11

Una copa de vino

Después de Irunshahr, el ejército formó y emprendió la marcha hacia el este. La bandera del cuervo aleteaba al viento sobre la torre más alta de la fortaleza, y los soldados fueron despedidos por los vítores de los tres mil macht que se quedarían atrás para defender la última adquisición de Corvus. Estarían al mando de Valerian, el Cabeza de Perro del rostro arruinado que una vez había amado a la hija de Rictus.

Su designación constituía un ascenso, pero él no la había tomado bien. Durante toda su vida adulta, Valerian había marchado con Rictus, Fornyx y los Cabezas de Perro. Era uno de los originales, una raza casi extinguida. Pero iba a tener que vivir en un palacio con tres morai enteras que dirigir y una ciudad que administrar, y le parecía casi un castigo.

Porque iba a perderse la gran batalla que se avecinaba, una batalla cuyos ecos resonarían a través de la historia, como la de Kunaksa.

Por orden de Corvus, Rictus le había convencido de aceptar el mando. Había habido un tiempo en que a Rictus le hubiera encantado ver a su hija casada con aquel joven de rostro desfigurado y espíritu gentil al que había llegado a querer casi como a un hijo. Pero todo aquello había quedado en el pasado. Rian nadaba con fuerza en la marea de su propia vida, y Valerian era un hombre lo bastante bueno para no sentirse resentido por ello. Y también era digno de confianza. Ni siquiera Rictus pudo pensar en un hombre más adecuado para el puesto. Si llegaba el momento, Valerian moriría en las murallas de Irunshahr antes que abrir las puertas a cualquiera que no fuera Rictus y su rey.

Sin embargo, para Rictus fue un golpe encontrarse de nuevo marchando con las filas de aquellos hombres en quienes confiaba algo reducidas. Y los Cabezas de Perro también lo sintieron. Kesiro, un mujeriego corpulento y fanfarrón que había sido el portaestandarte los últimos diez años, fue ascendido a segundo por debajo de Fornyx.

La posición de Rictus en el ejército era cada vez más nebulosa, pero se daba por sentado en general que si Corvus quedaba incapacitado, le correspondería a Rictus tomar el mando. Ni siquiera Demetrius lo discutía. Pero en ocasiones Rictus se sentía algo desplazado. Fornyx dirigía a los Cabezas de Perro tan bien como lo había hecho Rictus, lo que no era extraño, ya que Rictus había moldeado y adiestrado al joven desde temprana edad. Y el propio Rictus había acabado convertido en algo parecido al intendente general y asesor militar de Corvus.

El papel de consejero sabio empezaba a irritarle. Era posible que le costara un poco obligar a sus extremidades a moverse en las mañanas frías, pero todavía era capaz de luchar. Aún podía formar parte de la primera línea en caso necesario.

El ejército marchaba por la carretera imperial, en filas de diez hombres, mientras la caballería y los igranianos de Druze se adelantaban para estudiar el terreno y tomar nota de cuáles eran las regiones más ricas en alimento y ganado. Mientras el ejército marchaba hacia el este, los rebaños de vacas y cabras eran conducidos al oeste, para unirse a la despensa móvil en mitad del tren de intendencia. Y Corvus también enviaba a grupos montados hacia el sur, atentos a cualquier noticia del rey Proxanon y sus cinco legiones.

Viajaron de aquel modo durante dos semanas, aprovisionándose como una plaga de langostas, pero las riquezas de Pleninash eran tales que no dejaban hambre ni escasez a su paso, y Corvus mantenía a los hombres férreamente controlados. Sólo en una ocasión había tenido que erigir el cadalso y reunir al ejército para presenciar un castigo. Tres hombres, reclutas, habían abandonado la línea de marcha para saquear una granja y forzar a una mujer hufsa que habían encontrado allí. Su centurión les capturó; Corvus ordenó que les ahorcaran sin piedad ni vacilación, y dejó sus cadáveres colgados para los cuervos mientras todo el ejército pasaba junto a ellos. Aquél era el mismo joven afable que recorría la columna todos los días interesándose por la salud de los hombres, y que les contaba historias picantes en torno a las hogueras por las noches. Muchos observaron su rostro mientras los tres hombres morían en el cadalso; una máscara severa y pálida que de algún modo no parecía humana.

