Amigos en lugares extraños
Ashurnan sentía el palanquín moviéndose debajo de él, con el paso firme y constante del elefante que lo transportaba. Retiró la fina tela de las cortinas para mirar la carretera, y de nuevo su puño se apretó involuntariamente al contemplar la hilera de carretas, animales de carga, caballería y hombres en marcha que se extendía hasta el horizonte brillante y polvoriento.
Polvo en su barba. Polvo en sus zapatos. Polvo en la misma comida que consumía. La propia Asuria estaba impregnando cada una de sus partes: su país, el corazón del Imperio, el lugar donde sus ancestros habían caminado y gobernado durante años sin cuento.
Su padre Anurman, a quien algunos llamaban el Grande, se había dignado hablar con el una vez sobre el Imperio. Uno no lo gobernaba, igual que un navegante no dictaba todos los movimientos de un barco en el mar. Uno llevaba el timón. Y a veces hacía falta paciencia para recuperar el rumbo cuando uno sentía las olas contra el rostro.
«Soy más viejo que mi padre cuando murió», pensó Ashurnan. «He gobernado durante más tiempo que él. He luchado en menos guerras, pero aquéllas en las que he participado han sido mucho mayores que las que el vio nunca. ¿Me convierte eso en un rey mejor que mi padre, o peor?»
De nuevo, sus pensamientos retrocedieron por los polvorientos pasangs de la carretera real, en dirección a su capital.
«¿Dónde estás ahora, Rakhsar? ¿En algún castillo de las tierras altas, fomentando la rebelión? ¿O en los pantanos, frente a la hoguera de algún campesino? No; ése no es tu estilo».
De nuevo volvió a apretar y aflojar el puño.
«Debí darle mando en el ejército, llevármelo conmigo. Tiene una energía de la que Kouros carece, y coraje».
Pero el que hablaba era su corazón. Había sido igual de generoso con su propio hermano, y Kunaksa había sido el resultado.
«Siempre ha sido Kouros», pensó. «No puedo enfrentarme al mismo tiempo a los macht y a Orsana. No tengo fuerzas suficientes».
Pero se encontró sonriendo, pese a lo lúgubre de sus pensamientos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que formó parte de un ejército en marcha. No se podía negar que aquello le traía buenos recuerdos además de malos, un toque de juventud.
«Una guerra primero, y otra después», pensó.
Finalmente, el propio gran rey había partido de Ashur en campaña, con el primer contingente de la leva imperial y el grueso de su ejército. Aquella no era más que una décima parte de las fuerzas que acabarían formando al otro lado de las montañas Magron, pero de todos modos ocupaba todas las carreteras que conducían al oeste a lo largo de docenas de pasangs. Diez mil honai, y cinco mil jinetes arakosanos que habían cruzado el Oskus la semana anterior. Veinte mil hombres de la leva local, pequeños granjeros llamados a los estandartes del rey, mientras la segunda cosecha del año crecía en los campos detrás de ellos, y sus esposas e hijos se quedaban para recolectarla lo mejor que pudieran.
Y aquél era sólo el principio. Tras aquellos combatientes marchaba otro ejército. Carreteros, herreros, curtidores, carpinteros, pastores, miles de esclavos y una multitud amorfa de esposas e hijos que no podían soportar separarse de sus hombres. Eran casi tan numerosos como las tintineantes columnas que llevaban lanzas y escudos, y todas las noches desde la partida de Ashur llegaban al campamento varias horas después que la vanguardia del ejército, agotados y cubiertos de polvo, pero listos para atender a las necesidades de los llamados a empuñar las armas, a luchar por ellos en la guerra del gran rey.
Y aquello tampoco incluía el séquito del propio gran rey. En su juventud, Ashurnan había sido obstinado, orgulloso y lo bastante fuerte para viajar casi tan ligero como uno de los generales más jóvenes; media docena de carretas tiradas por mulas llevaban todo lo que necesitaba para vivir cómodamente en el campo. Pero había envejecido, y su idea de lo que era adecuado para un rey en campaña había cambiado. Doscientas carretas llevaban sus tiendas personales, sus muebles, sus alfombras, sus reservas de comida y bebida y a sus concubinas favoritas (escogidas por Orsana, sin que él lo discutiera).
