18

Un himno de muerte

Druze jadeaba cubierto de polvo ante Corvus, Ardashir y Demetrius. Tomó un trago de un odre que le tendieron y se aclaró la boca. Cuando escupió, el agua salió parda.

—Lo está haciendo; ha enviado a los honai al fin. Han atacado a los Cabezas de Perro como si fuera el fin del mundo. Corvus, nos va a partir en dos.

Corvus asintió. No parecía en absoluto sorprendido.

—¿Cómo les va a los Cabezas de Perro?

—Han perdido casi a la mitad de sus hombres, pero ya sabes cómo son. No se retirarán, no mientras Rictus esté allí para contenerlos.

Un destello de algo parecido a la ira recorrió el rostro de Corvus.

—Ese maldito estúpido —dijo, exasperado—. Terminará muriendo allí.

—Deberías habérselo dicho —dijo Ardashir.

—¿Decirle que iba a sacrificar a sus hombres? ¿Otra vez? Necesitaba que los Cabezas de Perro resistieran durante largo rato, por eso los puse allí. Tenía que hacer que los honai se movieran. Pero no tenía intención de que resistieran hasta el final.

—No quedará ninguno si no ponemos las cosas en marcha —dijo Druze—. Los honai saben luchar. Luchan como nosotros, y son los cabrones más enormes que jamás he visto.

Corvus asintió, como si hubiera tomado partido en una discusión interna.

—Muy bien. Druze, vuelve con tus hombres. Que estén preparados. Pero que no se muevan antes de mi orden, ¿de acuerdo? Todo dependerá de la coordinación.

—Corvus —dijo Druze, levantando la vista para mirar al hombre pálido sobre su alto caballo—. Los hombres de Rictus están muriendo rápidamente.

—Espera a mi orden, hermano —dijo Corvus con brusquedad.

Druze le miró fijamente un instante más. Luego asintió y echó a correr hacia el caos polvoriento del campo de batalla, con la drepana rebotando en su espalda.

—¿Demetrius?

El veterano tuerto se adelantó.

—Es el momento. Los arakosanos están en marcha. Tus muchachos van a ganarse la paga. Ya sabes lo que debes hacer.

—Sé lo que debo hacer —dijo pesadamente Demetrius.

—Ocurra lo que ocurra, no pueden ceder. Si lo hacen, los arakosanos les destrozarán. Deben mantenerse juntos. Por muy novatos que sean, han de comprenderlo.

—Si no puedo hacer que seis morai de lanceros resistan y luchen en un campo de batalla, puedes quedarte con mi otro ojo —espetó Demetrius—. Pero no será sólo la caballería; también están llegando otras tropas por la derecha.

—Para cuando lleguen, todo habrá terminado, de un modo u otro.

Demetrius asintió.

—Más vale que sea así —dijo, muy serio.

Corvus se inclinó en la silla hasta que su rostro estuvo cerca de la cabeza del ceñudo veterano.

—Ten fe, hermano.

Demetrius apretó los labios, y soltó algo parecido a una carcajada. Luego se alejó hacia donde le aguardaban sus hombres, en formación detrás de los Compañeros. Seis mil lanceros inexpertos, la única reserva que tenía Corvus en el campo.

—Hora de irse —dijo Corvus a Ardashir, poniéndose el yelmo con el penacho de crin de caballo—. No dejes que los arakosanos te alcancen, Ardashir, pero haz que os ataquen. Si eso significa que tienes que…

—Sé lo que significa —le interrumpió Ardashir—. Sacrificaré la mora si llegamos a eso; todos cumpliremos con nuestro deber hoy, amigo mío.

—Ojalá Rictus hubiera hecho lo que le ordené. Debería haber estado él al mando de la reserva, no Demetrius.

—Rictus habría estado en el centro de la lucha, no importa dónde lo hubieras puesto. Está en su naturaleza.

Corvus asintió, y el penacho se balanceó sobre su yelmo.

—Te veré en el infierno, hermano.

—Te veré en el infierno.

Rictus estaba de rodillas, con el escudo por encima de la cabeza mientras escarbaba en el barro ensangrentado en busca de un arma con que luchar. Su lanza estaba destrozada, su drepana rota y, de no haber sido por la Maldición de Dios, habría muerto varias veces.

Encontró una espada corta, anticuada, como la que habría usado su padre. La sacó del barro mientras a su alrededor la lucha continuaba, y sentía los golpes de los hombres que le rodeaban. La tierra se había convertido en barro bajo sus pies, espesada por la sangre y otros líquidos sin nombre. Rictus estaba cubierto de una pasta marrón, y el brillo frío de su armadura se había oscurecido.

Estaba de nuevo en pie. Podía sentir las quejas de sus antiguas heridas por todo el cuerpo. Pero ignoró aquel dolor invernal y apretó con el puño la empuñadura resbaladiza de la espada, mientras el pesado escudo tiraba de su hombro izquierdo.

