24

El hijo de una madre

Kouros estaba sobre las altas murallas de la barbacana del oeste mientras el sol salía detrás de él. La ciudad cobraba vida debajo de la muralla, y a aquella hora casi parecía una enorme bestia viva que estuviera despertando. Se encendían las lámparas y los fuegos, y ya podía oír los primeros clamores en los mercados mientras los vendedores preparaban los puestos. Un día más en la mayor de todas las ciudades. Una mañana más como rey del mundo.

Pero no era el rey de todo lo que veía. A través de la llanura contemplaba a su rival, en un campamento rígidamente parcelado donde los fuegos también empezaban a encenderse para recibir el alba. Estaba tan cerca que podía ver el parpadeo de las llamas cuando los hombres cruzaban por delante de las hogueras. Una ciudad por derecho propio, rodeada por una empalizada de madera y una zanja que había arruinado el sistema de irrigación en varios pasangs a la redonda. Una ciudad de tiendas, que albergaba a miles de hombres y bestias.

Todavía no podía creer que estuviera allí, a menos de dos pasangs de donde él se encontraba. Había un ejército macht en Asuria, un ejército que a la sazón contemplaba los antiguos zigurats de los reyes asurios.

Pasó la vista por las murallas. Había pocos hombres. En aquel lado de la ciudad había situado al grueso de los honai de Gemeris, de modo que el enemigo de abajo pudiera ver el destello de sus armaduras sobre las murallas. Los arakosanos de Lorka estaban más al norte, encargados de las defensas que daban al río Oskus. Eran miles de hombres, pero las interminables murallas los devoraban de tal modo que apenas se les veía. Ashur no se había construido para la defensa; simplemente, era demasiado grande. En sus confines vivían y morían dos millones de personas, una población mayor que la de muchos reinos enteros. Las únicas guerras que había presenciado eran las salvajes escaramuzas privadas en las alturas del zigurat del palacio, asesinatos y golpes de estado en los que luchaban pequeños grupos de hombres cuyo objetivo era la muerte de unos pocos nobles. La guerra tal como la libraban los macht… no entraba en aquella ecuación, ni para la ciudad ni para la gente que la habitaba.

«Tiene que haber un modo», pensó, golpeando la piedra de la muralla con el nudillo. «No puede ser el fin. Defenderemos las murallas hasta que se cansen de atacar. No son suficientes para sitiar la ciudad; tendrán que atacar».

—Llevan tres días talando árboles y construyendo algo en ese aserradero —dijo Gemeris junto a él.

—Estas murallas miden ciento cincuenta pies de altura —le dijo Kouros—. Nadie puede construir una escala tan larga.

—Juraría que no están construyendo escalas, señor. Han instalado una fábrica de brea y una curtiduría, y medio centenar de forjas donde los herreros trabajan día y noche. Se puede ver su resplandor en la oscuridad. Los macht son muy hábiles con las máquinas de guerra. Están construyendo algo para cruzar por encima de esta muralla, o a través de ella, o por debajo de ella.

—Nada puede derribar esta muralla, Gemeris. Ha sobrevivido a terremotos.

El honai no dijo nada, y Kouros sintió una oleada de ira al percibir la duda en el otro hombre.

—Envía a buscarme si algo cambia. Yo voy a recorrer las torres y hacer una inspección.

—Mi señor, ése no es tu lugar.

—¿Qué?

Gemeris estaba pálido, pero insistió.

—Eres el gran rey. No te corresponde patrullar por las murallas como un suboficial. Tu lugar no está aquí. La gente espera que el rey esté en el lugar que…

—¿En el lugar que le corresponde?

—Donde le ha puesto la tradición. Perdóname, señor, pero deberías estar en el zigurat, no abajo en mitad de la pelea.

Kouros se enfureció. Había algo de cierto en aquello.

—No podemos perder a otro rey —dijo Gemeris—. Te lo suplico, señor, vuelve al palacio.

—Muy bien. Pero quiero un despacho cada hora, Gemeris, aunque no se haya movido ni un ratón. Me mantendrás informado.

—Como desees, señor.

Kouros se volvió. Mientras caminaba hacia la escalera que conducía a la ciudad, comprendió que algo fundamental había cambiado en su interior después de Gaugamesh.

Ya no era un cobarde.

