De pie frente a la cabaña del cazador, Lorkin miró en torno a sí y se preguntó qué hora sería. Lo único de lo que estaba seguro era de que había amanecido, pues la niebla que lo rodeaba era demasiado brillante para estar iluminada solo por la luna.
«¿Debo quedarme aquí hasta que se disipe?»
A causa de la ventisca que los había retrasado a Tyvara y a él, empezaba a agotársele la comida. Aunque estaba dispuesto a pasar hambre durante un día, sabía que al final del valle, unos Traidores disfrazados de esclavos lo esperaban. Cuanto más tardara en llegar, más probable sería que se notara su ausencia en la finca a la que pertenecían.
«Mientras continúe bajando, dudo que me pierda. Tyvara dijo que no me desorientaría si caminaba de noche, pues el sendero atraviesa la boca del valle. Según ella, solo tenía que avanzar hasta encontrarlo, doblar a la izquierda y seguirlo hasta el final.»
Seguramente estas instrucciones continuaban siendo válidas.
Volvió la vista hacia la cabaña, oculta casi por completo tras la niebla. Enterró el trineo en la nieve, como le había indicado Tyvara. Supuso que pronto alguien lo llevaría de vuelta a Refugio. Dejó también su mochila y se mudó para ponerse el tipo de ropa que los cazadores solían llevar en invierno; unos pantalones de factura tosca y un jubón bajo una capa hecha de pieles cosidas entre sí, con capucha. Sus botas también eran del mismo material, con la parte peluda por dentro. Completaban su atuendo unos guantes sencillos, simples bolsas de cuero. Los cazadores integraban otro grupo de sachakanos que no encajaban del todo en la división rígida entre esclavos y ashakis. Eran hombres libres, pero no magos. Les permitían vivir en las fincas a cambio de pieles, carne y otros de los bienes que producían, pero nadie los consideraba esclavos. Como se pasaban gran parte del año en lugares remotos, le habría resultado difícil a un amo mantenerlos vigilados. Además, tenían una especie de acuerdo con los Traidores, que los dejaban tranquilos siempre y cuando permanecieran alejados de ciertas zonas de las montañas. Algunos ayudaban activamente a los Traidores permitiendo que utilizaran sus cabañas, aunque quizá no les quedaba otro remedio. Si querían seguir gozando de la libertad de cazar en las montañas, les convenía llevarse bien con los magos que vivían allí.
El traje de cazador era el disfraz ideal para Lorkin. Si algún ashaki lo veía, apenas se fijaría en él, pues no era extraño que un cazador rondara solo por ahí. Aunque en realidad nadie habría podido verlo aquel día.
Volvió la espalda hacia las montañas y echó a andar. La niebla era tan densa que tenía que mirar constantemente al suelo para evitar los obstáculos. Después de tropezar varias veces en hondonadas y con la orilla del río, ocultas bajo la nieve, desgajó una rama de uno de los árboles escuálidos y la utilizó para sondar los montones de nieve con los que topaba mientras caminaba. Esto lo hacía ir más lento, por lo que se figuró que aún tardaría un rato en llegar al camino. Sin embargo, tras el alivio que supuso un tramo de terreno llano, se encontró con una caída abrupta, por lo que se detuvo y miró alrededor. Al explorar a derecha e izquierda, descubrió que la zona plana se extendía en ambas direcciones y era de un ancho constante. Tenía que tratarse del camino.
«Tyvara me dijo que torciera a la izquierda. Si me equivoco y esto no es el camino, la zona plana pronto terminará o toparé con la pared del valle.»
Así pues, se encaminó en la dirección que ella le había indicado. Varios cientos de pasos más adelante, se tranquilizó un poco. La superficie seguía siendo recta y, salvo por alguna que otra huella de carro o charco, regular. Ahora que no tenía que estar pendiente de los obstáculos, pudo pasear la vista en torno a sí y escrutar la niebla en busca de los Traidores que lo esperaban.
