor ultralínea.
Los militares soltaron un bufido de aprobación y alivio, y los senadores y asesores políticos suspiraron y giraron. Puertas del Cielo acababa de ser amputado de la Red. Era la primera vez en cuatro siglos que la Hegemonía perdía un mundo.
Gladstone se volvió hacia Sedeptra Akasi.
¿Cuánto dura ahora el viaje entre Puertas del Cielo y la Red?
—Con impulsión Hawking, siete meses de a bordo —respondió la asistente sin necesidad de consultar el comlog—. Más de nueve años de deuda temporal.
Gladstone asintió. Puertas del Cielo estaba ahora a nueve años de distancia del mundo más próximo de la Red.
—Allá van nuestras naves-antorcha —canturreó Singh. La imagen estaba tomada desde una de las naves orbitales, retransmitida en las vistas saltonas y chillonas de los mensajes ultralínea procesados por ordenador en rápida progresión. Las imágenes eran mosaicos visuales, pero evocaban las primeras películas mudas del alba de la Era de los Medios de comunicación. Pero esto no era una comedia de Charlie Chaplin. Dos, cinco, ocho estallidos de luz brillante florecieron contra el campo estelar, por encima del limbo del planeta.
—Han cesado las transmisiones de las naves Niki Weimarr, Terrapin, Cornet y Andrew Paul —informó Singh.
Barbre Dan-Gyddis alzó una mano.
—¿Y las otras cuatro naves, almirante?
—Sólo las cuatro mencionadas tenían comunicación ultralumínica. Las naves orbitales confirman que las comunicaciones de radio, máser y banda ancha de las otras naves también han cesado. Los datos visuales… —Singh calló y señaló la imagen enviada por la nave retransmisora automática: ocho círculos de luz que se expandían y esfumaban, un campo estelar entrecruzado por estelas de fusión y nuevas luces. De pronto esa imagen también se desvaneció.
—Todos los sensores orbitales y relés ultralínea eliminados —anunció el general Morpurgo. La negrura fue reemplazada por imágenes de las calles de Puertas del Cielo, con sus típicas nubes bajas. Las naves aéreas añadieron tomas por encima de las nubes: un cielo convulsionado por estrellas móviles.
—Todos los informes confirman la destrucción total de la esfera de singularidad —dijo Singh—. Las unidades de vanguardia del enjambre ingresan ahora en la órbita alta de Puertas del Cielo.
—¿Cuántas personas han quedado allí? —preguntó Gladstone con ansiedad, los codos sobre la mesa, las manos entrelazadas.
—Ochenta y seis mil setecientas ochenta y nueve —respondió Imoto, ministro de Defensa.
—Sin contar los doce mil marines que teleyectamos en las últimas dos horas —añadió el general Van Zeidt. Imoto asintió.
Gladstone les agradeció la información y volvió a mirar los holos. Las columnas de datos y los extractos de las agendas electrónicas, comlogs y paneles enumeraban todo —cantidad de naves éxter en el sistema, número y tipo de naves en órbita, proyección de órbitas de frenado y curvas de tiempo, análisis de energía e interceptación de bandas de comunicaciones—, pero Gladstone y los demás observaban las imágenes ultralínea, relativamente irrelevantes y estables, tomadas desde aviones y cámaras de superficie: estrellas, nubes, calles, la vista de Ciudad Lodazal —donde Gladstone había estado sólo doce horas antes— desde la estación atmosférica. Allí era de noche. Helechos gigantes ondeaban en las brisas silenciosas que soplaban desde la bahía.
—Creo que negociarán —estaba diciendo la senadora Richeau—. Primero nos presentarán este hecho consumado, nueve mundos asolados, luego negociarán con todas sus fuerzas por un nuevo equilibrio de poder.
Es decir, aunque ambas oleadas invasoras tuvieran éxito, serían sólo veinticinco mundos de casi doscientos que hay en la Red y el Protectorado.
—Sí —admitió Persov, jefe de Diplomacia—, pero no olvide, senadora, que eso incluye algunos de los mundos de mayor importancia estratégica, como éste. TC2 está sólo doscientas treinta y cinco horas después de Puertas del Cielo en el plan éxter.
La senadora Richeau lo miró despectivamente.
