Príncipes en fuga
Lady Orsana se levantaba mucho antes del amanecer, incluso en las épocas en que amanecía más temprano. Se bañaba en el estanque recubierto de mosaicos rodeada por todas sus doncellas, y escogía qué ponerse a partir de una procesión de modelos vivientes, que permanecían en pie una tras otra frente al agua perfumada y humeante. Un dedo levemente levantado y Chaiys, el eunuco de la reina, daba una palmada con sus blancas manos para confirmar la elección.
Después de secarse, Orsana se sentaba desnuda mientras un trío de artistas llegadas de todo el Imperio empezaba a trabajar en su rostro. Le alargaban las pestañas con kohl, le pintaban los párpados de verde malaquita, le sonrojaban las mejillas con bermellón taneano y le empolvaban la piel con yeso molido. Cuando se levantaba, la cubrían con sus ropajes como a una estatua. Le peinaban la melena negra y pesada hasta hacerle brotar chispas, y luego le recogían el cabello de modo sencillo sobre una clavícula. A la luz de las velas, aquel arreglo le quitaba veinte años.
Finalmente, la fina diadema de oro blanco que significaba alta realeza era colocada cuidosamente sobre su frente. Había habido esclavos que habían perdido las manos en aquel punto por estropearle los cosméticos.
Alguien trajo un espejo de cristal plateado, y Orsana se estudió en él. Frunció levemente los labios. Bajó los párpados, adoptó la postura altanera y reservada que era su modo de mirar al mundo, y levantó una mano blanca y de largas uñas para ahuyentar a los esclavos.
Orsana salió de su vestidor, tomó algo de vino aguado y se sintió lista para presentar batalla al día. Ocupó su lugar de costumbre sobre un diván de seda color medianoche. Sus doncellas le arreglaron artísticamente la túnica a su alrededor, y colocaron un cuenco de fruta y una copa de vino al alcance de su mano. Se sentó como una araña de seda en el centro del harén, en una enorme cámara circular salpicada de fuentes y decorada con tapices. El incienso se movía lentamente por el aire en hebras azules, y por todas partes había cojines rellenos de pétalos sobre el suelo teselado. En aquella estancia, sólo la reina tenía mobiliario donde sentarse. Todos los demás se reclinaban en los cojines o se quedaban en pie. Había hermosas jóvenes junto a las paredes, riendo y charlando tras los pilares de mármol kandasiano. Eran las concubinas del rey, y ni una sola había sido escogida por él.
Un eunuco de cabello largo con un escritorio portátil salió de detrás de las colgaduras e hincó una rodilla en tierra. Inclinó la cabeza, hermosa como cualquiera de las mujeres que le rodeaban. Le faltaba un dedo en la mano izquierda, su única imperfección.
Orsana le dirigió una leve inclinación de cabeza. Él abrió el escritorio que colgaba de su cuerpo y extrajo varios papeles, uno tras otro.
—Señora, lord Merach de Gansakr presenta sus respetos, y os agradecería que le recibierais antes de su partida hacia el oeste.
Orsana sonrió, levantó una mano y la agitó con aire despectivo.
—Los responsables de la expedición solicitan una audiencia hoy para comentar los preparativos del viaje a Hamadan.
Orsana parpadeó. La mano blanca volvió a moverse.
—Han llegado las caravanas de Kosan e Ishtar. Los señores mercaderes Amur y Peshtos os envían sus saludos y ruegan que les permitáis visitaros en cuanto hayan preparado una selección de productos adecuada para vuestra aprobación.
—Llegaron hace dos días, antes que sus caravanas, para estar con sus amantes —dijo Orsana con una sonrisa—. Pagarán caro el retraso. Continúa, Nurakz.
—El príncipe Kouros, vuestro hijo, desea una audiencia de inmediato. Señora, os espera en la puerta.
—¿Es todo?
—Si, señora.
—Haz entrar a mi hijo, y despeja la cámara. Y, Nurakz, pide una letra de crédito a la casa de Arkanesh, y tenla lista aquí antes del mediodía.
—Sí, señora. ¿De cuánto?
Orsana le miró fijamente. Nurakz palideció, inclinó la cabeza y se retiró.
—Charys, tú quédate, por supuesto —dijo Orsana mientras las concubinas de la cámara se levantaban como una nube de mariposas remontando el vuelo.
El alto eunuco obedeció. Tenía un rostro como el de un tótem fabricado con arcilla blanca y dejado bajo la lluvia. Aunque tenía los ojos de las castas altas, sus rasgos eran anchos y fuertes como los de un soldado. Era calvo, a excepción de un mono de cabello teñido de azul y recogido con un anillo de plata. Una cicatriz le recorría un lado del cuello como un gusano errante, y sus manos pálidas y sin vello parecían lo bastante fuertes para estrangular a un camello.
