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El don

Justo después del pleno verano, el ejército macht abandonó Carchanis para lo que casi todos suponían que sería la etapa final de la expedición.

Para entonces había llegado del oeste un refuerzo de ocho mil hombres, jóvenes de ojos grandes vestidos con la armadura de su padre que llevaban casi dos meses en ruta desde Sinon. Para empezar, fueron puestos bajo las órdenes de Demetrius, mientras éste transfería a Teresian a varias morai de sus reclutas, ya convertidos en veteranos. De ese modo, la línea de lanzas macht recuperó su fuerza.

También hubo otros cambios. Marcan, el hijo de Proxanon, el rey jutho, comandaba a cinco mil soldados de su pueblo que formaban parte del ejército, y el príncipe jutho fue nombrado mariscal, miembro del alto mando regular. El movimiento produjo una resistencia sorprendentemente escasa entre las filas macht, aunque los juthos acampaban separados del resto de la infantería, y de momento las dos razas se mezclaban muy poco.

El rey Proxanon se llevó al resto de su ejército por donde había venido, tras firmar un tratado formal de alianza con los macht. Finalmente, había conseguido asegurar su reino, que llevaba treinta años de guerra casi continua contra el Imperio.

Las demás ciudades del Imperio Medio variaron en su respuesta a Gaugamesh. Muchas enviaron representantes a tratar con Corvus en Carchanis, ofreciendo fidelidad. Los mensajeros eran enviados de vuelta a sus ciudades con generosos regalos, cada uno de ellos acompañado por media mora de lanceros macht al mando de un centurión veterano.

Algunas no respondieron en absoluto, y unas pocas enviaron cartas de desafío abierto. Al final, Corvus tuvo que dejar a unos seis mil hombres en Carchanis al mando de Demetrius, un mando independiente con todas las divisiones y con el que el mariscal tuerto tenía que cumplir la misión de someter al resto del Imperio Medio. Demetrius aceptó de buena gana, ya que de hecho Corvus le estaba convirtiendo en gobernador de facto de una gran parte del Imperio asurio.

La noche después del ascenso, el veterano soldado se casó finalmente con su «esposa» de campaña, una mujer menuda y de rostro agrio que le había seguido de batalla en batalla durante un cuarto de siglo. De la noche a la mañana, la mujer se convirtió en una dama bien vestida, que adquirió el hábito de circular en un palanquín soportado por cuatro musculosos esclavos hufsan. Había quien decía que a Demetrius le hubiera ido mejor de haberse quedado con el ejército.

El ejército era de tamaño similar al que Corvus había traído desde el otro lado del mar Machtio un año atrás, pero se habían producido muchos cambios. Los Cabezas de Perro habían desaparecido, pero Corvus recompensó a los que habían destacado en el campo de batalla regalándoles escudos cubiertos de plata. En realidad, estaban hechos de acero muy bien pulido, pero el nombre se popularizó, y aquellos hombres, muchos de ellos portadores de la Maldición, formaron una élite en la infantería. Estaban al mando de un joven centurión llamado Arsenios, que era un león en la línea de batalla, pero cuyas hazañas principales tenían lugar cuando bebía vino. Casi todas las noches que el ejército pasó en Carchanis ofrecía fiestas en las que el invitado de honor era invariablemente el rey.

Día tras día, en torno a Corvus fue apareciendo algo que no había estado allí antes. Inevitablemente, su tiempo estaba más solicitado que en Machran, y el calvo y menudo ingeniero, Parmenios, desempeñaba para él gran parte de las funciones de un chambelán, lo que no era un cambio demasiado grande ya que había sido el escriba jefe del rey antes de que su talento para la invención saliera a relucir. Aquello significaba que había una nueva capa que superar antes de que un soldado ordinario con una queja pudiera ver al rey en persona. En el pasado, cualquier miembro del ejército podía visitar cuando lo deseara la tienda del rey, seguro de que, en cuanto tuviera un momento, Corvus acabaría por recibirle. Pero ya no. Había demasiada gente que pedía audiencia con el conquistador de Gaugamesh. Los soldados eran enviados de nuevo a sus oficiales, y tenían que quedarse mirando mientras una procesión interminable de dignatarios kufr de todo el Imperio occidental era conducida sin demora a presencia del rey.

