9

Una danza de ejércitos

Formaron filas en torno a las murallas de Irunshahr, cubiertos con la armadura de batalla completa, tomándose deliberadamente su tiempo. Los motivos de aquello eran múltiples. En primer lugar, habían transcurrido más de tres semanas desde la última vez que un soldado del ejército practicara una maniobra, y lo descuidado de las formaciones cuando los hombres ocuparon sus posiciones en torno a la fortaleza de las tierras altas hizo que los labios de Corvus palidecieran de furia.

Nunca levantaba la voz cuando estaba furioso; sólo cuando le convenía aparentarlo. Pero cuando hablaba en voz baja, sus ojos relampagueaban y la sangre abandonaba su ya pálido rostro, sus oficiales sabían que hablaba en serio.

Los hombres ocuparon sus puestos lentamente, abroncados por centuriones de rostros tan rojos como sus capas, que les llamaban hijos de puta holgazanes. Pero fue la visión de su joven rey, sentado en silencio sobre su caballo negro y observándoles sin una sola palabra de desaprobación, lo que realmente les hizo reaccionar. Empezaron a moverse con más rapidez, a olvidar el «paso de montaña», a erguir las espaldas y sostener las lanzas rígidas contra los cuerpos, para que, como lo expresó un centurión, dejaran de oscilar como un bosque de penes fláccidos.

Pero el pausado despliegue del ejército convenía a Corvus por otros dos motivos. En primer lugar, porque sobre las murallas de Irunshahr, altas, grises y hostiles, había miles de habitantes de la ciudad fortaleza, y el espectáculo de decenas de miles de macht sobre las crestas a sus pies obraría maravillas sobre su actitud.

Y finalmente, Parmenios había instalado su taller sobre una colina conveniente a menos de dos pasangs de las puertas de la ciudad, y estaba atareado construyendo unas cuantas máquinas infernales para que los defensores acabaran de darse cuenta de lo imposible de su situación.

Corvus tenía intención de ocupar Irunshahr, del modo que fuera, pues era la puerta del oeste y protegía sus líneas de comunicación con la patria de los macht. Aquellas líneas eran ya bastante largas y frágiles sin que una ciudad intacta tuviera la posibilidad de erosionarlas todavía más.

Cuando Parmenios hubo completado sus misteriosas tareas, sus máquinas fueron remolcadas y empujadas por un pequeño ejército de esclavos kufr hasta la retaguardia de las líneas macht. Sus propios ingenieros ayudaron de buena gana, y muchos lanceros reclutas miraron atrás con algo de consternación desde sus filas, preguntándose lo que iban a hacer aquellas máquinas angulosas de madera y hierro que tenían detrás.

El olor a alquitrán quemado se elevó sobre la brisa, recorriendo las filas del ejército. Los caballos de guerra de los Compañeros captaron el familiar aroma, y empezaron a removerse y sudar en la formación, mientras los jinetes kefren los tranquilizaban en su idioma.

Los Compañeros estaban delante, donde los caballos de Niseia y sus jinetes eran claramente visibles. Se habían puesto su mejor armadura de batalla, corazas de cuero y capas de lino tachonadas de escamas de bronce y adornadas con lapislázuli y esmalte negro. Sus penachos de pelo de caballo oscilaban perezosamente en el cálido aire. Ofrecían un espectáculo magnifico, cubiertos con sus capas escarlatas pese al calor del día, y con las lanzas encajadas en los estribos, con un pendón recién atado a cada asta.

—Los hombres de Ardashir se han vestido para la ocasión —dijo Fornyx a Rictus mientras permanecían juntos a pocos pasos por delante de los Cabezas de Perro—. Me pregunto qué pensaran sus kufr de nuestros kufr.

La misma idea se les había ocurrido a todos los macht del ejército. Los Compañeros habían ganado la batalla en el Haneikos, pero se habían mantenido al margen en el saqueo de Ashdod. Amaban a Corvus, y Rictus estaba plenamente convencido de que le seguirían a cualquier parte, pero Fornyx dio voz a sus pensamientos cuando dijo:

—¿Alguna vez te has preguntado que harían si Corvus no estuviera aquí para dirigirles?

«¿Qué haría cualquiera de nosotros?», se preguntó Rictus en silencio. Y apartó el pensamiento, como si fuera de mal agüero.