Las puertas de bronce hueco resonaron, y Kouros entró en la habitación entre una nube de lino tan azul como la túnica de su madre. Los guardias cerraron detrás de él con bastante más cuidado.
—Hay que hacerlo, madre; se va. Ashurnan irá a la guerra. Partirá esta misma semana. —Kouros empezó a morderse las uñas.
Orsana no pareció sorprenderse. Asintió, pero en su interior estaba realmente sobresaltada.
—Merach —dijo.
—Sí. Habló con el durante toda la velada. Traté de escuchar, pero fracase. Rakhsar…
—¿Rakhsar?
—No se enteró de nada más que yo. Me aseguré de ello. Ha tomado su propia decisión, madre.
Orsana enarcó una ceja y tiró de su túnica. El polvo de yeso le cayó de la cara en avalanchas diminutas.
—Debes partir con él, entonces. Y nuestros planes tienen que seguir adelante. Eso es todo. No es ningún desastre, Kouros.
Su hijo se estaba mordiendo la uña del dedo pulgar, torturando la piel hasta hacerse sangre.
—Darios me aseguró que esta… esta invasión no tendría ninguna importancia.
—No creo que mintiera. Sólo creo que le han superado los acontecimientos. Darios es un agente leal. —Orsana se removió en el diván y tomó un sorbo de vino—. Hijo, debes recordar que algunos sucesos no tienen autor; simplemente, ocurren. No siempre hay una conspiración en marcha.
—Sí, sí, claro. No me sermonees, madre. No soy un estúpido. Sé todas esas cosas; tengo ojos y oídos en todas partes.
«En todas partes donde te ordene plantarlos», pensó. Se sentía dividida entre el amor y la exasperación. El destino de todas las madres.
—Al menos hemos tenido un aviso. ¿Hasta que punto confías en Dyarnes?
Kouros apartó la vista, ensañándose con otro dedo.
—Es difícil tentar a un hombre que no puede ascender más. Dirigir a los honai es la cumbre de su ambición.
—Entonces debes amenazarlo con su perdida —dijo Orsana con vehemencia, y el aguijón de un abejorro apareció en su voz melosa.
Kouros se dejó caer sobre un cojín alto.
—Lo sé, lo sé. Debo manejar a Dyarnes con más cuidado. Es de la antigua nobleza. Si cree que comprometemos su honor, le perderemos por completo.
Orsana sonrió.
—Bien dicho. También sabemos que desprecia a Rakhsar.
—No estoy seguro de que no me desprecie también a mi, madre.
—Es de la tribu de Asuria. Desprecian a todos los del otro lado del Oskus, y siempre lo han hecho. Utiliza su orgullo, y su cargo. ¿Qué me dices de su segundo?
Kouros se animó.
—Ah, Marok. Es ambicioso, y tiene bastante sangre de las Magron para hacerle sentir inseguro. Un gran jinete; nadie monta los caballos de Niseia como él. Y le encantan las mujeres.
—Entonces no necesito decirte más. Regálale dos bellezas, una con cuatro patas y otra con dos tetas. Así empezará la cosa. El regalo de un príncipe no se puede rechazar, y le hará sentirse en deuda.
—No necesito lecciones, madre. Conozco a Marok y a Dyarnes desde que era niño.
—Y ellos a ti. Necesitan estar seguros de que el niño ya no existe, y de que en su lugar hay un rey.
Kouros se removió inquieto en las profundidades del cojín, tirando de su túnica azul como si le hubiera ofendido.
—Entonces tendrás que darme más dinero. Mi padre cree que es bueno para un príncipe conformarse con una miseria; dice que eso forma el carácter.
Orsana enarcó una ceja.
—Muy bien. Hoy recibiré una letra de la casa de Arkanesh. Tú tendrás una parte del dinero. Pero no gastes demasiado, Kouros. No debes llamar la atención de tu padre. —Luego emitió una especie de risita al pensar en Kouros malgastando dinero. Su hijo le dirigió una mirada agria.
—¿Cuándo he…?
—Sí, sí. Nunca tuve que inculcarte esa virtud. Nadie podrá acusar nunca a mi hijo de ser un manirroto. —Le sonrió con algo parecido al afecto—. Recuerdo cuando eras un niño. Nadie podía separarte de tus juguetes, ni siquiera cuando estaban estropeados. Solías sentarte solo en el jardín a jugar con ejércitos de soldados en miniatura, y les ponías nombre a todos.
—Me mantenías separado de todos los demás —dijo Kouros en voz baja—. Incluso de los esclavos.
