16

Brawne Lamia se durmió profundamente poco antes del alba y sus sueños estuvieron poblados de imágenes y sonidos de otras partes: jirones de conversaciones con Meina Gladstone, una sala que parecía flotar en el espacio, hombres y mujeres circulando por pasillos cuyas paredes susurraban como un receptor ultralínea mal sintonizado. Por debajo de los sueños febriles y las imágenes caóticas reinaba la enloquecedora sensación de que Johnny, su Johnny, estaba cerca, muy cerca. Lamia gritó en sueños, pero el ruido se perdió en los ecos de las frías piedras de la Esfinge y las cambiantes arenas.

Lamia despertó y recobró la conciencia de golpe, como un instrumento de estado sólido al conectarse. Se suponía que Sol Weintraub montaba guardia, pero ahora dormitaba cerca de la puerta baja de la sala donde se refugiaba el grupo. La niña Rachel dormía en el suelo, el culito alzado, la cara apretada contra la manta, los labios húmedos de baba.

Lamia miró alrededor. Bajo una débil lámpara de bajo voltaje y una borrosa luz diurna que cubría cuatro metros de pasillo, sólo otro de los peregrinos resultaba visible, un bulto oscuro en el suelo de piedra. Martin Silenus roncaba. Lamia sintió un arrebato de temor, como si la hubieran abandonado mientras dormía Silenus, Sol, la niña. Comprendió que sólo faltaba el cónsul. El cortejo de peregrinos, siete adultos y una niña, había sufrido pérdidas: Het Masteen, desaparecido en la carreta eólica cuando cruzaban el Mar de Hierba; Lenar Hoyt, muerto la noche anterior; Kassad, desaparecido… el cónsul. ¿Dónde estaba el cónsul?

Brawne Lamia miró de nuevo en torno, comprobó que la oscura sala sólo contenía paquetes, mantas, el poeta dormido, el profesor y la niña, y luego se levantó, encontró la pistola automática de su padre entre las mantas, buscó el paralizador neural y enfiló hacia el corredor.

Era una mañana tan brillante que Lamia se protegió los ojos con la mano mientras bajaba por la escalinata de piedra de la Esfinge para tomar la apisonada senda que conducía valle abajo. La tormenta había amainado. Los cielos de Hyperion eran de un cristalino y profundo color lapislázuli jaspeado de verde. La blanca y brillante estrella de Hyperion se elevaba sobre los acantilados del este. Las sombras de las rocas se fundían con las siluetas de las Tumbas de Tiempo. La Tumba de Jade resplandecía. Lamia vio los nuevos remolinos y dunas que había creado la tormenta, arenas blancas y bermejas que se fundían en curvas y estriaciones sensuales alrededor de la piedra. No quedaba ni rastro del campamento de la noche anterior. El cónsul estaba sentado en una roca, diez metros colina abajo. Miraba el valle fumando la pipa. Lamia bajó mientras se guardaba la pistola en el bolsillo.

—No hay señales del coronel Kassad —anunció el cónsul sin volverse.

Lamia miró hacia el Monolito de Cristal. La brillante superficie estaba acribillada de agujeros, la parte superior había desaparecido y aún humeaban restos en la base. Había cráteres y quemaduras en el medio kilómetro que separaba la Esfinge del Monolito.

—Parece que no se fue sin ofrecer resistencia —comentó Lamia.

El cónsul gruñó. El humo de pipa enfureció a Lamia.

—Llegué hasta el Palacio del Alcaudón, dos kilómetros valle abajo —explicó el cónsul—. Parece que el Monolito fue el centro del combate. Aún no hay señales de una abertura en el nivel del terreno, pero hay suficientes orificios arriba para distinguir el diseño de panal que el radar profundo indica en el interior.

—¿Pero no hay indicios de Kassad?

—Nada.

—¿Sangre? ¿Huesos calcinados? ¿Una nota para avisarnos que regresará después de dejar la ropa en la lavandería?

—Nada.

Brawne Lamia suspiró y se sentó en una piedra junto al cónsul. El sol le entibiaba la piel. Miró con ojos entornados hacia la entrada del valle.

—Mierda —resopló—, ¿qué haremos ahora?

El cónsul cogió la pipa, la estudió, meneó la cabeza.

—Esta mañana he probado suerte con el comlog, pero la nave todavía está encerrada. —Sacudió las cenizas—. También tanteé las bandas de emergencia, pero como cabía esperar no establecemos contacto. O bien la nave no retransmite, o la gente tiene órdenes de no contestar.

