7

Una idea kufr

Delante, las montañas se erguían en un desfile de puntas de sierra a través del cielo. A medida que el sol se ponía en las tierras bajas del oeste, la luz azafrán coloreaba los picos y laderas, tiñendo los campos nevados y llenando los valles de sombras negras como la tinta.

En dirección a las montañas, avanzando regularmente desde la llanura fluvial de abajo, una serie de serpientes erizadas se abrían paso hacia el este como si husmearan en busca de una grieta donde guarecerse. De ven en cuando, sus movimientos captaban la luz del ocaso en una línea de luz parpadeante.

Eran columnas de hombres en marcha, cada una de varios pasangs de longitud. Llenaban todas las carreteras que conducían hacia el este, y se afanaban cuesta arriba en pacientes hileras de miles de hombres, con los últimos rayos del sol brillantes como llamas sobre su armadura de bronce y levantando destellos en las puntas de lanza.

En los flancos cabalgaban columnas de jinetes, con la capa roja como la infantería, con los yelmos colgados de las sillas y las lanzas apoyadas en los hombros. Había grupos de jinetes sin armadura desparramados por las colinas más al este que sus compañeros, en hileras informes como nubes de mosquitos en verano.

Estaban en la satrapía de Askanon, la amplia llanura fluvial de los ríos Sardask y Haneikos. Algunas de las más ciudades kufr más antiguas se encontraban allí: Eskis, Kumir, y la poderosa Ashdod. Permanecían asentadas sobre sus montículos de tierra y piedra como castillos de arena en una playa, mientras a su alrededor el paisaje era atravesado por ríos e hileras de hombres armados. Los ejércitos de los macht estaban en marcha de nuevo. En su retaguardia, densas barras de humo negro se elevaban hacia el cielo, con el resplandor sangriento del ocaso. Delante, las montañas de Korash marcaban las fronteras del Imperio Medio como habían hecho desde tiempo inmemorial.

La ciudad de Ashdod había existido durante unos cinco mil años. Surgía de la llanura como un pastel de varios pisos, y las murallas de ladrillo y madera que la rodeaban eran de un tono oscuro y cálido como un cuenco de cerámica. En el interior de aquellas murallas, la población ascendía a muchas decenas de miles, tal vez más.

Y estaba en llamas.

—Confían demasiado en el barro y la paja para las defensas —gruñó Fornyx—. Deberían haber traído piedras de la montaña para edificar la muralla.

—Si lo hubieran hecho —dijo Rictus—, aún estaríamos ahí fuera. Los kufr no piensan como nosotros, Fornyx. No han tenido nuestra historia, donde cada ciudad está enfrentada con todas las demás, donde cada hombre tiene su lanza. En general, son un pueblo pacífico.

—No les ha servido de mucho.

Escucharon. Mientras caía la noche, los fuegos de la ciudad se volvieron más brillantes, hasta empezar a definir su silueta contra la llanura en penumbra. Se los podía oír, como un rugido distante, y en ocasiones con un rumor profundo cuando algún edificio se derrumbaba con la madera consumida.

—Druze cree que esta noche capturaremos a unos veinte mil kufr —dijo Fornyx, en voz baja—. Eso son veinte mil hombros más para trabajar. Tener que confiar en el esfuerzo de los kufr me preocupa, Rictus. ¿No podemos hacerlo nosotros? No me gusta que nos siga una caravana de esclavos.

—Parmenios necesita manos, y nosotros no somos suficientes —dijo Rictus con una sonrisa amarga—. Y ni siquiera estamos en el Imperio Medio. Todo lo que hemos visto y hecho hasta ahora, Fornyx, es el calentamiento antes de que los verdaderos actores salgan al escenario.

—¿Crees que vendrá? ¿El gran rey?

—Vendrá. —Rictus señaló con un gesto el infierno distante de la ciudad en llamas—. Corvus se ha asegurado de ello.

—¿Lo ha hecho por eso? Siempre se había mostrado tan delicado con los civiles y todo eso… Me preguntaba si el enano cabrón habría sufrido un ataque de ira.

—Creo que no se detendría delante de nada si lo considerara necesario, hermano.

—Sólo quisiera que no se mostrara tan frío, eso es todo. Se ha limitado a ordenamos no dar cuartel, y de repente estábamos metidos hasta las rodillas en sangre y vísceras, cuando hasta ahora habíamos pasado de puntillas sobre este país, rico y apetitoso como una mujer ansiosa.

