El consejo de un anciano
Se reunieron bajo un toldo de seda azul cian, erigido a un pasang de distancia de la mayor puerta del oeste. Una hilera de cincuenta honai salió de la ciudad marcando el paso, con sus armaduras tan brillantes como podía estarlo el bronce, y el sol reluciendo en las puntas de lanza. Del campamento de los macht llegaron cuarenta y seis lanceros con la capa escarlata, dirigidos por un centurión que llevaba la Maldición de Dios.
Las dos compañías formaron frente a frente, con el toldo entre ambas. Se apoyaron los escudos en las rodillas, y aguardaron bajo el calor creciente de la mañana, mirándose unos a otros con franca curiosidad. Todos ellos eran lo bastante profesionales para no sentir verdadero rencor por el enemigo. Se habían visto por última vez en Gaugamesh, en el centro de aquel tremendo caldero de muerte y polvo. Tenían algo en común.
Mientras aguardaban, las murallas de Ashur se llenaron de gente, y el zumbido de colmena de sus conversaciones se extendió por la llanura. Las calles estaban abarrotadas como en un festival, y lo que sucedía era transmitido a la ciudad por los afortunados que habían conseguido un lugar sobre las murallas.
Los cuernos de bronce sonaron en las cumbres de los zigurats, y se repitieron por toda la ciudad hasta las murallas occidentales. Hubo un vítor resonante que surgió del este y al que se sumó la multitud.
Del campamento vallado de los macht surgió un grupo de jinetes, con armadura completa pero sin lanzas. Uno llevaba el estandarte del cuervo, negro sobre escarlata. Todos llevaban la Maldición de Dios, e iban soberbiamente montados en altos niseios, excepto uno, un anciano que cabalgaba sobre una humilde yegua baya. La compañía se abrió paso lentamente desde el campamento macht hacia el toldo de seda y las dos filas de lanceros. Cuando estuvo a medio camino, las puertas de Ashur se abrieron lentamente de nuevo y de la sombra de la barbacana salió un grupo de jinetes escoltando un ornamentado carro de guerra sobre el que ondeaba el estandarte púrpura y dorado de Asuria.
Los dos grupos se acercaron y, como por un acuerdo tácito, desmontaron tras sus respectivos lanceros. Luego se reunieron bajo la seda agitada por la brisa, a cada lado de una larga mesa.
En el lado macht, Corvus, Ardashir, Teresian, Druze, Parmenios y Rictus.
En el lado kefren, Gemeris, Lorka y Orsana.
Corvus habló en primer lugar.
—Lamento tu pérdida, señora. Ninguna madre debería tener que sufrir la muerte de su hijo.
Sólo los ojos de Orsana eran visibles. Llevaba un komis negro para ocultar su dolor.
—Te lo agradezco. Ha sido difícil de soportar, pero cuando mi hijo vio que todo estaba en contra de él, decidió ahorrar a su gente los sufrimientos de más guerras. Se quitó la vida y murió como había vivido, como un valiente. —Por encima de los pliegues del komis, los ojos estaban brillantes de lágrimas.
Corvus se inclinó ante ella.
—Lamento la muerte de su padre, y lamento la suya. Sea lo que sea lo que piensa tu gente de mí, señora, no vengo a destruir, sino a renovar. A unir a nuestros pueblos.
—Los uniste muy bien en Gaugamesh —espetó Lorka—. ¿Qué tal funcionó entonces?
—Basta. —Orsana levantó una mano—. Si sólo hablamos de las ofensas pasadas, tanto da que volvamos a las puertas y las cerremos. Rey Corvus, he venido aquí libremente, como última representante… última representante capacitada… de la familia imperial. Vengo a rendirte la ciudad de Ashur y sus alrededores, según los términos que nos ofreciste hace seis días, cuando tu heraldo se acercó a nuestras puertas. Te agradezco tu paciencia durante las negociaciones, y me alegra que nos encontremos finalmente cara a cara para terminar con este asunto. Gemeris.
El honai que estaba a su lado se adelantó y depositó sobre la mesa una caja dorada incrustada de gemas. Orsana la abrió. En su interior había una serie de sencillas llaves de hierro, enormes como herraduras y de aspecto muy antiguo.
—Éstas son las llaves del tesoro de Ashur. Son tuyas. Te cedo mi custodia de la ciudad.
