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Una llegada inesperada

Dannyl dejó su pluma en la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla y suspiró.

«Nunca pensé que al asumir de nuevo el cargo de embajador del Gremio, esta vez en un país como Sachaka, acabaría sentado sin hacer nada, aburrido y solo.»

Como Sachaka no pertenecía a las Tierras Aliadas, no había jóvenes del lugar deseosos de ingresar en el Gremio a quienes hacer pruebas para evaluar sus poderes mágicos, ni asuntos relacionados con magos del Gremio locales de los que ocuparse, ni magos del Gremio visitantes a quienes buscar alojamiento y con quienes concertar reuniones. Solo llegaba a sus manos alguna que otra comunicación entre el Gremio y el rey o la clase dominante de Sachaka, y de vez en cuando debía resolver alguna cuestión comercial o remitirla a otra persona. Esto significaba que tenía muy poco que hacer.

Durante sus primeras semanas en Sachaka, las cosas no eran así. O, más bien, su trabajo consistía en lo mismo, pero también dedicaba mucho tiempo —sobre todo las últimas horas de la tarde— a visitar a sachakanos importantes y poderosos. Desde que había regresado tras perseguir a Lorkin y a su secuestradora hasta las montañas, prácticamente había dejado de recibir invitaciones a cenar y conversar con ashakis, la poderosa élite de Sachaka.

Dannyl se puso de pie y vaciló por un momento. A los esclavos no les gustaba que se paseara por la Casa del Gremio. Se apartaban de su camino rápidamente o lo observaban con disimulo desde detrás de las esquinas. Él los oía susurrar advertencias antes de que pasara, lo que le impedía concentrarse. Caminaba de un lado a otro para meditar, y no necesitaba que unos susurros interrumpieran sus pensamientos.

«Al final aprenderán a mantenerse alejados de mí —se dijo, saliendo de detrás del escritorio—. De lo contrario, tendré que acostumbrarme a andar en círculos en mi habitación.»

Cuando cruzó la puerta de su despacho hacia el salón principal de sus aposentos, un esclavo que estaba de pie contra la pared se postró en el suelo. Dannyl agitó la mano para indicarle que se retirara. Tras dirigirle una mirada cautelosa y calculadora, el esclavo se puso de pie a toda prisa y desapareció por el pasillo.

A paso lento, Dannyl cruzó la estancia y enfiló el pasillo. Resultaba curioso y un poco irónico que el diseño de las casas sachakanas invitara a pasearse por ellas. Las paredes rara vez eran rectas, y los corredores de la zona privada más grande del edificio serpenteaban con curvas suaves que acababan por encontrarse.

El siguiente conjunto de habitaciones era el que había ocupado Lorkin. Dannyl se detuvo por unos instantes ante la entrada principal, antes de pasar al interior. Cualquier día llegaría un ayudante sustituto y se instalaría allí. Dannyl se acercó a la puerta del dormitorio y fijó la vista en la cama.

«Creo que será mejor que no mencione que allí yació una esclava muerta —reflexionó—. A mí me inquietaría tener que dormir aquí sabiendo eso; seguramente me pasaría la noche despierto, intentando no imaginar un cadáver tendido junto a mí.»

Descubrir el cuerpo había sido desagradable, pero había sido peor enterarse de que Lorkin se había esfumado junto con otra esclava. Al principio se había preguntado si estaba justificado el temor de Sonea de que los familiares de los invasores sachakanos que Akkarin y ella habían matado hacía más de veinte años quisieran vengarse en su hijo.

Después de interrogar a los esclavos y seguir las pistas que había encontrado con la ayuda del representante del rey de Sachaka, el ashaki Achati, había descubierto que no era así. Las personas que habían secuestrado a Lorkin eran unos rebeldes conocidos como los Traidores. Achati había conseguido que cinco magos ashakis se unieran a ellos en su persecución de Lorkin y su secuestradora, que los había llevado hasta las montañas; al territorio de los Traidores.

