20

Piras funerarias

Al llegar el crepúsculo, pardo con los restos de polvo en el viento y brillante con la primera luna, el campamento empezó a llenarse de nuevo.

Roshana y Kurun estaban sentados frente a su tienda con los pies cerca de una hoguera que les había encendido un sumiso macht, y observaban cómo el grupo de carretas de la llanura bajo la ciudad de tiendas cobraba vida con las antorchas y hogueras. Al principio pudieron ver claramente el lento avance de las carretas, pero más tarde, al caer la noche, sólo pudieron oírlas. Seguían el paso de los convoyes gracias a los gritos de los que iban en ellos: los heridos del ejército macht.

—Hay tantos… —dijo Roshana. Sostenía el komis cerca de su boca con su puño pequeño y de nudillos blancos—. ¿Cómo puede haber tantos? Tienen que haber sido derrotados, Kurun. Todos están gritando.

—Si han perdido, ¿qué será de nosotros?

—Si han ganado, ¿qué será de nosotros?

—No quiero que ganen los macht, señora.

—Ni yo. Pero espero que Kouros estuviera en la batalla. Espero que haya muerto. Espero que Corvus lo haya matado.

Kurun miró a la muchacha flaca y rapada de ojos resplandecientes, y luego de nuevo al grupo de carretas y hospitales de campaña con un suspiro.

—Todo esto es demasiado grande para mí. Sólo sé que quiero vivir. Y que quiero que tú vivas. No hay nada más.

Roshana le tomó la mano.

—Todavía nos queda la venganza.

—Un esclavo no puede buscar venganza. Tiene que resistir.

—Tú no. No eres ningún esclavo. Para mí, no.

Kurun no dijo nada. Sabía que no había nada que pudiera decir.

Aquella noche no pudieron dormir a causa de los gritos; ninguno de ellos había escuchado jamás nada parecido. Permanecieron sentados, envueltos en una sola manta y, de vez en cuando, Kurun exploraba sus alrededores en busca de madera para mantener el fuego encendido. Pero se había convertido ya en un mero bulto reluciente cuando una figura solitaria ascendió hacia ellos desde las carretas de abajo. Para entonces, muchos miles de hombres habían regresado al campamento, no sólo los heridos, sino también soldados de infantería marcando el paso, en silencio, ocultos por el polvo ocre. Y líneas de caballos que cojeaban, demasiado malheridos para llevar jinetes.

La sombra penetró en el resplandor de los últimos rescoldos rojos de su hoguera, y vieron que era un kefren, un hombre alto y de posición. Iba cubierto de polvo y sangre seca, y se movía con los pasos lentos y cuidadosos propios de los hombres muy ancianos o muy fatigados.

—Me llamo Ardashir —dijo a Roshana y Kurun, y el fuego iluminó una sonrisa amistosa en su rostro exhausto—. ¿Puedo sentarme con vosotros?

Lo hizo sin esperar respuesta, aunque más bien fue una caída. Con los codos apoyados en las rodillas, contempló los carbones apagados, y sus ojos parpadearon lentamente, como si el sueño fuera un precipicio y él se encontrara en el mismo borde.

Pero se recobró.

—El rey me envía a ver cómo estáis, y a preguntaros si necesitáis algo. Se disculpa por no venir en persona, pero… pero tenía que hacer cosas que no podían esperar. —Ardashir se lamió los labios resecos y señaló hacia la llanura del este. Había luces en el negro desierto, antorchas en movimiento y la sensación de una gran actividad—. Debo llevaros a una ceremonia. —Las palabras le salieron con dificultad.

Kurun ofreció un odre de agua al kefren, que sonrió y derramó un trago tras otro en su boca hasta que el líquido rebosó y empezó a correrle por el cuello. Dejó caminos en el polvo que le cubría la piel.

—Ah, muchas gracias. Empezaba a resecarme.

—¿Quién ha ganado la batalla? —le preguntó Roshana en voz baja.

—Nosotros, señora. El ejército del gran rey ha sido destrozado y está huyendo por todas las carreteras que conducen al este en cuarenta pasangs.

Roshana abrió la boca. Pero Ardashir no había terminado.

