Sol tuvo el sueño que lo acuciaba desde que Rachel había contraído el mal de Merlín.
Atravesaba una vasta estructura donde columnas descomunales se elevaban en la oscuridad y una luz carmesí descendía en franjas sólidas desde una gran altura. Se oía el ruido de una gigantesca conflagración, el incendio de mundos enteros. Al frente relucían dos óvalos de un color rojo profundo.
Sol conocía el lugar. Sabía que encontraría un altar y allí estaría Rachel, Rachel a los veinte años e inconsciente, y luego oiría aquella voz perentoria
Sol se detuvo en el balcón bajo y contempló la conocida escena. Su hija, la mujer a quien él y Sarai habían despedido cuando se marchó para trabajar en el distante Hyperion, yacía desnuda sobre un ancho bloque de piedra. Por encima de ellos flotaban las rojas cuencas gemelas de la mirada del Alcaudón. En el altar había un largo, curvo y afilado cuchillo de hueso.
Entonces oyó la Voz:
—¡Sol! Toma a Rachel, tu hija única y bien amada, y ve al mundo llamado Hyperion para ofrecerla como víctima ardiente en uno de los lugares de que te hablaré.
Los brazos de Sol temblaban de rabia y pesar. Se mesó el cabello y gritó hacia la oscuridad para repetir lo que ya le había respondido a esa voz:
—No habrá más ofrendas, ni de hijos ni de padres. No habrá más sacrificios. Ha pasado el tiempo de la obediencia y la expiación. ¡Ayúdanos como amigo o lárgate!
En los sueños anteriores, sobrevenía el sonido del viento y el aislamiento, terribles pasos que retrocedían en la oscuridad. Pero en esta ocasión el sueño continuó, el altar titiló y de pronto quedó vacío, salvo por el cuchillo de hueso. Los ojos rojos y gemelos aún flotaban en lo alto, rubíes flamígeros del tamaño de mundos.
—Escucha, Sol —dijo la Voz, modulada de tal forma que no tronaba desde lo alto sino que le susurraba al oído—, el futuro de la humanidad depende de tu elección. ¿Puedes ofrecer a Rachel por amor, ya que no por obediencia?
Sol supo la respuesta incluso antes de hallar las palabras. No habría más ofrendas. Ni ese día ni otro. La humanidad había sufrido bastante por su amor a los dioses, su prolongada búsqueda de Dios. Pensó en su pueblo, en los muchos siglos en que los judíos habían negociado con Dios, quejándose, regateando, lamentando la injusticia del mundo, pero siempre volviendo a la obediencia, fuera cual fuese el precio. Generaciones muriendo en los hornos del odio. Generaciones futuras laceradas por el frío fuego de la radiación y el odio renovado.
No esta vez. Nunca más.
—Di que sí, papá.
Sol se sobresaltó al sentir que le tocaban la mano. Su hija Rachel estaba junto a él. No era bebé ni adulto, sino la pequeña de ocho años que él había conocido dos veces, cuando crecía y cuando desandaba el camino por efecto del mal de Merlín: Rachel con el cabello castaño claro recogido en una trenza, con túnica de denim y zapatillas.
Sol le cogió la mano, apretándola con fuerza pero tratando de no hacerle daño, y sintió que ella devolvía el apretón. No era una ilusión, una nueva crueldad del Alcaudón. Era su hija.
—Di que sí, papá.
Sol había resuelto el problema de Abraham y la obediencia a un Dios malicioso. La obediencia ya no podía primar en las relaciones entre la humanidad y su deidad. Pero ¿y si el niño escogido para el sacrificio pedía obediencia a ese capricho de Dios?
Sol se arrodilló y abrió los brazos.
—Rachel.
Ella lo abrazó con la intensidad que él recordaba de un sinfín de ocasiones, apoyándole la barbilla en el hombro, los brazos fuertes en su indestructible amor.
—Por favor, papá, tienes que aceptar —le susurró Rachel al oído.
Sol la apretó y sintió los bracitos alrededor, la tibieza de la mejilla en la cara. Lloraba en silencio, notaba la humedad en las mejillas y la barba, pero no deseaba soltarla ni siquiera para secarse las lágrimas.
—Te quiero, papá —susurró Rachel.
Sol se levantó, se enjugó la cara, cogió la mano izquierda de Rachel con firmeza e inició el largo descenso hacia el altar.
Sol despertó con una sensación de caída, buscando a tientas al bebé. La niña dormía sobre él, el puño arqueado, el pulgar en la boca, pero cuando él se incorporó Rachel despertó con el grito y el reflejo de un recién nacido sobresaltado. Sol se levantó, se deshizo de las mantas y la capa, apretando a Rachel.
Era de día. Media mañana, tal vez. Habían dormido mientras moría la noche y el sol reptaba por el valle y las Tumbas. La Esfinge se erguía sobre ambos como una bestia depredadora, extendiendo las potentes patas delanteras a ambos lados de la escalera.
Rachel gimió, sobresaltada por el despertar y el hambre, contagiada por el miedo del padre. Sol se irguió en la cruda luz y la acunó. Subió al escalón superior, le cambió el pañal, calentó el último suministro y se lo ofreció hasta calmarla, la hizo eructar y la paseó hasta que consiguió dormirla de nuevo.