Sin embargo, un grupo formado por solo seis magos sachakanos y un mago del Gremio jamás habría podido hacer frente a los Traidores si estos los atacaban. Dannyl había caído en la cuenta de que el único motivo por el que los Traidores no se habían abalanzado sobre ellos era el riesgo de que esto diera lugar a más incursiones en su territorio. No obstante, si Dannyl y sus acompañantes hubieran estado a punto de descubrir la base de los Traidores, estos los habrían matado. Por fortuna, Lorkin se había reunido con Dannyl y le había asegurado que quería irse con los Traidores y averiguar más cosas sobre ellos.

Dannyl dio la espalda a lo que había sido la alcoba de Lorkin y salió despacio de los aposentos, notando que el desánimo se apoderaba de él. Había sido un alivio para él saber que Lorkin estaba a salvo. Incluso se había emocionado ante las esperanzas del joven de aprender técnicas de magia que el Gremio desconocía. De lo que no había cobrado conciencia era de lo incómoda que había resultado la situación para sus acompañantes ashakis.

Se habían sentido obligados a prolongar la búsqueda hasta encontrar a Lorkin. Renunciar por miedo a que los atacaran habría supuesto un duro golpe para su orgullo. Dannyl les había ahorrado la humillación al tomar él mismo la decisión. Le parecía que era lo menos que podía hacer, después de que ellos pusieran su vida en peligro por él y por Lorkin. Pero no había imaginado que esto perjudicaría su prestigio entre la élite sachakana.

El pasillo se curvaba a la izquierda. Dannyl deslizó la punta de los dedos sobre la pared enlucida de blanco y se detuvo frente a la puerta de otros aposentos. Eran para invitados, y rara vez habían alojado a alguien durante los muchos años en que el Gremio había utilizado el edificio.

«He caído en desgracia —pensó Dannyl—, por haber abandonado la caza, por haber huido de los Traidores como un cobarde, y seguramente también por haber dejado que un mago del Gremio que estaba bajo mi responsabilidad y era mi subordinado se uniera a los enemigos del pueblo sachakano.»

En caso de que se le presentara de nuevo esta disyuntiva, él tomaría la misma decisión. Si era verdad que los Traidores practicaban un nuevo tipo de magia, y Lorkin era capaz de convencerlos de que se lo enseñaran y lo dejaran regresar a casa, sería la primera vez en varios siglos que el Gremio aumentara su bagaje de conocimientos mágicos. A su modo de ver, la magia negra no era algo nuevo; se trataba más bien de un redescubrimiento, y muchos la consideraban peligrosa y desaconsejable.

El ashaki Achati le había asegurado que algunos valoraban el «sacrificio» de su orgullo como algo admirable y noble. Dannyl habría podido evitarlo pidiendo a sus acompañantes ashakis que lo ayudaran a tomar una decisión, con lo que habría repartido el deshonor entre todos. Sin embargo, esto habría implicado el riesgo de que el grupo decidiera seguir adelante con la persecución, lo que no habría beneficiado a nadie.

En vez de entrar en los aposentos para invitados, Dannyl continuó avanzando por el pasillo. Poco después llegó a la sala maestra, el principal espacio común del edificio. Era allí donde el propietario o la persona de mayor jerarquía en una casa típica sachakana recibía y agasajaba a sus visitas. Estas entraban desde el patio principal, donde un esclavo portero salía a su encuentro para guiarlos a través de una puerta de aspecto sorprendentemente modesto y por un pasillo corto hasta aquella sala.

Dannyl se sentó en uno de los taburetes dispuestos en semicírculo, pensando en las numerosas comidas deliciosas que le habían servido cuando estaba sentado en muebles similares en salones parecidos. A Achati, el representante del rey, le habían asignado la función de presentar a Dannyl a personas importantes e instruirlo respecto al protocolo sachakano y sus costumbres. Resultaba interesante y a la vez un poco preocupante que aquel hombre fuera el único que todavía podía visitar a Dannyl sin incurrir en la desaprobación de los demás. ¿Era Achati inmune a las normas sociales, o había otra explicación?

«¿Me visita porque su interés hacia mí no es solo político?»