En parte ello se debía a la vida en una ciudad, en parte a la pura necesidad administrativa, y en parte a los cambios en el propio Corvus. Era menos paciente que antes, más autocrático. Si antes había persuadido a sus oficiales, o mantenido al menos la apariencia de un debate, el nuevo Corvus se limitaba a dar órdenes o, mejor aún, hacia que los secretarios de Parmenios las escribieran y luego enviaba a sus pajes a repartirlas. Era como si la naturaleza de lo que había logrado se le hubiera hecho evidente por fin.

El ejército en sí era sólo una parte de sus preocupaciones. Su reino abarcaba muchos miles de pasangs en un mundo extraño, y era el gobernador de lugares que nunca había visto. Ciudades que jamás había visitado erigían estatuas suyas en un esfuerzo por ganarse su favor, y su benévolo trato con los que se rendían voluntariamente significaba que no transcurría un solo día sin que llegara una embajada de alguna oscura provincia imperial, deseosa de asegurarse un lugar en el nuevo orden de las cosas.

—Es un alivio marcharse al fin —dijo Ardashir. Estaba junto a Rictus, firme como una cigüeña bajo el sol—. Al fin se ha dado cuenta, después de todo este tiempo en la ciudad. Cuando mejor se siente es durante las marchas, sin nada más que aquella maldita tienda sobre su cabeza.

Rictus sonrió.

—No puede estar siempre en movimiento, Ardashir. Un día se sentará y se dará cuenta de que ya no puede ir más lejos. Ese día, me alegraré de estar en otra parte.

—Ese día te necesitará más que nunca.

—No. Mi tiempo ha pasado. Estoy demasiado enfermo y viejo para volver a luchar en una línea de lanceros. Ya no tengo utilidad para él.

—Vaya, eres un cabrón testarudo… igual que él.

—Cúidale por mí.

—¿Vendrás con nosotros al este, Rictus, o te quedarás aquí? Sabes que, estés donde estés, Corvus te dará una posición digna de un rey.

—No siento deseos de serlo. No soy Demetrius; no tengo una esposa que me diga palabras ambiciosas al oído.

—Entonces te reunirás con nosotros. Bien. Eso me alivia.

—No he dicho eso —espetó Rictus. Y luego—: Si, supongo que sí. De todos modos, tendría que llevarle a Roshana en cuanto caiga Ashur.

—¿Sabe ella el destino que le aguarda?

—No hablo kufr, y no lo he preguntado. No me sorprendería, sin embargo. No es ninguna estúpida.

—Si eso ocurre, el nieto de Ashurnan puede ser un día el gran rey. Cuanto más cambian las cosas…

—Más quedan igual. —Rictus sonrió al alto kefren—. Ten cuidado, Ardashir. Tú y Druze sois las únicas personas que quedan en el ejército a las que todavía escucha.

—Tendré cuidado; está en mi naturaleza. Dejo los gestos heroicos para vosotros, los macht. Los kefren somos un pueblo más pragmático.

—Me he dado cuenta de ello. Me alegro de poder llamar amigo a uno.

Ardashir se inclinó y abrazó a Rictus en su silla.

—Sigue vivo, hermano —dijo—. Si Bel es misericordioso, la próxima vez que nos veamos será en la propia Ashur.

—Tal vez. —Rictus se irguió mientras Ardashir se inclinaba ante él. Kurun le levantó por un lado, y por el otro se apoyó en un bastón de espino, un trozo de madera negro y nudoso pulido hasta resplandecer. Un regalo de despedida de Corvus, uno de tantos.

—Ardashir. —Rictus llamó al kefren cuando éste se volvía para marcharse—. Acompáñame un momento. Hay algo que quiero que veas.

Cojeó hasta la antecámara donde estaba su equipaje. Su armadura, sus armas, las curiosidades y objetos que había traído desde el otro lado del mundo. Casi llenaban la habitación, colgados de las paredes y reunidos en estanterías. Parecía una buena colección, pero no era gran cosa que mostrar a cambio de toda una vida.

En la pared opuesta había dos corazas negras, el Don de Antimone, pulidas y relucientes bajo la luz de la lámpara. A veces reflejaban las llamas, y a veces no. Era uno de sus misterios. Las dos corazas eran exactamente iguales; ninguna tenía un solo rasguño, aunque ambas habían participado en combates duros. Era imposible saber su antigüedad; eran tan inmutables como las olas del mar.

