Cuando los azotes de Damend atravesaron el escudo defensivo de Pepea, Lilia notó que el escudo interior que sujetaba se debilitaba bajo el ataque, por lo que se apresuró a enviarle energía.
—Bien hecho —dijo lady Rol-Ley, mirando a Damend y asintiendo con la cabeza—. El ganador del tercer asalto es Damend. Froje y Madie lucharán a continuación.
Torciendo el gesto, las dos chicas se pusieron de pie y se acercaron a la profesora de mala gana. Lilia dejó que el escudo interior que rodeaba a Pepea desapareciera y esperó las instrucciones de la profesora. Ley pertenecía al pueblo de los lanianos, una raza que se enorgullecía de las habilidades como guerreros que demostraban tanto sus hombres como sus mujeres. Sin embargo, surgían pocos magos entre ellos, y no muy poderosos, por lo que, aunque Ley estaba en forma y era buena estratega, necesitaba ayuda para que sus clases fueran seguras.
Ley se volvió hacia Lilia.
—Protege a Madie. Yo escudaré a Froje.
Lilia extendió la mano para posarla sobre el hombro de Madie y buscó su energía con sus sentidos, a fin de crear un escudo interior que estuviera coordinado con ella. De lo contrario, el escudo impediría que Madie lanzara azotes.
No percibió nada. Madie estaba rígida y tensa. Cuando alzó la vista, Lilia vio que su vieja amiga apartaba los ojos con brusquedad para rehuir su mirada. De pronto la energía de la chica estaba allí, visible para sus sentidos. Molesta, Lilia creó el escudo interior.
—No sé qué sentido tiene esto —se quejó Froje—. Ya sé que se supone que todos los magos deben ejercitar sus habilidades de combate por si vuelven a invadirnos, pero a las dos se nos da fatal. En una batalla seríamos un lastre, más que una ayuda.
Ley soltó una risita.
—Tal vez os llevaríais una sorpresa.
—Lo dudo. Además, seguramente ni siquiera tendríamos energía para luchar. Se la cederíamos toda a los Magos Negros Sonea y Kallen.
—Podrías disponer de horas, de medio día, incluso, para recuperar parte de esa energía antes de que comenzara la batalla, así que no estaríais totalmente desprovistas de fuerza. Aunque Sonea y Kallen fueran derrotados, la lucha habría debilitado a nuestro enemigo. Sería una lástima que no pudiéramos rematarlo y salvarnos solo porque algunos hemos sido demasiado perezosos para practicar nuestras habilidades de guerrero. Y ahora, ocupad vuestras posiciones.
Las dos chicas se alejaron arrastrando los pies hacia la entrada de la Arena. Ley sacudió la cabeza y suspiró.
—No se les daría tan mal si se entrenaran —comentó.
Lilia se encogió de hombros.
—Se entrenarían si les gustara. Y les gustaría si se les diera bien.
Ley miró a Lilia y sonrió.
—¿Te gusta la disciplina de habilidades de guerrero?
—No tengo aptitudes para ello. No me aclaro respecto a qué tipo de azote hay que utilizar en cada caso.
La profesora asintió.
—No tienes la mentalidad de una atacante. Pero eres fuerte y atenta. Eso te convierte en una buena defensora.
Una cálida sensación de gratitud invadió a Lilia. «Así que no soy una nulidad para esto, pero tampoco llegaré a ser una gran guerrera. —Saber que había acertado al descartar aquella disciplina supuso un alivio para ella—. Ahora solo tengo que optar entre la sanación y la alquimia.»
Por fortuna, disponía de un año y medio para decidirse. A Naki solo le quedaba medio año, y se debatía entre las habilidades de guerrero y la alquimia. Le preocupaba que si elegía la primera acabara por arrepentirse, pese a que era su disciplina favorita y la que mejor se le daba, pues en tiempos de paz solo le serviría para dar clases, y no creía que tuviera madera de profesora.