—Lo sé muy bien —replicó con voz glacial—. Simplemente aclaro que los éxters no pueden aspirar a una conquista total. Sería una locura. Y FUERZA no permitirá que la segunda oleada penetre a tanta profundidad. Sin duda esta invasión es sólo el preludio de una negociación.
—Quizá —convino el senador Roanquist de Nordholm—, pero tal negociación dependería necesariamente de…
—Esperen —lo interrumpió Gladstone.
Las columnas de datos ahora mostraban más de cien naves éxter en órbita de Puertas del Cielo. Los efectivos terrestres de FUERZA tenían órdenes de no abrir fuego a menos que les disparasen, y no había actividad visible en la treintena de imágenes que llegaban por ultralínea a la Sala de Guerra. De pronto el techo de nubes de Ciudad Lodazal brilló como si hubieran encendido reflectores gigantes. Una docena de anchos haces de luz coherente lancearon la bahía y la ciudad, lo cual aumentaba la ilusión de que había reflectores. Era como si hubiera erigido gigantescas columnas blancas entre el suelo y el techo de nubes.
Esa ilusión se esfumó de golpe cuando un torbellino de llamas y destrucción hizo erupción en la base de cada una de esas columnas de luz de cien metros de anchura. El agua de la bahía hirvió, enturbiando las cámaras más cercanas con enormes géiseres de vapor. La vista desde las alturas mostraba tradicionales edificios que estallaban en llamas, haciendo implosión como si un tornado se desplazara entre ellos. Los célebres jardines y paseos llamearon, explotaron y volaron en esquirlas como si los atravesara un arado invisible. Helechos de dos siglos de antigüedad se arquearon como arrasados por un huracán, cayeron envueltos en llamas y desaparecieron.
—Haces láser de una nave-antorcha clase Bowers —explicó el almirante Singh—. O su equivalente éxter.
Las columnas de luz incendiaban la ciudad hasta transformarla en escombros y luego la asolaban de nuevo. Esas imágenes ultralínea no tenían canales de audio, pero Gladstone creía oír gritos.
Una por una, las cámaras de tierra dejaron de operar. La vista desde la estación atmosférica generadora desapareció en un relámpago blanco. Las cámaras aéreas ya habían desaparecido. La imagen terrestre de un complejo de defensa aérea de los marines de FUERZA, al norte del Canal Interciudad, desapareció con un tremendo estallido carmesí que obligó a todos a protegerse los ojos.
—Explosión de plasma —explicó Van Zeidt—. Pocos megatones.
De pronto todas las imágenes cesaron. El flujo de datos terminó. Las luces de la sala se encendieron para compensar una oscuridad tan repentina que quitaba el aliento.
—El transmisor ultralínea primario está fuera de servicio —anunció el general Morpurgo—. Estaba en la base principal de FUERZA, cerca de Puerta Alta. Sepultado bajo nuestro campo de contención más fuerte, cincuenta metros de roca y diez metros de aleación de filamentos.
—¿Explosivos nucleares? —preguntó Barbre DanGyddis.
—Por lo menos —asintió Morpurgo.
El senador Kolchev se levantó. Su mole lusiana irradiaba una fuerza osuna.
—De acuerdo. No se trata de un pretexto para negociar. Los éxters acaban de reducir un mundo de la Red a cenizas. Se trata de una guerra a muerte, sin cuartel. La supervivencia de la civilización está en juego. ¿Qué hacemos ahora?
Todos los ojos se volvieron hacia Meina Gladstone.
El cónsul arrastró al aturdido Theo Lane desde las ruinas del deslizador y lo llevó en brazos cincuenta metros antes de derrumbarse en la hierba, bajo los árboles de las orillas del Hoolie. El deslizador no ardía, pero estaba deshecho contra la pared de piedra que había tumbado al frenar. Fragmentos de metal y polímeros de cerámica yacían desperdigados en la orilla del río y la avenida abandonada.
La ciudad ardía. El humo impedía ver la otra margen del río y varias piras se elevaban en esa parte de Jacktown, la ciudad vieja: gruesas columnas de humo negro se elevaban hacia el techo de nubes. Los láseres de combate y las estelas de los misiles continuaban atravesando la bruma, a veces estallando contra las naves de asalto, paracaídas y burbujas de suspensión que caían a través de las nubes como barcias volando sobre un campo recién segado.
