13

El jardín en la noche

Habían encontrado la casa cerrada, descuidada pero no totalmente abandonada. Los jardines estaban cubiertos por una especie de hermosura andrajosa; rosales silvestres, enredaderas que cubrían una terraza exterior y la convertían en una pérgola sombreada. El huerto estaba lleno de frutos sin recoger, y había más a los pies de los árboles, manzanas, peras y pomelos roídos por los gusanos, como cráneos en descomposición sobre un campo de batalla olvidado.

Pero había agua en el pozo, y la llave que llevaba Rakhsar encajó en la cerradura, aunque se negó a girar. Finalmente, fue la fuerza bruta de Ushau la que abrió la puerta de golpe. Cuando entraron, unos cuantos gorriones volaron sobre sus cabezas, gritando locamente, y vieron barras de luz que atravesaban el tejado agujereado, creando brillantes formas de sol en torno a sus pies.

Justo tras la puerta había una hermosa fuente cubierta de mosaicos, seca como la arena. Tras ella, dos escaleras conducían a las alas exteriores de la casa, con los escalones cubiertos de hojas, mellados y rotos como la dentadura de un mendigo.

—Es bonito ver que han cuidado bien del sitio —dijo Rakhsar, avanzando junto a la fuente con la mano en la empuñadura de su espada.

—Pensaron que nunca lo veríamos —le dijo Roshana—. Se suponía que nunca vendríamos aquí.

—Tal vez no hubiéramos debido hacerlo. Pero quería echarle un vistazo. Es lo único que poseo, fuera del zigurat.

—Es hermoso —dijo Kurun, caminando con pies ligeros sobre las teselas rotas, girando como un bailarín y sonriendo—. Es como un lugar secreto. ¡Y los jardines!

Roshana sonrió. Rodeó al muchacho con un brazo y le acarició la nuca.

—Tal vez podríamos quedarnos un tiempo.

—Ushau, ve por la izquierda. Yo iré por la derecha —dijo Rakhsar—. Será mejor que examinemos todo el lugar. Roshana, cuando acabes de acariciar a nuestro pequeño eunuco, quiero que encuentres algún modo de encender una luz. Debería haber bodegas, y mataría a alguien por una copa de vino.

Se desperdigaron por la casa, explorando como niños. El lugar había sido abandonado a los elementos, y el rápido crecimiento de la vegetación en las fértiles llanuras casi lo había asfixiado. Había enredaderas en todas las ventanas, desplazando las persianas con sus tentáculos gruesos como la muñeca de una mujer, y algunos suelos de mosaico estaban prácticamente ocultos por espinos y malas hierbas, y los grupos de hongos gigantescos que crecían en los rincones húmedos. Los lagartos los observaban con cautela desde las paredes, y los gorriones continuaron revoloteando en torno a sus cabezas con aire de protesta, dejando caer bolas de barro y exponiéndose a la destrucción mientras trazaban giros acrobáticos en torno a las balaustradas y arcos rotos.

En la parte trasera de la casa encontraron las cocinas, enormes y en mejores condiciones. Había una chimenea lo bastante ancha para asar un par de cerdos, hierros oxidados que podían instalarse sobre las llamas, y cacerolas de cobre cubiertas de verdín pero todavía con fondo. Encontraron cuchillos, espetones y jarras de cerámica con los sellos intactos, y las abrieron una tras otra. Había buen aceite, vinagre y, la gran maravilla, miel, dura como el yeso, pero todavía dulce y buena.

Kurun encendió un fuego en el gran hogar de la cocina mientras Roshana traía agua del pozo y llenaba un abrevadero en el exterior para los caballos. El agua era clara y sabía a hierro, y la muchacha sólo tuvo que apartar los insectos de la superficie antes de beber hasta saciarse.

Detrás de la casa, el huerto estaba rodeado por una alta pared, algo rota, pero en su interior había plantas de tomates, pimientos de todos los colores, enormes cebollas y ajos silvestres, y muchas hierbas. Roshana y Kurun recolectaron todo lo que les llamó la atención, lo llevaron adentro en los pliegues de sus capas, y empezaron a frotar algunas cacerolas de cobre junto al fuego, que crepitaba sin humear. Kurun pasó uno de los largos cuchillos de hierro por una piedra de afilar, se detuvo para mirar fijamente la hoja durante un largo momento, en un espasmo de recuerdo no deseado, y luego continuó su tarea.

