Gaugamesh
Se habían avistado nubes de polvo al oeste, y se había enviado a exploradores a investigarlas, pero ninguno había regresado. El gran rey llevaba tres días enviando grupos de caballería al oeste en busca del enemigo, y en todo aquel tiempo ninguno había vuelto, excepto uno.
Pero los macht estaban allí, en alguna parte, y Kouros podía dar testimonio de ello.
Viajaba en el oscilante palanquín con su padre, pues el movimiento del elefante le castigaba menos el hombro herido y las costillas fracturadas. Soportaba el dolor mejor de lo que lo hubiera hecho antes, y descubrió que el gran rey le miraba de vez en cuando como si volviera a juzgarlo. La paranoia febril de los primeros días había desaparecido. Rakhsar estaba muerto y, por primera vez en su vida, Kouros se sentía tranquilo. Ya no quedaba nadie más. Las intrigas habían terminado al fin.
Estaban muy atrás en la interminable columna, que era en sí misma una de varias larguísimas serpientes de hombres y animales avanzando lentamente a través del terreno llano y fértil al oeste del río Bekai. La ciudad de Carchanis, a sesenta pasangs detrás de ellos, se había convertido en un enorme almacén de aprovisionamiento. Provisiones, carretas, caballos de repuesto, armaduras y armas fluían en dirección a otra enorme ciudad rodeada por una empalizada que se había construido en la orilla este del río. Era su base de operaciones. Si no contactaban con el enemigo en los próximos días, la base tendría que desplazarse, con todo el trabajo que ello comportaba. Y aquél era uno de los motivos por los cuales el avance de un ejército grande resultaba tan irritantemente lento.
«Nunca pensé que la guerra pudiera resultar tan tediosa», pensó Kouros.
El rostro de Rakhsar cuando la hoja entró en su vientre. Aquella mueca borrada al fin. Kouros se recreaba en aquella imagen, calentándose con ella como un hombre junto a una hoguera.
Su padre observaba su rostro, como si supiera en qué pensaba su primogénito. Kouros se removió en su cojín acolchado, y sintió un estallido de dolor en las costillas. No podía mirar a su padre a los ojos, ni siquiera entonces.
Ruido de caballos al galope. Se detuvieron de golpe, y se oyeron gritos, una ruptura del protocolo impensable tan cerca de la persona del rey.
—¿Qué están haciendo? —dijo Ashurnan, interrumpido en sus ensoñaciones.
—¡Mi señor, mi señor! —Una voz familiar.
Kouros y Ashurnan apartaron las cortinas de gasa del palanquín y miraron abajo. Era Dyarnes, sin yelmo y con el komis en torno a la barbilla.
—¿Qué sucede, Dyarnes? —quiso saber Ashurnan.
—Perdóname, mi rey, pero hemos avistado al enemigo. Están directamente delante de nosotros y ya en línea de batalla.
—¿Cómo? —balbuceó Ashurnan. Levantó la mirada hacia el sol, perplejo. Era la primera hora de la mañana, y la columna acababa de ponerse en marcha. Los hombres de la retaguardia ni siquiera habían empezado a abandonar el campamento de la noche anterior.
—¿A qué distancia están?
—Debemos formar la línea ahora, señor. Con tu permiso, creo que es imperativo llamar a las otras columnas y desplegarnos para la batalla.
—¿Están avanzando?
—Todavía no. Están parados.
—¿Cuántos? —Era Kouros, siseando de dolor al asomarse por encima de la barandilla del palanquín. El elefante sacudió la cabeza debajo de ellos, y toda la estructura subió y bajó como un bote sobre una ola.
—No son muchos, mi príncipe. Ni una quinta parte de nuestros soldados.
«Entonces, ¿por qué se quedan quietos esperándonos?», se preguntó Kouros.
—Llamad a las columnas y desplegad las tropas —espetó Ashurnan—. Debemos atacar lo antes posible, antes de que puedan escapar. Adelanta a los primeros hombres, Dyarnes, y envía un mensajero a la retaguardia. Los hombres de detrás tendrán que correr. Tenemos que aplastarlos, Dyarnes, ¿me oyes? No deben escapar. Y traed mi carro de guerra.
De modo que aquello era lo que ocurría cuando el enemigo era localizado al fin.
Caos.
Kouros no podía permanecer a lomos del elefante del gran rey sin el gran rey, ni estaba en condiciones de montar a caballo, de modo que se unió a su padre en el carro de guerra real. Era una estructura enorme, tirada por cuatro caballos negros de Niseia y manejada por un conductor y dos guardias, honai escogidos por el propio gran rey. Había un parasol por encima de sus cabezas, y gavillas de jabalinas delante de las dos ruedas.
Era un vehículo muy hermoso, ornamentado con suficientes piedras preciosas y plata grabada para comprar una ciudad, y tenía asideros de cuero rojo de Bokosa donde agarrarse. El suelo también era de cuero rojo, tiras entrecruzadas bordadas con hilo de oro. Y, por encima de todo ello, el estandarte imperial púrpura, atado a un mástil de roble barnizado. Había sido diseñado para atraer las miradas, para proporcionar un punto de orientación en el campo de batalla, y para tranquilizar a los miles de hombres: su señor estaba entre ellos, observándoles.
