Toda época asolada por la rencilla y el peligro parece engendrar un líder ideal para esas circunstancias, un gigante político cuya ausencia parece retrospectivamente inconcebible cuando se escribe la historia. Meina Gladstone era esa clase de líder en nuestra Era Final, aunque entonces nadie habría soñado que sólo yo quedaría para dar fe de la verdadera historia de ella y de sus tiempos.
La habían comparado tantas veces con la clásica figura de Abraham Lincoln que cuando me condujeron a su presencia casi me sorprendió no verla en levita negra y chistera. La Funcionaria Ejecutiva Máxima del Senado, líder de un gobierno que servía a ciento treinta mil millones de personas, llevaba un traje gris de lana suave, pantalones y túnica adornada sólo con escasos galones rojos en las costuras y los puños. No vi en ella a un Abraham Lincoln ni a un Álvarez-Temp, el otro héroe de la antigüedad con quien la comparaba la prensa. Al observarla sólo vi a una anciana dama.
Meina Gladstone era alta y delgada, pero su semblante recordaba más a un águila que a Lincoln, con su nariz afilada, sus pómulos agudos, la ancha y expresiva boca de labios delgados, el cabello gris que se elevaba en una onda cerrada semejante a un plumaje. Pero, a mi juicio, los ojos constituían el rasgo principal de Meina Gladstone: grandes, castaños, infinitamente tristes.
No estábamos a solas. Me habían conducido a una habitación larga y tenuemente iluminada, bordeada por estantes de madera que contenían cientos de libros impresos. Un largo holomarco que simulaba una ventana daba una vista de los jardines. Concluía una reunión, y hombres y mujeres sentados o de pie aguardaban en un semicírculo dominado por el escritorio de Gladstone. La FEM estaba apoyada en la mesa, los brazos cruzados. Alzó la frente cuando entré.
—¿Severn?
—Sí.
—Gracias por venir. —La voz me resultaba familiar, pues la había oído en mil debates de la Entidad Suma. Tenía un timbre gastado por la edad y un tono tan suave como el de un licor añejo. El célebre acento combinaba una precisa sintaxis con un olvidado canturreo de inglés pre-Hégira, que ahora sólo se encontraba en las regiones fluviales de su mundo natal, Patawpha.
—Caballeros y damas, permítanme presentarles a Joseph Severn —dijo.
Varios inclinaron la cabeza obviamente desconcertados por mi presencia. Gladstone no hizo más presentaciones, pero yo toqué la esfera de datos para identificar a todos los presentes; tres miembros del gabinete, incluido el ministro de Defensa; dos oficiales de la plana mayor de FUERZA; dos asistentes de Gladstone; cuatro senadores, entre ellos el influyente Kolchev; y la proyección de un asesor del TecnoNúcleo conocido como Albedo.
—Hemos invitado a Severn para que aporte la perspectiva de un artista en nuestras deliberaciones —explicó la FEM Gladstone.
El general Morpurgo, de la FUERZA terrestre, soltó una risotada.
—¿La perspectiva de un artista? Con el debido respeto, FEM, ¿qué demonios significa eso?
Gladstone sonrió. En vez de responder al general, se volvió hacia mí.
—¿Qué opina del desfile de la armada, Severn?
—Bonito —respondí.
El general Morpurgo resopló.
—¿Bonito? ¿Contempla la mayor concentración de poder de fuego en la historia de la galaxia y lo considera bonito? —Se volvió hacia otro militar y meneó la cabeza.
Gladstone aún sonreía.
—¿Y la guerra? —me preguntó—. ¿Tiene una opinión acerca de nuestro intento de rescatar Hyperion de los bárbaros éxter?
—Me parece estúpido —respondí.
Se hizo un gran silencio. Las encuestas en tiempo real de la Entidad Suma revelaban una aprobación del noventa y ocho por ciento ante la decisión de la FEM Gladstone de luchar en vez de ceder el mundo colonial de Hyperion a los éxters. El futuro político de Gladstone dependía de un resultado positivo en el conflicto. Los hombres y mujeres de esa sala habían cumplido importantes funciones en la organización, la decisión de invadir y las operaciones logísticas. El silencio se prolongó.
