14

—¿Ha dormido la siesta? —preguntó Leigh Hunt cuando entramos en la zona de recepción teleyectora de Copa-del-Árbol.

—Sí.

—Espero que haya tenido dulces sueños —dijo Hunt, sin disimular su sarcasmo ni su opinión sobre quienes dormían mientras laboriosos funcionarios se deslomaban.

—No crea —repliqué, y miré en torno mientras subíamos por la ancha escalera.

Incluso en una Red donde cada ciudad de cada provincia de cada país de cada continente parecía alardear de un restaurante de cuatro tenedores, donde los verdaderos sibaritas se contaban en decenas de millones y los paladares se educaban con exóticos manjares de doscientos mundos, incluso en una Red saturada de triunfos culinarios y restaurantes de éxito, Copa-del-Árbol era único.

Instalado en uno de los doce árboles más altos de un mundo de gigantes arbóreos, Copa-del-Árbol ocupaba varias hectáreas de ramas a medio kilómetro del suelo. La escalera por donde ascendíamos Hunt y yo, con cuatro metros de anchura, se perdía en la inmensidad de ramas grandes como avenidas, hojas grandes como velas náuticas y un tronco principal —iluminado por reflectores y apenas visible entre los huecos del follaje— más empinado y macizo que la mayoría de las paredes de montaña. Copa-del-Árbol contenía una veintena de plataformas en las ramas superiores, en orden ascendente de rango, privilegio, riqueza y poder. Sobre todo, poder.

En una sociedad donde los millonarios eran casi un lugar común, donde un almuerzo en Copa-del-Árbol podía costar mil marcos y estar al alcance de millones, el árbitro definitivo de la posición y el privilegio era el poder, una moneda que jamás perdía vigencia.

La reunión de aquella noche se celebraba en la terraza superior, una ancha y curva plataforma de raraleña (pues la madera Muir no se puede pisar) con vistas a un cielo color limón, una infinitud de copas de árboles más bajos que se extendían hasta el horizonte, y la tenue luz naranja de los hogares y casas de culto de los templarios que brillaban a través de lejanas murallas —verdes, pardas y amarillas— de follaje susurrante. Había sesenta personas; reconocí al senador Kolchev, cuyo pelo blanco relucía bajo los faroles japoneses, y al asesor Albedo, al general Morpurgo, al almirante Singh, al presidente temporal Denzel-Hiat-Amin, al portavoz Gibbons de la Entidad Suma, a varios senadores de mundos de la Red tan poderosos como Sol Draconi Septem, Deneb Drei, Nordholm, Fuji, ambos Renacimientos, Metaxas, Alianza-Maui, Hebrón, Nueva Tierra e Ixión, así como un grupo de políticos menores. Spenser Reynolds, practicante del action art, estaba allí, resplandeciente en su túnica ceremonial de terciopelo marrón, pero no vi a otros artistas. Descubrí a Tyrena Wingreen-Feif en la atestada plataforma; la editora transformada en filántropa aún sobresalía en una multitud, con su túnica confeccionada con miles de pétalos de cuero tenues como seda y su escultórica onda de pelo negro azulado, aunque la túnica era un Tedekai genuino, el maquillaje era llamativo pero no interactivo y el aspecto resultaba mucho más discreto que el de cinco o seis décadas antes. Me acerqué a ella mientras los huéspedes circulaban por la penúltima plataforma, atacando los bares y aguardando la cena.

—Querido Joseph —exclamó Wingreen-Feif—, ¿cómo te han invitado a esta lúgubre velada?

Sonreí y le ofrecí una copa de champán. La emperatriz viuda de la moda literaria me conocía sólo por su visita de una semana al festival de artes de Esperance, el año anterior, y por amistad con tipos prestigiosos como Salmud Brevy III, Millon de Havre y Rithmet Corber. Tyrena era un dinosaurio que se negaba a la extinción. Se había sometido a tantos tratamientos Poulsen que las muñecas, las palmas y el cuello habrían emitido un fulgor azul de no ser por el maquillaje, y pasaba décadas en cruceros interestelares cortos o tomaba siestas criogénicas increíblemente caras en gimnasios demasiado exclusivos para tener nombre, el resultado era que Tyrena Wingreen-Feif había dominado la escena social con puño de hierro durante más de tres siglos y no parecía dispuesta a abandonarla. Con cada siesta de veinte años, su fortuna se expandía y su leyenda crecía.

