La FEM Gladstone estaba muy atareada esa mañana. Centro Tau Ceti tiene un día de veintitrés horas, lo cual permite al gobierno respetar el tiempo estándar de la Hegemonía sin alterar los ritmos diurnos locales.
A las 0545 Gladstone se reunió con sus asesores militares. A las 0630 desayunó con importantes senadores y representantes de la Entidad Suma y el TecnoNúcleo. A las 0715 se teleyectó a Vector Renacimiento, donde era de noche, para inaugurar oficialmente el Centro Médico Hermes en Cadua. A las 0740 regresó a la Casa de Gobierno para reunirse con sus principales asistentes, entre ellos Leigh Hunt, y revisar el discurso que pronunciaría ante el Senado y la Entidad Suma a las 1000. A las 0830, se reunió con el general Morpurgo y el almirante Singh para ponerse al día acerca de la situación en el sistema de Hyperion. A las 0845 se reunió conmigo.
—Buenos días, Severn —saludó la FEM. Estaba sentada al escritorio de la oficina donde yo la había visto tres noches antes. Señaló una mesa contra la pared, donde había té y café caliente en recipientes de plata fina.
Rechacé con un gesto y me senté. Tres ventanas holográficas mostraban una luz blanca, pero la que estaba a mi izquierda presentaba el mapa tridimensional del sistema de Hyperion que yo había intentado descifrar en la Sala de Guerra. El rojo éxter ahora cubría e infiltraba el sistema como una tintura que se disolviera y penetrara en una solución azul.
—Cuénteme sus sueños —dijo Gladstone.
—Cuénteme por qué los abandonó —repliqué—. Por qué permitió la muerte del padre Hoyt.
Quizá Gladstone no estuviera acostumbrada a que le hablaran en ese tono, después de cuarenta y ocho años en el Senado y una década y media como FEM, pero su única reacción fue enarcar una ceja.
—De manera que en efecto usted sueña con los acontecimientos reales.
—¿Acaso lo dudaba?
Gladstone dejó la libreta electrónica que tenía en la mano, la apagó y sacudió la cabeza.
—No, pero aún así resulta asombroso oír hablar de algo sobre lo que nadie en la Red tiene noticias.
—¿Por qué les negó el uso de la nave del cónsul?
Gladstone se volvió hacia la ventana donde el despliegue táctico cambiaba a medida que nuevas actualizaciones modificaban el flujo rojo, la retirada del azul, el movimiento de lunas y planetas. Sin embargo, la situación militar iba a formar parte de su explicación, cambió de enfoque. Se volvió hacia mí.
—¿Por qué he de explicarle una decisión ejecutiva, Severn? ¿Cuál es su electorado? ¿A quién representa usted?
—Represento a esas cinco personas y al bebé que usted dejó abandonados en Hyperion. Hoyt se pudo haber salvado.
Gladstone cerró la mano y curvó el índice para tocarse el labio inferior.
—Quizás —admitió—. Y tal vez ya estaba muerto. Sin embargo, no se trataba de eso, ¿verdad?
Me recliné en la silla. No me había molestado en traer la libreta de dibujo, y ansiaba tener las manos ocupadas con algo.
—¿De qué se trata, entonces?
—¿Recuerda la historia del padre Hoyt… la historia que contó durante su viaje a las Tumbas? —preguntó Gladstone.
—Sí.
—Cada uno de los peregrinos puede solicitar un favor al Alcaudón. La tradición sostiene que la criatura otorga un deseo, pero niega los demás y asesina a los no favorecidos. ¿Recuerda usted cuál era el deseo de Hoyt?
Vacilé. Recordar episodios del pasado de los peregrinos era como evocar detalles de los sueños de la semana anterior.
—Quería que le extirparan los cruciformes —repliqué—. Quería libertad para el alma, el ADN o lo que fuere del padre Duré… y para sí mismo.
—No —rebatió Gladstone—. El padre Hoyt quería morir.
Me levanté bruscamente y caminé hacia el mapa pulsátil.
—Chorradas —espeté—. Aún así, los demás tenían la obligación de salvarle… y usted también. Usted le dejó morir.
—Sí.
—¿Y dejará morir a los demás?
—No necesariamente —respondió Gladstone—. Ésa es la voluntad de ellos… y del Alcaudón, si existe tal criatura. Yo sólo sé que la peregrinación reviste demasiada importancia para permitirles un medio de retirada en el momento de la decisión.
