Aprendiendo asurio
Rakhsar se arrodilló en el agua sucia de la zanja y respiró suavemente por la boca, ignorando los mosquitos que zumbaban en torno a su rostro. Ante él, la carretera estaba despejada, y la única luz era la de una antorcha solitaria que chisporroteaba en un aplique en la pared del puesto de guardia, con polillas grandes como gorriones revoloteando a su alrededor.
Levantó la vista. Firghe, la luna de la furia, se estaba poniendo, y el resplandor pálido de Anande había empezado a elevarse en el nordeste. Por todo el cielo entre las dos lunas, las estrellas brillaban en una confusión de lentejuelas de luz. Se sentía como si llevara mucho tiempo contemplando las estrellas, las lunas y el negro cielo nocturno. Apenas podía imaginar lo que sería caminar erguido y sin miedo bajo el sol.
«Sigo aquí», pensó. «He llegado hasta aquí, y soy el hijo de mi padre».
Se llevó la empuñadura de la cimitarra a los hinchados labios y chupó suavemente. Tenía mucha sed, porque había estado tumbado todo el día, y los insectos del valle del río Bekai les habían chupado la sangre hasta dejarlos secos. El agua apestosa de las zanjas aún no le había tentado, al contrario que a Roshana.
Se volvió, con los ojos convertidos en destellos violeta en la oscuridad, e hizo una señal a las sombras más profundas de la zanja. Había altos irises a ambos lados, creando un espacio casi tan bueno como un túnel, pero Rakhsar había llegado a odiar apasionadamente su fragancia. Si alguna vez se sentaba en el trono, en su palacio no habría irises en diez pasangs a la redonda.
El muchacho fue el primero en llegar chapoteando a su lado, con su piel oscura como un camuflaje perfecto en la noche, del mismo color que el barro desteñido por el sol.
—Ya sabes lo que debes hacer —dijo Rakhsar, y Kurun asintió.
Salió de la zanja y echó a andar por la carretera, una sombra oscura entre el polvo. Luego corrió en silencio hacia el puesto de guardia; una sombra pasajera, nada más.
Roshana estaba junto a él, respirando pesadamente, con el rostro oscurecido por la suciedad. Le tocó suavemente la mejilla, y sintió las hinchazones de las picaduras que le rodeaban los ojos. Tras ellos, la enorme silueta de Ushau se irguió en la zanja como la pesadilla de algún niño.
—Asegúrate de que no tropieza —dijo Rakhsar en un siseo brusco al gigantesco hufsan, y Ushau asintió.
La sombra reapareció a un lado del edificio más cercano, y les hizo una señal.
—Hora de irse —dijo Rakhsar en un susurro, y salió de la zanja. Iba descalzo, pues el barro había absorbido el calzado de todos hacía días, y al ponerse en pie sobre la carretera, la agonía familiar de las ampollas empezó a palpitar de nuevo.
«¡Zapatillas!», pensó. «Y yo que consideraba que sabía ir por el mundo. No sabíamos nada».
Roshana fue arrastrada fuera de la zanja por Ushau, protestando débilmente. Apenas podía llevar su propio peso, y ante un gesto de impaciencia de Rakhsar, el gran hufsan la tomó en brazos, como había hecho con Kurun durante los primeros días de su huida.
Cruzaron torpemente hasta el otro lado de la carretera. Rakhsar escupió de dolor y furia, y su cimitarra era un destello carmín bajo la última luz de la luna roja.
Un caballo resopló suavemente entre las sombras tras el edificio. Kurun estaba ya levantando un ronzal de un gancho en la pared. Oyeron risas en el interior, y vieron el resplandor amarillo de una lámpara bajo la puerta de madera mal encajada.
La puerta se abrió, y la luz fue como una explosión blanca y silenciosa en la noche, hasta tal punto se habían acostumbrado a la oscuridad los ojos de Rakhsar.
—¡Dos caballos! —siseó a Kurun, y luego se movió con una extraña ligereza y felicidad, sosteniendo la cimitarra con las dos manos y con la hoja apoyada en el hombro derecho.
Una silueta oscura en el umbral y el inicio de un grito, sentido más que oído. Rakhsar blandió la espada con la furia contenida de todo el día, y la hermosa hoja golpeó en la mandíbula a la figura de la puerta.
La espada atravesó carne y huesos, fiel a la función para la que la habían creado, y el excelente acero continuó su arco a través de las costillas hasta quedar libre de nuevo. La forma del umbral cayó en dos pedazos limpiamente cortados. Algo parecido a la risa gorgoteó en la garganta de Rakhsar. Se recuperó, como le habían enseñado a hacer los mejores maestros de armas del Imperio, y cuando el segundo hufsan surgió de la luz, le ensartó tan limpiamente como a una rana en un espetón.