—Me trajeron la armadura de Fornyx cuando encontraron su cuerpo —dijo Rictus—. La suya es la de la derecha, aunque en realidad son imposibles de distinguir. Lo he estado pensando, y me parece que deberías tenerla tú. A Fornyx le habría gustado. Después de Gaugamesh, reunieron una docena, y sé que Corvus les regaló una a Druze, Teresian y Demetrius. Pero a ti, su mejor amigo, nunca te la regaló.

—Porque soy kufr —jadeó Ardashir—. Rictus, me siento muy honrado por tu idea, de veras. Pero no puedo aceptarlo. No estaría bien.

—Y una mierda. Si Corvus puede llevar una, estoy seguro de que tú también. Eres un mariscal del ejército; tienes que llevar una Maldición, no importa cuál sea tu sangre. Kurun, ve a buscarla.

El muchacho abandonó el lado de Rictus y extendió las manos para levantar de su soporte la coraza de la derecha. Luego retrocedió.

—No puedo —dijo a Rictus—. Me da miedo.

Rictus gruñó y se adelantó. Tomó la coraza por la hombrera y la levantó fácilmente con una mano. Luego se la arrojó a Ardashir.

El mariscal kefren la atrapó con una expresión de miedo en el rostro, como si esperara que su contacto le quemara. Sostuvo la armadura con ambas manos, lejos de su cuerpo, como si fuera un niño que se hubiera ensuciado.

—No te morderá, maldito idiota —gruñó Rictus—. Póntela. Kurun, ayúdale, y deja de portarte como una niña.

El chasquido de los cierres resonó con fuerza en la habitación, junto a la pesada respiración de los dos kufr. Rictus se apoyó en el bastón y observó mientras Ardashir se abrochaba las hombreras y se quedaba inmóvil, sobresaltado, mientras la armadura se adaptaba a su forma, extendiéndose para cubrir su largo torso.

—¡Sangre de Bel! ¡Está viva!

—No. Sólo es una obra creada con una técnica que no comprendemos. Los hombres fabricaron estas cosas una vez, pero olvidaron cómo.

—Creí que tu diosa se las había regalado a los macht.

Rictus se encogió de hombros.

—Llámame cínico.

Se quedaron mirándose.

—¿Qué dirá tu gente cuando vea a un kufr llevando la Maldición de Dios? —preguntó Ardashir.

—Se acostumbrarán. Los tiempos están cambiando, Ardashir. Ahora el ejército está compuesto por tres razas. Y todos los que estuvieron en Gaugamesh y en el Haneikos saben que te has ganado el derecho a llevar esa armadura.

Ardashir le abrazó.

—Has hecho un largo viaje, amigo mío —dijo.

—Igual que todos.

El ejército abandonó sus campamentos dos días después, una brillante mañana de verano del mes que los kufr llamaban Osh-nabal, el Tiempo del Sol Alto. Rictus observó las interminables columnas desfilando por el puente sobre el Bekai. Druze y sus igranianos se desplegaron enseguida en dirección a los pies de las Magron. La neblina de la llanura emborronaba los brillantes destellos del sol sobre el bronce, el hierro y los hombres en marcha. Un contingente de lanceros hufsan marchaba con ellos, voluntarios que se habían unido a la gran aventura para ver adónde les llevaba. El ejército ya no era enteramente macht. El Imperio ya no era enteramente kufr. Se preguntó si las cosas mejorarían con todo aquello, o si realmente habría alguna diferencia para los granjeros y campesinos de las fértiles tierras. Seguían pagando sus impuestos, y viendo cómo sus hijos partían hacia la guerra, como siempre habían hecho. Cuanto más cambiaban las cosas.

—¿Les seguiremos? —preguntó Kurun junto a él. El muchacho contemplaba las columnas en marcha con una especie de avidez, la curiosidad insaciable de la juventud.

—Les seguiremos —dijo Rictus—. ¿Cómo podría ser de otro modo? —Apoyó la mano en el hombro del muchacho e inclinó la cabeza para ocultar el repentino resplandor de sus ojos.