«En cambio, a mí la alquimia me interesa más, pero me parece un capricho, teniendo en cuenta que puedo resultar más útil a los demás si me dedico a la sanación.»
Si ambas elegían la alquimia, sería algo que tendrían en común durante el año que Lilia continuaría en la universidad. Naki sería una maga graduada, libre de hacer lo que quisiera.
Lilia notó una punzada de intranquilidad en la tripa. No podía apartar de su mente el temor a que Naki, después de graduarse, se hartara de que Lilia estuviera siempre ocupada con sus clases y se buscara otra amiga. «Pero me estoy anticipando a los acontecimientos —pensó—. Ni siquiera estoy segura de que Naki quiera pasar mucho tiempo conmigo de todos modos. Ni sé si mi amor por ella es correspondido.»
Como para refutar este pensamiento, le vino a la memoria la imagen de Naki llevándose el dedo a los labios e inclinándose sobre el asiento del carruaje para posar el dedo sobre los labios de Lilia. Había dejado a Lilia en el Gremio después de salir de la casa de braseros. Lilia no había sido capaz de disimular su decepción. Había abrigado la esperanza de que Naki la llevara a su casa.
—Te veré mañana —había dicho Naki—. Recuerda que no debemos mostrar el menor indicio de que somos algo más que amigas. ¿Lo entiendes? Ni el menor indicio. Ni siquiera cuando creas que estás sola. El observador que pasa inadvertido es el que acaba por pillarte.
«"Más que amigas." Sin duda eso significa que Naki me quiere también.»
Un impacto súbito en su escudo devolvió bruscamente su atención a la Arena, y, de forma instintiva, ella invocó magia y la envió hacia él.
—Froje gana el primer asalto —anunció lady Rol-Ley—. Que dé comienzo el segundo asalto.
El día siguiente a su visita a la casa de braseros, Naki había dicho que Lilia podría dormir en su casa el fin de semana. Lilia intentó no pensar en ello. En cambio, respiró hondo e hizo un esfuerzo por concentrarse en las dos chicas que combatían en la Arena y en mantener fuerte su escudo.
Sin embargo, por dentro, sentía un hormigueo de expectación en el estómago.
En cuanto abrió la puerta, Lorkin entendió de inmediato por qué Evar, en sus instrucciones, se había referido al pasadizo como un túnel. Las paredes estaban toscamente talladas. Durante un tramo largo le dio la impresión de que caminaba por una fisura natural, pues el suelo se hallaba cubierto de piedras grandes y planas, y el techo se estrechaba poco a poco hasta quedar reducido a una grieta oscura, muy por encima de su cabeza. Su suposición se vio confirmada cuando el suelo llegó a su fin de repente. Lorkin echó un vistazo por encima del borde y envió su globo de luz hacia abajo. La grieta descendía por debajo del suelo, que, en efecto, consistía en losas encajadas entre las paredes. La profundidad del abismo que tenía delante era imposible de determinar. El brillo de su globo de luz no penetraba lo suficiente en la oscuridad.
Estremeciéndose, se volvió hacia un agujero grande excavado en la roca, a un lado, por el que accedió a otro pasadizo labrado de forma rudimentaria. Este discurría en línea recta a lo largo de una distancia considerable, y Lorkin cayó en la cuenta de que, a aquellas alturas, debía de encontrarse lejos de las cuevas habitadas de la ciudad.
«Espero no estar saliendo de la ciudad, estrictamente hablando —pensó—. Entonces estaría infringiendo una norma. Solo podría alegar que no sabía que las cloacas estuvieran fuera de la ciudad, pero dudo que haya tantas Traidoras dispuestas a creer en mi inocencia como la última vez si me sorprenden de nuevo explorando a hurtadillas.»
Si no hubieran prohibido a Tyvara que lo viera, él habría podido visitarla sencillamente en sus aposentos. Le habría gustado ver cómo eran. ¿Qué le revelarían sobre ella?