Rakhsar y Ushau entraron en la cocina llevando lámparas secas, que llenaron en las jarras y dejaron quemar. Con la luz de las lámparas y la del fuego y el agua hirviendo, se sintieron en el lugar más acogedor que habían conocido en meses.

La oscuridad se cerró, y por toda la casa pudieron oírse crujidos, siseos y movimientos secretos, por encima de los gritos de los murciélagos que cazaban en el exterior. Cuando todos hubieron comido, los gemelos desplegaron los sacos de dormir sobre la piedra ante el fuego y se sentaron sobre ellos. Roshana cosía un desgarrón de su túnica, y Rakhsar afilaba su cimitarra con largos y ruidosos movimientos de la piedra de afilar. Ushau salió al exterior para echar un vistazo a los caballos y vigilar, aunque no parecía creíble que nadie que no lo buscara encontrara por casualidad un lugar tan olvidado.

Kurun se sentó en un rincón, cabeceando de agotamiento y olvidado por el momento. La cocina y su calor le hicieron pensar en sus tiempos más felices en Ashur, antes de que el mundo enloqueciera.

Pero no quería regresar. Se sentó al borde de la luz del fuego a observar a Rakhsar y Roshana. Se sentía maravillado por las cosas que había visto y por cómo se había ampliado el mundo que conocía. Había cruzado las montañas Magron, había sido sepultado por la nieve, había visto gente morir de muertes repentinas y violentas. Había visto salir el sol sobre las interminables llanuras del Imperio Medio.

Y había conocido a aquellas dos personas, la pareja real. Había sido acariciado por la hija del gran rey.

No hubiera querido perderse nada de todo aquello. Ni siquiera a cambio de lo que le habían arrebatado.

—¿Estamos a salvo aquí? —preguntó Roshana a su hermano. A la luz del fuego, sus ojos eran enormes y oscuros, y su cara pálida.

—Durante un tiempo, tal vez. Nos quedaremos unos días, no más. —Rakhsar continuó frotando la piedra de afilar contra la hoja de su espada.

—Seguro que abandonarán la persecución y nos dejarán en paz.Hermano, tal vez nos consideran ya muertos.

—Roshana, sabes tan bien como yo que Kouros y Orsana no se darán por satisfechos hasta ver nuestros cadáveres. Sólo porque no haya soldados persiguiéndonos a caballo, no significa que no hayamos sido vigilados y seguidos.

—¿Has visto algo?

—No estoy seguro. —Rakhsar apoyó la espada sobre su muslo y cerró los ojos, como luces brillantes en huecos oscuros—. A veces veo un espía detrás de cada arbusto, y otras veces, como esta noche, no puedo imaginar ser perseguido y encontrado de nuevo. Pero es probable que nuestros enemigos conozcan este lugar. Nos buscarán aquí, tarde o temprano.

—¿Qué vamos a hacer, Rakhsar? ¿Seguir huyendo hasta encontrar a los macht o llegar al mar? Esto tiene que acabar.

—Lo estoy pensando.

—Rakhsar…

—¡He dicho que lo estoy pensando!

Continuaron en silencio después de aquello. Roshana deshizo los puntos que había cosido sin verlos, y empezó de nuevo. La piedra de afilar empezó a deslizarse por la hoja de la cimitarra una vez más. En su rincón, Kurun observaba y cabeceaba. En la mano tenía el cuchillo afilado con el que había preparado la cena. La hoja estaba cada vez más caliente contra su carne. Se durmió.

Kurun estaba despierto y en movimiento antes del amanecer. Se inclinó, sopló para devolver la vida al fuego, le añadió algunas ramitas de enredadera seca para avivar las llamas, y colocó una cacerola de agua sobre las brasas.

