19

El estandarte del rey

—Hora de irse —dijo Ardashir con calma. Contemplaba el torrente de caballería arakosana que se acercaba al galope, miles de jinetes sobre hermosos niseios, una visión gloriosa y terrible. Se inclinó en la silla y apoyó una mano en el brazo de su portaestandarte—. Shoron, señal de retirada.

El soldado kefren, vestido de escarlata como todos los miembros del ejército de Corvus, inclinó el estandarte hasta la posición horizontal tres veces. Al instante, Ardashir sintió el movimiento de las ñlas detrás de él.

—¡Aprisa, hermanos! —gritó—. No queremos que nos cojan aquí en medio.

Casi mil jinetes de los Compañeros empezaron a salir a campo abierto en hileras al trote, mientras los caballos caracoleaban nerviosamente debajo de ellos. Ardashir dejó que la mora pasara junto a él y levantó la mano en saludo a los lanceros que permanecían listos detrás de él, ocultos del enemigo hasta el momento. Demetrius levantó el puño en respuesta y ladró una orden que fue repetida por los centuriones en toda la fila. Las morai bajaron las lanzas. Una formación de seis mil hombres, de seis filas de profundidad y de un pasang y medio de longitud.

Ardashir pasó al medio galope; fue casi el último en abandonar la primera línea de la falange. Los arakosanos estaban ya a unos doscientos pasos, una masa de caballería a la carga, con la misma tierra temblando como un tambor bajo sus pies. Nada los detendría; era demasiado tarde para que pudieran frenar.

Ante la repentina visión de la línea de lanzas algunos trataron de frenar y cayeron, arrollados y aplastados por las hordas de detrás. Las compañías exteriores trataron de virar a la izquierda, pero las tropas de Ardashir ya estaban dando la vuelta en un gran arco para recibirlas y atacar aquel flanco. Su propia inercia les obligó a mantener el rumbo.

Los caballos se encabritaron al ver la línea de lanceros; en el último momento, rehusaron el contacto. Pero los centenares de detrás no podían ver lo que estaba ocurriendo en la primera fila, y chocaron contra sus compañeros con un terrible estruendo. Ardashir vio un enorme niseio salir volando por los aires, con su jinete convertido en un muñeco de trapo arrojado de cabeza a causa del impacto.

Era un tipo de carnicería que nunca había presenciado. Cientos de caballos cayeron, y los macht los alancearon sin misericordia, destripando a los magníficos animales o acuchillándoles los ojos. Los jinetes eran arrancados de las sillas por los bosques de lanzas que les empalaban. De vez en cuando, el simple peso de los animales conseguía romper la línea macht, pero los lanceros se precipitaban sobre las bestias aún en movimiento y luchaban en pie sobre su carne viviente.

Los arakosanos habían chocado contra un muro de lanzas y hombres con armadura, a toda velocidad y sin preparación, y sus propios números les empujaban contra la destrucción de las primeras filas. Era como observar la cara de un hombre golpeada repetidamente contra una piedra.

Los lanceros novatos de Demetrius resistieron, y los arakosanos se amontonaron frente a ellos, con los caballos encabritándose para morder y patear y los jinetes lanzando estocadas con sus tulwar, cimitarras y lanzas ligeras. Pero golpeaban una hilera de escudos y bronce, mientras que los aichme de los lanceros ascendían para hundirse en la carne blanda de los caballos. Cuando los grandes animales caían enredaban a otros, aplastaban a sus jinetes y se quedaban sacudiéndose y chillando en un pantano creado por sus propias entrañas.

—Coge el cuerno, Shoron. Llama a la carga —gritó Ardashir por encima de aquel holocausto. Se sentía asqueado, pero no rehuiría su papel en la matanza.

Shoron levantó el cuerno del arzón de su silla y emitió la clara llamada a la caza del Imperio occidental que los Compañeros habían empleado desde antes del sitio de Machran. La mora de Ardashir chocó de nuevo contra los flancos exteriores de los arakosanos, niseios luchando unos contra otros, kefren matando a kefren, el rojo en guerra contra el azul.