Ardashir tomó la caja, la cerró y la levantó. Se inclinó ante Orsana.
Corvus rodeó la mesa, sorprendiéndoles a todos. Tomó la mano de Orsana, sobresaltándola, y se la llevó a los labios.
—Señora, debes saber que te agradezco infinitamente la dignidad y sabiduría que has demostrado en estos últimos días. Te ruego que permanezcas en el zigurat, donde conservarás toda tu riqueza y personal. Te trataré como si fueras mi propia madre, y sólo te pediré que continúes favoreciéndome con tus consejos, como has hecho con otros grandes reyes antes que yo.
Orsana se recobró. Apretó la mano de Corvus entre las suyas.
—Nada me complacería más —dijo.
El ejército entró en la ciudad con la caballería de los Compañeros a la cabeza, ataviados como para un desfile, con cada uno de los eslabones y clavos de su armadura pulidos hasta relucir, y los resplandecientes niseios danzando al son de las trompetas y tambores. Los preparativos llevaban varios días en marcha, desde el anuncio de la muerte del poco llorado rey Kouros, y las calles estaban sembradas de pétalos, con guirnaldas y estandartes en cada esquina. La gente de Ashur estaba eufórica al saber que finalmente se librarían del asedio, el saqueo y todos los horrores de la guerra. Vitoreaban libremente, y arrojaban flores sobre las cabezas del ejército de Corvus como si se tratara de un regreso y no de una invasión.
Corvus se llevó a quince mil hombres, un tercio de su ejército, para hacer su entrada en Ashur. Los demás se quedaron fuera, y se les enviaron interminables procesiones de carretas de vino y provisiones, regalo del pueblo de Asuria… aunque habían sido Parmenios y Gemeris, trabajando juntos, quienes habían organizado aquel aspecto de la celebración.
Las negociaciones se habían prolongado no a causa de las dudas sobre su éxito final, sino por los protocolos que rodeaban la muerte de un gran rey. Los macht habían sido detenidos en el instante de acercar los arietes a las puertas por apresurados jinetes que les suplicaron más tiempo. El gran rey había muerto, y había que guardar las ceremonias, pero los términos de los macht eran aceptables en general. ¿Podían darles un poco más de tiempo?
Un tiempo durante el cual el contenido del tesoro había sido cargado en carros rápidos y enviado a Arakosia. Un tiempo durante el cual los últimos oficiales supervivientes leales a Ashurnan perdieron sus cargos y sus cabezas.
Cuando los términos fueron por fin aceptados, en la ciudad había terminado el luto oficial por un rey al que el pueblo nunca había conocido, y los estandartes negros fueron retirados. Se habían completado los preparativos para alojar a la guarnición que ambas partes habían acordado que sería apropiada para la capital imperial, la capital del Imperio de Corvus, no del de Asuria. Así que los deslumbrados soldados macht entraron en la mayor ciudad del mundo entre el clamor de las trompetas de bronce, el rugido de los vítores y aclamaciones, y un diluvio de flores de verano. Nunca habían conocido nada parecido.
—Tal vez valió la pena, después de todo —dijo Ardashir, sonriendo. Atrapó una flor al vuelo y lanzó un beso a la muchacha hufsan que se la había arrojado.
Rictus levantó la vista hacia la alta sombra del zigurat que se erguía ante ellos, y parpadeó, maravillado. Realmente, había cosas en el mundo que aún valía la pena ver.
—De modo que ésa era tu casa —dijo a Kurun, montado en la grupa de su caballo detrás de él y agarrado a sus hombros.
—Ésa era mi casa —dijo Kurun, y levantó la vista casi tan impresionado como los macht.
El desfile continuó hasta el corazón de la ciudad y recorrió la propia Huruma. Cuando llegaron a las fuentes, varios macht tomaron agua sagrada con sus yelmos y se rociaron con ella, y algunos caballos bebieron allí, lo que produjo algunas escenas desagradables en la periferia de la multitud. Pero, en su mayor parte, los habitantes de Ashur estaban tan fascinados por los legendarios macht como los conquistadores por la ciudad que habían ocupado.
La procesión se detuvo al pie del zigurat. Los honai se habían concentrado allí, rígidos como soldados de madera, y Orsana aguardaba con un grupo de oficiales nobles, casi todos vestidos de azul arakosano.