—Darios le desafió, después de recibir unos términos razonables. Esto tenía que ocurrir. ¿Qué te sucede, Fornyx? ¿Te estás volviendo remilgado con los años?

—Puede que sí. Y puede que tú tampoco tengas tantos escrúpulos como antes respecto a matar.

Rictus le miró fijamente.

—¿A qué te refieres?

—Creo que te tiene hechizado, como a medio ejército. Si te ordenara avanzar contra las puertas del infierno, empezarías a planear la ruta.

—Eso es una estupidez y tú lo sabes.

Fornyx se encogió de hombros, y se arrebujó en su desgastada capa escarlata. A la luz mortecina, su rostro delgado y puntiagudo parecía lobuno, especialmente cuando las llamas distantes se reflejaban en sus ojos.

Los dos hombres estaban apoyados en sus lanzas sobre un montículo bajo a medio camino entre la ciudad en llamas y la vanguardia de las columnas que marchaban más al este. Algo más abajo, una unidad de lanceros, compuesta por varios centones, aguardaba con los escudos apoyados en las rodillas en la postura ancestral del soldado a la espera. También vestían de escarlata, y uno de ellos llevaba un estandarte, algo harapiento y difícil de distinguir por lo desteñido de sus colores. Podía haber representado la imagen de una cabeza canina.

—Dos días más hasta las montañas, a este ritmo —dijo Fornyx en tono más ligero—. Tú ya has cruzado las Korash, por supuesto.

—Las he cruzado. —Fue en las Korash donde los últimos restos de los Diez Mil se disgregaron al fin. Se dividieron en facciones enfrentadas; luego se les echó encima el invierno, y con la nieve llegaron los qaf.

Y, también en las Korash, Rictus de Isca fue proclamado líder de los Diez Mil, excepto que en aquel punto estaban muy lejos de ser diez mil.

Rictus levantó la cabeza y contempló la elevación al este, aquellas murallas de piedra y nieve, y algo parecido a un escalofrío le recorrió la espina dorsal, el viento gélido de sus recuerdos.

Aquella vez sería distinto, lo sabía. No eran una banda de hombres hambrientos y perseguidos, sino un ejército poderoso, bien pertrechado y, por encima de todo, unido.

Y continuaría unido.

—Corvus lleva dándonos órdenes el tiempo suficiente para que entiendas lo que está haciendo —dijo a Fornyx—. No te servirá de nada cuestionar sus intenciones.

—Nunca me quejo delante de los hombres, lo sabes. —Replicó el otro—. Sólo con uno o dos amigos selectos, que me conocen desde mucho antes que Corvus. —Se alejó pendiente abajo, usando la lanza como bastón.

Rictus estuvo a punto de llamarle, pero lo pensó mejor. Fornyx nunca pasaría de tolerar a Corvus, y nunca podría considerar como a su rey a aquel joven extraño y brillante que les dirigía. Estaba allí porque Rictus estaba allí, y tal vez porque no conocía ninguna otra vida.

Había habido un tiempo, después de Machran, en que las cosas hubieran podido ser distintas. Andurmon prosperaba; el pequeño valle donde Rictus había edificado su hogar había resurgido de sus cenizas. Philemos vivía allí, casado con Rian, la hermosa hija mayor de Rictus, y había niños en la casa junto al río. Sus nietos.

Pero cada vez que Rictus trataba de retirarse allí y abandonar la capa escarlata, la imagen de su propia esposa arruinaba para él la felicidad de aquel lugar. La pobre y desdichada Aise, la única mujer a la que Rictus había amado, cuya vida había terminado entre el tormento y el suicidio.

Por culpa de él.

«Tengo demasiados fantasmas», pensó. «Ni siquiera Fornyx lo entiende de veras».

Recordó a su propio padre, uno de los mejores hombres que había conocido, masacrado tras la caída de Isca. Otro hogar en llamas a su alrededor.

La calidez de un hogar traía a Rictus demasiados malos recuerdos. Mientras que en el campamento de un ejército se sentía cómodo, y la muerte de sus soldados era algo esperado, incluso apropiado. Y sabía que, en aquel aspecto, él y Corvus eran iguales. El rey de los macht prefería una tienda al aire libre a los salones de un palacio, y nunca era más dichoso que rodeado de sus camaradas, todos unidos por un solo propósito, el sueño de fuego que le había lanzado a su extraordinaria carrera.