—¿Aún vives en ese lúgubre planeta que visité el año pasado? —preguntó.

—Esperance —acoté, consciente de que ella sabía muy bien dónde residía cada artista importante de aquel mundo sin importancia—. No, de momento me he mudado a TC2.

Wingreen-Feif hizo una mueca. Advertí que un grupo de curiosos nos observaba, preguntándose quién era el atrevido joven que se había desplazado hacia la órbita de aquella mujer.

—Qué espanto para ti —se lamentó Tyrena—. Tener que vivir en un mundo de empresarios y burócratas del gobierno. ¡Ojalá te dejen pronto en libertad!

Alcé la copa para brindar.

—Quería preguntarte… ¿tú no editaste la obra de Martin Silenus?

La emperatriz viuda bajó la copa y me dirigió una mirada glacial. Por un instante imaginé a Meina Gladstone y aquella mujer trabadas en una lucha de voluntades. Tirité y aguardé la respuesta.

—Querido niño —dijo ella—, eso es agua pasada. ¿Por qué ocupar tu joven cabecita con trivialidades prehistóricas?

—Me interesa Silenus. Su poesía. Deseaba saber si aún estabas en contacto con él.

—Ay, Joseph, Joseph, Joseph —sermoneó Wingreen Feif—, nadie ha tenido noticias del pobre Martin desde hace décadas. ¡Vaya, el pobre hombre ahora sería una antigualla!

Preferí no recordarle que el poeta era mucho más joven que ella cuando Tyrena trabajaba con Silenus.

—Me extraña que lo menciones —continuó—. Mi vieja empresa, Transline, comentó recientemente que pensaba publicar parte de la obra de Martin. No sé si se han puesto en contacto con sus herederos.

—¿Sus libros de La Tierra Moribunda? —pregunté, pensando en esos volúmenes que se habían vendido tanto tiempo atrás gracias a la nostalgia por la Vieja Tierra.

—No. Curiosamente, creo que pensaban publicar sus Cantos —respondió Tyrena. Rió y exhibió un cigarrillo de cannabis colocado al extremo de una larga boquilla de ébano. Uno de sus allegados se apresuró a encenderlo—. Una rara elección, considerando que nadie leyó los Cantos cuando Martin vivía. Bien, como siempre digo, nada mejor para la carrera de un artista que un poco de muerte y anonimato. —Se echó a reír, chirridos de metal partiendo roca. Media docena de cortesanos rieron con ella.

—Mejor asegúrate de que Silenus haya muerto. Los Cantos mejorarían mucho si estuvieran completos.

Tyrena Wingreen-Feif me dirigió una mirada extraña. Sonaron campanillas entre hojas susurrantes. Spenser Reynolds ofreció el brazo a la grande Jame y la gente empezó a subir la última escalera rumbo a las estrellas. Terminé el trago, dejé la copa vacía en la baranda y fui a reunirme con el rebaño.

La FEM y su comitiva llegaron poco después, y Gladstone ofreció una breve charla, quizá la vigésima del día aparte del discurso matutino ante el Senado y la Red. El motivo original de la velada era homenajear una campaña de recaudación para el Fondo de Socorro de Armaghast, pero Gladstone pronto abordó el tema de la guerra y la necesidad de continuarla con vigor y eficacia mientras los dirigentes de toda la Red promovían la unidad.

Miré por encima de la baranda. El cielo color limón se había vuelto azafrán y pronto se disolvió en un crepúsculo tropical tan profundo como si hubieran corrido un grueso telón azul en el cielo. Bosquecillo de Dios tenía seis pequeñas lunas, cinco de ellas visibles desde esta latitud, y había cuatro surcando el cielo mientras despuntaban las estrellas. El aire resultaba rico en oxígeno, casi embriagador, y estaba impregnado con una densa fragancia de vegetación húmeda que me recordó mi visita matinal a Hyperion. Pero en Bosquecillo de Dios no se permitían VEM, deslizadores ni máquinas voladoras de ningún tipo —las emisiones petroquímicas y las estelas de fusión jamás habían contaminado esos cielos— y la ausencia de ciudades, autopistas y luz eléctrica permitía que las rutilantes estrellas compitieran con los faroles japoneses y lámparas que colgaban de ramas y montantes.