Su séquito era un ejército en sí mismo, que avanzaba por delante del resto de las tropas para evitar la torre de polvo que levantaban (porque aquélla no era la verdadera campaña, todavía no; los macht estaban aún a miles de pasangs de distancia) y tenía a sus exploradores y mayordomos delante, para asegurarse de que cada noche había un lugar adecuado donde acampar. En el pasado, los grandes reyes se habían alojado con los nobles locales mientras viajaban, pero Ashurnan había aprendido poco después de asumir el trono que dar hospitalidad al rey y sus acompañantes, aunque fuera por una sola noche, podía arruinar al sátrapa más rico del Imperio.
Y además, cuando aquellos nobles acudían a presentarle sus respetos en su enorme tienda multicolor, con sus palos dorados gruesos como los mástiles de un poderoso barco, uno podía ver que el efecto causado compensaba el esfuerzo.
El gran rey en marcha era como una fuerza de la naturaleza, impresionante como la mayor de las tormentas, y aquellos príncipes, arcontes y señores locales serían los oficiales de sus levas. De su lealtad, respeto o miedo dependería el destino de la batalla que se avecinaba. Debían contemplar la grandeza de Ashurnan y temblar. Ello reforzaría su resolución cuando los macht marcharan hacia ellos con su panoplia de guerra.
La grandeza de Ashurnan. El gran rey tomó un sorbo de su copa, agua fría salpicada de zumo de lima, crujiente con el hielo de los cofres aislados con paja que viajaban más atrás en la columna. La mayor parte de las personas de aquella gran hueste nunca habían visto el hielo: eran criaturas de las tierras bajas, y sus vidas transcurrían en los campos relucientes e irrigados del corazón del Imperio. Pero cuando levantaban la cabeza y miraban más allá del polvo, podían ver nieve al borde del mundo, los picos blancos de las poderosas Magron, y a sus pies la capital de verano del rey, Hamadan, donde a lo largo de los siglos los reyes de Asuria se habían retirado para escapar del calor sofocante de las tierras bajas. Hamadan era la fortaleza clave de las puertas de Asuria, el único camino que un ejército podía tomar a través de las Magron hasta el Imperio Medio. Y era allí, en la Tierra de los Ríos, donde Ashurnan creía que se decidiría el asunto.
No creía que Darios pudiera defender la línea de las Korash; su ejército había saltado en pedazos. No, todo ocurriría en la antigua Pleninash, en algún lugar de la carretera imperial, entre Kaik e Irunshahr.
En algún lugar de la misma ruta que habían tomado los Diez Mil, una generación atrás.
La misma carretera ensangrentada iba a ver más sangre, pero aquella batalla sería aún mayor que la de Kunaksa. Ashurnan podía sentirlo en sus flacos huesos, y no disfrutaba con la perspectiva. Aún recordaba vívidamente cómo le despertaron tras el primer día en Kunaksa, cuando creía que la batalla estaba ganada, sólo para informarle de que los macht, sin líderes, solos y traicionados, les estaban atacando de todos modos, y haciendo huir a los mejores hombres que el Imperio podía lanzarles. Recordó a aquellos hombres sombríos vestidos de bronce y escarlata, avanzando implacablemente sobre sus propios muertos, marchando rítmicamente y cantando al caminar. Y un escalofrío le recorrió la espina dorsal ante el recuerdo.
Kouros detuvo a su caballo con un tirón. El animal se agitó debajo de él, notando su estado de ánimo. Montaba un animal de Niseia, como muchos kefren nobles o adinerados, pero no le gustaba su montura. Negro como el carbón y de temperamento feroz, como todos los de su raza, había sido criado para la caza y la guerra, dos actividades de las que Kouros sabía muy poco. Llevaba un látigo, cosa que hacían pocos jinetes kefren; los nobles del Imperio se habían criado entre caballos desde la niñez. Había un lazo casi mítico entre los kefren nobles de Asuria y los caballos de Niseia. La leyenda decía que aquellos caballos altos y negros eran un regalo al mundo del propio Bel, y que descendían del viento del oeste.
Unos mitos más oscuros incluso afirmaban que los ancestros de las enormes bestias habían sido traídos al este por los macht en la juventud de ese pueblo, pero aquella historia no gozaba de demasiada popularidad entre los criadores de Niseia.
Kouros no daba nombres a sus caballos, ni montaba por placer. Los animales eran para él un accesorio necesario, nada más, y nada podía aburrirle más rápidamente que un grupo de nobles hablando de sementales y estirpes. Eran animales, eso era todo. El mundo de Kouros tenía que ver con la gente. Los caballos no eran nada más que un medio de transporte.