Aquello era lo que le impulsaba, tanto como cualquier deseo de conquista. Temía lo que podía ser la vida después de la campaña final.

«Eso es lo más aterrador», pensó Rictus. «Llegar al final de todo, y descubrir que no ha significado nada, nada en absoluto».

Era mejor seguir marchando.

Para los hombres más veteranos del ejército, el mismo concepto de un rey era todavía extraño, una idea kufr. Era una suerte que Corvus no tuviera necesidad de ceremonias, y que no hubiera adquirido aires ni pretensiones tras su coronación en Machran tantos años atrás, después del gran asedio. Era tan fácil encontrarle por las noches compartiendo vino barato con un grupo de reclutas como en la tienda real.

Pero era su rey, se lo había ganado, y Rictus, al pensarlo, casi se sorprendió ante el instinto de protección que le inspiraba aquel joven que les había conquistado a todos.

«Nunca tuve un hijo, y ya nunca lo tendré. Pero si hubiera podido tener uno como Corvus, me habría dado por satisfecho».

Aquella noche se reunieron en la gran tienda de Corvus, apestando a humo y sangre, con los pies negros y los rostros manchados de hollín. La larga mesa plegable estaba libre de mapas, punteros, tinteros y toda la parafernalia de los planes militares, y los oficiales superiores del ejército estaban sentados con sus quitones escarlata empapados de sudor, mientras se pasaban jarras de vino, bebiendo por turnos como hermanos en una boda.

Corvus les llamaba sus mariscales, y había formalizado aquel rango en el ejército. Cada uno de aquellos hombres comandaba a muchos miles, y todos habían derramado sangre juntos. Cada uno era por sí mismo tan poderoso como un rey.

Todos eran macht excepto uno, todos veteranos de muchas batallas, y sin embargo casi todos eran jóvenes, aunque el propio Corvus seguía siendo el más joven de todos.

Rictus estaba sentado con Fornyx a un lado y el kufr Ardashir al otro. A excepción de Valerian, el segundo al mando de los Cabezas de Perro, aquéllos eran tal vez sus mejores amigos, si no contaba al propio rey. Fornyx había luchado junto al hombro de Rictus durante casi veinticinco años, y Ardashir le había salvado la vida en el sitio de Machran.

Más lejos en la mesa estaba Druze, el moreno igraniano, al que nunca parecía faltarle una sonrisa ni una copa, normalmente con dados en su interior, no vino. Su rostro era algo más redondo que antaño, pero aún podía correr más que un caballo. Sus hombres habían sido los primeros en entrar en Ashdod tras la ruptura de las murallas. La masacre que siguió no parecía haberle estropeado el buen humor.

El tuerto Demetrius, casi tan maduro como Rictus, dirigía a los lanceros de leva. Era un hombre áspero y severo, y uno de los mejores adiestradores de hombres que Rictus hubiera conocido. Era capaz de coger a un chiquillo lloroso y hacer de él un soldado, en un proceso que había refinado a lo largo de los años hasta convertirlo en un modelo de eficiencia y brutalidad. Estaba lisiado, sin embargo, el legado de una herida recibida en el río Haneikos. Había permanecido en pie en el agua manteniendo la línea mientras el río se teñía de rojo en torno a sus rodillas.

A su lado estaba Teresian, su improbable contrapartida. Era un cabeza de paja alto al que un extraño hubiera podido tomar por un pariente de Rictus, tan similar era su aspecto. Estaba al mando de los Escudos, los lanceros que se habían presentado voluntarios para el ejército y que permanecerían en sus filas durante toda su vida, pues habían descubierto que les gustaba aquella vida.

En otra época hubieran sido mercenarios, pero desde que el mundo había cambiado, su destino era formar parte del ejército regular que Corvus mantenía en funcionamiento en todo momento.

Antes de su llegada, una ciudad podía tener un núcleo profesional formado por un centón o dos, que entrenaban a los ciudadanos. Desde que los macht tenían rey y se habían convertido en una nación, todo aquello había cambiado. Los Escudos estaban siempre formados por diez mil hombres. Ni siquiera Rictus sabía si, en aquel aspecto, Corvus se había inspirado en los Diez Mil originales o en los honai del gran rey.