—¿La decisión de quién? ¿De ellos? ¿Cómo pueden las vidas de seis o siete personas y un bebé afectar el desenlace de una sociedad de ciento cincuenta mil millones? —Yo conocía la respuesta, desde luego. El Consejo Asesor IA y los predictores IA de la Hegemonía habían escogido a los peregrinos con sumo cuidado. Pero ¿por qué? Factores imposibles de predecir. Eran cifras que congeniaban con el enigma de toda la ecuación Hyperion. ¿Lo sabía Gladstone, o sólo sabía lo que decían el asesor Albedo y sus espías? Suspiré y volví a sentarme.
—¿El sueño le reveló el destino del coronel Kassad?
—No. Desperté antes que regresaran a la Esfinge para refugiarse contra la tormenta.
Gladstone sonrió.
—Usted comprenderá, Severn, que para nosotros resultaría más cómodo hacerlo sedar con la misma droga que usaron Philomel y sus amigos, y conectarlo a subvocalizadores para obtener información constante acerca de los acontecimientos de Hyperion.
Le devolví la sonrisa.
—Sí, sería más cómodo. Pero les resultaría menos cómodo si yo me escabullera hacia el Núcleo a través de la esfera de datos y abandonara mi cuerpo, que es exactamente lo que haré si me someten de nuevo a esos tratos.
—Desde luego —asintió Gladstone—. Es lo que yo haría en tales circunstancias. Dígame, Severn, ¿cómo es el Núcleo? ¿Cómo es ese lugar remoto donde reside su conciencia?
—Un lugar activo. ¿Quería verme para algo más?
Gladstone sonrió de nuevo. Intuí que era una sonrisa real, no el arma política que ella usaba con tanta eficacia.
—Sí, tenía otra cosa en mente. ¿Le gustaría ir a Hyperion? ¿Al verdadero Hyperion?
—¿El verdadero Hyperion? —repetí como un imbécil. Sentí un cosquilleo en los dedos, una sensación de euforia. Aunque mi conciencia residiera en el Núcleo, mi cuerpo y mi cerebro eran demasiado humanos, demasiado susceptibles a la adrenalina y a otras sustancias químicas.
Gladstone afirmó.
—Millones de personas desean ir. Teleyectarse a un sitio nuevo. Observar la guerra desde cerca. —Suspiró y movió su libreta electrónica—. Menuda estupidez. —Me observó con seriedad—. Pero quiero que alguien vaya allí y me informe personalmente. Leigh usará una de las nuevas terminales teleyectoras militares esta mañana, y se me ocurrió que usted podría acompañarlo. Tal vez no haya tiempo para bajar a Hyperion, pero usted estaría en el sistema.
Se me ocurrieron varias preguntas y la primera que me vino a los labios me avergonzó.
—¿Será peligroso?
Gladstone no se inmutó.
—Tal vez. Aunque usted estará detrás de las líneas y Leigh tiene instrucciones explícitas de no exponerse a ningún riesgo evidente. Y de no exponerlo a usted, por supuesto.
Riesgo evidente pensé. ¿Pero cuántos riesgos no evidentes había en una zona de guerra, cerca de un mundo donde una criatura como el Alcaudón vagaba en libertad?
—Sí —accedí—. Iré. Pero hay algo…
—¿Sí?
—Necesito saber por qué desea que vaya. Si sólo le interesa mi conexión con los peregrinos, enviarme allá es un riesgo innecesario.
Gladstone asintió.
—Severn, es verdad que me interesa su tenue conexión con los peregrinos. Pero también me interesan sus observaciones y evaluaciones. Insisto, las observaciones de usted.
—Pero yo no significo nada para usted. No sabe a quién más podría informar, deliberadamente o no. Soy una criatura del TecnoNúcleo.
—Sí, pero quizá sea la persona con menos intereses creados de Centro Tau Ceti en este momento, acaso de toda la Red. Además, tiene usted la mentalidad de un poeta con experiencia, un hombre cuyo genio respeto.
Me eché a reír.
—Él era el genio. Yo soy un simulacro. Un robot. Una caricatura.
—¿Tan seguro está? —preguntó Meina Gladstone.
Alcé las manos vacías.
—No he escrito un solo verso en los diez meses que he vivido en esta extraña resurrección —expliqué—. No pienso como poeta. ¿Eso no demuestra que el proyecto de recuperación del Núcleo es un fiasco? Incluso este nombre postizo es un insulto para un hombre infinitamente más inteligente de lo que yo seré jamás… Joseph Severn era una sombra en comparación con el verdadero Keats, pero yo mancillo su nombre al usarlo.
