Los jinetes del alba
Amanecía, y en el cielo oriental había aparecido una luz rosada que no iluminaba nada por el momento pero que había desencadenado un estallido de cantos de pájaros en los arbustos y árboles. Una mañana de verano, que anunciaba un día cálido y sin nubes. Habían llegado los días más largos del año.
La noche había durado lo suficiente. Rakhsar gruñó cuando uno de los rezagados de Kouros apareció en su camino, casi tan sobresaltado como él. La cimitarra se movió e hizo su trabajo (Rakhsar apenas pensó mientras lo hacia) y el hufsan emitió un fuerte grito, como si se hubiera golpeado el dedo del pie, y luego se deslizó al suelo, no muerto, pero si inutilizado, retorciéndose en su propio mundo agónico. Rakhsar siguió corriendo. No quedaba un solo destello de metal en la hoja de la cimitarra; estaba cubierta de negro coagulado hasta la empuñadura.
Las paredes de la casa eran casi del mismo color que el amanecer, y su tono decrecía a medida que aumentaba la luz. Nadie más se interpuso en el camino de Rakhsar, y él aminoró la marcha, recuperando el aire en sus pulmones. Sus brazos y piernas temblaban por la fatiga y la reacción tras la violencia de la noche.
Caballos muertos, un espacio abierto con muchos hombres, otros inclinados sobre sus heridas. Había uno a cuatro patas, bebiendo de un charco como un perro.
Roshana también estaba de rodillas, desnuda, con un hilo de sangre a un lado de la cara. Tenía los brazos atados a la espalda, y un collar de cuero en la garganta. Kouros sostenía la correa. Tiró de ella con fuerza al acercarse Rakhsar, y los hombres armados abrieron paso a su hermano. La cabeza de Roshana se inclinó hacia atrás. Sus ojos ya no podían llorar. Miró un momento a Rakhsar, y luego volvió a bajar la vista, apartándose y encogiéndose como si pudiera ocultar su desnudez.
Un corazón negro empezó a latir en la cabeza de Rakhsar. Por un momento, se sintió casi mareado por su propio odio. Parpadeó, tratando de esbozar su mueca característica, pero descubrió que no podía. Su rostro parecía descarnado como una herida abierta al mirar a Kouros y su hermana, y a su alrededor los hombres formaron un círculo, sopesando con cuidado las armas que llevaban, observando la negra cimitarra de Rakhsar como si fuera un objeto animado.
—Tenía un cabello tan hermoso… —dijo Kouros—. Es una verdadera pena verla rapada como una convicta. Pero le irá bien para lo que le tengo preparado. —Volvió a tirar de la correa. Roshana se atragantó, pero no dijo nada, ni levantó la cabeza. Estaba arrodillada en un charco, y tenía los muslos tan pálidos que casi parecían azules. Empezó a tiritar.
—Tú y yo tenemos muchas cosas que enterrar aquí, Kouros —dijo Rakhsar con voz tranquila—. Has vencido, y yo moriré. Serás rey, y yo ni siquiera seré una nota a pie de página en los libros de historia. Pero ahora te pido que tengas piedad. No conmigo; con Roshana. Ella nunca te hizo ningún daño. No merece esto.
Kouros lo pensó. No parecía un hombre al borde del triunfo. Había estado llorando, y en sus ojos había una expresión de desamparo pese a la mueca salvaje que parecía fija en su boca.
—Barka. Tráelo aquí.
El maestro de armas llevaba un cadáver al hombro, envuelto en una capa de viaje. Lo dejó en el suelo, y Kouros se arrodilló y apartó los pliegues para revelar un rostro ancho y exangüe algo parecido al suyo, pero con más sangre hufsan. Roshana trató de apartarse del cadáver, pero él la agarró por su esbelto brazo y la obligó a acercarse. Rakhsar avanzó impulsivamente, y de inmediato el círculo de soldados se estrechó y las espadas se alzaron como cabezas de sabuesos al captar un nuevo rastro. Rakhsar quedó inmóvil.