Los macht empezaron a cantar al apagarse las notas del cuerno.

Con su himno de muerte en las gargantas, emprendieron el avance, con Demetrius en primera fila y animándoles. Estaba en pie sobre un caballo muerto, con su lanza apuntado hacia el este como un profeta guerrero.

Los arakosanos luchaban contra sus propios caballos. Se habían detenido, y ante ellos se alzaba una barrera de muertos que ocupaba un pasang frente a las morai de Demetrius, mientras que al mismo tiempo sufrían el asalto de mil Compañeros por el flanco. Eran hombres valientes y jinetes soberbios, pero nunca se habían enfrentado a una falange macht y, por mucho que se empeñaran en atacar, sus monturas se negaban a cargar contra aquella barricada ininterrumpida de bronce y hierro.

Emprendieron la retirada.

Primero de uno en uno y de dos en dos, y luego por grupos, en muchos casos con dos hombres en el mismo caballo. Se alejaron del avance de los macht, y los Compañeros de Ardashir les persiguieron, rompiendo las compañías que se detenían y trataban de volver a formar. En pocos minutos, la retirada era completa. Los oficiales trataban de contenerles, golpeando a sus propios hombres con las espadas. El enorme océano de jinetes empezó a moverse en la dirección por la que había venido, con la falange macht avanzando inexorablemente en su persecución y, mientras los arakosanos huian, chocaban con las formaciones de soldados de leva que el gran rey había enviado detrás de la caballería para continuar el asalto. Se formó una masa hirviente de caballería e infantería en un torbellino inmenso y asfixiante, y todo el flanco izquierdo imperial quedó sumido en una total confusión. Del polvo del oeste surgió el sonido del Peán entonado por seis mil gargantas, y la confusión dio paso al puro terror. Los arakosanos abandonaron cualquier intento de reaccionar y empezaron a huir de veras, galopando a través de la infantería enviada para reforzar su victoria.

Los hombres de Demetrius cayeron sobre aquella enorme multitud de soldados enemigos, y los macht empezaron a trabajar con sus lanzas, mientras la caballería de Ardashir continuaba en los flancos, como un perro de caza mordiendo las patas de un toro enloquecido.

A casi dos pasangs de distancia, en el centro roto del ejército de Corvus, los honai continuaban con sus gritos constantes y jubilosos. Las formaciones habían perdido el orden en su alegría por haber aniquilado a los famosos Cabezas de Perro. Consideraban la batalla ganada; sólo tenían que asegurar el tren de intendencia del enemigo, y habrían cortado las piernas al ejército macht.

Dyarnes estaba en la retaguardia de sus hombres, todavía trepando sobre los montones de muertos donde la batalla había sido más encarnizada. Se detuvo para agarrar por el hombro a un muchacho ágil y de ojos enloquecidos.

—Tú; vuelve con el gran rey y dile que hemos atravesado la línea enemiga, y que avanzamos hacia su tren de intendencia.

—¿El gran rey? —tartamudeó el joven kefren.

—Díselo a sus hombres, estúpido. Están en el carro de guerra real. Diles que necesito nuevas órdenes. La victoria es nuestra, si puedo llevarme atrás a algunas de mis tropas para atacar al enemigo por la retaguardia. Hemos ganado, ¿lo oyes?

El honai sonreía, con la boca abierta como un perro feliz.

—Suelta el escudo y corre.

El joven kefren partió, arrojando el yelmo mientras echaba a correr hacia la nube de polvo. Dyarnes soltó una risita. Estaba solo, a excepción de un grupo de asistentes. Uno de ellos se inclinó y le gritó al oído.

—¿Llamamos a los hombres, señor? ¿O les detenemos, al menos?

—Todavía no. Que disfruten de su triunfo, Amosh. Quiero que estén bien lejos de la línea antes de empezar a dar la vuelta.

—Hemos ganado, señor. Hemos hecho lo que las leyendas decían que era imposible; hemos roto la línea macht.