—El gran rey ha muerto. Ha muerto luchando, como un valiente. Debo llevaros a su funeral cuando amanezca. Mis condolencias, señora. El rey Corvus no hubiera querido que fuera así. De haber podido, habría capturado a tu padre, y le habría tratado con honor. Pero hemos construido una pira digna de él. La encenderemos al amanecer. Por eso estoy aquí.

Volvió la cabeza para mirar a Roshana.

—No estabas muy unida a tu padre.

—Tenía muchos hijos. Apenas conocía a la mayoría.

El sobresalto de la noticia fue un golpe frío para ambos. Kurun apoyó la cara en las rodillas y se echó a llorar, sin saber por qué. Tal vez por la muerte del mundo que había conocido. Ya nada podría volver a ser como antes, igual que su cuerpo no podría volver a estar entero.

—¿Y el príncipe heredero? —preguntó Roshana—. ¿Qué ha sido de Kouros?

Ardashir frunció el ceño.

—No hemos capturado a ningún noble. Han muerto, o han escapado. Señora, en la llanura de Gaugamesh, al este de aquí, los cadáveres se extienden como una alfombra a lo largo de muchos pasangs. Muchos miles de hombres han muerto hoy; apenas hemos empezado a contarlos, mucho menos a identificarlos. Ese Kouros puede estar vivo o muerto. No habrá modo de saberlo.

Roshana asintió. Apoyó la frente en el hombro de Kurun. Sus ojos también se llenaron de lágrimas silenciosas. Ella tampoco sabía por qué lloraba. ¿Por un padre que apenas le había dirigido la palabra? O por la pérdida de aquel mundo por el que también lloraba Kurun. Por el hermano que había desaparecido con él.

Ardashir se levantó. Se frotó la cara con una mano, e hizo una mueca al ver que su palma había quedado negra.

—Es la hora, señora —dijo, con la gentileza que le era peculiar—. Tenemos que irnos ya. Hay un carro esperando para llevarte.

Roshana le miró, como una hermosa niña perdida y harapienta.

—Vendré. Estoy lista.

La pira media unos treinta pies de altura. Estaba construida con carretas rotas, lanzas destrozadas y arboles resecos talados en la llanura cubierta de arbustos. El carro de guerra del gran rey había sido izado hasta la parte superior, y su cadáver yacía sobre la destrozada estructura, fijada sobre una plataforma de madera. Le habían envuelto en las capas rojas de la infantería macht, y sobre su cabeza ondeaba el estandarte real de Asuria, raído y manchado de sangre, pero que capturaba el viento de modo que los harapos se desplegaban como las alas de un pájaro oscuro.

Cuando la luz del alba tocó el estandarte, Corvus se adelantó, portando una antorcha encendida que resplandecía en la oscuridad matutina.

La pira prendió rápidamente. Las llamas se extendieron por la base y ascendieron cuando el viento las avivó. Pronto toda la pira estuvo encendida y rugiendo, y la luz del sol la iluminó todavía más, lanzando largas sombras por la llanura.

Muchos miles de hombres se habían reunido allí para presenciar la pira de un gran rey. Eran hombres sucios y ensangrentados, pero se mantuvieron en hileras perfectas y completo silencio mientras la enorme pira empezaba a derrumbarse sobre sí misma, y el carro de guerra se hundía entre las ascuas con una gran cola de chispas. El propio estandarte asurio se encendió al final y desapareció en una última despedida flamígera.

Entonces se encendieron otras piras. En torno a la del rey había montones de cadáveres, apilados con todo el material inflamable que se había podido encontrar en el campo de batalla o sus alrededores. Incluso se habían apilado haces de flechas en torno a los cadáveres de los macht.

Las encendieron una por una, y pronto la pira del gran rey tuvo la compañía de docenas de otras igual de grandes, pero que contenían centenares de cuerpos. El humo negro ascendió mientras aumentaba la luz del alba y el resplandor rojo abandonaba el cielo oriental. Los soldados regresaron a su campamento, y tras ellos las piras se convirtieron en cenizas que el viento del oeste levantó y arrastró sobre la tierra en una niebla gris, en dirección a los picos de las montañas Magron.