Corvus se inclinó hacia ellos desde su caballo, pero no desmontó. Acercó su niseio a la Escalera del Rey, y el animal empezó a ascender. Uno de los honai se apartó de la fila con un grito, pero fue retenido por sus compañeros. Corvus hizo una pausa cuando estuvo por encima de sus cabezas, con el reflejo del sol en el penacho blanco de su yelmo, el negro niseio en movimiento debajo de él, y el resplandor de ébano de la Maldición de Dios sobre su pecho. Le vieron sonreír, feliz como un muchacho. Luego hizo un gesto en dirección a sus mariscales.
Le siguieron a caballo por la escalera. Sólo Rictus se quedó donde estaba, porque, detrás de él, Kurun estaba llorando.
—Esto no está bien —decía—. Esto no está bien.
Los nobles kefren al pie de la escalera permanecían muy rígidos bajo el sol, y Orsana bajó la cabeza.
Los mariscales subieron al zigurat a caballo, y las multitudes de abajo lo observaron estupefactas, mientras que los soldados de infantería macht vitoreaban y golpeaban los escudos con las lanzas en un trueno de bronce.
—No es así como se hace —dijo Kurun, secándose la nariz.
—¿Por qué te importa? —preguntó Rictus, medio irritado por el repentino cambio de humor del muchacho—. No es tu trono.
—Pero es mi país.
Los jinetes continuaron el ascenso. Los honai al pie de la Escalera se dispersaron. Uno de ellos levantó la vista hacia los macht que desaparecían en la cima del zigurat, y rompió la lanza sobre sus rodillas, arrojando los fragmentos lejos. Los oficiales kefren se dirigieron a las formaciones macht, en busca de los centuriones. Llevaban consigo listas y mapas para mostrarles dónde se alojaría cada una de las morai. De inmediato, dos morai completas empezaron a cabalgar hacia la Puerta de los Esclavos, una entrada al zigurat mucho más humilde. Las multitudes, el calor, el ruido… Todo ello creció hasta tal punto que sólo hubiera podido igualarse en mitad de una batalla. De repente, Rictus se cansó.
—Te voy a enseñar un paisaje que nunca has visto antes —dijo a Kurun, y acercó su caballo a la Escalera del Rey.
—¡No puedes!
—Quédate en el caballo, Kurun. Estamos en un mundo nuevo, y tenemos tanto derecho a pisar estas piedras como cualquiera.
Tres mil escalones. Desmontaron antes de la cumbre para dejar descansar al sudoroso caballo, y Rictus recorrió el último medio pasang apoyado en el hombro de Kurun y sintiendo que todas sus antiguas heridas se quejaban con fuerza. Pero en la cima corría la brisa, un frescor como en la ladera de una montaña en verano, y captaron el olor a cosas verdes, tomillo, lavanda y madreselva, todo un jardín en flor. Las lágrimas corrían por el rostro de Kurun. Mirando al muchacho, Rictus recordó que no todas las pesadillas procedían de los campos de batalla.
—El mundo ha cambiado —dijo—. Sea lo que sea lo que te ocurrió aquí, ya ha pasado. Eres un hombre libre, Kurun.
—Entonces, como hombre libre, quiero que me acompañes a pasear por los jardines del rey, Rictus, señor.
—Podemos pasear por donde quieras.
Durante los días siguientes se produjo una extraña simbiosis. Los lanceros macht y los honai kefren montaban guardia unos junto a otros por todo el palacio, guardianes muy distintos para un nuevo régimen. Orsana se retiró al harén, aunque Corvus la visitó más de una vez para presentarle sus respetos y hablar del gobierno de la ciudad. En las calles de abajo, los macht se mezclaban con la población local, regateando en los bazares y haciendo amplio uso de los burdeles en los distritos de la muralla. Tenían el botín de todo un continente para gastar y, aunque su ignorancia produjo algunos roces, en su mayor parte se les trataba con cierta curiosidad tolerante. La ciudad se tragó a los quince mil macht como si fueran una lágrima caída en un río, y los ritmos urbanos de Ashur apenas cambiaron. Los granjeros llevaron a los mercados la última cosecha del año, las caravanas volvieron a llegar del este, y los esclavos imperiales siguieron haciendo sus encargos vestidos con la túnica de franja púrpura de los reyes. En las entrañas del zigurat, miles de hombres seguían trabajando en la oscuridad para regar los jardines de arriba y mantener vestidas y alimentadas a las élites del nuevo Imperio. Todo había cambiado, y nada había cambiado.
