15

Muchos enemigos

Kurun abrió los ojos. No sabía dónde se encontraba. Estaba tumbado de espaldas, y sobre su cabeza había una oscuridad que se movía, crecía y se hinchaba. Era como estar en un útero azotado por el viento.

Luz de lámpara. El resplandor de un pabilo que temblaba en un plato de arcilla. Aquello, al menos, le era familiar.

Y el dolor. No era urgente, sino un simple ruido de fondo. Le pareció recordar que había sufrido cosas mucho peores.

Volvió la cabeza y vio a Roshana a su lado. Estaba sentada en una silla de sauce, con la cabeza apoyada en la cama de Kurun, junto a su brazo. Él levantó la cabeza y le acarició el cabello, un terciopelo puntiagudo por el que era un placer deslizar los dedos.

Estaba vivo.

No podía recordar ninguna cadena racional de acontecimientos que le hubiera conducido a aquella situación, pero en aquel momento no le importaba. Bastaba con que él y Roshana estuvieran vivos y él pudiera acariciarle el cabello con los dedos. Era más que suficiente.

Ella abrió los ojos. No movió ninguna otra parte de su cuerpo, y consintió que él le acariciara el cabello mientras se miraban fijamente.

«Te quiero», pensó Kurun. Sonrió.

Ella le tomó una mano y sus dedos se entrelazaron, los de él pardos, fuertes y encallecidos y los de ella delgados, suaves y con venas azules.

—Rakhsar ha muerto —dijo Roshana suavemente. Y el instante se estropeó. Los recuerdos empezaron a acudir en series espantosas, y todo regresó a su mente.

—¿Ushau?

—Muerto. Sólo quedamos nosotros, Kurun.

Ella tenía los ojos inyectados en sangre, y Kurun vio que había un moratón en su sien, una mancha púrpura que se elevaba hasta su cabello. Trató de incorporarse instintivamente, pero un fuerte estallido de dolor en el costado le dejó con la boca abierta. Su cuerpo se cubrió de sudor. Apretó la mano de Roshana hasta que le pareció oír el crujido de sus delgados huesos.

Hubo un resplandor de luz que cegó a Kurun. Cuando abrió los ojos de nuevo, ya no estaban solos. Había otros dos hombres junto a la cama. Uno era kefren… o al menos parecía kefren. En sus rasgos había algo extraño que no encajaba fácilmente con ninguno de los tipos raciales que Kurun había conocido desde pequeño en el zigurat. Era menudo y delgado, pero en sus ojos había algo que desmentía su tamaño: una autoridad remarcable en alguien tan joven.

El otro era enorme, un tipo corpulento de anchos hombros, cabello gris y rostro cubierto de cicatrices. Era viejo, pero parecía capaz de derribar a un caballo de un puñetazo. No era kefren, ni hufsan.

—Macht —susurró Kurun—. Eres macht. —La sangre se le heló en las venas y se estremeció en la cama.

Roshana le acarició el rostro.

—No tengas miedo, Kurun. Ellos nos salvaron. Su cirujano te cosió la herida.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Kurun. Habló en asurio vulgar, tal era su terror.

El hombre menudo le replicó en buen kefren, el idioma de la corte.

—Estás en el campamento del rey Corvus de los macht. —Sonrió, y la severa postura de sus huesos pareció ablandarse—_ Sois mis invitados. No hay motivo para tener miedo.

El gran macht dijo algo en un idioma gutural que Kurun no pudo comprender. El pequeño kefren inclinó la cabeza como un pájaro para escuchar, y luego volvió a mirar a Kurun. Sacudió la cabeza.

—El cirujano dice que debes guardar cama durante tres días más, Kurun, y ha metido el cuchillo en tanta gente que es necesario respetar sus conocimientos. Roshana cuidará de ti, ha insistido en ello.

El joven kefren volvió a sonreír, mirando a Roshana, agachada junto a la cama. Tenía unos ojos muy hermosos. De joven debía haber sido atractivo como una chica. Pero ya quedaba poca hermosura en aquel rostro delgado.

Al mirar a Roshana, sus ojos eran aún los de un muchacho.

