La escalera del rey
Habían estado reuniendo gente desde que salieron de Hamadan, acumulando una hilera irregular de tropas sin líder, nobles fugitivos y esclavos sin dueño. Cuando llegaron a las tierras bajas de Asuria, bañadas por el sol, eran miles de hombres, una procesión de restos en busca de un modo de volver a estar enteros.
A la cabeza de la columna cabalgaba Kouros, sobre el gran bayo de Niseia que le había llevado a través de las montañas. Detuvo su montura al ver el paisaje, y se le cortó la respiración ante el panorama que se abría por delante.
Asuria, el corazón del Imperio. Era un interminable país verde que se extendía hasta donde abarcaba la vista, adornado por el verde más oscuro de los canales de irrigación que relucían al sol. En la distancia podía distinguir la línea gris de las murallas de Ashur, el mar de tejados de terracota al otro lado, y los dos zigurats, montañas solitarias flotando en la neblina, el templo de Bel reflejando el sol con un breve destello de oro.
Lorka, el arconte de los arakosanos, se detuvo junto a él vestido con su armadura, azul como un martín pescador. Se tocó la frente y abrió la palma hacia el sol en agradecimiento a Bel.
—Mientras Ashur resista, habrá esperanza —dijo a Kouros—. Ahora eres el gran rey. Debemos proclamarlo. El pueblo debe saber que el mundo continúa igual, y que todo volverá un día a ser lo mismo.
Kouros asintió.
—Que tus hombres entren en la ciudad; haré que les encuentren alojamientos.
—¿Y los demás? —Lorka hizo un gesto hacia el río de hombres que pasaban por su lado, exhaustos y cabizbajos tras el largo viaje a través de las Magron.
—Son chusma. Que encuentren sitio donde puedan. Voy a adelantarme, Lorka. Asegúrate de que las carretas del oro están dentro de las murallas al caer la noche.
—Como desees, señor. Enviare a una pequeña escolta para que cruce contigo las puertas. Da recuerdos míos a tu madre; dile que le envío mis respetos y que me alegrará poder verla pronto.
Kouros miró fijamente al arakosano.
—Mi madre… Sí, por supuesto.
Pateó salvajemente a su caballo, y emprendió la marcha al galope en dirección a la ciudad, seguido por un grupo de jinetes arakosanos.
Entraron por las puertas del oeste sin ceremonias ni comentarios. La alta barbacana de tejas esmaltadas era del mismo color que la armadura de los arakosanos, y el tráfico continuaba entrando y saliendo como si nada hubiera cambiado. Los granjeros aún llevaban sus cosechas al mercado, los mercaderes aún conducían sus caravanas de mulas, y los esclavos aún desfilaban en grupos encadenados.
Pero había una diferencia; ya no había honai de guardia, sino sólo unos cuantos hufsan vestidos de cuero de la reserva de la ciudad.
Kouros dejó que su caballo se abriera paso entre la multitud, frotándose con una mano el torso aún rígido. Aparte de la magnificencia de su montura y su escolta armada, había poca cosa en él que pudiera diferenciarle personalmente de los miles de nobles o mercaderes prósperos. Su ropa estaba bien hecha pero desgastada, y no llevaba komis; tenía el rostro bronceado y curtido por el viento como el de un campesino, y no tenía más armas que un sucio cuchillo de cocina de hierro ennegrecido. Todo aquello le habría parecido importante una vez, pero ya no.
Ascendieron por la Huruma entre la espuma de las fuentes, y el zigurat del palacio parecía cada vez más alto y cercano, proyectando una sombra tan grande como la de una tormenta. Sólo cuando Kouros empezó a subir a caballo la Escalera del Rey reaccionaron los guardias, y se encontró rodeado por un grupo de hufsan con látigos y cimitarras. Pensó en los resplandecientes honai que hubieran debido estar allí, muertos en la llanura estéril de Gaugamesh, y algo parecido al dolor se elevó en su garganta. No habló, y dejó que sus arakosanos lo hicieran por él. Maldijeron e insultaron a los hufsan en asurio común, el lenguaje de las masas, pero los guardias hufsan permanecieron inflexibles: nadie más que el gran rey podía subir la Escalera a caballo.
Finalmente, cuando los arakosanos empezaban a desenvainar las espadas, Kouros habló, y dijo en kefren:
—Soy Kouros, el hijo de Ashurnan. Mi padre era el gran rey del Imperio, y yo soy su heredero. La corona es mía, este zigurat es mío. La ciudad y todo lo que hay en ella me pertenece, igual que vuestras vidas. Si no me dejáis pasar, llamaré a mi ejército a la ciudad y haré que os empalen aquí mismo. ¿Me dejaréis pasar, o esperaréis aquí a la muerte?