Avanzaba a toda prisa por la carretera, desperdigando a todo lo que encontraba en su camino, precedido y seguido por cien jinetes escogidos de todo el Imperio, aunque la mayor parte llevaba la armadura esmaltada de azul de Arakosia. El propio gran rey empuñaba el látigo, y lo blandía sobre los lomos de los tensos niseios con una sonrisa en la barba.
Kouros estudió discretamente a su padre. El anciano llevaba varios días aislado y poco comunicativo. No le habían dicho que Rakhsar y Roshana estaban muertos, pero parecía saberlo de todos modos. Había mirado a Kouros con aquella expresión nueva, y le había pedido que subiera con él a lomos del elefante, un honor que no concedía a la ligera.
¿Podía ser respeto? Los arakosanos habían salido en busca de Kouros y le habían traído de regreso más muerto que vivo. Ashurnan no había manifestado ninguna preocupación ni hecho preguntas. Pero había tratado a Kouros de modo distinto desde entonces.
Y, por una vez, Kouros había disfrutado escribiendo una carta a su madre.
La columna se había fracturado a su alrededor, y las compañías de infantería estaban desplegándose a través de la llanura por todas partes, algunas a la carrera, todas abroncadas por oficiales montados o a pie. Parecía haber muy poco orden, pero las abigarradas multitudes se movían al menos en la dirección correcta. Todos los hombres tenían los rostros vueltos hacia el oeste, con el sol a sus espaldas. Incluso el recluta campesino más simple era capaz de entender que debía mantener el sol a la espalda. El ejército era una masa desordenada, caótica y confusa, pero avanzaba en la dirección correcta, un diluvio de hombres derramándose sobre la tierra entre crecientes nubes de polvo.
«Que el rey de los macht intente detener esta avalancha», pensó Kouros. Y apretó la empuñadura del sencillo cuchillo de cocina que llevaba en la faja. Lo había conservado como una especie de talismán. La sangre negra de su hermano aún podía verse en su hoja.
El paisaje verde que les rodeaba se borró. El terreno se elevó levemente, convirtiéndose en una meseta de varios pasangs de anchura, un poco por encima de la fértil llanura. El suelo era más pedregoso, interrumpido por las ruinas resecas de antiguos acueductos, y el polvo era asfixiante, levantado por hombres y animales hasta formar torres que parecían alcanzar el cielo. Era una zona deshabitada, una sábana llena de arbustos, antigua como los montículos de los verdes valles ribereños. Demasiado árida para cultivarla, o incluso para mantener rebaños de cabras, aquellas bolsas elevadas de desierto se conocían como gaugamesh en el idioma asurio: lugares castigados por el dios Mot, donde ningún hombre podía cultivar nada.
«¿Es aquí donde lucharemos?», se preguntó Kouros. Apretó el odre de agua que colgaba del carro, y pensó en las decenas de miles de hombres que le rodeaban, y en la sequedad del terreno que estaban cruzando.
«Si esta noche encuentran un río, lo dejarán seco».
Había honai en línea delante, y los ocasionales destellos de sol se reflejaban en el metal a través del polvo. El carro de guerra se detuvo entre una nube de caballería y, uno tras otro, los correos imperiales se alinearon detrás de él, jóvenes miembros de la nobleza menor cuyos padres habían pagado una fortuna para que sus hijos pudieran galopar por los campos de batalla llevando las órdenes del gran rey. A su lado se congregó un grupo de escribas y otros asistentes, vestidos como si estuvieran aún en el palacio. Su elegancia resultaba incongruente en el desolado paisaje.
Ashurnan estaba agarrado a la barandilla del carro, observando el polvo. A cien pasos por delante de las ruedas, los diez mi lanceros honai formaban con una velocidad y precisión que desmentía el caos del resto del campo. De ocho filas de profundidad, la línea ocupaba aproximadamente un pasang y medio, aunque sus dos extremos eran invisibles. Pero era tranquilizador ver a aquellos guerreros impasibles delante de ellos. Aquél sería el centro del ejército, su mismo corazón. Todos los demás hombres recibirían sus órdenes desde el carro de guerra del gran rey, y se unirían a aquella formidable falange.
—Será una lucha a cuchillo —dijo el gran rey a Dyarnes, en pie junto al carro con el yelmo bajo el brazo—. Se ganará o perderá en las distancias cortas. Pero debemos emplear los arqueros al principio, cuando el polvo se haya asentado un poco. En cuanto se dé la orden de avance general, tendrán que disparar a ciegas, y después de eso debemos arrojar a nuestros soldados contra el enemigo y arrollarlo. Hoy no habrá maniobras elegantes, no en este lugar. El polvo lo oculta todo. Y quiero el doble de correos, Dyarnes, Muchos de ellos se perderán hoy. Quiero a dos jinetes para cada mensaje.
—Sí, señor. ¿En qué momento deseas que suene la orden de avance?
—Como he dicho, espera a que el polvo se asiente. Los hombres deben poder ver al enemigo para acercarse a él. En cuanto la línea macht sea visible, quiero que empieces con las formaciones exteriores; tenemos que flanquearlos por los dos lados. Pero retén a los arakosanos, Dyarnes. Debemos reservarlos para el golpe definitivo.
—Sí, mi señor.