—Theo, ¿estás bien?
El gobernador general asintió y trató de calarse las gafas sobre la nariz. Quedó desconcertado al advertir que ya no tenía gafas. La sangre le manchaba la frente y los brazos.
—Me he dado un golpe en la cabeza —farfulló.
—Necesitamos usar tu comlog —dijo el cónsul—. Llamar a alguien para que nos recoja.
Theo asintió, alzó el brazo, frunció el ceño.
—No está —murmuró—. El comlog no está. Tengo que mirar en el deslizador. —Trató de levantarse.
El cónsul lo obligó a recostarse. Allí estaban al amparo de unos árboles ornamentales, pero el deslizador estaba expuesto y su descenso era un secreto a voces. El cónsul había visto efectivos blindados avanzando por una calle adyacente mientras el deslizador se preparaba para el aterrizaje forzoso. Podían ser de la Fuerza de Autodefensa, éxters o marines de la Hegemonía, pero el cónsul sospechaba que en cualquier caso dispararían primero y preguntarían después.
—No importa —rebatió—. Llegaremos a un teléfono. Llamaremos al consulado. —Miró alrededor, identificó la zona de depósitos y edificios de piedra donde se habían estrellado. Cientos de metros río arriba había una catedral abandonada. La destartalada casa capitular daba sobre la orilla.
—Sé dónde estamos —anunció el cónsul—. A un par de manzanas de Cícero. Vamos. —Se apoyó el brazo de Theo en los hombros, alzando al hombre herido.
—Cícero, bien —murmuró Theo—. Necesito un trago.
En la calle del sur resonó el tableteo de un arma de dardos y el siseo de armas energéticas. El cónsul, con Theo a cuestas, caminó trastabillando por el estrecho callejón.
—Mierda —susurró el cónsul.
Cícero estaba en llamas. Tres de los cuatro edificios de la vieja posada —tan antigua como Jacktown y mucho más vieja que la mayor parte de la capital— ardían y sólo un resuelto grupo de clientes intentaba salvar la última sección a baldazos.
—Veo a Stan —dijo el cónsul, señalando al corpulento Stan Leweski, quien encabezaba a los improvisados bomberos. El cónsul ayudó a Theo a sentarse bajo un olmo de la acera—. ¿Cómo tienes la cabeza?
—Me duele.
—Regresaré con ayuda —prometió el cónsul y se marchó deprisa hacia los hombres.
Stan Leweski observó al cónsul como si éste fuera un fantasma. Tenía la cara manchada de hollín y empapada de lágrimas, ojos grandes y desconcertados. Cícero había pertenecido a su familia durante seis generaciones. Ahora lloviznaba y el fuego parecía controlado. Los hombres gritaron cuando algunos tablones de las secciones incendiadas se derrumbaron en los rescoldos del subsuelo.
—Por Dios, ha desaparecido —se lamentó Leweski—. ¿Ve usted? La parte que añadió el abuelo Jiri ha desaparecido.
El cónsul aferró los hombros de Leweski.
—Stan, necesitamos ayuda. Theo está allá. Herido. Nuestro deslizador se ha estrellado. Tenemos que llegar al puerto espacial, usar el teléfono. Es una emergencia, Stan.
Leweski meneó la cabeza.
—El teléfono no funciona. Las bandas de comlog son un caos. Es una maldita guerra. —Señaló las secciones incendiadas de la vieja taberna—. Han desaparecido, demonios. Han desaparecido.
El cónsul fue presa de la frustración. Había otros hombres en las cercanías, pero no reconocía a nadie. No había autoridades de FUERZA ni la FA a la vista. De pronto una voz dijo a sus espaldas.
—Yo puedo ayudar. Tengo un deslizador.
Al volverse, el cónsul vio a un hombre cincuentón. El hollín y el sudor le cubrían la cara y le manchaban el cabello ondulado.
—Magnífico —exclamó el cónsul—. Lo agradecería. —Hizo una pausa—. ¿Le conozco?
—Doctor Melio Arúndez —se presentó el hombre y acto seguido echó a andar hacia el camino donde descansaba Theo.
—Arúndez —repitió el cónsul, quien se apresuró para alcanzarlo. El nombre le sonaba. ¿Algún conocido? ¿Alguien que debía conocer?—. ¡Cielos, Arúndez! —exclamó—. Usted era amigo de Rachel Weintraub cuando vino aquí hace décadas.
