La maldición de Mot
Kouros estaba inmóvil como una estatua mientras los gusanos de sudor se deslizaban por la parte inferior de su espalda. La armadura que llevaba había sido fabricada para él unos años atrás, y siempre le había sentado como una segunda piel ornamentada, pero había perdido peso en las últimas semanas, y los ángulos de sus huesos no estaban tan bien protegidos como antes. Y había olvidado lo pesado que era el yelmo.
Pero permaneció inmóvil tras el trono de su padre, pues aquel día formaba parte de un cuadro más grande, desplegado en su totalidad para los miles de soldados que se habían congregado para presenciar algo raro: la ejecución de un noble de casta alta. No tenían a menudo la oportunidad de ver pagar por un error a alguien tan elevado, y aunque las multitudes reunidas estaban tan silenciosas como exigía la presencia del gran rey, había ciertos susurros y comentarios subrepticios. Nadie podía silenciar a un ejército por completo, porque en sus millares los soldados eran invulnerables, anónimos.
Pero el silencio se incrementó de todos modos cuando Dyarnes se adelantó en el estrado, vestido con una armadura tan brillante que contemplarla era doloroso, y pidió silencio con una voz casi igual de broncínea.
—Traedlo —gritó.
Darios había sido cubierto de cadenas de plata, como correspondía a su rango, y avanzó por el estrado ataviado con un himatión de lino de un blanco cegador, con el cabello suelto y el rostro impasible.
El gran rey permaneció en silencio e inmóvil sobre su trono cuando el traidor se acercó. Tenía el komis levantando en torno al rostro, y sólo sus ojos eran visibles, tan imposibles de leer como un cristal empañado.
Darios se irguió y contempló a la multitud con desprecio. Luego se recobró, se dio la vuelta y se arrodilló ante el gran rey. Ashurnan no reveló un ápice de interés.
El verdugo se adelantó, un hufsan enorme de las Magron con una cimitarra larga como la pierna de un hombre. Permaneció a la espera.
Dyarnes volvió a tomar la palabra. Tenía una voz hermosa y resonante cuando quería emplearla, y parecía alto e indomable como un dios de armadura de bronce bajo el resplandor del sol.
—El traidor Darios, que traicionó a nuestro ejército en el río Haneikos, rindió la ciudad de Ashdod y luego abandonó a sus propias tropas, también está acusado de entrar en contacto con el enemigo. Su destino es la muerte, por orden del gran rey. Vuestros ojos lo contemplaran, para que sepáis lo que significa traicionar a vuestro señor.
—Tengo algo que decir —dijo Darios.
Dyarnes dirigió una rápida mirada al gran rey. Sobre el brazo del trono, una mano se movió levemente, un gesto lateral de negativa.
—El prisionero no hablará —dijo Dyarnes, y su voz era densa y áspera—. Verdugo.
La cimitarra captó un destello de fuego del sol al trazar un arco en el aire, y la cabeza de Darios se separó de su cuerpo en un instante límpido. Kouros la contempló con fascinación, seguro de que los ojos habían parpadeado de sorpresa antes de que la cabeza golpeara la madera del estrado.
Los soldados congregados rugieron de aprobación. La ejecución de uno de los suyos les dejaba mudos, pero ver decapitar a un kefren de casta alta era un entretenimiento a la altura de los mejores que habían presenciado durante sus vidas. Vitorearon de nuevo cuando el gran rey se levantó de su trono.
Ashurnan se adelantó, estudió los medallones y cintas de sangre esparcidos por el estrado como si quisiera leer algún augurio en ellos.
Luego se volvió sin una sola palabra, mientras los vítores seguían sacudiendo el aire, y desapareció entre los cortinajes y la enorme tienda de detrás del trono.
El verdugo levantó la cabeza en el aire, sosteniéndola por la coleta, y sus ojos se habían quedado muertos como el cristal.
—¡Mirad! —gritó en asurio común—. ¡El destino de todos los traidores!
—Clávala en una pica en las puertas del recinto real —dijo Kouros, estudiando los rasgos de Darios, fascinando como un niño pinchando mariposas.
—Mi príncipe… —Dyarnes y Darios habían sido amigos. Durante un instante, el comandante de los honai había revelado el dolor esculpido en su rostro.