—Quizá sea cierto —apuntó Gladstone—. Quizá no. En cualquier caso, solicito que usted acompañe a Hunt en este breve viaje a Hyperion. —Hizo una pausa—. Usted no está obligado a ir. En más de un sentido, ni siquiera es ciudadano de la Hegemonía. Pero le agradecería que fuera.
—Iré —repetí, oyendo mi voz como si llegara de lejos.
—Muy bien. Necesitará ropa de abrigo. No use ninguna prenda que se pueda aflojar o causar problemas en caída libre, aunque es improbable que pase por eso. Reúnase con Hunt en el nexo teleyector primario de la Casa de Gobierno dentro de… —Miró el comlog—. Doce minutos.
Asentí y me dispuse a marcharme.
—Ah, Severn…
Me detuve junto a la puerta. La anciana de pronto parecía menuda y fatigada.
—Gracias, Severn.
Era cierto que millones de personas ansiaban teleyectarse a la zona de guerra. La Entidad Suma bullía con solicitudes, argumentos para autorizar el viaje de civiles a Hyperion, requerimientos de líneas comerciales para efectuar excursiones breves, ruegos de políticos planetarios y representantes de la Hegemonía para recorrer el sistema en «misiones de indagación». Todas las solicitudes se denegaban. Los ciudadanos de la Red —sobre todo los que gozaban de poder e influencia— no estaban acostumbrados a que les negaran acceso a nuevas experiencias, y para la Hegemonía la guerra total era una de las pocas experiencias desconocidas.
Pero la oficina de la FEM y las autoridades de FUERZA fueron tajantes: ninguna teleyección de civiles ni traslados no autorizados al sistema de Hyperion, ninguna cobertura informativa no censurada. En una época donde ningún dato resultaba inaccesible, donde no se negaba ningún viaje, semejante exclusión era perturbadora y alarmante.
Me reuní con Hunt en el nexo teleyector ejecutivo después de mostrar mi señal de autorización en una docena de nódulos de seguridad. El severo atuendo de lana negra de Hunt evocaba los uniformes de FUERZA que se veían por doquier en ese sector de la Casa de Gobierno. Yo había tenido poco tiempo para cambiarme. Había regresado a mis aposentos sólo para coger un chaleco holgado con muchos bolsillos para guardar material de dibujo y una cámara de 35 milímetros.
—¿Listo? —preguntó Hunt con su cara perruna. No parecía contento de verme. Llevaba un sencillo maletín negro.
Asentí.
Hunt dirigió un ademán a un técnico de transporte de FUERZA y un portal no permanente cobró vida. Yo sabía que aquello estaba sintonizado con nuestras huellas ADN y no admitiría a nadie más. Hunt respiró hondo y atravesó el portal. La superficie líquida ondeó como un arroyo que recobrara la calma después de una brisa. Seguí los pasos de Hunt.
Se rumoreaba que los prototipos originales del teleyector no producían sensaciones durante la transición y que los diseñadores IA y humanos habían alterado las máquinas añadiendo ese cosquilleo, esa sensación de carga de ozono, para infundir al viajero la convicción de haber viajado realmente. Fuera como fuese, mi piel aún vibraba cuando me alejé del portal, me detuve y giré en redondo. Es extraño pero cierto que las naves espaciales de combate se han mostrado en ficción, películas, holos y simuladores durante más de ochocientos años: incluso antes de que los humanos abandonaran la atmósfera de Vieja Tierra en aviones convertidos, sus películas bidimensionales mostraban épicas batallas espaciales, enormes acorazados interestelares con increíble armamento atravesando el espacio como ciudades aerodinámicas. Aun los holos bélicos recientes, posteriores a la Batalla de Bressia, mostraban grandes flotas batallando a distancias que dos soldados de tierra hallarían claustrofóbicas, naves embistiendo, disparando y ardiendo como trirremes griegas apiñadas en el estrecho de Artemisio.
No es de extrañar, pues, que el corazón me palpitara y tuviera las manos sudadas cuando entré en la nave insignia de la flota. Esperaba aparecer en un puente ancho como los que se ven en los holos, con pantallas gigantescas mostrando vehículos enemigos, alarmas, ceñudos comandantes encaramados sobre paneles de mando táctico mientras la nave se escoraba a babor y estribor.