«A veces me da la sensación de que sé muy poco sobre ella —pensó—. Solo sé lo que me dice la gente y lo que averigüé durante el viaje de Arvice a Refugio. La gente no va a describirme sus aposentos. Estoy seguro de que mi amor por ella no disminuiría aunque tuviera un gusto espantoso para los muebles o si tuviera sus habitaciones muy desordenadas.»
El pasadizo empezó a curvarse ligeramente. Unos cientos de pasos más adelante, avistó una luz. Redujo su globo de luz a una intensidad apenas suficiente para no tropezar en la oscuridad, e intentó no hacer ruido al caminar.
Cuando se hallaba más cerca del final del túnel, un rumor llegó hasta sus oídos. Se asomó al exterior y no vio a nadie en las inmediaciones. Salió del pasadizo a una cornisa excavada en la pared de un enorme túnel subterráneo natural. De pronto, el rumor se hizo más fuerte y adquirió una cadencia rítmica. Lorkin se inclinó hacia delante para mirar abajo y vio un río angosto pero impetuoso; la cornisa estaba a una altura varias veces superior a la de una casa. Una gran noria extraía agua de un túnel lateral y la arrojaba a la corriente principal. Era un agua más oscura.
«Esa es la cloaca», comprendió.
El aire no olía tan mal como había temido, tal vez porque estaba a una distancia considerable de la rueda y el agua oscura. «Si uno puede manejar ese mecanismo desde lejos, ¿por qué no hacerlo? Supongo que podría crearse un escudo mágico para mantener alejado el aire fétido.»
—Lorkin.
Sobresaltado al oír la voz, se volvió hacia atrás pero no vio a nadie.
—Aquí arriba.
Cuando alzó la vista, advirtió que, más arriba, dos mujeres lo miraban desde un saliente, sentadas en un banco de piedra tallado en la roca. Una de ellas era Tyvara, y la otra...
Parpadeó con sorpresa y consternación al percatarse de que la otra era la reina.
En cuanto se recuperó de la impresión, ejecutó apresuradamente la genuflexión con la mano sobre el corazón. La reina sonrió y le indicó con un gesto que se acercara. Él dirigió la mirada a derecha e izquierda. No había escalones ni escaleras de mano.
—Sabes levitar, ¿no? —dijo Tyvara.
Él asintió. Tras crear un disco de energía bajo sus pies, se elevó hasta situarse a la misma altura que el saliente y se quedó flotando en el aire.
—¿Estoy quebrantando alguna ley por hacer esto? —preguntó a la reina—. Sé que Tyvara tiene prohibido hablar conmigo.
—No te preocupes por eso —respondió Zarala, agitando la mano—. Aquí no hay nadie aparte de nosotras. De hecho, justo ahora estábamos hablando de ti.
Él pasó la vista de la reina a Tyvara y viceversa y reparó en el brillo socarrón de sus ojos cuando posó los pies sobre el saliente.
—Espero que todo fueran elogios y expresiones de admiración.
—Te encantaría saberlo, ¿a que sí? —Zarala se rió, y las arrugas que tenía en torno a los ojos se hicieron más profundas.
Una vez más, él no pudo evitar sentir simpatía hacia ella. Se preguntó dónde estaba su ayudante. ¿Cómo había llegado hasta allí sola?
—En fin, ¿a qué has venido? —inquirió la reina. Dio unas palmaditas en el asiento, a su lado.
Él miró a Tyvara mientras se sentaba.
—A darle las gracias a Tyvara por el favor que me hizo.
—¿Ah, sí? ¿Qué favor?
—Me dio un consejo de índole personal.
Zarala arqueó las cejas y miró a Tyvara. La joven le sostuvo la mirada con actitud desafiante. La reina ensanchó su sonrisa y se volvió de nuevo hacia Lorkin.
—No tendría algo que ver con el estado en que se encontraba tu amigo Evar hace unos días, ¿verdad?
Él arrugó el entrecejo.
—Debo reconocer que tengo peor opinión de los Traidores desde que me enteré de que nadie sería castigado por ello.