Roshana y Rakhsar yacían abrazados, todavía dormidos. Las privaciones que ambos habían soportado en las últimas semanas y el pelo corto de Roshana hacían que se parecieran más que nunca. Kurun se arrodilló a su lado, y tocó la mejilla de Roshana. Sus dedos pardos recorrieron la suave línea del lóbulo de su oreja. Ella murmuró algo, y Kurun se incorporó.

Ushau estaba sentado junto a la pared, observando.

—No olvides cuál es tu sitio, jovencito —dijo suavemente el gigantesco hufsan.

—No quería faltarle al respeto.

—Lo sé. Pero recuerda quién eres, y qué sangre corre por sus venas. Ya no estamos en el zigurat, pero siguen estando muy por encima de nosotros.

—Estarían muertos si no fuera por nosotros.

—Eso no importa. Un día, si se salvan, volverán a vivir en un palacio, como señores del mundo, y nos olvidarán.

—No nos olvidarán. ¿Cómo iban a hacerlo?

Ushau sonrió y volvió a apoyar la cabeza en la pared.

—Ve a ver a los caballos.

En el exterior, los pájaros cantaban en coros invisibles desde todos los arbustos y árboles. Ni siquiera en los jardines del gran rey había oído Kurun a tantos juntos. El sol ascendía rápidamente; parecía deslizarse por el cielo con una prisa muy poco apropiada en aquella parte del mundo, de modo que el momento del amanecer, aquel milagro diario, apenas podía experimentarse antes de terminar.

Los caballos estaban en silencio y con la cabeza baja, aunque se volvieron hacia Kurun cuando se acercó, reconociendo su olor. Les había traído una manzana a cada uno, y la devoraron con apetito, pero apenas parecían despiertos.

El sol se alzó sobre las paredes rotas del jardín, inundando la parte trasera de la casa y calentando el mundo. Los tentáculos de niebla enrollados en el suelo se marchitaron al entrar en contacto con él, y Kurun se quedó inmóvil, sintiendo que la luz y la vida de Bel el Renovador le llenaban por dentro. En aquel momento, le pareció que había encontrado un fragmento de un mundo mejor, y supo que en aquel lugar podría ser feliz, aunque sólo fuera un esclavo.

Pasaron cuatro días en paz y silencio. El desigual cuarteto olvidó los dolores y el sufrimiento infligidos por el viaje constante, y todos empezaron a sentirse descansados y limpios, casi normales. La urgencia vertiginosa de las pasadas semanas se desvaneció y, en el cálido aire del verano de las tierras bajas, las nieves de las Magron se convirtieron en un simple sueño. Sus vidas en el zigurat les parecían aún más distantes, un simple recuerdo desconcertante.

En un cofre del piso superior de la casa encontraron ropa, guardada con ramas de lavanda y aguileña para ahuyentar a los insectos. Al parecer, eran prendas sencillas, adecuadas para una familia próspera de casta baja. Roshana las arregló con su extraña habilidad con la aguja, y Rakhsar se llevó a Kurun a explorar la finca que se había adquirido para él el día de su nacimiento.

Había álamos, cipreses y plátanos plantados en líneas que se extendían desde la casa, pero con los años las líneas se habían vuelto irregulares y se habían llenado de arbustos y todo tipo de plantas secundarías. Los bordes de la finca eran imposibles de definir, aunque Rakhsar y Kurun tropezaron con una zanja profunda y llena de matorrales, con agua corriente en el fondo, que parecía una especie de límite.

Vieron perdices, faisanes y, en una ocasión, una magnifica garza que surgió de los terrenos húmedos mientras exploraban los límites del pequeño reino. No había rastro de gente por ninguna parte, y la ciudad de Arimya era una simple silueta de sombras en el borroso horizonte.

Pero percibieron algo casi indefinible que interrumpía la paz. Kurun fue incapaz de nombrarlo hasta que Rakhsar levantó la cabeza y husmeó el aire como un perro.

—Humo de leña —dijo, con el ceño fruncido.

Volvieron la mirada hacia la casa, y vieron una banda negra de humo que salía de la chimenea de la cocina, como una señal en el cielo. Rakhsar blasfemó y echó a correr.

Entraron en la cocina como si les persiguieran los lobos, y vieron a Roshana junto al fuego, alimentándolo con ramas musgosas que había recogido en el jardín. Un humo denso se elevaba del fuego, absorbido por el techo.