El sol se alzó en el cielo, y la ciudad empezó a dedicarse a sus asuntos como había hecho durante más de cuatro mil años. Con una diferencia. Todas las puertas del oeste estaban cerradas, y los mercados de aquella parte de la ciudad tenían pocos visitantes. Los honai habían recorrido las calles durante los últimos días, llevándose a cualquier hombre joven, de casta baja y que pareciera en condiciones de sostener una lanza. Los desdichados habían sido reclutados por millares, equipados a toda prisa en los arsenales de la ciudad, y enviados por grupos a defender las murallas. En aquel momento, estaban allí entre los honai y los arakosanos, tan fuera de lugar como pichones en una bandada de buitres.

Los nuevos reclutas estuvieron presentes para ver el fruto de los trabajos de los macht. Por la mañana del quinto día, el ejército enemigo empezó a salir del campamento en gruesas columnas, decenas de miles de lanceros avanzando en falanges para tomar posiciones en la llanura, pisoteando las cosechas y viñedos de las pequeñas granjas. Los árboles habían sido talados, y los canales de irrigación enterrados. El fértil terreno al oeste de la ciudad había quedado pardo y desnudo, como si los macht hubieran traído consigo una plaga del oeste.

Y en mitad de las enormes formaciones enemigas, se movían unas siluetas grandes en forma de escarabajo, como titanes agazapados, empujados y arrastrados por cientos de enemigos. Avanzaban sobre unas toscas ruedas de borde de hierro, y estaban cubiertas de escudos de bronce que desde lejos parecían formar una piel de escamas relucientes. En la parte delantera de cada una de ellas se veía el destello de un ariete con la punta de acero. Dos de aquellas monstruosidades avanzaban hacia las puertas occidentales de la ciudad y, tras ellas, caravanas de mulas arrastraban otras máquinas, artefactos angulosos en forma de grúa y grandes arcos horizontales.

Los cuernos de la ciudad lanzaron sus gritos de advertencia y desafío, y los defensores empezaron a prepararse para lo que se avecinaba. Se llenaron los calderos de pez y se encendieron los fuegos debajo de ellos. Los arakosanos recibieron haces de flechas, y grandes trozos de piedra se amontonaron sobre las murallas, listos para ser arrojados sobre los atacantes.

Durante unos minutos, después del sonido de los cuernos, la ciudad se acercó más al silencio de lo que nunca había estado, y fue en aquel instante cuando los honai de las murallas vieron que el propio rey macht cabalgaba con su yelmo empenachado, rodeado por un grupo de asistentes. Tres de ellos se separaron y galoparon hacia las puertas de la ciudad portando una rama verde. Gemeris subió a las alturas de la barbacana junto con Lorka para escucharles.

Eran jinetes kefren vestidos de rojo; hombres de la caballería enemiga, conocidos como los Compañeros. El rostro de Lorka se endureció al verlos. Gemeris se encaramó sobre una almena, una estatua dorada resplandeciente bajo el sol.

—No avancéis más. ¡Hablad, y daos prisa!

Uno se adelantó. Los hombres de las murallas pudieron ver, para su sorpresa, que, aunque era un kefren de sangre pura, llevaba la armadura negra maldita de los macht, un fenómeno nunca visto hasta entonces.

—Os traigo una oferta de mi rey, Corvus de los macht, gobernante de todas las tierras al oeste de las montañas Magron. Abrid las puertas, rendid la ciudad y entregad las armas. Si lo hacéis, os considerará amigos. Ashur se salvará, y ningún hombre sufrirá daños ni será privado de sus propiedades, salvo el que se hace llamar gran rey. Si no lo hacéis, asaltaremos vuestras murallas inmediatamente y, cuando hayan caído, Ashur sucumbirá al saqueo y las llamas, y todos los que lleven armas en su interior perderán la vida. Mi rey aguarda vuestra respuesta, pero daos prisa, y no penséis en traicionarnos. Eso es todo.

Levantó la rama verde en un gesto de saludo, y los tres jinetes se volvieron y regresaron al galope por donde habían venido. El olor a alquitrán quemado alcanzó las murallas, traído por una cálida brisa. Gemeris saltó de la almena.

—Traedme un buen escriba, y un mensajero rápido. ¡Aprisa!

—Debo irme —dijo Lorka.

—No te vayas muy lejos. Serás necesario aquí dentro de poco.

—Sé cuál es mi deber —gruñó el arakosano—. No trates de enseñármelo, honai.

El balcón de los aposentos del gran rey tenía una vista inigualada en ningún lugar del mundo, y miraba al oeste. Desde allí, Kouros podía ver la cuadrícula de calles abarrotadas de abajo, apenas discernible cuando uno transitaba por ellas. Podía ver la serpiente gris de las murallas interrumpida por las torres y, más allá, la pisoteada llanura sombría que los macht habían hecho suya.