La expresión de la reina se tornó seria.
—Nadie lo obligó.
—Pero sin duda es peligroso agotar a alguien hasta ese punto.
—Sí, fue un acto irresponsable.
—¿E intencionado?
Ella clavó en él una mirada severa.
—Ten cuidado con las acusaciones que lances, lord Lorkin. Si haces afirmaciones como esta, más vale que seas capaz de demostrarlas.
—Estoy seguro de que Evar fue el único testigo, y dudo mucho que esté dispuesto a colaborar. Al parecer, piensa que ser humillado y maltratado es el precio natural que tiene que pagar por acostarse con una mujer. —Miró a Zarala a los ojos de forma deliberada.
Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Nuestras costumbres no son perfectas. Aunque no seamos justos e igualitarios en todos los aspectos, nos acercamos mucho más a ese ideal que cualquier otra sociedad.
—Al menos nosotros tenemos un ideal de igualitarismo —añadió Tyvara—. Gran parte de la resistencia al cambio deriva de la conciencia de que somos el único pueblo gobernado por mujeres. Si no nos aislamos, podemos acabar viviendo como el resto del mundo.
—Pero no podemos permanecer así para siempre —prosiguió Zarala con el semblante entristecido—. Disponemos de un espacio limitado, de una superficie limitada de tierra útil. —Bajó la vista hacia la cloaca—. Hasta esto tiene sus límites. Nuestros antepasados excavaron túneles y modificaron el curso de ríos para que se llevaran nuestros detritos al otro lado de las montañas. Si hubiéramos dejado que afluyeran a las corrientes sachakanas, los ashakis tal vez se habrían dado cuenta y los habrían seguido hasta su origen. Pero si nuestra población aumenta, quizá llegue un momento en que los ríos de Elyne no sean lo bastante grandes para ocultar nuestros residuos y ellos empiecen a preguntarse de dónde salen.
—Algunas de nosotras quieren restringir el número de niños que podemos tener —dijo Tyvara. Posó los ojos en Lorkin—. Unas cuantas incluso desean prohibir que los no-magos tengan hijos.
La reina suspiró.
—No son conscientes de que esas medidas también cambiarían lo que somos. El cambio es inevitable. En vez de permitir que las consecuencias negativas de la negligencia determinen nuestro futuro, deberíamos tomar la decisión de cambiar nuestras costumbres. —Lo miró y sonrió—. Como ha hecho tu pueblo.
Él fijó la mirada en ella, preguntándose a qué cambios se refería. ¿La admisión en el Gremio de aprendices que no pertenecían a las Casas? ¿O, tal vez —en su interior sonó una voz de alarma—, la aceptación condicionada de la magia negra?
«Creía que no estaban enteradas de eso...»
—¿Qué cambios os gustaría introducir? —preguntó para desviar el tema.
Ella desplegó una gran sonrisa.
—Oh, tendrás que esperar para averiguarlo. —Se dio una palmada en las rodillas y pasó la vista de Lorkin a Tyvara—. Bueno, es hora de que prosiga mi ronda y os deje a solas.
Cuando hizo ademán de levantarse, Tyvara deslizó el brazo bajo el de la anciana. Lorkin la imitó rápidamente. Una vez de pie, Zarala se quedó quieta por un instante y luego dio un paso al frente. De inmediato comenzó a alejarse de ellos flotando. Lorkin observó el aire ondulante bajo sus pies y sonrió.
«De modo que fue así como subió hasta aquí.»
—No te entretengas demasiado, Tyvara —gritó por encima del hombro antes de desaparecer en el interior del túnel, donde el brillo tenue de un globo de luz que se materializó con un destello iluminó las paredes por un momento.
Tyvara se sentó. Lorkin hizo lo propio.
—En fin... ¿Kalia te ha dejado marchar, o te has escabullido? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—Había menos trabajo, así que me he puesto a acosarla a preguntas sobre los remedios que estaba preparando.