—Vendré a veros más tarde —dijo—. A la entrada de la tienda hay hombres que os darán todo lo que necesitéis; sólo tenéis que pedirlo.

—¿Son kefren? —preguntó Roshana, con aspecto de ciervo acorralado.

—Si. Son kefren, miembros de mis Compañeros. Podéis confiarles vuestras vidas, como hago yo mismo.

Salió de la tienda. El macht le siguió, pero se detuvo en la puerta y les miró de arriba abajo. Llevaba un quitón rojo y sus pies estaban calzados con pesadas sandalias con tachuelas y cubiertas de polvo pálido. También posó sus ojos sobre Roshana, pero no del mismo modo que el otro. Era como si la visión de su rostro le causara dolor. Luego se marchó.

Sólo llevaban un día y una noche en la tienda cuando apareció un grupo de macht y empezó a desmontarla a su alrededor. Roshana se había fabricado un komis con una manta vieja, y se cubrió la cara con él mientras les acosaba a preguntas. Ellos se limitaron a encogerse de hombros y sonreír, y los más descarados le guiñaron el ojo mientras ella se inclinaba sobre la cama de Kurun con aire protector. Los paneles de cuero de la estructura fueron desatados y enrollados a velocidad sorprendente, y luego los postes de fresno que la sostenían fueron retirados de los huecos y también desaparecieron.

Kurun se incorporó en la cama, ignorando el dolor, estupefacto ante lo que le reveló la desaparición de la tienda.

Estaban rodeados por un mar de hombres.

Hasta donde alcanzaba la vista, las laderas de las colinas estaban cubiertas de hombres en movimiento, caballos, mulas, carretas y carros. Por todas partes, las tiendas de color pardo similares a la de ellos eran desmontadas, como hongos que se derrumbaran sobre sí mismos. Y miles y miles de macht iban y venían, cargando vehículos, ensillando caballos, formando en líneas militares. Era media mañana, y sus actividades empezaron a levantar polvo del suelo, de tal modo que el inmenso escenario desaparecía minuto a minuto ante sus ojos.

Entonces la cama de Kurun fue levantada en el aire por cuatro corpulentos macht, vestidos con la armadura completa, a excepción de los yelmos. Un kefren alto estaba cerca de ellos, ladrando instrucciones en su áspero idioma.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Qué ocurre? —quiso saber Roshana, con algo de la princesa de palacio en su tono.

El kefren señaló con una mano.

—Nos movemos, señora. Os han asignado una carreta a ti y al muchacho. Te sugiero que montes en ella.

—Pero nos dijeron…

—El ejército está en marcha, muchacha, y no tenemos tiempo de discutir. Ahora sube a la carreta o tendré que cogerte en brazos y meterte dentro yo mismo. —Sonrió para suavizar sus palabras.

—Quiero ver a tu oficial. ¡Quiero ver al rey!

—El rey está ocupado, señora. ¿No sabes que hay una guerra?

La carreta estaba bien construida, y tirada por cuatro mulas. Había dos macht sentados delante, uno con una lanza y otro con un látigo, que conversaban sin cesar entre ellos mientras bebían de un odre de vino todavía cubierto de pelo y escupían por encima de los lomos de las mulas. El traqueteo de las ruedas de hierro, el bramido de las mulas y los relinchos de los caballos, los gritos de los hombres y el chasquear de los látigos. Y, por encima de todo ello, un ritmo creciente, un trueno cadencioso tan enorme que se sentía más en la carne que en los oídos.

Decenas de miles de pies en marcha, pisoteando la tierra del Imperio Medio en filas e hileras, en grupos de centones y morai.

El ejército macht estaba en marcha.

Durante el resto del día, la carreta traqueteó interminablemente. Se concedió a las mulas un breve descanso para beber de cubos de agua que pasaron de mano en mano por toda la hilera, y luego emprendieron de nuevo la marcha, espoleados por voces invisibles entre el polvo, hombres que sudaban y tosían, el olor acre cuando hacían sus necesidades en marcha, y el hedor creciente de su sudor, que ni siquiera el polvo podía ahogar. El verano llegaba a su plenitud en las tierras bajas de Pleninash, y el fértil terreno verde se estaba convirtiendo en un surco de polvo tras el paso del ejército. El calor creció bajo el toldo de lona de la carreta, hasta que se les adhirió a las gargantas como la sed. Se terminaron toda el agua a primera hora de la tarde de aquel día, y uno de los carreteros tuvo que correr hasta el otro extremo de la columna para conseguir más, profiriendo entretanto inconfundibles blasfemias en su idioma.