—Su asesor universitario —precisó Arúndez—. Le conozco a usted. Usted fue en peregrinación con Sol. —Se detuvieron frente a Theo, que aún se aferraba la cabeza entre las manos—. Mi deslizador está por allá.
El cónsul vio un Vikken Zephyr de dos plazas aparcado bajo los árboles.
—Perfecto. Llevaremos a Theo al hospital. Luego debo ir de inmediato al puerto espacial.
—El hospital está atestado y es un manicomio. Si intenta llegar a su nave, sugiero que se lleve al gobernador general y use el quirófano de a bordo.
El cónsul titubeó.
—¿Cómo ha sabido que yo tenía una nave allí?
Arúndez abrió las puertas y ayudó a Theo a subir al banco estrecho que había detrás de los asientos traseros.
—Lo sé todo acerca de usted y los demás peregrinos, señor cónsul. Hace meses que trato de obtener una autorización para ir al Valle de las Tumbas de Tiempo. Sentí una gran frustración cuando supe que la barca de ustedes había zarpado en secreto, con Sol a bordo. —Arúndez cobró aliento y formuló una pregunta con evidente temor—. ¿Rachel aún vive?
Él fue su amante cuando ella era una mujer adulta, pensó el cónsul.
—No lo sé —respondió—. Estoy tratando de regresar a tiempo para ayudarla, si es posible.
Melio Arúndez asintió y se acomodó en el asiento del conductor, tras lo cual indicó al cónsul que subiera.
—Intentaremos llegar al puerto espacial. No será fácil en medio del combate.
El agotado cónsul se acomodó, se palpó los cortes y magulladuras, y el asiento cerró las correas de seguridad.
—Tenemos que llevar al gobernador general al consulado, Casa de gobierno o como demonios se llame ahora.
Arúndez sacudió la cabeza y conectó los impulsores.
—Imposible. Un misil desviado hizo trizas el consulado, según el canal informativo de emergencia. Todos los funcionarios de la Hegemonía se trasladaron al puerto espacial para ser evacuados, ya antes de que su amigo fuera en busca de usted.
El cónsul miró al aturdido Theo Lane.
—Vamos —le murmuró a Arúndez.
El deslizador recibió fuego de armas cortas cuando cruzaron el río, pero los dardos se limitaron a repiquetear en el casco y el único haz energético que les lanzaron pasó muy por debajo, provocando un chorro de vapor de diez metros de altura. Arúndez conducía como un loco, abajo, arriba, al costado, haciendo rotar el deslizador sobre el eje como una bandeja sobre un mar de canicas. Las correas del asiento aferraban al cónsul, quien aún así sentía un nudo en la garganta. Theo cabeceó en el asiento trasero y perdió el conocimiento.
—¡El centro es un caos! —gritó Arúndez por encima del rugido del motor—. Seguiré el antiguo viaducto hasta la autopista del puerto espacial y luego avanzaré a campo traviesa, manteniéndome a baja altura. —Sortearon una estructura ardiente que el cónsul reconoció tardíamente como su viejo edificio de apartamentos.
—¿Está abierta la autopista?
Arúndez meneó la cabeza.
—Nunca lo lograríamos. Han descendido paracaidistas durante la última media hora.
—¿Los éxters intentan destruir la ciudad?
—No. Lo habrían hecho desde la órbita. Parecen interesados en la capital. La mayoría de las naves de descenso y los paracaidistas aterrizan por lo menos en diez kilómetros a la redonda.
—¿Los que resisten son de nuestra FA?
Arúndez rió, mostrando dientes blancos contra la tez bronceada.
—A estas alturas, la FA ha huido a Endimion y Puerto Romance, aunque los últimos informes, antes que las líneas dejaran de funcionar, indicaban que esas ciudades también recibían ataques. No, la escasa resistencia que usted ve son los pocos marines de FUERZA que han quedado para proteger la ciudad y el puerto espacial.
—¿De manera que los éxters no han destruido ni capturado el puerto espacial?
—Todavía no. No hasta hace varios minutos, al menos. Lo veremos pronto. ¡Sujétese!