El último de los mariscales eran un hombre calvo, menudo y de hombros redondeados pero muy musculoso. No parecía un soldado y, de hecho, una vez había sido el jefe de los escribas de Corvus. Era Parmenios. Tenía un don para concebir y edificar proyectos, y uno todavía mayor para planificar su destrucción. Era el jefe del grupo de asedio, que se había convertido en parte permanente del ejército desde Machran.

Su populoso reino incluía miles de bueyes, mulas y esclavos, carretas, carreteros, herreros, curtidores, tejedores de cuerdas y angulosas máquinas de guerra, todas construidas según sus propios diseños, desmanteladas y montadas de nuevo cada vez que el ejército se encontraba frente a una ciudad amurallada que insistía en cerrar las puertas a los macht. Habían sido sus arietes, catapultas y torres de asedio las que habían derribado las murallas de Ashdod, y en aquel momento los estaban retirando y volviendo a embalar en sus carretas largas y pesadas para la marcha hacia las montañas.

Así se completaba la lista del alto mando de Corvus. Aquellos hombres que compartían el vino sentados a la larga mesa dirigían un ejército que empequeñecía al empleado por Corvus para unir a los macht, y cada día se les unían más soldados procedentes del estrecho que separaba Idrios y Sinon.

Ya no había guerras en las Harukush. Corvus había dejado atrás una guarnición en Machran al mando de Kassander, el antiguo polemarca del ejército de aquella ciudad. Las ciudades todavía adiestraban a nuevas remesas de combatientes, como habían hecho siempre, pero los soldados marchaban hacia el este para servir en el ejército del otro lado del mar en lugar de quedarse en casa, donde la tentación de crear problemas podía ser excesiva. Así controlaba Corvus las energías de su pueblo, y les daba salida en una campaña lejana y exótica.

Fornyx, siempre reacio a atribuir mérito a Corvus, había dicho una vez a Rictus que habían creado una gran bestia que tenía que mantenerse en movimiento para sobrevivir, devorando el mundo a su paso.

Y, aunque sólo fuera ante sí mismo, Rictus tenía que admitir que había algo de cierto en ello.

El vino se les subió un poco a la cabeza, pues había sido un día muy largo. Entre los rangos inferiores, ello hubiera provocado risas, bromas groseras, intercambios de insultos y puñetazos sin ningún significado, pero en la tienda de Corvus, aquellos hombres, que habían dirigido a tantos soldados y visto tantas cosas, simplemente se quedaron pensativos, conversando en voz baja o contemplando la lisa madera de la mesa.

—¿Dónde diablos está? —preguntó Fornyx.

—¿Dónde iba a estar? —Ardashir sonrió, con su rostro largo y dorado teñido de humo—. Ha ido a ver a los hombres por última vez.

—O a los caballos —añadió Rictus. A Corvus le gustaba recorrer las hileras de caballos al final del día. Amaba a sus animales tanto como a sus tropas, y parecía encontrar una especie de paz en su compañía.

—Tiene a la mitad de mis hombres avanzando hacia los pies de las colinas. Acamparán en los arbustos esta noche —dijo Druze—. Es como si le persiguiera el mismo Phobos.

—Hay cincuenta mil kufr recorriendo el terreno como hormigas que han perdido su agujero —rezongó Demetrius—. No podemos avanzar mientras la ciudad siga ardiendo. Allí abajo reina el caos.

Teresian bostezó.

—Bueno, los hombres están contentos. Era una ciudad rica, y el botín ha sido bueno.

—Sólo para los que han llegado primero —le dijo Fornyx—. Tus cabrones egoístas lo han saqueado todo, Teresian, y el fuego se ha llevado lo demás.

—La fortuna favorece a los rápidos —dijo Teresian con una sonrisa y, al encontrar su jarra casi vacía, vertió las últimas gotas rojas sobre la mesa—. Para Phobos. Éste ha sido uno de sus días.

—Para Phobos —repitió Rictus y, a lo largo de la mesa, todos salvo Ardashir repitieron la frase, con los rostros repentinamente sombríos. El dios del miedo había actuado aquel día, desde luego. Todos habían visto a las mujeres kufr que se habían arrojado de las murallas antes que ser capturadas.

Los centinelas de la entrada golpearon los escudos con las puntas de las lanzas y se irguieron. Una figura esbelta y juvenil se recortó en la oscuridad, y la luz de las lámparas del interior de la tienda pareció desvanecerse al entrar en contacto con la coraza negra que llevaba. El joven tocó a uno de los centinelas en el hombro y le llamó por su nombre, saludó al otro con la cabeza como si fueran viejos amigos y entró en la tienda.