Kurun estaba sentado sobre la cama, apoyado en Roshana. La estructura traqueteaba sobre el techo de madera de la carreta mientras avanzaban. Estaba desnudo, a excepción del vendaje amarillo atado en torno a sus costillas, pero ya no sentía vergüenza delante de ella, y el sudor de ambos se mezclaba a través de la túnica de lino que los macht habían dado a la muchacha para vestirse. Sus pezones oscuros asomaban bajo el desgastado tejido. Tales cosas ya no parecían importantes: todos sus sentidos estaban aturdidos y apagados por el inmenso éxodo que les había absorbido.

Finalmente se durmieron, apoyados el uno en el otro, zarandeados en la estrecha cama como dados en una caja. Se habían acostumbrado al movimiento de la carreta hasta tal punto que sólo despertaron cuando se detuvo. El mundo se había vuelto azul oscuro a su alrededor, y el frescor descendió sobre él con la llegada del crepúsculo. Se oían muchas voces en el exterior, y el resplandor de una hoguera se filtraba a través del toldo de lona.

Tenían los cuerpos empapados de sudor y cubiertos de polvo. La herida de Kurun latía dolorosamente, pero parecía menos profunda que antes. Podía moverse de modo lento y rígido. Roshana le ayudó a ponerse un quitón de lana, y descendieron de la carreta con tanto cuidado como si fueran muy ancianos.

Varios pares de ojos en torno al fuego les observaron, y alguien les arrojó un odre lleno. Era agua, no el vino con olor a rancio que bebían los macht, y lo compartieron trago por trago. Kurun bebió hasta que le pareció que los puntos de sutura iban a romperse.

Les hicieron un lugar en tomo al fuego, y se sentaron allí entre conversaciones que no podían entender, contemplando las llamas y mirándose. Se cogieron de las manos, necesitados de un contacto familiar.

Uno de los hombres rebuscó en un enorme saco de cuero, sacó dos cuencos de madera y se los pasó, junto con dos palos aplanados que podían considerarse cucharas. Luego les dijo algo y señaló una hoguera más grande a poca distancia en la creciente oscuridad. Hizo el gesto de comer.

—Están cocinando —dijo Roshana—. Puedo olerlo. Nos está diciendo que vayamos a comer.

—No tengo hambre —mintió Kurun. No se sentía capaz de andar hasta la hoguera.

—Entonces iré yo. —Roshana recogió los cuencos con un chasquido y se levantó mientras los macht en torno al fuego la observaban. Vaciló un instante bajo aquellas miradas duras e inquisitivas, y luego se alejó.

Había un caldero enorme, tan grande que hubiera podido sentarse en su interior con la tapa sobre su cabeza. En su interior había una masa humeante cuyo olor era más apetitoso que su aspecto. Los macht estaban reunidos en torno a él en hileras, como si el caldero fuera el escenario de un anfiteatro. Un hombre agitaba su contenido. Relucía de sudor, tenía la cabeza afeitada y llena de cicatrices, y cuando sonrió, Roshana vio que sus dientes estaban adornados con hilo de plata.

Se acercó, tan fuera de lugar como un cordero en la madriguera de un lobo, y tendió los dos cuencos que le habían dado.

Se hizo el silencio en torno al caldero. El hombre de los dientes plateados le sonrió, y vertió un poco de lo que fuera en los cuencos. Se los tendió, y cuando ella alargó la mano los retiró de nuevo, haciendo una mueca. Risas en tomo a la hoguera.

Algunos se levantaron. Estaban detrás de ella. Roshana se quedó clavada en el sitio. Sintió que una mano le tocaba la nalga y la apretaba. Otra ascendió por su muslo desnudo. Se estremeció y gritó.