Ella sonrió.
—Seguro que ha bastado con eso. ¿Por qué has venido aquí?
—Para darte las gracias. Por cierto, gracias.
—¿Por la advertencia? Creía que habías dicho que no tenías la intención de acostarte con nadie.
—En efecto.
Ella lo contempló con aire reflexivo y abrió la boca para hablar pero la cerró de nuevo.
—A menos que tú me lo ordenaras —añadió él.
Ella enarcó las cejas y una ligera sonrisa le curvó los labios, pero a continuación apartó la vista y la bajó hacia la cloaca. Como no era precisamente una distracción romántica, Lorkin decidió cambiar de tema.
—De modo que... ¿haces girar esa noria por medio de la magia?
—Así es.
—Debe de resultar aburrido al cabo de un rato.
—A mí me relaja. —Tyvara alzó la mirada y suspiró—. A veces demasiado.
—¿Me quedo para entretenerte un poco?
Ella sonrió.
—Si tienes tiempo. No quiero mantenerte alejado de la sala de asistencia.
Él sacudió la cabeza.
—Kalia me ha pedido que me mantenga alejado durante unas horas.
Tyvara emitió un sonido vulgar.
—Ella no es la única que conoce la receta de los remedios. Sería una estupidez permitir que solo una persona supiera ese tipo de cosas.
—Lo sería —Lorkin se encogió de hombros—, pero supongo que si no estoy dispuesto a compartir los secretos sobre la sanación del Gremio, ella no tiene por qué revelarme los suyos. Además, eso me ha dado tiempo libre para venir a verte. Aunque en teoría no debería.
Ella sonrió.
—Si nos descubren, podemos asegurar que tú eres el único que ha hablado y que yo no he dicho una palabra.
—Sí. O afirmar que, si tú has dicho algo, yo no lo he oído. ¿Estás segura de que alguien entenderá a qué nos referimos, en vez de dar por sentado que me he comportado como un varón típico?
Tyvara soltó una carcajada.
—No puedo prometértelo, pero estoy segura de que al final conseguiremos que nos entiendan.
—Es posible que nieve esta noche —anunció Rothen.
Sonea se volvió hacia él y torció el gesto.
—La primera nevada del año. Cuando la veo, no puedo evitar acordarme de la Purga, incluso después de tantos años.
Él asintió.
—Yo tampoco.
—¿Sabes? Hay adultos que nunca vivieron esa experiencia.
—Y que nunca se formarán una idea de lo terrible que era..., lo cual es bueno.
—Sí. Queremos que nuestros hijos den por sentado que viven mejor que nosotros a su edad, pero al mismo tiempo esperamos que no lo den por sentado, pues tememos que los malos tiempos vuelvan a causa de su ignorancia.
—Estas preocupaciones nos convierten en viejos aburridos —dijo Rothen con un suspiro.
Sonea lo miró con los ojos entornados.
—¿Quién está llamando viejo a quién?
Él rió entre dientes y se quedó callado. Ella sonrió y dirigió la vista de nuevo hacia el edificio de la universidad. ¿Cuándo se había fijado por última vez en la fachada elaborada que tanto la había impresionado hacía mucho tiempo? «Yo también estoy dando por sentadas cosas maravillosas.»
—Aquí llegan —murmuró Rothen.
Al volverse, Sonea vio que las puertas del Gremio se abrían. Un carruaje aguardaba al otro lado. Pronto la entrada quedó franqueada, y los caballos se pusieron en movimiento, tirando del vehículo a través de las puertas y por el camino que conducía a la escalera de la universidad.
El cochero los hizo detenerse. El carruaje se bamboleó adelante y atrás hasta quedarse inmóvil, y entonces la portezuela se abrió y una figura conocida vestida con túnica se inclinó hacia el exterior y les sonrió.