No hubo más desobediencia después de aquello, ni más hombres que no contestaran al pasar lista por las mañanas.

Si había algo fuera de lugar, algo que molestaba a todos los miembros del ejército, fuera cual fuera su rango, era la ausencia del enemigo. A lo largo de la carretera imperial, que tiraba de ellos como una cinta atada al corazón vivo del Imperio, las tropas aceptaron la rendición de otras dos grandes ciudades, Anaris y Edom, metrópolis prósperas sobre altos montículos al estilo kufr, y visibles a lo largo de decenas de pasangs sobre las llanuras. Ambas se rindieron igual que había hecho Irunshahr, abriendo sus puertas sin resistencia, y abriendo poco después también sus graneros y tesoros.

Hubo satisfacción ante aquellas victorias, y los hombres valoraban el hecho de no tener nunca el estómago vacío tras la marcha del día, pero la sensación de aventura épica que les había acompañado mientras cruzaban las Korash había desaparecido. Los centuriones empezaron a informar de que los hombres murmuraban en torno a los centones comunes mientras preparaban la comida nocturna. Marcharían eternamente, capturando ciudad tras ciudad, pero… ¿para qué? Les pagaban lo mismo de siempre, y nadie se enriquecía a pesar de la increíble riqueza exhibida en todas las ciudades por donde pasaban. Tenía que haber algo más en aquella expedición. En aquel momento, no tenían los bolsillos más llenos que si se hubieran quedado sirviendo en las Harukush, y desde el río Haneikos apenas había habido ninguna batalla digna de tal nombre.

—Están aburridos —dijo Rictus a los demás mariscales una noche, mientras entraba a grandes zancadas en la tienda del rey y se sacudía el agua de la capa. Durante los últimos días habían soportado una lluvia oscura y densa, aunque el calor seguía siendo sofocante, y el bronce empezaba a cubrirse de verdín; el moho atacaba todas las correas de cuero, y la misma tela de sus ropas empezaba a pudrirse sobre sus cuerpos.

—Comen como cerdos, y no han tenido que desangrarse en una línea de batalla desde hace más de dos meses —replicó Demetrius—. ¿Es que esos malditos estúpidos no se dan cuenta de lo afortunados que son?

—Los soldados pueden ser volubles como muchachas, especialmente los veteranos —dijo Fornyx. Tenía una copa de vino en las manos y la mirada fija en un brasero innecesario, mientras vigilaba las ranas ensartadas que siseaban sobre el carbón. Suspiró y vació la copa, vertiendo las últimas gotas sobre el suelo de la tienda—. Para Haukos, que nos dé paciencia.

—¿No hay noticias del este? —dijo Rictus. Tendió la mano, y Teresian le entregó una copa rebosante.

—Ni una palabra —gruñó el cabeza de paja—. Debe de estar aún en las Magron. He oído contar cómo viaja el gran rey. Dicen que lleva consigo a su harén. ¿Cuántas carretas de mujeres creéis que está arrastrando sobre las montañas?

—Tengo la tentación de ir a ayudarle —dijo Fornyx con vehemencia—. Ha pasado tanto tiempo que tengo telarañas en las ingles.

—Conozco la sensación —intervino el moreno Druze desde un rincón—. Os lo digo de veras, hermanos, algunos de los nuevos reclutas están empezando a parecerme apetitosos.

Se echaron a reír, y aún reían cuando el rey entró en la tienda, con el cabello negro aplastado por la lluvia, y su rostro más parecido que nunca a una máscara de huesos inmutables. Iba cubierto de barro hasta la cintura, y terrones de arcilla cayeron sobre sus piernas desnudas mientras permanecía inmóvil un momento y les recorría a todos con una rápida mirada.

Un paje acudió para tomar su capa, y el rey sonrió mecánicamente al muchacho, pero su expresión era lejana.