Dannyl recordó el momento en que Achati le había confesado que le habría gustado que entre ambos hubiera algo más que amistad. Como siempre, una mezcla de sentimientos bullía en su interior: se sentía halagado, inquieto, receloso y culpable. La culpabilidad no era de extrañar, razonó. Aunque antes de marcharse de Kyralia estaba descontento con Tayend, su amante, y ambos se habían distanciado, no habían tomado la decisión explícita de romper.

«Sigo sin estar seguro de querer hacerlo. Tal vez sea un sentimental que se aferra a algo que solo existe en el pasado. Pero cuando me pregunto si estoy interesado en Achati, no se me ocurre una respuesta clara. Admiro al hombre. Creo que tenemos mucho en común, la magia, nuestros intereses, nuestra edad...»

Un esclavo entró en la habitación y se arrojó al suelo. Dannyl suspiró, molesto por la distracción.

—Habla —ordenó.

—Un carruaje del Gremio está aquí. Dos pasajeros.

Dannyl se levantó de golpe, con el corazón desbocado de emoción y esperanza. Por fin había llegado su nuevo ayudante. Aunque no tenía ningún trabajo que encargarle, al menos contaría con su compañía.

—Hazlos pasar. —Dannyl se frotó las manos, dio unos pasos hacia la puerta principal y de pronto se detuvo—. Y que alguien traiga algo de comer y de beber.

El esclavo se puso de pie apresuradamente y se alejó con paso rápido. Dannyl oyó que una puerta se cerraba y unos pasos se acercaban por el pasillo de entrada. El esclavo portero entró en la sala y se dejó caer a los pies de Dannyl.

La joven sanadora que lo seguía contempló al esclavo con consternación antes de alzar la vista hacia Dannyl y dedicarle un gesto cortés con la cabeza. Él se disponía a darle la bienvenida, pero las palabras no llegaron a salir de su boca, porque su mirada se había posado en un hombre con ropa de colores chillones que había aparecido detrás de ella y examinaba la sala con ojos llenos de una curiosidad ávida.

Unos ojos que se clavaron en Dannyl y centellearon mientras una boca que le resultaba conocida se curvaba en una sonrisa.

—Te saludo, administrador Dannyl —dijo Tayend—. Mi rey me ha asegurado que el Gremio proporcionará alojamiento al embajador de Elyne en Sachaka, pero si esto supone algún problema, estoy seguro de que encontraré un hospedaje adecuado en la ciudad.

—¿El embajador de...? —repitió Dannyl.

—Sí. —La sonrisa de Tayend se ensanchó—. Soy el nuevo embajador de Elyne en Sachaka.

A pesar de que ninguna norma del Gremio prohibía ya relacionarse con delincuentes, y aunque era lógico que Sonea pidiera consejo a Cery para dar caza a un mago renegado después de que él la hubiera ayudado a capturar a otra, los dos seguían reuniéndose en secreto. Unas veces, el ladrón se presentaba de forma misteriosa en sus aposentos del Gremio, otras, ella se disfrazaba y se encontraba con él en alguna zona recóndita de la ciudad. Uno de los puntos de encuentro más seguros había resultado ser el almacén del hospital de Ladonorte, al que se accedía por una puerta oculta desde una casa contigua que Cery había comprado.

Era menos arriesgado reunirse a escondidas porque el ladrón más poderoso de la ciudad, el mago renegado que ella intentaba atrapar, no le tenía mucho aprecio a Cery por haber ayudado al Gremio a prender y encerrar a Lorandra, su madre. Skellin seguía ejerciendo una influencia enorme sobre los bajos fondos de Imardin y estaba dispuesto a todo —y eso incluía asesinar a quienes lo perseguían— para evitar que lo capturasen también.

«Aunque no he encontrado el menor rastro de Skellin en los últimos meses.» Si bien Sonea había obtenido al fin permiso para recorrer la ciudad libremente, ninguna de sus pesquisas le había proporcionado pistas sobre el paradero del renegado. Era más probable que los hombres de Cery supieran si alguien había visto al mago renegado, pero no tenían noticias al respecto. Aunque un hombre de aspecto exótico como Skellin difícilmente habría pasado inadvertido, no habían oído ningún rumor sobre un hombre delgado de piel morena rojiza y ojos extraños.