—Mira a mi hermano —dijo Kouros en tono destrozado. Apartó más la capa para revelar el muñón del brazo—. Mi madre le cortó la mano para marcarlo. Y tú le has matado, Rakhsar. —Acarició el rostro muerto—. Habría ido al infierno por mí, si se lo hubiera pedido. —Kouros se incorporó—. Suelta la espada.
Rakhsar se mantuvo firme.
—¿Crees que me rendiré tan fácilmente?
—Suelta la espada, o abriremos las bonitas piernas de tu hermana y haré que mis hombres la violen uno tras otro delante de ti. —La expresión de desamparo había desaparecido, incluso el odio. Los ojos de Kouros estaban fríos como la pizarra, sin rastro de emoción.
—Kouros…
En la distancia, cada vez más fuerte, el sonido de cascos de caballo empezó a vibrar en el aire, cada vez más cerca. Muchos caballos.
—Creo que nuestro padre nos está buscando —dijo Kouros. Y de nuevo—: Suelta la espada.
Rakhsar miró al círculo de hombres que le rodeaban, y luego a su hermana. Estaba muy pálida, con agujeros negros en lugar de ojos.
—Dame tu palabra de que no le harás daño.
—No te daré nada. Suelta la espada.
Otro segundo tembloroso. Kouros hizo un gesto impaciente con una mano, sin mirar atrás, y un grupo de hombres se concentraron en torno a Roshana. La arrojaron de espaldas sobre el suelo mojado.
Dos de ellos le agarraron los tobillos. Ella chilló y se retorció.
—¡Rakhsar! ¡Lucha con ellos! ¡Lucha con ellos! —gritó.
Rakhsar soltó la espada.
Kouros sonrió levemente y levantó la mano. Los hombres se detuvieron. Roshana quedó inmóvil en sus brazos. Era como si estuvieran maltratando la obra maestra de mármol de un escultor.
—Atadle los brazos —dijo Kouros, y sus hombres se acercaron a Rakhsar, dos por cada lado. Le inmovilizaron. Kouros se acercó a él, sacando de su cinturón un simple cuchillo de cocina.
—No es tan bueno como el que te regaló nuestro padre, pero el hierro es hierro, Rakhsar.
—Menudo rey vas a ser, Kouros —dijo lentamente Rakhsar, con una última mueca desafiante.
Kouros se le acercó más, apoyó una mano en el hombro de su hermano y le miró a los ojos.
—Esto es por mi verdadero hermano —susurró—. Tal como le he prometido.
Y hundió el cuchillo en el vientre de Rakhsar.
Lo retorció mientras oía el grito de Roshana detrás de él. Los pies de Rakhsar cedieron. Se retorció, apretando los dientes por el dolor. Apenas emitió un sonido.
—Soltadlo —dijo Kouros a sus hombres, y Rakhsar se derrumbó en el barro a sus pies. Entonces gimió, y un delgado hilo de sangre le brotó de la boca.
Kouros contempló sus esfuerzos por un momento, y observó la sangre del cuchillo como si se preguntara cómo había llegado hasta allí. Finalmente, Barka rompió el silencio.
—Mi señor, ¿qué hacemos con la dama?
Kouros se volvió. Había caballos trotando por el sendero. Los hombres de su padre habían llegado demasiado tarde. Se acercó al cadáver de Kuthra y volvió a cubrir el rostro del muerto.
—Los hombres pueden hacer lo que quieran con la dama. Cuando hayan terminado, que la maten. No quiero volver a verla nunca, viva o muerta.
—¡No! —gritó Roshana.
El amanecer había llegado ya a la casa, y los cantos de pájaros se habían convertido en un coro ensordecedor. Los jinetes pasaron al trote, y ocuparon el espacio abierto ante la casa. Montaban niseios, vestían armadura completa y llevaban lanzas. Había otros desplegándose por los campos. Todos eran kefren, y llevaban capas rojas. Llegaban cada vez más hombres, una procesión continua de jinetes y destellos de bronce y hierro.