Algo en su tono los enmudeció. Los guardias intercambiaron murmullos, mientras miraban el brillante acero en manos de los arakosanos. Observaron a los caballos de guerra niseios, y la seguridad en si mismo del kefren negro que les hablaba. Finalmente, cedieron.
Kouros empezó a ascender a caballo los anchos escalones que conducían a la cumbre del zigurat.
«Una vez pensé que éste sería el momento cumbre de mi vida», pensó. «Ahora sólo es un camino más».
En la cumbre habían recibido la noticia antes de que llegara, tan rápidamente corrían los rumores por el zigurat. Desmontó para encontrar una guardia de honor esperándole, kefren con armaduras lujosas que no parecían haber sostenido jamás una lanza. Hubo un ajetreo desordenado y una especie de pánico silencioso mientras se celebraba una suerte de ceremonia. Kouros permaneció junto a su paciente caballo, y sonrió ligeramente al ver acercarse a su madre, ataviada como una reina con sedas y joyas más caras que toda una ciudad, acompañada por Charys, el eunuco jefe de rostro brutal, y el diminuto Nurakz, secretario del harén. Un séquito de hermosas jóvenes formaba la retaguardia, tan parecidas a mariposas como siempre. Parpadearon bajo el sol y levantaron unos pequeños parasoles para protegerse la tez.
—Hijo mío, ¿realmente eres tú?
Se acercó a él andando tan suavemente como si tuviera ruedas, y tomó el rostro de Kouros con sus manos frías y llenas de anillos brillantes.
—Sangre de Bel, tu pobre cara. Estás todo quemado por el sol.
—Las montañas tienen ese efecto. ¿Recibiste mis despachos?
—Llegaron hace cinco días. No pensaba que estarías aquí tan poco tiempo después. ¿Qué es lo que llevas puesto? ¿No ha salido nadie para darte la bienvenida a la ciudad?
Él sacudió la cabeza para liberarse de sus manos.
—Tenemos que hablar.
—Tienes que bañarte. —La reina dio una palmada con sus blancas manos—. Charys, ocúpate del príncipe Kouros. Encárgate de que…
—Ahora soy el rey, madre. No necesito corona para eso. Vi morir a mi padre, como vi morir a Rakhsar. El trono es mío.
Ella le miró largamente en silencio, con sus fuertes cosméticos muy visibles bajo el sol y la expresión ilegible. Finalmente se inclinó ante él y, en cuanto lo hizo, todas las demás personas presentes en el patio la imitaron.
—Mi rey —dijo—. Dime que deseas, y se hará.
Tuvieron que cambiar el agua del baño tres veces antes de que se hubiera quitado de encima todo el polvo incrustado en su cuerpo. Estaba en el baño de su madre en el harén, no en los aposentos reales, pues los apartamentos del gran rey estaban siendo aireados y redecorados para prepararlos para su nuevo ocupante. A Kouros no le importó demasiado. No se había detenido a bañarse ni siquiera en Hamadan, y se había habituado a la suciedad del viaje, al olor a hoguera y a dormir con el duro suelo por almohada.
Esclavas hufsa tan desnudas como él le frotaron con estrigilos de madera, y le aplicaron aceites suaves sobre la castigada piel, mientras le peinaban el largo cabello que le caía hasta los hombros y se lo recogían en el nudo acostumbrado. Se dejó secar y vestir. Estaba demasiado cansado para hacer nada más que pasar una mano por los pechos de la esclava más bonita con aire ausente y especulativo. Mientras le abrochaban la túnica de seda, empezó a entender a su padre un poco mejor. Guardó el cuchillo que había matado a su hermano en la ancha faja que le ataron a la cintura. Era un artefacto de otro mundo, un mundo más real que aquél.
Aquella noche se reunió con su madre para cenar, reclinado entre los pilares de mármol del harén mientras tomaba exquisiteces ridículamente pequeñas de una bandeja de oro batido. Había comido carne de caballo en las montañas, y no le había disgustado. En cualquier caso, tenía poco apetito para nada que no fuera vino, y la propia Orsana se lo sirvió en una copa de cristal. Kouros la sostuvo a la luz de la lámpara y se maravilló ante la belleza de la frágil artesanía entre sus dedos oscuros.
—La guerra te ha hecho un hombre —dijo Orsana desde su diván.
—Ahora veo las cosas de modo distinto, es cierto.
