3

Seis adultos y un bebé en un paisaje hostil. La fogata parece pequeña contra el anochecer. Las colinas del valle se yerguen como murallas mientras las enormes sombras de las Tumbas reptan como saurios escapados de una época antediluviana.

Brawne Lamia está cansada, dolorida e irritable. El llanto del bebé de Sol Weintraub la saca de quicio. Sabe que los demás también están cansados; han dormido sólo unas horas en las últimas tres noches y el día que termina ha estado plagado de tensiones y terrores irresueltos. Echa el último tronco al fuego.

—Donde encontramos ésta no hay más —protesta Martin Silenus. El fuego alumbra los rasgos de sátiro del poeta.

—Lo sé —dice Brawne Lamia, demasiado cansada para expresar cólera. Habían cogido la leña en un escondrijo antaño utilizado por los peregrinos. Las tres pequeñas tiendas se alzan en una zona que los peregrinos usaban tradicionalmente en la última noche, antes de enfrentarse al Alcaudón. Acampan cerca de la Tumba de Tiempo llamada la Esfinge, y la negra extensión de lo que quizá sea un ala bloquea parte del cielo.

—Usaremos la linterna cuando se apague el fuego —apunta el cónsul. El diplomático parece aún más exhausto que los demás. La luz fluctuante le tiñe de rojo los tristes rasgos. Se había puesto su atuendo consular, pero ahora la capa y el tricornio tienen un aspecto tan sucio y marchito como el cónsul mismo.

El coronel Kassad regresa a la fogata y alza el visor nocturno del casco. Lleva su traje de combate y el polímero camaleónico activado muestra sólo un rostro que flota a dos metros sobre el suelo.

—Nada —informa—. Ningún movimiento. Ningún rastro calórico. Ningún sonido aparte del viento. —Kassad apoya el rifle de FUERZA en una piedra y se sienta cerca de los demás. Las fibras de la armadura de impacto se desactivan, cobrando una negrura no mucho más visible que el camuflaje.

—¿Cree usted que el Alcaudón vendrá esta noche? —pregunta el padre Hoyt con voz tensa. El sacerdote está arropado en su capa negra y se confunde con la noche, igual que el coronel Kassad.

Kassad se inclina para atizar el fuego con el bastón de mando.

—Quién sabe. Montaré guardia por si acaso.

Los seis alzan los ojos cuando el cielo constelado de estrellas se sacude en espasmos de color, silenciosos capullos anaranjados y rojos que arrasan el campo estelar.

—Hace horas que no veíamos este espectáculo —comenta Sol Weintraub, meciendo al bebé. Rachel ha dejado de llorar y trata de coger la barba corta del padre. Weintraub le besa la mano diminuta.

—De nuevo están tanteando las defensas de la Hegemonía —dice Kassad. Saltan chispas del fuego atinado y las ascuas se elevan al cielo, como si procuraran unirse a las brillantes llamaradas.

—¿Quién ganó? —pregunta Lamia aludiendo a la silenciosa batalla espacial que había estremecido el cielo la noche anterior y buena parte de ese día.

—¿A quién demonios le importa? —rezonga Martin Silenus. Hurga nerviosamente en los bolsillos de su abrigo de piel como si buscara una botella. Sin embargo, no encuentra nada—. A quién demonios le importa —masculla otra vez.

—A mí —replica fatigosamente el cónsul—. Si los éxters logran pasar, quizá destruyan Hyperion antes que encontremos al Alcaudón.

Silenus ríe socarronamente.

—Oh, sería terrible, ¿verdad? Morir antes de descubrir la muerte, ser destruidos, perecer deprisa y sin dolor en vez de contorsionarse en las espinas del Alcaudón. Vaya, terrible perspectiva.

—Cállese —ordena Brawne Lamia, y la voz no trasunta emoción pero sí amenaza. Mira al cónsul—. Entonces, ¿dónde está el Alcaudón? ¿Por qué no lo encontramos?

El diplomático mira el fuego.

—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?

—Tal vez el Alcaudón se ha ido —sugiere el padre Hoyt—. Tal vez usted lo liberó para siempre al destruir los campos antientrópicos. Tal vez se ha llevado su flagelo a otra parte.

El cónsul menea la cabeza en silencio.

—No —dice Sol Weintraub. La niña duerme contra su hombro—. Vendrá. Lo presiento.

Brawne Lamia asiente.

—También yo. Está esperando. —Ha sacado unidades alimentarias de la mochila, y ahora activa el mecanismo térmico y reparte las unidades.

—Sé que el anticlímax es la materia que conforma el mundo —dice Silenus—. Pero esto resulta puñeteramente ridículo. Todos acicalados y ningún sitio donde morir.