Al cabo de un rato, empezó a preocuparle la posibilidad de que los pasara de largo sin que lo vieran. Aunque la niebla amortiguaba los sonidos, el crujido de sus pisadas sobre la nieve y el chapoteo en los charcos ocasionales le parecían bastante fuertes, por lo que tuvo que resistir el impulso de ser más silencioso.
«Si se acerca un carruaje, al menos debería poder oírlo a tiempo para salir del camino y esconderme. Da igual que no haya nada detrás de lo que ocultarse; seguramente basta con que me ponga en cuclillas y me quede quieto para que cualquiera que me vea me tome por una piedra.»
Oyó una voz detrás de sí y se quedó helado. No alcanzaba a distinguir lo que había dicho, pero no le cupo la menor duda de que estaba llamando a alguien.
«¿A mí?»
Reflexionó sobre lo que le había dicho Tyvara respecto a la probabilidad de que se cruzara con ashakis. «En principio no te toparás con ningún ashaki. No suelen viajar en esta época del año.» Dudaba que alguien se adentrara en aquella niebla por voluntad propia, y no había oído sonidos de ruedas de carro o cascos de caballos. Las únicas personas que tenían un motivo para estar a la intemperie en un día como aquel debían de ser las que lo buscaban. El grito había sonado a su espalda. Tal vez habían visto sus huellas y se habían dado cuenta de que había pasado de largo.
La voz lo llamó de nuevo, esta vez desde más lejos. Él se dirigió hacia delante. Después de unos pasos, vio que algo se movía. Vislumbró una figura que se acercaba. Era un hombre que caminaba con aplomo, vestido con pantalones y una chaqueta corta.
«Un ashaki.»
Se detuvo, pero era demasiado tarde. El hombre lo había visto. A Lorkin el corazón empezó a latirle a toda prisa. ¿Debía postrarse en el suelo y esperar que el hombre creyera que era un esclavo? Por otro lado, un cazador no se comportaría así.
—No eres Chatiko —dijo el hombre, deteniéndose. Se acercó más y clavó la vista en Lorkin, inclinándose hacia delante—. Te conozco. Te he visto antes. —De pronto lo reconoció y abrió mucho los ojos, sorprendido—. ¡Eres ese mago kyraliano, el que desapareció!
No tenía sentido negarlo. Las palabras de Tyvara le vinieron a la memoria.
«Si tropiezas con uno, dile quién eres y pídele que te lleve de vuelta a la Casa del Gremio. Estará obligado a ayudarte por motivos políticos.»
—Soy lord Lorkin, del Gremio de Magos de Kyralia —declaró—. Le pido formalmente que me lleve de vuelta a la Casa del Gremio, en Arvice.
El hombre sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Pues estás de suerte. Nosotros también nos dirigimos hacia allí. Íbamos a esperar a que el día se despejara, pero el maestro Voriko ha insistido en que partiéramos al alba. Soy el maestro Akami.
Lorkin intentó pensar una respuesta. «Dos de ellos tienen el título de maestro, de menor rango que el de ashaki. Eso podría ser ventajoso para mí.» Consiguió sonreír.
—Gracias, maestro Akami.
Ante esta muestra de modales kyralianos, el sachakano lo miró con una expresión divertida que Lorkin conocía bien, y señaló el camino.
—El carruaje está allí atrás. El maestro Chatiko ha tenido que parar a hacer aguas menores. —Lorkin echó a andar junto al hombre—. Estaba tardando tanto que he ido a buscarlo. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes? Podríamos haber pasado por tu lado sin verte. ¡Ah! Ya ha vuelto.
Otro hombre estaba de pie junto al carruaje. Cuando avistó a Lorkin, lo miró de arriba abajo con un gesto de desconcierto y desagrado.
—Mira lo que me he encontrado —anunció el maestro Akami—. ¡Un mago kyraliano perdido! Apuesto a que tiene muchas cosas que contarnos. ¡Nos mantendrá entretenidos durante todo el trayecto a la ciudad!