—Eras el primogénito, el heredero —replicó ella—. No había nadie digno de asociarse contigo. Nunca dejé que ninguno de ellos olvidara quién eras. Nunca.
—Supongo que no. —El rostro de Kouros se relajó en una especie de mueca triste, pero sólo durante un instante. Volvió a tensarse casi al instante y recuperó sus líneas de furia habituales. Se levantó del cojín y lo envió al otro lado del liso suelo de mármol de un puntapié—. Cuando sea rey, harán cola ante mi trono para ser mis amigos —dijo—. Se arrodillarán, hasta el último de ellos, y suplicarán mi perdón. Madre, quiero que Rakhsar se arrodille ante mí antes de morir.
—No seas absurdo, Kouros.
Su rostro sufrió un espasmo, y luego el príncipe se irguió.
—No, por supuesto. Tienes razón. —Se volvió—. Debo irme. Gracias. Gracias, madre.
—¿No me das un beso?
—Sí, sí, muy bien. —Se inclinó sobre ella como una nube de tormenta azul y dejó que sus labios rozaran la mejilla empolvada de yeso de la mujer. Ella le tocó el rostro.
—Tú no eres como los demás hombres, Kouros. Tienes que estar por encima de todo eso.
—Lo sé. Siempre lo he sabido. —Se volvió, apretando un trozo de túnica con el puño, y luego se detuvo—. Y Roshana. ¿Ella también debe…?
—Roshana debe compartir el destino de su hermano. Lo sabes. Si se casara con algún noble, ese hombre tendría cierta aspiración al trono, por remota que fuera. Ya lo hemos discutido, Kouros.
Él asintió.
—Adiós, madre.
—Ven a verme esta noche. Tendremos más asuntos de que hablar.
Los hombros de Kouros se hundieron.
—Sí, madre —dijo, y se alejó con cierto aspecto de derrota, como una montaña ambulante.
A vuelo de cuervo, el trono de la reina en el centro del harén no estaba lejos de los apartamentos de Roshana. Incluso a pie, un hombre de paso rápido podía recorrer la distancia en menos de una hora, si los honai le franqueaban el paso. Pero se trataba de una distancia enorme en términos de política palaciega. Casi podía decirse que era infranqueable.
Los mellizos que habían sido el producto del primer amor de Ashurnan vivían lujosamente alojados en un complejo alto y aislado de varios pisos de altura, cuyas balaustradas estaban formadas por ramas vivas de árboles gashran, nativos de las pendientes más empinadas de las Magron orientales. En aquel edificio, las ramas crecían entre las aberturas de los enormes bloques de piedra de la estructura y, tras siglos de podas y alambradas, habían sido domesticadas hasta que su crecimiento se convirtió en un aliado de la visión del arquitecto. El Gashran era un compuesto de piedra y madera viva, cedido a los príncipes menores de la línea de Asur desde tiempo inmemorial.
No en vano estaba separado del resto del palacio. Los honai recorrían sus terrenos día y noche, e interrogaban o escoltaban a cualquiera que se aventurara a acercarse; un gran rey debía vigilar de cerca los actos de sus descendientes, más o menos nobles. El Gashran no era una cárcel; era un edificio hermoso y lujosamente equipado, un palacio por derecho propio, pero un lugar vigilado.
Rakhsar y Roshana habían pasado todas sus vidas en sus desconcertantes aposentos de piedra y corteza de árbol.
Roshana se encontraba en su dormitorio, contemplando al niño que dormía en la cama frente a ella, con el komis levantado en torno a su nariz. Por encima de él, sus ojos eran brillantes luces de amaranto.
—¿Vivirá, Barzam?
El alto kefren se inclinó detrás de ella.
—Sí, señora. Es joven, y tiene la fuerza de los barrios bajos. He visto a muchos de su clase recuperarse de heridas mucho peores.
—Quiero que le visites cada día, Barzam.
El kefren abrió sus anchas manos.
—Señora, con todos los respetos, ¿es realmente necesario? No es más que un esclavo hufsan, una criatura del…
—Harás lo que te digo, o encontraré a un doctor que lo haga.
—Por supuesto, señora. Estoy completamente a vuestro servicio.
—Gracias, Barzam. Si tienes más instrucciones para el personal, déjaselas al mayordomo cuando salgas.
Sin decir nada ni ser visto, el alto kefren se inclinó detrás de ella y salió en silencio.
Al otro lado de la pesada puerta se detuvo en seco. Rahksar le sonrió y le palmeó un brazo como un viejo camarada.
—¡Barzam! Mi hermana te tiene cuidando a su nueva mascota, ¿verdad?
—Parece decidida a que esa criatura sobreviva.
—Siempre ha sido así. He aprendido a dejar que se salga con la suya en estos temas. Roshana no suele mostrarse obstinada, pero cuando lo hace, ni el propio Bel la convencería de lo contrario.