Ya no estaba en la primera fila, pero la primera fila se estaba convirtiendo rápidamente en un mero concepto. No había nada más que una línea de hombres esforzándose, a veces de dos guerreros de profundidad, otras veces de tres. Como algas que retrocedieran cada vez más hacia el interior de la playa a causa de las sucesivas olas.

El primer choque contra los honai les había pillado por sorpresa, porque los Cabezas de Perro nunca habían luchado contra kufr como aquéllos. Para empezar, los guardias del gran rey eran escogidos por su tamaño; superaban a los macht por una cabeza o más. Y llevaban armadura pesada; placas sólidas de bronce pulido, con escudos redondos y pesados como los de los propios macht.

Pero lo más importante de todo, estaban dispuestos a resistir y morir.

Rictus había perdido el contacto con Fornyx en la presión, y no sabía si su amigo estaba vivo o muerto. Había visto hombres quedar inconscientes tras el primer choque, para ser alanceados mientras la presión de las dos líneas les mantenía erguidos. Los macht habían resistido con terquedad, pues, pese a su menor tamaño, eran más fuertes que los esbeltos kefren y, aunque los honai eran las tropas mejor entrenadas del ejército del gran rey, no habían servido durante tanto tiempo como los Cabezas de Perro.

De modo que los kefren murieron rápidamente… al principio. El propio Rictus había alanceado a algún oficial superior a través de la ranura de los ojos de su yelmo en los primeros momentos, y así había roto su lanza. La drepana se había deformado contra una cota de bronce poco después. Estaba hecha para cortar, no para golpear, y había terminado por partirse como una galleta. Después de aquello, Rictus había retrocedido hacia sus propios hombres, manteniendo el equilibrio sobre los cadáveres y la horrible sustancia sin nombre que se filtraba a través de sus sandalias.

Abandonó la línea por un momento, respirando con dificultad. Al levantar la vista, no pudo ver el cielo; luchaban en una tienda de polvo que ocultaba todo lo que había a más de veinte pasos de distancia. Pero podía oír el sonido de la batalla más allá, el omnipresente rugido del que en ocasiones surgían gritos individuales en agudos paroxismos de agonía. El sonido le recordó a Kunaksa; era igual de intenso y enorme. No había conocido nada parecido en treinta años, ni siquiera en Machran.

Miró atrás. Los ingenieros de Parmenios habían cargado sus ballestas y estaban con las espadas en la mano. Si los honai rompían la línea (o cuando la rompieran), no podrían resistir a la élite del gran rey durante más de unos minutos.

Rictus sacó a un hombre de la línea. El tipo tenía los ojos muy abiertos, con el rigor del othismos todavía en su interior, y había espuma parda en las comisuras de los labios. Rictus tuvo que sacudirlo con fuerza.

—¿Quién eres? ¡Dime tu nombre!

El lancero tuvo que pensarlo antes de responder.

—Serenos de Pontis.

—Serenos, suelta el escudo y la lanza. Quiero que vayas al sur, a nuestra derecha, y encuentres a uno de los mariscales o al mismo rey, ¿comprendes? Dile que el centro está a punto de ceder. Necesitamos refuerzos, cualquier cosa que puedan enviamos. Los necesitamos ahora. Escúchame. ¿Me comprendes?

El hombre asintió, aturdido.

—Buen chico. Ahora ve, y date prisa, en nombre de Phobos.

El rostro del hombre reflejó un intenso alivio al alejarse. Por un segundo, Rictus le envidió. Había una parte de él que no deseaba nada más que poder perderse entre el polvo y esperar a que cesara el ruido. Todos los hombres sentían lo mismo en la batalla. Sólo había una cura para ello.

Se inclinó, recogió la lanza abandonada del hombre, la levantó pensativamente un instante, y luego cojeó de nuevo hacia la batalla.

Por algún milagro, se encontró cerca de Fornyx. Se adelantó hacia la primera línea para reemplazar a un caído, e inmediatamente recibió un lanzazo en el hombro. El golpe le hizo retroceder un paso, pero rebotó en su armadura, trazando un camino a través del barro que decoraba su coraza. Gruñó como un animal, aunque el sonido se perdió en el terrible tumulto, y agarró la lanza más abajo. La empleó como un cuchillo. Su primera estocada golpeó un escudo, y la segunda, calculada más cuidadosamente, acertó al furioso honai en el cuello, cortándole las venas. Fue como volcar una botella de vino. El honai le miró furioso un instante más, luego se tocó el cuello, atónito, y se desplomó en el barro. Rictus hundió el regatón en el extremo de la nuca del kufr, y vio el agujero que producía al tirar de nuevo del arma. Luego el incidente quedó olvidado cuando la brecha se cerró, y otro monstruo imposiblemente alto, de piel dorada y ojos centelleantes, trató de matarlo de nuevo.