Después del ocaso se levantó brisa, y el árbol osciló suavemente. La ancha plataforma se balanceaba como un barco en un mar en calma y los montantes y soportes de raraleña y madera Muir crujían blandamente en el suave oleaje. Vi luces en árboles distantes y supe que muchas venían de las «habitaciones» —algunas de las miles alquiladas por los templarios— que se podían añadir a una residencia multimundo conectada por teleyectores, si uno tenía los millones de marcos necesarios para esa extravagancia.

Los templarios no administraban las operaciones cotidianas de Copa-del-Árbol ni las agencias de alquiler, y simplemente imponían condiciones ecológicas estrictas e inviolables para tales empresas, pero se beneficiaban con los cientos de millones de marcos que se ganaban con ello.

Pensé en el crucero interestelar Yggdrasill, un Árbol de un kilómetro de longitud del bosque más sagrado del planeta, impulsado por los generadores de singularidad de un motor Hawking y protegido por complejísimos escudos de fuerza y campos erg. Inexplicablemente, los templarios habían aceptado enviar la Yggdrasill en una misión de evacuación que constituía una mera pantalla para la flota de invasión de FUERZA.

Y, como suele ocurrir cuando uno pone en peligro objetos invalorables, la Yggdrasill fue destruida en órbita de Hyperion, debido a un ataque éxter o a una fuerza aún no determinada. ¿Cómo habían reaccionado los templarios? ¿Con qué propósito habían arriesgado una de las cuatro naves arbóreas existentes? ¿Y por qué Het Masteen, capitán de la nave, había sido escogido como uno de los siete peregrinos del Alcaudón y luego había desaparecido antes que la carreta eólica llegara a la Cordillera de la Brida en las costas del Mar de Hierba?

Había demasiados interrogantes y la guerra sólo llevaba algunos días.

Meina Gladstone concluyó el discurso y nos invitó a disfrutar de la cena. Aplaudí cortésmente y llamé a un camarero para que me sirviera vino. El primer plato era una clásica ensalada del período imperial, y la ataqué con entusiasmo. Recordé que no había comido nada desde el desayuno. Mientras ensartaba un brote de berro acuático, me acordé del gobernador general Theo Lane comiendo tocino con huevos y arenques mientras la llovizna caía en el cielo lapislázuli de Hyperion. ¿Había sido un sueño?

—¿Qué opina usted de la guerra, Severn? —preguntó Reynolds, el artista. Estaba a varios asientos de distancia, pero su voz sonaba muy diáfana. Tyrena, tres asientos a mi derecha, enarcó las cejas.

—¿Qué se puede opinar de la guerra? —respondí, saboreando de nuevo el vino. Era muy bueno, aunque en la Red no había nada que se comparase con mi recuerdo del Bordeaux francés—. La guerra no pide reflexión, sólo supervivencia.

—Al contrario —rebatió Reynolds—, como muchas otras cosas que la humanidad ha redefinido desde la Hégira, la guerra está a punto de transformarse en una forma de arte.

—Una forma de arte —suspiró una mujer de cabello castaño y corto. La esfera de datos me informó que era Sudette Chier, esposa del senador Gabriel Fyodor Kolchev y una poderosa fuerza política en sí misma. Chier lucía un vestido de lamé azul y oro y una expresión de embeleso—. ¡La guerra como una forma de arte, señor Reynolds! ¡Qué concepto más fascinante!

Spenser Reynolds era más bajo que lo habitual en la Red, pero muy guapo. Tenía el pelo rizado pero corto, y la tez parecía bronceada por un sol benévolo y dorada por una pátina de sutil maquillaje corporal. La ropa y la ARNistería eran costosamente llamativas sin resultar excesivas, y el semblante proclamaba una serena suficiencia que todos los hombres anhelaban y pocos conseguían. Su ingenio era manifiesto, su cortesía cautivante, su sentido del humor legendario.