—Siempre es un placer obedecer a lady Roshana —dijo Barzam, en tono algo tenso.
Rakhsar le tomó una mano y depositó sobre ella una pequeña bolsa de piel de ciervo que tintineó al abandonar sus dedos.
—Agradezco tu paciencia, Barzam. Y también tu discreción. Ella no pretendía faltarte al respeto.
—Roshana no podría ofenderme. Yo la traje al mundo —dijo Barzam, relajándose un poco.
—Lo sé. —Rakhsar le guiñó un ojo—. Estuve allí.
Podía moverse con extremo sigilo cuando se lo proponía. Cerró la puerta tras él, y permaneció con la esbelta espalda de Roshana al alcance de su mano. Inclinando la cabeza a un lado, Rakhsar consideró el momento.
—No te me acerques de ese modo, Rakhsar —dijo Roshana sin volverse.
—Podía haber sido un asesino.
—Entonces el asesino hubiera tenido el mismo gusto pésimo que tú para el perfume.
Rakhsar se unió a ella junto a la cama. Sus manos se tocaron.
—Hermana, has escogido un extraño momento para adoptar a un vagabundo. Cualquiera pensaría que Kouros lo planeó de este modo.
—No es tan previsor.
—Su madre sí.
—No; todo esto es obra de él. No ha cambiado desde que éramos niños. Incluso entonces, siempre era más feliz solo y torturando algo.
Rakhsar se inclinó sobre el muchacho.
—Es guapo. Puedo ver por qué ha conmovido ese corazón tuyo tan blando. Exactamente, ¿qué…?
—Fue violado y castrado. Creo que Dyarnes tuvo algo que ver. Por eso se marchó de la cena anoche.
—El noble Dyarnes, la leal sombra de nuestro padre —dijo secamente Rakhsar. Levantó el edredón, miró debajo e hizo una mueca—. Cuando llegue mi hora, espero que me corten antes la cabeza. Pobre cabrón. Bueno, supongo que podremos encontrar algún rincón donde meterlo antes de irnos.
—Lo llevaremos con nosotros.
—Estás de broma, hermana. Esto no es un ruiseñor al que puedas llevar en una caja. ¿De qué serviría?
—No le daré a Kouros esa satisfacción.
Rakhsar se echó a reír.
—Si tuvieras menos escrúpulos, habrías podido tener a Kouros comiendo arroz de tu mano, incluso desde antes de que le hubieran crecido sus propios huevos.
—No seas desagradable, Rakhsar. Y prefiero estar muerta a flirtear con ese paleto sanguinario.
Rakhsar suspiró.
—Mi hermana, tan valiente, tan honesta, firme como el asta de una lanza, e igual de difícil de doblar. —Algo parecido a la aspereza asomó en su voz—. Qué afortunada eres de tener por hermano al taimado Rakhsar, que se ensuciará las manos para que las tuyas puedan seguir limpias. No todos podemos permitirnos tus escrúpulos, Roshana. El pequeño catamita se queda aquí.
—Sabes que no te servirá discutir conmigo sobre esto, Rakhsar.
Se miraron, furiosos. Finalmente, Roshana tocó el hombro de su mellizo.
—¿Cuándo nos vamos?
—Mañana por la noche. He preparado una fiesta arriba. Nos iremos durante la fiesta, bajo las narices de los honai. He ordenado a algunos esclavos que monten una distracción.
—¿Y después?
—Y después, hermana, tendremos que enfrentarnos a los pasadizos de la ciudad subterránea. Tengo a un kefren muy útil a mi servicio, un maestro de cocina. Anoche los honai le interrogaron, y pensé que se había descubierto el pastel, pero resultó que sólo se trataba de un esclavo fugitivo. —Frunció el ceño y miró al muchacho sobre la cama—. Por la sangre de Bel, espero que tengas razón respecto a Kouros. Si esto tiene algo que ver con él, todo habrá terminado para nosotros antes de empezar. —Se volvió, perdido en sus pensamientos.
—Si Orsana lo sospechara, ya estaríamos muertos —le dijo Roshana—. Que el muchacho viniera aquí es una coincidencia.
Rakhsar se irguió, brusco y serio como un soldado.
—Cuando despierte, me gustaría hablar con él. También es una criatura de la ciudad subterránea. Tal vez no sea un peso muerto después de todo. ¿Has avisado a tu gente?
—Son tres. Maidek, Saryam y Ushau.
Rakhsar asintió.
—Los conozco. Ushau por su fuerza, Maidek por su sensatez, y Saryam por su compañía.
—Yo misma no lo hubiera dicho mejor. ¿Y tú, hermano?