—Son órdenes del gran rey. —Kouros apoyó una mano sobre el brazo del otro hombre, considerando el gesto necesario.
—Sí, mi príncipe. —Dyarnes tomó la siniestra reliquia de manos del verdugo, y luego se alejó del estrado protegiendo con el brazo la cabeza de su amigo, mientras la sangre de la tráquea y las venas cortadas seguía derramándose y oscurecía el resplandor de su armadura.
Una parte del techo de la tienda del gran rey se había levantado para dejar entrar la brisa y el brillante sol del verano, la bendición de Dios sobre el mundo. Ashurnan estaba bajo la abertura, vestido con una sencilla túnica de seda azul y la diadema como una banda negra a través de su frente. Por encima de él, la inmensa estructura crujía y se balanceaba con el viento como un barco en el mar. Era tan grande que en su interior había arboles vivos, con lámparas colgadas de las ramas, y en un rincón un riachuelo de agua limpia cuyas orillas habían sido valladas a lo largo de dos pasangs en tomo a la tienda para que ningún otro mortal pudiera ensuciarla.
Aquello era hacer la guerra con estilo. Una vez superadas las montañas y la peor parte de la marcha, con noticias llegando sin cesar del oeste y el sur, el gran rey podía relajarse un poco y disfrutar de las comodidades que sus doscientas carretas personales habían arrastrado desde Ashur.
Y podía ocuparse de los detalles y sospechas que le habían atormentado durante los agotadores pasangs que habían quedado atrás.
Kouros se despojó del casco con un suspiro de alivio mal disimulado y se reunió con su padre.
El recinto real estaba separado del resto del inmenso campamento por una empalizada con zanja patrullada por cientos de honai. En el interior de la muralla de madera estaban los establos, el harén, las cocinas y los rebaños de los animales personales del gran rey, sacrificados sólo por orden suya. La colina redonda y vallada era el zigurat, replicado en el Imperio Medio a menor escala, pero con una jerarquía tan rígida como en el original de piedra.
Al otro lado de la empalizada, el campamento del ejército se extendía como un mar hasta todos los horizontes. Por las noches, cuando se encendían las hogueras, éstas rivalizaban con las estrellas, y su resplandor era visible en el cielo a quince pasangs de distancia. Los hombres acampaban según la geografía, de modo que en el inmenso campamento había muchos distritos diferentes, y fuertes rivalidades.
Los arakosanos se mantenían aparte y, como correspondía a la caballería, ocupaban el mejor terreno, con fácil acceso a los pastos del exterior. Los hufsan de Asuria se apretujaban en estrechas hileras, como si replicaran las barracas y callejones de Ashur. Y los pequeños granjeros y artesanos de Pleninash dormían en grandes grupos informes, porque muchos acababan de llegar y todavía no tenían regimientos ni oficiales asignados. Para ellos, la llegada del gran rey había significado un cataclismo que había destruido su mundo.
Hubiera podido ser todo un pueblo en movimiento, una ciudad de desposeídos que manchaba el rostro de Kuf con sus masas, devastando las fértiles tierras de labor en muchos pasangs a la redonda.
Pese a los centenares de carretas de provisiones que llegaban cada día al gran campamento, el ejército no podía permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, o no quedaría comida que recoger. Incluso Pleninash tenía sus límites cuando la asolaba una horda como aquélla.
—Sabes por qué he hecho matar a Darios —dijo Ashurnan a su hijo mayor, sin volverse.
—Fracasó. Permitió que los macht cruzaran las Korash, y…
—Era un hombre de tu madre. Lo había sido durante mucho tiempo. —Ashurnan se volvió, y la luz de detrás convirtió su rostro en una sombra negra con monedas azules en lugar de ojos—. Esto no es el palacio, Kouros. Aquí no intrigamos por nimiedades. Esto es la guerra. Pronto estarás en un campo de batalla, enfrentándote a los macht por primera vez. No hay más tiempo para conspiraciones.
Se adelantó. Kouros tuvo que esforzarse por no retroceder ante su padre, tan extraño y temible parecía el anciano kefren en aquel momento. Era como si la mitad de él estuviera en otro mundo.