Durante tres días, los macht recorrieron el enorme campo de batalla en busca de hombres que aún vivieran, recogiendo a los muertos y quemándolos en nuevas piras, y acumulando una montaña de armaduras, armas y otras piezas de equipo abandonadas en el campo. Pero sólo una pequeña parte se quedó para hacerlo. Casi todo el ejército estaba de nuevo en marcha hacia el este, con los Compañeros delante, hostigando a los supervivientes de la batalla y avanzando entre multitudes de soldados de leva presas del pánico que ya no querían nada más que regresar a sus granjas, sus hogares y sus familias. Eran ignorados; ya no suponían ninguna amenaza para el avance.

El premio de aquella carrera era la ciudad de Carchanis, la gran ciudadela que protegía los pasos del río Bekai y que el gran rey había usado como base de operaciones. Las primeras tropas macht avistaron la ciudad cuatro días después de la batalla, y de inmediato enviaron un mensajero a su gobernador: rendirse o enfrentarse a un asalto y un asedio sin cuartel.

Era un farol. El ejército no hubiera estado en condiciones de asaltar ni asediar una simple aldea. Las máquinas de asedio de Parmenios estaban aún con el tren de intendencia, y los hombres y animales del ejército de Corvus se encontraban ya al límite de su resistencia.

Pero el farol funcionó. El gobernador de Carchanis, Beshan, abrió las puertas del oeste a los invasores y rindió la ciudad, tras abrir las del este para permitir que los últimos restos de los arakosanos, al mando de Lorka, continuaran su huida.

El mensaje llegó a los campamentos en torno a Gaugamesh. Había que abandonar el campo de batalla, y todo el ejército tenía que dirigirse a Carchanis, donde el gran rey había acumulado provisiones suficientes para alimentarse durante meses. El propio Corvus recompensó a Beshan por haberse rendido permitiéndole continuar como gobernador de la ciudad, aunque también designó un consejero militar para que ayudara a la administración kefren con los cambios administrativos que se avecinaban. Y para controlar las cosas.

La veloz persecución se detuvo durante unos días para permitir que el grueso del ejército se reagrupara y descansara. En torno a las antiguas murallas de Carchanis, la ciudad de tiendas macht se elevó una vez más, como una plaga de hongos pardos. Pero no era tan grande como antes de Gaugamesh.

Durante su larga vida, Rictus había recibido muchas heridas, y había aprendido a soportar el dolor. Pero le pareció que el viaje en carreta desde Gaugamesh a Carchanis le producía los sufrimientos más intensos que había conocido. Y no sabía por qué.

Sus heridas eran múltiples, variadas y poco interesantes. Ninguna de ellas era grave por si misma, pero la combinación de todas le había acercado más al velo de Antimone de lo que había estado en toda su vida.

Viajaba en una caravana con buenos muelles que había sido saqueada del tren de intendencia del ejército imperial. Estaba soberbiamente construida, tirada por cuatro caballos tranquilos y acostumbrados al arnés, y tenía un techo de madera pintado de azul y adornado con filigranas plateadas que representaban una hilera de caballos galopando sin cesar, con las crines al viento y las colas móviles y rizadas. Rictus yacía en el camastro que pendía de unas cuerdas en el interior de la caravana, sudando sus agrios recuerdos sobre las sábanas de lino, mientras observaba cómo los caballos giraban y giraban, esperando la muerte.

Le atendía un anciano doctor kefren llamado Buri, a quien habían encontrado entre los restos del ejército del gran rey, y que había decidido ayudar a los conquistadores heridos. Era demasiado viejo para sentir rencor ni ambición, y Corvus había descubierto que era muy competente. Le había asignado la tarea de mantener con vida a Rictus.

En su tarea le asistía Kurun, el muchacho esclavo hufsan que, al parecer, había decidido ayudar al anciano a curar al mariscal macht. Y, como el joven estaba a menudo en la caravana con Rictus, la princesa kefren de la cabeza rapada, Roshana, también estaba allí con frecuencia.

Buri no sabía quién era Roshana, y ella tampoco se lo dijo, pero preguntó a Kurun por qué deseaba que el veterano macht sobreviviera.