Hunt y yo nos hallábamos en lo que podría haber sido el estrecho pasillo de una planta energética. Tubos con códigos cromáticos serpeaban por doquier, asideros y compuertas herméticas nos recordaban que estábamos en una nave espacial, paneles flamantes demostraban que el corredor servía para algo más que para llegar a otra parte, pero el efecto general era de claustrofobia y tecnología primitiva. Yo casi esperaba ver cables saliendo de los nódulos de circuitos. Un conducto vertical intersectaba nuestro pasillo; a través de otras compuertas se veían pasajes estrechos y abarrotados.
Hunt me miró y se encogió de hombros. Me pregunté si nos habrían teleyectado a un destino equivocado.
Antes de que pudiéramos pronunciar palabra, un joven alférez de FUERZA con traje de combate negro apareció por un pasillo lateral, se cuadró ante Hunt y dijo:
—Bienvenidos a la Hébridas caballeros. El almirante Nashita me ha pedido que les comunique sus cumplidos y los invite al centro de control de combate. Síganme, por favor. —El alférez dio media vuelta, manipuló un peldaño y trepó a un sofocante conducto vertical.
Lo seguimos como pudimos. Hunt esforzándose para no soltar el maletín y yo evitando que Hunt me pisara las manos mientras subíamos. Al cabo de pocos metros comprendí que la gravedad era inferior a 1 g estándar, que en realidad no había gravedad sino algo parecido a una multitud de manos pequeñas pero insistentes que me empujaban hacia «abajo». Sabía que las naves espaciales utilizaban un campo de contención clase uno para simular gravedad, pero ésta era mi primera experiencia directa. La sensación no resultaba agradable; la presión constante parecía un viento en contra y el efecto se sumaba a las cualidades claustrofóbicas de los estrechos corredores, las pequeñas compuertas y los pasajes atiborrados de equipo.
La Hébridas era una nave 3C (Comunicación-Control-Comando) y el centro de control de combate era su corazón y su cerebro; a pesar de eso, no era muy imponente. El alférez nos condujo a través de tres compuertas herméticas, nos guió por un corredor entre guardias marines, se cuadró y nos dejó en una sala de veinte metros cuadrados, pero tan llena de ruido, personal y equipo que uno ansiaba salir por la escotilla en busca de una bocanada de aire.
No había pantallas gigantescas, pero sí docenas de jóvenes oficiales de FUERZA encaramados sobre imágenes enigmáticas, conectados a un simulador o erguidos frente a proyecciones pulsátiles que parecían surgir de las seis paredes. Los hombres y mujeres estaban sujetos a sus sillas y cunas sensoriales, excepto algunos oficiales —la mayoría con más aspecto de burócratas atareados que de guerreros curtidos— que vagaban por los angostos pasillos, palmeando la espalda de los subalternos, exigiendo más información o enchufándose a las consolas con sus implantes. Uno de estos hombres se acercó deprisa, nos miró a ambos, se cuadró ante mí y preguntó.
—¿Hunt?
Señalé a mi compañero.
—Señor Hunt —dijo el obeso y joven teniente de navío—. El almirante Nashita le recibirá enseguida.
El comandante de todas las fuerzas de la Hegemonía en Hyperion era un hombre menudo de pelo canoso y corto, tez mucho más lisa de lo que sugería su edad y un semblante ceñudo que parecía tallado en roca. El almirante Nashita usaba un traje negro de cuello alto sin insignias de rango, excepto la enana roja del cuello. Tenía manos toscas y enérgicas, pero las uñas estaban recién manicuradas. El almirante estaba sentado en una pequeña tarima rodeada de controles y proyectores. Se erguía en medio de aquel ajetreo de locos como una roca impávida en medio de un arroyo burbujeante.
—Usted es el mensajero de Gladstone —le dijo a Hunt—. ¿Quién es él?
—Mi ayudante —respondió Leigh Hunt.
Resistí el impulso de enarcar las cejas.
—¿Qué desea? —preguntó Nashita—. Como ve, estamos ocupados.
Leigh Hunt asintió y miró alrededor.
—Tengo material para usted, almirante. ¿Hay algún lugar donde podamos estar a solas?
El almirante Nashita gruñó y apoyó la palma en un reosensor. A mis espaldas, el aire se transformó en una bruma semisólida a medida que el campo de contención se rectificaba. El bullicio del centro de control de combate se desvaneció. Los tres estábamos en un pequeño iglú de silencio.
—Deprisa —urgió el almirante.
Hunt abrió el maletín y extrajo un pequeño sobre con un símbolo de la Casa de Gobierno en el dorso.