El sol irrumpía de vez en cuando a través del polvo, proporcionándoles viñetas de guerra; masas de filas de tropas avanzando hacia el oeste, en busca de su posición. Un bosque de lanzas reflejando la luz en el mismo momento, como un destello de dientes relucientes. Y a su alrededor, el atronar sordo de pies en marcha, un eco que hacia temblar la misma faz de la tierra.
Kouros bebió agua del odre, con la boca seca y amarga. A causa de sus heridas, no llevaba armadura, aunque el yelmo de bronce sobre su cabeza ya se había contagiado del calor del sol, y era como un cepo caliente que le oprimía los huesos del cráneo. El gran rey llevaba una sencilla diadema negra, y una túnica azul brillante que ocultaba su coraza. Iba armado con una simple cimitarra de acero que hubiera podido pertenecer a cualquier hombre del campo, y que había visto mucho uso. De repente, Kouros se descubrió preguntándose si aquélla sería la misma espada con la que Ashurnan había matado a su propio hermano, treinta años atrás. Tocó el cuchillo de su faja.
«Al menos nos parecemos en eso», pensó, y volvió a lamerse los labios resecos.
El polvo empezó a descender en el centro del ejército, a medida que los hombres ocupaban sus lugares y se quedaban quietos con los escudos al hombro, apoyados en las lanzas. Kouros podía oír sus conversaciones. Media docena de dialectos distintos de asurio, algunos tan extraños que apenas eran el mismo idioma. Buen kefren entre las filas de honai de delante. Una columna de exploradores con armadura de cuero pasó con puñados de jabalinas y los escudos en forma de media luna propios de su oficio, hufsan de piernas cortas de las montañas que parecían tan alegres como hombres dirigiéndose a una boda.
«Todo el mundo está aquí», pensó. Recordó al joven pálido y delgado del caballo negro que se había hecho llamar Corvus. Había sangre kefren en él; nunca lo había sospechado.
«¿Qué clase de hombre es, para creerse capaz de luchar contra todo el mundo?»
Cielo azul de nuevo, con el sol ya muy alto. Debía ser mediodía al menos.
—Allí están —murmuró Ashurnan. Alargó una mano y la apoyó brevemente en el brazo de Kouros—. Allí están. —El resplandor dorado de su rostro había desaparecido. Parecía enfermo, anciano y fatigado.
—¡Están muy cerca! —exclamó Kouros.
Un hombre veloz hubiera podido recorrer el espacio entre ambos ejércitos en pocos minutos. Kouros pudo distinguir los quitones rojos de los lanceros enemigos, y sus escudos de bronce pintados con un signo que nunca había visto antes, una especie de pájaro. Estaban inmóviles como una muralla, a través de la llanura, con su longitud acentuada por los estandartes flotantes.
—Hoy romperé esa línea —dijo Ashurnan en voz baja. Hizo un gesto en dirección al escriba que, con su escritorio portátil colgado del cuello, aguardaba tras el carro de guerra—. Una orden para Dyarnes. Tiene que…
Un sonido sibilante, como si un halcón monstruoso hubiera descendido para matar. Instintivamente, todos levantaron la vista. Frente a ellos, algo chocó contra las primeras filas de honai, y se oyeron gritos de dolor.
—¿Qué es? ¿Qué está pasando? —quiso saber Kouros, apretándose las costillas como si temiera que fueran a escapar.
Una hilera de honai había quedado reducida a ruinas, con muchos hombres muertos y otros soltando escudos y lanzas para asistir a los heridos.
Kouros levantó la vista de nuevo, desconcertado, y vio un diluvio de algo parecido a flechas que ascendía desde la línea macht. Pero no eran flechas. Cada una de ellas era más larga que un hombre. Descendieron en una tormenta de granizo negro y monstruoso.
Y chocaron contra las filas de la guardia personal del gran rey.
Los proyectiles eran gruesos como el brazo de un hombre, y sus cabezas estaban fabricadas con hierro negro y afilado. Perforaban escudos y corazas como si el bronce fuera papel, y atravesaban a dos, tres o cuatro hombres de una sola vez, derribando filas enteras como bolos de madera golpeados por la pelota de un niño.
El rostro de Ashurnan estaba desfigurado por la ira. Docenas de aquellos enormes proyectiles descendían del cielo sin nubes.
—¡Mensaje para Dyarnes! —gritó, por encima de la creciente cacofonía—. ¡Adelante! ¡Que toda la infantería avance ahora mismo!
Un estallido de polvo y piedra, y los niseios uncidos al carro de guerra se encabritaron de miedo cuando uno de los inmensos proyectiles se estrelló contra el suelo a sus pies. Aquélla no era una guerra tal como ellos la entendían. Empezaron a caracolear, morder y relinchar.
Las hileras de honai se habían interrumpido y vuelto a formar. Las líneas quedaban desdibujadas sólo para volver a unirse. Eran los mejores soldados del Imperio, y no se retirarían ni acobardarían, pero tampoco podían atacar. Sólo podían morir impotentes bajo aquel diluvio obsceno.
El guardaespaldas de Ashurnan, un honai con armadura mucho más alto que su señor, empujó a Kouros y al gran rey detrás de él.
—Sácanos de aquí —ladró al conductor—. Éste no es lugar para el rey.
El carro dio la vuelta. Los caballos echaron a correr de buena gana, mientras el conductor empleaba el largo látigo sobre sus lomos. Se alejaron de la falange de honai, y los arakosanos les siguieron. Por toda la inmensa línea corrió la voz de que el gran rey se estaba retirando, que estaba herido, que estaba muerto. Pero los rumores fueron acallados por la repentina orden de avance.