Dyarnes se inclinó entre los cadáveres. Había tantos que tuvo que pisar carne muerta.

—La línea no se ha roto —murmuró, contemplando un rostro pálido y amenazador—. No han huido. Se han mantenido firmes y han muerto.

Una nota nueva en el tumulto del oeste, donde todavía podía ver el final de las compañías de honai victoriosos. Una corriente de aire, un movimiento del polvo, y de repente fue como si un nuevo escenario se hubiera revelado en un teatro abarrotado. Pudo verlo todo; se encontró mirando una multitud en movimiento de miles de sus propios kefren, la guardia personal del rey celebrando una costosa victoria. Empezó a sonreír ante la imagen.

Pero entonces algo atrajo su mirada hacia el sur, donde los arakosanos combatían en una nube color sepia, inmersos en su propia batalla. Una oleada de alivio le invadió al reconocer los miles de jinetes que avanzaban hacia el norte por la llanura. Los arakosanos habían hecho su trabajo con rapidez; ya debían haber atravesado el ala derecha macht.

Pero en aquella enorme formación de jinetes en punta de flecha no había color azul. Vestían de rojo, el color de los macht.

Pese al calor abrasador del día, Dyarnes sintió que un escalofrío helado le recorría la espina dorsal

—¡Oh, que Bel nos proteja! —jadeó—. ¡No! ¡No, no!

Los Compañeros del rey Corvus, cuatro mil jinetes, habían formado en línea de batalla y, al son de una vibrante llamada del cuerno, repetida a lo largo de las hileras al galope, bajaron las lanzas y se lanzaron a la carga contra la masa desordenada y desperdigada de honai.

Y aquello no fue todo. En el mismo momento, en el sur apareció una gran masa de infantería macht. No eran lanceros, sino hombres armados con espadas ligeras, hojas de hierro curvas y afiladas. Se detuvieron a cincuenta pasos de los honai, y les arrojaron una lluvia de jabalinas. Y luego se lanzaron contra los kefren con un rugido. Las hojas de las espadas reflejaban el fuego del sol del oeste al trazar arcos en el aire.

Dyarnes cayó de rodillas, horrorizado. El viento cambió; la nube de polvo se elevó de nuevo, recorriendo la llanura para borrar el panorama que había entrevistó. Se miró las manos, todavía limpias pese a la carnicería que le rodeaba. Un rostro macht, rígido y exangüe, le miraba desde abajo en actitud de triunfo rencoroso.

Tan rápido, igual que una copa resbalando entre los dedos de uno.

Durante unos minutos, había visto la victoria con sus propios ojos.

—El rey —graznó—. Hay que advertir al rey.

Levantó la vista al oír una nueva nota en el estruendo de la batalla. Caballos. Se estaban acercando.

Se levantó y desenvainó la cimitarra.

Y cien jinetes de caballería pesada surgieron del polvo como una explosión delante de él.

Habían traído odres de agua fresca al carro de guerra, y vino para quienes lo quisieran. Kouros tomó una copa, en pie sobre el suelo forrado de cuero del vehículo, y se enjuagó el polvo de la boca.

El ruido a su alrededor, un cataclismo de rugidos. Casi se había habituado a él. Era difícil de creer que tantos hombres pudieran causar un estrépito semejante durante tanto tiempo.

El sol era una bola blanca en un cielo del color del cuero curtido. Había cruzado el meridiano. Si hubiera brillado, lo habrían tenido en los ojos. ¿Cuántas horas llevaba allí en pie, con la silueta rígida de su padre junto a él? ¿Cuatro, cinco? Tantos meses de preparación, la leva del ejército, la pesadilla logística, las interminables columnas en marcha. Todo para aquellas pocas horas bajo un cielo sin luz y una tormenta cegadora de polvo. ¿Cómo podía saber uno lo que estaba pasando?