—Serás rey, Kouros. Confórmate con eso. Puede ocurrir mañana, o puede ocurrir dentro de diez años, pero llevarás la diadema. No queda nadie que pueda desafiarte. ¿Por qué no puedes contentarte con eso?
El tono de Ashurnan era sincero, pero también hervía de rabia. Kouros trató de no tartamudear al responder.
—Estoy a tu servicio, padre. Ahora sé que no estoy listo para sentarme en el trono. Estas últimas semanas me lo han demostrado. Es sólo que Rakhsan…
—Rakhsar está muerto, o perdido. Se ha ido, y Roshana con él. —El dolor en la voz del anciano en aquel momento era inconfundible. Se alejó. Había una mesa cubierta de paño de oro sobre una alfombra de colores brillantes, y a su alrededor se extendía la hierba verde de Pleninash, tan finamente cortada como el tejido de la alfombra, y amarillenta por falta de sol. Ashurnan se sirvió vino, levantando una mano para detener el avance del anciano chambelán, Malakeh, que estaba a menos de diez pasos de distancia, con otros dos esclavos domésticos, y con su bastón de mando en equilibrio sobre una piedra para poder hacerlo sonar cuando quisiera—. Bebe.
Kouros obedeció mientras observaba a su padre por encima de su copa, sin dejar de sudar.
—Ahora beberé yo —dijo Ashurnan con una extraña sonrisa. Kouros le pasó la copa. El gran rey sorbió el vino, pero no pareció disfrutarlo—. El brazo de tu madre es largo, Kouros. Creo que no sabes hasta qué punto. Darios fue una vez mi amigo, y ella le volvió contra mí.
—Seguía siendo tu amigo… —dijo Kouros con vehemencia.
—Uno no puede servir a dos amos. Puedes decírselo también a
Dyarnes.
El sudor se heló sobre la espalda de Kouros.
—¿Dyarnes?
—Él y Darios ascendieron juntos en el escalafón de los honai. Sus esposas son primas. Pero tú ya lo sabías.
No lo sabía. Era un pequeño detalle que Orsana había decidido no revelarle.
—Un rey no puede estar subordinado a nadie, Kouros. Y si hay algo que me hayan enseñado mis cuarenta años en el trono, es que también necesita amigos. Yo no tengo talento en ese sentido, ni tú tampoco. Tu abuelo lo tenía. Nunca temió a un asesino en su vida, y no le importaba beber vino que nadie más hubiera probado. Porque a su alrededor tenía amigos en quienes confiaba.
—Los reyes no pueden confiar en nadie. Tú me lo dijiste una vez.
—No es cierto. Creo que esas palabras son de tu madre. Aunque hay algo de cierto en ellas. Pero tu madre no ha conocido la vida en las cumbres como yo. Tiene damas en el harén y la corte que derramarían su última gota de sangre por ella. En cuanto a mí, si necesito un amigo, lo compro. Tú serás como yo, Kouros. El trono no te hará feliz.
Kouros se sorprendió. Su rostro ancho y pesado revelaba auténtica perplejidad. Su padre jamás le había hablado de aquel modo.
—Si pudiera volver atrás en el tiempo, hasta antes de Kunaksa, sabría lo que era confiar en los otros. Confiaba en mi hermano; le quería, aunque era un tipo egoísta y poco amistoso. Trajo a los macht a nuestro mundo, y ya conoces el resultado. Aún hoy estamos pagando el precio de aquello. La traición de un hermano, mi paciencia.
Ashurnan se volvió y depositó sobre la mesa dorada la copa de cristal tallado.
—Le maté con mis propias manos, Kouros. Y no ha transcurrido un solo día de mi vida desde entonces en que no haya visto su rostro en el momento en que mi espada la quitaba la vida.
—Hiciste lo correcto —gruñó Kouros. Sintió el desconcertante impulso de apoyar su mano en el hombro del gran rey, como si Ashurnan hubiera sido un padre normal, y él un hijo normal.
—Claro que lo hice. Pero nunca lo he superado. Crecimos juntos, ¿comprendes? Como verdaderos hermanos. Ése es el motivo de que jurara que, cuando tuviera mis propios hijos, les mantendría tan separados como pudiera.
Se volvió de nuevo. Sonreía.