—Ya he hecho una proclamación: los heraldos de la ciudad lo están pregonando por las calles. Asuria tiene un nuevo rey. Mi hijo está vivo, y el trono ya no está vacío. Empezaré los preparativos para la coronación por la mañana.
—Que sea rápido, madre. Ya no tenemos tiempo de entretenernos con esas cosas. El enemigo me pisa los talones. Estará frente a nuestras murallas antes de que acabe el verano.
Ella se inclinó hacia delante.
—¿Tan pronto?
—Es un hombre con prisas.
—¿Qué has salvado del desastre, Kouros?
Pensó en las largas noches en la montaña, los puestos de guardia perdidos entre un mar de refugiados, los restos rotos de un ejército antaño poderoso. Todo se había fundido como una nevada tardía. De no haberlo presenciado con sus propios ojos, no lo habría creído.
—Unos cuantos miles de honai sobrevivieron. Los dejé en Hamadan para que defendieran la ciudad, y vine con los arakosanos. Lorka estará aquí esta noche; ha traído consigo a unos dos mil jinetes, y el contenido del tesoro de Hamadan. Hay miles de hombres más aún de camino en las montañas, pero no son más que soldados de leva.
La sorpresa azotó el rostro de su madre. Kouros casi disfrutó viéndola controlarse.
—¿Eso es todo?
—Los macht hicieron un buen trabajo. Nos persiguieron hasta los pasos de las montañas. Y he oído decir que los juthos han enviado a un ejército para unirse a ellos. No tenemos nada al otro lado de las Magron, madre. Asuria es todo lo que queda.
—Y Arakosia —dijo ella al instante.
Él levantó la copa hacia ella en un gesto de asentimiento.
—Sólo tenemos a la guardia de la ciudad en Ashur —continuó Orsana, mirando al vacío—. Cinco mil hufsan que dirigen el tráfico y azotan a los esclavos. Eso es todo.
Kouros se reclinó de nuevo en el diván acolchado. Era demasiado blando para él. Las semanas en las montañas le habían acostumbrado a sentir la tierra y la piedra bajo la espalda.
—Maté a Rakhsar con mi propia mano. —Sacó el cuchillo de la faja—. Al menos, eso está hecho.
—¿Y Roshana?
—Los macht la capturaron, creo, si es que sobrevivió. Ya no tiene ninguna importancia. Las intrigas han terminado, madre. Debemos pensar en reunir a más hombres. Hemos de enviar un mensaje a Arakosia, conseguir otra leva como sea. Hay que defender estas murallas.
Ella asintió, observándole. Dirigió la mirada a la hoja manchada de sangre del cuchillo que él sostenía, con una mezcla de fascinación y disgusto.
—Por la mañana nos reuniremos con Borsanes —dijo Orsana—. Está al mando de la guardia de la ciudad. Y también con Lorka. Quiero hablar con él en cuanto llegue. Los arakosanos han ido llegando durante semanas, pero son muy pocos. Hay unos mil en la ciudad, y más en Hamadan.
—Los suficientes para dar un golpe de estado, pero no para resistir a un ejército invasor. Tienes que cambiar tus escalas, madre.
De repente, Kouros arrojó lejos su hermosa copa de cristal, que atravesó el aire y se estrelló entre una lluvia de cristales y vino contra el pálido mármol kandasiano de un pilar cercano, manchando la piedra. Kouros se levantó.
—Estamos al final de todas las cosas. Lo que hemos conocido siempre ya no existe. Lorka me obedece ahora; sabe que soy yo quien gobierna en Ashur. Tus intrigas no te han preparado para la guerra.
—Y supongo que huir del campo de batalla te ha transformado de repente en un general con talento.
Kouros sonrió, cuando antes se hubiera enfurecido.
—Tú misma lo has dicho: la guerra me ha hecho un hombre.
Se acercó a Orsana, encogida como un gato entre una nube de seda, con el cuchillo aún en la mano. Detrás de un pilar vio a Charys, el corpulento eunuco jefe, ancho como el propio pilar.
Kouros se inclinó y besó la mejilla de su madre, probando el yeso que la emblanquecía.
—Me voy a la cama, a dormir en los aposentos del rey, como corresponde. Por la mañana recibiré a Borsanes y Lorka, y te informaré de los acontecimientos a medida que se produzcan. Que duermas bien, madre.
Los ojos de Orsana parecían negros a la luz de las lámparas, fríos como piedras en la ladera de una montaña.
—No te extralimites, Kouros. Estás en mi mundo.
—Tu mundo es demasiado pequeño —replicó él—. Se te ha olvidado cómo es la vida fuera de él.