El hijo de puta me cayó mal al instante.

—Todo es una forma de arte, Chier, Severn —sonrió Reynolds—. O debería llegar a serlo. Hemos superado el punto en que la guerra era sólo la grosera imposición de la política por otros medios.

—Diplomacia —intervino el general Morpurgo, a la izquierda de Reynolds.

—¿Cómo ha dicho, general?

—Diplomacia —repitió Morpurgo—. Y es «prolongación de», no «imposición de».

Spenser Reynolds asintió y agitó la mano. Sudette Chier y Tyrena rieron suavemente. La imagen del asesor Albedo se inclinó a mi izquierda y dijo:

—Von Clausewitz, creo.

Miré al asesor. Una unidad de proyección portátil no mucho más grande que los radiantes espejines que revoloteaban entre las ramas flotaba a dos metros. La ilusión no era tan perfecta como en la Casa de Gobierno, pero quedaba mucho mejor que un holo privado.

El general Morpurgo asintió.

—De cualquier modo —insistió Chier—, lo brillante es la idea de la guerra como arte.

Terminé la ensalada; un camarero humano se llevó el cuenco, y lo reemplazó por una sopa oscura y gris que no reconocí. Humeaba, desprendía un aroma de canela y mar, y era deliciosa.

—La guerra es un medio perfecto para un artista —comenzó Reynolds, sosteniendo el cubierto como un bastón de mando—. Y no sólo para esos… artesanos que han estudiado la llamada ciencia de la guerra. —Dirigió una sonrisa hacia Morpurgo y otro oficial de FUERZA que estaba a la derecha del general, desechándolos a ambos—. Sólo alguien que está dispuesto a trascender el límite burocrático de la táctica y la estrategia y la obsoleta voluntad de «ganar» puede insuflar un genuino toque artístico a un medio tan complejo como la guerra de la era moderna.

—¿La obsoleta voluntad de ganar? —exclamó el oficial de FUERZA. La esfera de datos me susurró que era el teniente de navío William Ajunta Lee, héroe naval del conflicto de Alianza-Maui. Tenía un aspecto joven— rondaría la cincuentena y su rango sugería que la juventud se debía a años de viajes interestelares más que a tratamientos Poulsen.

—Obsoleta, desde luego —rió Reynolds—. ¿Cree usted que un escultor desea derrotar a la arcilla? ¿Acaso un pintor bombardea el lienzo? Llegado el caso, ¿un águila o un halcón atacan el cielo?

—Las águilas están extinguidas —gruñó Morpurgo—. Quizá debieron atacar el cielo. El cielo las traicionó.

Reynolds se volvió hacia mí. Los camareros le retiraron la ensalada y le trajeron la sopa que yo estaba terminando —Severn, usted es un artista… al menos un ilustrador. Ayúdeme a explicar a estas personas de qué hablo.

—No sé de qué está hablando —dije. Mientras esperaba el plato siguiente, toqué la copa de vino. La llenaron de inmediato. Desde la cabecera de la mesa, a diez metros, llegaban las risas de Gladstone, Hunt y varios representantes del Fondo de Socorro.

Spenser Reynolds no se sorprendió de mi ignorancia.

—Para que nuestra especie alcance al verdadero satorí, para que pasemos al siguiente nivel de conciencia y evolución que proclaman muchos de nuestros filósofos, todas las facetas de la actividad humana se deben transformar en una búsqueda artística consciente.

El general Morpurgo tomó un largo sorbo y gruñó.

—Incluyendo, supongo, funciones corporales como comer, reproducirse y eliminar desechos.

—¡Especialmente esas funciones! —exclamó Reynolds. Abrió las manos, como si ofreciera la larga mesa y sus muchos deleites—. Lo que vemos aquí es el requerimiento animal de procesar compuestos orgánicos muertos para obtener energía, el acto vil de devorar otra forma de vida, pero Copa-del-Árbol lo ha transformado en arte. Hace tiempo que la reproducción ha reemplazado sus toscos orígenes animales por la esencia de la danza entre los seres humanos civilizados. ¡La eliminación ha de transformarse en poesía pura!