—¿Por qué es estúpido? —murmuró Gladstone.
Gesticulé con la mano derecha.
—La Hegemonía no ha librado guerras desde que se fundó hace siete siglos —expliqué—. Es absurdo poner a prueba su precaria estabilidad de esta manera.
—¡No ha librado guerras! —estalló el general Morpurgo. Se aferró las rodillas con las manos macizas—. ¿Cómo demonios llama usted a la Rebelión de Glennon-Height?
—Una rebelión —repliqué—. Un motín. Una acción policíaca.
El senador Kolchev mostró los dientes en una sonrisa huraña. Era de Lusus y parecía más musculatura que hombre.
—Acciones de la flota —dijo—, medio millón de muertos, dos divisiones FUERZA en combate durante más de un año. Vaya acción policíaca, hijo.
No contesté.
Leigh Hunt, un hombre mayor de aire consumido, con fama de ser el más íntimo asesor de Gladstone, carraspeó.
—Pero lo que dice el señor Severn es interesante. ¿Qué diferencia ve usted entre este… conflicto y las guerras de Glennon-Height?
—Glennon-Height era ex oficial de FUERZA —señalé, consciente de que aclaraba lo evidente—. Los éxters han sido una incógnita durante siglos. Las fuerzas de los rebeldes eran conocidas, su potencial resultaba fácil de calibrar; los enjambres éxter han estado fuera de la Red desde la Hégira. Glennon-Height permaneció dentro del Protectorado, asolando mundos cuya distancia respecto de la Red no superaba los dos meses de deuda temporal; Hyperion está a tres años de Parvati, nuestra base más próxima en la Red.
—¿Cree usted que no hemos pensado todo esto? —preguntó el general Morpurgo—. ¿Qué hay de la Batalla de Bressia? Ya luchamos contra los éxters allí. Eso no fue una… rebelión.
—Calma, por favor —rogó Leigh Hunt—. Continúe, Severn.
Me encogí de hombros.
—La principal diferencia es que ahora se trata de Hyperion —dije.
La senadora Richeau asintió como si la explicación fuera más que suficiente.
—Usted teme al Alcaudón —apuntó—. ¿Pertenece a la Iglesia de la Expiación Final?
—No. No soy miembro del Culto del Alcaudón.
—¿Qué es usted? —preguntó Morpurgo.
—Un artista —mentí.
Leigh Hunt sonrió y se volvió hacia Gladstone.
—Convengo en que necesitábamos esta perspectiva para recobrar la templanza, FEM —dijo al tiempo que señalaba la ventana y las holoimágenes de multitudes entusiastas—, pero ya hemos escuchado y sopesado plenamente los buenos argumentos de nuestro amigo artista.
El senador Kolchev carraspeó.
—Detesto mencionar lo evidente cuando parece que todos nos empeñamos en ignorarlo, pero… ¿tiene este caballero la calificación de seguridad adecuada para presenciar esta deliberación?
Gladstone asintió y exhibió la ligera sonrisa que tantos caricaturistas habían intentado plasmar.
—El Ministerio de Artes ha encomendado al señor Severn que me dibuje en una serie de retratos durante los próximos días o semanas. Entiendo que la teoría consiste en que cobrarán significación histórica y quizá den pie a un retrato oficial. De cualquier modo, Severn goza de una calificación de seguridad nivel T, y podemos hablar libremente en su presencia. Además agradezco su franqueza. Quizá su llegada sirva para sugerir que nuestra reunión ha concluido. Me reuniré con ustedes en la Sala de Guerra a las 0800 antes de que la flota se traslade al espacio de Hyperion.
El grupo se disolvió de inmediato. El general Morpurgo me fulminó con la mirada al marcharse. El senador Kolchev me observó con cierta curiosidad. El asesor Albedo simplemente se esfumó. Leigh Hunt fue el único que se quedó con Gladstone y conmigo. Se apoltronó y apoyó una pierna en el brazo del invalorable sillón pre-Hégira donde estaba sentado.
