8

Recuerdos en la piedra

Bajo sus pies, la tierra cambió y se volvió más pedregosa. La escasa cobertura de hierba dio paso a brezos, grandes lagos negros poco profundos, ciénagas de turba, y piedras. Cada vez más rocas grises esparcidas por la tierra y abriéndose paso a través de ella, los huesos del mundo al descubierto, manchados de liquen y cálidos al tacto bajo al sol de principios de verano.

Dejaron a tres morai, casi tres mil hombres, en el interior y en torno a las ruinas de Ashdod, con órdenes de acabar con los posibles núcleos de enemigos que pudieran continuar ocultos en los pueblos circundantes, y Parmenios dejó también una parte de su inmensa caravana de carretas y a una mora de ingenieros para empezar las tareas de reconstrucción. Ashdod sería reconstruida como la capital de la nueva provincia macht, y en aquella ocasión sus murallas no se erigirían con ladrillos de adobe, sino con piedra tallada. Cinco mil ciudadanos convertidos en esclavos servirían de mano de obra para le empresa. El resto del ejército seguiría su camino.

Hacia las montañas.

Las Korash no eran las Harukush, y el paso que las atravesaba desde Ashdod a Irunshahr era lo bastante ancho para que lo recorriera un ejército en orden de marcha normal. Unos cuarenta mil soldados seguían la abertura zigzagueante entre los picos, con el paso abierto por el incansable Parmenios y sus hombres, esclavos y libres. Los igranianos de Druze se adelantaban para reconocer la ruta, y en los flancos de las columnas marchaba la caballería de Compañeros de Ardashir. Los jinetes kefren habían dejado las lanzas con el tren de intendencia, y en su lugar llevaban sus grandes arcos curvos.

Era verano, pero todavía había nieve en campos cegadores a lo largo del paso, y en algunas zonas les llegaba a las rodillas. A medida que el tiempo se caldeaba, el hielo de las cumbres más altas se fundía, y los hombres de abajo tenían que estar atentos a posibles avalanchas repentinas.

Pero eran macht, y la mayor parte de ellos se habían criado a la sombra de las Harukush. No estaban hambrientos, nadie les perseguía ni tenían que arrastrar carretas de heridos como les había sucedido a los Diez Mil en su huida en dirección contraria treinta años atrás.

Rictus lo sabía. Y se guardó para si los espasmos impotentes de recuerdos que le asaltaron al entrar en las montañas.

Llevaban menos de una semana en camino, y avanzaban a buen ritmo, cuando empezó a nevar. No era una ventisca invernal, sino una fina llovizna de copos granulados que manchaban a los hombres antes de fundirse, y teñían de gris el camino de delante.

El mundo quedó sin rasgos; no había nada más que las piedras bajo los pies y el vapor de los hombres que marchaban delante. Mantenían las voces bajas, como si un instinto primitivo les hubiera advertido, e incluso el avance de las decenas de miles de hombres y bestias que cubrían el paso entre las montañas a lo largo de muchos pasangs quedó enmudecido cuando la nieve cayó sobre los sonidos y lo amortiguó todo.

Pero Rictus, limpiándose los ojos empapados, creyó ver algo entre la nieve.

De vez en cuando marchaba a caballo, montado en el animal más tranquilo y dócil que había podido encontrar el jefe de establos, y en aquel momento lo puso al trote, volviendo hacia atrás en la columna, en busca de Corvus.

El rey nunca permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Aunque su equipaje y su guardia personal se mantenían siempre en su puesto asignado, él recorría la columna varias veces durante el día, a pie y sobre su gran niseio negro, desmontando para hablar con los hombres y sus oficiales, galopando pendiente arriba para visitar a Ardashir y la caballería de los flancos, o adelantándose para encontrarse con Druze.