Rakhsar no dijo una palabra, pero empujó a su hermana a un lado, tomó un hierro y empezó a retirar la madera ardiente del hogar.

La pisoteó y la golpeó con el hierro hasta que la cocina se llenó de manchas y chispas y todos se atragantaron.

—¿Dónde está Ushau?

Roshana estaba perpleja.

—Le he enviado a por más leña.

—Sal de mi camino, perra estúpida. —Rakhsar tomó una cacerola de agua llena de cebollas peladas y la arrojó sobre las últimas brasas. Se elevó una nube de humo. Rakhsar quedó inmóvil, jadeante. Roshana se encogió junto a Kurun.

—¿Qué sucede? ¿Qué he hecho?

—No puede haber humo. ¿Eres estúpida? ¿Cuántas veces te he dicho que si quieres encender fuego durante el día, la leña tiene que estar totalmente seca? Acabas de indicar nuestra presencia a varios pasangs a la redonda.

—Lo siento. No he pensado…

—No ha ardido durante mucho tiempo, amo —dijo Kurun.

—El tiempo suficiente. —Rakhsar se irguió y contempló los restos del fuego, todavía jadeando—. Hemos pasado aquí demasiados días. Estamos olvidando nuestra situación.

Roshana empezó a sollozar en silencio, y Kurun le rodeó los hombros con un brazo.

—Deja de llorar, hermana. Eso no hará ningún bien a nadie.

—¿Hemos de marcharnos? ¿No podemos quedarnos aquí? —sollozó ella.

Rakhsar levantó la cabeza con incredulidad. Se volvió, apartó a Kurun de un empujón y agarró a su hermana por la parte superior de los brazos. La sacudió como un perro con una rata.

—¿Eso es lo que pensabas? ¿Que, de algún modo, podríamos crear un hogar aquí? Mi querida hermana, te creía más inteligente. Hasta este chico ha mostrado más sentido común.

—Estoy cansada de huir —dijo Roshana en tono desolado.

—¿Estás cansada de vivir? —La soltó. Y dijo bruscamente a Kurun—: Llévatela de aquí, y limpia todo esto.

—Si, amo —murmuró Kurun.

—Y mantén las zarpas apartadas de ella, chico. Puede que no tengas pelotas, pero veo lo que hay en tus ojos. Ahora vete.

Volvían a tener miedo. Durante un breve tiempo, se habían atrevido a creer que lo peor podía haber pasado, pero todos reconocieron la verdad en las palabras de Rakhsar. Aquella tarde empezaron a empaquetar metódicamente comida, ropa y todo lo que pudieron encontrar en la casa susceptible de facilitarles el viaje. La chimenea permaneció negra y fría, y el tiempo empeoró al anochecer, con una larga hilera de nubarrones que avanzaban hacia el este por encima del mundo, para congregarse en las amplias llanuras al oeste del río Bekai.

Rakhsar estaba tan nervioso que no les permitió encender una sola lámpara de arcilla. Permanecía en pie, contemplando las cortinas plateadas de la lluvia y los pacientes caballos que aguardaban con las bolsas ya atadas a las grupas. La escasa paz que habían conocido en los últimos días había desaparecido por completo. La casa parecía oscura y fría bajo la lluvia, con corrientes de agua recorriendo el desnudo tejado y encharcándose en los suelos. Era como si supiera que iban a marcharse, y les hubiera vuelto la espalda.

Era medianoche cuando cesó la lluvia y Rakhsar les precedió hacia el embarrado jardín. Ushau subió a Roshana al lomo de uno de los caballos, y la pequeña compañía emprendió la marcha en fila india en torno al edificio oscuro y empapado, mientras unos árboles y arbustos que habían crecido en exceso tiraban de ellos con sus dedos mojados. Estaban calados antes de haber recorrido cincuenta pasos, pero finalmente alcanzaron la parte delantera de la casa, y todos los demás montaron en los caballos, Ushau en el de Roshana, y Rakhsar y Kurun en el otro. Estaba oscuro como boca de lobo y no se veía una sola estrella, pero entre las nubes del oeste había un débil resplandor rojizo donde Firghe, la luna de la ira, se elevaba por encima de las hinchadas nubes.