Brawne Lamia le clava los ojos pero calla y durante un rato comen en silencio.

Las llamas del cielo se desvanecen y las apiñadas estrellas despuntan de nuevo, pero las chispas continúan elevándose como si huyeran.

Envuelto en la brumosa turbulencia de los pensamientos de la lejana Brawne Lamia, trato de reconstruir los hechos a partir de la última vez que soñé sus vidas.

Los peregrinos descendieron al valle antes del alba, cantando, sus sombras proyectadas por la luz de la batalla que se libraba a mil millones de kilómetros. Todo el día exploraron las Tumbas de Tiempo, temiendo morir a cada instante. Al cabo de algunas horas, cuando el sol despuntó disipando el frío del desierto, el temor y la exaltación se desvanecieron. El largo día fue silencioso excepto por el susurro de la arena, los gritos ocasionales y el gemido constante y casi subliminal del viento entre las rocas y las tumbas. Kassad y el cónsul llevaban instrumentos para medir la intensidad de los campos antientrópicos, pero Lamia fue la primera en comprender que eran innecesarios, que el flujo y reflujo de las mareas de tiempo se sentía como una leve náusea cargada con una persistente sensación de déjá vu.

La tumba más cercana a la entrada del valle era la Esfinge; luego venía la Tumba de jade, cuyas paredes eran traslúcidas sólo de mañana y en el ocaso; a menos de cien metros se elevaba el Obelisco; luego el sendero se ensanchaba conduciendo hacia la tumba más grande, situada en el centro: el Monolito de Cristal, cuya superficie lisa no tenía aberturas y cuyo techo plano reflejaba las paredes del valle, luego venían las tres Tumbas Cavernosas, cuya entrada sólo resultaba visible gracias a los gastados senderos que conducían a ellas; por último, casi un kilómetro valle abajo, estaba el Palacio del Alcaudón, cuyos rebordes aguzados y capiteles curvos evocaban las espinas de la criatura que merodeaba ese valle.

Todo el día habían vagado de tumba en tumba. Ninguno se alejaba de los demás y el grupo titubeaba antes de entrar en los artefactos donde era posible entrar. Sol Weintraub estaba abrumado por la emoción al ingresar en la Esfinge, la tumba donde su hija había contraído la enfermedad de Merlín veintiséis años antes. Los instrumentos del equipo universitario aún permanecían apoyados en trípodes frente a la tumba, aunque ningún miembro del grupo supo discernir si todavía funcionaban, cumpliendo con sus funciones de monitorización. Los pasajes de la Esfinge eran tan estrechos y laberínticos como lo sugería el comlog de Rachel, y las hileras de lámparas dejadas por varios grupos de investigación estaban consumidas y apagadas. Usaron linternas y el visor nocturno de Kassad para explorar el lugar. No había indicios de la sala donde estuvo Rachel cuando se cerraron las paredes y ella contrajo la enfermedad. Sólo quedaban vestigios de las otrora poderosas mareas de tiempo. Ni rastro del Alcaudón.

Cada tumba ofreció su momento de terror, esperanza y espanto, al cual sucedía el desánimo cuando las polvorientas y desiertas salas aparecían tal como las habían visto los turistas y peregrinos durante siglos.

El día terminó marcado por la frustración y la fatiga, y las sombras de la pared oriental cubrieron las Tumbas y el valle como un telón que se cerrara sobre una obra decepcionante. El calor del día se disipó y el frío del desierto regresó en alas de un viento que olía a las nevadas cumbres de la Cordillera de la Brida, veinte kilómetros al sudoeste.

Kassad sugirió acampar. El cónsul los guió hasta el terreno tradicional donde los peregrinos del Alcaudón aguardaban la última noche antes de encontrarse con la criatura que buscaban. La zona llana cercana a la Esfinge, donde no sólo los peregrinos sino también los grupos de investigación habían dejado su marca, agradaba a Sol Weintraub, quien imaginaba que su hija había acampado allí. Nadie se opuso.

Ahora, en plena oscuridad y mientras ardía el último tronco advertí que los seis se acercaban no sólo al calor del fuego, sino entre sí atraídos por los frágiles pero tangibles hilos de experiencia compartida durante el viaje río arriba en la barcaza de levitación Benarés y en el trayecto hasta la Fortaleza de Cronos. Más aún, percibí una relación más palpable que los lazos emocionales: pronto comprendí que el grupo estaba conectado en una microesfera de datos compartidos y una red sensorial. En un mundo donde los primeros combates habían despedazado los primitivos relés de datos regionales, este grupo tenía comlogs y biomonitores para compartir información y protegerse mutuamente.