«Destruyen todas las cosas», pensó. «Vienen de una tierra de piedra, y convierten en piedra y polvo todo lo que tocan. Son una pestilencia en este mundo».

El fino tejido de las cortinas se movió hacia adentro al abrirse la puerta de sus aposentos, aunque no oyó ningún ruido.

—¿Arkanish? —llamó, pero el chambelán no respondió.

Kouros se volvió para servirse más vino de la jarra sobre la mesa junto a él, y al mover los ojos captó un destello de azul.

Era Orsana. Su madre permanecía inmóvil, vestida con una sencilla túnica de seda azul y ribetes negros. Se había apartado el komis blanco del rostro, pero había dejado la tela en torno a su cabeza. Parecía una sacerdotisa severa a punto de iniciar algún antiguo rito.

—¡Madre! Éstos son mis aposentos privados. No es adecuado que estés aquí.

Ella llevaba un pergamino cuadrado con el sello roto.

—Noticias de las puertas. Tendrías que leerlo.

Él soltó la copa y le arrancó el pergamino de la mano, inspeccionando primero el sello.

—Gemeris. Esto debería haber venido directamente a mí.

—Léelo.

La mano pulcra de un escriba, que había derramado gotas de tinta en su apresuramiento. Kouros movió la mandíbula mientras leía, masticando su ira.

—Creí que sabía lo que era la arrogancia; parece que estaba equivocado. El bárbaro de las puertas cree que puede dictarme sus términos a mí… ¡A mí! —Arrojó el pergamino a un lado—. Esto no tiene importancia. Pero quiero saber por qué te ha llegado a ti en lugar de venir directamente a mi, madre. —La ira seguía allí. La continuó masticando como si fuera un cartílago.

Su madre estaba muy tranquila.

—Deduzco que sus términos son inaceptables para ti.

—¿Qué? Claro que son inaceptables. ¿Crees que dejaría entrar en la ciudad a ese monstruo usurpador sin ofrecer resistencia? Maté a mi propio hermano para conseguir la diadema, madre; no la entregaré sin pelear. Vera cómo lucha el hijo de Ashurnan; le haré lamentar el día que trajo a su chusma al este de las montañas.

—Eso es lo que pensé que dirías. —Ella inclinó la cabeza.

—Y ahora, ¿puedes decirme por qué has roto el sello de un despacho dirigido al gran rey?

—Kouros, hijo mío… ¿No lo sabes? ¿Nunca lo has sospechado?

—¿Que tus intrigas son incesantes, que buscas inmiscuirte en los asuntos de estado a la mínima oportunidad, que ves conspiraciones detrás de cada arbusto? No lo sospecho, madre, lo sé. Siempre lo he sabido.

—No sabes nada —le dijo ella, levantando de repente la voz, como el chasquido de un látigo—. ¿Acaso crees que me he pasado treinta años en el harén limándome las uñas? Jovencito estúpido. He perdido la cuenta de las veces que tu padre trató de matarme. Pero fracasó. Finalmente, tuvo que dejarme vivir, porque me hice esencial para él y para el Imperio. Gracias a mi consiguió Arakosia, y me aseguré bien de que la tuviera sólo a través de mí. ¿Crees que puedes dar órdenes a Lorka? Ha sido mi criatura desde que mamaba en las tetas de su madre. Yo escogí a todos los altos cargos de la ciudad. Marok era mío, pero también Dyarnes. ¿Lo sospechabas, gran rey? Siempre he tenido ojos y oídos por todo el Imperio, desde antes de que nacieras. Mate a esa perra niseia por la que tu padre me hubiera suplantado, pero fue sólo una entre muchos. Cuando un gorrión cae al suelo en Ashur, me entero de ello al momento. Ésta es mi ciudad, Kouros; mía. La he controlado durante décadas. Que te hayas atado una cinta en torno a la cabeza no significa que controles nada en absoluto. Yo te di la vida, te crié y te utilicé para matar a Rakhsar. Eres mi hijo, mi instrumento; nunca pienses que puedes empezar siquiera a ocupar mi lugar.

Hizo una pausa para recobrarse.

—No veré a Ashur destruida para salvar tu orgullo. El invasor ofrece unos términos que debemos aceptar. ¿Me comprendes? Tus hombres no lucharán. Los arakosanos están abandonando las murallas en este mismo momento. Lorka los ha enviado de vuelta a casa, por orden mía.

—Gemeris —susurró Kouros.