—Poneos cómodos —dijo suavemente, pero había algo en su tono que hizo que todos se levantaran—. Parmenios y yo hemos estado sacando carretas del barro algo más abajo —dijo, en el mismo tono suave—. Creo que mis carreteros se están volviendo descuidados.

Rictus entregó al rey su propia copa. Corvus la levantó y vació el contenido de un trago. Luego la arrojó a un lado.

—Nos estamos relajando. Marchamos, y capturamos las ciudades del mundo igual que un hombre recoge higos de un árbol. —Se adelantó, se secó el cabello mojado, rechazó la toalla de lino ofrecida por otro de los pajes y se quedó junto a la larga mesa que ordenaba montar en la tienda al final de la marcha de cada día. El progreso del ejército estaba marcado con tinta sobre el mapa que la cubría.

Aquella noche había algo diferente en el rey. Una energía contenida que crepitaba y era percibida por todos, igual que un perro huele una tormenta cercana.

—¿Recordáis cómo lucharon en el Haneikos, hermanos? ¿Cómo tú, Rictus, y Fornyx, y Teresian, os mantuvisteis firmes escudo con escudo en el río, y construisteis una presa con los cadáveres?

Se apartó de la mesa. Le brillaban los ojos, y una sonrisa extraña deformaba su boca.

—Fue glorioso, ¿no es cierto? —Golpeó la mesa con el puño, con tanta fuerza que la madera saltó—. Una vez te dije, Rictus, que si no fuera por la gloria no estaría aquí. Lo decía de veras.

—Lo sé —dijo Rictus en voz baja.

—Si me conformara con riquezas, poder y una corona, podía haberme quedado en Machran. No vine al Imperio para hacerme rico, hermanos. Vine para hacerme un nombre, para hacer historia. —Señaló a Rictus—. Ese hombre es una leyenda. Llevó a los Diez Mil a casa, o lo que quedaba de ellos, los llevó hasta la orilla del mar y se ganó un lugar en todos los libros de historia que se escribirán. Antes de que Rictus dirigiera a los Diez Mil, les dirigía otro hombre, llamado Jason de Pherai. ¿Hay alguien de aquí, a excepción de Rictus, que conozca su nombre?

Miradas vacías. Olor a rana quemada.

—Claro que no. Murió en una pelea en una taberna de Sinon. Pero fue él quien asumió el liderazgo de los macht tras el asesinato de sus generales en Kunaksa, quien los guió en su marcha al oeste hasta las Korash. Era mi padre.

Hacía casi una década que los mariscales conocían a aquel joven, y nunca había contado la historia a nadie salvo a Rictus y Fornyx. Los oficiales miraron estupefactos a su rey.

—Nunca conocí a un hombre mejor… —empezó a decir Rictus.

—¡Ha sido olvidado! ¿Veis lo fácilmente que eso ocurre, hermanos? ¿Lo rápido que caemos por las grietas de la historia, nuestros nombres perdidos, nuestras hazañas convertidas en polvo? —De nuevo aquella sonrisa extraña que parecía tener algo de inhumano—. Eso no nos ocurrirá ni a mi ni a vosotros. No lo permitiré.

Golpeó de nuevo la mesa.

—Los hombres de Marcan han enviado noticias. El gran rey ha cruzado las montañas. Ha completado las levas. Mientras estamos aquí, él cruza el río Bekai en Carchanis, a unos cuatrocientos pasangs de distancia.

Un coro de exclamaciones. Los mariscales se congregaron en torno a la mesa del mapa. Las copas de vino se dejaron a un lado. Fornyx barrió las ramas quemadas del brasero con un movimiento de su mano y se frotó la barba, con los ojos tan abiertos como un ciervo.

—Esas carretas de mujeres van más aprisa de lo que pensábamos —dijo.

—¿Sabemos algo sobre su número? —preguntó Demetrius.