Se irguió sobre su montura, mordiéndose el pulgar, contemplando la polvorienta carretera imperial que conducía al noroeste, hacia Hamadan. Al sureste se elevaban más nubes de polvo, como nubes de tormenta pardas ancladas a la tierra. Más columnas de tropas en marcha. Convergian desde toda Asuria, y detrás venían más. Sus espías le habían informado de que el cuerpo principal de arakosanos estaba aún a una semana al este, ocho mil jinetes pesados, relucientes como martines pescadores en las armaduras esmaltadas de azul de su pueblo. El pueblo de su madre.
Su pueblo.
Su madre nunca le permitía olvidar su sangre arakosana. Descendía de una estirpe de reyes tan antigua como la de Asuria, y se consideraba tan noble como cualquier descendiente de Asur. Minosh, el sátrapa de Arakosia, era su primo, y de pequeños habían estado muy unidos. El palacio de Bokosa albergaba un régimen más tolerante que el de Ashur. Minosh era un sátrapa del gran rey, un siervo leal. Pero también era un gran gobernante por derecho propio. Había que cortejar a Minosh, si Kouros deseaba que sus aspiraciones al trono acabaran grabadas en piedra.
Especialmente con Rakhsar suelto.
Kouros mostró los dientes en una mueca de furia, pensando en ello, y cuando el caballo empezó a danzar y sacudirse debajo de él tomó las riendas y tiró con fuerza. Usaba un bozal de lobo con sus caballos, que en esencia era una hoja de bronce apoyada en la lengua. No era raro que entregara su montura a los mozos con sangre goteando de la boca del animal.
Rakhsar, libre y vivo. Creía haberse ocupado de todos los cabos sueltos y cubierto todas las contingencias.
Su madre se había enfurecido al oír la noticia. Significaba que tendría que quedarse en Ashur durante el calor del verano para vigilar la ciudad y evitar alguna añagaza de Rakhsar.
Había desnudado a una de sus esclavas al azar y azotado la carne blanca de su espalda delante de él. Kouros no se había atrevido siquiera a limpiarse la sangre del rostro, sino que permaneció mudo e inmóvil mientras la esclava chillaba y moría bajo los golpes de su madre. Orsana se había quedado con el cabello negro empapado sobre la cara y los ojos inyectados en sangre, mientras el dobladillo de su túnica absorbía la del charco sobre el mosaico del suelo.
—¿Cómo puedes pretender ser rey? —le había gritado, y Kouros sintió un terror que no había conocido desde la niñez. Su madre había azotado a la esclava, pero los golpes iban dirigidos a él.
Después de aquello, había sido un alivio abandonar la ciudad, unirse al ejército de su padre y tragar polvo día tras día, sintiendo el dolor de montar constantemente, y sudando como un siervo en los ejercicios diarios con la espada que su maestro de armas insistía en que practicara.
Pero sus pensamientos se mantenían constantes. ¿Dónde estaba Rakhsar? Y Roshana.
Había amado a Roshana una vez. Ella había sido amable con él cuando de pequeños les permitían jugar juntos de vez en cuando. Aquellos momentos habían sido como milagros para él.
Pero el amor de Roshana por su hermano agrió sus sentimientos hacia ella, pues entre Rakhsar y Kouros nunca había habido nada más que un odio negro y cerval. Era como si tuvieran los instintos de perros salvajes, y percibieran un rival en la manada. Fue algo irracional desde el principio, y al crecer habían descubierto demasiadas razones para cuestionarlo siquiera.
Pero en privado había llorado por Roshana, porque era una de las escasas personas que habían sido amables con el sin esperar nada a cambio, sin otro motivo que el de la pura decencia.
Por eso deseaba atraparla y degradarla, forzarla delante de su hermano, para borrar aquella mueca de superioridad burlona del rostro de Rakhsar una última vez, antes de eliminarla del mundo para siempre.
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se compadecía de sí mismo, recordando la terrible soledad de su infancia. Había habido otra persona en aquellos días, una sola persona que había compartido su mundo durante un tiempo. Pero su madre lo había desaprobado. La desaprobación de Orsana significaba mutilación, muerte o exilio. Nadie podía acercarse a su hijo, que un día sería el gobernante del mundo.
Su madre lo amaba, pero aquel amor le asustaba, porque estaba mezclado con las expectativas, la ambición y una determinación inflexible y sanguinaria. Lo amaba, pero si no podía ser rey, no quería pensar en lo que podía hacer aquel amor.