Al instante, los mariscales reunidos se pusieron en pie. El joven de la armadura negra permaneció inmóvil, y les recorrió con la mirada. Era delgado como una serpiente, de piel clara, con unos extraños ojos violeta que casi parecían poseer luz propia. Llevaba una diadema de plata sobre el cabello negro, resplandeciente como el ala de un cuervo. Parecía cansado y mal alimentado, y tenía una antigua cicatriz al lado de un ojo.

—Todos sanos y salvos —dijo—. Incluso tú, Druze. Esta mañana has cruzado esa muralla tan aprisa que pensé que debías haber hecho una apuesta.

Druze sonrió.

—Rictus. —El recién llegado tiró del cuello de su coraza—. Échame una mano, ¿quieres?

Rictus le ayudó a desabrocharse las hombreras de la coraza y a levantarlas, y luego soltó el broche negro en forma de flecha bajo el brazo izquierdo. La coraza se abrió, y Rictus la levantó para depositarla sobre su soporte en la parte trasera de la tienda.

Corvus se desperezó, y volvió a mirar a sus mariscales. Parecía agotado, y sus extraños ojos estaban hundidos en órbitas de carne púrpura. Pero su fuerte voz llenó la tienda.

—Bueno, no me digáis que os habéis bebido todo el vino, perros. Ardashir, pide a los pajes que traigan más, por el amor de Dios. Y también comida, todos estamos hambrientos. —Luego llamó de nuevo al alto kufr—. No; agua y toallas. Primero nos lavaremos. No somos bárbaros, al menos no todos. Tomad asiento, hermanos. Ha sido un día muy largo, y aún no ha terminado, pero lo peor ha pasado.

La tienda cobró vida. Se encendieron más lámparas y braseros, los pajes echaron a correr en todas direcciones y pusieron a asar largos trozos de carne sobre los braseros. Los mariscales se lavaron y recibieron ropa limpia y aceite. A continuación, los pajes pusieron la mesa. Aparecieron copas de cristal, platos de pan y fruta y un gran queso duro del ejército. Y más vino, la bebida verde y fresca propia del Imperio Exterior.

Corvus se sentó a la cabecera de la mesa, y su presencia pareció eliminar una cierta contención. La tienda se llenó de conversaciones, y se propusieron brindis, por los hombres, por los caballos, por el propio vino. No hablaron de matar, quemar ni saquear ciudades, sino que se limitaron a disfrutar del hecho de seguir vivos un día más, con todas las extremidades y sentidos intactos, mientras las alas de Antimone batían en algún otro lugar.

¿Cuántos años habían transcurrido desde Machran? ¿Seis, siete? Rictus y Fornyx habían sido recién llegados a aquella mesa entonces, y habían tenido que vencer cierta dosis de hostilidad y resentimiento, todavía algo desconcertados por aquel muchacho de extraños ojos que presidía la reunión y por la enormidad de sus sueños. Pero Rictus había llegado a conocer a los hombres que rodeaban aquella mesa tan bien como a cualquier otra persona en su vida. Aún había fricciones, incluso conflictos de vez en cuando, pero todos estaban uncidos al mismo carro, y el carretero los manejaba con habilidad consumada.

Fornyx estaba contando una de sus inagotables historias obscenas. Casi todos las habían oído antes, pero siempre aparecía algún nuevo adorno que hacía estallar en carcajadas a la compañía. Rictus recorrió la mesa con la mirada, estudiando a los demás mariscales, y sorprendió a Corvus haciendo lo mismo.

El rey nunca descansaba de veras. Incluso en aquel momento, les observaba como un jinete a su montura tras una carrera. Sólo se distrajo una vez, cuando entró un paje y le susurró al oído. Sonrió, respondió algo inaudible al paje, y le tocó un brazo. El muchacho salió de la tienda, encantado tras su breve conversación con el rey.

Rictus había dirigido hombres casi toda su vida. Sabía que era un buen comandante, un líder nato. Pero Corvus poseía una cualidad que se elevaba por encima de aquellos dones prosaicos. Era capaz de inspirar. Hacia que los hombres desearan complacerle, ser como él. Era una maravilla observarlo, y Rictus todavía se sentía un privilegiado por poder verlo de cerca.