—¿Recuerdas…? ¿Puedes recordar cómo Rakhsar y tú solíais jugar juntos, y cuidar de la pequeña Roshana, todos desnudos y sucios en los jardines como tres mocosos hufsan? Un día os tomé a todos en brazos bajo los árboles, sin más ceremonia, me senté en el trono con todos vosotros, y bendije a Dios y a las mujeres que os habían traído al mundo. Me sentí el hombre más afortunado de la tierra.
—Era demasiado pequeño. No lo recuerdo —dijo Kouros, con la vista baja. No quería recordar.
—Decidí echarme atrás en mi decisión, criaros a todos juntos como debería criarse a una familia. Tal vez fui un estúpido. Probablemente, lo fui. En cualquier caso, tu madre me recordó mi compromiso. Era mi primera esposa, y Ashana un alma gentil que se inclinaba ante sus órdenes.
—Mi madre es una gran mujer —gruñó Kouros.
—Sí, lo es. Me trajo a diez mil jinetes arakosanos. Uno no contradice a una mujer con una dote semejante.
—La insultaste con aquella otra. La hubieras reemplazado. ¡La humillaste!
—Estaba enamorado —dijo el rey en voz baja—. ¿Has estado enamorado alguna vez, Kouros?
Kouros inclinó la cabeza, parpadeando y moviendo la mandíbula como si tuviera un trozo de cartílago entre los dientes. Era una pregunta que nadie le había hecho antes, pero supo la respuesta al instante.
—No —dijo, y la palabra salió medio asfixiada.
Su padre observó la expresión de su hijo mientras su propio rostro se oscurecía de tristeza.
—Estás mintiendo, hijo.
Kouros se volvió, con los ojos ardiendo y la rabia creciendo en él, el negro impulso de arrancar la vida y la luz de algo, de alguien, de cualquier cosa.
—No me vuelvas la espalda. —El tono fuerte de una orden.
Los ojos de Ashurnan relampagueaban.
—No comprenderás esta verdad hasta que sea demasiado tarde, pero vas a oírla ahora. Kouros, si persigues a tu hermano y a tu hermana, si les matas; te prometo que no conocerás un momento de verdadera paz en toda tu vida. Incluso entronizado en tu gloria sobre todo el Imperio, el remordimiento te devorará, y te volverás viejo y vacío sintiendo su tormento. Haz caso a quien lo sabe bien.
—No se puede ser rey y hacer lo que uno quiere; eso sí me lo dijiste —gruñó Kouros.
—Lo que te corroe a ti causará algún día un cáncer en tu reino. Eres muy joven, Kouros. No tienes que ser el hombre que tu madre quiere.
—¡Soy como quiero ser!
—Nadie es como quiere ser. Sólo tratamos de hacer lo que es correcto y honorable, y con el tiempo ese honor se convierte en parte de, nosotros. Cuando se pierde, se ha perdido para siempre. Hazme caso en esto, hijo.
Kouros miró directamente a su padre mientras la negrura crecía en él, aquella dulzura familiar. Le hubiera sido muy fácil levantar el borde de hierro de su yelmo y golpear la cabeza del anciano. Sabía que tenía la fuerza suficiente para aquel único golpe, y que bastaría con uno.
Pero en lugar de ello ahogó el impulso, como ahogaba tantos otros a diario. Se inclinó y besó a su padre en la mejilla.
—¿Crees que puedo llegar a ser un buen hombre? —inquirió como un niño, incapaz de reprimir la pregunta.
—Eres un hombre mejor que Rakhsar.
Y aquello fue todo lo que consiguió.
Se inclinó profundamente, con su pesado rostro impasible, y dejó al gran rey sin más ceremonia. Los honai se irguieron cuando pasó junto a ellos. Más allá, el inmenso campamento zumbaba, hervía y humeaba hasta el lejano horizonte. Sentía que la negrura de su alma podía haberlo consumido entero y pedir todavía más.
«La maldición de Mot está en mi interior», pensó. «Tengo que hacerlo. Mi madre tiene razón. El viejo es demasiado blando para los días que se avecinan».
Llamó a sus guardias y se dirigió a su propio complejo de tiendas, donde encontraría algo apropiado que destrozar.