—Uno de los míos, desde que regresó de Hamadan. Sabe de dónde sopla el viento. ¿Por qué crees que te ha convencido de marcharte de las murallas? Todos los hombres de tu padre murieron en Gaugamesh, Kouros. Los que quedan me sirven a mí. Estás solo. Eres el último de la estirpe de tu padre.

—¿Acaso eso no significa nada para ti? —le preguntó Kouros—. La estirpe asuria…

Ella se irguió.

—Soy arakosana —dijo con orgullo—. Ya era reina incluso antes de llegar aquí, de una estirpe tan antigua como la de Asur.

—Se la entregarías a él, lo último que queda del Imperio… Le dejarías entrar aquí sin levantar un dedo.

—No podemos derrotarle, al menos con las armas en una batalla. Pero ése no es el único modo de luchar, Kouros. Le abriré las puertas. Le invitaré a estos mismos aposentos. Me arrodillaré ante él y sonreiré mientras se pone la diadema. Cuando lo haya hecho, tendré paciencia, como siempre la he tenido.

—Rakhsar tenía razón —se maravilló Kouros—. Todos la tenían. Eres una zorra venenosa.

Se adelantó, pero en aquel instante hubo un movimiento en la puerta. Charys, el enorme eunuco jefe, avanzó descalzo por la habitación, con su rostro convertido en una roca lisa de carne sonrosada. Tras él entraron dos soldados arakosanos en armadura, con las cimitarras desenvainadas. Cerraron las puertas con un sonido suave y se mantuvieron a la espera.

Kouros les miró a todos, algo sorprendido.

—Tu propio hijo, Orsana. ¿Serás capaz de matarme?

Orsana se llevó una mano al interior de su túnica.

—No será necesario.

Sacó el cuchillo de hierro con el que Kouros había matado a su hermano, y lo arrojó sobre la mesa. Permaneció allí, negro y desagradable, junto a la jarra de cristal.

—Dije que la guerra te había hecho un hombre. Lo decía de veras. Y eres mi hijo. No habrá veneno, ni nada inadecuado. Harás lo que debes por tu propia mano, Kouros. Si no, alguien lo hará por ti.

Él contempló el cuchillo sin verlo.

—Soy tu hijo —dijo, y había un temblor en su voz. La miró, y no encontró un sólo rastro de compasión en aquel rostro duro y pintado de blanco. Podía haber estado mirando los ojos de una serpiente.

—Eres mi hijo, pero no hay grandeza en ti. Si este día no hubiera llegado, habría gobernado a través de ti. En este momento, eres un impedimento para mí, y tu estupidez pone en riesgo la supervivencia de esta ciudad. Te doy la oportunidad de un final honorable. Si tienes valor, la aprovecharás. —Tragó saliva, y las manos le temblaron ligeramente. Las plegó en el interior de su túnica.

Kouros se adelantó y tomó el cuchillo. Ella se apartó de él, uno o dos pasos, y el eunuco se le acercó más, como si los tres estuvieran conectados de algún modo en una especie de danza absurda.

—Adiós, Kouros —dijo Orsana.

—Pido a Mot que me permita atormentar tus sueños, maldita puta.

Ella se alejó. Los arakosanos le abrieron la puerta, y Orsana no volvió la vista antes de que la cerraran de nuevo.

Kouros miró el cuchillo, pensando en su hermano Kuthra, en Rakhsar y Roshana. En su propio padre, que había muerto como un hombre. Todos se habían ido, y él les seguiría. Y Orsana seguiría viva, para tejer sus redes y preparar su veneno. El sobresalto le provocó una carcajada que salió de sus labios como un sollozo ahogado.

Miró a Charys. Los ojos del eunuco eran como barrenas en su rostro enorme e inexpresivo. No había humanidad en él.

Oyó que los cuernos de la ciudad sonaban de nuevo, y se dirigió al balcón para contemplar la majestad de la imperial Ashur. Hubo un rugido en las puertas del oeste. No sabía si era una batalla o una celebración. Era un sonido sin significado.

Sin significado.

—Soy Kouros, hijo de Ashurnan, de la estirpe de Asur. Soy el gran rey del Imperio asurio.

Masticó las palabras con rabia. La rabia fue suficiente. Le había acompañado durante toda su vida. Se hundió la afilada hoja en el pecho, y permaneció allí con los ojos muy abiertos por la violencia que había obrado sobre sí mismo. Se volvió para mirar a los hombres de la habitación.

—Soy… soy…

Entonces cayó al suelo, derramando el vino, con las piernas dobladas debajo de él. Se retorció un instante y quedó inmóvil. Su tensa mandíbula se relajó al fin.