—Mi territorio está infestado de vendedores de carroña que trabajan para él —le dijo Cery a Sonea—. En cuanto cierro una casa de braseros, ellos abren otra. Me ocupo de un vendedor, y aparecen diez más. Da igual la manera en que me ocupe de ellos; nada los desalienta.

Sonea no quiso preguntarle cómo se «ocupaba» de ellos exactamente. No creía que se limitara a pedirles amablemente que se marcharan.

—Al parecer tienen más miedo de Skellin que de ti. Sin duda eso significa que él sigue en la ciudad.

Cery negó con la cabeza.

—Es posible que haya alguien más que intimida a los vendedores en su nombre. Cuando uno tiene aliados y a suficientes personas que trabajan a sus órdenes, puede controlar su negocio a distancia. El único inconveniente es el tiempo que uno tarda en hacer llegar sus órdenes a su gente.

—¿Y si ponemos eso a prueba? Podemos crear una situación de la que Skellin tenga que encargarse en persona. Colocarlo ante una decisión que ni sus aliados ni sus empleados puedan tomar por él. Veremos cuánto tarda en producirse una reacción, y esto nos revelará si él está en Imardin o no.

Cery frunció el ceño.

—Podría funcionar. Tenemos que pensar en algo lo bastante gordo para captar su atención, pero que no ponga a nadie en peligro.

—Algo convincente. Dudo que sea fácil hacerlo caer en una trampa.

—Cierto —convino Cery—. Lo malo es que no puedo...

Sonea arrugó el entrecejo. Cery había fijado los ojos en un punto situado detrás del hombro de ella y todo su cuerpo se había puesto tenso. Se oyó un chirrido suave procedente de la puerta que ella tenía a su espalda. Al volverse, vio que la manija giraba despacio, primero hacia un lado y luego hacia el otro.

Como ella mantenía la puerta cerrada con magia, la persona que intentaba abrirla no tenía la menor posibilidad de entrar, pero, quienquiera que fuese, pretendía colarse en la habitación a hurtadillas.

—Más vale que me vaya —dijo Cery en voz baja.

Ella asintió en señal de conformidad y ambos se pusieron de pie.

—Pensemos en ello.

«¿Cuánto tiempo lleva al otro lado de la puerta la persona que está haciendo girar la manija? ¿Habrá oído algo de lo que hemos dicho? —Nadie salvo los sanadores y ayudantes debía estar en aquella zona del hospital, y cualquier otra persona que merodeara cerca del almacén despertaría sospechas—. A menos que sea un sanador.» Un puñado de ellos estaba al corriente de sus entrevistas con Cery y la apoyaba, pero había otros que no y que considerarían inaceptable que ella utilizara habitaciones del hospital con este fin.

Se acercó a la puerta y esperó a que Cery se escabullera silenciosamente por la salida secreta antes de enderezarse y retirar el cierre mágico.

El pestillo emitió un chasquido, y la puerta se abrió hacia dentro. Un hombre menudo dio un paso al frente sonriendo como un demente. Cuando vio a Sonea y bajó la mirada hacia su túnica negra, su sonrisa cedió el paso a una mueca de espanto. Palideció y empezó a recular.

Pero algo lo detuvo. Algo hizo que se parara y que una expresión de esperanza enloquecida asomara a su rostro. Algo lo impulsó a dejar a un lado el miedo que le inspiraba ella y la posición que ocupaba.

—Por favor —gimió—. Necesito un poco. Dame un poco.

Una oleada de compasión, rabia y tristeza la invadió. Suspiró y, tras salir de la habitación, cerró la puerta y bloqueó la cerradura con magia.

—No la guardamos aquí —le dijo al hombre. Este la miró con fijeza, y la ira ensombreció su semblante.

—¡Mentirosa! —chilló—. Sé que tú la tienes. La guardas para desenganchar a la gente poco a poco. ¡Dámela! —Crispó los dedos a manera de garras y se abalanzó sobre ella.