Dos de ellos se detuvieron ante Kouros, y el más bajo de los dos se quitó el yelmo empenachado. Tenía los rasgos de un hufsan, pero más finos, y la tez pálida de las castas altas. Contempló la escena del patio, y su mirada se detuvo sobre Roshana, desnuda y sostenida por cuatro soldados. Algo en su rostro cambió, como si sus huesos se hubieran vuelto más pronunciados.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo con voz queda en kefren.
—Mi señor —dijo Barka. Se adelantó corriendo—. ¡Kouros!
—¿Quién es vuestro arconte, y quién os ha enviado? —preguntó Kouros—. Respóndeme.
—Soltad a esa mujer —dijo el jinete delgado. Y aunque las palabras se pronunciaron con suavidad, algo en el tono de su voz pareció ascender como un escalofrío por la espina dorsal de todos los hombres presentes.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Kouros, levantando la voz—. ¿Tienes la más remota idea?
El hombre le ignoró.
—¡Primera fila, lanzas, segunda fila, arcos!
Hubo un estrépito cuando los jinetes levantaron las lanzas de sus lugares en los estribos. Otros empezaron a descolgar de las sillas sus arcos y a acercar flechas a las cuerdas. Los hombres del patio, en un círculo irregular en torno a los cadáveres, se acercaron unos a otros y observaron la escena, algo desconcertados.
—¡Cómo te atreves! —gritó Kouros.
Pero Barka se había plantado delante de él, cubriéndole con su propio cuerpo.
—¿Quién eres? —preguntó al jefe de los jinetes.
El joven se inclinó en su silla, con los ojos centelleantes.
—Me llaman Corvus, y soy el rey de los macht.
Hubo un momento de silencio estupefacto. Se le quedaron mirando sin comprender. Corvus sonrió levemente, un pequeño movimiento de sus labios rígidos, nada más.
—¿Y quién eres tú?
Barka se lanzó contra Corvus con un rugido, con la espada levantada en la mano.
Dos flechas le golpearon antes de que hubiera recorrido seis pasos, haciendo que se tambaleara. Soltó la espada y se volvió hacia Kouros.
—¡Huye! —gritó. Una tercera flecha se le clavó en la garganta, derribándole, y cayó de espaldas, agarrando el asta con una mano como para mantenerla en su sitio.
Se desencadenó el caos. La caballería reaccionó, y los niseios casi se encabritaron cuando los jinetes los pusieron en movimiento. Las puntas de hierro de las lanzas se adelantaron, y la fuerza de los caballos cubiertos con armadura empezó a derribar hombres y pisotearlos cuando caían.
Kouros se volvió y echó a correr.
Una lanza le golpeó el hombro, perforándole el coselete y la carne de un solo golpe. Apenas lo notó. Saltó por encima del cuerpo de Kuthra, cayó a su lado sobre el barro, volvió a levantarse y siguió corriendo. Un muro de caballos negros le recibió.
Rodó bajo los cascos, se arrastró por el suelo como un escarabajo herido y se encontró bajo los caballos. Levantó la vista, vio el vientre de una de las grandes bestias sobre su cara, y trató de pasar entre sus patas traseras. El animal se dio cuenta y le pateó con fuerza. La herradura de hierro le golpeó en un costado, rompiéndole las costillas. Su respiración se convirtió en pura agonía, y el dolor le inundaba a cada movimiento de sus pulmones.
Pero consiguió levantarse y seguir corriendo. Vio una zanja cubierta de sombras y arbustos frente a él y se lanzó a ella de cabeza.
Cayó al agua, mientras el dolor de su hombro empezaba a aumentar, con el brazo aturdido e inútil. Se arrastró sobre el vientre por la zanja, atragantándose y escupiendo, medio ahogado. La mañana estaba llena de estruendo: ruidos de pelea, gritos de hombres y caballos, golpes de metal sobre metal. «Esto no puede ser», pensó.