—Lo recordaré la próxima vez que haga de vientre —dijo Morpurgo.

Tyrena Wingreen-Feif rió y se volvió hacia el hombre vestido de rojo y negro que tenía a la derecha.

—Monseñor, la iglesia de usted… católica, cristiana primitiva, ¿verdad? ¿No tienen ustedes alguna antigua doctrina acerca de que la humanidad alcanzará una condición evolutiva más elevada?

Todos nos volvimos hacia el sereno hombrecillo de túnica negra y gorra extraña y pequeña. Monseñor Edouart, representante de la secta cristiana casi olvidada que ahora se limitaba al mundo de Pacem y algunos planetas coloniales, figuraba en la lista de invitados debido a su participación en el proyecto de Armaghast, y hasta entonces se había dedicado en silencio a la sopa. Alzó la cara, surcada por décadas de exposición a la preocupación y la intemperie, con ligera sorpresa.

—Vaya, sí —dijo—. Las enseñanzas de san Teilhard mencionan una evolución hacia el Punto Omega.

—¿Y el Punto Omega se parece a nuestra idea gnóstica Zen del satori práctico? —preguntó Sudette Chier.

Monseñor Edouard miró la sopa pensativamente, como si le pareciera más importante que la conversación.

—No demasiado —respondió—. San Teilhard entendía que toda forma de vida, cada nivel de conciencia orgánica, formaba parte de una evolución planificada hacia la fusión última con la Divinidad. —Frunció el ceño—. La posición de Teilhard ha sufrido muchos cambios en los últimos ocho siglos, pero el punto común es que consideramos a Jesucristo como un ejemplo vivo de lo que sería esa conciencia última en el plano humano.

Carraspeé.

—¿El jesuita Paul Duré no escribió acerca de la hipótesis de Teilhard?

Monseñor Edouard se volvió hacia mí. Había asombro en aquel rostro interesante.

—Pues sí —contestó—, pero me sorprende que usted conozca la obra del padre Duré.

Sostuve la mirada del hombre que había sido amigo de Duré aun mientras exiliaba al jesuita a Hyperion por apostasía. Pensé en otro refugiado del Nuevo Vaticano, el joven Lenar Hoyt, muerto en una Tumba de Tiempo mientras los parásitos del cruciforme, portadores del ADN mutado de Duré y de él, realizaban su siniestro propósito de resurrección. ¿Cómo encajaba la abominación del cruciforme en la visión de Teilhard y Duré, una inevitable y benévola evolución hacia la Divinidad?

Spenser Reynolds sin duda pensó que la conversación se le iba de las manos.

—Lo cierto —terció con voz profunda— es que la guerra, como la religión o cualquier otra empresa humana que aproveche y organice energías en tamaña escala, debe abandonar su pueril preocupación por un literal Ding an sich, habitualmente expresado en una servil fascinación por las «metas», y regocijarse en la dimensión artística de su propia obra. Mi más reciente proyecto…

—¿Y cuál es el propósito de su culto, monseñor Edouard? —preguntó Tyrena Wingreen-Feif, arrebatando a Reynolds el balón de la conversación sin elevar la voz ni dejar de observar al clérigo.

—Ayudar a la humanidad a conocer y servir a Dios —explicó el monseñor, quien terminó la sopa con una sonora cucharada. El menudo sacerdote se volvió hacia la proyección del asesor Albedo—. He oído rumores, asesor, de que el TecnoNúcleo persigue una meta curiosamente similar. ¿Es verdad que ustedes procuran construir su propio Dios?

La sonrisa de Albedo estaba perfectamente calculada para resultar afable, sin rastros de paternalismo.

—No es un secreto que algunos elementos del Núcleo trabajan desde hace siglos para crear por lo menos un modelo teórico de una inteligencia artificial que trascienda nuestro pobre intelecto. —Hizo un gesto despectivo—. No es un intento de crear a Dios, sino un proyecto de investigación que explora las posibilidades en las que san Teilhard y el padre Duré fueron pioneros.