—Es todo un detalle que me hayáis esperado levantados —dijo Dorrien. Se apeó, se volvió y extendió el brazo para tomar una mano enguantada que surgió de la portezuela. A continuación apareció una manga, seguida de una cabeza femenina. Se asomó, miró primero a Sonea, parpadeando, y luego a Rothen.
Una expresión de reconocimiento iluminó el rostro de Alina cuando vio al padre de su esposo, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Posó la vista de nuevo en Sonea y la arruga entre sus cejas se hizo más pronunciada. Al fijarse en su túnica, adoptó un aire serio.
Dorrien la ayudó a bajar del carruaje y luego ofreció su asistencia a sus dos hijas. Tylia, la mayor, fue la primera en salir. Sonea advirtió que era la viva imagen de su madre. Yilara, la más joven, hizo caso omiso de la mano tendida de su padre y bajó los escalones con agilidad. «Y esta ha salido a Dorrien», decidió Sonea.
Acto seguido, se procedió a las presentaciones y bienvenidas. A Sonea le hizo gracia que Alina no respondiera a su saludo y se apresurase a comprobar que sus hijas estuvieran presentables. Una vez satisfecha, tomó a Dorrien del brazo y lanzó a Sonea una mirada casi desafiante.
«Me pregunto qué estoy haciendo mal —pensó Sonea—, o si hay algo en mí que la desagrade. —Resistió el impulso de reírse con amargura de sus pensamientos—. Bueno, está la túnica negra y el tipo de magia que representa.»
O quizá Dorrien le había contado a Alina que había mantenido una especie de amorío con Sonea, que en cierta ocasión se habían besado.
«Dudo que se lo haya contado. Tal vez le ha dicho que tuvimos una brevísima relación, pero nada más. Es lo bastante inteligente para saber que no conviene torturar a la mujer amada con detalles sobre los encuentros que uno ha tenido anteriormente.» Recordó los celos que se habían apoderado de ella cuando Akkarin le había hablado de la joven esclava a quien había amado. Aunque sabía que la chica había muerto hacía mucho tiempo, no había podido evitar sentir una punzada de resentimiento.
—¡Maga Negra Sonea! —gritó otra voz.
Al volverse hacia ella, vio que un mensajero se acercaba a toda prisa.
—¿Sí? —respondió.
—Traigo... un mensaje... del hospital de Ladonorte —jadeó el hombre—. He venido directamente... a pie, para llegar antes. —Cuando llegó frente a ella, le alargó un papel.
—Gracias —dijo ella. Desplegó la nota—. «Reunión con la Traidora en el Árbol de Pachi dentro de Una Hora.» —No cabía duda de que Cery tenía afición por las mayúsculas, pensó—. ¿Podría agenciarme un carruaje lo antes posible?
El mensajero hizo una reverencia y se alejó a paso veloz.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dorrien.
Ella dirigió la vista hacia él, su familia y Rothen.
—Lo siento, pero no podré cenar con vosotros.
Dorrien dio unos pasos hacia ella, forzando a Alina a soltarle el brazo. La mujer puso mala cara.
—¿Tiene algo que ver con la búsqueda? ¿Puedo ayudar en algo?
Sonea le dedicó una sonrisa torcida.
—Ya habrá muchas oportunidades para que ayudes, Dorrien. Esta noche solo voy a echarle una mano a un amigo. Tú come algo e instálate.
—¿Se trata de Cery? —Los ojos de Dorrien centellearon de interés. Los de Alina relampaguearon de rabia y preocupación. Las chicas tenían los ojos muy abiertos por la curiosidad.
Sonea meneó la cabeza con exasperación.
—Como si fuera a decírtelo, aquí mismo, delante de la universidad. Será mejor que aprendas a ser un poco más sutil, si quieres prestarme tu ayuda.
Él sonrió al oír su tono burlón.
—Muy bien, te dejaré toda la diversión para ti sola esta noche. Pero más te vale no excluirme la próxima vez.
El crujido de la tierra bajo unos cascos y unas ruedas de carruaje llegó hasta sus oídos procedente de las caballerizas. Sonea echó a andar hacia allí.