Como una gran roca que empezara a rodar colina abajo, el enorme ejército imperial empezó a avanzar, un coloso dispuesto a vengarse.
Rictus estaba sediento. Aún había agua en el odre a su espalda, pero la reservaba para más tarde. Sabía que cuando empezara la batalla olvidaría su sed. Si sobrevivía, desearía desesperadamente aquel agua después. Si no, alguien se la bebería.
Hubo vítores y silbidos entre las filas cuando las primeras máquinas de Parmenios enviaron sus proyectiles mortíferos hacia la hilera de soldados enemigos, medio oculta por el polvo. Luego se hizo una especie de silencio amedrentado cuando los proyectiles chocaron. Los macht observaron cómo aquel implacable asalto aéreo destrozaba a los honai. Vieron escudos volando por el aire, hombres dando volteretas, empalados por los pesados proyectiles como ranas en un espetón.
Junto a Rictus, Fornyx emitió un silbido bajo.
—Ése no es modo de morir para un hombre valiente —dijo.
—Que mueran como quieran; quedarán más que suficientes para nosotros —jadeó Rictus.
—¿Qué clase de tropas son ésas? Vuelven a formar como si no hubiera ocurrido nada.
—Son los honai —dijo Rictus—. La guardia personal del rey. Los mejores hombres que tiene.
Fornyx sonrió.
—Suerte que Corvus nos ha puesto a luchar contra ellos, entonces.
Había tres mil Cabezas de Perro en línea de batalla frente al gran rey, que formaban el centro de la línea de Corvus, igual que los honai formaban el centro de la del enemigo. Rictus se había enfrentado a los honai en Kunaksa. Había sido una de las batallas más duras de su vida, y entonces era joven.
«Pero ahora sé más».
—Algo se mueve —dijo Fornyx, y hubo un murmullo de conversación entre las filas. Los hombres se quitaron los escudos de los hombros para que sus brazos soportaran todo el peso del roble cubierto de bronce. Movieron las lanzas de lado a lado para aflojar los regatones en el duro suelo. A pocas filas de Rictus alguien orinaba en su puesto, y el hedor rancio recorrió las filas, junto a las inevitables risas y burlas.
—¿Cómo puede ser que a ese cabrón le quede agua suficiente para mear? —preguntó Fornyx—. Yo estoy seco como el coño de una vieja. Ni siquiera puedo escupir.
El polvo cubrió el movimiento enemigo, atrayendo sus miradas. Fue casi imperceptible al principio, hasta que las formaciones empezaron a aflojarse y separarse.
—Va a atacar de todos modos —dijo Rictus—. Corvus acertó en eso, al menos. Me apuesto algo a que la mitad de sus hombres aún están detrás, en la carretera, o corriendo a ocupar sus puestos.
—Joder —dijo Fornyx con vehemencia—. Yo saldría huyendo si los pinchos de Parmenios me estuvieran cayendo encima.
—¡Preparad las armas! —gritó Rictus, y por toda la línea los centuriones repitieron el grito. Los Cabezas de Perro se acercaron unos a otros, hasta que el escudo de cada hombre protegió el brazo armado del de su izquierda. La falange se contrajo como un puño.
—¡Quietos y esperad a mi orden! ¡Cerradores de filas, empezad el recuento!
Empezando por la izquierda, los lanceros empezaron a numerarse a partir del primer hombre de la fila. Los números sonaban como un ritual antiguo y repetitivo, y así se lo pareció a Rictus, que lo había oído tantas veces en tantos campos de batalla lejanos.
—¡Flechas! —gritó alguien—. ¡Cuidado con las flechas!
—¡Escudos arriba! —vociferó Fornyx.
Las flechas cayeron en una lluvia negra, puntas kufr que descendían del cielo. Los Cabezas de Perro levantaron los pesados escudos y se apoyaron en ellos como si se cobijaran de una tormenta. La nube de flechas golpeó el bronce con un ruido obsceno, como de martillos en el taller de un hojalatero. Pero incluso por encima de aquel estruendo, Rictus pudo oír el sonido característico cuando algunos proyectiles encontraron carne.
Los hombres caían, blasfemando y gruñendo. Era como si alguien pinchara el escudo de Rictus con un bastón. Una flecha cayó lo bastante cerca de sus pies para arrojarles polvo. Otra le atravesó la crin de caballo del penacho. Intercambió una mirada con Fornyx. El otro hombre sonreía en su barba negra. Una flecha golpeó la hombrera de su armadura, y rebotó en dirección a los rostros de los hombres de detrás.
—Ya me parecía que iba a llover —dijo Fornyx. El comentario recorrió la hilera, y algunos hombres consiguieron reír mientras sus camaradas caían a su alrededor.
Las andanadas cesaron. Ante ellos, la nube de polvo volvía a ocultarlo todo, pero de su interior surgía el rugido apagado del avance enemigo.
—¡Heridos a la retaguardia! —gritó Rictus—. Apretaos, apretaos, muchachos. Vamos a ganamos el sueldo.
Surgieron del polvo a treinta pasos de distancia, una masa hirviente de hombres de mirada enloquecida, con escudos en forma de media luna y lanzas cortas, sin orden en sus filas, pero con la inercia de su superioridad numérica.