Queridísimo hijo:
Te escribo con cierta prisa y con mi propia mano, y no trataré de embellecer mis palabras, pero debes saber que te llegarán con todo el amor de tu madre. Si el sello de esta carta está roto, debes considerar responsable al mensajero. Si no lo está, y te ha llegado antes de que salgan las dos lunas en el mes de Granash, puedes recompensarle.
Kouros miró al correo hufsan sudoroso, sucio y con olor a caballo que le había traído aquella carta, junto con unas cuantas más como tapadera.
—¿Cómo te llamas?
El hufsan era ligero como una chica, y parecía llevar varios días sin dormir. Su piel parda tenía un tono grisáceo.
—Jervas de Hamadan, mi príncipe.
—Buen trabajo. Once días desde Ashur a Carchanis; debe ser todo un récord.
—Gracias, mi príncipe. Maté a diecinueve caballos…
—¿Pasaste por Ab Mirza, como te ordené?
—Si, señor. La segunda carta está oculta en el borde de la funda de los pergaminos. El sello está intacto, lo juro.
—Excelente. Ahora déjame, Jervas de Hamadan. Mi chambelán se ocupará de tus necesidades. Quédate cerca. Pronto tendrás que hacer el viaje de regreso.
El hufsan se relajó un poco.
—Gracias, mi príncipe.
Se retiró, llevándose consigo el hedor acre a sudor de caballo.
Kouros empezó a leer de nuevo, pero algo le distrajo.
—¡Anarish!
El chambelán apartó la entrada de la tienda y se inclinó.
—Llévate de aquí a esa chica. Sus lloriqueos me dan dolor de cabeza.
La muchacha, desnuda y llorosa, fue conducida al exterior, con la piel cubierta de franjas rojas y sangrientas. El rostro de Kouros se concentró, como hacia siempre cuando descifraba el código de su madre. Lo sabía de memoria, pero aún necesitaba pronunciar las palabras en voz alta para reordenarlas, y de vez en cuando tenía que contar las letras del alfabeto con los dedos.
Dicen que el rumor corre más rápido que los caballos, y mientras escribo tengo la certeza de que Darios no ha conseguido defender los pasos de las Korash. Si es así, tu padre aprovechará la oportunidad de eliminarlo. Hace muchos meses que sospecha de Darios.
Eso debilita nuestra posición. Debes asegurarte de la lealtad de Dyarnes si puedes, y si no, entonces la de Marok, su segundo. Conozco a la esposa de Marok, o a una de ellas, y está muy complacido con los regalos. Pero no te acerques a él directamente. Bastará con mantenerle en el juego.
Yo me encargaré de la capital. Todo va bien. Ese ser insignificante, Borsanes, a quien tu padre dejó al mando, ha accedido a todos mis deseos. Ahora tenemos a arakosanos dignos de confianza en el interior de las murallas, y hay más de camino hacia Hamadan mientras te escribo.
Ni una sola palabra sobre la guerra, la verdadera guerra. Orsana vivía en una burbuja que muy pocas veces recibía el pinchazo de los acontecimientos de más allá de su horizonte privado.
Hay que encontrar a Rakhsar. Mientras esté suelto, habrá peligro, lo sabes. Tengo agentes por todo Pleninash, pero hasta el momento no hay noticias ciertas de él. Tiene propiedades cerca de Arimya, y también he enviado a algunos agentes allí, aunque dudo de que sea tan estúpido como para visitar el lugar. Debes sondear a los oficiales superiores de los reclutas. Rakhsar podría estar en contacto con alguno de ellos. En cualquier caso, estará activo y en movimiento; no forma parte de su naturaleza quedarse quieto, ni preferir la discreción a los gestos ostentosos. Confía en nuestros arakosanos; son tu gente, y no traicionarán a ningún hijo mío. Úsalos para ayudarte a encontrar a tu hermano.
«Nuestros arakosanos». Le pertenecían a ella y sólo a ella. Kouros no se engañaba al respecto. Su madre tenía agentes vigilándole a él igual que los tenía buscando a su hermano.
Dejó la carta a un lado. Descifrarla le daba dolor de cabeza. Sentía la voz de su madre en los oídos desde mil pasangs de distancia.
