Reyes del amanecer
El largo y cálido cénit del año había pasado, y las primeras lluvias del otoño barrían la ciudad como un humo sin perfume. Empapaban los pabellones erigidos en todos los espacios públicos, y el viento agitaba las guirnaldas de flores que decoraban toda la longitud del Camino Sagrado.
Orsana colocó una diadema negra sobre la cabeza de Corvus. El sumo sacerdote de Bel le ungió con agua de la Huruma, y se la dio de beber. Otro sacerdote le colocó entonces en la mano un arco compuesto muy antiguo, con la cuerda estropeada mucho tiempo atrás, y el grano de la madera sustituido por diminutos grabados de ébano. En su otra mano colocaron la rienda de un caballo.
El caballo, el arco, la verdad. La trinidad de los reyes asurios.
Corvus permaneció envuelto en los ropajes dorados y púrpuras de la realeza, y recibió los vítores de los miles de macht con una grave inclinación de cabeza. Sus mariscales estaban a su alrededor, mezclados con oficiales honai y representantes de todo el Imperio. Ocupó su lugar en el antiguo trono con los vítores aún resonando en las altas paredes de la sala de audiencias.
En aquel momento, su aspecto era completamente el de un miembro de la antigua nobleza kefren, y no parecía quedar en él absolutamente nada de macht.
Roshana fue conducida hasta él momentos después, del brazo de Rictus. Cuando pasó junto a Orsana, ambas mujeres intercambiaron una mirada breve de intensa enemistad.
Roshana apretó el brazo de Rictus cuando él la presentó al gran rey, y le dio las gracias en perfecto macht. Rictus asintió y se apartó. Kurun se reunió con él, poniéndole en la mano el bastón de espino para que se apoyara. El muchacho sólo tenía ojos para Roshana, pero ella no le miró ni una sola vez.
El sumo sacerdote les ungió las frentes con aceite perfumado, y luego Corvus retiró el komis de Roshana, dejando que la seda blanca cayera en torno a sus labios. La besó, y un murmullo de aprobación recorrió el salón.
El Imperio volvía a tener un gran rey, y una reina de sangre asuria como su consorte.
El salón de banquetes tenía capacidad para quinientas personas y estaba abarrotado, iluminado por las lámparas, y caldeado por las multitudes y las llamas. De las cocinas de abajo llegaban continuamente platos sobre las plataformas de servicio, y los esclavos con librea púrpura de la ciudad baja estaban por todas partes, dos para cada invitado. Macht y kufr comían y bebían juntos, hablando en sus propios idiomas y haciendo esfuerzos por entenderse. El palacio no había visto una multitud tan animada desde los días de Anurman.
Rictus estaba junto a la pared, observando y secándose el sudor del rostro. Corvus y su flamante esposa conversaban entre sí, ajenos al resto del salón. El gran rey sostenía la mano de la reina. Parecía sofocado e impaciente como un muchacho.
Tres asientos más abajo, Orsana estaba sentada como una estatua, moviendo sólo los ojos. Su vino estaba intacto y, mientras Rictus observaba, uno de los esclavos se inclinó y le susurró algo al oído.
«Oh, Fornyx», pensó Rictus. «Cómo hubieras disfrutado con todo esto».
Pensó que su salida del salón había pasado desapercibida, pero Ardashir y Druze le interceptaron cuando él y Kurun empezaban a descender por el pasillo.
—¿Pensabas marcharte sin despedirte, hermano? —preguntó Ardashir. Llevaba hojas de parra en el cabello, y en su sonrisa había algo de tristeza.
—Los soldados no necesitan despedirse —le dijo Rictus—. Al final, volveremos a encontrarnos en el mismo lugar.
—El infierno —dijo Druze con su sonrisa oscura. El igraniano tenía una jarra de vino en la mano, y una guirnalda nupcial colgada de la oreja.
—Él quiere que te quedes; prácticamente te lo ha suplicado —dijo Ardashir gravemente.
—Ya no soy de utilidad a ningún hombre ni bestia, Ardashir. No me quedaré aquí sentado, babeando delante del fuego, para que me saquen a pasear en las grandes ocasiones. Además, este clima no me sienta bien.
Los tres se echaron a reír, mientras Kurun les miraba con unos ojos muy abiertos y solemnes.
—¿Éste es tu protegido? —preguntó Druze a Rictus—. ¿O lo tienes sólo para que te mantenga caliente por las noches?
—Es libre de ir y venir como quiera —dijo Rictus—. Por el momento, su camino coincide con el mío.
—¿Y cuál es ese camino, Rictus? —preguntó Ardashir—. ¿Adónde vas?
Rictus inclinó la cabeza y cerró un ojo.
—Tengo ganas de volver a ver mis montañas, hermanos. Me parece que un hombre que se acerca al final de su vida se siente más cómodo en el lugar donde la empezó. Tengo familia en las Harukush. Me preocupará menos babear delante de ellos; eso es lo que hacen los abuelos.
El humor desapareció de los rostros de Ardashir y Druze. Conocían la historia familiar de Rictus.
—Corvus te daría un reino entero, si se lo pidieras —dijo Druze—. De entre todos nosotros, eres el que más lo merece.
—No tengo madera de rey, hermano. Una vez, hace mucho tiempo, dirigí a los Diez Mil. Haber hecho algo así es suficiente para la vida de cualquier hombre.
—Parmenios está escribiendo una historia —dijo Ardashir—. Empieza con el saqueo de Isca. Dice que aquel día se sembraron las semillas de un nuevo mundo.
Rictus pensó en aquel día. Él tenía dieciséis años, y era un muchacho que esperaba a la muerte a la orilla de un mar gris.
—Le deseo buena suerte —dijo con una sonrisa—. Espero que lo recuerde todo mejor que yo. Vamos, Kurun, quiero que nos pongamos en marcha antes de que más cabrones de éstos nos encuentren.
Druze levantó la jarra.
—Un último trago, Rictus. Para acompañarte hasta la puerta. Vamos, hermano.
Bebieron de la jarra uno tras otro, incluso Kurun. Cuando terminaron, no quedaban más que unas gotas. Rictus las vertió en el suelo.
—Para los amigos ausentes —dijo. Y arrojó la jarra vacía a Druze con una sonrisa.
Luego se volvió y se alejó cojeando por el corredor, apoyándose ora en el bastón, ora en el delgado hombro del muchacho que le acompañaba. Ardashir y Druze le observaron alejarse, con su bastón golpeando el suelo de mármol y su sombra desplazándose por las paredes, hasta que dobló una esquina y se perdió de vista.