No bien hubieron izado los baúles a bordo del Inava, levaron anclas y desplegaron las velas. Dannyl, Tayend y Achati fueron guiados al único lugar de la cubierta donde no estorbaban al capitán ni a su tripulación de esclavos.
Achati miró a Dannyl.
—Qué, ¿estás satisfecho con lo que has averiguado aquí, embajador?
Dannyl asintió.
—Sí, aunque me gustaría regresar para tomar notas sobre más leyendas dúneas. Les pedí que me relataran las que tenían que ver con magia, pero seguro que hay muchas más. Supongo que ese libro tendrá que escribirlo otro.
Achati movió la cabeza afirmativamente.
—Tal vez tu ayudante. Parece muy interesada en las tribus.
Dannyl sintió una leve punzada de culpabilidad por haber dejado a Merria en Arvice. «Pero alguien tenía que quedarse en la Casa del Gremio.»
—Sí, lo está.
—¿Y qué me dices de ti, embajador Tayend? —preguntó Achati, volviéndose hacia el elyneo.
Tayend agitó la mano en un gesto vago que podía significar muchas cosas. Dannyl advirtió que estaba un poco pálido.
—¿Te has tomado el remedio para el mareo? —inquirió Achati.
—Aún no —reconoció Tayend—. Quería contemplar por última vez... —Tragó y sacudió la mano en dirección al valle—. Me lo tomaré en cuanto dejemos atrás la bahía.
Achati frunció el entrecejo, preocupado.
—Tardará un poco en hacer efecto, y no te servirá de nada si no consigues retenerlo en el estómago.
—Ashaki Achati —lo llamó el capitán.
Todos se volvieron hacia el hombre, que apuntaba con el dedo al arco norte de la bahía, con los ojos brillantes y una sonrisa sombría en los labios. Unos nubarrones oscurecían el cielo, y cortinas de lluvia ocultaban el horizonte.
Achati rió entre dientes.
—Se avecina una tormenta. —Dio un paso hacia el capitán—. Le echaré una mano.
El hombre arqueó las cejas.
—¿Tiene experiencia?
Achati desplegó una gran sonrisa.
—De sobra.
El hombre asintió y sonrió de nuevo. Cuando Achati dio media vuelta, sus ojos centelleaban de emoción. A Dannyl se le erizó la piel.
—¿No vamos a volver a puerto? —preguntó Tayend, con un deje de pánico en la voz.
—No —respondió Achati—. Más vale que te tomes ese remedio cuanto antes.
—El capitán y tú estáis encantados con esto, ¿verdad? —preguntó Dannyl mientras el elyneo se alejaba a toda prisa.
Achati asintió.
—Así es. Las tempestades son frecuentes en esta época. Las aprovechamos desde hace siglos. Todo ashaki que viaje por mar (y que aprecie su vida, claro está), aprende a capearlas. Con magia para evitar que el barco se caiga a pedazos y un capitán con experiencia para gobernarlo, se puede navegar desde Dunea hasta Arvice en pocos días.
Como para ratificar sus palabras, una racha de viento sacudió el buque cuando este abandonó la protección de la bahía. Dannyl y Achati se agarraron a la barandilla para no perder el equilibrio.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Dannyl, gritando para hacerse oír por encima del viento.
Achati soltó una carcajada que denotaba tanto afecto como desdén.
—No te preocupes. El rey se ocupará de que la magia que usemos el capitán y yo nos sea repuesta.
«En otras palabras, solo un mago superior es lo bastante poderoso para eso.»
Dannyl nunca se había sentido tan inútil por no ser un mago negro. Paradójicamente, esto hizo que se resistiera a refugiarse en la seguridad de su camarote.
—Entonces me quedaré a mirar —dijo.
—Luego —repuso Achati, sacudiendo la cabeza—. Los remedios contra el mareo no son la panacea. Tayend necesitará tu ayuda.