Había momentos en los que deseaba que ella… desapareciera.
Y pensó en lo que significaría ser el rey, hacer lo que le apeteciera, y el pensamiento le apaciguó la mente, calmándole. Incluso palmeó el cuello de su caballo, manchado de espuma y con olor a rancio, como si le importara.
—Barka —dijo.
Un jinete se destacó entre el grupo de sus compañeros, que se mantenían a respetuosa distancia detrás de él. Era un kefren, pero de cuna humilde, con los ojos oscuros y el cabello largo, teñido de rojo como una manzana y recogido en una cola engrasada. Llevaba una espada envainada a cada lado del arzón de su silla, y vestía un coselete de cuero tachonado de bronce. Una cicatriz tiraba hacia abajo de un lado de su boca, de modo que parecía hacer una mueca, pero en sus ojos no había humor.
Era el maestro de armas de Kouros; un arakosano, traído a Ashur por Orsana quince años atrás para enseñar a su hijo a ser un hombre. También era la única persona que había azotado al joven príncipe, por maltratar a un caballo. Kouros había acudido a su madre de inmediato, y el arakosano no había vuelto a ponerle las manos encima, pero Kouros recordaba aún los azotes. Sabía que Barka lo despreciaba, pero también sabía que el arakosano moriría por él sin pensarlo, a causa de quién era su madre.
—¿Mi príncipe?
—¿Sabes ya dónde se plantará la tienda imperial esta noche?
—Sí, señor. Los exploradores han encontrado un lugar a unos veinte pasangs por delante, a las afueras de Kinamish.
—¿Y mi séquito?
Barka señaló más abajo, donde la carretera imperial era una larga serpiente de polvo, una oruga dorada avanzando por la tierra acompañada de hormigas negras.
—Nuestro equipaje está con la caravana del gran rey como siempre, señor.
Kouros anhelaba un baño, un poco de vino y algo más blando que una silla de montar donde descansar su cuerpo. Frunció el ceño. Todo el ejército y los que formaban parte de él viajaban al paso de la carreta de bueyes más lenta del tren de intendencia del gran rey. Y no podía plantarse ninguna tienda antes que la del rey. Todavía faltaban muchas horas.
Kouros se limpió el rostro, y su palma se cubrió de polvo. Kinamish era una ciudad pequeña, con alguno de los placeres de la civilización. Era un lugar discreto, poco importante. Era perfecto.
Un hombre bien montado podía llegar hasta allí en una hora, si forzaba a su caballo. Tendría tiempo de todo.
—Vamos a adelantarnos, y nos aseguraremos de que la gente de Kinamish esté lista para recibir a mi padre —dijo Kouros en tono ligero.
Barka le miró. Tenía una mirada directa e inquietante, totalmente desprovista de deferencia. Desde su conversación con Orsana, años atrás, nunca había vuelto a atreverse a corregir al joven príncipe, pero Kouros siempre sabía cuando Barka desaprobaba sus acciones. Se hubiera librado del kefren de la cicatriz mucho tiempo atrás, excepto por el hecho de que, por algún motivo, sabía que podía confiar completamente en Barka. El maestro de armas podía no tener una gran opinión de su príncipe, pero nunca le traicionaría. Era lo más parecido a la lealtad que Kouros hubiera experimentado nunca. Casi.
—Muy bien —dijo Barka—. ¿La escolta también, señor?
—No. —No; aquello podía llamar la atención. Kouros gruñó en su interior ante la idea de ser reprendido pacientemente por Dyarnes u otro de los veteranos de su padre. Le temían, todos ellos, pero también tenían el valor y la seguridad en si mismos de los soldados experimentados. Y había cosas que no necesitaban saber.
—Tú y yo, Barka. Iremos solos.
—Como desees, señor.
Forzaron a los caballos. Kouros tenía un estilo de montar poco elegante, pero efectivo; conseguía que el animal hiciera lo que deseaba, y nunca había conexión emocional entre caballo y jinete. Había visto a su padre lamentarse con soldados endurecidos por la muerte de un caballo favorito, y la visión lo había desconcertado completamente. Eran hombres adultos con sangre en las manos, que hubieran crucificado a un esclavo ladrón sin pensarlo un momento, pero lloraban por un animal muerto.