Hubo un sonido ominoso, y luego un fuerte crujido cuando una de las catapultas al final de la línea se disparó. El largo brazo del artefacto trazó un semicírculo, y arrojó al aire un globo de fuego que se elevó en lo alto del cielo azul. Superó fácilmente las murallas de la ciudad y desapareció entre los edificios de la colina de detrás. Hubo un extraño sonido, como un sollozo, entre la multitud que llenaba las murallas. Y entonces Corvus se adelantó con una rama verde en la mano, acompañado sólo por Ardashir.

—Quiero oír esto —dijo Rictus, y echó a andar también hacia las murallas. Fornyx se le unió, y formaron una pareja de aspecto temible, ambos vestidos con el Don de Antimone, ambos con sus capas escarlatas, cubiertos con el yelmo cerrado de penacho transversal que transformaba el rostro de un hombre en una temible máscara anónima, y ambos con sus escudos, sobre los que habían pintado el signo del cuervo.

Se detuvieron cuando pudieron oír la voz de Ardashir gritar fuerte y claro a las figuras de las murallas. Hablaba en kefren, del que Fornyx no sabía nada y Rictus sólo unas palabras, y los dos hombres se miraron y se rieron de su propia simplicidad.

Hubo un intercambio. Corvus empezó a hablar en un kefren tan perfecto como el de Ardashir, y a Rictus casi le pareció que podía sentir el estremecimiento del ejército al oír a su rey hablando en kufr como un nativo.

—Algún día, esto tendrá consecuencias —murmuró Fornyx, con el ceño fruncido.

El intercambio duró unos minutos, acentuado por el chirrido del cuero y la madera al tensarse sobre las ruedas de las poleas cuando los grupos de Parmenios empezaron a preparar y cargar metódicamente las docenas de catapultas alineadas en una larga hilera tras los combatientes. El olor a alquitrán quemado aumentó, y entre las filas de los Compañeros, los grandes caballos de Niseia relinchaban, pateaban y resoplaban, impacientes porque les soltaran, porque les permitieran hacer lo que les habían criado y adiestrado para hacer.

Hubo un sonido diferente, un retumbar pesado. A Rictus casi le pareció sentirlo como una vibración del mismo suelo bajo sus pies.

Las puertas de Irunshahr, enormes acantilados de bronce verde, empezaron a abrirse. Cuando lo hicieron, los hombres del ejército golpearon los escudos de bronce con las lanzas y emitieron un vítor ronco.

—El pequeño cabrón lo ha vuelto a hacer —dijo Fornyx. Se quitó el yelmo, se apartó de la frente el cabello reluciente de sudor y sacudió la cabeza, con aire compungido.

—No durmió durante una semana después de Ashdod —dijo Rictus—. No permitirá que vuelva a ocurrir algo parecido si puede evitarlo. —Y se alegraba profundamente de ello en su fuero interno. Una batalla a campo abierto era una cosa, cuando los hombres se enfrentaban a sus enemigos en una guerra franca; pero la captura de una ciudad era una pesadilla que había vivido demasiadas veces. Su ciudad natal, Isca, había muerto ante sus propios ojos, y en la caída de Machran había visto lo peor que los hombres podían hacerse unos a otros. Y a los inocentes que se interponían en su camino.

Fornyx le palmeó un brazo.

—¿Quién sabe? Tal vez esta noche durmamos bajo techo, Rictus, con una copa de verdadero vino en las manos en lugar de esos meados del ejército. ¡Las cosas mejoran!

En efecto, hubo un techo para ellos aquella noche, y tan suntuoso como pudiera imaginarse. Había unas cincuenta mil personas en Irunshahr, superadas en número por los que acampaban fuera de sus murallas. Durante todo el día, los carros, carretas y animales de carga habían viajado entre la fortaleza y la ciudad de tiendas de campaña algo más abajo. Irunshahr alimentaba al ejército de Corvus con lo que quedaba en los graneros de la ciudad a finales de primavera, y la abundancia era sorprendente.

Tal vez por un exceso de alivio ante el inesperado comportamiento civilizado de las tropas macht, el gobernador de Irunshahr, Gosht, había pedido a su gente que vaciara las despensas para aplacar a los invasores. Los macht no habían comido tan bien desde que dejaron atrás las orillas del mar. Pese a la época del año, los campos de Irunshahr ya habían visto recolectar una cosecha y, si Bel era compasivo, verían otra antes de que acabara el verano. Tal era la riqueza del Imperio Medio, y los macht, acostumbrados a las cosechas escasas y difíciles de su propio suelo, se maravillaron ante ella.