—¡Lanzas! —La orden se repitió, y los aichme descendieron hacia la marea que se acercaba. La falange se cerró sobre los cuerpos de sus propios muertos y heridos. Rictus ocultó el rostro tras el borde de su escudo, apretó los dientes y clavó el talón derecho en el duro suelo.
—Te veré en el infierno, hermano —dijo Fornyx, con los dientes al descubierto como los de un perro.
—Te veré en el infierno —repitió Rictus.
Y la oleada enemiga chocó contra ellos.
—Los Cabezas de Perro han entrado en combate —dijo Parmenios a Corvus, secándose la calva reluciente con una mano—. El enemigo ha enviado algunos soldados de leva por delante de los honai, pero el movimiento les ha desorganizado un poco. No deberían suponer ningún problema para Rictus.
—Se reserva a los mejores hombres —dijo Ardashir, y palmeó el cuello de su inquieto caballo.
—Pero nos está enviando a todos los demás tan rápido como puede —dijo Corvus—. Bien. Es como debe ser. Parmenios, ¿estás seguro de que la caballería pesada está a nuestra derecha?
—Estoy seguro. Hay un río seco a nuestra izquierda: no querrá que los caballos se rompan el cuello allí. Toda su caballería excepto una décima parte está frente a los Compañeros. Pero, Corvus…
—Habla fuerte. Hacen mucho ruido ahí abajo.
—Tiene a cien mil hombres llegando por las carreteras desde el este. Cuando estén en posición, nos arrollarán.
—Cada cosa a su tiempo. Vuelve a apuntar tus máquinas, Parmenios. Quiero que empieces a bombardear a su caballería. No tiene que ser un diluvio muy intenso, sólo lo suficiente para ponerlos nerviosos.
—Enseguida. —Parmenios dio la vuelta a su montura, pateándola salvajemente, y se alejó al trote hacia la retaguardia, donde centenares de sus ingenieros trabajaban en las enormes ballestas. Habían apilado rocas bajo la parte delantera de las máquinas para elevar el fuego, y una corriente incesante de carros rápidos acudía desde el tren de intendencia con nuevos proyectiles para alimentarlas.
Un correo se acercó al galope, con el rostro convertido en una máscara de polvo. Tuvo que escupir y limpiarse la boca antes de poder hablar.
—Mi rey, el mariscal Teresian me envía a decirte que está sufriendo un fuerte ataque en la izquierda. Está resistiendo, pero el enemigo trata de flanquearle.
—Ve a buscar a Druze. Dile que envíe una mora en ayuda de Teresian. ¿Cómo te llamas?
—Deiros, mi rey.
—Deiros, di al mariscal Teresian que defienda la orilla. No puede abandonar esa posición. ¿Está claro?
—Sí, mi rey.
—Me llamo Corvus, muchacho. Ahora, vete.
El joven partió al galope, con los ojos iluminados como si hubiera recibido una especie de honor. Ardashir soltó una risita.
—¿Ahora les llamas «muchacho»?
—Me siento lo bastante viejo para ser el padre de algunos.
—¿Cuándo quieres que avance?
Corvus sonrió, y al instante los años desaparecieron de su expresión.
—Cuando me reúna con vosotros, Ardashir. ¿Crees que permitiría que los Compañeros fueran a la batalla sin mí?
Ardashir recogió las riendas.
—Hermano, recuerda una cosa: si tú caes, caemos todos.
—¿Dónde está tu fe, Ardashir? Si el viejo Rictus puede luchar en primera línea, yo también.
—¿Lo sabías?
—Siempre lo sé.
A lo largo de varios pasangs sobre la meseta de Gaugamesh se extendía una masa informe de hombres que combatían. La delgada línea de macht había recibido una sucesión de golpes terribles cuando las fuerzas imperiales se les acercaron, formación tras formación, y se les echaron encima. Si hubieran coordinado sus ataques, la línea de Corvus se habría roto, destrozada por el peso de los números. Pero los reclutas del Imperio se lanzaban a la batalla en cuanto abandonaban la línea de marcha, y uno tras otro sus ataques eran detenidos por la terca profesionalidad de los lanceros macht.
En la izquierda se combatía a lo largo de las orillas del lecho del río seco. Las morai de Teresian golpeaban las abigarradas hileras de kufr que pugnaban por ascender por las resbaladizas orillas azotadas por el sol. En aquel flanco, algún ingenioso comandante kufr había enviado a un grupo de reclutas frescos al norte, con la intención de flanquear su posición, pero justo cuando parecían a punto de conseguirlo, Druze y mil de sus igranianos chocaron contra ellos, blandiendo las drepanas con un efecto terrible y emitiendo el agudo grito de guerra de sus colinas natales. La formación se rompió y fue obligada a retroceder.
Eran granjeros y comerciantes del Imperio Medio. Habían marchado durante semanas, aprendiendo a comportarse como un ejército, confiados en sus propios números y en la autoridad de los kefren de casta alta que les dirigían. Pero no habían contado con la confusión terrible y sangrienta de la batalla. Nunca habían visto lo que podía hacer el golpe de una drepana sobre el cuerpo de un hombre cuando la blandía un enemigo con años de experiencia en el combate y habituado al caótico salvajismo de la guerra. Vieron a sus amigos y vecinos convertidos en ruinas de carne temblorosa a su alrededor, y se retiraron en desorden.