Rakhsar sonrió.
—Iré solo.
—¿No hay nadie…?
—¿En quien pueda confiar? Soy el hijo menor, Roshana. Si el propio Bel me abrazara, me comprobaría los bolsillos después.
—Tal vez las cosas cambien cuando estemos en alguna otra parte.
—Tal vez. Tenemos todo el mundo para escapar, pero apenas hay un rincón en él que no conozca el peso del Imperio. Es posible que no nos sea fácil encontrar lugares donde escondemos.
—¿Y es eso todo lo que te propones hacer? ¿Esconderte?
—Me propongo sobrevivir, hermana, por todos los medios necesarios. Aún soy joven. El mundo cambia; los macht nos invaden, los juthos se rebelan. ¿Quién sabe qué fracturas, sobresaltos y oportunidades puede traernos el mañana?
Roshana se abrazó a si misma, como si tuviera frío de repente.
—Desearía que todo hubiera pasado, y estuviéramos ya lejos.
—De un modo u otro, esta parte habrá terminado pronto. —Rakhsar bajó la vista hacia la cama, en dirección al rostro del muchacho dormido—. A fin de cuentas, me pregunto si realmente podemos hacer mucho para cambiar el destino. Anoche arrebataron la hombría de este chico, todas sus esperanzas de posteridad, y luego le empujaron hacia el escenario de la historia. Espero que saque provecho del cambio.
El aire fresco fue lo que despertó a Kurun. Le soplaba en un lado de la cara, y se movía contra él, pero su mejilla derecha descansaba sobre una carne cálida.
Y luego el dolor.
El gemido brotó de su interior, pareciendo surgir no de su boca sino de todos los poros de su castigado cuerpo. Se retorció.
Inmediatamente un par de brazos le sujetaron. Estaba amordazado, pero no atado. Trató de liberarse, ignorando el dolor que parecía inundar todo su cuerpo de cintura para abajo. Los brazos lo apretaron contra un pecho enorme y musculoso, ancho como una puerta.
Era como un gatito abrazado por una pitón.
—Estate quieto, pequeño estúpido —dijo una voz profunda—. Ama, está despierto.
—Abre los ojos. —Una voz de mujer.
Vio un borrón blanco en la oscuridad, y unos ojos encima de él, brillantes como fragmentos de cristal reflejando las lunas.
—Estás entre amigos, chico. Mi nombre es Roshana, y no permitiré que te hagan más daño. Asiente si me entiendes.
Reconoció el perfecto kefren de la corte, olió el perfume que invadía el aire nocturno y asintió. Los dedos de ella le palparon la nuca.
Estaban fríos, y la luz de Anande la Paciente relució sobre sus uñas pintadas. La mordaza desapareció, dejándole un sabor agrio en la boca.
—Me llamo Kurun —dijo con obstinación, conteniendo el dolor y decidido a darse a conocer. No moriría sin nombre.
—No debes hacer ningún ruido, ¿me entiendes? Ni un sólo ruido, si quieres vivir. Sé valiente para mí ahora, Kurun. —Los dedos fríos trazaron una línea sobre su mejilla durante un instante, y luego ella se alejó.
Kurun levantó levemente la cabeza, y distinguió la parte inferior de la mandíbula de un rostro ancho y sin vello, oscuro como una nuez.
—¿Qué está ocurriendo? —susurró.
Los brazos lo apretaron con más fuerza, y un débil gruñido de agonía escapó de sus labios.
—Nada de ruido —dijo la voz profunda encima de él—. Haz un solo ruido más, y te romperé el cuello.
Kurun quedó inerte, luchando contra el dolor y el oscuro torbellino de confusión. Podía oler a tierra húmeda y plantas. Estaban en los jardines, pasando rápida y silenciosamente de una sombra a otra aún más profunda, mientras, por encima de ellos, la pálida Anande brillaba en un cielo salpicado de estrellas. Parpadeó para aclararse los ojos y trató de enfocarlos.
Se detuvieron, y hubo un rato de espera tensa e inmóvil. Estaban entre los árboles, agazapados como asesinos. Además del gigante de ébano que le retenía y la dama del komis, Kurun distinguió a una chica hufsa vestida con sencillez, como para viajar, y a un delgado kefren con un rostro tan anguloso y huesudo como el de una mantis. Ambos llevaban bultos demasiado grandes para sus cuerpos.
Luego se les unió otro. Un kefren enmascarado que llevaba una cimitarra desnuda. Dejó caer el komis para revelar un rostro largo y de huesos finos. Besó a la dama a través de su velo.
—Está hecho, hermana.
Ella miró la espada, y la fina línea negra que recorría la hoja.
—¿Ha aceptado el dinero?