Y fue empujada a un lado. Una figura enorme entró en el círculo de luz, y uno de los hombres detrás de ella fue agarrado por la nuca y arrojado a un lado como un cachorro errante. El recién llegado movió el brazo y Roshana oyó el impacto de hueso contra hueso. Otro de sus torturadores cayó agarrándose la cara. El cocinero de dientes plateados entregó rápidamente los cuencos a Roshana. Ella derramó la mitad del contenido a causa del temblor de sus manos.

Era el anciano macht, el hombre alto que había estado en la tienda. Sus ojos centelleaban como astillas de cristal gris. Ladró unas cuantas órdenes que sonaron como maldiciones, y los hombres en tomo al caldero empezaron a dispersarse al instante. Los hombres se ponían en pie con una rapidez que revelaba el miedo. Luego apoyó una mano en el hombro de Roshana y la acompañó.

Se reunieron con Kurun en la carreta. El anciano macht alargó una mano con facilidad y agarró a uno de los carreteros por la garganta, poniéndole en pie. Le apretó como si pretendiera estrangularlo, y el tipo empezó a balbucir excusas y disculpas cuyo significado era claro en cualquier idioma. El corpulento macht lo dejó caer como un terrier con una rata muerta. Dirigió una inclinación de cabeza a Roshana y Kurun y se perdió en la oscuridad andando a grandes zancadas.

Se quedaron sentados con los cuencos en el regazo, la comida casi olvidada.

—¿Quién es? —preguntó Kurun.

Fue el carretero quien respondió. Frotándose la garganta con aire melancólico, le señaló con el pulgar.

—Rictus —dijo con un graznido.

El silencio no se hizo en el campamento en ningún momento aquella noche. Hacía tanto calor en la carreta que Kurun y Roshana se tumbaron sobre la hierba pisoteada bajo el vehículo, con una sola manta entre ellos. Tardaron mucho en dormirse. Escuchaban y observaban como espectadores que hubieran llegado tarde al teatro, tratando de encontrar un sentido a todo aquello. Podían oír columnas de hombres marchando en la noche, y caballería. Las estrellas quedaban amortiguadas por las miríadas de hogueras. La noche hervía de movimiento.

—Hay tantos… —susurró Kurun—. No sabía que fueran tantos. Y hay kefren luchando a su lado.

—El gran rey tiene más, cien veces más —le dijo Roshana.

—No son como éstos. Los macht me asustan, incluso más que los honai.

—Eso es porque son extraños, Kurun. Los macht no son de este mundo. Son una maldición de Mot, enviados para castigamos.

—Pero nos han salvado.

—Son animales, todos ellos. —Roshana inclinó la cabeza y se echó a llorar en silencio, y cuando Kurun le apoyó una mano en el hombro la apartó de una sacudida—. Debí quedarme. Obligué a Rakhsar a llevarme con él. Debí quedarme. Entonces él hubiera escapado, Kurun. Estaría lejos, y libre, pero ahora está muerto. Mi hermano está muerto.

Finalmente permitió que Kurun la tomara en brazos, y él la sostuvo, acunándola como a una niña, hasta que sus lágrimas se secaron y se durmió. Él continuó abrazándola durante horas, sintiendo que la sangre asomaba por la línea de sus puntos de sutura, pero soportando el dolor, resistiendo como había resistido tantas cosas en su corta vida.

Y comprendió que, dijeran lo que dijeran los filósofos, era posible sentir desesperación y esperanza al mismo tiempo.

El gran campamento hervía, inquieto como una tumba abierta. Formaciones de infantería de miles de hombres abandonaban las filas iluminadas por las hogueras para adentrarse en el terreno abierto, donde aguardaban más hombres con estandartes en la oscuridad, para mostrarles dónde situarse y plantar sus lanzas. El ejército macht se desplegaba en la oscuridad para recibir la luz del amanecer con sus filas totalmente formadas, como un ejército mítico surgido de la misma tierra.

A varios pasangs al este, había un resplandor en el cielo que eclipsaba el de su propio campamento. La luz de diez mil hogueras, esparcidas sobre una vasta alfombra a través de la tierra dormida.

El ejército del gran rey.