Se preguntó dónde estaría Roshana, si los macht la habrían matado o simplemente la habrían convertido en esclava. Durante unos momentos disfrutó del placer lúbrico de pensar en su belleza encadenada, al servicio de las necesidades bestiales de aquellos animales. La idea le animó. Bebió más vino. Sus doloridas costillas encontraron alivio en el alcohol, y se sintió más cómodo, preguntándose cuándo terminaría todo aquello. Por encima de todo, deseaba un baño. Tenía arena en el mismo cráneo.

Vio sombras que surgían del polvo, siluetas a la carrera, probablemente los restos de los soldados de leva enviados al principio contra la línea macht en una sucesión de ataques. Pasaban junto a él a la carrera, con la boca muy abierta, luchando por respirar, con los ojos como canicas en la cabeza.

Eran honai.

El vino se agrió en la boca de Kouros. Su padre se reclinó en la barandilla frontal del carro de guerra, sin decir nada. El anciano tiraba de los pliegues de su komis como si aquello fuera a ayudarle a ver a través de la tormenta de polvo y sombras a la carrera.

Los grupos de guerreros armados de bronce aumentaban. Muchos iban cubiertos de sangre, con la brillante armadura sucia y mellada.

Habían arrojado los escudos para facilitar la huida, el símbolo ancestral del soldado derrotado.

Los honai. No era posible.

El propio gran rey les gritó, como un simple suboficial, sin ningún efecto. Los jinetes de su escolta les detuvieron durante un tiempo. Chocaron contra los pechos de los grandes niseios, y muchos se derrumbaron allí, sollozando mientras trataban de respirar. Correr con armadura completa bajo aquel calor y aquel polvo era un esfuerzo matador. Pero siguieron adelante, abriéndose camino entre las hileras de jinetes, maldiciendo a los arakosanos y golpeando las cabezas de los caballos que les bloqueaban el paso.

Finalmente el guardaespaldas del carro de guerra saltó del vehículo y agarró a uno de sus camaradas por la hombrera de su coraza. Le derribó y gritó furiosamente en la cara del otro kefren.

—¿Qué ha sucedido?

El honai tardó un momento en recobrarse; tenía los ojos llenos de pánico.

—Caballería. Nos han atacado con miles de jinetes, y con más infantería. Estábamos desperdigados. Pensábamos que todo había terminado.

—¿Has visto a Dyarnes?

El honai negó con la cabeza, aturdido.

—Sangre de Bel —dijo el guardia. Soltó al otro hombre y, al cabo de un segundo, el honai se levantó, se dio la vuelta en un círculo confuso y finalmente se alejó tambaleándose—. Mi señor, deberíamos irnos —dijo el guardaespaldas a Ashurnan—. Si los honai están huyendo, aquí corremos peligro.

El gran rey sacudió la cabeza.

—Tengo que saber qué ha ocurrido. —Se volvió hacia los mensajeros, que permanecían sobre sus caballos inquietos y sudorosos como hombres a punto de empezar una carrera—. Adelantaos. Encontrad a Dyarnes, o al menos averiguad qué ha sucedido. —Y a otro hombre—: Busca a Lorka y los arakosanos. Averigua que ha pasado en la izquierda.

Kouros arrojó la copa a un lado.

—¡Padre!

Eran como fantasmas. Surgieron de la penumbra como formas hechas de sombra y polvo, y al instante el polvo fue ahuyentado por un viraje del viento. El sol cayó con fuerza sobre ellos, iluminando las brillantes puntas de lanza, las espadas, el resplandor de sus ojos.

Kefren sobre niseios, una fila entera. Podían haber sido caballería imperial, excepto por el hecho de que sus ropas estaban teñidas de rojo como bayas de acebo, y su armadura tenía una forma extraña. A su cabeza cabalgaba un joven de rostro pálido, cuyos ojos centelleaban bajo un penacho de crin de caballo y cuyo rostro resplandecía como si acabara de encarnarse de algún sueño terrible. Su armadura era negra, tan oscura como si se hubiera fabricado con un agujero sacado del mismo tejido del mundo. Había un estandarte con el signo de un cuervo, negro sobre blanco, ondeando sobre su cabeza. Levantó la espada y gritó sin palabras. Y Kouros sintió que un escalofrío de terror le ascendía por la carne al reconocer aquel rostro.