El viaje de diez kilómetros hasta el aeropuerto, por la autopista o las rutas aéreas que la sobrevolaban, llevaba varios minutos, pero el curso que seguía Arúndez, por cerros, valles y arboledas, volvía más largo y excitante el trayecto. El cónsul observó las laderas y los barrios de los refugiados en llamas. Hombres y mujeres se agazapaban contra las rocas y bajo los árboles, cubriéndose la cabeza cuando pasaba el deslizador. Una vez el cónsul distinguió una escuadra de marines atrincherada en una loma, pero ellos se concentraban en un cerro del norte, desde donde disparaban una panoplia de fuego láser. Arúndez descubrió a los marines al mismo tiempo y viró a la izquierda, zambulléndose en un estrecho collado momentos antes de que tijeras invisibles talaran los árboles del risco.
Al fin sobrevolaron un último cerro y divisaron las puertas y cercas occidentales del puerto espacial. El fulgor azul y violeta de los campos de contención e interdicción marcaba el perímetro, y aún estaban a un kilómetro cuando un láser de banda estrecha titiló, los encontró y una voz dijo por radio:
—Deslizador no identificado, aterrice de inmediato o será destruido.
Arúndez aterrizó.
A diez metros, la arboleda parecía vibrar, y de pronto estuvieron rodeados por espectros en polímeros camaleónicos activados. Arúndez abrió las ampollas del deslizador y vio que les apuntaban con rifles de asalto.
—Aléjese de la máquina —ordenó una voz hueca desde detrás de la vibración del camuflaje.
—Llevamos al gobernador general —anunció el cónsul—. Tenemos que entrar.
—No me diga —rugió una voz con claro acento de la Red—. ¡Fuera!
El cónsul y Arúndez se aflojaron las correas e iban a descender cuando una voz rezongó desde el asiento trasero.
—Teniente Mueller, ¿es usted?
—Sí, señor.
—¿Me reconoce, teniente?
La vibración del camuflaje se despolarizó y un joven marine con armadura de combate apareció a un metro del deslizador. El rostro era sólo un visor negro, pero la voz parecía joven.
—Sí, señor gobernador. Lo lamento. No le había reconocido sin las gafas. Le han herido, señor.
—Ya sé que me han herido, teniente. Por eso estos caballeros me han acompañado hasta aquí. ¿No reconoce al ex cónsul de la Hegemonía en Hyperion?
—Lo lamento, señor —dijo el teniente, quien ordenó a sus hombres que regresaran a la arboleda—. No hay acceso a la base.
—Desde luego que no hay acceso —masculló Theo entre dientes—. Yo confirmé esa orden. Pero también autoricé la evacuación de todo el personal superior de la Hegemonía. Usted permitió el paso de esos deslizadores, ¿verdad, teniente Mueller?
Una mano blindada se alzó como para rascar la cabeza con casco y visor.
—Eh… sí, señor. Afirmativo. Pero eso fue hace una hora, señor. Las naves de evacuación han partido y…
—Por amor de Dios, Mueller, llame por el canal táctico y pida autorización al coronel Gerasimov para que nos deje pasar.
—El coronel ha muerto, señor. Hubo un ataque contra el perímetro este y…
—El capitán Lewellyn, pues —replicó Theo. Se tambaleó y se aferró al respaldo del asiento del cónsul. Tenía la cara muy blanca bajo la mancha de sangre.
—Pues… los canales tácticos no funcionan, señor. Los éxters están interfiriendo la banda ancha con…
—Teniente —rugió Theo en un tono que el cónsul no le conocía—, usted me ha identificado visualmente y han inspeccionado mi implante de identificación. Ahora permítanos entrar o dispárenos.
El marine miró hacia la arboleda como preguntándose si debía ordenar a sus hombres que abrieran fuego.
—Todas las naves de descenso se han ido, señor. No bajará ninguna más.
Theo asintió. La sangre seca le embadurnaba la frente, pero un nuevo hilillo le brotaba de la coronilla.
—La nave confiscada está todavía en el Foso Nueve, ¿verdad?