—¿Usted se marcharía?

El cónsul se encogió de hombros. Se había quitado su atuendo diplomático para enfundarse en un tosco jersey de lana, pantalones de paño gris y botas altas.

—Tener la nave aquí nos daría la alternativa de marcharnos. Ojalá los demás pensaran en largarse. A fin de cuentas, Masteen ha desaparecido, Hoyt y Kassad ya no están con nosotros… No sé qué hacer.

—Podríamos preparar el desayuno —sugirió una voz profunda.

Lamia se volvió. Sol bajaba por el sendero. Rachel iba en el saco que colgaba del pecho del profesor. La luz de la mañana relucía en la calva de Sol.

—No es mala idea —admitió Lamia—. ¿Tenemos suficientes provisiones?

—Suficientes para el desayuno —dijo Weintraub—. También hay suministros de alimentos fríos en el saco de vituallas del coronel. Luego comeremos bichos, o nos comeremos unos a otros.

El cónsul intentó sonreír, se guardó la pipa en el bolsillo de la túnica.

—Sugiero que regresemos a Fortaleza de Cronos antes de llegar a ese extremo. Terminamos la reserva de alimentos de la Benarés, pero había depósitos en la Fortaleza.

—Me alegraría… —empezó Lamia, pero un grito la interrumpió desde el interior de la Esfinge.

Lamia fue la primera en llegar a la Esfinge y ya tenía la pistola automática en la mano antes de atravesar la entrada. El pasillo estaba oscuro, la sala de dormir más oscura, y Lamia tardó un instante en advertir que allí no había nadie. Brawne Lamia se agazapó y giró la pistola hacia la oscura curva del pasillo mientras la voz de Silenus repetía «¡Por aquí!».

Lamia miró por encima del hombro cuando el cónsul atravesó la entrada.

—¡Espere aquí! —exclamó Lamia. Se internó en el pasillo apoyándose contra la pared, pistola en mano, la carga propelente preparada, el seguro quitado. Se detuvo ante la puerta abierta de la pequeña sala donde yacía el cuerpo de Hoyt, se agazapó, se volvió y entró apuntando con el arma.

Martin Silenus estaba en cuclillas junto al cadáver, estrujando en la mano la manta de fibroplástico con que habían cubierto el cuerpo. Silenus se volvió hacia Lamia, miró el arma sin interés, volvió a observar el cuerpo.

—Mire esto —murmuró.

Lamia bajó el arma y se acercó. El cónsul entró. Sol Weintraub estaba en el pasillo, la niña lloraba.

—Dios mío —exclamó Brawne Lamia, agachándose junto al cuerpo del padre Lenar Hoyt. Los torturados rasgos del joven sacerdote se habían transformado en el rostro de un sesentón, frente alta, nariz larga y aristocrática, labios finos con una agradable curva en las comisuras, pómulos prominentes, orejas puntiagudas bajo un mechón de pelo gris, ojos grandes bajo párpados pálidos y delgados como pergamino.

El cónsul se agachó junto a ellos.

—He visto holos. Es el padre Paul Duré.

—Miren —señaló Martin Silenus. Bajó aún más la manta, hizo rodar el cuerpo. Dos pequeños cruciformes rosados palpitaban en el pecho, pero la espalda estaba desnuda.

Sol se detuvo en la puerta, acunando a Rachel y susurrando para calmarla. Cuando la niña se calló, Sol dijo:

—Creí que los bikura tardaban tres días en… regenerarse.

Martin Silenus suspiró.

—Los parásitos cruciformes resucitaron a los bikura durante más de dos siglos estándar. Tal vez sea más fácil la primera vez.

—¿Está…? —empezó Lamia.

—¿Vivo? —Silenus le cogió la mano—. Compruébelo usted misma.

El pecho del hombre se movía ligeramente. La tez resultaba cálida al tacto. El calor que irradiaban los cruciformes era palpable. Brawne Lamia retiró la mano.

La cosa que seis horas antes había sido el cadáver del padre Lenar Hoyt abrió los ojos.

—¿Padre Duré? —preguntó Sol, acercándose.

El hombre volvió la cabeza. Parpadeó como si la tenue luz le lastimara los ojos, luego farfulló.

—Agua —interpretó el cónsul, y extrajo una pequeña botella de plástico del bolsillo de la túnica. Martin Silenus sostuvo la cabeza del hombre mientras el cónsul le ayudaba a beber.