—Siéntese —me invitó.
Miré de soslayo a la FEM, quien se había acomodado detrás del macizo escritorio. Gladstone asintió. Me senté en la silla de respaldo recto que había ocupado el general Morpurgo.
—¿De verdad opina que es estúpido defender Hyperion? —preguntó Gladstone.
—Sí.
Gladstone alargó los dedos y se acarició el labio inferior. A sus espaldas, la ventana mostraba la continuación de los festejos, una algarabía silenciosa.
—Si tiene alguna esperanza de reunirse con su… gemelo —dijo—, redundaría en su interés que lleváramos a cabo esta campaña.
Guardé silencio. La ventana ahora mostraba el cielo nocturno surcado por estelas de fusión.
—¿Ha traído instrumentos de dibujo? —preguntó Gladstone.
Saqué el lápiz y la libreta de bosquejos, cuya existencia había ocultado a Diana Philomel.
—Dibuje mientras hablamos —indicó Meina Gladstone.
Empecé a dibujar, trazando un bosquejo de aquella postura relajada, casi desmañada, y retocando luego los detalles del rostro. Los ojos me intrigaban.
Advertí que Leigh Hunt me miraba intensamente.
—Joseph Severn —murmuró—. Interesante nombre.
Hice trazos rápidos y enérgicos para retratar los altos pómulos y la fuerte nariz de Gladstone.
—¿Sabe usted por qué la gente recela de los cíbridos? —preguntó Hunt.
—Sí —respondí—. El síndrome de Frankenstein. Temor a cualquier cosa con forma humana que no sea totalmente humana. La verdadera razón por la cual se prohibieron los androides.
—Ajá —convino Hunt—. Pero los cíbridos son totalmente humanos, ¿verdad?
—Genéticamente, sí —dije. Me sorprendí pensando en mi madre, recordando las ocasiones en que le leía cuando ella estaba enferma. Recordé a mi hermano Tom—. Pero también forman parte del Núcleo, de manera que responden a la descripción «no totalmente humanos».
—¿Forma usted parte del Núcleo? —preguntó Meina Gladstone, volviendo la cara hacia mí. Inicié un nuevo bosquejo.
—En realidad, no. Puedo viajar libremente por las regiones donde me permiten entrar, pero se parece más a un acceso a la esfera de datos que a la aptitud de una verdadera personalidad del Núcleo. —El rostro era más interesante en medio perfil, pero los ojos resultaban más enérgicos de frente. Esbocé la tracería de líneas que irradiaban los bordes de esos ojos. Era evidente que Meina Gladstone nunca se había concedido un tratamiento Poulsen.
—Si fuera posible guardar secretos ante el Núcleo —señaló—, sería una locura permitir que usted tuviera libre acceso a los consejos de gobierno. Dada la situación… —Aflojó las manos e irguió el cuerpo. Pasé a otra página—. Dada la situación, usted posee información que yo necesito. ¿Es verdad que puede usted leer la mente de su gemelo, la primera personalidad recobrada?
—No —respondí. Resultaba difícil captar el complicado juego de arrugas y músculos de las comisuras de los labios. Lo intenté con unos trazos, pasé a la enérgica barbilla y sombreé la zona que estaba debajo del labio inferior.
Hunt frunció el ceño y miró de soslayo a la FEM. Gladstone unió las yemas de los dedos.
—Explíquese —indicó.
Aparté los ojos del dibujo.
—Sueño. El contenido del sueño parece corresponderse con los acontecimientos relacionados con la persona que lleva el implante de la anterior personalidad Keats.
—Una mujer llamada Brawne Lamia —manifestó Leigh Hunt.
—Sí.
Gladstone asintió.
—¿De manera que la personalidad Keats original, presuntamente muerta en Lusus, todavía vive?
Vacilé.
—Todavía es consciente —admití—. Usted sabe que el sustrato primario de personalidad fue extraído del Núcleo, quizá por el cíbrido mismo, e implantado en una bioconexión Schron que Lamia lleva.