Un recluta novato con los pies cubiertos de ampollas a causa de la dureza de la ruta podía levantar la vista para encontrarse con que el rey marchaba junto a él, interesándose por su salud, deseando saber su nombre y lugar de procedencia. Unos minutos de conversación, y el rey volvía a marcharse, pero el dolorido soldado disfrutaba de la gloria del momento, envidiado por sus camaradas, olvidando el agotamiento y dispuesto a atacar cualquier montaña en nombre del extraño joven que les dirigía.

Así fue cómo Rictus encontró a Corvus. Marchaba junto a una hilera de reclutas novatos de Demetrius, los que habían sido enviados al este para cubrir las bajas tras la batalla del Haneikos. Los jóvenes lo pasaban realmente mal, pues estaban verdes como la hierba, y eran los únicos miembros del ejército que aún no habían tomado parte en ninguna batalla importante. Pero Corvus marchaba junto a ellos, tan enfrascado en su conversación como si hubieran sido sus veteranos más antiguos. Les contó una de las historias obscenas de Fornyx, lo que provocó una oleada de carcajadas a lo largo de las filas. No la contaba con tanta gracia como Fornyx, y Rictus ni siquiera estaba seguro de que el propio Corvus la encontrara divertida, pero la contó bien, con la habilidad de un mimo nato.

Rictus pensó que, si todo lo demás fallaba, el muchacho siempre podría dedicarse a ser actor.

Corvus levantó la vista hacia la capa escarlata manchada de nieve sobre el caballo y levantó una mano.

—Es mi viejo caballo —gritó—, montado en su viejo caballo. Phobos, Rictus, ¿es que no puedes encontrar nada mejor que montar que ese jamelgo?

—Me sirve bien para lo que quiero. Corvus, me gustaría hablar contigo un momento, si es posible.

Corvus montó, levantó una mano en señal de despedida hacia los sonrientes lanceros que media hora antes habían parecido lúgubres como búhos, y él y Rictus trotaron pendiente arriba, en dirección a la nieve.

—Creo que he visto algo. Ya estamos muy al interior de las montañas, y éste sería un lugar apropiado para ellos.

—¿Qaf?

Rictus asintió. Corvus se animó.

—¡Qué fantástico sería! ¡Como ver un mito hecho carne!

—Yo preferiría no ver ninguno —dijo Rictus—. Además, es posible que no intenten nada contra una hueste tan grande.

—Los oficiales han sido advertidos, al contrario de lo que sucedió con vosotros —dijo Rictus, apretando un instante el brazo del veterano—. ¡No te preocupes, Rictus!

—Son gajes de la edad; uno empieza a preocuparse por todo.

Aquella noche acamparon como de costumbre, los hombres en círculos concéntricos con los pies en dirección a las llamas de las hogueras, unas hogueras que eran perceptiblemente más pequeñas que al principio de la marcha, pues la única madera que podían quemar era la que llevaban consigo en las carretas.

Los caballos estaban muy bien custodiados y, por orden del rey, se habían doblado los centinelas. Tales precauciones normalmente hubieran despertado protestas entre los veteranos, pero ellos también habían distinguido formas inquietantes entre la nieve que había caído en silencio durante todo el día, y obedecieron de buen grado.

El propio Corvus no parecía dormir en absoluto durante aquellos días, y no pasaba la noche en su tienda, sino que recorría el campamento sin cesar durante las horas de oscuridad, hablando con los guardias y hostigando sin cesar a los oficiales.

Finalmente, se reunió con Rictus y Fornyx en el campamento de los Cabezas de Perro, y los tres abandonaron el círculo de luz de la hoguera, llevados por algún impulso que no podían definir. Permanecieron inmóviles en la oscuridad, escuchando.

Pero la noche estaba en silencio. Incluso el viento que se oía estaba lejos, en las cumbres sobre su cabeza, lamentándose como una viuda reciente. La nieve caía sin cesar en la oscuridad; los copos aplanaban y desdibujaban el mundo y ocultaban las estrellas por completo.

—En noches como ésta —dijo Corvus en voz baja—, uno se siente como en el instante anterior a la creación del mundo. Ni una luz, ni un sonido. Nada más que fría oscuridad y piedra. Es como si estuviéramos al principio de todas las cosas.

