23

La piedra en las montañas

Los pasos de las Magron no eran como los de las Korash, al noroeste del mundo. Aunque en las Magron se encontraban los picos más altos conocidos de Kuf, había anchos valles entre ellos que se unían para crear una carretera tan buena como cualquiera de las de la tierra natal de los macht. Sólo en la parte más oscura del año había que cerrar alguno de los pasos e, incluso entonces, se sabía de grupos pequeños de hombres que habían conseguido cruzar a cierto coste, como llevaban haciendo los mensajeros imperiales durante siglos.

La carretera imperial continuaba allí, aunque ya no era la vía recta del Imperio Medio, sino un camino zigzagueante bajo el asalto anual de los elementos. Era frecuente que el deshielo la inundara o las avalanchas la sepultaran, pero el Imperio la mantenía abierta. Cada uno de los puestos de guardia albergaba grupos de esclavos que se pasaban la vida entera trabajando en las montañas para tal fin.

Rictus y sus compañeros partieron de Carchanis unas dos semanas después de la marcha del ejército macht. Lo hicieron con cierta solemnidad, pues Corvus había dejado atrás a los cuarenta y seis supervivientes de los Cabezas de Perro para que formaran una especie de guardia de honor. Al mando de Sycanus de Gost, un veterano bajo y musculoso que una vez había estado al lado de Rictus en las murallas de Machran, aquellos hombres le acompañaban en su viaje en pos del ejército. Casi todos habían dejado atrás la juventud, y estaban tan cubiertos de arrugas y cicatrices como cualquier veterano, pero en sus filas también había algunos jóvenes, impacientes por cruzar las montañas y ver la legendaria capital del Imperio kufr.

Equiparon de nuevo la caravana de techo azul, aunque cambiaron los caballos que la arrastraban por mulas más resistentes, acompañadas de más mulas para llevar la carga. La compañía dejó atrás Carchanis, siguiendo la transitada ruta de la hueste principal, y maravillándose ante las vistas que quedaban detrás de ellos mientras ascendían hacia las Magron.

Para Rictus, era la primera vez que viajaba por una región donde nunca había estado. Para los demás, representó un alivio dejar atrás el calor de las tierras bajas y respirar el aire fresco y azul de las montañas.

Los puestos de guardia estaban desiertos; los hombres habían huido al acercarse el ejército macht. Y también pasaron junto a casas abandonadas de piedra y tejado de hierba al borde de la carretera, con las puertas rotas de un puntapié y el interior saqueado. Al parecer, algunos delos nuevos reclutas hubieran necesitado la mano dura del viejo Demetrius.

Aunque aquello no duró mucho. También pasaron junto a un cadalso con tres jóvenes, soldados macht, con los ojos ya vaciados por los cuervos. Corvus nunca había mostrado ninguna misericordia hacia los saqueadores, cuando no era él mismo el que sancionaba sus actos.

La compañía no se apresuraba, pero de todos modos avanzaba más aprisa que el ejército, sin el lastre del gran tren de intendencia. De hecho, pasaron junto a carretas abandonadas en la carretera, mulas y caballos muertos, y enormes túmulos construidos en piedra a intervalos regulares, como si Corvus hubiera querido dejarles marcas para que le siguieran.

Las noches eran cortas, pero se hicieron más frías cuando emprendieron el verdadero ascenso. Empezaron a aparecer zonas de nieve en las laderas de la montaña cerca de la carretera, con resistentes flores silvestres a su lado, como dos estaciones del año que hubieran firmado una tregua para convivir. Rictus recordó las montañas de Gosthere, en torno a su hogar, o al lugar que una vez había llamado hogar. Había bosquecillos verdes atravesados por ríos que podían haber estado en las Harukush, y en una ocasión tuvo que contener la respiración cuando dieron la vuelta a un recodo y vieron, a un lado, un valle empinado que descendía junto a riscos cubiertos de árboles, con un río ancho y poco profundo al fondo, pardo como una trucha. Por un instante, se encontró de nuevo en Andurmon, construyendo la casa piedra a piedra con Fornyx y Eunion mientras Aise atendía el fuego y ponía a cocer pan de cebada en una parrilla de roca. Fue una visión tan detallada en su mente que casi le pareció real, y cuando se recobró experimentó un momento de desesperación total. Todos habían muerto, hasta el último de ellos. Era la única persona del mundo que aún tenía recuerdos de aquel momento y lugar.

Aquella noche, junto al fuego, se mostró reservado y huraño, sentado con la espalda apoyada en una roca, con el bastón de espino en la mano y el dolor del frío en sus castigados huesos. Observó a Sycanus y los demás Cabezas de Perro en torno a las hogueras, escuchando las bromas eternas de los soldados, conversaciones que habían constituido el telón de fondo de toda su vida adulta. En aquel momento, comprendió que había dejado de ser un guerrero. Rictus de Isca, el líder de los Diez Mil. ¿Quién recordaba ya sus hazañas, después de que Corvus se desencadenara como una tormenta para volver el mundo del revés? El muchacho que había marchado junto a Jason, que había combatido en Kunaksa… había desaparecido. Incluso el portador de la Maldición que resistía en primera línea y conseguía que los hombres le obedecieran había dejado de existir.