—Una comunicación privada de la Funcionaria Ejecutiva Máxima —informó Hunt—. Léalo cuando guste, almirante.
Nashita gruñó y dejó el sobre a un lado.
Hunt colocó un sobre más grande sobre el escritorio.
—Y ésta es una copia de la moción del Senado en lo concerniente a la continuación de esta acción militar. Como sabe, el Senado desea una rápida demostración de fuerza para alcanzar objetivos limitados, con la menor cantidad posible de bajas, seguida por el habitual ofrecimiento de auxilio y protección a nuestro nuevo patrimonio colonial.
Nashita torció el gesto. No se dignó tocar ni leer la comunicación que contenía la voluntad del Senado.
—¿Es todo?
Hunt se tomó tiempo para responder.
—Es todo, a menos que usted desee enviar un mensaje personal a la FEM a través de mí, almirante.
Nashita lo taladró con la mirada. No había hostilidad abierta en aquellos ojillos negros, únicamente una impaciencia que quizá sólo se aplacara cuando los enturbiara la muerte.
—Tengo acceso de ultralínea privado a la Ejecutiva Máxima —replicó el almirante—. Muchas gracias, Hunt. No habrá mensajes esta vez. Ahora, tenga la amabilidad de regresar al nexo teleyector y permitirme continuar con esa acción militar.
El campo de contención se derrumbó y el ruido nos inundó, como agua al derretirse una barrera de hielo.
—Hay una cosa más —dijo Leigh Hunt, la voz casi inaudible en medio del ruido del centro de combate.
El almirante Nashita se volvió en la silla y aguardó.
—Queremos transporte hasta el planeta —prosiguió Hunt—. Hasta Hyperion.
El mal ceño del almirante se ahondó.
—La gente de Gladstone no dijo nada acerca de una nave de descenso.
Hunt no parpadeó.
—El gobernador general Lane está al corriente.
Nashita miró de soslayo una proyección, chasqueó los dedos y le ladró algo a un mayor de marines que pasaba apresurado.
—Tendrán ustedes que apurarse —advirtió el almirante a Hunt—. Hay un correo listo para partir del muelle veinte. El mayor Inverness le mostrará el camino. Retornarán a la nave-puente primaria. La Hébridas abandonará esta posición dentro de veintitrés minutos.
Hunt asintió y siguió al mayor. Yo lo seguí a él. La voz del almirante nos detuvo.
—Señor Hunt —dijo—, por favor comunique a la FEM Gladstone que a partir de ahora la nave insignia estará demasiado atareada para recibir visitas políticas.
Nashita se volvió hacia las fluctuantes proyecciones y una fila de subordinados expectantes.
Seguí a Hunt y al mayor por el laberinto.
—Tendría que haber ventanas.
—¿Qué? —Yo estaba distraído, sumido en mis propios pensamientos.
Leigh Hunt se volvió hacia mí.
—Nunca había estado en una nave de descenso sin ventanas ni pantallas. Es extraño.
Asentí, miré alrededor y reparé en el interior sofocante y abarrotado. Sólo había paredes, pilas de provisiones y un joven teniente en la sección de pasajeros. Parecía congeniar con el ambiente claustrofóbico de la nave de comando.
Desvié la mirada y regresé a los pensamientos que me preocupaban desde que habíamos dejado a Nashita. Mientras seguía a los otros dos al muelle veinte, se me ocurrió que no echaba de menos algo que había esperado echar de menos. Parte de mi angustia ante la nave nacía del temor a abandonar la esfera de datos, la angustia de un pez al considerar la idea de dejar el mar. Parte de mi conciencia estaba sumergida en aquel mar, el océano de datos y enlaces de doscientos mundos y el Núcleo, todo vinculado por el sistema invisible otrora llamado plano de datos, ahora conocido como megaesfera.
Cuando nos despedimos de Nashita, advertí que aún percibía el rumor de aquel mar —alejado pero constante, como el mugido del oleaje a medio kilómetro de la costa— e intentaba entenderlo mientras corríamos hacia la nave de descenso, nos asegurábamos y desprendíamos para iniciar el pequeño brinco cislunar hacia el linde de la atmósfera de Hyperion.