Se recuperó de nuevo. La puerta estaba bloqueada por los cadáveres, o sus fragmentos, y ni siquiera el polvo podía disimular las cuerdas resbaladizas de vísceras que surgían de los cuerpos como el excremento de un esfínter con disentería.
—¡Rakhsar! —La voz de Roshana, áspera y baja.
Retrocedió. La noche se había llenado de gritos, y la luna roja se había puesto. Anande, a quien los macht llamaban Phobos, la luna del miedo, había salido, y Rakhsar permaneció bajo la fría luz de las estrellas y se echó a reír.
Los caballos empezaron a patear, presas del pánico ante el olor a sangre. Ushau había montado en uno, incongruente como un perro sobre una silla, con Roshana en brazos. Kurun se agarraba a la grupa del otro, con los puños aferrados a su crin. El animal estuvo a punto de encabritarse bajo su peso, pero él se agarró con la tenacidad propia de la ciudad subterránea.
Había otros hufsan horrorizados en el umbral, con los pies hundidos en la ciénaga de las vísceras de sus compañeros. Vieron a Rakhsar en pie ante ellos con su cimitarra manchada de negro, los ojos resplandecientes como los de un lobo bajo una antorcha, y una amplia sonrisa en mitad del rostro.
—¡Venid a por mí, si os atrevéis! —gritó, y la felicidad y las carcajadas se concentraron en su pecho, hasta que sintió que apenas podía respirar, y tampoco lo necesitaba.
Las siluetas retrocedieron, regresando a la luz de la lámpara y la cordura del interior. Rakhsar saltó la valla, y con otro salto estuvo montado detrás de Kurun. Sintió que el caballo se estremecía debajo de él, consciente de que ahora llevaba a alguien capaz de dominarlo, alguien que no toleraría ninguna rebelión.
Todavía riendo, Rakhsar pateó las costillas del animal, que se puso de inmediato al trote, mientras tras él su compañero le imitaba dócilmente. Ushau le golpeaba el lomo con un enorme puño, y Roshana era una figura inerte delante de él, con su rostro pálido rodeado por una maraña de cabello negro y sucio.
Galoparon como locos por la carretera imperial entre una pálida nube de polvo iluminada por la luna, y cuando dejaron atrás el puesto de guardia todo volvió a quedar oscuro y en silencio, a excepción de los esfuerzos de las bestias que los llevaban. Rakhsar siempre había sido un buen jinete, pero Kurun saltaba como un saco sobre el cuello del animal, y Rakhsar le oyó gritar de dolor, con los puños apretados contra la entrepierna.
—Levanta una pierna. Yo te sostendré —dijo al muchacho, y Kurun se retorció hasta quedar sentado de lado sobre el caballo. Sólo el brazo de Rakhsar impedía que se deslizara hasta el suelo con los pies por delante. Rakhsar besó al muchacho en el cuello, salado y cubierto de polvo, y apretó el cuerpo de su montura con las rodillas hasta que el animal gruñó. Miró hacia atrás, y vio que Ushau seguía forzando a su propio caballo, con cierto efecto, pues la bestia trataba con todas sus fuerzas de mantenerse a su altura. Rakhsar pasó de nuevo al trote.
—La próxima parada es Arimya —dijo al oído de Kurun—. Allí tengo una finca que nunca he visto, y necesito un baño y una cama.
—Sí, señor —dijo Kurun.
—Y tú también, mi apestoso amiguito.
Dejaron la carretera y echaron a andar a través de los campos y caminos del lado norte antes del amanecer. Mientras se quedaban inmóviles, ocultos entre arbustos de tamariscos, vieron pasar a sus perseguidores. Una docena de soldados hufsan montados en los resistentes ponis empleados por los rangos inferiores, trotando por la ancha carretera de piedra y hablando a gritos, con lanzas en los puños y la aprensión reflejada en los rostros.
Pasaron de largo, y los viajeros suspiraron de alivio.
—Tenemos la suerte de Mot con nosotros —dijo Rakhsar.
—No digas esas cosas —espetó su hermana.
—Nos hemos convertido en criaturas de la noche, Roshana, seres que viven gracias a la astucia y el crimen. Somos hijos de Mot. Bel nos ha ocultado su rostro.