Sol se acercó más, se apoyó en una rodilla y tocó el antebrazo del hombre. Hasta los oscuros ojos de Rachel parecían expresar curiosidad.

—Si no puede hablar —dijo Sol—, parpadee dos veces para decir «sí», una vez para decir «no». ¿Es usted Duré?

El hombre volvió la cabeza hacia el profesor.

—Sí —murmuró con voz profunda y tono culto—. Soy el padre Paul Duré.

El desayuno consistió en lo que les quedaba de café, trozos de carne fritos en la unidad térmica, una cucharada de cereal con leche rehidratada y los restos de la última hogaza repartida en cinco trozos. A Lamia le pareció una delicia.

Estaban en el linde de la sombra, bajo el ala extendida de la Esfinge, y utilizaban una roca baja y chata a modo de mesa. El sol ascendía en un cielo matinal sin nubes.

Sólo se oía el tintineo de los cubiertos y los murmullos de la conversación.

—¿Recuerda usted… recuerda usted lo anterior? —preguntó Sol. El sacerdote llevaba la muda de ropa del cónsul, un traje gris con el sello de la Hegemonía en la parte izquierda del pecho. El uniforme le quedaba algo pequeño.

Duré sostenía la taza de café con ambas manos, como si fuera a levantarla para la consagración. Sus ojos sugerían honduras de inteligencia y tristeza.

—¿Lo anterior a mi muerte? —dijo Duré. Los labios patricios esbozaron una sonrisa—. Sí, recuerdo. Recuerdo el exilio, los bikura… —Bajó los ojos—. Incluso el árbol tesla.

—Hoyt nos habló del árbol —manifestó Brawne Lamia. El sacerdote se había clavado a un árbol tesla activo en las selvas flamígeras, sufriendo años de agonía, muerte, resurrección y más muerte para no ceder a la fácil simbiosis de una vida dominada por el cruciforme.

Duré sacudió la cabeza.

—En esos últimos segundos pensé que lo había derrotado.

—Lo había derrotado —aseguró el cónsul—. El padre Hoyt y los demás lo encontraron. Usted se había arrancado la cosa del cuerpo. Luego los bikura plantaron el cruciforme de usted en Lenar Hoyt.

Duré asintió.

—¿Y no hay rastros del muchacho?

Martin Silenus señaló el pecho del hombre.

—Evidentemente, esa puñetera cosa no puede desafiar las leyes que rigen la conservación de la masa. Como el dolor de Hoyt fue tan intenso durante tanto tiempo, pues se negaba a regresar adonde la cosa quería obligarlo, jamás ganó el peso suficiente para… ¿cómo demonios llamarlo? Una doble resurrección.

—No importa —suspiró Duré con una sonrisa triste—. El ADN del parásito cruciforme tiene una paciencia infinita. Puede reconstituir un organismo huésped durante generaciones, si es necesario. Tarde o temprano, ambos parásitos tendrán un hogar.

—¿Recuerda algo después del árbol tesla? —preguntó Sol.

Duré bebió el resto del café.

—¿De la muerte? ¿Del cielo o el infierno? —Sonrió con franqueza—. No, amigos. Ojalá lo recordara. Recuerdo el dolor, eternidades de dolor, y luego la liberación. Después vino la oscuridad. Luego desperté aquí. ¿Cuántos años han transcurrido?

—Casi doce —respondió el cónsul—. Pero sólo la mitad para el padre Hoyt. Pasó tiempo en tránsito.

El padre Duré se levantó, se desperezó, caminó de un lado al otro. Era un hombre alto, delgado pero fuerte, y Brawne Lamia se sintió impresionada por su presencia, por aquel extraño e inexplicable carisma que había representado una maldición y un poder para unos pocos individuos desde tiempos inmemoriales. Tuvo que recordar que, primero, era sacerdote de un culto que exigía el celibato a sus clérigos y, segundo, que una hora antes era cadáver. El hombre caminaba de un lado a otro con movimientos elegantes y felinos, y Lamia se dio cuenta de que sus anteriores consideraciones no bastaban para contrarrestar el magnetismo personal del sacerdote. Se preguntó si los hombres lo captarían.

Duré se sentó en una roca, estiró las piernas y se frotó los muslos como para combatir un calambre.

—Ustedes me han contado algo acerca de quiénes son y por qué están aquí —dijo—. ¿Pueden contarme más?

Los peregrinos se miraron.