La ciudad no formaba parte de ninguna satrapía, sino que, debido a su importancia estratégica, estaba bajo la autoridad de un gobernador y conservaba su independencia de las provincias de las tierras bajas. Desde sus puertas, la carretera imperial recorría todo el camino hasta las montañas Magron en el lejano este, y desde allí a la propia Ashur, capital del mundo.

El motivo de la repentina capitulación de la ciudad se hizo evidente cuando los macht entraron en ella para explorarla y establecer una guarnición. No había más soldados experimentados en todo el circuito de las murallas que en una ciudad mediana de las Harukush. Tal vez quedaba un centón de guardias personales de Gosht. Los demás habían sido reclutados por Darios y llevados al oeste. Habían muerto en el Haneikos y en Ashdod. De modo que, para Irunshahr, la rendición había sido la única opción sensata, pues la leva del gran rey, según todos los rumores, aún no había cruzado las Magron, y estaba a varias semanas de distancia.

Aquella noche los mariscales del ejército cenaron en el gran salón del gobernador y, ante su estupefacción, el propio Gosht fue invitado por Corvus a asistir. Se sentó a la derecha del rey, en el lugar de honor, un anciano kefren de piel dorada, casi traslúcida, y barba larga y puntiaguda teñida de rojo intenso.

Fue una comida tensa. Corvus y Ardashir trataron de entablar conversación del modo más gentil posible con el anciano kefren, pero él les replicaba con monosílabos y se limitaba a pasear la vista por toda la mesa, observando a los generales macht reunidos y a su extraño rey, en una mezcla de desconcierto y miedo. Cuando sus ojos se posaban sobre Marcan, el jutho, una luz de auténtico odio asomaba a ellos. Finalmente, se excusó y se levantó, y el rey se levantó con él, solicito como si Gosht hubiera sido un anciano tío. El viejo kefren se apartó instintivamente del contacto con Corvus, como un hombre retiraría la mano de una llama, y fue escoltado fuera del enorme salón por dos de sus asistentes, hufsan de ojos muy abiertos y casi tan desconcertados como él.

—Puede que hayas llevado la cortesía demasiado lejos —dijo Ardashir a Corvus—. Casi matas de miedo al pobre viejo. Creo que esperaba que lo envenenáramos, o que lo apuñaláramos en su silla.

Corvus estaba perdido en sus pensamientos, pasándose una copa vacía de vino de mano en mano y atrapándola en el aire con aquella elegancia y rapidez únicas en él.

—Tendremos que dejar aquí una guarnición muy numerosa —dijo, con aire ausente, y arrojó su copa a Druze, que la atrapó en el aire y empezó a llenarla.

No había pajes sirviendo la cena aquella noche; Corvus les había dado permiso a todos para que recorrieran la ciudad como quisieran. Sólo unos pocos esclavos hufsan les atendieron durante la comida, y fueron despedidos en cuanto se marchó el gobernador. Los mariscales pudieron reclinarse en las sillas de altos respaldos y contemplar el techo ornamentado, palpar pensativamente los platos y cuchillos de plata, y asombrarse libremente del modo en que vivía un gobernador del Imperio. Las sillas estaban tapizadas de seda; parecía un crimen sentarse sobre ellas, y la alfombra bajo sus pies era redonda, tan brillante y hermosa como un amanecer. En todas las paredes colgaban tapices del mismo estilo, y armas maravillosamente confeccionadas, demasiado hermosas para llevarlas nunca a la guerra.

—Ashdod era una pocilga comparado con esto —dijo Teresian, demasiado impresionado para mostrarse avaricioso.

—No te emociones demasiado —le dijo Fornyx—. Hemos revisado el tesoro; Darios lo dejó vacío antes de partir hacia el oeste. Lo que quedaba, lo capturamos en los cofres de la paga en el Haneikos.

—Me atrevería a decir que tiene que haber algo más escondido aquí y allá —dijo Teresian, con una mueca.

El rey golpeó la mesa con su copa, sobresaltándolos.

—Esta ciudad ahora es mía, y todo lo que hay en ella. Cualquiera que robe en el interior de estas murallas me está robando a mí, y será tratado en consecuencia. —En un tono más suave, añadió—. Además, ya eres bastante rico, Teresian. ¿Qué pretendes hacer, ahorrar para llegar a rey?

Hubo risas en torno a la mesa, aunque con un toque de incomodidad.