Aunque las barreras eran evidentes y sólidas, logré franquearlas, para recoger las limitadas pero abundantes claves —pulso, temperatura cutánea, actividad de ondas corticales, solicitud de acceso, inventario de datos—, que me permitían atisbar lo que pensaba, sentía y hacía cada peregrino. Kassad, Hoyt y Lamia tenían implantes y el flujo de sus pensamientos resultaba más fácil de seguir. En ese instante, Brawne Lamia se preguntaba si no era un error buscar al Alcaudón: algo la acuciaba, algo borroso pero insistente. Las sospechas de Lamia apuntaban a que desconocía una importantísima clave que contenía la solución de… ¿de qué?

Brawne Lamia detestaba los misterios: era una de las razones por las cuales había abandonado una vida de comodidad y ocio para trabajar como investigadora privada. Pero ¿cuál era el misterio? Había resuelto el asesinato de su cliente —y amante— cíbrido, y había ido a Hyperion para cumplir con el último deseo de él. Pero intuía que aquella duda persistente tenía poco que ver con el Alcaudón. ¿Qué era?

Lamia atizó el fuego moribundo. Tenía un cuerpo fuerte, criado para resistir la gravedad estándar 1,3 de Lusus, y adiestrado para ser aún más fuerte, pero hacía varios días que no dormía y estaba extenuada. Advirtió vagamente que alguien hablaba.

—… sólo darme una ducha y conseguir un poco de comida —dice Martin Silenus—. Tal vez usar su unidad de comunicaciones y su enlace ultralínea para ver quién está ganando la guerra.

El cónsul sacude la cabeza.

—Aún no. La nave es para una emergencia.

Silenus señala la noche, la Esfinge y el viento aullante.

—¿Esto no le parece una emergencia?

Brawne Lamia comprende que hablan de traer la nave del cónsul desde la ciudad de Keats.

—¿Está seguro de que la emergencia a que se refiere no es la falta de alcohol? —pregunta.

Silenus le clava los ojos.

—¿Qué tendría de malo un trago?

—No —decide el cónsul. Se frota los ojos y Lamia recuerda que él también es bebedor. Pero se niega a traer la nave—. Esperaremos hasta que sea necesario.

—¿Qué hay del transmisor ultralínea? —interviene Kassad.

El cónsul asiente y extrae el antiguo comlog de su pequeño estuche. El instrumento perteneció a su abuela Siri, y antes a los abuelos de ella. El cónsul señala el control.

—Con esto puedo emitir, pero no recibir.

Sol Weintraub ha apoyado a la niña dormida en la entrada de la tienda más próxima. Ahora se vuelve hacia el fuego.

—¿La última vez que transmitió fue cuando llegamos a la Fortaleza?

—Sí.

—¿Hemos de creerle… —ironiza Silenus—, habida cuenta de que se trata de un traidor confeso?

—Sí —responde el cónsul con una voz que es pura fatiga.

La cara delgada de Kassad flota en la oscuridad. El cuerpo, las piernas y los brazos son manchas de negrura contra el fondo oscuro.

—¿Pero servirá para llamar a la nave en caso de que la necesitemos?

—Sí.

El padre Hoyt se arrebuja en su capa para evitar que flamee en el viento aullante. La arena raspa la lana y la tela de la tienda.

—¿Y no teme que las autoridades portuarias o FUERZA trasladen o toquen la nave? —pregunta al cónsul.

—No. —El cónsul menea la cabeza, como si la fatiga le impidiera sacudirla—. Nuestra autorización era de Gladstone. Además, el gobernador general es amigo mío… o lo era.

Los otros conocieron al flamante gobernador de la Hegemonía poco después del aterrizaje. Brawne Lamia consideró a Theo Lane un hombre catapultado hacia acontecimientos de demasiado alcance para su talento.

—El viento arrecia —comenta Sol Weintraub. Gira el cuerpo para proteger a la niña. Con ojos entornados ante la ventisca, el profesor dice—: Me pregunto si Het Masteen estará allá fuera.

—Hemos buscado por todas partes —señala el padre Hoyt, la voz sofocada porque ha hundido la cabeza en los pliegues del abrigo.

—Perdóneme, sacerdote —ríe Martin Silenus—, pero eso es una patraña. —El poeta camina hacia el linde de la fogata. El viento le acaricia la piel del abrigo y le arrebata las palabras—. Las paredes del risco ofrecen mil escondrijos. El Monolito de Cristal nos oculta su entrada, pero ¿a un templario? Además, usted vio la escalera hacia el laberinto en la sala más profunda de la Tumba de jade.