—Podemos dar por sentado que serán muchos —dijo Corvus con una sonrisa más humana. Volátil como siempre, las reacciones de los generales parecían haberle animado. Sólo Rictus y Ardashir se mantuvieron apartados de la mesa, observando al rey en silencio—. Hermanos, esto lo cambia todo. El gran rey no está en la carretera imperial. Se ha dirigido al norte, siguiendo la línea del Bekai y llamando a sus últimas levas a su paso. Carchanis será su base de operaciones, y el río protegerá su flanco izquierdo y su retaguardia. Sólo tiene que esperamos en línea de batalla, y esto empezará.

—Si ha llegado tan lejos, no dejará el río detrás de él, no es lo bastante estúpido. —Era Demetrius, con la cabeza inclinada para acercar su ojo al mapa—. Vendrá, Corvus. Marchará al oeste, para dar a su caballería espacio para desplegarse.

—Eso creo —dijo el rey.

—Cuatrocientos pasangs… Son quince días de marcha, y menos si los dos ejércitos convergen —murmuró Fornyx. Se mordió la barba.

—Podemos esperar sus avanzadillas en cualquier momento —dijo Druze, y su rostro oscuro quedó partido por una amplia sonrisa blanca.

—El ejército debe conocer esta noticia —dijo bruscamente Corvus—. Hermanos, no hay tiempo que perder. Nuestro paseo por el Imperio está a punto de convertirse en algo serio. Quiero que todos vayáis en busca de vuestros hombres y divulguéis la noticia entre los centones.

—Se mearán encima cuando lo oigan —dijo Teresian con una carcajada.

—Al amanecer os quiero a todos aquí. Celebraremos una reunión del estado mayor antes de desmontar la tienda. Después habrá que acelerar el paso, y reforzar las columnas. Druze tiene razón: si la hueste principal del enemigo está en Carchanis, habrá enviado tropas ligeras en nuestra busca. Debemos destruirlas. Ardashir, tú advertirás a los Compañeros. Druze, tus igranianos trabajarán con ellos. Es todo. Ahora marchaos. Hay mucho que hacer antes de que amanezca.

Los mariscales salieron en tropel, conversando entre ellos. Ardashir se volvió hacia Rictus y dijo en voz baja:

—Ha olvidado algo.

—No ha olvidado nada —replicó Rictus.

El alto kefren parecía profundamente preocupado.

—Tengo intención de decirlo, Ardashir —dijo Rictus.

Ardashir le tocó un brazo, como si quisiera tranquilizarse, y luego salió en pos de los demás.

Corvus se inclinó sobre el mapa como un hombre perdido en un libro. Enderezó una copa de vino y frotó el pergamino con el rastro rojo que había dejado.

—Que se retiren todos los pajes —dijo con voz clara, y los dos muchachos de la puerta, que habían escuchado lo ocurrido con los ojos muy abiertos, salieron de la tienda.

La lluvia era como un trueno sobre el toldo de cuero que les cubría. Corvus no se volvió.

—No te has ido con los demás, Rictus.

—No tengo mando. Fornyx dirige a los Cabezas de Perro ahora. Sólo soy…

—¿Una mascota? —Corvus se volvió y sonrió para quitar carga a la palabra.

—Soy tu consejero; soy…

—A veces creo que eres la sombra de Antimone, siempre mirando por encima de mi hombro.

—No se lo has dicho todo, ¿verdad, Corvus?

El rey se sirvió algo de vino, llenó una segunda copa y la dejó sobre la mesa. Rictus no la tocó.

—Les he dicho lo que querían oír, lo que el ejército necesitaba oír. Y era la verdad.

—Pero no toda la verdad.

—¡Maldita sea, Rictus, hay hombres que tienen esposas más fáciles de soportar que tú!

—Y padres.

—Tú no eres mi padre.

—Pero le conocí. Era mi mejor amigo, y un hombre mejor que yo. No ha sido olvidado, y tú tampoco lo serás.

—Gracias por tranquilizarme. Ahora di lo que quieres decir.

—No permitas que tu hambre de gloria conduzca a esos hombres a muertes innecesarias, Corvus. Ahora mismo no has mencionado al rey Proxanon ni a las legiones juthas. ¿A qué se debe?