Los macht fueron obligados a retroceder. Cobraron un precio terrible a los honai al retirarse, porque, en su impaciencia, la élite del gran rey presionaba sin pensar en las bajas, y su formación tendía a abrirse un poco. Cuando eso ocurría, las aichme de los apretados macht les atacaban con la velocidad de un martín pescador. Para un honai, el simple hecho de bajar el escudo para gritar algo a un camarada significaba la muerte.

Pero los Cabezas de Perro llevaban horas luchando, y pisaban a sus propios muertos al retroceder. Los honai acababan con los caídos sin misericordia al pasar junto a ellos. Les superaban en una proporción de cuatro a uno y, pese a toda su habilidad y valor, los macht no podían esperar resistir mucho más tiempo.

—¡Ruptura a la izquierda! —Un solo grito, casi perdido entre el tumulto. Pero Rictus notó que las cosas cambiaban a su alrededor. A ambos lados, los macht estaban retrocediendo, no como parte de una línea, sino en grupos y fragmentos de formaciones que aún combatían.

—¡Manteneos juntos! —vociferó—. ¡Mirad al frente, cabrones!

La línea había desaparecido, inundada como un dique roto. Los honai la estaban atravesando, rompiéndola todavía más. Los Cabezas de Perro eran un cuerpo de élite incluso entre los veteranos; sabían que volverse y huir significaba una muerte instantánea. De modo que retrocedían mirando al enemigo. Morían con los escudos aún en los brazos, incluso cuando eran rodeados y convertidos en carroña por media docena de enemigos al mismo tiempo. Los cadáveres se apilaban en montones de bronce y escarlata.

Algunos centones, o lo que quedaba de ellos, se mantuvieron juntos, y un grupo de hombres se concentró bajó el estandarte, mirando en todas direcciones, luchando espalda contra espalda. Fornyx era el portaestandarte. Había perdido el yelmo, y le faltaba un ojo; no le quedaba más que un agujero destrozado, pero se mantenía erguido, sosteniendo el mástil de roble del que pendía su destrozada bandera, la misma que había ondeado en Kunaksa, treinta años atrás.

Rictus se reunió con él, y en torno a la pareja de portadores de la Maldición se congregaron otros restos de los Cabezas de Perro, hasta que varias docenas de hombres acorralados formaron un tosco óvalo, una masa de hombres decididos y exhaustos con la luz de la muerte en los ojos. No se dio ni pidió cuartel, y nadie pensó en rendirse.

Rictus soltó el escudo y, tomando el brazo libre de Fornyx, lo apoyó en sus propios hombros, cargando con una parte del peso del joven. Fornyx sonrió, con los dientes negros de polvo y sangre.

—¿Dónde estabas, cabeza de paja? Seguro que cómodamente sentado en la retaguardia. —Inclinó la cabeza hasta apoyarla brevemente contra el yelmo de Rictus.

—Sabía que las cosas estaban en buenas manos —le dijo Rictus. Se quitó el yelmo, e incluso el aire cálido le pareció fresco tras el confinamiento del bronce. Besó a Fornyx en la mejilla ensangrentada—. Antimone nos ha encontrado al fin, hermano.

—Sí. Lleva buscándonos mucho tiempo.

—Iremos juntos a la oscuridad, Fornyx.

Pero Fornyx no le respondió. Su peso aumentó cuando se le doblaron las piernas. Su único ojo estaba aún abierto, y su sonrisa negra parecía esculpida en su boca. Rictus lo depositó en la tierra cubierta de sangre a sus pies. Sólo entonces vio la sangre que brotaba en una banda negra de una herida en el muslo de Fornyx. La sangre se había encharcado en torno a sus pies; había resistido allí mucho tiempo.

Rictus cerró el ojo abierto, y luego tomó el estandarte de la mano de su amigo.

«Señor, en tu gloria y tu bondad, envía a hombres dignos a matarme».

Apoyó una mano en la frente de Fornyx, el tipo de caricia que un padre podría hacer a su hijo dormido. Luego se irguió. El mundo era pálido y deslumbrante ante sus ojos y, en voz baja, empezó a entonar el Peán una vez más.

Nadie lo oyó. La isla de macht estaba rodeada, arrollada por cientos de honai. Trepaban sobre cuerpos que aún respiraban y clavaban sus lanzas en los moribundos sin ver dónde hundían las armas. Sus rostros miraban al oeste, y al espacio abierto más allá de los montones de cadáveres que era la retaguardia del ejército macht. Imparables, se lanzaron hacia adelante, cientos, miles de altos kefren que vitoreaban mientras avanzaban al trote.

Habían roto la línea macht, y el ejército de Corvus estaba partido en dos.