Corvus captó su mirada y le dirigió una sonrisa torcida. Tras vaciar ostentosamente su primera copa de vino de un solo trago, se había pasado al agua como era su costumbre, y apenas mordisqueaba su comida. Pero se unió a las carcajadas cuando Fornyx llegó al escabroso clímax de su relato, y golpeó la mesa con el mismo vigor que los demás.

Finalmente, el momento pasó, la comida terminó y se recogió la mesa. Reaparecieron los mapas, punteros y tinteros, y el sonido volvió a disminuir. Podían oír el rumor de las cigarras en el exterior, y los sonidos nocturnos del campamento que les rodeaba. Miles de hombres se acostaban en la oscuridad en torno a cientos de hogueras, y la silueta de Ashdod se había reducido a un resplandor rojizo y apagado en la distancia. Pero, a pesar de la comida, el buen vino, la ropa limpia y las risas, muchos de los presentes en la tienda de Corvus sentían aún el sabor a humo en la boca.

El rey se levantó, tomó un puntero de marfil y recorrió con él un mapa de la zona a ambos lados de las montañas de Korash. Los hombres de la mesa callaron, expectantes.

El puntero trazó la ruta desde Sinon, donde el ejército había cruzado el mar desde las Harukush, hasta el río Haneikos, donde habían destruido al ejército del sátrapa Darios; avanzó al este a través de Gansakr hasta Ashdod, que yacía en ruinas detrás de ellos, y luego hasta los pies de las montañas y el paso de Irunshahr, que una vez habían cruzado los Diez Mil.

—Hermanos —dijo Corvus en voz baja—. Aquí estamos. A dos días de marcha de las tierras altas, a unos doscientos pasangs de Irunshahr, al otro lado de las montañas. Hemos cruzado el mar, establecido una base de operaciones en Sinon, y derrotado la primera respuesta del enemigo. —Hizo una pausa—. No espero encontrar más resistencia organizada del Imperio durante un tiempo. Estaremos en la Tierra de los Ríos antes de que el gran rey pueda reunir a sus fuerzas. —Golpeó suavemente el pergamino entintado con el extremo del puntero—. Aquí es donde tendrá lugar la batalla decisiva… si tenemos suerte. Se rumorea que Ashurnan ya ha emprendido la marcha al oeste para salir a nuestro encuentro, con los honai y las tropas imperiales. Éste es el grueso de las fuerzas del enemigo. Lo que ha sucedido hasta ahora han sido meras escaramuzas.

Hubo algunos murmullos ante aquella frase, y Corvus sonrió.

—Nos enfrentamos a unos cincuenta mil hombres en el río Haneikos, el mayor ejército visto hasta ahora por ninguno de nosotros, a excepción de Rictus. Pero yo os digo, hermanos, que cuando el gran rey presente batalla, lucharemos contra un número varias veces superior. Ese kufr ya se ha enfrentado a los macht y vio lo que pueden hacer, en Kunaksa y de nuevo en Irunshahr. Hay algunas cosas que ni siquiera los viejos olvidan.

Hubo un murmullo de diversión mientras Fornyx palmeaba amablemente la espalda de Rictus.

—La batalla del Haneikos y la toma de Ashdod les han demostrado que no somos simples saqueadores, ni nos proponemos tan sólo anexionarnos unas cuantas provincias exteriores de su imperio. Ahora sabe que queremos quitárselo todo.

—¿Estás seguro de ello? —preguntó Fornyx.

—Me he asegurado bien. Le he enviado una carta.

Hubo exclamaciones a lo largo de la mesa. Druze lanzó una carcajada de incredulidad.

—He capturado con vida a Darios, el sátrapa de esta provincia. Sobrevivió al Haneikos y a la captura de Ashdod. Me atrevo a decir que es un hombre de recursos. De modo que le he enviado al este con un mensaje para su amo.

Corvus arrojó el puntero de marfil sobre el mapa con un gesto ostentoso.

—He dicho a Ashurnan que he venido a por su corona, sus ciudades, sus palacios y todo lo que posee, y que no me conformaré con menos.

—¡Phobos! —gritó Fornyx—. No haces las cosas a medias, ¿verdad?

—Ahora nos tomará en serio —dijo Corvus, y una alegría extraña asomó en su rostro.

—Pero también tendrá que ir más despacio —murmuró Rictus. Miró de cerca a Corvus—. Has apostado a que ahora tardará más en completar sus levas, para reunir todas las tropas que pueda, y que habremos dejado las montañas muy atrás antes de que pueda interceptarnos.