Hoyt alza la cabeza, entornando los ojos ante el aguijonazo de la arena.

—¿Cree usted que está allí? ¿En el laberinto?

Silenus ríe y alza los brazos. La blusa de seda ondula y flamea.

—¿Cómo diablos he de saberlo padre? Sólo sé que Het Masteen podría estar allí observándonos, esperando para venir a reclamar su equipaje. —El poeta señala el cubo de Möbius que está en el centro de la pila de bártulos—. También podría estar muerto. O algo peor.

—¿Peor? —se extraña Hoyt. El sacerdote ha envejecido en las últimas horas. Los ojos son espejos hundidos de dolor, la sonrisa es un rictus.

Martin Silenus regresa hacia el fuego moribundo.

—Peor —repite—. Podría estar retorciéndose en el árbol de acero del Alcaudón, donde todos estaremos dentro de…

Brawne Lamia se levanta súbitamente y aferra al poeta por la camisa. Lo levanta del suelo, lo sacude, le mira los ojos.

—Si lo repite otra vez —masculla— le haré cosas muy dolorosas. No le mataré, pero usted deseará que lo haga.

El poeta esboza su sonrisa de sátiro. Lamia lo suelta y le da la espalda.

—Estamos cansados —dice Kassad—. Es hora de dormir. Yo montaré guardia.

Mis sueños con Lamia se mezclan con los sueños de Lamia. No es desagradable compartir los sueños y los pensamientos de una mujer, separada de mí por un abismo de tiempo y cultura mucho mayor que cualquier diferencia de sexos. Extrañamente, como por reflejo, ella soñó con su amante muerto. Johnny, con su nariz pequeña y su mandíbula maciza, su pelo ensortijado y sus ojos, ojos demasiado expresivos y reveladores animando un rostro que —excepto por los ojos mismos— podría haber pertenecido a cualquier campesino nacido a un día de marcha de Londres.

Ella soñaba con mi rostro, oía mi voz. Pero cuando soñó que hacía el amor, recordando, no pude compartirlo. Procuré escapar de su sueño, al menos para hallar el mío. Si deseara ser un mirón, me bastaría con la cascada de recuerdos manufacturados que pasaban por ser mis propios sueños.

Pero no se me permitía soñar mis propios sueños. Aún no. Sospecho que nací —y renací en mi lecho de muerte— simplemente para soñar esos sueños de mí gemelo muerto y distante.

Me resigné, no hice más esfuerzos para despertar, soñé.

Brawne Lamia despierta alarmada, arrancada de un sueño agradable por un ruido o movimiento. Por un instante se siente desorientada: está oscuro, hay un ruido mucho más fuerte que la mayoría de los sonidos de la colmena de Lusus donde vive, está ebria de fatiga pero sabe que se ha despertado después de dormir poco; está sola en un espacio reducido, sofocante, algo que parece un saco para cadáveres de tamaño excesivo.

Criada en un mundo donde los sitios cerrados significan protección contra el aire viciado, los vientos y los animales, donde mucha gente sufre de agorafobia cuando se enfrenta a los espacios abiertos pero donde pocos conocen el significado de claustrofobia, Brawne Lamia reacciona sin embargo como una claustrofóbica: respira con ansiedad, aparta la manta y la puerta de la tienda en el desesperado afán de escapar del pequeño capullo de fibroplástico, se arrastra a gatas hasta que siente la arena bajo las palmas y el cielo encima.

En realidad no es cielo, comprende al recordar dónde está. Arena. Una huracanada tormenta de partículas que le aguijonean la cara como alfileres. La arena ha cubierto el fuego y se ha acumulado contra las tres tiendas. Los flancos flamean, crepitando como escopetazos; nuevas dunas han crecido alrededor del campamento, dejando estrías, surcos y riscos al pie de las tiendas y del equipo. Nadie se mueve en las demás tiendas. La tienda que ella compartía con el padre Hoyt está casi derrumbada, casi sepultada por las crecientes dunas.

Hoyt.

Eso la había despertado: la ausencia del padre. Incluso en sueños oía la blanda respiración y los gemidos del sacerdote dormido, que luchaba con su dolor. Durante la última media hora se había ido. Tal vez sólo unos minutos antes: aún mientras soñaba con Johnny, Brawne Lamia percibió un sonido susurrante por encima de los rasguños de la arena y el rugido del viento.