—Lo ha rechazado. En lugar de ello, le he ofrecido acero de Bokosa.
—¡Rakhsar!
—¿Crees que esto es un juego, Roshana? El camino está libre ahora. Mi contacto aguarda junto a la plataforma de la cocina. Debemos darnos prisa.
—Tienes sangre en la ropa.
—Eso no importa por la noche. —Los ojos brillantes como joyas les estudiaron a todos con la frialdad de una serpiente inspeccionando un nido de ratones—. Veo que le has traído.
—Te lo dije.
Kurun bajó la vista cuando el kefren le miró.
—Ushau, no dejes que haga ni un ruido.
—Ésas son las órdenes de la señora —dijo la voz profunda por encima de la cabeza de Kurun.
—Bien. Ahora seguidme todos, tan rápida y silenciosamente como podáis.
Corrieron a través de un espacio abierto y brillante bajo la luna, y ante ellos los edificios del palacio se elevaron como una montaña de laderas verticales, moteada aquí y allá con lámparas amarillas. Kurun reprimió un espasmo de dolor que le provocó náuseas. Cerró los ojos y apretó la frente contra el cálido pecho del gigante que lo llevaba a cuestas.
—Quedaos aquí. Apartaos de las paredes —espetó Rakhsar—. Saryam, ten cuidado con tu capa; si se engancha en las poleas nos atascaremos en el pozo.
Estaban sobre una de las plataformas que conectaban el palacio con las cocinas de abajo. Rakhsar tiró de la cuerda de comunicación, y en seguida hubo una sacudida. La gruesa madera tembló bajo sus pies, y empezaron a descender.
Hacia la oscuridad. Rakhsar invirtió el aplique de la antorcha que les alumbraba, y la última de sus chispas se apagó tras reflejarse en su espada ensangrentada. El aire resonó en los oídos de Kurun; descendían muy rápido. Hubo un golpe apagado, y la plataforma quedó inmóvil, haciendo que todos se tambalearan con la repentina parada.
—Mi príncipe —dijo una voz familiar.
—Auroc… Bien hecho. Ahora indícanos el camino de los pasadizos.
Kurun abrió los ojos sobresaltado, y se encontró con otra mirada sobresaltada. El rostro de Auroc estaba magullado e hinchado, pero era totalmente familiar, la primera cosa familiar que veía desde que abandonara las cocinas.
—Lo siento —dijo al maestro de cocina, con las palabras convertidas en sollozos y saliendo en gorgoteos del apretón del gigante.
—Pensé que te habían matado —dijo Auroc, con incredulidad.
—Estuvieron a punto —dijo Rakhsar—. Auroc, guíanos. Tenemos poco tiempo.
Auroc arrancó la mirada del rostro manchado de lágrimas de Kurun.
—Sí, por supuesto. Sígueme, mi príncipe. Os llevaré a la Silima. Desde allí, sólo hay que seguir la rampa hasta abajo.
Durante el rato que siguió, la cabeza de Kurun se agitó contra el pecho de Ushau mientras sus lágrimas brotaban, cálidas y libres. Pero no podía ignorar el pensamiento que le había asaltado.
¿La Silima? No podía ser. Era como si un ladrón saliera de una casa por la puerta principal. La Silima era la avenida principal de la ciudad subterránea, y estaba vigilada día y noche.
—Auroc —dijo, con voz espesa—. Amo, no podemos ir por la Silima.
No es posible recorrerla y mantenerse ocultos. Hay caminos mejores.
—Cállate —dijo rápidamente Auroc. Estaba sudando. Y a Rakhsar—: Señor, la Silima es el camino más rápido para salir del zigurat. Estaréis en la calle en menos de una hora.
Kurun sintió un miedo frío como el agua en su espalda.
—Amo, creo que no…
Auroc le golpeó en la cara.
Kurun se tragó el dolor junto con lo demás. Tenía que hacerles ver su error. Auroc se equivocaba. Quería salvarle de su error. Finalmente, dijo a Rakhsar:
—Señor, esto no está bien. Mi amo te está guiando mal.
Rakhsar levantó la afilada punta de la cimitarra y la apoyó con un gesto tranquilo en la garganta de Auroc.
—¿Es cierto eso?
Estudió al maestro de cocina durante un momento largo y tenso.
—Kouros te interrogó, ¿no es cierto?
—Señor, me interrogaron a causa de un malentendido… Este mocoso abandonó su puesto y espió al rey en los jardines. Me consideraron responsable. ¡Eso es todo, lo juro!
—Incluso yo he oído hablar de la Silima —dijo Roshana. Dejó caer su komis y se acercó más a Auroc—. Y si yo he oído hablar de ella, es que no es un secreto.