Luego se encaminó a la salida del harén, volviendo a guardarse el cuchillo de hierro en la faja, y sin dignarse dirigir una sola mirada al furioso eunuco, cuyos ojos le siguieron hasta las puertas.
La ciudad era un lugar diferente al día siguiente. A primera hora, incluso antes de que el sol acariciara los pináculos de los zigurats, la proclamación había corrido gracias a la velocidad y a las potentes voces de los heraldos. La multitud congestionaba las calles, en un ansia febril de buenas noticias. Durante semanas, del oeste no habían llegado más que rumores ominosos. Había un acuerdo general en que se había librado una gran batalla, pero si las cosas hubieran salido bien, las noticias de la victoria habrían circulado sin demora. Se había sospechado la derrota, pero ni los poderosos ni los humildes de la capital imperial habían soñado nunca que el propio gran rey pudiera morir en la batalla. Aquella fue la primera confirmación que tuvieron de la magnitud de la catástrofe que se cernía sobre el Imperio. Para muchos, era la primera vez que oían el nombre de Kouros.
Aquel día cabalgó por las calles con una escolta de caballería arakosana resplandeciente en su armadura azul. De las bóvedas del palacio se había rescatado un segundo estandarte real, que ondeaba sobre él en una nube de púrpura y oro, con el símbolo de los reyes asurios reflejando la luz con un resplandor tranquilizador. Los que estaban cerca de la procesión en su desfile por el Camino Sagrado pudieron ver que el nuevo rey era un hombre delgado y curtido por el viento. Parecía un guerrero, no un aristócrata, y aquello les reconfortó un poco, igual que la sonrisa blanca con la que recibió las flores que le arrojaron, y que alfombraron las piedras frente a su caballo.
Los buenos observadores tal vez repararon también en que las monturas de los arakosanos no estaban en buena forma, y en que sus jinetes tenían anillos oscuros de fatiga bajo los ojos que desmentían la magnificencia de su armadura esmaltada. Pero el desfile tranquilizó al populacho de la ciudad, o al menos les dio un tema de conversación. Sirvió para distraerles de la tormenta que se acercaba por encima de las montañas.
En los días que siguieron, Kouros descubrió que no podía descansar en el zigurat. Contenía demasiados recuerdos para él, de su padre y de su madre, y el protocolo le resultaba asfixiante e insoportable tras los meses de campaña. Decidió celebrar las reuniones con sus oficiales en la barbacana del oeste, en una sencilla habitación sobre la misma puerta. Llevaba una diadema, aunque no había sido coronado. La de su padre había sido de seda negra. Kouros eligió el escarlata, tal vez en una especie de homenaje a los hombres vestidos de rojo que recorrían su imperio.
Él, Lorka y Borsanes estaban estudiando un mapa de las murallas de la ciudad mientras manejaban unas cuantas fichas que representaban a los hombres disponibles para defenderlas. Kouros aferró una de las fichas de madera de abedul con la mano, como si pudiera sacarle más hombres a base de estrujarla.
—Es inútil. Hemos de llamar a la guarnición de Hamadan. Hay casi tres mil honai allí. Nos serán más útiles aquí que en las colinas.
—Hamadan custodia los pasos del este de las Magron —dijo Lorka, frotándose la barba triangular. Muchos de los arakosanos la llevaban; era uno de sus rasgos ancestrales.
—Esos hombres no podrán detener a todo un ejército. Simplemente, se encontrarán sitiados. Cuando los dejé allí, pensaba que la situación en Ashur era mejor de lo que es —dijo Kouros. Movió la mandíbula, pensando en el problema.
—Si no podemos detenerles en Hamadan, tampoco les detendremos aquí —dijo Borsanes. Era un kefren flaco y de hombros caídos, que hacia pensar a Kouros en un girasol marchito. Su cabeza parecía demasiado grande para sus hombros, y tenía una nariz que hubiera enorgullecido a un tapir.
—Les detendremos —siseó Kouros—. Si no confías en nuestras posibilidades, Borsanes, deberías regresar al villorrio del que te sacó mi padre. Quedas relevado de tu puesto. Ahora vete antes de que decida hacer de ti un ejemplo.
Borsanes tartamudeó, con los ojos muy abiertos a cada lado de su enorme nariz.
—¡Guardias! —gritó Kouros de inmediato.
Dos soldados arakosanos aparecieron en la puerta al instante.
—Escoltad a este tipo fuera de la ciudad, tal como está. Que se vaya por esta misma puerta. Y haced correr la voz por las murallas; si alguien le ve tratando de regresar, debe matarle al instante.