Roshana entró finalmente en Ashur al principio del otoño, llevada en una litera y vitoreada con verdadero entusiasmo por la chusma de la ciudad baja. Iba vestida como una princesa asuria, con los ojos pintados y un komis de seda color crema cubriéndole el rostro. Era la hija de Ashurnan, y la gente la vitoreaba más en recuerdo del rey muerto que por ninguna otra cosa. Fue transportada a la cumbre del zigurat y alojada en los apartamentos del rey, lista para el gran día que se avecinaba. Corvus sería coronado con la diadema del gran rey y se casaría con su hija en la misma ceremonia; lo uno llevaría a lo otro. Cuando aquello hubiera ocurrido, su derecho al Imperio asurio sería indiscutible, y una época de la historia habría terminado… o empezado, según cómo uno lo mirara.
Rictus fue llamado a presencia del rey una noche, poco antes de la ceremonia de coronación y boda. Era Osh-fallanish, el Tiempo del Viento Frío. Kurun se lo había enseñado. También le había enseñado suficientes palabras en kefren para saludar y regatear en los puestos de la ciudad baja, suficientes para saludar a los honai en su propio idioma, lo que suavizaba algo de la hostilidad que aún quedaba en sus ojos. No conseguía acostumbrarse a verles montando guardia en torno a un rey macht.
Los aposentos del rey habían sido despojados de todos sus lujos, pues Corvus nunca había tenido nada de sibarita. Rictus tuvo que sonreír al ver el humilde mobiliario de campaña de Corvus distribuido por el enorme vacío de los apartamentos del gran rey. Tocó la sencilla lámpara de cobre con sus cuatro pabilos, pensando en las noches en que había iluminado la mesa de los mapas, con todos inclinados alrededor, siguiendo el dedo de Corvus a través de los rasgos del mundo.
La mesa era más grande, con el tablero de mármol y las patas curvas de oro puro. Había papeles amontonados sobre ella, y el estuche de madera de los pergaminos aguardaba a un lado, un maltrecho artefacto que había pertenecido a Corvus mucho antes que Rictus.
No encontró al rey solo. Estaba junto al balcón, sentado en una sencilla silla de madera con una copa de vino en el regazo, y frente a él estaba sentada Orsana, esposa y madre de dos reyes muertos. Se había bajado el komis, y su rostro pálido se volvió hacia Rictus cuando éste cojeó hacia ellos, con el bastón de espino golpeando el suelo.
Rictus se detuvo y se inclinó, sin saber qué decir.
—De modo que éste es Rictus —dijo Orsana. Habló en macht, con un acento fuerte y sibilante, pero las palabras sonaron con perfecta claridad—. Un anciano. Claro que han pasado treinta años desde la llegada de los Diez Mil. —Se levantó y habló con Corvus en kefren.
Hubo un intercambio fluido entre ellos en aquel idioma, un intercambio informal y afectuoso. Orsana ofreció una mejilla, y Corvus se la besó.
Rictus volvió a inclinarse cuando la mujer pasó junto a él. Las puertas resonaron cuando ella salió, aunque no al mismo tiempo, pues los guardias macht y honai aún no habían sincronizado sus esfuerzos.
—¿Cómo está tu pierna? —le preguntó Corvus.
—Me mantiene en pie.
—Bueno, siéntate y dale un descanso.
Una brisa agitó las cortinas de gasa. Permanecieron en silencio un momento, contemplando la ciudad de abajo, un millar de luces que aún ardían en la oscuridad. Phobos ascendía sobre las Magron como una cabeza burlona. Realmente, era una vista digna de un rey.
—Hace mucho tiempo que no hablamos —dijo Corvus—. Es culpa mía. Me pareció que me culpabas por la muerte de Fornyx y la destrucción de los Cabezas de Perro.
—Eran un recurso militar. Los usaste con gran eficiencia. —La voz de Rictus era fría.
—Fui demasiado lejos. Tal vez esperé demasiado de ellos. Rictus, me equivoqué, ahora lo sé. Tienes que perdonarme por eso.