—Sí, sí —se impacientó Leigh Hunt—. Pero lo cierto es que usted está en contacto con la personalidad Keats y, a través de ella, con los peregrinos del Alcaudón.
Rápidos trazos brindaron un fondo oscuro para dar más profundidad al boceto de Gladstone.
—No estoy en contacto. Sueño con Hyperion y las emisiones ultralínea confirman que los sueños se corresponden con acontecimientos en tiempo real. No me puedo comunicar con la personalidad Keats pasiva, ni con el organismo huésped o los demás peregrinos.
La FEM Gladstone parpadeó.
—¿Cómo sabía lo de las emisiones ultralínea?
—El cónsul habló a los demás peregrinos acerca de la capacidad de su comlog para retransmitir a través del equipo ultralínea de su nave. Lo reveló antes que todos descendieran al valle.
El tono de Gladstone evocaba sus años de abogada, antes de iniciarse en política.
—¿Y cómo reaccionaron los demás ante esa revelación?
Me guardé el lápiz en el bolsillo.
—Sabían que había un espía entre ellos. Usted misma se lo dijo a todos.
Gladstone miró de soslayo a su ayudante. Hunt permaneció inexpresivo.
—Si está usted en contacto con ellos —dijo Gladstone—, sabrá que no recibimos ningún mensaje desde que abandonaron la Fortaleza de Cronos para descender hacia las Tumbas de Tiempo.
Sacudí la cabeza.
—El sueño de anoche terminó cuando se aproximaban al valle.
Meina Gladstone se levantó, caminó hacia la ventana, alzó una mano y la imagen se desvaneció.
—¿Entonces no sabe si alguno de ellos aún vive?
—No.
—¿Cuál era la situación la última vez que usted… soñó?
Hunt no me quitaba los ojos de encima. Meina Gladstone escudriñaba la oscura pantalla, dándonos la espalda.
—Todos los peregrinos estaban vivos —respondí—, con la posible excepción de Het Masteen, la Verdadera Voz del Árbol.
—¿Murió? —preguntó Hunt.
—Desapareció de la carreta eólica en el Mar de Hierba, dos noches antes, horas después de que las naves éxter destruyeran la nave-árbol Yggdrasill. Pero poco antes de descender de la Fortaleza de Cronos, los peregrinos vieron una figura con túnica que cruzaba la arena rumbo a las Tumbas.
—¿Het Masteen? —preguntó Gladstone.
Alcé una mano.
—Eso creyeron ellos. No estaban seguros.
—Hábleme de los demás —pidió la FEM.
Cobré aliento. Por los sueños sabía que Gladstone conocía por lo menos a dos de los integrantes de la última Peregrinación del Alcaudón; el padre de Brawne Lamia había sido senador, y el cónsul de la Hegemonía había sido representante personal de Gladstone en negociaciones secretas con los éxters.
—El padre Hoyt sufre grandes dolores —dije—. Contó la historia del cruciforme. El cónsul supo que Hoyt también tiene uno… dos, en realidad. El del padre Duré y el propio.
Gladstone asintió.
—¿De manera que todavía lleva el parásito de la resurrección?
—Sí.
—¿El dolor se intensifica a medida que se acerca a la guarida del Alcaudón?
—Eso creo.
Continúe.
—El poeta, Silenus, estuvo ebrio casi todo el tiempo. Está convencido de que su poema inconcluso predijo y determina el curso de los acontecimientos.
—¿En Hyperion? —preguntó Gladstone, aún de espaldas.
—En todas partes.
Hunt miró a la Funcionaria Ejecutiva Máxima y luego me observó a mí.
—¿Silenus está loco?
Lo miré sin responder. En realidad no lo sabía.
—Continúe —repitió Gladstone.
—El coronel Kassad aún es presa de sus obsesiones gemelas: hallar a la mujer llamada Moneta y matar al Alcaudón. Sabe que ambos pueden ser una única entidad.
—¿Está armado? —murmuró Gladstone.
—Sí.