Los arakosanos agarraron a Borsanes con cierta alegría y se lo llevaron a rastras de la habitación, mientras seguía protestando y tartamudeando.
Lorka soltó una gran carcajada.
—No sé si acabo de ver en ti a tu padre o a tu madre, Kouros, pero esto ha sido algo digno de cualquiera de los dos.
—Puedes llamarme señor —dijo Kouros en tono gélido, y el rostro de Lorka se volvió inexpresivo.
—Por supuesto. He olvidado mi posición, señor. Perdóname.
Kouros hizo sonar las fichas sobre la mesa, una tras otra.
—Con los honai de Hamadan y los restos de los tuyos que aún no han llegado, puedo reunir unas doce mil lanzas. Ésos son los verdaderos guerreros. Probablemente, también podemos llamar a unos cuantos miembros de las castas bajas de la ciudad, y armarios para hinchar los números.
—En Arakosia, un esclavo que salva la vida de su amo se considera un hombre libre —dijo Lorka—. Hay miles de esclavos imperiales en la ciudad, señor. Tal vez podrían aprovecharse. Con el incentivo apropiado, un esclavo es capaz de luchar casi tan bien como cualquiera.
Kouros negó con la cabeza.
—Eso es una invitación al caos. No lo consideraré.
Lorka inclinó la cabeza.
—Mi señor, ¿qué hay de la ceremonia de coronación, entonces? Subiría el ánimo de la ciudad.
—Tal vez. Pero no creo que tengamos tiempo. —Kouros levantó la vista—. Mi madre te pidió que sacaras el tema.
Lorka volvió a inclinarse.
—Orsana es pariente mía, igual que tú, señor. Cuando me pide que hable con ella, la obedezco.
—Ya no. A partir de ahora, Lorka, si deseas ver a la reina, me pedirás permiso antes. ¿Queda claro?
—Muy claro, señor.
—Bien. Ahora repasemos las cuentas una vez más.
Tratar de conseguir que se hicieran cosas en Ashur era como obligar a un elefante a moverse con una aguja. La población estaba tan convencida de la inviolabilidad de la ciudad que apenas podía concebir un ataque, o que un enemigo pudiera realmente atravesar sus puertas. El circuito de las murallas estaba en buen estado, y era muy alto, pero abarcaba más de sesenta pasangs, y para defender su perímetro había que tener en cuenta el río Oskus. Fluía por el lado este de Ashur como una gran carretera parda. Un atacante imaginativo podía utilizarlo para soslayar las murallas por completo.
Las reuniones inacabables en la sala de audiencias, con Kouros sentado en el trono que había pertenecido a su padre; la formalidad asfixiante de todo ello, el tiempo perdido en protocolo y ceremonias, cuando cada minuto contaba. Todo ello provocaba en Kouros unos ataques de rabia gélida que desahogaba con una sucesión de desdichadas esclavas. No se había dignado inspeccionar a las concubinas de su padre, ni permitía que su madre las escogiera para él, de modo que las esclavas llegaban cada día de la ciudad baja en un desfile incesante, y noche tras noche volvían a bajar, magulladas y ensangrentadas. En aquello, al menos, sentía que tenía cierto control.
Diez días después de su entrada en la ciudad, un nuevo visitante fue admitido en la enorme sala de audiencias, con sus hileras de cortesanos y escribas. Orsana estaba allí aquel día, sentada a la derecha de Kouros como la reina que era. Hubo cierta conmoción cuando Akanish, el chambelán, anunció la llegada del arconte Gemeris, un nombre que Kouros conocía. Se levantó del trono, sonriente, cuando el alto noble kefren recorrió la longitud del salón. Iba vestido con armadura de honai, y su visión levantó un murmullo de alegría en las paredes, donde se concentraban los nobles y otros seres insignificantes.
Kouros no permitió que el hombre se arrodillara, tal fue su alegría al verlo, y le tomó la mano.
—Gemeris, bien hallado. De modo que has llegado de Hamadan a tiempo. ¿Has traído a todos tus hombres?
—Sí, señor. Algo más de tres mil hombres de tu guardia personal están ya en la ciudad.
—¡Excelente! Nosotros…
—Mi señor, escúchame. —Gemeris había marchado con Kouros a través de las Magron. Aprovechó su familiaridad en aquel momento, y en su rostro había una expresión intensa y urgente—. Traigo malas noticias, además de buenas. El rey macht ha cruzado las Magron. Ya ha tomado Hamadan; la ciudad le abrió las puertas sin resistir. Ahora ha emprendido ya la marcha hacia Ashur. Mi señor, estará aquí en una semana o algo menos, y con todo su ejército.