—Es el camino más rápido hasta la calle —insistió Auroc. Se secó la frente—. Es una ruta transitada, sí, pero os será fácil perderos en ella.
—Auroc —susurró Kurun. Estaba llorando—. No quería hacerte ningún daño. —Levantó la voz—. Amos, conozco un camino mejor.
—Cierra la boca —rugió Auroc, y apretó el puño.
—No volverás a pegarle —dijo Roshana al maestro de cocina. Se volvió hacia Kurun. Aquellos hermosos ojos eran duros como el sol en aquel momento—. ¿Estás seguro?
—Señora, puedes matarme si me equivoco. Pero sé que no podréis salir del zigurat por la Silima; hay guardias en cada cruce. Nunca se ve a personas de vuestra casta por allí; no pasaríais desapercibidos, no hasta el final. Auroc os está guiando mal.
—¿Es cierto, amigo mío? —le preguntó suavemente Rakhsar. La punta de la cimitarra no se movió—. ¿Consiguió Kouros sacarte la verdad?
—Mi… mi príncipe —tartamudeó Auroc—. Soy tu leal servidor.
—Te compré, hasta ahí llega tu lealtad. Ahora dime, Auroc: ¿qué contaste a Kouros sobre nuestra excursión?
Auroc parecía perdido como un pez en tierra. No dijo nada. Rakhsar asintió muy serio.
—¿Comprendes por qué no confío en nadie, Roshana? Mientras la lealtad pueda comprarse con el portamonedas más lleno, Kouros siempre irá por delante de nosotros.
Auroc se recobró al fin. Miró furioso a Kurun, presa de la desesperación y de una ira repentina.
—Pequeño estúpido. Intenté ayudarte. Hubieras ascendido bajo mi mando, Kurun. Hubiéramos trabajado juntos bajo el sol. Ahora nos has matado a los dos.
—No ha sido él. He sido yo —dijo Rakhsar, y clavó la cimitarra en la garganta del maestro de cocina.
El alto kefren siguió en pie, con los ojos muy abiertos y agitando los brazos como pájaros heridos. Las rodillas se le empezaron a doblar, pero la hoja de la espada lo mantenía erguido. La sangre brotó de su cuello, y el desgarrón de su carne creció en torno al acero de la cimitarra. Luego empezó a venirse abajo, todavía erguido, y se deslizó lentamente de la hoja para caer como un montón de trapos sobre el suelo. Por debajo de él, surgió un charco negro, como en la apertura acelerada de una flor.
Rakhsar se apartó de él para salvar sus zapatos. Limpió la hoja con la túnica del maestro de cocinas, y se volvió a Kurun con un rostro como una máscara de marfil.
—Será mejor que tengas razón, chico, o tendrás un final menos limpio que éste.
La lengua de Kurun parecía pegada a su paladar. Se retorció, pero el gigantesco Ushau le retenía. Roshana seguía mirándole, y en su rostro había algo de desesperación.
—Kurun —le dijo suavemente—. Ahora debes decimos adónde ir.
Recorrieron los estrechos pasillos de la ciudad de los esclavos, abriéndose camino a través de las entrañas del zigurat. Atraían todas las miradas a su paso; era imposible disfrazar la condición de nobles de Rakhsar y Roshana. Estaba en sus ojos, en su ropa, en su mismo modo de andar. Por muchos recursos que tuvieran los mellizos, carecían de verdadera experiencia de la vida en los niveles inferiores, y consideraban algo normal que los habitantes de la ciudad subterránea se apartaran para dejarles pasar, mirándoles con la boca abierta.
Kurun iba delante, aún envuelto en los brazos del gigante de ébano. Murmuraba instrucciones a Ushau, y eligió un camino complicado y retorcido hacia las regiones menos pobladas de la ciudad subterránea. Al hacerlo, se acercó a los límites de su conocimiento del lugar, guiando a la compañía por túneles y pasadizos poco utilizados. Mientras descendían, empezaron a oír a través de las mismas piedras el golpear rítmico de las ruedas de agua mucho más abajo, donde miles de esclavos trabajaban para regar los jardines del gran rey. El sonido era como el batir incesante de un corazón enorme.
Allí, los habitantes de los pasadizos oscuros eran todavía más desconfiados que los de arriba, y corrían hacia las sombras y los callejones laterales al paso de la compañía. Rakhsar había vuelto a desenvainar la espada, y sus ojos brillaban con luz propia. Su hermana le tomó la mano libre, y los mellizos avanzaron de aquel modo mientras los otros dos sirvientes iban en la retaguardia, encorvados bajo las bolsas de viaje, y con los ojos tan abiertos como búhos en la cálida oscuridad, cada vez más profunda.