Era todo lo que le cabía en la cabeza. «Esto no puede ser». La simple estupefacción le mantuvo en movimiento y le distrajo del dolor. Pero su cuerpo se debilitaba cada vez más. Envainó el cuchillo en la faja de su cintura. Era su única arma y no estaba dispuesto a perderla.
Al cabo de cien pasos, salió de la zanja y se ocultó bajo la sombra de un arbusto de tamarindo. Los espinos le punzaron cruelmente el rostro, y tuvo que cerrar los ojos mientras le desgarraban los parpados. Pero siguió adelante, mientras un gemido agudo se elevaba en su garganta, como el de un perro maltratado. No sabía en qué dirección huía, pero no se detuvo ni trató de pensar; su instinto era demasiado fuerte. Siguió adelante, luchando contra la agonía, sabiendo sólo que tenía que alejarse, alejarse de aquellos hombres a caballo y del ser que los dirigía.
El patio era un campo de batalla batido. El barro encharcado estaba cubierto de sangre y sembrado de cadáveres. Corvus desmontó y envainó la espada.
—Ardashir —gritó—. Haz volver a los hombres. No sabemos qué más puede haber en esta zona. Quiero retenes en un pasang a la redonda.
El alto kefren asintió y partió al trote, llamando a sus hombres. Se oyeron cuernos, parecidos a los empleados por los cazadores para reunir a sus sabuesos.
Corvus se arrodilló en el barro junto a un kefren de casta alta que aún vivía, y que se apretaba una herida en el vientre. Tenía los rasgos fuertes y hermosos, pero sus labios se habían vuelto azules. Su respiración brotaba en jadeos breves y agónicos.
—Eres Corvus —dijo, levantando la vista hacia su cara pálida. Y emitió un sonido que podía haber sido una carcajada.
—Soy Corvus.
—Salva a mi hermana. Es inocente.
Una mano abandonó la herida del vientre y agarró el brazo de Corvus.
—Salva a Roshana.
—La muchacha está a salvo —le tranquilizó Corvus—. Deja que te mire, amigo.
El puño regresó a la herida.
—Ya estoy muerto. Mi nombre era Rakhsar, y fui un príncipe del Imperio. Mi hermano Kouros…
Se estremeció y su cuerpo se agarrotó. Luego brotó de él un suspiro largo y lento, y bajó la cabeza. Sus finos rasgos se hundieron en el barro, y la tierra de Pleninash inundó sus ojos muertos.
Corvus se incorporó, frunciendo el ceño.
Ardashir se acercó al trote y desmontó.
—Un auténtico desastre, fuera lo que fuera.
—¿La mujer se encuentra bien?
—Algo malherida, pero sobrevivirá. Me preguntó qué habrá ocurrido aquí.
—Patrullad la zona, Ardashir. Quiero información. Nos llevaremos a cualquiera que siga con vida.
Un soldado se acercó al galope y detuvo su caballo entre un diluvio de barro.
—Mi rey, se acercan jinetes por el este, al menos una mora completa. Caballería pesada: llevan armadura esmaltada de azul, y montan niseios, como nosotros.
—Caballería arakosana —dijo Corvus—. El grueso del ejército debe de estar más cerca de lo que pensábamos. Es bueno saberlo. —Bajó la vista hacia el kefren muerto a sus pies—. Nos llevaremos también a este hombre, Ardashir. Vivo o muerto, me interesa.
Ardashir pidió ayuda a una hilera de jinetes cercanos. El cuerpo fue levantado del barro y colgado como un saco del lomo de un caballo.
A lomos de otro caballo, una muchacha kefren con la cabeza rapada lo observó, y dejó que las lágrimas trazaran líneas blancas sobre la suciedad que cubría su hermoso rostro.