—¿Pero ustedes no creen posible orquestar su propia evolución con miras a una conciencia más elevada? —preguntó el teniente Lee, el héroe naval, quien había escuchado con atención—. ¿Diseñar una inteligencia máxima tal como antaño nosotros diseñamos a los toscos antepasados de ustedes con silicio y microchips?

Albedo rió.

—Nada tan sencillo ni imponente, me temo. Y al decir «ustedes», teniente, por favor recuerde que soy sólo una personalidad en un conjunto de inteligencias no menos variadas que los seres humanos de este planeta… de la Red misma. El Núcleo no es monolítico. Hay tantas filosofías, creencias, hipótesis, religiones, si usted quiere, como en cualquier comunidad heterogénea. —Plegó las manos como si festejara una broma privada—. Aunque yo prefiero pensar que la búsqueda de una Inteligencia Máxima es una afición más que una religión. Como construir barcos en una botella, teniente, o preguntarse cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, monseñor.

El grupo rió cortésmente, excepto Reynolds, quien fruncía el ceño preguntándose, sin duda, cómo recobrar el control de la conversación.

—¿Y qué hay del rumor de que el Núcleo ha construido una réplica perfecta de Vieja Tierra para buscar una Inteligencia Máxima? —apunté, asombrado de mi propia pregunta.

La sonrisa de Albedo no se borró, la mirada afable no se alteró, pero por un nanosegundo la proyección comunicó algo. ¿Alarma? ¿Cólera? ¿Diversión? Yo no tenía ni idea. Se pudo haber comunicado privadamente conmigo durante ese segundo eterno, transmitiendo inmensas cantidades de datos a través de mi conexión con el Núcleo o por los invisibles pasillos que reservábamos para nosotros en la laberíntica esfera de datos que la humanidad consideraba tan simple. O pudo haberme matado, valiéndose de su influencia ante los dioses del Núcleo que controlaban el medio ambiente de una conciencia como la mía. Habría resultado tan simple como si el director de un instituto ordenara a los técnicos que anestesiaran para siempre a un ratón de laboratorio rebelde.

La conversación había cesado a lo largo de la mesa. Incluso Meina Gladstone y sus importantes interlocutores nos observaron.

El asesor Albedo sonrió expansivamente.

—¡Qué rumor tan deliciosamente extraño! Dígame, Severn, ¿cómo es posible, sobre todo para un organismo como el Núcleo, que los comentaristas humanos han denominado «un grupo de cerebros incorpóreos, programas fuera de control que escaparon de sus circuitos y pasan la mayor parte del tiempo sacando pelusa intelectual de sus inexistentes ombligos», cómo es posible construir una «réplica perfecta de Vieja Tierra»?

Miré a la proyección, a través de la proyección, y caí en la cuenta de que los platos y la cena de Albedo también eran proyecciones; comía mientras conversaba.

—Y —continuó con aire divertido—, ¿han pensado los que difunden este rumor que una «réplica perfecta de Vieja Tierra» sería en la práctica la Vieja Tierra? ¿Qué beneficio comportaría tal esfuerzo en la exploración de las posibilidades teóricas de una matriz realzada de inteligencia artificial?

Como no respondí, un incómodo silencio envolvió a los comensales.

Monseñor Edouard carraspeó.

—Se diría que cualquier sociedad capaz de producir una réplica exacta de cualquier mundo, pero especialmente un mundo destruido hace cuatro siglos, no tendría necesidad de buscar a Dios. Sería Dios.

—¡Exacto! —rió el asesor Albedo—. Es un rumor descabellado, pero delicioso. ¡Absolutamente delicioso!

Una risa de alivio cerró el paréntesis de silencio. Spenser Reynolds comenzó a hablar de su próximo proyecto —un intento de lograr que los suicidas coordinaran sus saltos desde puentes en una veintena de mundos mientras la Entidad Suma observaba— y Tyrena Wingree-Feif capturó la atención de todos cuando rodeó con el brazo a monseñor Edouard y lo invitó a su fiesta para nudistas en su finca flotante de Mare Infinitum.

Advertí que Albedo me observaba fijamente, me volví a tiempo para sorprender una mirada inquisitiva de Leigh Hunt y la FEM, y me volví para observar a los camareros que traían el plato fuerte en bandejas de plata.

La cena fue excelente.