Druze se reunió con Teresian en la retaguardia de la línea. Seis mil macht resistían allí, y el lecho del río a sus pies estaba cubierto de cadáveres, de modo que los kufr trepaban por encima de sus propios caídos para llegar hasta las lanzas. El polvo lo cubría todo, y el rugido de la batalla no se parecía a nada que ni siquiera los veteranos hubieran experimentado antes.
Druze se acercó para poder ser oído, con su cabeza oscura cerca de la del rubio Teresian.
—Tu izquierda está asegurada por el momento, pero volverán a intentarlo —gritó—. Son demasiados. Pronto rodearan ese flanco. Te dejaré a mi mora, pero tengo que volver con Corvus. Me necesita en el centro.
—Necesito más hombres tuyos, Druze —dijo Teresian al igraniano—. O caballería. No hay nada detrás de mí. Si me flanquean, toda la línea se hundirá.
—Resiste en la izquierda, pero no abandones la orilla del río.
Teresian asintió, muy serio.
—Di a Corvus que, si le queda algún truco, será mejor que lo veamos pronto.
Druze le apretó el antebrazo en el saludo del guerrero.
—Hace calor, hermano.
—Y tenemos mucha sed. Necesitamos agua; mis hombres están secos.
—Veré que puedo hacer. ¿Quieres que te lave la cara y te acueste, o prefieres jugar un rato?
—Que te jodan, negro igraniano chupapollas.
Se sonrieron, y Druze echó a correr para regresar al centro de las líneas macht.
En el centro, los golpes eran rápidos y duros. El primer ataque había sido rechazado en cuestión de minutos, pero había sido seguido casi al instante por un segundo y un tercero. Parecía haber una procesión interminable de formaciones enemigas avanzando para chocar contra las hileras de los Cabezas de Perro. Los macht se mantuvieron firmes y resistieron todos los ataques, hasta que tuvieron que retroceder varios pasos para apartarse del suelo cubierto de cadáveres. Luego volvieron a formar, y observaron otra línea de kufr que surgían del polvo gritando para caerles encima.
Aquel no era un combate de falanges, no era el othismos tal como los macht lo entendían. Los kufr corrían hasta la línea de escudos y la golpeaban con hachas y espadas cortas, mientras los afilados aichme de los lanceros lanzaban estocadas rápidas y económicas para lisiar y matar a los hombres. Los coseletes de cuero de la infantería eran una protección muy escasa contra una lanza macht, y muchos enemigos ni siquiera llevaban yelmos. Corrían hasta la línea, la golpeaban y morían. Algunos tenían suerte, chocaban contra hombres fatigados o ya heridos y veían cómo sus armas daban en el blanco, pero la mayor parte morían sin conseguir nada más que fatigar aún más a los hombres de la línea de escudos o romper algunas puntas de lanza. O derribar a unos cuantos aquí y allá y crear una abertura que se cerraba momentos después.
Podía ser un sistema extravagante, pero que ganaba efectividad poco a poco. Los Cabezas de Perro empezaban a desgastarse, muriendo lentamente. Y todos ellos eran conscientes de que los honai del gran rey seguían allí delante de ellos, aguardando en el anonimato del polvo.
—Podría estar atacando en todas partes, pero se reserva su verdadera jugada para nosotros —dijo Rictus a Fornyx. Jadeaban, con espuma blanca en torno a las bocas y apoyados en las lanzas. Se había producido un alto momentáneo en el combate, pero podían oír los gritos de los oficiales kefren en la nube ocre frente a ellos, y sabían que no duraría mucho.
—Entonces me gustaría que empezara ya —dijo Fornyx—. Me iría bien tumbarme un rato.
—Enviará a los honai cuando esté listo, y tratará de rompernos. Si lo consigue, tendrá el paso libre hasta la intendencia de detrás.
Fornyx miró a Rictus a los ojos.
—Lo estamos haciendo bien. ¿De veras crees que sus honai pueden acabar con nosotros, Rictus? ¿Con nosotros?
—Son diez mil, Fornyx, y luchan como nosotros, escudo contra escudo. Llevamos peleando toda la mañana, mientras ellos están apoyados en las lanzas. Sólo porque Parmenios haya atravesado a unos cuantos no hay que pensar que no estén dispuestos a atacar. No; los tendremos encima pronto. Hemos de estar listos para ello.
—Deberíamos avisar a Corvus.
—Puedes estar seguro de que ya lo sabe. El chico no es estúpido; nos puso aquí por un motivo.
—Nos puso aquí para morir, me parece.
—Nos puso aquí para resistir, y morir. Para que le diéramos tiempo de obrar su magia en otra parte. Por eso me quería fuera de la línea en esta ocasión.
—El pequeño cabrón —dijo Fornyx—. Debí pensarlo. ¿Te acuerdas de Machran, Rictus? Hizo lo mismo.
—Porque somos los mejores hombres que tiene.
—Jefe, ahí vienen otra vez —gritó el hombre junto a Rictus.
—¡Preparados! —gritó Rictus, y las palabras le agrietaron la reseca garganta—. Escudos arriba, lanzas abajo…
Y todo empezó de nuevo.