—Como he dicho —continuó Corvus en tono más tranquilo—, esta ciudad necesitará una verdadera guarnición. Protege la carretera que tendrán que tomar nuestros refuerzos desde las Harukush. Y habrá que patrullar el paso de la montaña.

—Con lrunshahr en tus manos, también proteges el lado norte de Jutha —intervino Marcan, con su voz broncínea lo bastante profunda para hacer temblar las copas. Los hombres de la mesa lo miraron. No hablaba demasiado, pero estaba presente a menudo, siempre en un rincón. A Corvus no parecía importarle que el jutho se uniera a ellos de vez en cuando en la mesa, incluso cuando hablaban de estrategia. Rictus había tratado de sacar el tema con Corvus, pero el rey se había limitado a echarse a reír—. Las legiones de mi padre estarán ya en marcha. Es bueno que tengas una base segura aquí, en Pleninash. La noticia correrá rápido.

—Estoy deseando que llegue el día en que tu pueblo y el mío luchen juntos, Marcan —dijo Corvus, con aquella sonrisa genuina que hechizaba a tantos. Era imposible ver si el jutho de ojos amarillos se dejaba seducir por ella. Era como sonreír a una piedra.

—¿A quién dejaremos aquí? —preguntó Fornyx.

—Pensaré en alguien. No serás tú, Fornyx. Todos sabemos que quieres demasiado a los kufr.

—Será mejor que te asegures de que puedes confiar en ese desgraciado, sea quien sea. El hombre al mando de esta ciudad tendrá el pie sobre tu cuello.

—Pensaré en alguien —repitió Corvus, con un deje peligroso en la voz. Fornyx era una de las pocas personas a las que nunca había conquistado—. Rictus, quiero que mañana salgas a montar con Ardashir. Llevará una patrulla montada hacia el este, por la carretera imperial, para tantear la ruta y buscar al enemigo.

—¿Yo? Apenas sé montar a caballo —dijo Rictus, sorprendido.

—Montas mejor de lo que crees —le dijo Corvus—. Y no espero que tengas que participar en una carga, hermano. Quiero que acompañe a Ardashir alguien que haya visto antes este país.

—Pero él es kefren. ¿Para qué me necesita?

Ardashir sonrió.

—Rictus, puede que sea kefren, pero ésta es mi primera campaña al este de las Korash. Sé tanto sobre la Tierra de los Ríos como Fornyx, o cualquiera de los demás.

—Mis conocimientos son de hace treinta años.

—El Imperio no cambia mucho de año en año. —Era Marcan—. Sé montar en mula, Corvus. ¿Puedo acompañarles? También conozco algo de este país.

El rey miró el rostro gris e inexpresivo del jutho de ojos amarillos, su rehén.

—Una idea fantástica —dijo al fin, y levantó su copa. Ignoró las miradas que los macht intercambiaron a lo largo de la mesa.

Una neblina se elevaba sobre la tierra al sur de Irunshahr, una neblina de humo de laña, excrementos, sudor creciente, comida cocinada y hombres que roncaban. Los miasmas de un ejército. Era un olor tan familiar para Rictus como el del pan para un panadero.

La patrulla partió temprano, abriéndose paso entre la ciudad de tiendas al otro lado de las murallas con el sol naciente en los rostros, un disco bajo y rojo manchado de nubes, cuyo ascenso podía apreciarse a simple vista si uno permanecía quieto y observaba durante unos minutos. El jutho lo contempló con sus ojos lívidos mientras su mula seguía la alta grupa del niseio de delante.

Rictus cabalgaba detrás de él, ya que ambos se sentían igual de incómodos a caballo. Pero si los altos kefren sobre sus poderosos caballos sintieron la tentación de reírse al ver a la extraña pareja, no lo demostraron. Rictus era algo parecido a una leyenda en el ejército, y era sabido que el rey le consideraba su segundo al mando. Además, era un portador de la Maldición, y cualquiera que llevara una de las corazas negras inspiraba cierto respeto entre las filas.

Marcan había soltado las riendas y dejado que la mula eligiera su camino según le pareciera. Levantó los brazos hacia el sol naciente, cerró los ojos y dijo algo en un idioma duro y vibrante que Rictus nunca había oído antes.