Faltaban menos de diez horas para el «cumpleaños» de Rachel. Menos de diez horas para el ocaso y los últimos minutos de vida de su hija. No por primera vez, Sol deseó que la Tumba de Tiempo fuera un gran edificio de vidrio que simbolizara el cosmos y la deidad que lo dirigía. Sol arrojaría piedras a la estructura hasta que no quedara un solo cristal entero.
Trató de recordar detalles del sueño, pero la confortante sensación se deshilachó en la cruda luz del sol de Hyperion. Sol únicamente recordaba la exhortación de Rachel. La idea de ofrecerla al Alcaudón le revolvía el estómago.
—Está bien —susurró mientras Rachel suspiraba buscando el traicionero refugio del sueño—. Está bien, pequeña. La nave del cónsul llegará pronto. Llegará en cualquier momento.
La nave del cónsul no llegó al mediodía. La nave del cónsul no llegó por la tarde. Sol recorrió el valle llamando a los que habían desaparecido, cantando canciones casi olvidadas cuando Rachel despertaba, arrullándola con canciones de cuna mientras se dormía de nuevo. Su hija era pequeña y ligera; seis libras y tres onzas, diecinueve pulgadas al nacer, pensó sonriendo, recordando las antiguas unidades de medición de su antiguo hogar, Mundo de Barnard.
Al atardecer despertó de su sopor a la sombra de la Esfinge. Se levantó. Rachel despertó en sus brazos cuando una nave surcó la cúpula de cielo lapislázuli.
—¡Ha venido! —gritó, y Rachel se movió como si respondiera.
Un trazo azul de llama de fusión relucía con esa intensidad diurna de una nave espacial en la atmósfera. Sol brincó, sintiendo alivio por primera vez en muchos días. Gritó y brincó hasta que Rachel rompió a llorar. Sol se calmó, alzó a la niña, sabiendo que ella no podía enfocar la mirada pero deseando que contemplara la belleza de la nave que descendía trazando un arco sobre la cordillera distante, bajando hacia el desierto.
—¡Lo ha conseguido! —exclamó Sol—. ¡Aquí viene! La nave…
Tres estampidos consecutivos resonaron en el valle; los dos primeros eran los estruendos sónicos de la «huella» de la nave, precediéndola mientras frenaba. El tercero era el ruido de su destrucción.
El punto brillante que formaba el ápice de la estela de fusión refulgió como un sol, estalló en una nube de llamas y gases hirvientes y cayó al desierto en mil trozos flamígeros.
Sol parpadeó, apartando los ecos retinales mientras Rachel continuaba llorando.
—Dios mío —susurró Sol—. Dios mío. —La nave espacial estaba totalmente destruida. Explosiones secundarias desgarraron el aire a pesar de la distancia, mientras los fragmentos llameantes rodaban hacia el desierto, las montañas y el Mar de Hierba envueltos en humo—. Dios mío.
Sol se sentó en la arena tibia. Estaba demasiado exhausto para llorar, demasiado vacío para hacer otra cosa salvo acunar a la niña hasta que la pequeña se calmó.
Diez minutos después, otras dos estelas de fusión incendiaron el cielo, dirigiéndose al sur desde el cenit. Una de ellas estalló, demasiado lejos para que se oyera el sonido. La segunda se perdió de vista por debajo de los riscos del sur, más allá de la Cordillera de la Brida.
—Tal vez no era el cónsul —murmuró Sol—. Podría tratarse de la invasión éxter. Tal vez la nave del cónsul aún llegue.
Pero la nave no llegó al atardecer. No había llegado cuando la luz del pequeño sol de Hyperion bañó la pared de roca y las sombras alcanzaron a Sol en el escalón superior de la Esfinge. No había llegado cuando el valle quedó sumido en las sombras.
Rachel había nacido menos de treinta minutos después. Sol le revisó el pañal, lo halló seco, y la alimentó con los restos del último suministro. Mientras comía, ella lo miró con ojos grandes y oscuros, como escrutándole el rostro. Sol recordó los primeros minutos en que la había sostenido mientras Sarai descansaba bajo mantas tibias: los ojos de la niña habían ardido ante el asombro de encontrar semejante mundo.
El viento nocturno envió nubes rápidas hacia el valle. Los rumores del sudoeste llegaron primero como un trueno distante y luego con regularidad de artillería. Debían de ser explosiones nucleares o plasmáticas, quinientos kilómetros al sur. Sol escrutó el cielo a través de las nubes bajas y vio feroces estelas meteóricas: misiles balísticos o naves de descenso. En cualquiera de ambos casos, significaba la muerte para Hyperion.
Sol lo ignoró. Arrulló a Rachel mientras ella terminaba de comer. Sol había caminado hasta la entrada del valle y regresó lentamente a la Esfinge. Las Tumbas refulgían como nunca, vibrando con la cruda luz de gases de neón excitados por electrones. Los últimos rayos del ocaso transformaron las nubes bajas en un techo de llamas claras.