—Una vez nos ayudó —se limitó a responder Kurun, mientras encogía sus delgados hombros. Y bajó de un salto de la caravana por la puerta trasera en busca de leña, agua o sábanas limpias. Se había convertido en un ladrón muy hábil, y los tres kufr de la caravana comían bien. Rictus no comía nada. Sólo bebía agua, toda la que un hombre podía contener. Era como si tratara de limpiarse el polvo de Gaugamesh de la garganta.

De modo que, cuando llegaron a Carchanis, se consideró algo natural que se buscara un alojamiento en la alta ciudadela donde pudieran estar todos cerca. Para entonces, Rictus ya podía sentarse, aunque su rostro huesudo había perdido el color, y la carne se le había quedado fláccida, de modo que su cabeza parecía demasiado grande para su cuerpo. Los cuidados de Buri mantenían sus heridas limpias y en condiciones, y le evitaron la crueldad de la fiebre que se estaba llevando a centenares de otros heridos macht. De todos modos, Rictus pasó varios días delirando después de su llegada a Carchanis, perdido en un mundo de penumbra donde Antimone velaba por él y le envolvía en sus alas negras. Kurun le vigilaba día y noche, vertiéndole agua en la garganta y secándole el sudor del cuerpo. Y Roshana permanecía sentada en un rincón con el rostro cubierto con el komis, e iba a buscar agua en la fuente del patio como si ella fuera la sirvienta y el viejo Buri su amo.

Fue el sonido de pies en marcha y la llamada de los cuernos de bronce lo que finalmente sacó a Rictus de su estupor. La ciudad resonaba con los ruidos de un ejército, pero eran sonidos profundos y extraños. No pertenecían a los macht ni al Imperio. Abrió sus ojos enrojecidos y legañosos para descubrir que Kurun le miraba, con su joven rostro ojeroso pero alegre. En kefren, el hufsan dijo:

—Buri, el macht ha despertado.

—Ayúdame a levantarme —le dijo Rictus, reconociendo el rostro pero sin relacionarlo aún con ningún recuerdo. El muchacho pareció entenderlo, pero incluso en su delgadez, Rictus era demasiado pesado para moverle. Finalmente, Roshana se introdujo bajo su otro hombro, y le ayudaron a bajar de la cama. Rictus se puso en pie, desnudo entre los dos, con el cuerpo cubierto de heridas púrpuras y vendajes de lino, y cojeó hasta la ventana.

Miró hacia la intensa luz del sol, y su calor fue como un estallido de recuerdos. Rictus cerró los ojos un instante a causa del resplandor, y cuando finalmente pudo ver de nuevo, se encontró contemplando los tejados puntiagudos de una gran ciudad, tan grande como Machran o todavía más. Los edificios descendían en una pendiente vertiginosa hasta unas murallas de piedra pálida mucho más abajo, y a lo lejos se veía un gran río, pardo como el lomo de un tordo, atravesado por un puente de piedra enorme y antiguo. Más allá, el paisaje verde del Imperio Medio se perdía en una neblina resplandeciente de calor y polvo y, todavía más allá, podía verse la insinuación azul oscuro de las montañas Magron al límite de la vista.

Pero no fue todo aquello lo que captó la mirada de Rictus, sino las oscuras serpientes de hombres en marcha que avanzaban lentamente a través del verde paisaje, ennegreciendo las carreteras pálidas que conducían a la ciudad con sus números y sus extraños estandartes. El ritmo de sus pies se percibía como un tambor distante que hacia vibrar la sangre incluso allí arriba, en las alturas de la ciudadela.

—¿Quiénes son? —preguntó. De nuevo, Kurun le comprendió, aunque había hablado en macht.

—Ser juthos. Ejército jutho aquí. Rey jutho aquí hoy —dijo, con palabras mal formadas en su boca pero perfectamente comprensibles.

—¿Dónde estamos?

—Esto Carchanis. Gran ciudad. Gran río. Ahora basta.

Trataron de apartar a Rictus de la alta ventana, pero Rictus permaneció inmóvil como una roca, mirando como si viera el mundo por primera vez.

—Carchanis —dijo—. El río Bekai.