Sonea lo aferró de las muñecas y contuvo su acometida aplicándole una suave presión mágica contra el pecho. Ya estaba lo bastante alterado como para agravar su desesperación inmovilizándolo por completo con magia. Vio con el rabillo del ojo algo verde que se movía. Se trataba de las túnicas de unos sanadores que habían oído los gritos del hombre y se acercaban a toda prisa por el pasillo.

Poco después, dos de los sanadores sujetaban al hombre por los brazos y se lo llevaban por el pasillo, medio guiándolo, medio arrastrándolo. Un tercer sanador se quedó atrás y, cuando Sonea alzó la vista hacia él, el corazón le dio un brinco de alegría.

—¡Dorrien!

El hombre que le devolvió la sonrisa era unos años mayor que ella y tenía la piel curtida por muchas horas de sol. El hijo de Rothen era el sanador local de una población pequeña situada al pie de las montañas del sur, donde vivía con su esposa y sus hijas. Hacía mucho tiempo, cuando ella era aún una aprendiz, Dorrien había visitado el Gremio, y la amistad había surgido entre ellos, una amistad que habría podido convertirse en una relación amorosa. Pero él había tenido que regresar a su aldea, y ella a sus estudios. «Entonces me enamoré de Akkarin y después de su muerte no quería ni pensar en estar con otra persona.» Dorrien se había quedado en Imardin para ayudar en la reconstrucción después de la Invasión ichani, pero su aldea nunca había dejado de ser su verdadero hogar, y al final había regresado allí. Se había casado con una mujer de la localidad y había tenido dos hijas.

—Sí, he vuelto —dijo Dorrien—. Esta vez para una visita corta. —Lanzó una mirada al hombre que deliraba a causa de la droga—. ¿Me equivoco al suponer que la causa de su problema es algo llamado craña?

Sonea suspiró.

—No, no te equivocas.

—Es la razón por la que estoy aquí. Hace unos meses, un par de hombres jóvenes de mi aldea regresaron del mercado con algo de craña. Una vez que habían consumido toda la que habían comprado, se volvieron dependientes de ella. Quiero asesorarme sobre cómo debo tratarlos.

Ella le escrutó el rostro. A diferencia de los sanadores de la ciudad, no tenía prohibido «desperdiciar» su magia en tratamientos contra la droga. ¿Había intentado usar la magia sanadora para librar a los jóvenes de su hábito y había fracasado, como le había ocurrido a ella con la mayoría de los pacientes a los que había atendido en secreto?

—Acompáñame —dijo Sonea, antes de volverse y desbloquear la cerradura del almacén.

Entró tras él y cerró la puerta a su espalda. Dorrien paseó la vista por la habitación, con las cejas arqueadas, pero se sentó en la silla que Cery había ocupado antes sin hacer comentarios.

—¿Has intentado sanarlos con magia? —preguntó ella.

—Sí. —Dorrien le contó que los dos jóvenes habían acudido a él para pedirle ayuda después de darse cuenta, demasiado tarde, de que no podían permitirse la adicción a la craña, y avergonzados por haber caído en un vicio de la ciudad. Él había proyectado sus sentidos para buscar la fuente del problema en el cuerpo de los jóvenes y lo había sanado, al igual que Sonea con los pacientes que había atendido. Y, como ella, había obtenido resultados dispares. Uno de los hermanos se había curado, y el otro seguía ansioso por drogarse.

—Mi experiencia es muy similar —dijo ella—. He estado intentando entender por qué es posible sanar a unas personas y a otras no.

Él asintió.

—Entonces, ¿qué me aconsejas para los casos en que no es posible?

—No deben volver a consumir la droga, porque el efecto puede intensificarse. Algunos de mis pacientes dicen que mantenerse ocupados les ayuda a sobrellevar el ansia. Otros beben, pero no en cantidades pequeñas; dicen que necesitan mucha bebida para que no flaquee su determinación de evitar la carroña.

—¿La carroña?

—Así llaman a la droga en la calle.