Quedaban menos de tres minutos para la celebración final del nacimiento de Rachel. Aunque llegara la nave del cónsul, no tendría tiempo de abordarla ni de someter a la niña al sueño criogénico.
Tampoco deseaba hacerlo.
Subió despacio a la Esfinge, recordando que Rachel había seguido ese camino veintiséis años estándar antes, sin intuir el destino que la aguardaba en aquella oscura cripta.
Se detuvo en el escalón superior para cobrar aliento. La palpable luz solar cubría el cielo e incendiaba las alas y el cuerpo de la Esfinge. La tumba parecía liberar la luz que había acumulado, como las rocas del desierto de Hebrón, donde Sol había vagado años antes buscando una revelación y donde sólo había hallado pesadumbre. El aire vibraba y el viento arrastraba arena por el valle.
Sol apoyó una rodilla en el escalón superior y quitó a Rachel la manta, dejándole la suave fajadura de algodón.
Rachel se retorcía en las manos del padre. Tenía la cara roja y brillante, las manitas enrojecidas de tanto abrirlas y cerrarlas. Ese mismo aspecto habían tenido cuando el médico se la dio a Sol, cuando él contempló a su hija recién nacida igual que ahora, y luego la colocó sobre el estómago de Sarai para que la madre la viera.
—Oh, Dios —suspiró Sol, bajando la otra rodilla, poniéndose de hinojos.
El valle tembló como si lo sacudiera un terremoto. Sol oía las explosiones que continuaban hacia el sur. Pero lo que más le preocupaba era el terrible fulgor de la Esfinge. La sombra de Sol alcanzó cincuenta metros de longitud, bajando por la escalera y llegando al suelo del valle mientras la tumba palpitaba y vibraba. Por el rabillo del ojo, Sol vio que las demás tumbas también relucían, como enormes y barrocos reactores que alcanzaran el nivel crítico.
La entrada de la Esfinge se puso azul, violácea, terriblemente blanca. Detrás de la Esfinge, en la pared de la meseta y encima del Valle de las Tumbas de Tiempo, un árbol imposible cobró vida. El enorme tronco y las afiladas ramas de acero se elevaron a las relucientes nubes. Sol distinguió las espinas de tres metros y el terrible fruto que llevaban, y se volvió hacia la entrada de la Esfinge.
El viento aullaba y el trueno rodaba. El polvo bermejo formaba cortinas de sangre seca en la terrible luz de las Tumbas. Gritaban voces y chillaba un coro.
Sol ignoró todo esto. Sólo tenía ojos para el rostro de su hija, para la sombra que ahora llenaba la reluciente entrada de la tumba.
El Alcaudón emergió. El ser tuvo que encorvarse para que su mole de tres metros y sus hojas de acero pasaran por la puerta. Salió al porche superior de la Esfinge y avanzó, en parte criatura, en parte escultura, desplazándose con la despiadada deliberación de una pesadilla.
La luz moribunda ondulaba sobre el caparazón, se derramaba por el pecho curvo hasta las espinas de acero, titilando sobre las hojas y escalpelos que nacían en cada articulación. Sol abrazó a Rachel y miró los multifacéticos hornos rojos, los ojos del Alcaudón. El ocaso se diluyó en el fulgor rojo sanguinolento del sueño recurrente de Sol.
La cabeza del Alcaudón se volvió lentamente, girando sin fricción, rotando noventa grados a la derecha, noventa grados a la izquierda, como si la criatura oteara sus dominios.
El Alcaudón avanzó tres pasos y se detuvo a dos metros de Sol. Alzó y plegó los cuatro brazos, entreabriendo los afilados dedos:
Sol estrechó a Rachel. La niña tenía la tez húmeda, la cara abotargada por el parto. Quedaban segundos. Los ojos de Rachel se fijaron en Sol.
Di que sí papá. Sol recordó el sueño.
El Alcaudón bajó la cabeza hasta clavar los ojos de rubí en Sol y la hija. Las mandíbulas de mercurio se abrieron, mostrando hileras de dientes acerados. Cuatro manos se extendieron, las palmas metálicas hacia arriba, y se detuvieron a medio metro de la cara de Sol.
Di que sí papá. Sol recordó el sueño, recordó el abrazo de su hija, y comprendió que al final —cuando todo lo demás es polvo— la lealtad a los seres amados es lo único que podemos llevarnos a la tumba. La fe —la verdadera fe— consistía en confiar en ese amor.
Sol alzó a su hija naciente y moribunda, con segundos de edad, que sollozaba en el estertor del primer y último aliento, y la entregó al Alcaudón.
Sintió vértigo al deshacerse de aquel pequeño peso.
El Alcaudón alzó a Rachel, retrocedió y quedó envuelto en luz.
Detrás de la Esfinge, el árbol de espinas dejó de titilar, entró en fase con el ahora y cobró una terrible nitidez.
Sol avanzó con brazos implorantes mientras el Alcaudón retrocedía hacia el resplandor y desaparecía. Unas explosiones desgarraron las nubes y las ondas de choque tumbaron a Sol de rodillas.
Las Tumbas de Tiempo se estaban abriendo.