«Soy viejo», pensó. «Veré Ashur, para saciar lo que me queda de curiosidad, y luego mi servicio habrá terminado. No debo nada a ningún hombre vivo».

Kurun le tendió un cuenco de humeante guiso de cabra con una sonrisa. A su lado, Roshana estaba ya comiendo del suyo con una tosca cuchara de madera. Los tres estaban sentados lejos de los soldados macht por decisión propia, mientras que antes Rictus habría estado justo al lado del centón, en el corazón de las cosas.

—¿Sabe lo que Corvus tiene planeado para ella? —preguntó a Kurun, señalando con la cabeza a Roshana.

Kurun bajó la vista.

—Lo sabe. Se lo dije yo.

—¿Y qué le parece?

—Me casaré con él. —Ante la estupefacción de Rictus, fue Roshana quien respondió—. Será el gran rey. Yo seré reina.

—No sabía que hablabas nuestro idioma.

—Un poco. Yo aprender, por él, por Corvus.

—¿Se lo enseñaste tú? —preguntó Rictus a Kurun. El chico asintió, removiendo el guiso con la cuchara como si ya no tuviera apetito.

—Ella pedir. Para la boda.

El chico la quería; se veía claramente en sus ojos. Pero ¿qué podía ofrecer un muchacho eunuco a la futura esposa de un rey? Rictus sintió una oleada de lástima por él.

—¿Y tú?

—Yo quedar con ella.

—¿Incluso en Ashur?

Él vaciló.

—Incluso en Ashur. —Pero sus palabras no sonaron convincentes. En aquel momento, Rictus comprendió que Kurun no quería volver ala capital imperial. Una vez allí, todos sus dueños se apagarían, y la realidad de su situación se impondría sobre todo lo demás.

«Bueno, tenemos eso en común», pensó Rictus.

Después de diez días en la carretera llegaron al punto más alto en el paso de las montañas. Estaba marcado por un enorme monolito de granito en el que se habían grabado profundamente unas palabras en idioma kufr, que Rictus no sabía leer. De todos ellos, sólo Roshana era capaz de descifrarlas, y no supo traducir las inscripciones al macht, de modo que pasaron junto a él sin comprenderlo. Era una reliquia de otro mundo. A su paso, Corvus había erigido una piedra mayor, y había grabado en ella su nombre y los pasangs recorridos hasta aquel punto. Bajo su nombre se habían grabado otros, los de todos sus mariscales. Ardashir, Druze, Teresian, Demetrius, Parmenios… incluso Marcan. Pero Rictus no había sido incluido. Envuelto en su desgastada capa escarlata, Rictus permaneció leyendo los nombres sobre la piedra una y otra vez, pensando en ello. Comprendió que Corvus no le había perdonado que se hubiera quedado atrás, ni tal vez que hubiera envejecido. Ya no formaba parte de la aventura.

«Cómo habría rabiado Fornyx al ver esto», pensó con una sonrisa.

Tras dejar atrás los mojones de piedra, estuvieron al otro lado del paso y, poco a poco, se dieron cuenta de que estaban descendiendo de nuevo. El punto más alto de las Magron había quedado a sus espaldas, y los ríos corrían hacia el este, siguiendo sus pies. Todos los riachuelos que atravesaban eran afluentes del Oskus, mucho más abajo. El agua que corría fresca y clara sobre las piedras viajaría muy pronto por la red parda de canales de irrigación de Asuria.

Dieciséis días después de salir de Carchanis, el paso se ensanchó hasta dejar de ser una rendija entre las montañas y convertirse en un terreno abierto de colinas oblongas, cada una de ellas con la forma de un huevo duro cortado en vertical. El aire se volvió más cálido; casi de un día para otro tuvieron que guardar las pieles y capas cuando el calor de las tierras bajas regresó, trepando hasta los lugares altos. El verano terminaba, pero la luz del sol aún despertaba neblinas temblorosas en el paisaje, y en uno de aquellos resplandores distinguieron una ciudad sobre una colina al nordeste, con murallas de piedra gris que se elevaban en terrazas ordenadas hasta una fila de majestuosas torres. Roshana señaló la ciudad y se apartó los pliegues del komis, con el rostro iluminado.

—Hamadan —dijo.

Habían cruzado las Magron, y aquella noche pudieron mirar hacia el otro lado de las llanuras negras y dormidas de Asuria y distinguir las luces de Ashur resplandeciendo en la lejanía, como un montón de joyas abandonadas en las profundidades de una mina.