No miraron atrás. El camino era una banda algo más pálida entre los negros árboles, un túnel de vegetación que olía a tierra empapada y ajo silvestre en la oscuridad. La lluvia apagaba cualquier sonido de vida excepto el de las ranas, que croaban en las acequias, un coro sin sentido.

Desaparecieron en el túnel. Los caballos se hundían en los charcos hasta los corvejones, y el agua les caía encima a torrentes desde los árboles. Por todas partes se oía el gorgoteo del agua; toda la noche estaba inundada.

Rakhsar detuvo el caballo y apoyó la mano en la empuñadura de su espada, husmeando como un ciervo.

—Kurun —susurró, con los labios cerca de la oreja del muchacho—. Escucha.

Era una mera confusión de ruido distante, pero resonaba, por encima del gotear del agua, el croar de las ranas y la respiración de sus propios animales. Oyeron un golpe de metal contra metal, como el de una cuchara contra el fondo de una cacerola. O el de una lanza contra una armadura.

Y de repente un caballo relinchó, alto y claro en la noche, un sonido que les sobresaltó como la llamada de un cuerno.

La montura de Rakhsar, una yegua, empezó a replicar, y él la golpeó entre las orejas. El animal levantó bruscamente la cabeza pero permaneció en silencio, consciente de que no le convenía discutir.

El caballo de Roshana se acercó a ellos. Los animales quedaron juntos sobre el estrecho sendero.

—¿Qué sucede? —preguntó con un siseo bajo. Por un instante, sonó exactamente como su hermano.

—Problemas. Vuelve atrás, Roshana. De nuevo a la casa. No podemos salir por aquí.

Dieron la vuelta a los caballos. La oscuridad les presionaba, y todo era un obstáculo: la humedad, las ramas que les golpeaban los rostros y las hojas que les abofeteaban despectivamente. Firghe apareció entre las nubes durante unos instantes, y su luz roja se derramó sobre ellos, ensangrentando los charcos.

Había hombres en el sendero detrás de ellos.

Roshana soltó un grito salvaje. Rakhsar desenvainó la cimitarra.

—No lo intentes, Rakhsar —dijo una voz en buen kefren—. Mis hombres te rodean. No tienes adónde huir.

El chapoteo de unos pies en el agua, el destello de un movimiento. El viento había empezado a arreciar, y las ramas de los árboles se movían burlándose de su miedo, imitando las formas de los cazadores.

—No voy a huir —dijo Rakhsar con voz clara. Empujó a Kurun del caballo con la mano de las riendas y con la otra levantó la espada, brillante y rojiza. Luego, con un grito, pateó a su montura en las costillas, y la bestia relinchó y emprendió el galope por el sendero.

Kurun cayó en la zanja al pie de los árboles. Había algo de tranquilizador en la vegetación que le rodeaba. Se sentía casi invisible. Desenvainó el cuchillo y se quedó tumbado, con los ojos muy abiertos.

Entonces Roshana gritó, y Kurun se levantó con un gruñido.

También se acercaban hombres por el otro extremo del sendero; sombras que avanzaban a pie, con sus armas rojas a la luz de la luna. Ushau había bajado del caballo y les atacaba, una silueta inmensa que blandía el resplandor de un hacha de cocina. El caballo de Roshana se encabritó, y partió al galope tras Rakhsar mientras ella se agarraba a su cuello. Kurun quedó solo en el sendero. Vio que Ushau derribaba las figuras de detrás como maniquíes de sastre. Se oyó el golpe de hierro sobre hierro.

—Perdóname —murmuró Kurun, y echó a correr en pos de Roshana y su hermano.

—¡Alto! —gritó alguien en asurio—. Eso no es un caballo de guerra. ¡Quietos!

Pareció que Rakhsar iba a derribar a las figuras que se interponían en su camino, con la afilada punta de su cimitarra apuntándoles a los rostros, pero en el último momento el caballo se detuvo y trató de dar la vuelta, perdió el equilibrio en el barro del suelo y cayó pesadamente entre un surtidor de agua. Luego hubo una confusión de cascos, dientes y crin hasta que consiguió levantarse de nuevo.