—Aquí —dijo finalmente Kurun. Cerró los ojos un segundo, reprimiendo una oleada de náusea. Sentía una humedad en la parte trasera de los muslos, y no se atrevía a pensar en ella.
Estaban en un espacio más amplio, un pasadizo arqueado tan bajo que la cabeza de Ushau rozaba el techo. Más allá había más luz, antorchas encendidas, un calor algo menos denso, y la sensación de aire en movimiento. También había ruido, el sonido de las ruedas sobre la piedra, bramidos de mulas y golpes contra los ladrillos. Muchas voces se elevaban y decaían, no en el rumor marino de una multitud sin propósito, sino en las conversaciones decididas de personas trabajando.
—Éste es el valle de los picapedreros —dijo Kurun—. Estamos al nivel de la calle. Si lo atravesamos, hay una puerta que siempre está abierta durante el día, y luego estaremos fuera.
—Ya debe faltar poco para el amanecer —dijo Rakhsar, secándose el rostro.
—Tocarán la campana cuando salga el sol —le dijo Kurun, fatigado—. Es la hora del cambio de turno. Sería el mejor momento para intentar salir.
Empezaba a desvanecerse. La luz de la antorcha parecía rodear una zona de sombras cada vez más amplia. Unos dedos fuertes le apretaron el rostro y se lo sacudieron.
—Sigue con nosotros, chico. Cuando estemos bajo el sol, podrás dormir todo lo que quieras.
—Está sangrando, amo —dijo Ushau.
—Déjalo en el suelo. —La voz de Roshana, rápida e intensa.
Kurun fue depositado sobre la piedra. Le abrieron las piernas y le retiraron el empapado quitón de los muslos. Gritó, pero el sonido fue ahogado por la enorme palma de Ushau, que lo inmovilizó con la otra mano mientras Rakhsar y Roshana le examinaban. El labio superior de Rakhsar se apartó de sus dientes.
—Bel de los cielos, qué desastre.
—Maidek —dijo Roshana—. ¿Puedes hacer algo?
El flaco y cadavérico kefren se arrodilló junto a ellos. Estudió las heridas de Kurun con cierto interés, como un hombre en el puesto de un mercado.
—Le cerraron la herida con fuego, ama, pero se dejaron una parte. De momento, yo le vendaría las piernas juntas. Habrá que coserlo, pero no puedo hacerlo aquí. Necesito…
Un gong de cobre resonó en el aire, como si algún titán hubiera dejado caer del cielo una cacerola de metal. Rakhsar se incorporó.
—Tus labores de carnicero pueden esperar, Maidek —dijo—. Eso debe ser la campana que ha mencionado el chico. Ushau, agárralo fuerte.
La luz creció, gris y fría a través de la enorme estancia que tenían delante. Les reveló a grupos de hufsan que se enderezaban después del trabajo, entre ordenadas filas de piedras cuadradas y montones de escombros. Sonó un murmullo de conversaciones. De repente, el lugar pareció abarrotado cuando más hufsan vestidos con delantales llegaron desde el exterior y desde las escaleras y rampas que descendían de la oscura inmensidad del zigurat. Más allá vieron las altas puertas que se iluminaban momento a momento. Hubo una ráfaga de aire fresco que provocó que el polvo de la piedra se convirtiera en grava contra sus dientes, y algo más. Los aromas mezclados del mundo exterior, el perfume promiscuo de la misma ciudad.
—El chico tenía razón —dijo Roshana—. Ésa es la luz del amanecer.
—Arriba. Moveos —espetó Rakhsar—. Seguidme.
Había envainado la espada, pero mantenía la mano sobre la empuñadura mientras se abrían paso entre las brigadas de esclavos, llenándose de polvo, con el sudor y el esfuerzo de la ciudad de los esclavos aprisionándoles junto a las densas multitudes de trabajadores. Rakhsar emitió una carcajada ahogada cuando salieron del zigurat a la cacofonía matutina que era Ashur, y miraron a su alrededor como una isla de paletos ociosos en un mar de gente atareada.
—Huelo a rana a la brasa —dijo Rakhsar a su hermana, sonriendo. Las gotas de sudor eran como perlas sobre su frente—. ¿Qué tal si nos compramos una, y luego buscamos un lugar donde tumbarnos un rato?
Echó a andar, y los demás le siguieron como la cola de una cometa. Ushau bajó la vista hacia Kurun y pasó un nudillo por el pecho del muchacho.
—Eres un buen chico —dijo. Lo atrajo hacia sí y siguió a su amo. Se perdieron en el torrente de rostros, cuerpos, pies en movimiento y manos gesticulantes que era la ciudad imperial, mientras detrás de ellos el zigurat se iluminaba, nivel tras nivel, bajo la creciente luz del alba.