Roshana no habló, sino que se dirigió torpemente a los arbustos con un gemido y se agazapó allí. Oyeron que el líquido brotaba de ella. Unas semanas atrás, Rakhsar se hubiera escandalizado. Pero se limitó a recoger unas cuantas hojas y hierba seca y reunirse con su hermana en las profundidades de la maleza.
Estaba tumbada de lado, con la falda levantada y las piernas blancas dobladas contra el estómago como las de un bebé aún no nacido.
Rakhsar la miró e hizo una mueca.
—¡Kurun!
El muchacho se acercó al instante.
—¿Amo?
—Limpia a mi hermana.
El chico vaciló, y con infinita ternura empezó a limpiar la suciedad que manchaba las nalgas, muslos y partes íntimas de Roshana.
—¿Cuánto hace que no comes? —preguntó Rakhsar a su melliza, con el rostro cerca del suyo.
—Nada de comida. No puedo soportar ni siquiera la idea.
—Estamos lejos del jardín y los ruiseñores, Roshana. Tienes que mantenerte con vida.
—Quiero agua limpia. Tengo mucha sed.
—Encontraremos agua esta noche. —No habían sido conscientes de hasta qué punto era distinto el mundo fuera del palacio. No sólo en las cosas más obvias, sino en la misma comida que consumían y el agua que tanto necesitaban. Los campesinos y granjeros de Pleninash bebían un líquido opaco como la sopa, lo llamaban agua, y parecía sentarles bien, igual que a Kurun y Ushau. Rakhsar podía tolerarlo a duras penas, pero había destrozado a Roshana.
—Esta noche dormiremos cómodamente —dijo Rakhsar con fiereza—. Te lo prometo.
Junto a él, Kurun terminó su tarea y cubrió las piernas de Roshana con su ropa. Vacilante, palmeó el muslo de la princesa kefren.
—Aparta tus zarpas de mi hermana —espetó Rakhsar.
—Perdóname, señor.
—No olvides tu situación, Kurun. Te valoro mucho, pero sigues siendo sólo un esclavo.
El chico bajó la cabeza.
—Sí, amo.
—Bien. —Rakhsar tocó a Kurun bajó la barbilla, haciéndole levantar la cabeza—. Ahora ayúdame a llevarla hasta los caballos.
Fuera de la carretera, el terreno era un conjunto de campos vallados donde el arroz crecía verde y denso en el agua. Había pasarelas elevadas de tierra roja que los viajeros recorrían en fila india, y cada una de ellas conducía a un bosquecillo de árboles frutales que ya habían aprendido a dejar en paz, pues la fruta aún no estaba madura, aunque la mera visión de los melocotones y peras colgados de las ramas llenaba de saliva sus castigadas bocas.
En el centro de cada grupo de campos y huertos había una cabaña de arcilla con la tierra apisonada para crear un patio a su alrededor, a veces con un tosco corral de madera que albergaba unas cuantas gallinas, o un par de cerdos. Habían evitado aquellos pequeños enclaves hasta aquel momento, pero Rakhsar no sabía cuántas noches más al aire libre podría soportar su hermana.
Aquella noche sería distinta.
Una mujer hufsa les vio al dirigirse al pozo con un cubo de cuero. Se detuvo en seco. Un chiquillo desnudo llegó corriendo detrás de ella, se agarró a su falda y empezó a llorar.
—Habla con ella —dijo Rakhsar a Kurun—. Dile que queremos comida, agua limpia y hervida, y un lugar para dormir. Pagaré a su marido. —Su mano descansaba en la empuñadura de la cimitarra y se aseguró de que la mujer lo viera.
Razonar con la gente era algo interminable. Rakhsar no estaba habituado a ello. Toda su vida se había limitado a decir lo que quería y lo había tenido al instante. Apenas podía desenvolverse en el asurio común que hablaban los hufsan, y tal al interior del Imperio, la gente no sabía kefren.
«Y, sin embargo, éste también es mi país».
Les había sido más fácil cruzar las Magron, pues había más lugares donde esconderse en las tierras altas, el agua era buena, y la gente fuerte y hospitalaria, acostumbrada a las idas y venidas de los kefren de casta alta. Su viaje por las montañas había estado más de acuerdo con las nociones de Rakhsar de lo que debía ser una escapada heroica. Al menos al principio.
Habían perdido a Maidek y Maryam en una avalancha, y también a los caballos. Ushau había sacado a todos los demás de entre las capas de nieve asfixiante, y habían hecho a pie el resto de la travesía. Se habían convertido en ladrones en la noche, robando y cazando furtivamente para comer, asustados de cada sombra, apenas capaces de encender un fuego en la oscuridad para evitar que se les helara la sangre en las venas. Como perros, se habían acostado juntos, olvidando todas las diferencias de casta y situación social en la lucha por la supervivencia.