Rakhsar se levantó con él, y sus ojos parecían rojos a la luz de la luna. Azotó el flanco del animal, que gritó de dolor y pateó para alejarse de él, cayendo sobre los hombres de delante y desperdigándolos.

Rakhsar se agarró a su cola y fue arrastrado por ella. La cimitarra se movió, y uno de los hombres cayó de rodillas, con las manos apretadas contra la herida de su garganta. Se derrumbó y permaneció gorgoteando y ahogándose sobre el camino ensangrentado.

El caballo de Roshana llegó al galope un momento después. Alguien le golpeó las patas delanteras: el animal tropezó con un chillido, y Roshana salió volando por los aires, cayó al suelo con un chapoteo y rodó como un montón de harapos. Cuando consiguió incorporarse sobre las manos y las rodillas, aturdida, uno de los atacantes la pateó en la cabeza y ella volvió a caer.

Kurun se acercó a la carrera por detrás del hombre, un corpulento hufsan con coraza de cuero, y le acuchilló por debajo de la cintura de la armadura, sintiendo que el arma se hundía cada vez más, hasta que sus mismos dedos tocaron la herida.

Retiró el cuchillo con un gruñido, y volvió a clavarlo una y otra vez. Hundía la hoja en la carne del hombre en un frenesí silencioso, y cuando el hufsan cayó de rodillas, cambió el modo de empuñar el cuchillo y lo clavó en un lado del cuello del hombre. El hufsan se derrumbó como una marioneta con las cuerdas rotas, arrancando el cuchillo de los dedos inertes de Kurun.

Corrió hacia Roshana, pero alguien le dio un puntapié. Apareció una espada curva que le acuchilló las costillas. No sintió un golpe muy fuerte, sino algo parecido a un buen puñetazo. Se agarró el costado, boqueando como un pez en tierra, y cayó, con la cabeza a los pies de Roshana y el rostro medio sepultado en agua. Llovía de nuevo, y notó la caricia de las gotas en la mejilla, pero no sentía nada en absoluto del torso para abajo. Era como si las piernas le hubieran desaparecido de repente.

Alguien le dio la vuelta con el pie; una sombra le miró la cara y siguió corriendo. Hubo un caos de gritos. Roshana fue arrastrada, inconsciente. Pero aún podía oír ruido de espadas, los golpes y el estruendo del acero.

—Mátalos, amo —susurró—. Sálvala.

Luego sus ojos quedaron en blanco y dejó de sentir nada. La luna roja convirtió su rostro exangüe en una máscara de hueso.

Los caballos obstruían el sendero en una ruidosa procesión. Kouros blasfemó, insultó y golpeó con la fusta de montar mientras pugnaba por alcanzar la parte delantera de la multitud. Había traído a demasiados hombres, y no había pensado en desplegarlos. Simplemente había ordenado a sus guardias que atacaran abiertamente la casa en la que Kuthra había acorralado por fin a su medio hermano. Un caballo muerto en el sendero había derribado a dos de los jinetes de delante, y el resto era un caos. Algunos llevaban antorchas encendidas, y la vacilante luz amarilla casi empeoraba las cosas.

El caballo de Niseia que montaba recordó su adiestramiento. Ahuyentó a los demás caballos, mordiendo y pateando con la furia de su jinete. Con un salto salvaje, pasó por encima de los cadáveres del suelo (había una cantidad sorprendente de ellos) y Kouros se encontró galopando solo por el camino. Soltó la fusta y desenvainó la espada.

Otro caballo. El niseio chocó con él deliberadamente; el gran caballo de guerra derribó al animal más pequeño. Pero el impacto sacudió a Kouros en su silla. Dejó caer la espada, se aferró al arzón con ambas manos y pugnó por mantenerse sobre la grupa del enloquecido caballo de guerra. Con las riendas sueltas, el niseio levantó la cabeza y chilló en desafío a la oscuridad de la casa que se erguía bajo la luna. Había más siluetas bajo sus pies, y el animal las esquivó; como todos los caballos, era reacio a pisar un cadáver.