Los grandes niseios galopaban de buen grado, pues habían estado viajando a paso lento toda la mañana. Barka montaba como pegado al animal, moviéndose con sus movimientos. Las riendas eran irrelevantes, y las sostenía con ligereza en una mano. Hablaba con su caballo en voz baja de vez en cuando, y le canturreaba como si fuera un niño pequeño al que deseara tranquilizar.
Desconcertante.
Los últimos pasangs del corazón del Imperio pasaron bajo ellos. La tierra se elevaba para encontrarse con las montañas Magron, que eran una nube enorme en el horizonte occidental, de color pardo y coronadas de blanco, con bosques como una barba oscura en sus laderas.
No había sistemas de irrigación en aquella parte del mundo, pues los húmedos vientos del este golpeaban las montañas y derraban libremente su agua desde enormes nubes cada primavera e invierno. La tierra era de un verde menos violento que en los campos bien cuidados del valle del Oskus, y gran parte de ella se dedicaba a los pastos. Allí se criaba ganado, y cabras que limpiaban después el terreno. Los habitantes eran los hufsan más morenos de las tierras altas, y formaban el grueso de la población del Imperio.
Los rapaces que cuidaban de los rebaños se detenían para mirar con la boca abierta a los dos kefren soberbiamente montados que pasaban junto a ellos al galope, y Barka, con un infantilismo poco propio de él, les saludaba con la mano con una amplia sonrisa en su rostro correoso.
«Es feliz», comprendió Kouros. «Es realmente feliz de encontrarse galopando, cubierto de sudor, a mucha distancia de la capital, con sólo el suelo para dormir y la perspectiva de algo de carne medio chamuscada en la hoguera para comer esta noche».
Montar a caballo, manejar el arco, decir la verdad. Aquellos eran los antiguos dogmas de la vida para los kefren, todavía respetados incluso entre la opulencia y el lujo de los palacios de Ashur. La madre de Kouros nunca se cansaba de decirle que en Arakosia los nobles aún enseñaban a sus hijos a disparar desde la silla, que la palabra de un kefren se consideraba un contrato tan firme como cualquier garabato de un escriba.
Pero Orsana había pasado en el harén los últimos treinta años. ¿Qué podía saber?
Kouros había participado en intrigas desde la niñez, reconociendo su posición elevada y trabajando por ella, usando en beneficio propio a los esclavos, tutores y guardaespaldas que dependían de su favor. No había habido arcos ni caballos, y muy poca verdad. La influencia era lo que contaba; la capacidad de amenazar a una persona con el exilio o la desgracia.
Esbozó una sonrisa curiosa mientras cabalgaba.
Los nobles le habían entregado a sus esposas durante una noche para comprar su favor y, cuanto menos dispuesta estaba la mujer, más dulce le había sabido el acto. Le encantaba estar presente cuando devolvía a la mujer a su esposo, para ver los ojos de ambos. Aquel momento era mejor que el mismo sexo.
—Kinamish —dijo Barka, señalando y arruinando su sueño sórdido y mezquino.
—No estoy ciego —espetó Kouros.
—Señor, deberíamos aflojar el paso y dar descanso a los caballos.
—Casi hemos llegado, Barka. Pueden descansar todo lo que quieran cuando estemos en la ciudad.
—Como desees, señor. —El buen humor de Barka desapareció.
Volvía a ser el guardián de rostro severo.
Desmontaron en una plaza parda de ladrillos de adobe. Kinamish no era lo bastante importante para necesitar muralla, y tan al interior del corazón del Imperio, a sus habitantes no se les hubiera ocurrido construirla. Asuria no había conocido el paso de la guerra en varias generaciones, y sólo las ciudades mayores mantenían sus defensas, más por tradición que por verdadera necesidad.
Había una taberna con un patio cubierto de enredaderas. Dejando a Barka con los espumeantes caballos, Kouros tomó asiento allí. Se dejó caer el komis y se sacudió el polvo de la ropa con sus guantes de montar. Lentamente, mientras los bebedores, granjeros y ociosos locales le observaban, los colores brotaron en sus prendas. Azul martín pescador, púrpura imperial, y las cabezas de caballo bordadas en plata de la casa real. El patio se vació a su alrededor, y Kouros volvió a sonreír, chasqueando los dedos para llamar al servicio.
—Vino, y agua fría —dijo, sin levantar la vista.