—¿Perdonarte? —Rictus golpeó el suelo con su bastón—. Somos soldados, Corvus. Nos vestimos de escarlata y corremos riesgos. Gaugamesh fue una victoria, y nos costó mucha sangre, como ocurre en las victorias. No hay nada más que decir.
Corvus miró fijamente su vino.
—Dice Ardashir que quieres marcharte.
—Ardashir habla demasiado. Es casi tan malo como Fornyx.
—¿No te quedarás a ver mi coronación?
—Ya he visto tu coronación, Corvus. ¿Recuerdas la noche antes de que te coronaran rey de los macht? Fornyx y yo estábamos contigo, y fue aquella noche cuando te pusiste por primera vez la Maldición de Dios.
—¿Cómo podría olvidarlo? Fuiste un padre para mí, Rictus.
—Lo sé. Pero los hijos suelen llegar más lejos que el padre, como has hecho tú. No me queda nada que enseñarte, Corvus.
—Eso no es cierto. Hiciste algo antes de que saliéramos de Carchanis que me enseñó una lección inapreciable.
—¿Oh?
—Regalaste la coraza de Fornyx a Ardashir. Permitiste que un kufr llevara la Maldición de Dios.
—¿Y qué? —gruñó Rictus—. La merecía. Es uno de nosotros, sea macht o no.
—Ningún otro hombre habría podido hacer un gesto semejante. El ejército no lo habría tolerado. Pero, como fue Rictus, sabían que tenía que ser lo correcto. Con aquel simple acto, cambiaste su modo de pensar sobre los kufr. Me hiciste ver el Imperio de un modo distinto. Sólo por eso, siempre estaré en deuda contigo.
—No hay ninguna deuda. No me debes nada, ni tú ni ningún otro hombre. Sé por qué me has hecho venir, Corvus, y no funcionará. No soy una especie de talismán, ni una mascota que tengas que mantener a tu lado. Mi época de vestir de escarlata ha terminado.
—Entonces quédate un poco más, como amigo. Quédate a ver mi coronación como gran rey. Quédate a ver cómo me caso con Roshana.
Rictus se removió incómodo en la silla. Golpeó de nuevo el suelo con su bastón, una manía de anciano que detestaba. Se sorprendía haciéndolo una y otra vez.
—Cuida de ella, Corvus. Es una buena chica, y no es tan fuerte como cree.
—Supongo que te recuerda a tu hija —dijo Corvus con una sonrisa.
—No; a mi hija no. —Rictus hizo una mueca, aplastando los recuerdos indeseados—. Protégela. No me fío de la viuda de Ashurnan, esa tal Orsana. Esa mujer ha cedido ante ti con demasiada facilidad. No hay amargura. Me sentiría más tranquilo si te odiara un poco.
—¿Crees que mi encanto ha funcionado demasiado bien?
—Creo que tu encanto puede haber encontrado un rival digno de él. Cuando mataron a tu padre por mi causa, hace muchos años, tu madre me odió. Me ofrecí a protegerla, y también al hijo que esperaba, pero ella partió hacia lo desconocido. Me despreciaba, a mí y a todos los macht.
—Lo sé —dijo Corvus en voz baja—. Pero, mientras crecía, me habló a menudo de ti. Sabía que mi padre te quería como a un hermano. Con los años, su resentimiento menguó. Eras muy joven, según decía, y aquello era algo que tendrías que llevar encima durante toda tu vida.
Callaron de nuevo, contemplando la enorme ciudad extranjera, recordando tiempos lejanos, con la mente llena de rostros muertos.
—Orsana me pondrá la diadema en la cabeza —dijo Corvus al fin—. Necesito su buena voluntad, Rictus. Pero tendré en cuenta este último consejo tuyo. Iré con cuidado, y nada dañará a Roshana. Tienes mi palabra.
—Entonces me quedaré a ver la coronación del gran rey, aunque sólo sea en honor a la memoria de su madre.
Corvus inclinó la cabeza.
—Hay otra cosa. Roshana no tiene familia en Ashur, ni nadie que estuviera unido a ella aquí. Ha pedido que la acompañes en la boda, que seas tú quien me la entregue.
Rictus permaneció contemplando las lentejuelas de luz que iluminaban la oscuridad más allá del balcón.
—Será un orgullo —dijo al fin.