Kouros envió mentalmente al animal ala sombra de Mot y saltó de su lomo. La bestia se alejó al galope. Entonces vio que la brida le había resbalado, y que trataba de liberarse de la silla. Las herraduras de hierro pasaron tan cerca de su cabeza que sintió el viento del movimiento. Se dejó caer al suelo, buscando la espada a tientas, sin acabar de creer que su momento de triunfo hubiera tomado aquel cariz. Tropezó con un cuerpo cálido que yacía en el agua, el rostro de un muchacho que le pareció familiar. No podía encontrar su espada, y chapoteaba entre los charcos mientras la lluvia se volvía cada vez más fría sobre su espalda. Finalmente, encontró una empuñadura. Un largo cuchillo de cocina, ensangrentado hasta el mango. Serviría. Tendría que servir.

Se levantó.

—¡Kuthra! —¿Dónde estaban sus hombres? Miró hacia atrás, donde el camino se alejaba de la casa, aquel oscuro túnel de árboles, y vio siluetas concentradas allí, ráfagas de luces de antorchas, una melé sin sentido. ¿Qué estaban haciendo?

No importaba. Se reunirían con él tarde o temprano.

—¡Kuthra!

Echó a correr, secándose la lluvia de los ojos y jadeando. Había arbustos y maleza por todas partes, una verdadera jungla de la cual surgía la oscura silueta de la casa como un monolito en sombras. Tras ella, la luna roja relucía entre una confusión de nubes rotas.

—Aquí, hermano —dijo una voz. Y había una silueta oscura sentada junto a la pared de la casa, como si descansara. Kouros se le acercó a la carrera, maldiciendo la pesada coraza que llevaba y sus botas llenas de agua que chapoteaban a cada paso.

Jadeante, se arrodilló y vio el rostro de Kuthra desfigurado por el dolor, con una sonrisa que lo atravesaba como el último destello de una lámpara gastada.

—Casi a tiempo, Kouros. Pero no del todo.

—¿Dónde te han herido? —Kouros sintió una terrible sacudida de dolor.

—Me ha destripado. Nuestro hermano es un buen espadachín. No lo sabía.

—¿Dónde está? —Kouros lloraba en silencio. Trató de apretar la mano de Kuthra, pero no pudo separar los dedos del otro hombre de la gran herida de su vientre.

El mismo cuero de la coraza de Kuthra había sido atravesado, y había cosas innombrables asomando entre sus dedos rígidos.

—Oh, Kuthra, hermano mío. —Lloraba como un niño—. Te sacaré de aquí. Los médicos de mi padre…

—Soy un hombre muerto, Kouros. Rakhsar me ha vencido en buena lid. No sufras.

Kouros se inclinó hasta que su frente tocó la de Kuthra. Besó al moribundo en la mejilla. En el mundo no había nada más que aquel rostro que amaba. La única persona de la creación en quien confiaba.

—Mátale por mí —susurró Kuthra, con sangre en los dientes—. Ojalá hubiera vivido. Me habría gustado verte coronado rey.

—Te necesito, Kuthra.

—Tendrás que encontrar a alguien en quien confiar, hermano. La gente de tu madre también está aquí. Ése ha sido el problema; demasiados invitados en esta fiesta.

—¿Roshana?

—Por aquí, en alguna parte. Tal vez haya muerto. Lo he estropeado todo al final. Perdóname, Kouros.

—Te quiero, hermano. No hay nada que perdonar.

Kuthra sonrió.

—Eres un hombre mejor de lo que crees. Sé un buen rey. Recuérdame, Kouros. —Se esforzó, como si tuviera una última cosa que decir.

—Kouros…

Pero no hubo más palabras. Kuthra suspiró, y su rostro adquirió una expresión de leve sorpresa, como si las cosas no fueran del todo como había esperado. Su cabeza se inclinó a un lado y quedó descansando contra el rostro de su hermano, de modo que las lágrimas de Kouros cayeron sobre las mejillas de ambos. La tensión de las manos se relajó.

Kouros le tomó una mano, y sintió que la sangre les pegaba las palmas.