No pareció sorprenderse cuando otro viajero se unió a él en la mesa. Tomó asiento a su lado sin ceremonia y alargó la mano hacia el cuenco común de las aceitunas, mojándose los dedos en el aceite y aplicándolo a las zonas quemadas por el sol en su nariz. Con la misma mano, el recién llegado se soltó los pliegues de su propio komis, y suspiró. Era un kefren de rostro ancho con el cabello corto y los ojos brillantes como acianos. Su piel y ropa eran del color del polvo que soplaba en céfiros pálidos en tomo a la pequeña plaza. Cuando llegó el agua, bebió directamente de la jarra y, al secarse la boca, dejó sobre su cara un rastro de piel limpia del color de la madera nueva.
—Recién sacada del pozo, la mejor. Gracias, mi señor.
Kouros tomó un sorbo de vino, hizo una mueca y vació media copa.
—Dime que tienes noticias, Kuthra.
—Las tengo. Tal vez no del tipo que te gustaría oír, pero útiles a pesar de todo. —El polvoriento kefren miró a Kouros atentamente, con un toque de burla en su sonrisa—. Has ganado algo de peso, hermano.
—Gajes de la vida en palacio.
—Ah, por supuesto. Hace tanto tiempo que lo he olvidado. ¿Cuántos años han pasado, Kouros, desde que compartí las alturas contigo?
Kouros se removió en su silla, aunque su mirada no abandonó el rostro del otro hombre, y había un resplandor extraño en sus ojos.
—He venido en busca de información, no para intercambiar recuerdos.
—Compláceme. Últimamente nos vemos muy pocas veces.
Kouros se llevó la mano a la túnica azul, y extrajo un portamonedas de piel de ciervo, un objeto hermoso que parecía haber sido escogido con algún cuidado. Cuando lo depositó sobre la mesa, tintineó pesadamente. Kuthra no lo miró ni una vez, sino que siguió estudiando el rostro de Kouros.
Finalmente, Kouros dijo:
—Han pasado diecisiete años.
—¡Diecisiete años! Qué rápido han volado. ¿Recuerdas cuando nos encontrábamos en los rincones más oscuros del jardín para tumbarnos bajo los árboles y hablar de las grandes cosas que haríamos de mayores? Tú serías el rey, y yo estaría a tu lado. Te cuidaría y alejaría a los chacales de tu espalda. No deseaba otra cosa.
En voz baja, Kouros dijo:
—Yo tampoco.
Deliberadamente, Kuthra levantó el brazo derecho y lo apoyó en la mesa. Los pliegues de su túnica de viaje retrocedieron para revelar un muñón en la muñeca, una herida antigua que se había cerrado tiempo atrás en un torbellino de carne.
—Lástima que tu madre no estuviera de acuerdo.
Los dos hombres se miraron. Finalmente, se inclinaron hacia delante en el mismo instante y se abrazaron, enterrando el rostro en el hombro del otro.
Kouros tomó el rostro de Kuthra entre sus manos. Había lágrimas en sus ojos. Rebosaron, y se derramaron por sus mejillas.
—Fue el precio de tu vida.
—Lo sé. Tu madre no hubiera debido obligarte a mirar, sin embargo. Sabía que te echarías la culpa a ti mismo, cuando sólo fue obra suya. —Kuthra secó las lágrimas del rostro de Kouros con su única mano.
—Se ha vuelto más blanda desde entonces. —Ambos se echaron a reír. Kuthra golpeó la mesa con el muñón.
—¡Más vino! ¿Es que estáis todos dormidos? ¡Tabernero, date prisa!
—No llames la atención —le siseó Kouros con vehemencia—. Esto ya es bastante arriesgado.
—Nos sentamos juntos una vez cada cuatro o cinco años, si tenemos suerte. El resto del tiempo, todo son cartas, notas y susurros en la oscuridad. Deja que beba con mi hermano Kouros; levantemos juntos las copas durante un rato al menos, como la gente normal.
—Si Orsana lo supiera…
—Que se joda Orsana. No vivirá para siempre. —Kuthra se inclinó y apoyó la mano sobre la de Kouros—. Hermano, un día serás rey; ese día y todos los días a partir de entonces me tendrás a tu lado, y siempre mantendré a los chacales alejados de tu espalda.
—Volverás a ser un príncipe, Kuthra.
—Príncipe una vez, príncipe para siempre —sonrió Kuthra.
Llegó el vino. Era un variedad seca y amarga de las laderas de las Magron, pero apagaba la sed.
—Hablemos de príncipes, ya que estamos aquí —dijo Kuthra con aire casual. Al instante, la expresión de Kouros cambió. Parte de su antiguo rencor regresó a ella, deformándola.