La tarde avanzaba. A lo largo de la línea de batalla, las tropas del gran rey eran enviadas inexorablemente a la trituradora de carne. Además de atacar constantemente en todos los frentes, las fuerzas imperiales seguían llegando del este en una corriente interminable, formando en línea de batalla y avanzando a continuación. A veces las nuevas formaciones eran perturbadas y desordenadas por los restos en retirada de las tropas que huían de las lanzas de delante, pero avanzaban de todos modos. En aquel aspecto, el polvo era una bendición para los oficiales kefren. Los hombres iban a la batalla a ciegas, sin poder ver la verdadera magnitud de la carnicería que les aguardaba. No empezaban a darse cuenta de ello hasta que empezaban a pisotear a sus propios muertos, y para entonces era demasiado tarde.
El olor a sangre se elevó en el aire, y el hedor a sudor, orina y excremento. La batalla estrujaba a los hombres y se lo quitaba todo, además de sus vidas. Las moscas ya habían formado nubes negras sobre los cadáveres, y los combatientes notaban los insectos carroñeros zumbando en tomo a sus bocas y ojos mientras luchaban, un tormento más en un mundo lleno de ellos.
Kouros se golpeó la cara con la mano sana como si aquello pudiera librarle del olor. Llevaba perfume en el komis, y se cubrió la boca con la fina tela, tratando de respirar. Tratando de no respirar. Las cosas no eran como había esperado.
Había estado en batallas otras veces, pero sus experiencias anteriores no eran nada comparadas con aquello. Había participado en combates rudos y rápidos contra grupos de esclavos fugitivos, asaltadores de caminos y rebeldes confundidos, pero aquellas escaramuzas se habían parecido más a una cacería que a la verdadera guerra. Nunca en su vida había visto a hombres mantenerse firmes y luchar como lo hacían los macht, destruyendo legiones de reclutas, sembrando el terreno de cadáveres y luego formando de nuevo, listos para más.
—¿Qué son? —preguntó en voz alta—. ¿Qué tipo de seres pueden ser, para resistir de ese modo?
Fue su padre quien le respondió.
—En Kunaksa, matamos a sus líderes y nos apoderamos de su intendencia. Los teníamos derrotados y les superábamos en una proporción de cinco o seis a uno. Pero atacaron de todos modos, e hicieron huir a todo mi ejército. Estaban sedientos, exhaustos y medio muertos, todavía puedo verlo, y seguían avanzando colina abajo. Aquel día nos derrotaron porque pensaban que ya eran hombres muertos. Sólo los macht luchan así. Como animales acorralados, desprovistos de razón. Por eso son tan peligrosos.
Kouros miró hacia la batalla. El polvo iba y venía en nubes ondulantes. Captó destellos de las líneas de combatientes ante ellos, un enorme río de muerte. No podía imaginar lo que debía ser estar allí, frente a las puntas de lanza. Tenía que parecerse al mismo infierno.
—Mi señor, hemos recibido noticias de los arakosanos de la izquierda. —Era Marok, el segundo de Dyarnes. Un kefren alto y moreno, como una versión más delgada de Kouros. Era un hombre aficionado a las mujeres y los caballos, y que tenía más de ambas cosas gracias a la generosidad del heredero del rey. Miró a Kouros y sacudió la cabeza en una media inclinación—. Los macht han empezado a disparar sus grandes flechas de nuevo hacia la caballería. Los arakosanos están sufriendo bajas. Su arconte, Lorka, te pide permiso para avanzar.
Ashurnan levantó una mano, y Marok quedó en silencio y se inclinó profundamente. El gran rey miraba atentamente al oeste, tratando de penetrar la cortina de polvo.
Por fin se abrió un momento. Otro ataque había sido rechazado; cientos de figuras huían aterradas de la línea macht. Pero aquella línea no era tan pulcra como antes. Se doblaba e inclinaba aquí y allí, y se veían aberturas en ella mientras el enemigo retiraba a sus heridos y traía a hombres de la retaguardia para cerrar las brechas de delante. Las hileras de hombres vestidos de rojo no parecían tan gruesas como antes.
Ashurnan levantó la vista hacia el cielo. Se sintió seguro.
El sol estaba todavía alto, pero empezaba a descender. Pronto lo tendría ante los ojos.
—Mensajeros —espetó. Al instante, media docena de kefren montados acudieron junto al carro de guerra, con sus monturas pateando y resoplando debajo de ellos—. Id en busca de Lorka y los arakosanos. Decidles que avancen de inmediato. Tienen que atacar el ala derecha de los macht y dar la vuelta por detrás de ellos. Enviaré a más reclutas para apoyarles.
Dos mensajeros dieron la vuelta a los caballos y partieron como si compitieran uno contra otro.
—Marok —dijo el gran rey—. Ve con Dyarnes. Dile que tome a los honai. Quiero que asalte el centro y lo rompa. Le apoyaré con todo lo que pueda enviarle. Quiero que divida la línea enemiga y siga adelante, hasta el tren de intendencia si puede. ¿Está claro?
Marok parpadeó. Su rostro perdió algo de color. Se inclinó.
—Sí, gran rey.
—Y, Marok, ordena a Dyarnes que no corra riesgos. Quiero que se quede en la retaguardia del asalto principal. —El gran rey sonrió—. Tú, Marok, dirigirás personalmente el ataque.