FUERZA utilizaba sus propias inteligencias artificiales, sus propias esferas de datos y fuentes informáticas. La justificación radicaba en la necesidad de operar en los grandes espacios que separaban los mundos de la Red, los oscuros y silenciosos abismos que se abrían entre las estrellas y allende la megaesfera de la Red, pero en gran parte se trataba del tenaz afán de independencia que FUERZA había mostrado ante el TecnoNúcleo durante siglos. Pero en una nave de FUERZA, en el centro de una armada de FUERZA, en un sistema que no pertenecía a la Red ni al Protectorado, yo estaba sintonizado al cálido parloteo de datos y energía que habría hallado en cualquier parte de la Red. Interesante.
Pensé en los enlaces que el teleyector había traído al sistema de Hyperion: no sólo la nave-puente y la esfera de contención teleyectora que flotaba en el punto L3 de Hyperion como una reluciente luna nueva, sino también los kilómetros de cable gigacanal de fibra óptica que serpeaba por los portales teleyectores permanentes de la nave-puente, los repetidores de microondas que recorrían mecánicamente pocos centímetros para emitir mensajes en tiempo casi real, las dóciles IAs de la nave de comando que requerían —y recibían— nuevos enlaces con el Alto Mando Olympus de Marte y otras partes. De algún modo, la esfera de datos se había inmiscuido, tal vez sin que lo supieran las máquinas de FUERZA, sus operadores y aliados. Las IAs del Núcleo estaban al corriente de todo lo que sucedía en el sistema de Hyperion. Si mi cuerpo hubiese muerto en aquel instante, yo habría tenido la misma escapatoria de siempre, los enlaces palpitantes que conducían como pasadizos secretos más allá de la Red, más allá de todo vestigio del plano de datos tal como lo conocía la humanidad, que llegaban por túneles al TecnoNúcleo. Pero no al núcleo del Núcleo pensé, porque el Núcleo rodea y envuelve el resto, como un océano que albergara diversas corrientes, grandes Corrientes del Golfo que se consideran mares autónomos.
—Ojalá hubiera una ventana —susurró Leigh Hunt.
—Sí —dije—. Ojalá.
La nave de descenso se zarandeó y cimbreó cuando entramos en la atmósfera superior de Hyperion. Hyperion, pensé. El Alcaudón. Mi gruesa camisa y mi chaleco estaban pegajosos. Un leve susurro exterior nos indicaba que surcábamos los cielos color lapislázuli a varias veces la velocidad del sonido.
El joven teniente se volvió hacia nosotros.
—¿Primer descenso, caballeros?
Hunt asintió.
El teniente mascaba chicle, alardeando de su calma.
—¿Son ustedes técnicos civiles de la Hébridas?
—Venimos de allá, sí —respondió Hunt.
—Lo suponía —sonrió el teniente—. Yo llevo correspondencia a la base de marines cercana a Keats. Es mi quinto viaje.
Me sobresalté al oír mencionar la capital: Hyperion había sido poblado por Triste Rey Billy y su colonia de poetas, artistas y otros inadaptados, que huían de la invasión de Horace Glennon-Height, una invasión que nunca se consumó. El poeta de la actual peregrinación del Alcaudón, Martin Silenus, había aconsejado a Billy, casi dos siglos atrás, que llamara Keats a la capital. Los lugareños llamaban Jacktown al casco antiguo.
—Este lugar es increíble —comentó el teniente—. Es el culo del mundo. No hay esfera de datos, ni VEM, ni teleyectores, ni bares con simuladores, nada. No me extraña que haya miles de nativos acampados alrededor del puerto espacial, presionando la cerca para largarse.
—¿Están atacando el puerto espacial? —preguntó Hunt.
—No —replicó el teniente, haciendo estallar un globo de chicle—. Pero están preparados para hacerlo. Por eso el Segundo Batallón de Marines instaló un perímetro y vigila la autopista de la ciudad. Además, esos patanes creen que vamos a instalar teleyectores para sacarlos del berenjenal en que ellos se han metido.
—¿Ellos se han metido? —me extrañé.
El teniente se encogió de hombros.
—Algo habrán hecho para irritar a los éxters, ¿no? Nosotros estamos aquí para sacarles las ostras del fuego.
—Castañas —corrigió Leigh Hunt.
El chicle estalló.
—Lo que sea.
El susurro del viento en el casco se transformó en un chillido. La nave de descenso saltó dos veces y se deslizó con suavidad —una suavidad siniestra—, como si hubiera encontrado un tobogán de hielo a quince kilómetros del suelo.
—Ojalá hubiera una ventana —repitió Leigh Hunt.
El interior de la nave era sofocante. Los saltos resultaban extrañamente tranquilizadores, como si brincáramos por el oleaje a bordo de un velero. Cerré los ojos varios minutos.