—¿Los has localizado?
—Los localicé tres veces, hermano, pero cada vez me pasó como al zorro demasiado lento, que muerde las plumas de la cola y deja escapar la carne. Salieron de Ashur a pie, lo que fue astuto por su parte, y compraron caballos a un tratante en Goronuz, a veinte pasangs río arriba de la ciudad. Después de eso, desaparecieron durante un tiempo. Tengo gente vigilando las puertas de Asuria como buitres en una ejecución, pero las puertas no son el único modo de cruzar las montañas. Hay rutas más discretas que podría tomar un grupo pequeño.
—Kuthra, ¿me estás diciendo que…?
—Volví a encontrar su rastro al oeste de Hamadan. Tuvieron suficiente sentido común para evitar la ciudad y se dirigieron directamente a las tierras altas. Sé que cambiaron los caballos por mulas, y es posible que incluso vayan de nuevo a pie ahora. Pero han desaparecido, hermano. No tenemos agentes tan al interior de las Magron.
—Sangre de Bel. Me estás diciendo que les hemos perdido.
—Sólo de momento. No pueden quedarse en las montañas para siempre, y tenemos tantos ojos en el Imperio Medio como aquí. Cuando bajen serán fáciles de localizar, porque necesitarán otra vez caballos, sin duda. Es decir, si consiguen cruzar las montañas. Rakhsar y Roshana son criaturas de ciudad; es posible que no encuentren las cumbres de su gusto. Podrían perderse de veras, o morir en una avalancha, sepultados por la nieve, o convertirse en victimas de los qaf.
Kouros sacudió la cabeza.
—Rakhsar sobrevivirá. Siempre lo hace. Mi madre ha tratado de matarlo tres veces en los últimos años, y siempre ha sobrevivido, gracias a su absurda suerte y a todo lo demás. Kuthra, tienes que recuperar su rastro. Mi padre no se ha interpuesto en nuestro camino hasta el momento, pero si Rakhsar apareciera de repente en la tienda imperial y le suplicara que le permitiera acompañarlo en su campaña, el viejo estúpido podría ablandarse. No me aprecia; sabe que soy la única elección sensata como heredero, pero siente un maldito apego por el recuerdo de esa zorra de Niseia con la que trató de suplantar a mi madre. Se ha vuelto sentimental con la edad. Es imposible saber hasta dónde dejará que vayan las cosas.
Kuthra asintió, con expresión dura.
—Hermano, no te preocupes. A menos que Rakhsar pueda hacer que le broten alas, al final le alcanzaré.
—Si alguien puede hacerlo, eres tú.
—Sabes que tu madre tiene gente con la misma misión. Toda una horda, husmeando por todos los escondrijos del Imperio.
—Tienes que llegar primero. Quiero a Rakhsar y Roshana delante de mí, vivos.
Kuthra enarcó una ceja.
—¿Los dos, o sólo Roshana?
El rostro de Kouros se oscureció y se llenó de sangre.
—Simplemente, haz lo que te pido.
—Los dos deben morir, hermano. Las cosas han llegado demasiado lejos. Hubo un tiempo en que tal vez hubieras podido salvar a la chica, pero ese tiempo ha pasado. Simplemente es cuestión de saber a manos de quién morirán. No debes tomarlo como algo personal.
—Lo tomo todo como algo personal —dijo amargamente Kouros—. Así es como soy.
—Como quieras.
—No me mires así. Me recuerdas a Barka. Obediente y lleno de reproches.
—No deberías tener la piel tan fina, Kouros.
—Sólo tengo la piel con la que nací.
—Y Orsana te la ha estado arrancando a tiras desde que aprendiste a andar. —Kuthra levantó su muñón—. Me ha marcado menos que a ti. Me considero afortunado de haber pagado un precio tan barato por escapar de la corte.
—Tuviste suerte de que tu madre no fuera nada más que una esclava.
—Todos somos esclavos, Kouros. Incluso tu padre está constreñido y confinado por su situación. ¿Crees que es un hombre feliz?
—¿Eres tú un hombre feliz, Kuthra? —La voz de Kouros era áspera y seria.
—Lo soy. No tengo ambiciones, y sé a quién amo y a quién odio. Mi vida es sencilla…
—Eres un espía; te escurres por el Imperio como un gato a medianoche. ¿Cómo puede ser sencillo vivir con todos tus secretos, secuestrar y matar a extraños por voluntad de otro?
Kuthra se encogió de hombros.