Corvus asintió.

—No tengo intención de verme atrapado entre rocas y piedras cuando llegue el momento. Quiero terreno abierto para la caballería.

—Dicen que el gran rey también tiene caballería —dijo Ardashir, con una ceja enarcada—. Los arakosanos no pueden tomarse a la ligera.

—Estuvieron a punto de acabar con los Diez Mil en Irunshahr —dijo Rictus en voz baja.

—No son rivales para los Compañeros. Y además, hermanos, no estaremos solos en esto.

Mientras lo decía, Corvus levantó un largo dedo, luego se volvió sin más explicación y salió de la tienda.

Los mariscales se miraron. El silencio era tal que podían oír los movimientos del carbón consumido en los braseros.

—¿Es posible? —preguntó al fin Teresian.

—Todo el Imperio. Lo quiere todo —dijo Fornyx, meneando la cabeza.

—Es lo que siempre ha querido —les dijo Ardashir—. Lo sabíamos desde el principio, o hubiéramos debido saberlo.

—Puede hacerse. —El calvo Parmenios habló por primera vez—. Yo estoy de su lado, y eso equilibra los números.

—¿Puedes inventar cincuenta mil nuevos lanceros? —gruñó Demetrius—. Porque eso es lo que hará falta. Aquí no tenemos hombres suficientes para hacer algo así, ni siquiera con los refuerzos que están llegando. Y eso por no hablar de las guarniciones que tendremos que dejar atrás por el camino. El chico es un genio, pero con esto está arriesgando el cuello.

—No puede hacerse —asintió Fornyx—. Rictus, a ti te escucha más que a ninguno de nosotros. Tienes que hablar con él.

El rostro de Rictus no se alteró. Contempló el mapa sobre la mesa y los nombres escritos en él, lugares donde una generación atrás había sangrado, matado y visto morir a sus compañeros. Finalmente, dijo:

—Oigamos lo que tiene que decir.

Corvus escogió aquel momento para volver a entrar en la tienda. No estaba solo. Junto a él caminaba una figura extraña y achaparrada, de piel oscura, cuyos ojos tenían el mismo resplandor amarillo que los de un lobo.

—Hermanos —dijo—. Permitidme que os presente a alguien. Éste es Marcan, que ha hecho un largo camino para vernos. —Levantó una mano, y un paje se adelantó con una copa y una jarra. El muchacho derramó algo de vino al servirlo, y se retiró algo confuso. El recién llegado se sacudió el líquido de los dedos, levantó la copa en dirección a los estupefactos mariscales y la vació, pero vertió las últimas gotas sobre el suelo de la tienda.

—Para Mot, que nunca tenga sed —dijo con una voz dura y profunda como el crujido de las vigas de un túnel.

—Es jutho —dijo Ardashir, con los ojos muy abiertos.

—Soy Marcan de Junnan, en el reino libre de Jutha —declaró el extraño—. Os saludo.

El jutho tenía la piel de un gris intenso, y sólo llegaba a la altura del hombro de Corvus, pero era corpulento como el cuerpo de un caballo. Sus manos eran enormes, como palas, y sus rasgos grandes y planos. Pero en sus ojos amarillos había humor al enfrentarse a las miradas atónitas.

—Marcan es el emisario del rey Proxanon de Jutha —dijo alegremente Corvus—. Los juthos han estado en guerra con el Imperio desde la época de los Diez Mil. Ahora Proxanon y yo hemos pensado que podemos ayudarnos mutuamente. Hermanos, apartaos y haced sitio a nuestro nuevo aliado.

Una vez sentado, el jutho pareció tan alto como cualquiera de ellos, tan enorme era su torso. Era como si alguien hubiera arrancado un gran peñasco de las montañas para situarlo entre ellos.

—¿Qué significa esto? —preguntó Demetrius, mientras su único ojo parpadeaba. Se estaba tocando la herida mal curada del muslo sin darse cuenta, manchando la venda de sangre fresca. Druze le golpeó un brazo y se detuvo.

—Significa que no somos los únicos en oponemos al gran rey —dijo Corvus. Apoyó una mano en el hombro del jutho. Parecía pequeña como la de un niño en aquella posición—. Proxanon nos ofrece cinco legiones completas en apoyo a nuestra campaña. Eso son cincuenta mil lanzas, Demetrius, y los juthos son buenos soldados, según todo lo que he oído.