—O al final —dijo Fornyx, con una gravedad poco propia de él—. Antimone está cerca esta noche, hermanos. ¿Lo notáis? Juraría que puedo oír el batir de sus alas negras al cerrar los ojos.

Algo se movió en la oscuridad, un crujido de piedras. Quedaron inmóviles, aunque Rictus y Fornyx bajaron sus lanzas en arcos lentos y elegantes hasta que los aichmes apuntaron al exterior. Corvus no movió un músculo. Estaba concentrado, como si escuchara una canción.

Y entonces lo vieron. Más alto que un hombre, con dos luces azules como zafiros en lugar de ojos. Era más pálido que las piedras moteadas detrás de él y, a excepción de los ojos, podía no haber sido nada más que un peñasco cuadrado. Les estaba observando, a menos de cinco lanzas de distancia. Rictus descubrió que tenía el corazón en la garganta, latiéndole rápida y fuertemente; con la boca abierta, podía oír la circulación de su sangre, un sonido parecido al jadeo de un perro.

Y luego desapareció. Las luces desaparecieron como si las hubieran apagado, y lentamente la silueta emprendió el camino pendiente arriba, sin desplazar un solo guijarro a su paso. Fornyx avanzó como en trance, con la lanza aún baja, pero Corvus le contuvo.

—Déjalo. No ha venido a luchar. Al menos esta vez.

Por la mañana, a Rictus casi le pareció que todo había sido un sueño. Despertó para encontrar a Valerian tratando de insuflar vida en los carbones grises del fuego de la noche anterior, con sus labios cubiertos de cicatrices arrugados como el cuello de una bolsa mientras infundía luz roja a las cenizas. Cuando brotó una llama, Rictus apartó su manta y la fina cubierta de nieve que la había endurecido, y se sentó, encogido y tiritando, dolorido, sintiéndose más viejo que nunca en su vida.

—¿Qué le ha ocurrido a tu tienda? —preguntó Valerian, pasándole el odre de vino—. ¿Acaso había un ratón? —Sonrió, y la ruina deformada de su rostro prestó una dulzura inesperada al gesto.

—Los viejos necesitan dormir menos de lo que crees —dijo Rictus, devolviéndole el odre.

—Había cosas en la oscuridad esta noche. Muchos hombres las han visto, por toda la columna. Es el tema de conversación en todo el campamento.

—Este campamento siempre tiene algo que comentar —dijo Rictus, ahogando un gemido al ponerse en pie y enderezar las extremidades.

Pero, por algún motivo, se sentía mejor. La sensación de miedo que le había acompañado desde que el ejército entrara en las montañas había desaparecido. Era como si una antigua pesadilla hubiera sido ahuyentada por una explicación.

No hubo más avistamientos nocturnos. El ejército continuó su camino sin ser molestado durante varios días más, hasta que una mañana se oyó un grito en la vanguardia de la columna, y Rictus recibió la orden de acudir de inmediato.

Forzó a su paciente yegua. Sus cascos sin herrar crujían sobre el suelo cubierto de escarcha. Uno de los igranianos de Druze le recibió cerca de la cabeza del ejército, jadeante, con la drepana apoyada en un hombro. Señaló hacia el este, donde un grupo de jinetes y soldados de infantería se habían reunido en torno a un montón de escombros.

—Corvus te llama, jefe. Parece que han encontrado algo.

El rey estaba en pie, contemplando algo que tenía en las manos. Junto a él estaba Druze, y también el alto Ardashir, que sufría más que la mayoría a causa del frío por su naturaleza de kufr, casi irreconocible bajo los montones de pieles.

—¿Qué ocurre? —dijo Rictus, desmontando con dificultad.

Corvus no habló, sino que le tendió un trozo de hierro oxidado, pesado al tacto y que media la mitad del antebrazo de un hombre.

Era un aichme, una punta de lanza de hierro de manufactura macht.