—Continúe.
—Sol Weintraub, el profesor de Mundo de Barnard, espera entrar en la tumba llamada la Esfinge en cuanto…
—Perdón —interrumpió Gladstone—. ¿Su hija todavía le acompaña?
—Sí.
—¿Qué edad tiene ahora Rachel?
—Cinco días, creo. —Cerré los ojos para recordar el sueño de la noche anterior con mayor detalle—. Sí, cinco.
—¿Y todavía sigue rejuveneciendo?
—Sí.
—Continúe, Severn. Por favor, hábleme de Brawne Lamia y el cónsul.
—Lamia cumple con los deseos de su ex cliente y amante. La personalidad Keats consideraba necesario enfrentarse al Alcaudón. Lamia lo está haciendo en nombre de él.
—Severn —comenzó Leigh Hunt—, habla usted de la «personalidad Keats», como si no guardara ninguna relación con su propia…
—Luego, Leigh, por favor —intervino Meina Gladstone. Se volvió hacia mí—. El cónsul me intriga. ¿También reveló sus razones para formar parte de la peregrinación?
—Sí.
Gladstone y Hunt esperaron.
—El cónsul les habló de su abuela —dije—. La mujer llamada Siri, quien inició la rebelión de Alianza-Maui hace más de medio siglo. Les habló de la muerte de su familia durante la Batalla de Bressia, y reveló sus reuniones secretas con los éxters.
—¿Eso es todo? —preguntó Gladstone. Los ojos castaños eran muy intensos.
—No. El cónsul les comentó que había activado un artefacto éxter que aceleraba la apertura de las Tumbas de Tiempo.
Hunt se irguió en el sillón y bajó la pierna. Gladstone suspiró visiblemente.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Cómo reaccionaron los demás ante esta revelación de… traición? —preguntó.
Vacilé, traté de reconstruir las imágenes oníricas de una manera más lineal de lo que permitía la memoria.
—Algunos lo tomaron a mal —precisé—. Pero a estas alturas ninguno siente extrema lealtad por la Hegemonía. Decidieron continuar. Creo que cada peregrino entiende que el Alcaudón, no un agente humano, les infligirá el castigo.
Hunt descargó un puñetazo sobre el brazo del sillón.
—Si el cónsul estuviera aquí —masculló—, pronto descubriría lo contrario.
—Calma, Leigh. —Gladstone regresó hacia el escritorio, tocó unos papeles. Todas las luces de comunicaciones parpadeaban con impaciencia. Me sorprendió que dedicara tanto tiempo a charlar conmigo en semejante momento—. Gracias Severn. Quiero que se quede con nosotros los próximos días. Ahora lo conducirán a su suite del ala residencial de la Casa de Gobierno.
Me levanté.
—Regresaré a Esperance a buscar mis cosas —dije.
—No es necesario —replicó Gladstone—. Las trajeron aquí antes que usted bajara de la plataforma del términex. Leigh le indicará el camino.
Asentí y seguí al hombre alto hacia la puerta.
—Señor Severn… —llamó Meina Gladstone.
—¿Sí?
La FEM sonrió.
—Le aseguro que agradezco su anterior franqueza —dijo—. Pero, a partir de ahora, entendamos que usted es un artista de la corte, y sólo eso, callado e invisible. ¿Comprendido?
—Comprendido ejecutiva.
Gladstone asintió y se volvió hacia el parpadeo de las luces telefónicas.
—Muy bien. Por favor, lleve su libreta de bosquejos a la Sala de Guerra a las 0800.
Un guardia de seguridad nos recibió en la antesala y empezó a conducirme hacia el laberinto de pasillos y puestos de inspección. Hunt le gritó que se detuviera y avanzó por la ancha sala con pasos resonantes. Me tocó el brazo.
—No se equivoque —advirtió—. Sabemos… ella sabe… quién es usted, qué es usted y a quién representa usted.
Le sostuve la mirada y liberé mi brazo con calma.
—Enhorabuena —mascullé—, porque a estas alturas le aseguro que yo no lo sé.