Dannyl se fijó en los ojos del sachakano y percibió inquietud en ellos. Con un suspiro, Dannyl asintió y fue en busca del embajador de Elyne.
Cuando se aproximaba al final del pasillo, Sonea vio a través del vestíbulo de la universidad que un carruaje se detenía delante. Durante el breve instante en que la ventanilla del vehículo le resultó visible, distinguió un rostro conocido.
«Dorrien.»
Farfulló una maldición. Si cruzaba el vestíbulo, él la vería y la abordaría. Ella no estaba de humor para un encuentro así, cargado de preguntas tácitas, culpabilidad y deseo. El miedo que se había adueñado de ella durante la Vista la había tenido todo el día con los nervios a flor de piel.
Así pues, giró sobre sus talones y echó a andar de nuevo por el pasillo hasta entrar en el aula vacía más cercana. Hacía un buen rato que los aprendices se habían marchado. Las filas de mesas y sillas despertaron en ella recuerdos gratos y desagradables.
«¿O debería decir tolerables y desagradables? Aunque me gustaba aprender magia, no era muy divertido aprenderla entre mis compañeros de clase, ni siquiera cuando no me hacían la vida imposible, me volvían la espalda o, en el caso de Regin, buscaban maneras cada vez más humillantes y dolorosas de atormentarme.»
Después de que la admitieran de nuevo en el Gremio, le había sido difícil completar su instrucción, pues tenía que asimilar las lecciones sin que un profesor le comunicara los conceptos más complicados mente a mente. A pesar de todo, había sabido sobrellevarlo. Y el dolor por la muerte de Akkarin. Y su embarazo de Lorkin.
«Regin ha acabado convirtiéndose en una buena persona —pensó. Esbozó una sonrisa irónica—. Nunca creí que llegaría a opinar eso. O a echarlo de menos.»
Y, en cierto modo, lo añoraba. En la primera etapa de la búsqueda, había sido mejor contar con un ayudante que no estuviera loco por ella. Las cosas se habían complicado demasiado con Dorrien. Ella deseaba que encontraran a Skellin y Lorandra lo antes posible, o que la hija de Dorrien ingresara en el Gremio pronto, para que Alina y él pudieran regresar al campo.
«Supongo que eso significa que no estoy enamorada de él —advirtió de pronto—. Tal vez lo estaría si no hubiera tantos factores que lo estropean todo. O tal vez... Tal vez si fuera amor, esos factores no podrían estropearlo. Al parecer, es muy corriente que la gente cometa infidelidades. La idea de engañar a un cónyuge o de provocar un escándalo no basta para disuadirlos.»
Con un suspiro, se dirigió hacia la puerta del aula. Dorrien ya debía de haber pasado por el corredor. Se detuvo al oír voces y pasos que se acercaban, pues no quería que nadie viera que se había escondido.
—¿Eso te convenció de que tenías que dejar la craña? —preguntó una voz femenina.
La voz le resultaba familiar. Cuando se percató de que era la de lady Vinara, oyó que otra persona le respondía y se estremeció al reconocerla.
—Estoy convencido, pero tal vez no sea el mejor momento —respondió el Mago Negro Kallen cuando pasaban por delante del aula—. Lo que menos me conviene ahora es distraerme con...
—Nunca es un buen momento —replicó Vinara—. ¿Crees que no le oigo decir eso todos los días a...?
La voz de la sanadora se apagó hasta volverse inaudible. Los dos se dirigían a paso veloz hacia el vestíbulo, camino del despacho de Osen, adonde Sonea también debía acudir.
Contó hasta cincuenta, salió del aula y reanudó su camino. Reflexionó sobre lo que había oído, debatiéndose entre una sensación de triunfo y la preocupación. Por un lado, la alegraba saber que tenía razón: el consumo de craña por parte de Kallen efectivamente era un problema. Por otro lado, la consternaba saber que tenía razón: el consumo de craña por parte de Kallen era un verdadero problema. Y, como ella también era una maga negra, el problema le concernía también a ella.