—Tal vez carezco de cierta curiosidad. Tengo mis órdenes, y las cumplo. Me pagan, y me gasto el dinero. Luego recibo más órdenes. Así gira la rueda de mi vida.
—Ojalá pudiera tomar mi caballo y marcharme contigo, aquí y ahora, Kuthra. Podríamos cruzar juntos las montañas, dejar atrás todo esto.
—¿Y qué haríamos? —Kuthra palmeó el dorso de la mano de su hermano mayor—. Naciste para ser lo que eres. No sé si ser rey te hará feliz, Kouros, pero sé que no serlo te destrozaría el alma. Te han hecho de ese modo.
Se terminaron el vino con olor a resina, que les suavizó la garganta y aclaró la mente. Kuthra se incorporó de repente. Barka había reaparecido a un lado del patio.
—Señor, los caballos han sido cepillados, y han comido y bebido. ¿Tengo tu permiso para comer?
Kouros asintió. Barka se inclinó levemente. Su mirada se posó sobre Kuthra, y una luz de reconocimiento acudió a sus ojos. Luego se alejó.
—El guardián de mi hermano —dijo Kuthra.
—Sirve a mi madre.
—Conozco a Barka, Kouros, o al menos a los que son como él. Se dice que los arakosanos son como los asurios antes de emigrar a las ciudades. Gente que conserva el recuerdo de una época más simple.
—El caballo, el arco, la verdad… He oído a mi madre repetir lo mismo desde que soy capaz de oír.
—Hay verdad en ello. Puedes confiar en Barka, a condición de que no le pidas que se deshonre. Así son los arakosanos. Fieles como perros, e igual de crueles. Si ofendes a uno, sin embargo, tendrás un enemigo de por vida. —Kuthra dio un codazo a su hermano con una sonrisa—. Hay en ti más de arakosano de lo que crees.
Kouros se frotó la frente.
—Cuando hablo contigo, Kuthra, me siento como si en mi interior hubiera enterrado otro hombre que puede levantar la cabeza y ver un destello de luz en la oscuridad. Una vez fui ese hombre, o pude serlo. Es él quien ahora te dice estas cosas, y el Kouros al que todos odian, el hijo de mi madre, desaparece. Pero sólo durante un tiempo. Un día no quedará luz, y la oscuridad lo invadirá todo.
—No mientras yo viva.
—He hecho cosas crueles. A veces me siento como una jarra llena de veneno, a punto de rebosar y derramarse.
—Eres un hombre mejor de lo que crees, o no sentirías eso. Todos hemos hecho cosas terribles, Kouros, nuestras vidas nos lo han exigido.
—Había un chico, en la ciudad, un esclavo de la cocina al que se le ocurrió espiar en una cena que mi padre ofreció en los jardines.
—¿Un lacayo de Rakhsar?
—Eso pensé al principio. Pero cuando le interrogué, supe que me estaba diciendo la verdad. Que había salido por simple curiosidad, por la estupidez de la juventud. Y lo castré de todos modos, con mis propias manos, y se lo envié a Roshana.
Kuthra se inclinó hacia atrás y soltó una risita.
—Eso es algo propio de tu madre.
—Lo sé. —Kouros levantó la vista, y en sus ojos había una expresión atormentada—. Lo hice porque estaba en mi poder, y estaba furioso, y deseaba hacer daño a alguien. Aquella misma noche, cuando mi padre se reunió con los mensajeros del oeste, había pedido a Rakhsar que nos acompañara, humillándome delante de toda la mesa.
—Al menos dejaste vivir al chico.
—Luego me sentí avergonzado. Kuthra, ¿puede un rey sentir vergüenza, si no hay nadie que le diga que está obrando mal?
—Yo estaré allí hermano, te lo prometo. Yo te lo diré.
Kouros se frotó los ojos como un niño soñoliento.
—Eso espero. —Se levantó—. Es hora de regresar con la columna. El heredero no puede desaparecer durante demasiado tiempo sin causar comentarios.
—Lo comprendo.
Pero Kouros tomó el muñón de Kuthra cuando el otro hombre se levantó.
—Creen que soy un monstruo, Kuthra. El producto malcriado y retorcido de la ambición de mi madre. Tal vez tengan razón. Pero te diré algo que no saben. —Hizo una pausa, bajando la voz, casi como si estuviera asustado—. Mi hermano, Rakhsar, tan encantador, con su sonrisa y su rápido ingenio… es peor, mucho peor que yo.