Dorrien hizo una mueca.

—Me parece bastante apropiado. —Frunció el ceño y la contempló, pensativo—. Si la magia no sirve para eliminar la adicción de otras personas, ¿serviría para eliminar la nuestra? No es que sea adicto a la craña —añadió con una sonrisa tenue.

Sonea correspondió con una sonrisa lúgubre.

—También he intentado responder a esa pregunta, pero con mucho menos éxito. Por el momento no he encontrado a ningún mago consumidor de craña que esté dispuesto a dejarse examinar. He interrogado a unos pocos, pero no he conseguido las pruebas que necesito.

—¿Para qué necesitas pruebas?

—Para convencer al Gremio de que se trata de un problema grave. El plan de Skellin de esclavizar a los magos por medio de la craña podría haber funcionado. De hecho, todavía podría funcionar.

Dorrien se reclinó en su asiento y reflexionó sobre ello. Sacudió la cabeza.

—Ya ha habido magos que han cedido al chantaje y se han dejado comprar por otros medios. ¿En qué se diferencia esto?

—Quizá solo en la magnitud del problema. Por eso es necesario investigarlo más a fondo. ¿A qué porcentaje de magos les afecta la craña? Los que no se ven afectados por ella ¿acabarán volviéndose adictos si siguen consumiéndola? ¿Hasta qué punto altera los patrones de pensamiento y de conducta?

Dorrien movió la cabeza afirmativamente.

—¿Tú qué crees? ¿Cómo de grave dirías que es el problema?

Sonea titubeó al pensar en el Mago Negro Kallen. Si Cery estaba en lo cierto y Anyi había visto al mago comprar craña, el problema podía ser muy, muy grave. Pero no quería revelar lo que sabía hasta que estuviera segura de que Kallen consumía craña y tuviera pruebas de que la droga era tan perjudicial como ella sospechaba. Tal vez él estaba comprándola para otra persona. Si ella lo acusaba de ser un adicto y se equivocaba, quedaría como una necia, y si lo desvelaba antes de demostrar que la craña era peligrosa para los magos, daría la impresión de que estaba armando demasiado escándalo por nada.

«Ah, pero desearía poder contárselo a alguien.» No se lo había dicho a Rothen, pues sabía que él querría hacer algo de inmediato. No le gustaba que Kallen la tratara como si no fuera de fiar. La instaba constantemente a vigilarlo con el mismo celo con que él la vigilaba a ella. Dorrien adoptaría la misma actitud.

—No lo sé —respondió Sonea, suspirando.

Curiosamente, la única persona a quien ella suponía que podía contárselo sin temor a que se fuera de la lengua era Regin, el mago que la había ayudado a encontrar a Lorandra. «Qué irónico que el aprendiz al que odiaba por convertir mi vida en una tortura sea ahora un mago en quien confío.» Él entendía lo importante que era hacer las cosas a su debido tiempo. Aunque ella se había reunido con Regin para hablar de la búsqueda de Skellin, no se había atrevido aún a mencionar a Kallen.

«Quizá me asusta aún más la posibilidad de que Regin no me crea y yo haga un ridículo espantoso. —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Por más que intento convencerme de que ya no somos aprendices ni enemigos mortales, no puedo desterrar de mi mente la sospecha de que utilizará en mi contra cualquier debilidad que descubra. Eso es absurdo. Ha demostrado que es capaz de guardar un secreto. Me ha brindado su apoyo en todo momento.»

Sin embargo, con frecuencia no se presentaba a las citas, o llegaba tarde y parecía distraído. Sonea se temía que Regin había perdido el interés en la caza de Skellin. Quizá creía que localizar al ladrón y mago renegado era una empresa imposible. Ella misma empezaba a tener esa sensación.

Como Cery estaba obligado a permanecer oculto y sus hombres no encontraban el menor rastro de Skellin, Sonea no sabía cómo iban a encontrar al renegado, a no ser que desmontaran la ciudad piedra a piedra, algo que el rey jamás autorizaría.