—Los kefren adoran a Bel, el sol, el renovador —dijo, ante la mirada de curiosidad de Rictus—. Pero los juthos reverenciamos a Mot. Los kefren quieren hacernos creer que es el dios de las plagas, las enfermedades y el sufrimiento. Pero no puede haber vida sin que antes haya habido muerte. Adoramos a Mot como al poder que trae el auténtico final de toda existencia. Ésa es la verdad final: todos moriremos. No podemos decir quién o qué nacerá. Por lo tanto, Mot es el centro de la propia vida. Todo lo que existe antes de la muerte es caos.

—Nosotros adoramos a Antimone, diosa de la misericordia y la muerte —dijo Rictus—. No nos protege, pero nos lleva a su lado cuando morimos, nos presenta a Dios e intercede por nosotros.

—Los juthos y los macht nos parecemos más de lo que crees —dijo Marcan—. El mejor amigo de mi abuelo fue un general macht, Vorus, que en este mismo lugar dejó marchar a mi pueblo, liberándolo de una esclavitud que había soportado durante siglos incontables. Veneramos su nombre. Por ese motivo, y por todos los demás, lucharemos a vuestro lado. Es una deuda digna de ser pagada.

Volviéndose, Rictus descubrió que el jutho le estaba observando.

—Sé quién eres —dijo Marcan—. Tu nombre también es conocido entre mi gente.

—Tu gente tiene mucha memoria —gruñó Rictus.

—Una memoria larga como las piedras, como solemos decir. Fuimos una nación de esclavos, y los esclavos olvidan pocas cosas.

Rictus había tenido intención de hacer alguna broma sobre los cincuenta mil lanceros, pero la dignidad del jutho se lo impidió. Para el macht medio, tanto los kefren como los juthos eran kufr, extranjeros inferiores, bárbaros. Nunca se había dado cuenta de lo diferentes que eran entre si. No sólo físicamente, sino en la misma esencia de sus pensamientos.

El sol se elevó, y el calor aumentó. La patrulla continuó por la carretera imperial como si fueran ciudadanos ordinarios del Imperio dedicados a sus asuntos y, de hecho, a excepción de Rictus, no parecían fuera de lugar.

Cuando estuvieron a veinte pasangs de Irunshahr, el aspecto de abandono y desolación del campo fue atenuado por la primera visión de sus habitantes. Empezaron a ver granjeros hufsan guiando a sus búfalos sobre los campos inundados. Otros estaban metidos en el agua parda hasta las rodillas, plantando las semillas una a una. En los terrenos más altos había trigo y cebada, altos y verdes pero con el oro empezando a asomar. Y también huertos de pomelos, manzanas, naranjas y limones perfumados, cada uno de ellos tan grande como el puño de Rictus.

Era un mundo de abundancia, un mundo vibrante, próspero y lleno de vida. Los canales de irrigación estaban rodeados de irises silvestres y rebosaban de ranas, y las garzas blancas caminaban por las tierras bajas como banderas plantadas en el barro verdoso. Y por todas partes les rodeaba el rumor continuo de las cigarras y grillos, los eructos de los sapos y el resplandor rápido e iridiscente de las libélulas.

—Hay puestos de guardia en la carretera imperial —advirtió Rictus a Ardashir—, y cada uno de ellos tiene una guarnición.

—Somos cincuenta —dijo el kefren, volviéndose en su silla y apoyando la rodilla en la grupa del caballo—. Ni siquiera sería divertido, Rictus.

Poco después, uno de los puestos de guardia hizo su aparición entre la obstinada niebla que se arrastraba junto a las orillas de los canales. Era una gran torre cuadrada de ladrillo cocido que se elevaba entre los campos inundados junto a la carretera, y que estaba rodeada de edificios más pequeños. Había establos vallados por todas partes, y en su interior todas las clases de bestias alguna vez domesticadas para llevar cargas.

La propia carretera estaba llena de carros, algunos poco más que carretillas de dos ruedas y otros más lujosos, con toldos de lino o cuero pintados de colores alegres. Y había varias carretas de lados muy altos enganchadas a camellos, que parecían más aburridos de lo que cualquier criatura tenía derecho a estar.

Entre aquella confusión de vehículos y animales, un grupo de kufr, kefren y hufsan, estaba discutiendo, gesticulando y saltando de furia. Una docena de guardias armados bloqueaban la carretera con sus alabardas de hojas anchas, y otro oficial agitaba una cimitarra que relucía blanca al sol, gritando a la multitud hasta quedar afónico.

Ardashir se volvió de nuevo hacia Rictus, y estaba riendo.

—Tal vez podamos servirles de ayuda, ¿eh, Rictus?