Y luego, en un susurro:

—Fornyx, hermano mío.

Se quedó allí en pie, con los dos jóvenes kufr bajo sus brazos, mientras el viejo Buri se afanaba a su alrededor, y las lágrimas empezaron a caer de sus ojos y a recorrer un rostro demacrado y duro como la piedra.

Aquella noche hubo un banquete para dar la bienvenida a la ciudad al rey de Jutha. El propio Proxanon había conducido a sus legiones grises a través del Imperio Medio, librando varias batallas por el camino, pero se había perdido la gran conflagración de Gaugamesh. El gran salón que era la pieza central del palacio del gobernador estaba abarrotado de macht y juthos, y la ciudad estaba inundada de ellos. Aquella noche se había reservado para las celebraciones, las primeras que conocía el ejército de Corvus desde la batalla. Había habido demasiadas cosas que hacer después de la victoria, demasiados heridos que atender, demasiados detalles que solucionar, para disfrutar de una verdadera sensación de triunfo. Pero una vez a salvo en una ciudad rica y civilizada, con abundancia de provisiones a mano y la perspectiva de cierto descanso, el rey macht había decretado un día de fiesta. La ciudad se adornó como para un festival, y de las bodegas del palacio se sacaron cientos de barriles de vino que se distribuyeron por las calles. El olor a carne asada flotaba por encima de todo, rebaños enteros de animales sacrificados para una noche de prodigalidad, de excesos. Los hombres se lo habían ganado. Lo necesitaban.

Los habitantes de Carchanis, a quienes nadie había molestado hasta aquel momento, se refugiaron en sus casas y cerraron puertas y ventanas, mientras en las calles el vino corría por las aceras y los soldados se volvían cada vez más bulliciosos.

Rictus podía oírles, tumbado junto a la alta ventana. Había insistido en que trasladaran la cama hasta allí para poder sentir el viento en la cara y observar la luz de las antorchas en las calles. Tenía una copa de vino en la mano, intacta, y una bandeja con suficiente comida para toda una familia, procedente de las mesas del banquete, todavía sin probar. Se sentó para contemplar la cálida noche sembrada de hogueras, mientras Kurun se agazapaba en el suelo junto a él, con los codos en las rodillas, y le acosaba con interminables preguntas en macht vacilante. El chico tenía una mente como una urraca; no olvidaba nada, su curiosidad era infinita, y estaba aprendiendo la lengua extrajera con toda la velocidad de la juventud, inteligencia y obstinación que había en él. Rictus respondía a sus salidas con monosílabos, pero le gustaba tener al chico al lado. Como una llama brillante de vida que aún ardiera junto a la lámpara agotada de su propio espíritu.

El ruido de la celebración aumentó cuando se abrió la puerta del aposento, y luego volvió a cerrarse. Rictus reconoció los pasos que se acercaban. No se volvió. Pudo oler el vino, y un perfume kufr. Kurun se levantó ágilmente y se inclinó.

—¿Dónde está la princesa Roshana? —Era la voz de Corvus.

—La muchacha se ha acostado, aunque no sé cómo podrá dormir con este jaleo —dijo Rictus. Se volvió a mirar a su rey, convertido en el hombre más poderoso del mundo.

Corvus llevaba hojas de parra en el cabello, y los ojos pintados de oscuro con estibio, de modo que su rostro pálido se parecía más que nunca a una máscara. Su aliento olía fuertemente a vino, y llevaba una jarra en la mano. Sonrió y se sentó al borde de la cama de Rictus con una pesadez muy poco propia de él. Rictus comprendió que estaba borracho. Por primera ven en todos los años que llevaba junto a él, el muchacho se había emborrachado.

Pero ya no era un muchacho. Pese a su rostro pintado y a las hojas de parra, el que se sentó junto a Rictus no era ningún jovencito frívolo, y la sonrisa de su rostro era tan pintada como sus ojos.

—¿Cómo está mi viejo caballo de guerra? Quería visitarte antes… ¿Cómo está mi amigo Rictus? El viejo Rictus, mi anciano. Aún no ha muerto. ¿Cómo está? Bebe un poco de vino, hermano. —Levantó la jarra, derramando algo de líquido rojo sobre la cama.