Pero todo aquello les había endurecido. Kurun se había curado con la increíble velocidad de los jóvenes, y Ushau era prácticamente indestructible. Rakhsar también se había adaptado; había algo profundamente enterrado en él capaz de enfrentarse al desafío. Incluso de disfrutar con él, como un hombre furioso disfruta de su propia ira.
Pero Roshana se había ido apagando ante sus ojos, como un pájaro incapaz de acostumbrarse a la vida fuera de la jaula.
Y una idea había empezado a atormentar los pensamientos de Rakhsar en las horas más oscuras de la noche.
«¿Y si muere?» E incluso: «Nos hace ir demasiado despacio. Tal vez sería mejor dejarla en algún lugar seguro».
Pero si lo hacían, Ushau se quedaría con ella, sin duda. Tal vez el chico también. Rakhsar no se hacia ilusiones respecto a su capacidad de generar lealtad.
De modo que habían seguido adelante, hasta llegar al fin a las llanuras húmedas y cálidas del Imperio Medio, una comarca vacilante rodeada de barro, insectos y agua sucia. Nadie preguntó a Rakhsar adónde se dirigían, y había momentos en que él mismo lo ignoraba. Sólo sabía que debían continuar hacia el oeste, por delante de los agentes de Kouros. No podían dejar de moverse. Habían llegado demasiado lejos para que les capturaran.
Pero también sabía que no podrían aguantar muchos pasangs más.
El interior de la cabaña de barro estaba ennegrecido por el humo, y el suelo de tierra pisoteado hasta adquirir la dureza del mármol. La mujer estaba preparando tortas en una parrilla de piedra sobre el fuego, dándoles la vuelta con los movimientos fáciles propios de la larga práctica. El niño se le agarraba a la pierna, y cuando un chorro de orina goteó por la suya, un perrito salió de un rincón y la lamió hasta limpiarla, antes de volver a retirarse con aire de disculpa.
Roshana yacía sobre una plataforma de barro, cubierta por una gruesa esterilla de juncos tejidos. Aparte de dos taburetes construidos con los cilindros huecos de un tronco de palmera, aquél era todo el mobiliario de la casa. La mujer tenía una gran cacerola poco profunda de hierro de mala calidad, que descolgó de su lugar en la pared como si fuera la corona de un rey. Tras depositarla sobre las brasas, vertió en ella aceite de un odre y luego echó unas cuantas verduras y algo de maíz. Lo agitó durante unos segundos, luego inclinó la cacerola y vació su contenido sobre dos tortas de pan. Las enrolló, las partió por la mitad y las ofreció a los demás.
Nadie habló. A Rakhsar le pareció que no había probado nada tan bueno en toda su vida. Kurun sonrió a la mujer desde el lugar donde se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y ella le devolvió la sonrisa, respondiendo a su juventud y atractivo. Ushau le dio las gracias gravemente en asurio, rezó brevemente sobre su comida y la devoró en dos bocados, cerrando los ojos al masticar.
Roshana no pudo comer. Tiritaba sobre los juncos tejidos, aunque hacía mucho calor en la cabaña. La mujer se inclinó sobre ella, le tocó la frente blanca, olfateó y, antes de que Rakhsar pudiera detenerla, había levantado la única de su hermana y observaba su cuerpo con el ceño fruncido.
Rakhsar se levantó de un salto.
—¡No la toques!
La mujer se encogió, y el niño se echó a llorar. En su rincón, el perrito enseñó los dientes y gruñó.
—Amo, no quiere hacer ningún daño —dijo Kurun. El muchacho se levantó y extendió las manos, como un sacerdote bendiciéndoles a ambos.
—Mi hermana no está para que la mire una perra hufsa del pantano.
La mujer habló, tomando al niño en brazos, señalando con un gesto a Roshana y luego a Rakhsar.
—Quiere que nos vayamos.
Rakhsar metió la mano en el portamonedas de su faja, ya tan flaco como la misma faja. Encontró dos óbolos de cobre y se los tendió.
—Dáselos. Dile que mi hermana tiene que dormir aquí esta noche. No podemos marcharnos.
La mujer tomó el dinero, y en sus ojos apareció una mirada astuta. Volvió a hablar.
—Dice que puede ayudar a lady Roshana.
—Bien, veamos si puede, Kurun. Pero yo la vigilaré, y si nos hace algún daño, haré que Ushau le rompa el cuello. Y también a su mocoso.