Rictus murmuró algo entre dientes. No llevaba lanza, sólo una drepana, y se sentía inseguro e incómodo a caballo. Junto a él, Marcan alargó la mano hacia la parte trasera de su silla y desenvainó con un siseo un largo cuchillo blanco, ancho como la muñeca de un niño.

—Echas de menos tu lanza —dijo a Rictus—. Yo preferiría tener el arma de mi pueblo, el akson. Un hombre no tendría que luchar con un cuchillo.

—Ni sobre un maldito caballo —murmuró Rictus. La cabalgata de jinetes kefren sobre los enormes niseios pasó junto a ellos.

—¡Lanzas! —gritó Ardashir con su voz clara, y los jinetes avanzaron al medio galope por parejas, con las largas armas apuntando al suelo. El sol iluminó sus armaduras magníficamente decoradas; casi parecían demasiado hermosos para ser marciales, pero la multitud que discutía en la carretera no parecía tener consciencia de la amenaza. Ni tampoco el oficial que les arengaba.

Rictus bajó de su caballo y al instante se sintió mejor, aunque su visibilidad quedó reducida. Marcan se unió a él; el jutho apenas le llegaba a la clavícula.

—Les está ordenando que despejen la carretera —dijo Marcan, rascándose una mejilla con la punta del cuchillo—. Un modo extraño de hacer la guerra.

—A veces he pensado que los kefren no se toman la guerra bastante en serio —admitió Rictus.

Pero entonces se oyó un grito. Rictus vio el destello blanco de una espada, y de algún modo el oficial kefren estaba en el suelo. Los hombres de Ardashir se arrojaron hacia delante con las lanzas bajas. La multitud de la carretera se desparramó por los campos, y hubo sangre sobre el polvo y el estrépito de acero contra acero. La yegua de Rictus relinchó alarmada, y él la tranquilizó con un fuerte golpe en la cabeza con la parte plana de la espada.

Y todo terminó. Rictus y Marcan avanzaron por la carretera como hombres que llegan tarde a un funeral. No había gran cosa que ver, aparte de un rastro de cadáveres esparcidos sobre las losas de la carretera, y unos cuantos vehículos abandonados, de uno de los cuales surgía el ruido de un bebé llorando.

Ardashir había desmontado, y su caballo estaba tranquilamente junto a él. Los demás jinetes también habían desmontado y cambiado las lanzas por arcos, y se estaban desplegando entre el pequeño grupo de edificios, mientras algunos de ellos se quedaban para custodiar a los caballos. Ardashir se incorporó del lado de uno de los cadáveres, con expresión muy seria.

—Maldito idiota. No tenía necesidad de empezar esto. Le hubiera desarmado y dejado marchar; ¿qué significa para nosotros una docena más o menos de soldados?

Rictus bajó la vista hacia el kefren muerto. Era joven y, aunque Rictus no lo había admitido nunca por completo ante sí mismo, pensó que, como todos los kefren de casta alta, podía haber sido el hermano de Ardashir. Los rasgos de su raza eran muy parecidos. Al menos, para un macht.

—Iba armado, y había desenvainado la espada. Ha sido una muerte honorable —dijo con aspereza. En cualquier caso, había sido mejor que morir aplastado en mitad de una falange.

—Jefe. —Uno de los hombres de Ardashir había salido de la torre del puesto de guardia—. Aquí hay muchos documentos, pero poco más. ¿Qué hacemos? ¿Prender fuego a todo esto?

Los ojos de Ardashir se aclararon.

—Traed los papeles, recoged a los caballos y el ganado y luego incendiad todo esto. No hay nada que encontrar aquí. Si el ejército del gran rey ha llegado al Imperio Medio, no está cerca de nosotros. Éstos sólo eran funcionarios de aduana hufsan, revisando una caravana que aún se dirigía al oeste. —Se volvió hacia Rictus—. Funcionarios de aduana. Sangre de Bel, Rictus, ¿es que no saben lo que está pasando en este país?

—Lo saben —terció Marcan en tono sombrío—. Las ruedas tardan un tiempo en ponerse en marcha, eso es todo. Cuando el Imperio se pone en movimiento, cae encima de uno con el peso de una montaña. Aún no habéis sentido ese poder, pero os llegará, tan seguro como que esta noche saldrán las lunas. —Señaló con un gesto a las interminables llanuras resplandecientes del este—. Este gran país beberá un río de sangre, de tu pueblo y el mío, antes de que esto acabe. No estés impaciente porque llegue ese momento.