La puerta del despacho de Osen estaba cerrándose cuando ella llegó, así que la empujó y entró en la habitación. Rothen ya estaba allí. Ella le sonrió al pasar. Los tres líderes de las disciplinas ocupaban sus sillas habituales. Kallen se encontraba de pie junto a la pared. El administrador estaba sentado. Se miraron a los ojos e intercambiaron una inclinación de la cabeza. Acto seguido, ella se apostó en su lugar de siempre, a un lado del escritorio.
Los pocos magos superiores que faltaban llegaron poco después, y Osen dio comienzo a la reunión explicando lo ocurrido antes de la Vista; la comunicación de Dannyl, el encuentro de Kallen, Naki, Sonea y Lilia en su despacho y lo que Kallen había visto en la mente de Naki después de que le quitaran el anillo.
—El rey no ha concedido el indulto a Naki —les informó Osen para finalizar.
Se impuso un silencio tras este anuncio. Sonea examinó los rostros de los magos. Algunos asentían, como si la noticia no les sorprendiera en absoluto. Otros parecían horrorizados. Rothen la observaba, con expresión comprensiva y preocupada. Ella sintió que se le hacía un nudo en el estómago y se le secaba la boca.
«¿Qué hago si me piden que lleve a cabo la ejecución?» Ya había decidido que no protestaría si se lo ordenaban, pero si le daban la opción de rechazar la petición, lo haría. «No hay una decisión correcta en este caso. O acepto y cargo con otra muerte en mi conciencia, o me niego y obligo a otro a asumir esa responsabilidad.»
Ese otro, con toda probabilidad, sería Kallen. Nunca antes había matado a nadie, desde luego no con magia negra, y si no querían que la energía de Naki se liberara cuando ella muriera, había que despojarla de ella antes. Naki no era una invasora, sino una joven kyraliana. Por muy antipático que Kallen le resultara a Sonea, ella no le deseaba el mal trago de llevar a cabo semejante ejecución.
«Si lo hago yo, la gente tendrá otra imagen de mí, la de una persona fría y despiadada. Si eludo esa tarea, me considerarán desleal y cobarde. Me...»
—He hablado de ello con el Mago Negro Kallen y el Gran Lord Balkan —dijo Osen—. Kallen anulará los poderes de Naki, Balkan ejecutará la sentencia.
Sonea parpadeó sorprendida al mismo tiempo que la recorría una oleada de alivio. Varias exhalaciones simultáneas se sumaron en un siseo suave que llenó la habitación.
—El rey se ha mostrado de acuerdo en que la ejecución no debe ser pública —prosiguió Osen—, a pesar del efecto disuasorio que podría tener. —Esto suscitó varios gestos de aprobación alrededor—. Se llevará a efecto esta noche. La existencia de las gemas que bloquean la lectura mental debe permanecer en secreto —agregó Osen con firmeza—. Dicho conocimiento no debe salir de este despacho. Los sachakanos no saben nada de este tipo de magia, pero si oyeran hablar de él, las consecuencias serían desastrosas.
Osen miró a cada uno de los magos a los ojos, pausadamente, hasta que todos asintieron con la cabeza y emitieron un murmullo de conformidad; entonces se relajó y los invitó a formularle preguntas. Sonea estaba tan absorta en su alivio que apenas las oyó.
Tardó un poco en comprender el motivo de la decisión de Osen: Balkan, en su calidad de Gran Lord, era el líder del Gremio y tenía formación de guerrero, por lo que resultaba adecuado que él hiciera cumplir la ley. A Kallen y a ella los habían aceptado como magos negros solo para que defendieran al Gremio de una eventual invasión. La privación de los poderes de Naki por parte de Kallen sería una medida práctica, no muy distinta de lo que Sonea y él hacían con los magos moribundos para asegurarse de que fallecieran sin que la magia que quedaba en su interior causara destrozos.