—Sí, señor —respondió Mueller, cuadrándose al fin—. Pero es una nave civil y nunca podría llegar al espacio con los éxters…
Theo le ordenó silencio e indicó a Arúndez que enfilara hacia el perímetro. El cónsul miró hacia delante, pensando en las cercas de muerte, campos de interdicción, campos de contención y minas de presión que el deslizador encontraría diez segundos después. El teniente marine hizo una seña y una abertura titiló en los campos de energía. Nadie disparó. Pronto cruzaban la pista del puerto espacial. Una estructura grande ardía en el perímetro norte. A la izquierda había un apiñamiento de transportes y módulos de FUERZA reducidos a un charco de plástico burbujeante.
Había gente allí, pensó el cónsul, y una vez más tuvo que luchar contra la náusea.
El Foso Siete estaba destruido, y las paredes circulares de carbono-carbono reforzado de diez centímetros habían saltado por los aires como si fueran de cartón. El Foso Ocho aún ardía con esa incandescencia blanca que sugería granadas de plasma. El Foso Nueve estaba intacto, y la proa de la nave del cónsul asomaba apenas a través del resplandor de un campo de contención clase tres.
—¿Han levantado la interdicción? —preguntó el cónsul.
Theo se apoyó en el asiento acolchado.
—Sí —respondió con voz gangosa—. Gladstone autorizó el retiro del campo de restricción. Ése es sólo el campo protector habitual. Puede anularlo con una orden.
Arúndez posó el deslizador en la pista justo cuando las luces de advertencia se ponían rojas y voces sintéticas empezaban a describir disfunciones.
Ayudaron a Theo a descender y examinaron la popa del deslizador.
Una andanada de dardos había trazado una línea de boquetes en la cubierta del motor y la cabina del impulsor. La sobrecarga había derretido parte del capó.
Melio Arúndez acarició la máquina por última vez y ambos hombres ayudaron a Theo a atravesar la puerta del foso y a subir por el umbilical de amarre.
—Por Dios —exclamó el doctor Melio Arúndez—, es una belleza. Nunca había estado en una nave interestelar privada.
—Sólo existe una docena —señaló el cónsul, calzando la máscara osmótica en la boca y la nariz de Theo y acomodando al pelirrojo en el tanque de emergencia del quirófano—. Aunque es pequeña, costó cientos de millones de marcos. Para las empresas y los gobiernos planetarios del Afuera no es económicamente rentable usar naves militares en las pocas ocasiones en que necesitan viajar entre las estrellas. —El cónsul cerró el tanque y conversó brevemente con el programa de diagnóstico—. Estará bien —dijo al fin, y regresó al holofoso.
Melio Arúndez se detuvo a admirar el antiguo Steinway y acarició la superficie pulida del piano de cola. Miró por la sección transparente del casco, por encima del balcón plegado.
—Veo fuegos cerca de la puerta principal. Será mejor que nos larguemos.
—Eso intento —replicó el cónsul e indicó a Arúndez que fuera hacia el sofá circular que bordeaba el foso de proyección.
El arqueólogo se repantigó en los mullidos cojines y miró alrededor.
—¿No hay controles?
El cónsul sonrió.
—¿Un puente? ¿Instrumentos de cabina? ¿Tal vez un timón? Pues no. ¿Nave?
—Sí —respondió una voz suave.
—¿Estamos preparados para despegar?
—Sí.
—¿Han retirado ese campo de contención?
—Ese campo era nuestro. Lo he retirado.
—De acuerdo, larguémonos de aquí. No tengo que aclararte que estamos en plena guerra, ¿verdad?
—No, he estado monitorizando los acontecimientos. Las últimas naves de FUERZA intentan abandonar el sistema de Hyperion. Estos marines están aislados y…
—Ahorra los análisis tácticos para después, nave —dijo el cónsul—. Fija nuestro curso hacia el Valle de las Tumbas de Tiempo y sácanos de aquí.
—Sí, señor —respondió la nave—. Sólo señalaba que las fuerzas que defienden este puerto espacial tendrán pocas oportunidades de resistir más de una hora.
—Comprendido. Ahora despega.
—Se me requiere que comparta primero esta transmisión ultralínea. El mensaje llegó a las 1622:38:14 estándar, esta tarde.
—¡Un momento! —exclamó el cónsul, deteniendo la formación de la imagen holográfica. Media cara de Meina Gladstone flotaba sobre ellos—. ¿Se te requiere que muestres esto antes de partir? ¿A quién obedeces, nave?