Marok dirigió una rápida mirada a Kouros, y luego volvió a mirar al rey. Se inclinó.
—Será un honor para mí, señor.
—Rompe la línea macht, Marok. Demuéstrame tu lealtad.
Marok se volvió y se dirigió lentamente hacia las líneas de los honai mientras se ponía el yelmo.
—Un buen hombre —dijo Ashurnan—. Ambicioso. —Miró a Kouros y esbozó una sonrisa de cimitarra—. Uno de los favoritos de tu madre, según creo.
Dos enormes masas de tropas empezaron a ponerse en movimiento.A la izquierda, la caballería arakosana pasó al trote, ocho mil jinetes pesados en varias columnas. Sus filas eran irregulares y desordenadas, pues los proyectiles de Parmenios seguían cayendo del aire, y pocos podían fallar contra un blanco tan denso. Había decenas de caballos en el suelo, pateando mientras morían, y los arakosanos estaban furiosos por los chillidos de sus hermosos niseios. Cuando se dio la orden de avance, se lanzaron hacia adelante con ímpetu, una enorme marea de carne, hueso, bronce y hierro. Cubrían la tierra a lo largo de dos pasangs y, antes de que los ocultara el polvo de su propio avance, desde lejos parecían una avalancha de piedras de lapislázuli, tan brillante era su armadura azul. El trueno ahogado de su carga resonó por el campo de batalla como la furia de un dios de la tierra.
Los honai lo oyeron al empuñar sus lanzas y empezar a avanzar al son de cuernos y largas flautas. Diez mil kefren altos cubiertos de bronce pulido. Su armadura también reflejaba el sol, y parecía que una hueste de estatuas centelleantes hubiera cobrado vida para avanzar por el campo de batalla. Los reclutas que se movían junto a ellos emitieron un gran vítor, que fue coreado a lo largo de las líneas imperiales hasta que cien mil voces se encontraron gritando juntas en un instante de pura exultación. El ánimo del campo de batalla cambió. Los fatigados macht levantaron las cabezas en un momento de fría duda, y los reclutas de refresco que seguían llegando desde el este oyeron el sonido y cobraron nuevos ánimos, seguros de que acababan de oír el sonido de la victoria avanzando hacia ellos desde el polvo.
—Dame algo de beber, ¿quieres, Rictus? Tengo la lengua como un trozo de madera.
Rictus apoyó la frente en la lanza. Trató de escupir, pero no le salió nada.
—Se la he dado a Kesiro cuando le han herido. No queda nada.
—Maldita sea. Moriré sediento.
—Igual que todos, hermano.
—Mírales. Alguien en este país les ha adiestrado bien.
Contemplaron el avance de las filas de honai, que marchaban a un compás perfecto al ritmo de las flautas, un tono agudo y sobrenatural.
Los Cabezas de Perro estaban rodeados por montones de muertos, enemigos y propios. Habían adelgazado la línea para mantenerse conectados con los reclutas de Demetrius por la derecha y los veteranos de Teresian por la izquierda. Sus filas eran de cuatro hombres de profundidad, la mitad de su formación habitual. Tras ellos, los heridos yacían en una alfombra de humanidad destrozada y sufriente pintada de negro por las moscas. Las carretas no podían cargarlos lo bastante rápido para trasladarlos al tren de intendencia.
Tras los heridos había unos cuantos ingenieros de Parmenios, manejando las ballestas y con aspecto claramente nervioso. Detrás no había nada más que llanura vacía hasta el grupo de carretas que contenía todas las provisiones del ejército, a unos dos pasangs de la retaguardia.
—Somos un poco escasos —dijo Rictus suavemente. Nunca se había sentido tan exhausto en su vida. La furia de la batalla sólo le había infligido unos cuantos golpes y rasguños hasta el momento, pero se sentía cansado hasta los huesos.
«Soy demasiado viejo», pensó. «Corvus tenía razón».
Y, sin embargo, al levantar la cabeza y mirar a los honai que avanzaban hacia él, marchando al son de las flautas, algo en su interior dio un vuelco.
«Estoy hecho para esto, como la punta de una lanza».
Una sensación que era casi de felicidad.
—No me gusta demasiado su música —dijo en voz alta. Y luego, aún más fuerte—: ¿Qué os parece si interpretamos la nuestra, hermanos?
Media docena de hombres le oyeron, y empezaron al instante el cántico lento y melancólico del Peán, el himno de muerte de los macht. Recorrió la línea como humo en el viento, y se elevó cada vez más, luchando contra el agudo silbido de las flautas que se acercaban.
Miles de hombres se le unieron, no sólo los Cabezas de Perro, sino también las morai a derecha e izquierda de la línea. Partió del ejército macht como el murmullo de una tormenta, y creció. Los hombres se irguieron junto a sus lanzas, levantaron las cabezas de detrás de los escudos y cantaron, hasta que la canción fue el sonido más fuerte en aquella llanura enorme y torturada, y su sonido resonó claramente a través de aquel espacio de muerte, incluso hasta los oídos del propio gran rey.
—¡Cerrad escudos! ¡Bajad lanzas! —sonaron las órdenes, pero el cántico continuaba, ahogando las flautas y cuernos de los kufr.
Los honai emitieron un gran rugido colectivo y apretaron el paso.
Los macht seguían cantando cuando los guerreros del gran rey chocaron contra su línea.