—¡Es él! —gritó, y saltó del carro justo cuando el conductor azotaba a los caballos.

La caballería chocó contra ellos como una muralla espumosa. Ashurnan desenvainó la espada y empezó a repartir estocadas a su alrededor como un guerrero joven, mientras su guardaespaldas levantaba el escudo para protegerle. El carro se encalló y se sacudió. Los niseios que tiraban de él luchaban cuerpo a cuerpo con los caballos de los recién llegados. La mano del látigo del conductor fue arrancada de su muñeca. Luego su cabeza voló de sus hombros, y se derrumbó entre un surtidor de sangre.

La escolta arakosana se había adelantado, y la caballería imperial resistía en torno al carro real. Los caballos mordían y pateaban, y los jinetes se golpeaban y acuchillaban unos a otros con sus lanzas cortas. La batalla estaba allí, en aquel momento, justo encima de ellos. Kouros rodó por el suelo mientras sus costillas mal curadas le arañaban el pecho y le desgarraban la mente de agonía. Pero el miedo que le inundaba le mantuvo en movimiento.

Los mensajeros peleaban detrás del carro, pero iban desarmados y eran jóvenes e inexpertos. Los kefren que les atacaban parecían en trance; combatían como demonios, y cada vez más compañeros suyos aparecían en el oeste, un verdadero ejército de caballería enemiga que parecía haber surgido del polvo de algún modo.

Kouros se levantó. Vio que el estandarte del gran rey se inclinaba y caía cuando el carro fue volcado. Los caballos aún uncidos a él fueron presas del pánico y trataron de huir, arrastrando el vehículo. Su padre seguía en su interior, agarrándose con una mano y golpeando con su cimitarra.

Un caballo le derribó, y el casco le golpeó en la sien. Kouros apenas lo sintió, pero durante unos minutos, mientras trataba de ponerse de rodillas en medio de la melé, se descubrió registrando todo lo que veía con una especie de distanciamiento extraño y remoto. Vio a Ashurnan con el pecho atravesado por la lanza de un soldado enemigo, cayendo del carro volcado para quedar oculto por los pies de los caballos. Vio a la escolta arakosana luchando hasta el fin por la posesión del estandarte, mientras los hombres perdían manos y brazos para seguir sosteniéndolo. Pero los arakosanos de armadura azul no eran ya más que unos cuantos.

Vio a la caballería enemiga, jinetes que eran kefren pero también macht, pasar en una marea imparable junto al destrozado carro. No quedaba nadie que se les opusiera, nadie a quien matar.

Vio que Corvus, el joven pálido de ojos terribles, desmontaba y tendía su capa sobre el cadáver pisoteado del que había sido Ashurnan, gran rey del Imperio asurio, gobernador del mundo.

Y en aquel momento el extraño distanciamiento le abandonó. Kouros se levantó tambaleándose, mientras la caballería macht galopaba junto a él en escuadrones para sembrar la ruina entre el resto del ejército. Llevaban consigo el estandarte de Asuria, que había ondeado sobre batallas victoriosas desde tiempo inmemorial. Se había convertido en un trofeo, manchado con la sangre de los hombres que habían tratado de conservarlo.

Agarró un caballo con el brazo bueno, y se agarró a las riendas como un hombre desesperado mientras el animal danzaba y se encabritaba en torno a él. De algún modo, consiguió encaramarse a la silla, totalmente desapercibido. No llevaba armadura ni ningún arma que el enemigo pudiera ver, y estaba claramente herido. Le dejaron en paz; no era más que otro kufr fugitivo entre el polvo y la destrucción del ejército asurio.

«El rey ha muerto», pensó aturdido mientras pateaba al caballo para que se moviera y dejaba el sol a su espalda. «Viva el rey».

Se unió a la multitud de hombres y animales que corrían hacia el este, algunos huyendo y otros persiguiendo.

No sabía adónde iba. Sólo sabía que tenía que huir de aquel joven del rostro pálido, el muchacho que había matado a su padre.