Duré asintió.

—¿Piensan que yo también soy un monstruo? ¿Un agente del Alcaudón? No los culparía.

—No pensamos eso —replicó Brawne Lamia—. El Alcaudón no necesita agentes para cumplir con sus deseos. Además, le conocemos a usted por el relato del padre Hoyt y por su diario. —Lamia miró a los demás—. Nos resulta difícil contar por qué vinimos a Hyperion. Nos sería casi imposible repetir nuestras historias.

—Hice algunas notas en mi comlog —explicó el cónsul—. Están muy reunidas, pero ordenan un poco nuestras historias… y la historia de la última década de la Hegemonía. Por qué la Red está en guerra con los éxters y todo eso. Consúltelas, si lo desea. No le llevará más de una hora.

—Lo agradecería —asintió el padre Duré. Siguió al cónsul hacia la Esfinge.

Brawne Lamia, Sol y Silenus caminaron hacia la entrada del valle. Desde la garganta, entre los riscos bajos, veían las dunas y yermos que se extendían hacia las montañas de la Cordillera de la Brida, menos de diez kilómetros al sudoeste. Las lámparas rotas, las suaves torres y las astilladas galerías de la Ciudad de los Poetas se veían a un par de kilómetros a la derecha, a lo largo de un ancho risco sigilosamente invadido por el desierto.

—Regresaré a la Fortaleza en busca de raciones —anunció Lamia.

—No me gusta dividir el grupo —protestó Sol—. Podríamos regresar todos.

Martin Silenus se cruzó de brazos.

—Alguien debería quedarse aquí por si regresa el coronel.

—Antes de marcharnos —advirtió Sol—, deberíamos investigar el resto del valle. El cónsul no fue más allá del Monolito esta mañana.

—De acuerdo —accedió Lamia—. Pongamos manos a la obra antes de que se haga muy tarde. Quiero conseguir provisiones en la Fortaleza y regresar antes del anochecer.

Habían bajado a la Esfinge cuando aparecieron Duré y el cónsul. El sacerdote tenía el comlog de repuesto del cónsul en una mano. Lamia explicó el plan de búsqueda y los dos hombres acordaron reunirse con ellos.

Una vez más recorrieron los pasillos de la Esfinge. Los haces de las linternas y láseres alumbraron la piedra sudorosa y los extraños ángulos. Salieron al sol del mediodía, caminaron trescientos metros hasta la Tumba de Jade. Lamia tiritó cuando entraron en la sala donde el Alcaudón había aparecido la noche anterior. La sangre de Hoyt había dejado una mancha pardusca en los suelos de cerámica verde. No había indicios de la abertura transparente que conducía al laberinto inferior. Ni rastro del Alcaudón.

El Obelisco no tenía habitaciones, sólo un conducto central donde una empinada rampa de caracol ascendía entre paredes negras. Allí retumbaban incluso los susurros, y el grupo procuró guardar silencio. No había ventanas en la parte superior de la rampa, a cincuenta metros del suelo, y las linternas sólo iluminaban más oscuridad mientras se acercaban al techo. Cuerdas fijas y cadenas, vestigios de dos siglos de turismo, les permitieron bajar sin temor a resbalar y sufrir una caída mortal.

En la entrada, Martin Silenus llamó a Kassad por última vez y los ecos los siguieron hasta la luz del sol.

Pasaron media hora inspeccionando los daños cerca del Monolito de Cristal. Charcos de arena cristalizada, de cinco a diez metros de anchura, descomponían la luz del mediodía y reflejaban calor en la cara. La fachada destrozada del Monolito, sembrada de agujeros e hilachas de cristal derretido, parecía el blanco de un acto de vandalismo insensato, pero todos sabían que Kassad debía de haber luchado por la supervivencia. No había puerta, ninguna abertura hacia el panel interior. Los instrumentos indicaban que el interior estaba tan vacío y aislado como siempre. Marcharon a regañadientes hacia la base de los riscos del norte, donde las Tumbas Cavernosas se erguían a intervalos de cien metros.

—Los primeros arqueólogos pensaban que estas Tumbas eran las más viejas, a causa de su tosquedad —explicó Sol cuando entraron en la primera caverna y los haces de las linternas juguetearon en los mil dibujos indescifrables labrados en la piedra. Ninguna caverna tenía más de cuarenta metros de profundidad. Todas terminaban en una pared de piedra detrás de la cual ninguna sonda ni radar había descubierto nada.