El refectorio, como de costumbre, retumbaba con el entrechocar de cubiertos y platos, y las voces de los aprendices. Lilia exhaló un suspiro inaudible y renunció a intentar escuchar la conversación de sus compañeros. En vez de ello, dejó vagar la mirada por la sala.

La decoración era una extraña mezcla de refinamiento y simplicidad, de lo ornamental y lo práctico. Aunque la factura y la decoración de ventanas y paredes eran tan exquisitas como las de casi todas las grandes estancias de la universidad, los muebles eran sólidos, sencillos y robustos. Era como si alguien hubiera retirado las sillas pulidas y talladas del suntuoso comedor de la casa en la que Lilia había crecido y hubiera colocado en su lugar la mesa y los bancos de madera maciza de la cocina.

Los comensales constituían también una mezcla abigarrada. Allí había aprendices de todas clases, desde miembros de las Casas más poderosas hasta hijos de mendigos, nacidos en las calles más sucias de la ciudad. Cuando Lilia había comenzado a asistir a clases de magia, se preguntaba por qué los finolis seguían comiendo en el refectorio si eran lo bastante ricos para contar con cocinero particular. La respuesta era que no tenían tiempo para salir del recinto del Gremio todos los días para comer con su familia. Además, se suponía que no debían salir sin permiso.

Ella sospechaba que otro factor de peso era el orgullo territorial. Los finolis llevaban siglos comiendo en el refectorio. Los plebis eran unos recién llegados. El refectorio había sido escenario de numerosas bromas pesadas entre finolis y plebis. Lilia nunca había participado en ninguna. Aunque jamás lo había declarado en voz alta, procedía del estrato superior del grupo de los plebis. Sus padres eran sirvientes de una de las familias que pertenecían a una Casa con un poder y una influencia considerables, que no estaba en lo más alto de la jerarquía política pero tampoco en declive. Podía remontarse varias generaciones atrás en su linaje y sabía para qué familia de la Casa había trabajado cada uno de sus antepasados.

Por otro lado, varios de los plebis eran de origen muy humilde: hijos de prostitutas, hijas de mendigos. Suponía que muchos eran parientes de delincuentes. Se había iniciado una especie de competición entre estos plebis por ver quién se atribuía un origen más miserable y estremecedor. Si tener por padres a unos ravis de alcantarilla hubiera sido posible, algunos habrían presumido de ello como si de un título honorífico se tratara. Los plebis que pertenecían a familias de criados se guardaban de alardear o de conceder la menor importancia a este hecho, pues podía acarrearles muchos problemas.

El odio que algunos de los plebis sentían hacia los finolis no le parecía justo a Lilia. Los patrones de sus padres trataban a sus sirvientes con dignidad. Lilia había jugado con sus hijos cuando era pequeña. Ellos se habían asegurado de que todos los hijos de sus criados recibieran una educación básica. Después de la Invasión ichani, llamaban a un mago cada pocos años para que realizara una prueba de aptitudes mágicas a todos los niños. Aunque ninguno de los suyos poseía poderes latentes suficientes para que los aceptaran en el Gremio, se habían alegrado mucho cuando Lilia y otros hijos de sirvientes antes que ella habían resultado seleccionados.

Las dos chicas y los dos chicos con los que pasaba sus ratos libres eran plebis bastante agradables. Froje, Madie y Lilia eran amigas desde que habían ingresado en la universidad. El año anterior, Froje había empezado a salir con Damend, y Madie con Ellon, de modo que Lilia era la única sin pareja. Los chicos acaparaban casi toda la atención de las muchachas, que rara vez pedían a Lilia su opinión, consejo o propuestas de cosas que hacer. Lilia se decía que era inevitable y que no le importaba demasiado, pues siempre se había sentido más cómoda escuchando sus conversaciones que interviniendo en ellas.