Corvus apoyó ambas manos sobre la mesa y miró fijamente el pergamino manchado, las líneas y nombres, las montañas y ríos dibujados. Todo un mundo, una inmensidad de ambición contenida encima de una mesa.

—Creí que Fornyx sería el primero en darse cuenta.

—A veces puedes engañarle incluso a él. Pero yo te conozco mejor que ninguno de ellos, Corvus, excepto Ardashir.

—¿De veras? Supongo que es cierto. Eres el único ante quien siempre siento que tengo que dar explicaciones, Rictus.

Suspiró, como resignado, pero Rictus no creía que aquello fuera lo que sentía.

—El gran rey se enteró de nuestro acuerdo con Proxanon. Ha enviado un ejército a atacar Jutha. Las legiones no podrán reunirse con nosotros a tiempo. Ya han entablado batalla en algún lugar al oeste de la ciudad de Hadith, a tres semanas de distancia.

—¿Dónde está Marcan?

—Le he enviado al sur, a reunirse con su gente e informar a su padre de mis planes. Es posible que aún tenga tiempo de regresar con nosotros.

Rictus exhaló suavemente.

—¿Y cuántos hombres tiene el gran rey, Corvus? No me digas que no lo sabes.

—Destacó una fuerza de buen tamaño para atacar a Proxanon, pero los juthos calculan que la hueste principal tendrá unas doscientas mil lanzas.

Rictus se acercó a la mesa, tomó la copa de vino y vació la mitad de un trago, mostrando los dientes ante su fuerte sabor.

—Incluso con los refuerzos recientes, nosotros sólo podemos poner a treinta y cinco mil hombres en la línea de batalla.

—Treinta y seis —le rectificó Corvus.

—Y tienes intención de presentar batalla.

—La tengo.

Rictus dirigió una mirada furiosa al joven. Golpeó con el nudillo la negra coraza que llevaba Corvus, idéntica a la suya.

—Esto no te vuelve inmortal, Corvus.

El rey le dirigió una sonrisa tensa.

—Pero ayuda.

—No podemos hacer esto. Debemos esperar a que llegue Proxanon. Necesitamos esas lanzas extra. ¡Por la sangre de Antimone, Corvus, nos doblarán en número!

—No esperaremos. No hay garantías de que Proxanon vaya a salir victorioso en el campo de batalla. Podríamos encontrarnos con un ejército imperial victorioso en nuestra retaguardia, además de tener delante la hueste del gran rey. Es mejor moverse ahora, y moverse aprisa. Los números no cuentan tanto como la sorpresa. Y tengo la esperanza de darle al gran rey una sorpresa realmente desagradable, Rictus. Lo anunciaré por la mañana. Avanzaremos a marchas forzadas a partir de ahora.

Estaba entusiasmado, incluso exaltado. Dos manchas de color ardían en aquel rostro pálido y terrible.

—Si derrotamos al ejército del gran rey nosotros solos… nosotros solos, Rictus… habremos roto su control del Imperio. Se desmembrará. Y, lo que es más, el vencedor habrá sido un ejército macht, sin aliados, sin ayuda de los kufr ni de nadie más.

Exasperado, Rictus estalló.

—Por el amor de Dios, Corvus. ¡Tú eres medio kufr!

La copa de vino se levantó en un remolino y golpeó el pómulo de Rictus, haciendo que se tambaleara. El vino voló por el aire, le empapó la capa y corrió por su coraza negra en riachuelos oscuros como la sangre.

Se irguió, parpadeando para liberar sus ojos del escozor del líquido. Veinte años atrás, incluso diez, se hubiera lanzado contra Corvus después de aquello, fuese rey o no. Pero se limitó a quedarse inmóvil, con un zumbido en la cabeza y una gran tristeza invadiéndole la mente.

Corvus se llevó ambas manos a la boca como una mujer.

—¡Rictus! Rictus, hermano mío, lo siento mucho.

Rictus se volvió.

—He recibido bofetadas más fuertes de las putas —dijo. Y salió a la noche azotada por la lluvia, cegado por el vino y el resplandor cálido y creciente de su propia furia.