—Os veré a todos mañana —gritó por encima del hombro.
El cochero, al advertir que Sonea tenía prisa, arreó a los caballos para que avanzaran más deprisa y los hizo parar cuando llegó frente a ella. Sonea le indicó su destino y se aupó al interior del vehículo.
Durante el trayecto, meditó sobre la hostilidad mal disimulada de Alina hacia ella. «¿Son imaginaciones mías? —Negó con la cabeza—. No lo creo. ¿He hecho algo que justifique esta actitud? No, a menos que sonreír y dar la bienvenida a alguien se considere una descortesía en la aldea de Dorrien, cosa que dudo. Además, si lo fuera, Dorrien nos lo habría dicho.»
Alina había visitado el Gremio en varias ocasiones. La primera vez, era una joven tímida tan embelesada con Dorrien que posiblemente ni siquiera había reparado en Sonea. La segunda vez había estado tan ocupada con un bebé recién nacido y una niña pequeña que Sonea ni siquiera la había visto. En otra ocasión, Sonea había estado demasiado absorta en el tratamiento de un brote de fiebres en los hospitales para ver a Dorrien o su esposa.
«Bueno, Dorrien está decidido a quedarse hasta que Tylia esté en la universidad, así que me quedan más de seis meses para averiguar qué es lo que molesta tanto a Alina, ya sean los amoríos del pasado o la magia negra, y para asegurarle que no tiene motivos para preocuparse.»
El carruaje redujo la velocidad y giró para cruzar la entrada del hospital. Sonea se apeó rápidamente y entró en el edificio, donde saludó a los sanadores y voluntarios del hospital con los que se encontró. Nikea, líder de los sanadores que habían ayudado a Sonea a capturar a Lorandra, la acompañó al almacén.
—¿Te quedas o vas a salir? —preguntó Nikea.
—Voy a salir —contestó Sonea—, pero sin disfraz —agregó mientras la joven se acercaba a la caja donde guardaban la ropa de empleada de hospital de Sonea—. Solo quiero algo sencillo que ponerme encima.
Nikea asintió y desapareció en la penumbra del fondo de la habitación. Regresó con una prenda provista de mangas.
—Toma —dijo—. Las capas ya están un poco pasadas de moda en la calle, salvo las de este tipo, que son más populares.
Se trataba de una capa de una tela sorprendentemente ligera. Sonea se la puso encima de los hombros. Aunque la parte superior tenía el corte de un abrigo normal, por debajo del busto se ensanchaba. El bajo rozaba el suelo.
—Me viene un poco larga.
—Así se lleva. Solo se abotona hasta los muslos, de modo que la delantera se abre cuando caminas. La gente alcanzará a verte la túnica, pero supondrá que es una falda.
Sonea se encogió de hombros.
—No quiero que me reconozcan hasta que me tengan justo delante.
—Entonces esto te servirá. —Nikea sonrió y se cercioró de que en el pasillo no hubiera más que sanadores antes de hacerle un gesto a Sonea para indicarle que saliera.
Al poco rato, Sonea caminaba por Ladonorte. Aflojó el paso. El Árbol de Pachi no estaba lejos, y ella no quería llegar demasiado pronto. A una calle de distancia de la casa de bol, uno de los hombres de confianza de Cery salió de un portal y le puso una cesta delante.
—La señal es que se abra la ventana superior derecha —dijo el hombre, extrayendo un frasco de un color amarillo intenso que acercó a la nariz de Sonea. Un olor dulzón y repugnante invadió sus sentidos.
—¿Y luego? —preguntó ella, agitando la mano para disipar el hedor.
—Entra. Sube directamente por las escaleras de la izquierda hasta la tercera planta. La última puerta a la derecha —Tapó el frasco y acto seguido alzó otro, esta vez de un morado pálido. Despedía un olor almizcleño muy fuerte. Ella hizo una mueca de disgusto.
—La escalera de la izquierda. Tercera planta. La última a la derecha —repitió.