Y al mirar el montículo ovalado de escombros y piedras, Rictus lo comprendió de repente.

Era un túmulo funerario.

Apretó los puños un momento sobre la punta de lanza. El recuerdo fue tan poderoso que vio a otros hombres en pie junto a él: el joven Phinero, y el calvo Silbido, dos de los Perros de Phiron, la infantería ligera de los Diez Mil. Otros rostros pugnaban también por abrirse paso. El paisaje había cambiado tan poco en treinta años que, durante un instante de locura, Rictus pensó que estaba a punto de ver al propio Jason ascendiendo por la ladera para reunirse con ellos.

Dejó caer el aichme como si le quemara.

—¿Qué ocurrió aquí? —preguntó Druze, con su rostro oscuro desconcertado—. ¿Contra quién luchasteis?

—Los seres de la noche —le contestó Corvus—. ¿Es que no has leído la historia, Druze? Los qaf les atacaron aquí, después de la escisión de los Diez Mil. Rictus fue elegido líder, pero un estúpido llamado Aristos tomó a unos pocos centenares de descontentos y se separó del grupo principal. Los qaf los masacraron, pero algunos también consiguieron llegar a la costa.

Rictus captó la mirada del rey. Aristos había sobrevivido el tiempo suficiente para matar al padre de Corvus, sobre la misma orilla del mar que habían sufrido tanto para alcanzar, casi a la vista de su tierra natal.

—Estamos desperdiciando luz, mi rey —dijo, con la voz ronca como un viejo cuervo—. Deberíamos ponemos en marcha.

Montó en su caballo, haciendo una mueca ante el crujido de dolor de sus rodillas. Corvus continuó observándole.

—Vayamos adonde vayamos, Rictus, la muerte avanza por delante de nosotros. Marcharemos juntos hacia la oscuridad.

—Con la Maldición de Dios sobre la espalda —susurró Rictus. Luego tiró con fuerza de las riendas y obligó a su sufrida yegua a dar la vuelta, con la cabeza mirando al este. Hacia más recuerdos.

Dieciocho días después de entrar en las montañas Korash, los mensajeros de Druze recorrieron la columna al galope, gritando a su paso. La lenta infantería y el todavía más lento tren de intendencia tuvieron que marchar durante horas antes de poder ver con sus propios ojos lo que tanto había excitado a la vanguardia del ejército.

Terreno verde, abierto ante ellos como un sueño veraniego.

Las montañas se retiraron, hundiéndose en el suelo rico y cálido de Pleninash, la Tierra de los Ríos. Desde las poderosas alturas de las montañas, era posible contemplar cientos de pasangs, con el sol brillando sobre el agua por todas partes, y una calidez en el aire desconocida incluso en las tierras kufr al oeste de las montañas. Allí no llegaba la brisa del mar para suavizar el calor creciente de la estación. Y nunca habría nieve, ni siquiera escarcha, en aquel país verde.

Por primera vez, los hombres del ejército sintieron que habían entrado en una tierra realmente extraña, donde incluso el sabor del aire en su boca era diferente, y la tierra olía a algo distinto. Algunos de los macht, humildes granjeros en su vida anterior, se inclinaron y tomaron puñados de tierra de aquel lugar nuevo, como si por algún motivo fuera diferente a lo que habían conocido hasta entonces.

Y mientras el ejército se desplegaba hacia el este, y la enorme columna única se dividía en media docena de hileras más cortas, los hombres abandonaron rápidamente las pieles y mantas que habían usado durante la lenta marcha a través de las alturas hasta llegar allí. El aire era cálido, aunque estaban aún en las tierras altas, y había brezo bajo sus pies. Presintieron el calor del verano que se acercaba, y se maravillaron al ver aquel mundo verde y llano, que ya resplandecía de calor y zumbaba con un coro de insectos.

Así fue cómo las huestes del rey Corvus de los macht entraron en el Imperio Medio, en el año cuadragésimo primero del reinado del gran rey Ashurnan.