—Buenas noches, querido hermano —susurró, e inclinó la cabeza. Permaneció de rodillas junto al cadáver bajo la suave lluvia. Por encima de ellos, la luna de la ira resplandecía, llena y brillante, sobre un cielo manchado de nubes.

Fue Barka quien le encontró, y se arrodilló junto a él bajo la lluvia. Echó un vistazo al rostro cerúleo de Kuthra y apoyó una mano en el hombro de Kouros.

—Mi príncipe.

—Quítame la mano de encima.

—Hay trabajo que hacer, Kouros.

—Encuentra a Rakhsar. Le quiero vivo, Barka. El hombre que le quite la vida perderá la suya.

—Hemos encontrado a la señora Roshana.

Kouros levantó al fin la cabeza. Barka retrocedió al ver la expresión de su cara.

—¿Está viva?

—Está viva.

Kouros se puso en pie. Miró el cadáver de Kuthra.

—Dame tu capa.

Sin decir nada, Barka se la entregó. Kouros la tomó y la extendió sobre el cuerpo de su hermano muerto.

—Regresará con nosotros, Barka. Nos lo llevaremos y le daremos un funeral digno de un príncipe. Tendrá en la muerte lo que se le negó en vida, lo juro.

Levantó la cabeza. Una luz lobuna brillaba en sus ojos.

—Ahora llévame con mi hermana.

Se habían desplegado y azotaban los arbustos en hileras como si trataran de hacer salir a un oso para las lanzas de los cazadores. Se habían encendido antorchas aquí y allá a lo largo de la fila, y los hombres se mantenían en sus puestos gracias a las luces, mientras recorrían los campos olvidados y los bosquecillos cubiertos de maleza de la finca. Había docenas de hombres: hombres de Kuthra, hombres de Orsana, y la guardia personal de Kouros.

Rakhsar estaba agazapado al fondo de una zanja con el agua corriéndole a toda velocidad en torno a las rodillas. Había recobrado el aliento tras la caótica pelea junto a la casa, y calculaba que se encontraba cerca del borde de la finca. Pero más allá el terreno estaba despejado, desnudo como una mesa a la luz de la luna. Anande ascendía lentamente, diluyendo la luz de la luna roja y convirtiendo la lluvia en un resplandor de joyas en el aire, más parecida a una niebla que a otra cosa. El amanecer no podía estar lejos; no tenía mucho tiempo para considerar sus opciones.

Si podía robar un caballo, sería suficiente. Era mejor jinete que el payaso de su hermano, o que cualquiera de los hombres que había traído consigo. Con un buen niseio entre las rodillas, Rakhsar les dejaría atrás.

Pero Roshana…

No sabía si su hermana estaba viva o muerta, libre o cautiva. Ushau y Kurun habían muerto, lo sabía, pero no podía marcharse sin saber nada de ella. No podía hacerlo.

De modo que al final la decisión fue fácil de tomar.

Salió de la zanja y permaneció un instante bajo la sombra de los enebros y aulagas, oliendo las flores y sonriendo levemente. La hilera de bateadores estaba a medio pasang de distancia. Y detrás de ellos le pareció captar más movimientos entre los árboles esparcidos por el horizonte. Caballería.

«Al menos Kouros nos consideró dignos de un pequeño ejército, aunque media docena de hombres que conocieran su trabajo lo hubieran hecho mejor».

Bajó la vista hacia la hoja negra de su cimitarra. Un regalo de su padre, el gran rey. Había resultado el regalo más útil que hubiera recibido nunca.

Y las largas horas de entrenamiento no habían sido en vano después de todo.

«Kouros, deja que me acerque a ti una sola vez, y compartiré contigo el regalo de nuestro padre».

Echó a correr hacia la casa. Los hombres en la distancia lo vieron al instante, y se elevó un griterío, como de sabuesos al avistar al zorro. Las antorchas empezaron a agruparse para perseguirle. Rakhsar sonrió, y tomó más velocidad.

En el horizonte, la distante caballería se detuvo al ver las antorchas en movimiento sobre los campos, y los jinetes emprendieron también el camino hacia la casa, como polillas atraídas por una luz.