Lamia se levanta y se protege los ojos. Está muy oscuro. Las altas nubes y la tormenta ocultan las estrellas pero un resplandor tenue y casi eléctrico llena el aire y se refleja en las rocas y las dunas. Lamia comprende que es eléctrico, que el aire está cargado de una estática que le hace culebrear el pelo rizado como si fuera el cabello de Medusa. Las cargas de estática le resbalan por las mangas de la túnica y flotan sobre las tiendas como fuegos de san Telmo. Cuando se le adaptan los ojos, Lamia comprende que un fuego pálido alumbra las cambiantes dunas. Cuarenta metros hacia el este, la Esfinge es un contorno crepitante y pulsátil. Ondas de corriente se desplazan por los extensos apéndices que muchos llaman alas.

Brawne Lamia mira alrededor, no encuentra indicios del padre Hoyt, piensa en pedir ayuda. Comprende que el fragor del viento se le llevará la voz. Se pregunta si el sacerdote sólo habrá ido a otra tienda o a la tosca letrina que está a veinte metros, pero algo le dice que no es así. Mira la Esfinge y por un instante le parece ver la silueta de un hombre —capa negra ondeante como un pendón caído, hombros encorvados— perfilado contra el fulgor de estática de la tumba.

Una mano le toca el hombro.

Brawne Lamia se aparta, se agazapa para luchar; el puño izquierdo extendido, la mano derecha rígida. Reconoce el cuerpo alto y escuálido de Kassad. Relámpagos diminutos acarician la delgada silueta del coronel cuando se acerca para gritarle al oído.

—¡Ha ido hacia allí!

El largo y negro brazo de espantajo señala la Esfinge.

Lamia asiente y responde con otro grito, una voz casi inaudible en la ventisca.

—¿Despertamos a los demás?

Había olvidado que Kassad montaba guardia. ¿No dormía nunca aquel hombre?

Fedmahn Kassad niega con la cabeza. Tiene los visores levantados y el casco desestructurado forma una capucha sobre la espalda del traje de combate. Kassad parece muy pálido en el fulgor del traje. Señala la Esfinge. Lleva el rifle multipropósito de FUERZA en el brazo izquierdo. Granadas, binoculares y otros elementos cuelgan de los ganchos y correas de la armadura. De nuevo señala la Esfinge.

—¿Se lo llevó el Alcaudón? —grita Lamia.

Kassad niega con la cabeza.

—¿Puede usted verle? —Lamia señala el visor nocturno y los binoculares.

—No —dice Kassad—. La tormenta interfiere las huellas térmicas.

Brawne Lamia vuelve la espalda al viento y las partículas le pinchan el cuello como dardos. Consulta el comlog, pero éste sólo indica que Hoyt está vivo y en movimiento, por la banda común no se transmite nada más. Se acerca a Kassad, y las espaldas de ambos forman una muralla contra la tormenta.

—¿Lo seguimos? —grita Lamia.

Kassad sacude la cabeza.

—No podemos dejar el perímetro sin custodia. He instalado mecanismos de vigilancia, pero… —Señala la tormenta.

Brawne Lamia regresa a la tienda, se calza las botas y sale con la capa multiclima y la pistola automática de su padre. En el bolsillo de la capa lleva un arma más convencional, un paralizador Gier.

—Entonces, iré yo —decide.

Al principio cree que el coronel no lo ha oído, pero pronto ve un destello de aprobación en los ojos pálidos. Él se toca el comlog militar que lleva en la muñeca.

Lamia asiente y se cerciora de que su implante y comlog estén sintonizados en la banda más ancha.

—Regresaré pronto —asegura, mientras escala la creciente duna. Las perneras de sus pantalones relucen con la descarga de estática. Pulsaciones plateadas de corriente vibran en la arremolinada superficie de arena.

A veinte metros del campamento, Lamia ya no distingue al coronel. Diez metros más allá se yergue la Esfinge. No hay rastro del padre Hoyt, las huellas no se conservan ni diez segundos en la tormenta.

La ancha entrada de la Esfinge está abierta, estuvo abierta desde que la humanidad conoció este lugar. Ahora es un rectángulo negro en una pared radiante. La lógica sugería que Hoyt iría allí, al menos para protegerse de la tormenta, pero algo que trasciende la lógica le indica que éste no es el destino del sacerdote.

Brawne Lamia se guarece en la Esfinge para sacudirse la arena de la cara y respirar libremente por un instante, pero luego continúa a lo largo de una senda apisonada entre las dunas. Al frente, la Tumba de jade emite un fulgor verde y lechoso. Las suaves curvas y crestas parecen bañadas en aceite.

Lamia entorna los ojos y ve una figura perfilada contra ese fulgor. De repente, la figura desaparece, porque ha entrado en la tumba o porque se ha vuelto invisible contra el semicírculo negro de la entrada.

Lamia agacha la cabeza y avanza impulsada por el viento.