—A la FEM Gladstone, señor. La Ejecutiva Máxima impuso una orden prioritaria en todas las funciones de la nave hace cinco días. El mensaje ultralínea es la última orden antes de…
—Por eso no respondías a mis órdenes por control remoto —murmuró el cónsul.
—Sí —dijo la nave en tono coloquial—. Iba a decir que mostrar esta transmisión es la última orden antes de devolverle el mando a usted.
—¿Y entonces harás lo que yo diga?
—Sí.
—¿Nos llevarás adónde yo diga?
—Sí.
—¿No hay anulaciones ocultas?
—Que yo sepa, no.
—Reproduce el mensaje.
El semblante anguloso de Meina Gladstone flotó en el centro del foso de proyección con los temblores y sacudidas típicas de la transmisión ultralínea.
—Me complace que hayas sobrevivido a tu visita a las Tumbas de Tiempo —dijo—. Pero ahora te pido que negocies con los éxters antes de regresar al valle.
El cónsul se cruzó de brazos y miró con furia a Gladstone. En el exterior se ponía el sol. Faltaban pocos minutos para que Rachel Weintraub llegara al momento exacto de su nacimiento y dejara de existir.
—Comprendo que te urge regresar y ayudar a tus amigos —prosiguió Gladstone—, pero en este momento no puedes hacer nada para ayudar a la niña… los expertos de la Red nos aseguran que ni el sueño ni la fuga criogénica pueden detener el mal de Merlín. Sol lo sabe.
—Es verdad —comentó Arúndez—. Han experimentado durante años. Ella moriría en estado de fuga.
—… puedes ayudar a los miles de millones de personas de la Red a quienes, según creo, traicionaste —continuó Gladstone.
El cónsul se apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en los puños. El corazón le latía con fuerza.
—Sabía que abrirías las Tumbas de Tiempo —dijo Gladstone, cuyos ojos tristes y castaños parecían mirar directamente al cónsul—. Los analistas del Núcleo mostraron que tu lealtad a Alianza-Maui y a la memoria de la rebelión de tus abuelos superaría los demás factores. Era hora de abrir las tumbas y sólo tú podías activar el artefacto antes de que los éxters se decidieran a hacerlo.
—Ya he oído suficiente —espetó el cónsul, quien se levantó y dio la espalda a la proyección—. Cancela el mensaje —ordenó a la nave, aunque sabía que no obedecería.
Melio Arúndez atravesó la proyección y cogió el brazo del cónsul.
—Escúchela. Por favor.
El cónsul meneó la cabeza pero se quedó en el foso, los brazos cruzados.
—Ahora ha sucedido lo peor —continuó Gladstone—. Los éxters han invadido la Red. Están destruyendo Puertas del Cielo. Falta menos de una hora para que invadan Bosquecillo de Dios. Es sumamente necesario que te reúnas con los éxters en el sistema de Hyperion y negocies… usa tu habilidad diplomática para iniciar un diálogo. Los éxters no responden a nuestros mensajes radiados ni de ultralínea, pero les hemos alertado que vas en camino. Creo que confiarán en ti.
El cónsul lanzó un gemido, avanzó hacia el piano, asestó un puñetazo a la tapa.
—Tenemos minutos, no horas, cónsul —añadió Gladstone—. Te pido que vayas primero a reunirte con los éxters del sistema de Hyperion y luego intentes regresar al Valle de las Tumbas de Tiempo. Conoces mejor que yo el resultado de las guerras. Millones morirán innecesariamente si no hallamos un modo de comunicarnos con los éxters.
»Es tu decisión, pero ten en cuenta las consecuencias si fallamos en este último intento de hallar la verdad y preservar la paz. Te llamaré por ultralínea cuando llegues al enjambre éxter.
La imagen de Gladstone titiló, se enturbió y se esfumó.
—¿Respuesta? —preguntó la nave.
—No. —El cónsul se paseó entre el Steinway y el foso de proyección.
—En casi dos siglos, ninguna nave ni deslizador ha aterrizado cerca del valle con la tripulación intacta —dijo Melio Arúndez—. Ella debe de saber las pocas probabilidades que hay de que usted llegue allí, sobreviva al Alcaudón y luego se reúna con los éxters.