Al salir de la tercera Tumba Cavernosa, se sentaron bajo la escasa sombra que pudieron hallar y compartieron agua y bizcochos proteínicos de las raciones de Kassad. El viento suspiraba y susurraba entre las rocas acanaladas.

—No lo encontraremos —se lamentó Martin Silenus—. El maldito Alcaudón se lo ha llevado.

Sol alimentaba a la niña con uno de los últimos suministros de lactancia. Rachel tenía la coronilla rosada por el sol, a pesar de los esfuerzos del padre para protegerla.

—Podría estar en una de las tumbas que hemos visitado, si hay tramos que están fuera de nuestra fase temporal. Esa es la teoría de Arúndez. Considera que las tumbas son artilugios tetradimensionales con intrincados pliegues en el espaciotiempo.

—Sensacional —masculló Lamia—. De modo que no veremos a Fedmahn Kassad aunque esté allí.

—Bien —dijo el cónsul al tiempo que se incorporaba con un suspiro de fatiga—, al menos cumplamos con nuestro plan. Nos queda una tumba.

El Palacio del Alcaudón estaba un kilómetro valle abajo. Era más bajo que las demás tumbas y estaba oculto por una curva en las paredes del risco. Era más pequeña que la Tumba de jade, pero su intrincada construcción —rebordes, torres, contrafuertes y columnas que se arqueaban y curvaban en un caos controlado— la hacía parecer mayor de lo que era.

El interior del Palacio del Alcaudón era una cámara resonante con un suelo irregular constituido por miles de segmentos curvos articulados que evocaban las costillas y vértebras de una criatura fosilizada. A quince metros de altura, la cúpula estaba entrecruzada por docenas de «hojas» de cromo que pasaban a través de las paredes y de sí mismas para surgir como espinas aceradas por encima de la estructura. El material de la cúpula era ligeramente opaco y daba un tono lechoso al espacio abovedado.

Lamia, Silenus, el cónsul, Weintraub y Duré llamaron a Kassad a gritos, pero sólo les respondieron los ecos.

—No hay rastros de Kassad ni de Het Masteen —manifestó el cónsul cuando salieron—. Tal vez todo se desarrollará así: desapareceremos de uno en uno hasta que sólo quede el elegido.

—¿Y el último obtendrá su deseo, como vaticinan las leyendas del culto del Alcaudón? —preguntó Brawne Lamia. Se sentó en la rocosa entrada del Palacio del Alcaudón, meciendo las piernas en el aire.

Paul Duré alzó el rostro al cielo.

—No puedo creer que el deseo del padre Hoyt fuera morir para que yo viviera de nuevo.

Martin Silenus miró al sacerdote.

—¿Y cuál sería el deseo de usted, padre?

Duré no vaciló.

—Rogaría que Dios libre a la humanidad, de una vez por todas, de estas obscenidades gemelas: la guerra y el Alcaudón.

Se hizo un silencio y el viento de la tarde intercaló en él sus distantes suspiros y gemidos.

—Entretanto —dijo Brawne Lamia—, debemos conseguir alimentos o aprender a vivir del aire.

Duré asintió.

—¿Por qué trajeron tan poco?

Martin Silenus rió y dijo en voz alta.

No le interesaba el vino ni la cerveza,

ni el pescado, la carne ni las aves,

y las salsas consideraba indignas como paja,

desdeñaba a los palurdos que bebían,

no retozaba con sensuales juerguistas,

ni reía con amantes lujuriosas,

mas el alma de este peregrino anhelaba los arroyos,

y todo su alimento era el aire del bosque,

aunque a menudo solazábase con raros alelíes.

Duré sonrió, todavía desconcertado.

—Todos esperábamos triunfar o morir la primera noche —expuso el cónsul—. No habíamos previsto una larga estancia aquí.

Brawne Lamia se levantó y se sacudió los pantalones.

—Yo iré —resolvió—. Podré cargar raciones para cuatro o cinco días si hay suministros de alimentos o comida almacenada.

—Yo iré también —dijo Martin Silenus.

Hubo un silencio. Durante la semana de peregrinación, el poeta y Lamia se habían enfrentado varias veces. En una ocasión ella había amenazado con matarlo. Lamia lo observó un largo instante.

—De acuerdo —accedió al fin—. Pasemos por la Esfinge para recoger las mochilas y botellas de agua.

El grupo caminó valle arriba mientras las paredes occidentales empezaban a arrojar sus sombras.