—Ya tengo —dijo Rictus, levantando su copa intacta.

—Y haces muy bien, Rictus. Todos deberíamos tomar vino esta noche, todo el que podamos resistir. Va bien para limpiar el polvo. ¡Muchacho! ¡Bebe conmigo!

Kurun miró rápidamente a Rictus, y luego tomó un trago de la jarra mientras Corvus se la sostenía.

—Así, muchacho. Phobos, eres muy guapo. Casi tanto como tu señora. Quiero visitarla. No haré ruido. Quiero verla…

Se levantó de la cama, pero Rictus le agarró por la muñeca.

—Déjala dormir, Corvus. No todo el mundo quiere beber esta noche.

—No, no, claro que no. —Pareció recobrarse un poco. Su rostro cambió. Rictus nunca había conocido a ningún hombre con unos rasgos tan móviles. Durante un segundo, Corvus pareció a punto de llorar, pero luego reaccionó. Derramó unas gotas de vino, que formaron un riachuelo rojo en el suelo—. Por los amigos ausentes —dijo, con voz pesada.

Y Rictus bebió un largo trago de su propio vino, necesitando de repente sentir su calidez en la boca. Se le había encogido la garganta. Arrojó los restos al suelo de piedra como había hecho Corvus.

—No quería que murieran todos —dijo Corvus en voz baja. Sus palabras sonaban borrosas, pero su traviesa alegría le había abandonado. Volvía a ser él mismo—. No lo planeé así. ¿Por qué iba a hacerlo? Resistieron a tu lado, Rictus, hasta el final. Si no hubieras estado allí, habría huido y habría sobrevivido. Los Cabezas de Perro.

—Habrían resistido con Fornyx igual que conmigo.

Corvus negó con la cabeza.

—Un hombre daría la vida por una leyenda. Habrías debido hacer lo que te ordené, y quedarte a dirigir la reserva. Me desobedeciste.

—Lo hice, y tú me lo permitiste. ¿Sabes por qué, Corvus?

El rey le miró, a medio camino entre el enfado y la compasión.

—Porque sabías por qué lo hacía. Ésta era una fiesta que no podía perderme. La mayor de las batallas. El inicio de una leyenda, tal vez. Tú habrías hecho lo mismo. Por eso me permitiste ocupar mi lugar junto a mis hombres. Al romántico que hay en ti le atraía la idea.

Corvus esbozó una sonrisa tensa.

—Como has dicho, yo habría hecho lo mismo. —Inclinó la cabeza.

Rictus miró fijamente su vino, escuchando el ruido de la ciudad nocturna, pintada de colores chillones y brillantes por las celebraciones de abajo.

—¿Sobrevivió alguno? —preguntó. Era una pregunta que no se había atrevido a formular desde que recuperó el sentido.

—Cuarenta y seis —dijo Corvus. Se irguió y volvió a beber—. Cuarenta y seis de casi tres mil. Ahí tienes tu leyenda. Cómo los Cabezas de Perro murieron en Gaugamesh. Cómo su historia terminó allí, justo frente a los ojos del gran rey.

—Hay modos peores de morir —dijo Rictus con un suspiro bajo.

—Fue un modo glorioso de morir. Espero que cuando llegue mi fin se cuente una historia parecida.

—¿Cómo acabó todo, en general?

Corvus parpadeaba con fuerza. Frotó el dedo del pie en el vino encharcado del suelo.

—Perdimos a más de seis mil hombres, muertos o demasiado malheridos para volver a luchar.

—Un precio muy alto.

Corvus sonrió ligeramente.

—Fue una verdadera batalla, hermano. Ese día cayó un imperio.

—¿De veras crees que fue la última batalla?

Corvus sacudió la cabeza.