—Las cosas han cambiado —rebatió el cónsul, volviéndose hacia el otro hombre—. Las mareas de tiempo han enloquecido. El Alcaudón va adonde le place. Quizás el fenómeno que impedía el aterrizaje de personas ya no tenga vigencia.
—Y quizá la nave aterrice, pero sin nosotros —señaló Arúndez—. Al igual que tantas otras.
—Demonios —gritó el cónsul—, ¡usted conocía los riesgos cuando quiso acompañarme!
El arqueólógo asintió con calma.
—No estoy hablando de mis riesgos. Estoy dispuesto a correr cualquier peligro para ayudar a Rachel… o para verla de nuevo. Pero la vida de usted puede ser la clave de la supervivencia de la humanidad.
El cónsul agitó los puños y se paseó como una fiera enjaulada.
—¡No es justo! Ya fui el títere de Gladstone. Ella me usó con cinismo y deliberación. Yo maté a cuatro éxters, Arúndez. Les disparé porque tenía que activar su maldito artilugio para abrir las Tumbas. ¿Cree usted que me recibirán con los brazos abiertos?
Los oscuros ojos del arqueólogo escrutaron al cónsul sin parpadear.
—Gladstone cree que ellos parlamentarán con usted.
—Quién sabe lo que harán. Ni lo que cree Gladstone, llegado el caso. La Hegemonía y su relación con los éxters ya no son un problema mío. Con toda franqueza, ojalá una peste los barriera a ambos.
—¿Aunque sufra la humanidad?
—No conozco a la humanidad —declaró el cónsul con voz monocorde—. Conozco a Sol Weintraub. A Rachel. A una mujer herida llamada Brawne Lamia. Y al padre Paul Duré. Y a Fedmahn Kassad. Y a…
La sedosa voz de la nave los envolvió.
—Han despejado el perímetro norte de este puerto espacial. Inicio los procedimientos finales de lanzamiento. Se ruega a los pasajeros que se sienten.
El cónsul se tumbó en el holofoso mientras el campo de contención interno lo presionaba incrementando el diferencial vertical, fijando cada objeto en su sitio y protegiendo a los viajeros mejor que cualquier cinturón de seguridad. Una vez en caída libre, el campo se reduciría pero aún funcionaría como sustituto de la gravedad planetaria.
El aire se nubló encima del holofoso que mostraba el foso de lanzamiento y el puerto espacial, que se empequeñecían velozmente. El horizonte y las distantes colinas temblaban y se ladeaban mientras la nave practicaba maniobras evasivas de 80 g. Algunas armas energéticas les dispararon, pero las columnas de datos indicaban que los campos externos anulaban los escasos efectos. Luego el horizonte retrocedió y se curvó mientras el lapislázuli del cielo se transformaba en la negrura del espacio.
—¿Destino? —preguntó la nave.
El cónsul cerró los ojos. Un gorjeo anunció que Theo Lane podía ser trasladado del tanque de recuperación al quirófano principal.
—¿Cuánto tardaríamos en reunirnos con elementos de la fuerza invasora éxter? —preguntó el cónsul.
—Treinta minutos para el centro del enjambre —respondió la nave.
—¿Y cuánto tardaríamos en estar al alcance de las armas de sus naves de ataque?
—Ya nos están rastreando.
Melio Arúndez tenía el semblante tranquilo, pero apretaba con fuerza el respaldo del diván del holofoso.
—De acuerdo —asintió el cónsul—. Enfila hacia el enjambre. Evita las naves de la Hegemonía. Anuncia en todas las frecuencias que somos una nave diplomática sin armas que desea parlamentar.
—Ese mensaje fue autorizado e instalado por la FEM Gladstone, señor. Ya se está transmitiendo en ultralínea y todas las frecuencias.
—Continúa —ordenó el cónsul. Señaló el comlog de Arúndez—. ¿Ve usted la hora?
—Sí. Faltan seis minutos para el nacimiento de Rachel.
El cónsul se reclinó, cerró los ojos de nuevo.
—Ha hecho usted un largo camino para nada, doctor Arúndez.
El arqueólogo se incorporó, titubeó un instante hasta acostumbrarse a la gravedad simulada y avanzó hacia el piano. Se quedó contemplando el cielo negro y el brillante limbo del planeta por la ventana del balcón.
—Tal vez no —dijo—. Tal vez no.