La mujer estaba sola. Durante la noche en vela, contó a Kurun que su esposo había sido llamado por el gran rey para luchar en su ejército, y que había partido hacia el este unas semanas atrás.
Hablaba casi continuamente mientras trabajaba, y poco a poco el sentido de las palabras empezó a hacerse evidente para Rakhsar. El asurio y el alto kefren habían sido una vez el mismo idioma, pero las castas altas que residían en los zigurats se habían alejado de los hufsan que constituían el grueso del Imperio y, tras siglos de privilegios, su forma de hablar había cambiado. Como el gran rey hablaba en aquel idioma evolucionado, le imitaban todos los cortesanos, oficiales y funcionarios de alto rango del Imperio. Se había convertido en el idioma de los gobernantes.
Todos los kefren de casta alta sabían hablar asurio, pues trataban diariamente con las castas inferiores, pero las cosas habían sido distintas para Rakhsar y Roshana. Nunca habían tenido la necesidad de aprender asurio. Lo poco que sabían eran reliquias apenas recordadas que les habían canturreado sus niñeras.
«Nunca me permitieron aprenderlo», comprendió Rakhsar. Desde el principio, alguien había decidido que no era necesario.
Por mucho que lo intentara, no podía culpar a su padre. Percibía la mano de Orsana en aquello.
Un príncipe incapaz de hablar con su pueblo. Qué ingenioso por su parte, y que fácil de conseguir en el mundo enrarecido del palacio, donde incluso los esclavos hablaban kefren.
Pero tras pasar semanas en la carretera escuchando a Ushau y Kurun, y después a aquella mujer, el cerebro inquisitivo de Rakhsar empezó a descifrar los significados de aquellas palabras medio familiares, medio extranjeras. Se sentó en uno de los taburetes de tronco de palmera, observó y escuchó, y por primera vez en su vida comprendió que era posible conseguir algo sin exigirlo.
La mujer hufsa desnudó a Roshana y la lavó con agua caliente, luego la frotó con aceite de palma perfumado con lavanda y tomillo, una fragancia incongruente en los confines llenos de humo de la cabaña. Ushau y Kurun salieron al exterior durante el proceso, pero Rakhsar se quedó a observar, y llegó al extremo de ayudar a la mujer a aclarar el cabello de Roshana. Había terrones de barro tan enredados en él que la mujer desechó el cepillo, y Rakhsar le ofreció su propio cuchillo para cortarlo.
La mujer tomó cuidadosamente la hoja, con su mango cubierto de perlas, como si temiera tocarla, pero cuando su mano oscura rodeó la empuñadura ornamentada, la hoja se convirtió para ella en un simple cuchillo más, y empezó a cortar la pesada cabellera negra de Roshana, cuyo peso se había duplicado con su cargamento de barro. Cuando hubo terminado, Roshana tenía el cráneo tan desnudo como Kurun, y parecía más un muchacho que él mismo, con los fuertes huesos de su cara acentuados por las semanas de privaciones.
Abrió los ojos; no había pronunciado una palabra de protesta durante toda la operación, aunque había gemido un poco cuando la hufsa cortaba con demasiado vigor.
—Me alegro de haberme librado de él —dijo en voz baja.
—Estás más hermosa que nunca —le dijo su hermano, y lo decía de veras.
La hufsa parecía más segura de si misma. Mientras su hijo y el perrito yacían dormidos en el suelo en un cálido abrazo, puso agua a hervir y empezó a descolgar puñados de hierba de los ramos que se secaban en las paredes. Los metió en el agua, y el olor del humo que se elevó les resultó maravillosamente refrescante, como el aliento de un mundo más fresco.
Finalmente, se sentó junto a Roshana, se apoyó en la rodilla la cabeza de la muchacha, y le hizo beber la infusión a sorbos.
Cuando hubo terminado, era más de medianoche. La mujer cubrió a Roshana con una manta tejida a mano y le acarició el cabello negro y puntiagudo.
—Volverá a crecer —dijo en asurio.
Y Rakhsar la entendió. Luego se acostó en el suelo junto a su hijo, sin más ceremonia, y se durmió al instante.
Rakhsar permaneció despierto, observando a la mujer, su hijo, el inquieto perro y su propia hermana, apenas reconocible pero profundamente dormida sobre la esterilla de la campesina, en una casa hecha de barro y ennegrecida por el humo.
Y, por primera vez en su vida sobreprotegida, llena de conflictos y desconfianza, conoció algo parecido a la paz.