—Habrá muchas más batallas. Pero nunca más tendremos que enfrentarnos a una leva general. He invitado a todos los gobernadores de las ciudades de las tierras bajas. Tengo intención de confirmarles en sus puestos si me juran fidelidad. Las cosas seguirán igual que antes, en su mayor parte. Los juthos han pacificado todo el sur de Pleninash en su marcha hacia aquí. Proxanon es un buen hombre, te gustaría. Nunca sonríe, pero es capaz de hacer estallar en carcajadas a toda la mesa. Y bebe como un hombre que acaba de descubrir su propia boca. Su hijo nos acompañará con cinco mil de sus hombres cuando crucemos las Magron, como parte del ejército. Nos ayudará a compensar nuestras pérdidas. Además, dentro de un mes nos llegarán refuerzos de las Harukush. Hoy he recibido una carta de tu amigo Valerian en Irunshahr. Más lanceros novatos vienen hacia el este. Ya han cruzado las Korash. Cuando partamos hacia Asuria, el ejército será mayor que nunca.

«Pero no será el mismo ejército», pensó Rictus. «Para mí, no. Los Cabezas de Perro han muerto, están acabados. Esa parte de mi vida ha terminado por fin».

Corvus casi pareció captar una parte de sus pensamientos. Lo hacía a menudo con mucha gente; parecía capaz de leer las mentes de algún modo misterioso. Dijo:

—No me dejes, Rictus.

—¿Qué?

—Fornyx ha muerto, los Cabezas de Perro ya no existen, la batalla está ganada. Lo veo en tus ojos. Lo veía en ti cada vez que te visitaba en aquella carreta de techo azul en la que te trajeron al este. Querías morir. Por eso traje a Buri, y puse a Kurun a vigilarte. Y a la hermosa Roshana. Les pedí que te mantuvieran con vida, pero la muerte sigue en tus ojos.

—Tal vez estos ojos ya han visto suficiente.

—No han visto Ashur, los zigurats del gran rey, el corazón del Imperio. Quédate conmigo, Rictus, te lo suplico.

Sobresaltado, Rictus miró directamente a los ojos del joven.

—¿Qué puedo hacer yo por ti, Corvus, que no pudieran hacer una docena de hombres? Ya no necesitas mi nombre; el tuyo es más grande ahora, mucho más grande. Tú también te has convertido en una leyenda.

—Las leyendas necesitan amigos —dijo el joven. Bajó la cabeza.

Kurun pasaba la mirada de Rictus a Corvus con una expresión de concentración tan intensa que Rictus casi tuvo que sonreír.

—A un hombre como tú nunca le faltaran amigos.

Corvus se levantó. En su rostro apareció algo más duro.

—Tal vez tengas razón. Tal vez eso sea lo que realmente significa ser rey. Me habría gustado hablar de ello con Ashurnan. Le habría mantenido con vida, de haber sobrevivido. Por lo menos murió como un hombre, espada en mano, en una batalla imposible.

—Éramos nosotros los que luchábamos en una batalla imposible en Gaugamesh —replicó Rictus—. Y fuimos nosotros los que vencimos. No olvides a los hombres que murieron para traerte hasta aquí.

—Nunca les olvido —dijo Corvus con sencillez—. A ninguno de ellos. Lamento sus muertes igual que tú, Rictus. Pero no abandonaré la vida porque ellos ya no estén. Nos aguarda todo un mundo; sólo tenemos que echar a andar y se abrirá bajo nuestros pies. Darse cuenta de eso; ahí está el significado de la vida.

Se volvió, aún inestable, pero más sombrío.

—¿De veras serías feliz ahora en las Harukush, hermano, en aquella pequeña granja de las montañas? Incluso antes de que te conociera, nunca viviste allí en realidad; era sólo un lugar donde descansar entre campañas. Para los hombres como tú y yo, sólo existe lo que habrá detrás de la siguiente curva en la carretera.

Miró hacia atrás y volvió a sonreír, de nuevo con aire juvenil.

—Quédate aquí un tiempo, a ver cómo te sienta. Dentro de un mes, volveré a llevarme al ejército al este, a través de las montañas Magron y hasta la propia Asuria. Sígueme si quieres. Dejaré a la princesa Roshana bajo tu cuidado; creo que a la muchacha no le gustan demasiado los ejércitos.

Levantó la jarra de vino en un último brindis al salir, y su voz se elevó hasta convertirse en un grito.

—Te veré en Ashur, Rictus. ¡Todos seremos reyes antes de que esto termine!