—Bien. Mi mujer vende estos perfumes. Algunos los prepara ella misma; otros los compra en el mercado.
La tercera botella era negra. Su contenido olía a corteza de árbol y a tierra, lo que resultaba sorprendentemente agradable.
—Este te ha gustado —dijo él, arqueando las cejas.
—Sí, pero no me imagino utilizándolo.
—¿Te pones perfume a menudo?
—En realidad... nunca.
—Entonces prueba este: es nuevo.
El siguiente frasco era achatado y de un azul subido. Su aroma, suave y delicado, le recordó el de la brisa del mar —aunque no apestaba a pescado o a algas podridas—, o el frescor del aire después de una tormenta.
—Es... interesante.
—No tienes que ponértelo —le dijo él—. Basta con que eches unas gotas en una tela para que perfume toda la habitación.
Sonea llevó la mano a su portamonedas sin pensarlo.
—¿Cuánto cuesta?
El hombre le dijo un precio. Ella no se molestó en regatear, pues vio un movimiento con el rabillo del ojo que atrajo su atención hacia la ventana que él le había señalado. Alguien estaba abriéndola.
Él le entregó el frasco, sonriendo e inclinándose repetidamente en señal de gratitud mientras se retiraba. Ella se despidió con un gesto de la cabeza y se encaminó con grandes zancadas hacia la casa de bol, guardando el frasco tapado en uno de los bolsillos interiores del voluminoso abrigo.
Varios clientes se volvieron hacia ella cuando entró, y pronto resultó evidente que se habían percatado de que no era uno de los visitantes habituales. Se acercó a una escalera estrecha de madera construida contra la pared izquierda de la habitación. Era empinada, por lo que ella no tardó en llegar a la tercera planta. Dos hombres que estaban de pie en el pasillo la miraron con recelo. La puerta de la última habitación de la derecha estaba abierta, y se alcanzaban a oír voces. Una de ellas era la de Cery, alzada en un tono de rabia.
Fuera cual fuese el enfrentamiento que Cery y Anyi habían planeado, estaban escenificándolo en aquel momento.
Los dos hombres le salieron al paso. Ella los apartó con magia. En cuanto cayeron en la cuenta de que se encontraban ante una fuerza mágica, se alejaron de ella apresuradamente. Uno de ellos dio la voz de alarma.
Un hombre se asomó a la puerta de la última habitación y la vio. Al cabo de un instante, tres personas salieron corriendo del cuarto y, al llegar al final del pasillo, bajaron a toda velocidad las escaleras. Sonea advirtió que Anyi era una de ellas. Comprendiendo que había llegado demasiado tarde para evitar el ataque contra Cery, se dirigió rápidamente a la puerta y miró al interior de la estancia.
Cery y Gol se encontraban al fondo del reducido cuarto, cuchillo en mano, pero sonrientes e ilesos. Ella suspiró, más tranquila.
—Por lo visto he llegado justo a tiempo —comentó, entrando y cerrando la puerta tras sí.
Cery sonrió.
—En el momento justo —dijo—. Gracias.
—Era lo menos que podía hacer —repuso ella—. Bueno, ¿queréis quedaros aquí o ahuecar el ala?
Él se volvió hacia Gol, que estaba un poco pálido y parecía profundamente aliviado.
—Creo que será mejor que nos vayamos. ¿Quieres venirte con nosotros?
—¿Quiero? —preguntó ella a su vez.
Cery desplegó una sonrisa.
—No te preocupes, no te llevaré a ningún sitio en el que no quieras que te vean. —Dio un golpecito en el suelo con el pie y una trampilla se abrió junto a él, como accionada por un resorte.
«Era de esperar que tuviera una vía de escape preparada, aunque dudo que le hubiera sido posible usarla si yo no hubiera aparecido.»
Cery dio un paso hacia la trampilla, se detuvo y se volvió para estudiarla con la mirada.
—Por cierto —dijo—. Bonito abrigo.