Estaban tendidos entre los arbustos con el sol a sus espaldas, mirando hacia el este. Las abejas se afanaban entre las enmarañadas ramas y raíces en torno a sus rostros, y el olor al incipiente verano les rodeaba, una fragancia tan antigua y tan nueva como la vida misma. Estaban apostados en la parda ladera como garrapatas en el flanco de un gran perro de caza, con la tierra ajena a ellos, dedicada a sus asuntos como había hecho durante miles de siglos. Sentían su propia fragilidad, los débiles pinchazos de sus almas sobre la existencia del mundo, y sonrieron al mirarse, compartiendo el conocimiento.
Su mirada se volvió de nuevo al este, para estudiar la enorme extensión de mundo que se abría ante ellos, como un manto de neblina tendido sobre trozos de tela, de una inmensidad más allá de toda comprensión, y al mismo tiempo intimo, hinchado aquí y allá por las colinas y marcado por los bosques en flor. Todo parecía lento y borroso bajo la cálida luz del sol, una bendición en el mismo aire.
El más joven de los dos se volvió y quedó tumbado de espaldas, bajo el sol y contemplando el cielo. Era un hombre pálido y esbelto, pero en su piel había un reflejo dorado que respondía al sol.
—No nos toma en serio, Rictus.
El otro, un hombre mayor, continuó observando, con sus ojos grises pálidos como el vientre de una serpiente. Tenía la barbilla apoyada en el antebrazo, y la carne se hinchaba bajo su labio en una antigua cicatriz. Su antebrazo también tenía hebras de plata con marcas de antiguas heridas, a juego con el tono gris y pajizo de su cabello. Era un hombre demacrado, austero, un hombre que parecía haber estado observando el viento toda su vida.
—Bastante en serio. Es un campamento tan grande como cualquiera que haya visto.
El joven volvió a tumbarse sobre el estómago, se protegió los ojos y miró al otro lado de la llanura iluminada por el sol.
—Todas las cosas son relativas, amigo mío. Veníamos buscando una respuesta sensata a nuestro empeño. Ha enviado a suficientes hombres para responder al reto, pero no para aplastarlo.
—¿Y?
—Y… —El rostro del joven se oscureció. Por un segundo, casi pareció que sus huesos se volvían más pronunciados, convirtiéndole en algo totalmente distinto, una criatura severa y sin humor—. Y él no ha venido. No hay tienda imperial. Ha enviado a sus lacayos a combatirnos, Rictus.
Fue el turno del hombre mayor para volverse de espaldas. Se frotó la cicatriz blanca que le recorría la barbilla.
—Entonces les derrotaremos más fácilmente.
—¿Y dónde está la gloria en eso?
Rictus sonrió, y por un segundo pareció mucho más joven.
—Después de todo lo que hemos hecho, Corvus, ¿todavía necesitas la gloria?
—Ahora más que nunca.
El joven miró al otro hombre. En ciertos aspectos eran parecidos: los pómulos altos, el color de la piel, las cicatrices que adornaban a ambos. Corvus se inclinó y besó a Rictus en la frente.
—Hermano mío —dijo—. Si no fuera por la gloria, no estaría aquí en absoluto.