Su vista se posó en una aprendiz a la que llevaba mucho tiempo observando. Naki iba un curso por delante de Lilia en la universidad. Tenía el cabello negro y largo y unos ojos tan oscuros que costaba encontrar el borde de sus pupilas. Todos sus movimientos eran de lo más elegantes. Los chicos se sentían tan atraídos como intimidados por ella. Hasta donde Lilia sabía, Naki no había mostrado interés por ninguno de ellos, ni siquiera por algunos de los muchachos que a las amigas de Lilia les parecían irresistibles. Quizá se creía demasiado buena para ellos. O sencillamente era exigente a la hora de elegir sus amistades.

Ahora, Naki estaba sentada con otra chica. No hablaba, aunque la boca de la otra joven se movía sin parar. Mientras Lilia las contemplaba, la parlanchina se rió y puso los ojos en blanco. Los labios de Naki se ensancharon y afinaron en una sonrisa amable.

De pronto, sin el menor ademán que revelara lo que estaba a punto de hacer, Naki miró directamente a Lilia.

«Oh, no —pensó Lilia, notando que se le encendía el rostro a causa de la vergüenza y el sentimiento de culpa—. Me ha pillado.» Justo cuando se disponía a apartar la vista, Naki sonrió.

Lilia se quedó de piedra. Se preguntó por un instante qué debía hacer y entonces sonrió también. No hacerlo habría sido descortés. Hizo un esfuerzo por desviar la mirada. «No parece molestarle que yo la observara, pero... Qué vergüenza que me haya sorprendido mirándola.»

Un movimiento atrajo la atención de Lilia hacia donde se encontraba Naki, pero resistió la tentación de volverse en aquella dirección e intentó descifrar lo que veía con el rabillo del ojo. Una persona de cabello negro estaba de pie, cerca del banco que ocupaba Naki. Esa persona había echado a andar. Esa persona estaba caminando hacia Lilia.

«No puede ser...»

Fue incapaz de evitar que su cabeza se volviera y sus ojos miraran hacia arriba. Vio que Naki se le acercaba. Tenía la vista clavada en ella y sonreía.

Naki depositó su plato junto al de Lilia y se sentó a su lado, en el banco.

—Hola —dijo.

—Hola —respondió Lilia, vacilante. «¿Qué querrá? ¿Preguntarme por qué estaba mirándola? ¿Que charlemos? Si es así, ¿de qué diantres voy a hablar con ella?»

—Como me aburría, he decidido venir a ver qué estabas haciendo —explicó Naki.

Lilia no pudo contenerse y dirigió la mirada hacia la anterior acompañante de Naki. La parlanchina las contemplaba con aspecto desconcertado y un poco contrariado. Lilia echó un vistazo a sus compañeros. Las chicas parecían sorprendidas, y los chicos tenían la expresión entre temerosa y anhelante que solía reflejar su rostro en presencia de Naki.

«Ha dicho: "qué estabas haciendo", lo que no incluye a los demás.»

Se volvió de nuevo hacia Naki.

—No gran cosa —dijo con sinceridad, y torció el gesto por lo anodino de su respuesta—. Solo estaba comiendo.

—¿De qué hablabais? —preguntó Naki, dirigiéndose a los amigos de Lilia.

—De si habíamos acertado al elegir nuestra disciplina —contestó uno de ellos. Lilia se encogió de hombros y asintió.

—Ah —dijo Naki—. Yo estuve tentada de elegir habilidades de guerrero, pero por muy divertido que sea, no me veo a mí misma dedicando toda mi vida a ello. Seguiré ejercitando mis capacidades, claro, por si algún día vuelven a invadirnos, pero he llegado a la conclusión de que la alquimia me será más útil.

—Es lo mismo que pienso yo sobre la sanación —le comentó Lilia—. Es más útil.

—Cierto, pero la sanación nunca se me ha dado muy bien —repuso Naki con una sonrisa ácida.

Conforme Naki continuaba charlando, la sorpresa de Lilia empezó a diluirse. Por algún motivo, quizá por haber sonreído a alguien que estaba en el otro extremo de la sala, o tal vez porque la parlanchina de la otra mesa era aburrida, una aprendiz hermosa y admirada estaba conversando con ella como si fuera su nueva amiga.

Fuera cual fuese el motivo, ella decidió disfrutar el momento, pues estaba convencida de que nunca se repetiría.