«Me cobra un alquiler muy caro por los nueve meses que me llevó dentro», pensó con humor amargo.
Encontró la segunda carta tras varios minutos de escarbar en el borde interior del estuche de los despachos. Estaba bajo la cobertura de cuero, aún sellado con cera barata de taberna, y con el mismo grabado que llevaba en su anillo. Sonrió al verla, y luego levantó la entrada de la cámara privada de la tienda.
—Anarish, que nadie entre hasta nueva orden.
El chambelán ni siquiera parpadeó.
—Como desees, señor.
Allí no había códigos. La letra era tan ostentosa y poco elegante como la de Orsana diminuta y de pata de mosca.
¡Hermano!
Te saludo. Sigo con vida y aún puedo metérsela a una camarera cuando me lo propongo. Te escribo desde una ciudad llamada Orimya, al oeste de Carchanis. Por lo que he oído, estás acampado en la orilla oeste del río Bekai, a dos o tres días de distancia hacia el este. Me alegro de saber que estás tan cerca, pero temo encontrarme en el camino de un titán como el ejército del gran rey. Confío en que cuando llegue la inevitable colisión, no harás nada tan absurdo como luchar. Hay soldados comunes suficientes para ello.
Estoy dando rodeos antes de llegar a la noticia: disculpa. He encontrado a nuestra presa al fin. Hay una finca al norte de aquí, cerca de la ciudad de Arimya, de la que nuestro amigo parece ser el propietario, aunque nunca la habrá visto. Puse a gente a vigilar el lugar hace varias semanas, por si acaso, y esos colaboradores me dicen que está allí ahora mismo. Parece haber perdido el sentido común. O tal vez simplemente se cansó de vivir fuera del zigurat. En cualquier caso, estaré en posición dentro de dos días, y pronto tus preocupaciones habrán llegado a su fin. Incluso puede que quieras reunirte conmigo; la casa está sólo a dos días de viaje desde el campamento del ejército. En cualquier caso, me quedaré aquí a la espera de nuevas instrucciones cuando haya asegurado nuestro objetivo. Sé que querrás verlos por ti mismo antes de tomar ninguna decisión final.
Deséame la suerte de Mot, hermano. Siento que el dios se acercará pronto al mundo este año. Dicen que acompaña el avance de los macht, y que su oscuridad se refleja en los rostros del enemigo.
Una última observación. El correo que lleva esta carta es un tipo digno de atención, que tuvo que recorrer todo el este de Pleninash para encontrarme. Le he sondeado, y mi instinto me dice que vale la pena ganarse su afecto. Es un jinete nato, que posee discreción y sentido común. Tales cualidades deben ser reconocidas. Úsalo para enviarme tu respuesta. Su antiguo patrón ha dejado de merecer su lealtad, por cierto.
K.
Allí estaba. Rakhsar había sido localizado al fin.
Kouros se levantó de un salto y empezó a recorrer la tienda febrilmente. No había espacio suficiente para su alegría; salió de la estancia, sobresaltando al chambelán y provocando miradas de sorpresa de los guardias.
La oscuridad de fuera, que apenas era oscuridad. El mundo prácticamente ardía de luz. Las dos lunas estaban en el cielo, y Firghe casi llena. Entre ellas, las estrellas trazaban una centelleante cola de diamantes. Y abajo, las hogueras del ejército se extendían hasta donde alcanzaba la vista, una extensión grande como una ciudad, un conjunto de luces sembradas sobre la tierra durmiente y en plena floración.
«Soy un hombre mejor», pensó Kouros. «Él me lo ha dicho, y es cierto. Y Rakhsar también lo sabrá antes de morir. Y Roshana… Roshana me sentirá en su carne. Conocerá mi fuerza. Le daré placer en el dolor. La poseeré. La encadenaré. Se arrodillará desnuda a mis pies y me rogará que la acaricie antes de acabar con ella».
—¡Anarish! —rugió, resplandeciente de júbilo, y el aliento le llenó los pulmones como el vino—. Envíame al mensajero. Y haz que ensillen a los caballos y preparen un viaje. Despide a los guardias de la noche y envíame al turno de la mañana. ¡Date prisa, Anarish!
La luz negra del interior de su alma estaba en plena floración, riendo y danzando de alegría.