—No son macht —murmuró Demetrius.

El jutho volvió la cabeza y miró al veterano tuerto.

—No, no somos macht. Pero el gran rey lleva treinta años intentando destruimos, sin conseguirlo. Algo debemos hacer bien.

Su macht tenía un fuerte acento, pero era casi perfecto. Rictus se descubrió preguntándose dónde lo habría aprendido.

Teresian tomó la palabra.

—Corvus, mi rey, estoy contigo en esto, hasta la muerte. Pero si vamos a hacerlo, hagámoslo solos. La guerra sin aliados es más simple. Y si estos juthos traicionaron una vez al gran rey, ¿quién puede garantizar que no nos harán lo mismo algún día?

Los ojos amarillos de Marcan relampaguearon. Hizo ademán de levantarse, pero Corvus apretó el hombro del jutho, que permaneció en su asiento.

—Los juthos luchan por su libertad —dijo simplemente—. Y eso es algo que el gran rey nunca ha estado dispuesto a darles, no después de tres décadas de rebelión. ¿Qué ganarían con ello?

—Los tiempos cambian —intervino Fornyx—. No quiero ofender a nuestro amigo gris, pero… ¿y si Ashurnan cambia de opinión y decide reconocer su reino a cambio de que nos den por culo?

—No te daría por culo aunque el tuyo fuera el último que quedara en la tierra —gruñó el jutho, y una carcajada recorrió la mesa. Druze golpeó la madera.

—¡Bien dicho! Pero Fornyx tiene razón. ¿Tenemos alguna garantía, además de la palabra de ese otro rey, a quien ninguno de nosotros conoce?

—Tenemos condiciones —dijo el jutho. Miró a Corvus, y el rey asintió—. Sólo lucharemos en la Tierra de los Ríos. No podemos dejar nuestras fronteras desprotegidas y seguiros hasta el otro lado de las Magron. Y queremos la ciudad de Tal Byrna, que ahora pertenece a la satrapía de Tanis. Controla los accesos por el río Abekai, el corazón de Jutha. Si la tuviéramos en nuestro poder, nuestro país estaría seguro.

—Haríamos bien en recordar —dijo Corvus— que, aunque el gran rey no ha podido someter a los juthos, ellos tampoco han podido ganar la guerra por su libertad. Nuestra llegada al Imperio es su mejor posibilidad de terminarla, y de conseguir su independencia de una vez por todas.

—Y también tendremos que confiar en vosotros —añadió el jutho—. ¿Quién puede garantizar que, una vez derrotado el ejército del gran rey, no se os meta en la cabeza añadir Jutha a vuestras posesiones? Una vez fue una de las satrapías más ricas y productivas del Imperio. Vuestro rey nos ha dado su palabra de que ello no ocurrirá, y le creo. Vosotros también debéis creer en la palabra del nuestro. Los juthos lucharán a vuestro lado en el Imperio Medio hasta expulsar al gran rey. Después, volveréis a estar solos.

—Has hablado claro —dijo Rictus, y todos los ojos se volvieron hacia él—. Deja que yo también te hable con claridad. Admiro a tu pueblo. Les vi en Kunaksa, no les falta valor. Pero si traicionáis a los macht, debéis saber qué clase de enemigo somos, y qué clase de hombre nos dirige. No acabaría bien para vuestro pueblo. Esto no es una amenaza. Es un simple hecho.

Por primera vez, el jutho bajó los ojos.

—Te he oído —dijo—. Tu nombre es conocido en mi país.

Corvus y Rictus se miraron a través de la mesa, y Rictus asintió brevemente. Corvus palmeó el enorme hombro de Marcan.

—Creo que está decidido. Puedes volver con Proxanon, amigo mío, y decirle que su ayuda será bien recibida, y que recibiremos a sus hombres como a hermanos en nuestra gran empresa.

Marcan sonrió de modo extraño, sacudiendo la cabeza.

—Enviaré al resto de la embajada de regreso, pero yo me quedaré con vosotros. —Miró a Demetrius, cuyo único ojo aún relucía—. El rey pensó que podía existir un problema de confianza entre nosotros al principio, de modo que debo quedarme aquí para calmar vuestras sospechas, como rehén.

—¿Qué le importa a él un jutho más o menos? —espetó Demetrius.

—Este jutho le importa más que la mayoría. El rey Proxanon es mi padre.