Una ansiedad absurda embargó a Sonea. «¿Creen que yo no podría o querría hacerlo? ¿Creen que no soy de fiar?
»Oh, cállate», se dijo.
La reunión finalizó poco después. Rothen alcanzó a Sonea cuando ella salió del despacho.
—¿Irás al hospital esta noche? —preguntó él.
Caminaron hasta el vestíbulo y se detuvieron frente a las puertas abiertas de la universidad. Ambos tendieron la vista hacia el bosque, que estaba espolvoreado de nieve.
—No lo sé —respondió Sonea—. No he dormido hoy. Podría volver a mi dormitorio, pero no serviría de nada. Podría ir al hospital, pero me temo que estaría... demasiado distraída.
Él le dio la razón con un gruñido.
—Como todos, hasta que esto haya terminado.
—Y durante un tiempo después. ¿Cuándo fue la última vez que el Gremio se vio obligado a ejecutar a un miembro... o ex miembro?
Él se encogió de hombros.
—Hace mucho tiempo. Tanto, que creo que tendría que consultarlo en un libro de historia.
Sonea volvió la vista hacia atrás. El vestíbulo estaba desierto, pues todos los magos superiores se habían marchado ya.
—Reconozco que me alivia que hayan elegido a otros como verdugos —murmuró—, aunque será duro para Kallen estar presente y participar en el acto. Nunca ha... No tiene experiencia en esto.
—Muchos creen que ya te han pedido demasiado —contestó Rothen en voz baja—. Se sienten culpables por lo que le ha ocurrido a Lorkin.
Ella clavó los ojos en los suyos. «Hacen bien en sentirse culpables por haber enviado a Lorkin a Sachaka», pensó, triunfal pero con cierta amargura. La mirada de Rothen se mantenía firme y daba a entender algo más. Ella se preguntó con qué frecuencia hablaban sobre ella los magos superiores.
—¿Es por esto por lo que aún no han expulsado a Lorkin del Gremio oficialmente? —preguntó.
Él asintió.
—¿O es que tienen miedo de lo que yo diría y haría si lo expulsaran?
Rothen soltó una risita.
—Eso también. —Su expresión se tornó seria—. No he tenido oportunidad de darte una noticia triste..., sobre otra persona, no sobre Lorkin.
—¿Qué noticia?
—La esposa de Regin ha intentado suicidarse.
—¡Oh! Eso es terrible.
—Al parecer, lleva años intentándolo. Pero es la primera vez que... en fin, que uno de esos intentos sale a la luz pública inevitablemente. Circulaban muchos rumores, pero... —Rothen hizo una mueca—. No me gustaba prestarles oído.
—Pobre Regin —comentó ella.
—Sí, pero... creo que no exactamente por lo que tú te imaginas.
—¿A qué te refieres?
Rothen suspiró.
—Según los rumores, cada vez que ella ha intentado matarse ha sido porque él ha descubierto y ahuyentado a uno de sus amantes.
Sonea torció el gesto.
—Ah.
—Por lo que he oído, él viene de vuelta hacia Imardin y ha pedido alojamiento en el Gremio. Le ha dejado su casa de Elyne a una de sus hijas, y su residencia familiar de Imardin a la otra.
—Debe de estar muy enfadado.
—Así es.
Sonea sintió un asomo de esperanza, algo inapropiado y ligeramente traicionero. «También necesitará ocupar su mente en algo..., como la caza de un renegado.» Tomó a Rothen del brazo y tiró de él hacia el pasillo de la universidad.
—¿Hay muchas personas que tienen problemas con su matrimonio, o es solo impresión mía?
—¿Quién más tiene problemas con su matrimonio? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Pues... otras personas. A propósito de magos que vuelven a su hogar, hay algo de lo que quería hablarte. Algo que deberíamos poder conseguir sin ofender a nadie si colaboramos juntos.